2

Pasó el día siguiente entero en su habitación. No quería encontrarse con él. Tampoco quería ver a la servidumbre, ante quienes se sentía mortalmente avergonzada. Seguro que Bärbel había mentido y nadie la había echado en falta. Era la esposa exagerada del amo severo, que solo discutía o lloraba.

Esta vez no lloró. Se mostró relajada ante Bärbel cuando le sirvió café y bollos berlineses. Bärbel llevó por la tarde un objeto envuelto en seda. Era fácil adivinar que se trataba de un estuche de violín.

—El señor desea decirle que no se enfade usted con él.

Amely depositó el regalo sobre el escritorio y sacó el violín nuevo. La invadieron los más diversos pensamientos: Algún día tendré diez de estos. Por lo menos no me ha pegado. Nunca le diré que Ruben está vivo. No se lo merece.

Sobre el violín había dos entradas. Amely leyó: La Bohème. La nueva ópera de Giacomo Puccini. El Teatro Amazonas se alegra de poder presentar, en el papel del poeta Rodolfo, al talento prometedor Enrico Caruso… Dio las entradas a Bärbel.

—Seguro que conoces a algún joven simpático con el que puedas ir.

—¡Oh, sí! Es… ¡Pero señorita! ¡¿Cómo voy a ir al teatro?! ¡El señor Wittstock me cantará las cuarenta! ¡Me hará sangrar las orejas! Últimamente está siempre enfadado. No, no, no puede ser.

—¡Vaya si puede ser! No hay nombres en las tarjetas, y un regalo es un regalo.

—¡No tengo nada que ponerme! ¡Y mi pretendiente todavía menos!

—Eso no debería ser ningún problema. Y ya basta de eso; no tengo ganas de jóvenes tenores prometedores. Guarda el violín.

El instrumento se había construido con una de las mejores maderas para violines, una hermosa madera de palo de pernambuco roja. Debía haberle costado a Kilian una pequeña fortuna conseguir ese violín tan rápidamente. Tanto como mandar a un muchacho al panadero a buscar un panecillo alargado, pensó con amargura.

Bärbel guardó el estuche del violín bajo la cama, sirvió pan con mantequilla y guaraná fresco, y se retiró. Abajo alborotaban los guacamayos y Amely pensó que el señor Oliveira la colmaba de conocimientos útiles, pero nunca le había dicho por qué los guacamayos se llamaban así.

Sobre el escritorio descansaba su libro de oraciones, como una amonestación. Sintió que la mala conciencia por las oraciones olvidadas y las misas a las que no había asistido hacía acto de presencia. Por lo menos nunca había participado en el culto a los ídolos. Querido Dios, volveré a ir a la iglesia. Por favor, permite que todo vaya bien para Ruben y para mí y para los yayasacu. Ahí estaba el cajón que había contenido el revólver de Madonna. Lo abrió, encontró un cartucho en el rincón del fondo, volvió a dejarlo y cerró el cajón.

Estos pensamientos debían cesar de una vez por todas. Decidió irse a la cama. Respiró profundamente al librarse de las capas de tejido y abrió el cierre del corsé. Le presionaba tanto en el estómago que se le hacía difícil respirar. Se quitó las enaguas lentamente.

Qué distinta había sido su apariencia la última vez que se observó en el espejo de su tocador. Su piel era entonces clara y suave, no tan tostada, quemada por el sol como la de una sureña, y no tan fina sobre los músculos y tendones. ¡Aquello no era atractivo! Se miró de lado y se pasó la mano por el vientre. Estaba tirante y parecía no querer encajar con el resto de su figura. ¡Por Dios! ¿Podía ser cierto que, después de todos los intentos malogrados, Kilian le hiciese un hijo?

Las mujeres yayasacu le habían contado lo que nunca se enseñaba a una dama civilizada: que por las mañanas se sentían mareos; que se desarrollaba un gran apetito; que los pechos se hinchaban. No se había percatado de nada de eso en los últimos tiempos. Pero su escaso sangrado mensual había cesado por completo desde hacía un tiempo.

—¿Y qué significa esto ahora? —preguntó a su imagen en el espejo—. ¿Que debo imputarle un niño ajeno a Kilian?

Y tendría quizá su pelo rubio. Se llevó la mano a la boca. Algo le estaba subiendo por la garganta; no eran náuseas, sino una carcajada inconcebible. Se rio hasta que le dolió el estómago. Se rio una eternidad. Siguió riendo mientras agarraba un pesado frasco de cristal y lo lanzaba contra su imagen en el espejo. El espejo estalló. Los pedazos saltaron desde el marco dorado, que, de todas formas, era demasiado ostentoso.

Aquel estrépito la serenó. Se sentó en el taburete del baño agotada y escuchó atentamente, esperando que alguien golpeara la puerta, pero nadie parecía haber oído el ruido.

Cogió una de las esquirlas y la elevó hasta ver el reflejo de su rostro. También había cambiado. Era un rostro joven y, no obstante, era también un semblante en el que podía leerse toda una vida. No hacía mucho tiempo que había tenido una esquirla como aquella en la mano. Quizá, si se esforzaba bien, conseguiría imaginarse a Ruben de pie tras ella, y si no lo veía era tan solo porque la esquirla era demasiado pequeña.

Un ava forastero había llegado a la aldea. De pie bajo el árbol del cacique mientras Rendapu y Yami bajaban la escalerilla de nudos, contó que se llamaba Oimeraepe y que pertenecía a la tribu de los macibe. Iba de camino al territorio de su tribu. Algunos le reconocieron y le saludaron amistosamente. Todos tocaron su esquirla de espejo, rieron y chillaron y se la pasaron rápidamente al siguiente.

Ruben no movió un músculo de la cara.

—¿No te asusta? —preguntó Oimeraepe.

—No es la primera vez que veo mi cara en una superficie lisa como esa. ¿De dónde la has sacado?

El forastero se acercó a Ruben y lo observó de arriba abajo. Su mirada se detuvo más tiempo en el pelo.

—Vino un forastero a nuestro pueblo que nos explicó que su padre se había encontrado, hacía mucho tiempo, con un ambue’y. Este tenía la piel clara, pero cubría por completo su cuerpo con tela negra. La cabeza la llevaba rapada. Traía consigo perlas transparentes, peines y otras baratijas. Decía que no quería nada a cambio de aquello, pero que el pueblo debía quemar las imágenes de los dioses y espíritus porque eran malas; ¡pero al mismo tiempo llevaba colgando del cuello el símbolo en cruz de la serpiente de los dioses!

Todos se rieron ante tanta estupidez. Yami se golpeaba el muslo; su carcajada era la que retumbaba más alto. Incluso Tiacca, la gruñona, se sostuvo el vientre.

—Te doy plumas a cambio —dijo Ruben una vez que se serenaron y pudieron prestar atención a sus propias palabras.

—Ah, plumas. Ya tengo bastantes plumas.

—Mis plumas más bonitas.

—No.

—Bien, entonces una piel de jaguar.

Amely, que había estado observando aquello, jadeó buscando aire. No había nada más valioso, aparte de los pedazos de hierro y de un buen arco de caza, que una piel de jaguar. El trueque se cerró rápidamente. Oimeraepe admiraba la piel sobre su brazo y Ruben se dirigió a Amely. Le puso la esquirla, vieja y medio cegada, en la palma de la mano.

—La lengua del pirarucu no te gustó. ¿Y esto sí, tal vez?

Intentaba acordarse de nuevo de las melodías de La Gioconda desde hacía tiempo. La visita al Teatro Amazonas había sido horrible, pero la música era preciosa. No tenía nada que ver, la música era inocente. Amely paseó sobre el césped hasta la abertura del muro donde murmuraban las aguas del igarapé do Tarumã-Açú. Era un poco como entonces, cuando corrió por ahí durante la Nochevieja, en camisón y con la pistola en el bolsillo. No estaba oscuro, pero ella llevaba puestas únicamente unas enaguas. Tampoco esperaba encontrar una canoa a la que subirse en la orilla.

Solo mirar una vez. Solo pisar una vez al otro lado del muro.

Se sentó en el escalón más alto.

Não, dona Amely! ¡No hacer, no! ¡Senhor Da Silva, socorro, socorro!

Alguien corrió sobre el césped. Solo cuando una sombra cayó sobre ella entendió Amely que toda esa agitación tenía que ver con ella. Da Silva se lanzó literalmente sobre ella y la agarró de las muñecas. Intentó inútilmente zafarse de él y propinarle la bofetada más fuerte que era capaz de dar.

¿Era realmente preocupación lo que vio en sus ojos oscuros, falsos?

—Suélteme —dijo fríamente.

—Primero suelte usted la esquirla.

Amely miró su mano fijamente. El pedazo de espejo alargado tenía sangre por los cantos. La sangre le chorreaba por la muñeca hasta la manga. Viendo que no respondía, Da Silva presionó su brazo con tanta fuerza que la inmovilizó, retirando a continuación con cuidado la esquirla de su mano y lanzándola lejos.

Dona Amely, por favor, no. —Maria sollozaba mientras se quitaba el delantal y lo usaba para vendar la mano de Amely.

—No me he dado cuenta —dijo Amely, pero sus palabras fueron engullidas por los aullidos de Maria la Negra.

El doctor Barbosa llegó corriendo por el césped. También se acercaron algunos jardineros y muchachas del servicio, cuchicheando agitadamente entre sí. Amely, confusa, dejó que Da Silva la agarrase bajo las axilas y la pusiera en pie.

—La llevaré a la casa, senhora Wittstock —dijo en tono de disculpa y la tomó en brazos.

El doctor Barbosa puso la mano sobre su frente húmeda.

—Está usted temblando —dijo en tono compasivo.

Era puro miedo lo que la hacía temblar. Un médico no tendría ninguna dificultad en reconocer un embarazo. Le puso un termómetro en la boca. Debía estar en silencio mientras él, sentado al borde de la cama, extraía el estetoscopio de su maletín, frotaba la campana en su chaleco y a continuación, con la mirada castamente desviada a un lado, la introducía bajo la apertura de su camisón. Guardó el instrumento metódicamente, abrió su reloj de bolsillo y buscó el pulso de su mano sana. Finalmente retiró el termómetro de su boca y le pidió que la abriese para examinarla.

Él tenía la frente surcada de arrugas. Se acarició las patillas. Finalmente sacudió la cabeza, se levantó y salió de la habitación.

—¿Y bien? —Oyó la voz de Kilian fuera—. ¿Cómo está?

—Está sana —respondió el señor Barbosa—. Físicamente está todo bien.

El alivio la hizo sentir vértigo.

—Pero no su ánimo.

Ajá, pensó ella, por eso se preocupan tan poco de hablar en voz baja. Porque no me entero de nada.

—¿Ha dicho por qué quiso cortarse las venas?

¡Dios mío bendito!

—Claro que no, tampoco se lo he preguntado.

—Pobre dona Amely —dijo Maria la Negra sollozando—. Lo pasó mal en la jungla. Bärbel cuenta dona Amely come hoja de planta.

—Efectivamente —gruñó Kilian—. Debería ir a hacer una cura al Báltico. ¿Cree que podrá resistir un viaje de varias semanas a Europa?

—Bueno, bueno, la cosa no es tan dramática —dijo el médico bajando la voz—. Las mujeres ricas son a menudo extravagantes e histéricas. No saben qué hacer con su tiempo y sus pertenencias. ¿A quién puede hacer feliz, a la larga, ir de compras a París y Nueva York? Algunas mujeres sufren en su ánimo por ver tanta miseria en las calles. En el caso de la senhora Wittstock se añade el agravante de que tiene mucho tiempo ocioso para reflexionar sobre lo que le sucedió. Nadie sabe todavía todo lo que ocurrió.

—Muy malo —sollozó Maria—. Seguro.

—Cállate, Maria —gruñó Kilian—. Doctor Barbosa, ¿qué debo hacer entonces con ella? Ha estado atosigándome con los indios. Quería de veras que sacara a una mujer india de la calle y la pusiera a trabajar en casa. Y yo que pensé, cuando pedí a su padre su mano, que como mujer prusiana tendría suficiente autocontrol y dignidad… ¡En vez de eso refunfuña, crítica y llora!

Casi puedo ver cómo te estás retorciendo las manos.

—No lo sé, senhor Wittstock —murmuró el doctor Barbosa—. Debería hacer como la senhora Ferreira: fundar una fundación, subvencionar a una familia pobre, pasear con el automóvil por la ciudad y lanzar billetes de banco por la ventanilla, cosas de ese estilo. La senhora Ferreira lo hace y parece ser una dama muy alegre. Y ahora, si me disculpa…

Ella oyó sus botas alejándose.

—Si eso ayuda, sea —murmuró Kilian para sus adentros—. Le diré al chófer que prepare el Benz Velo. O no, mejor el nuevo automóvil.

—¡Pero dona Amely debe recuperar antes!

—¡No digo inmediatamente, Maria! ¡Mañana, qué sé yo!

Ahora anda en círculos como un perro encadenado.

—Si va a hacer como todas las damas ricas debería divertirse en el carnaval. Da Silva, ¿cómo es que está usted siempre ahí donde se le necesita? Tiene usted verdaderamente buena mano para eso. Cuide de que mi mujer no haga más estupideces. Joder, acabaré echando de menos el año pasado. —Se alejó resoplando—. ¡Ayudar a los pobres! Eso es lo que se llama arreglar una tontería con otra tontería. Es una idiotez.

Pues no, la idea me parece excelente.

—Siéntese, por favor, senhora Wittstock. —El señor Oliveira movió una silla para que se sentara—. Miguel, trae un té para la senhora. Y unas pastas. Por favor, discúlpeme un momento, senhora.

Amely se sentó frente a su escritorio de caoba. El joven Miguel, que había dado un buen estirón en el último año, partió de inmediato aunque ella no había pedido nada. Pero el té y las pastas formaban parte del mundo de una dama ociosa. El señor Oliveira se movía entre el aparato telefónico y los montones de cartas, dossieres, telegramas y periódicos, ocupándose con su elegancia desmañada de aumentar la fortuna de su patrón. Caucho, cotizaciones bursátiles, caucho, competidores molestos, caucho, sociedades mercantiles, caucho, dólares, caucho, impuestos del veinte por ciento, caucho y otra vez caucho. Lo que hablaba en el embudo del teléfono o murmuraba para sí mientras escribía la aburría horriblemente. Sencillamente había dejado de interesarle cómo y con qué ganaba el dinero su marido.

Excepto, por supuesto, si tenía que ver con su plan.

Por fin empujó sus montañas de papeles a un lado y dobló las manos.

—Le ruego que me disculpe, senhora

Como de costumbre.

—… pero estas cosas son inaplazables. Con su permiso, he citado a un joyero para que nos visite mañana aquí. Hará una nueva alianza para usted.

—Ah, sí. Por supuesto.

—¿Qué puedo hacer por usted?

El pensamiento de pedirle que hiciese algo contra la construcción del ferrocarril cruzó su mente de manera fugaz. Era un hombre serio, amable y, por supuesto, la mano derecha de Kilian.

—Ah, antes de que me olvide —abrió un cajón y extrajo un paquetito delgado—: las cartas del año pasado para usted.

Tomó el paquete y repasó los remitentes. Julius, tías, primas… Las cartas de su padre estaban abiertas.

—Gracias. —Las guardó en su bolsito de mano y miró al señor Oliveira con una sonrisa avergonzada—. No me gusta mucho la idea de tirar los billetes de banco desde el coche.

—¿Perdón? ¿Billetes de banco? —Se interrumpió al entrar Miguel con el té. El joven colocó la bandeja sobre la mesa, delante de ella y la miró radiante—. ¡Oh! ¡Ya entiendo! —El señor Oliveira se levantó para servirla desde su lado de la mesa—. Quiere hacer algo bueno.

—Sí. Pero ¿qué?

—Haga donaciones a los jesuitas. O a los hospitales; en los más pobres se hacinan tres, cuatro enfermos sobre un jergón de paja.

—¡Por Dios! Usted nunca ha… —Se interrumpió. Era descortés preguntar algo así.

—Sí. —Bajó los ojos, casi avergonzado—. O sufrague usted la formación escolar de niños pobres, ayude a padres de familia a ganarse la vida. Los que no tienen trabajo son realmente los más pobres de los pobres.

—¿Cómo se hace eso? ¿Cómo se subvenciona a una familia?

—Yo me ocupo de eso.

No le resultaba fácil sostener cosas con la mano herida, cuyo vendaje ocultaba bajo un guante de encaje.

—Pero… Quiero decir que…

—Quiere decir que le gustaría conocer a la familia elegida.

—Sí, exactamente.

—¿Y supongo correctamente que preferiría que se tratase de una familia india?

—Pues…

—¿O quizá su experiencia lo desaconseja? Naturalmente, no necesita decirme nada al respecto, senhora.

Ella se sobresaltó y se le cayó la taza, que manchó su vestido y la alfombra, igualmente cara. El señor Oliveira se apresuró a rodear el escritorio y recoger la taza. Miguel salió corriendo a buscar un trapo.

—No —murmuró acercándose a la ventana alta—. Tampoco puedo hacerlo.

Esperaba que el silencio que siguió fuese tan incómodo para él como para ella. Vio a Felipe caminando sobre el césped, como de costumbre el único asalariado con un atuendo desmañado. A su apéndice, aquel horrible Pedro, no lo había visto desde su vuelta. Cuando notó que el señor Oliveira llegaba a su lado fijó su mirada en la otra «mano» de Kilian hasta que Felipe desapareció de su vista. ¿Habría adivinado alguna vez el señor Oliveira que estaba enamorada de Felipe? Esperaba de su sagacidad que fuese capaz de adivinarlo.

—¿No son las familias de los seringueiros las que más lo necesitan? —dijo en voz baja. Se volvió hacia él con los ojos abatidos.

—Entiendo —dijo él y carraspeó—. Bien, buscaré una dirección. ¿Tiene usted alguna idea o deseo concretos? La senhora Ferreira, por ejemplo, visita una vez al año a su familia. Con un guardaespaldas, naturalmente.

—Oh, eso me daría un poco de miedo —dijo mirándole con ojos radiantes—. ¿Habría algún inconveniente en buscar a esta familia entre los trabajadores del senhor Wittstock? No me importaría hacer una excursión hasta la «choza». Allí no amenaza ningún peligro.

—Por parte de los trabajadores no. Pero de los mosquitos…

—¡No, si ya no me asustan!

—Lo prepararé todo —dijo él visiblemente satisfecho de haberla complacido. Probablemente pensaba que estaba bien si ella desaparecía algunos días. Probablemente la tenía por loca. Estaba bien. Así tampoco sospecharía que tenía otros objetivos bien distintos—. ¿Y se siente usted bastante fuerte para eso, senhora? Consultaré con el doctor Barbosa, si no tiene usted nada en contra. Prométame solo que permitirá que la acompañen dos guardaespaldas y el senhor Da Silva.

—Por supuesto. —Se volvió hacia él desde la puerta y le sonrió—. Usted siempre sabe lo que uno quiere, señor Oliveira. Incluso cuando uno mismo no lo sabe.

El cumplido le hizo toser.

Da Silva se inclinó sobre la silla de montar y arrancó una rama del Hevea brasiliensis. O de la seringueira, como llamaba al árbol del caucho el capataz brasileño. El árbol que llora suena mucho más bonito, pensó Amely. También a caballo, castamente montada sobre una silla de señora, respetablemente vestida con una chaqueta de verano, con una boina sobre sus cabellos recogidos en alto y un velo de gasa cubriéndole los ojos, observó cómo él agitaba la rama. Las pocas hojas que tenía planearon hasta el suelo.

—La enfermedad de la caída de las hojas —dijo él—. El árbol del caucho es caprichoso como una muchacha virgen. No le gusta que lo desnuden. —Señaló con la rama pelada la superficie limpia de matorral donde crecían aislados los árboles de caucho. Algunos estaban torcidos, en las ramas de otros colgaban los cubos con el codiciado jugo. En aquel momento ninguno de los trabajadores se ocupaba de vaciar su contenido. En lugar de eso luchaban en las lindes de aquel enorme claro por poner coto a la vegetación de la jungla—. Por eso no se pueden cultivar en plantaciones. Estarían demasiado juntos.

Lanzó una mirada atrás, hacia la bonita casa ante cuyo porche había visto Amely a su marido por primera vez. Y a él, a Felipe da Silva.

—¿Sabe usted, Amely?, este bosque es un asunto ridículo. Mantenerlo en condiciones, junto con la «choza», cuesta más de lo que produce. Y todo eso solo porque Wittstock quiere instalarse aquí algunos días cada año para ver la cosecha mientras desayuna en la terraza.

—Puede tirar su dinero por la ventana si así lo desea —dijo ella, mordaz.

—Por supuesto.

Mantuvieron los caballos al paso por la superficie talada. Uno tras otro los trabajadores se erguían, se quitaban los sombreros de paja y hacían una reverencia. Eran brasileños, mestizos, negros y los llamados cafusos: los hijos de negros e indios. Daban una impresión variopinta, y sus ropas de yute estaban sudadas y remendadas, pero no andrajosas. Felipe ordenó a los hombres colocarse uno junto a otro.

—¿Sabe qué pienso, señor Da Silva? Cuando mi esposo me recibió aquí no fue porque él se encontrase aquí casualmente junto a Maria y Gero. Estaba preparado para que yo viese este hermoso bosquecillo con los trabajadores adecentados y no pensase más allá sobre lo que significa recolectar caucho.

—Eso es absurdo. ¿Le habría contado yo entonces la verdad? —murmuró él.

—Usted quería impresionarme con sus estremecedoras historias de su vida pasada como seringueiro. Con eso no había contado mi esposo. —Aquel pensamiento le gustó demasiado como para abandonarlo. ¿No se había fundido Maria la Negra perfectamente en el ambiente como si fuese La cabaña del tío Tom?—. ¿Estuvo aquí también Madonna Delma Gonçalves alguna vez? ¿Estuvo ella en la terraza con él dejándose engañar con que el hedor del caucho era lo peor de todo por aquí?

—No lo sé. —Su voz sonó con un deje de dureza.

—¿Y sus otras mujeres… las muchachas como Consuela? ¿También se tomó la molestia con ellas?

A pesar de la estricta prohibición de fumar él se encendió un cigarrillo y lo mantuvo bajo los brazos cruzados mientras guiaba a su caballo con los muslos. Diablos, ¿cómo podía ser tan guapo un granuja depravado como él? El recuerdo de su historia de mentiras la hizo temblar de indignación. Se pasó la mano por el molesto velo, enojada.

—Sus hijos, ¿también le preguntaron? ¿Y recibieron bofetadas?

Él resolló, impaciente.

—¿Hizo parada aquí con Ruben? —siguió diciendo ella, inalterable…—. ¿En aquella excursión, cuando Ruben murió?

No podía evitar mirarle fijamente. Retándole. Él le devolvió la mirada arrugando la frente.

—¿Por qué no le trajo usted a Wittstock el cadáver de su hijo? —preguntó ella.

—¿No lo mencioné? —Se rascó la mandíbula, bostezó e hizo todo lo que pudo por parecer inocente—. Ruben estaba tan descompuesto que era imposible mostrárselo a Wittstock. El calor hizo rápidamente lo que quedaba por hacer. Tuve que enterrarle allí mismo. Lo que hay enterrado en la Casa no sol son solo sus ropas. Ahora, senhora Wittstock, ¿cuál de estos hombres tendrá el placer de recibir su ayuda? Toda esta gente tiene una familia de diez cabezas por lo menos y nada más que una choza flotante en el río.

Su tono agrio la molestó profundamente. Todo en él la sacaba de sus casillas. Con dificultad se recordó a sí misma el pretexto de su presencia allí. Tiró de las riendas y dirigió a la yegua a lo largo de la hilera de trabajadores. Estaba tan acalorada con Da Silva que no estaba en condiciones de hacer la elección correcta. Sin embargo esta resultó fácil: solo uno de los hombres tenía la cabeza erguida, todos los demás se miraban fijamente los pies. Los rasgos indios y el tono oscuro de su piel delataban que era uno de los cafusos. Sus ojos bajo las pobladas cejas se estrechaban en un gesto de desconfianza. El hombre olía a rebeldía.

—Ese —dijo únicamente, haciendo girar su montura en dirección a la «choza».

Cuando se imaginó esta escena durante la travesía a bordo del Amalie sus mejillas le quemaban por la vergüenza. Como si fuese una matrona romana que comprase un esclavo desde su litera. Pero ahora le daba igual lo que pensaran de ella aquellos hombres.

—Los demás recibirán cien reales cada uno —dijo cuando Da Silva volvió a cabalgar a su lado.

—Como usted mande, senhora Wittstock.

No puedo callármelo, ¡por todos los rayos!, ni mordiéndome la lengua, pensó. No puedo.

—Usted mintió, Da Silva. Usted no encontró nunca a Ruben.

Desde el salón de té de la «choza», mirando a través de la ventana, podía uno esperar ver un jardín de árboles frutales o un patio de granja en el que algunos niños persiguieran a un grupo de gansos. Pero no aquella pared verde de la jungla. Las habitaciones estaban decoradas con sencillos muebles de estilo Biedermeier. De las ventanas colgaban cortinas floreadas; los marcos ovalados decoraban las paredes pintadas de un azul suave con naturalezas muertas. La servidumbre de la casa se componía de dos muchachas y un viejo ayuda de cámara que le sirvió mate de coca en una taza de porcelana. El aroma a galletas de mantequilla recién horneadas flotaba por la casa. La casita mantenía en su interior la promesa que ofrecía en su exterior. Allí debería haberse quedado tras aquel primer encuentro con Kilian. Pero entonces murió Gero en una de las habitaciones que estaban sobre ella y todo había cambiado.

Fuera crujió algo en el porche. Voces apagadas. Llamaron a la puerta de entrada. Amely se sacudió las migas de galleta de su regazo, se irguió e hizo un gesto de asentimiento al criado para que hiciera pasar a la visita. Poco después entró un hombre moreno al salón. Tras él iba una mujer de apariencia india cargando una niña pequeña en brazos. Ambos mantenían las cabezas bajas. Él sostenía un sombrero de paja deshilachado con una mano unida sobre la otra. Se había puesto un chaleco oscuro sobre sus ropas de yute raídas. Los pies, que asomaban por debajo de los pantalones deshilachados, calzaban unas sandalias de factura casera. El vestido de la mujer parecía un camisón a pesar de los descoloridos bordados de flores del dobladillo. Andaba descalza. Amely supuso que el imponente atuendo de la niña, con un gorrito negro y un delantal blanco, respondía a la ocasión de su visita. Amely se levantó y señaló las sillas.

—Buenos días, senhor

—Trapo, senhora —respondió torpemente—. El capataz me llama «trapo», así que puede hacerlo usted también.

Su portugués era entretanto lo bastante bueno como para entender aquello. Y también que él buscaba avergonzarla con aquella presentación.

—Como usted desee, senhor Trapo —replicó ella fríamente. La situación le parecía humillante. Él se sentó con las piernas abiertas a la mesa y tiró de su mujer para que ocupara el asiento de al lado. Amely llenó sus tazas y les acercó la bandeja con las galletas—. Sírvanse.

No tenían ninguna intención de hacerlo. El silencio que siguió se hizo insoportable.

Dejó su taza de té con fuerza haciéndola tintinear. Lanzó una mirada crispada a los guardaespaldas, que permanecían mudos y pegados a la pared.

—Su presencia incomoda a esta gente. ¡Salgan ustedes de aquí! ¿O piensan que me van a secuestrar? ¡Ya gritaré si ocurre!

Los dos hombres obedecieron; también el ayudante de cámara se alejó obedeciendo a su señal y cerró la puerta tras de sí.

La primera dificultad había sido superada. Estaba sola con esos desconocidos. Da Silva no se había acercado a la casa en todo el día, desde que le había acusado de mentir. De vez en cuando le veía deambulando fuera, fumando un cigarrillo tras otro.

Ella bebió y removió el aire húmedo con un abanico de encaje.

—¿Qué piensa usted de esta enfermedad, senhor Trapo? Seguro que sabe usted mucho del caucho.

—Yo solo trabajo, senhora.

—¿Y su esposa?

—Trabaja.

—¿Puedo preguntarle cómo se llama su preciosa niña?

—Nuna.

—Es maravillosa. ¿Cuántos hijos tienen ustedes?

—Seis.

Las escuetas respuestas del cafuso estaban llenas de encono. Su mirada era sombría. La mujer tenía la vista fija en la punta de sus pies. Ninguno de los dos tocó el té. Cuando la niña alargó la mano hacia las galletas, la mano de la mujer se crispó, como si quisiera evitarlo, pero no se atrevió.

—¿Les han dicho por qué han sido invitados a venir, senhor Trapo?

—Sí. —Y después de dudar un momento—: Nos han dicho que debíamos vestirnos con nuestras cosas buenas y venir aquí. Y que teníamos mucha suerte porque usted quiere regalarnos dinero.

—Pero se diría que más bien les ha caído una desgracia, por la cara que ponen.

—Nos va bien, no necesitamos ningún dinero de usted.

—¿Una escuela para los niños?

—¿Y qué iban a hacer con eso? Tienen que trabajar.

Amely sorbió su taza. El vivificante té hizo efecto. Quizá debería intentar romper el hielo de otra manera. Sonriendo amistosamente se dirigió a la mujer en el lenguaje de los ava:

—¿Puedo preguntarle su nombre?

Pero la india levantó confundida la cabeza y pronunció algunas palabras extrañas. Quizá provenía de una zona más allá del Amazonas.

—¿Le gusta a usted trabajar para el senhor Wittstock? —Volvió a intentarlo con Trapo. En su expresión halló por primera vez un rastro de interés por ella. Pero permaneció en silencio. ¡Por todos los rayos! Quizás debería buscarse a un tipo menos terco. No necesitaba justificarse; le bastaba con decir que esa familia no le había gustado. Y le daba lo mismo lo que pensara esa gente, el personal o incluso Da Silva sobre su humor cambiante. Dejó la taza y se dispuso a utilizar la campanilla de la mesa. Entonces el hombre alargó la mano hacia el vestido de su mujer y descubrió sus hombros de un tirón.

—¿Ve usted cuánto me gusta? ¿Lo ve usted?

Amely quería preguntar de dónde venían aquellas cicatrices de quemaduras de un rojo intenso. No eran gotas de caucho caliente, como las de Felipe. No, no quería saber nada de aquello. De todos modos ya sabía suficiente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se acordó de la mujer ava que pedía limosna en un café… Era Navidad, el día en que Da Silva la besó. Sintió calor en las mejillas al ruborizarse. No por el beso. Por la mujer.

—Acepto su limosna, senhora —dijo él—. No puedo permitirme ser orgulloso.

La india había soportado el grosero tratamiento sin rechistar. La niña parecía saber también que no debía lloriquear. Cuando él se levantó y golpeó a su mujer, ella saltó de inmediato y se fue hacia la puerta, sin tomarse siquiera el tiempo de cubrir sus hombros con la tela. Amely se levantó también.

—Espere, senhor Trapo. No quiero darle ninguna limosna. —Las palabras salieron, sin que ella fuese capaz de decidir todavía hasta qué punto era peligroso lo que hacía. Debía hacerlo ahora, debía hacerlo así, porque una mujer como ella no tendría fácilmente otra oportunidad de estar sola en la misma habitación con un hombre como aquel—. Quiero que trabaje para mí. Por mucho dinero. Por muchísimo dinero. Quiero que pase semillas de caucho a la costa de contrabando para mí.