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Por segunda vez soportaba un viaje no deseado a Manaos. Como durante la travesía del Atlántico, necesitó mucho tiempo para superar la tristeza hasta poder salir de su camarote. Esta vez la orilla verde no le era extraña. Todo era como el eco de un recuerdo: los gritos de un mono, a los que se añadían los de otros como un coro, la espuma plateada que levantaba una aleta bajo el agua, las repentinas explosiones de color de pájaros aleteando. Amely pasaba hora tras hora en la cubierta. Por nada del mundo quería perderse la visión de aquella maravillosa bahía en la que había cuidado de Ruben. Temía no reconocerla, el nivel del agua podía hacer que todo tuviese una apariencia distinta. Caminaba inquieta arriba y abajo sobre el lado de babor. El barco era pequeño, una gabarra sarnosa que no permitía adivinar que pertenecía a la flota de uno de los barones del caucho más ricos. Quizás incluso pertenecía a Da Silva. La «mano izquierda» de Kilian llegó deambulando sobre la cubierta, con los dedos como de costumbre en el bolsillo de la camisa, buscando su paquete de cigarrillos.

Cuánto había anhelado en el pasado ver aquella escena… Amado… Sí, le había amado. Felipe. Felipe, el aventurero. Valiente. Mentiroso. Traidor.

Amely tenía la pregunta en la punta de la lengua desde hacía días, desde que él se sentó en el carro demasiado cerca de sus caderas quería preguntarle si de verdad no sabía que no había disparado a un indio cualquiera, sino a Ruben. Pero era imposible que formulase esa pregunta. Y de haber sido así, ¿no intentaría él por su parte averiguar qué había sucedido con Ruben? Amely llegó a la conclusión de que él no lo sabía.

El sonido del fósforo cuando se encendía un Cabañas y el aroma del humo la transportaban más que ninguna otra cosa de vuelta a su pasado. Oh, sí, se acordaba demasiado bien de aquel día en la ciudad, cuando en la oscuridad de un pasillo extraño la atrajo hacia sí y la besó. Si ese beso no hubiese ocurrido ella podría soportar mejor su presencia. Ahora solo podía retirarse uno, dos pasos hacia un lado cuando él estuviese demasiado cerca de ella.

—Debería usted probar algún bocado, senhora Wittstock —dijo entre dos caladas—. ¿O quiere usted que le lleve a su marido a una esposa medio muerta de vuelta?

¡Por supuesto que no quieres eso!, pensó enojada. A ti solo te interesa quedar bien delante de él.

—¿No le parece que exagera un poco? —replicó fríamente sin apartar la vista de la orilla del río—. ¿Y que es usted un descarado dándome órdenes como si fuese uno de sus trabajadores?

—Su reprimenda está justificada —murmuró él—. Pero parece usted realmente un trabajador. Discúlpeme, senhora Wittstock. No volverá a ocurrir.

Se miró instintivamente. Enfundada en pantalones de yute con las perneras deshilachadas que apenas cubrían las pantorrillas y una camisa de hombre demasiado ancha, la mejor que él le había podido encontrar, no sabía muy bien si debía sentirse desnuda o tapada. En cualquier caso, miserable.

Era verdad que en los últimos días solo había comido un par de bocados. Pan duro y pescado seco que no podía tragar. Habría dado algo por un reconfortante vaso de guaraná.

—¿Me daría usted un cigarrillo?

—No es lo más adecuado para una dama —dijo él levantando las cejas—. ¿Acaso los indios le han enseñado a fumar? —preguntó tras observar que no tosía incluso después de la tercera calada.

El sabor del tabaco recordaba al ahumado de madera de pernambuco de los yayasacu. Amely inhaló aún una calada profunda que le llenó los ojos de lágrimas de añoranza por aquel tiempo pasado. Después tiró el cigarrillo por la borda.

Él se acercó más. Ella no quería seguir retrocediendo. Clavó los ojos testarudamente en la orilla. Le resultaba familiar. Justo ahí, tras esa pequeña curva… Ah, la barca estaba demasiado alejada. Se estiró sobre la borda, como si pudiera forzar la barca a acercarse a la orilla. Ahí estaban los sauces, sí, ahí…

La entrada a la bahía estaba marcada por troncos que crecían de soslayo, como una puerta cerrada que únicamente los iniciados pudiesen atravesar. Vio las enormes hojas de los nenúfares brillando. Un lugar encantado. Una de las muchas enigmáticas entradas a Encante.

Allí fue donde Ruben la abrazó por primera vez. Allí, ¡ah! Quería apartarse, precipitarse bajo la cubierta, esconderse en el único camarote de la barca.

—Amely —la llamó Felipe agarrándola del brazo.

—Señora Wittstock para usted.

—Tonterías, Amely. —Sus dedos presionaron sobre el brazo de Amely hasta provocarle dolor—. La última vez que nos vimos había pensado cómo sería…

—Guárdese para usted lo que sea que quiera decir. Así no puede causar perjuicio. Y pregúntese si podría usted engañar a mi marido.

—Podría. Por una noche —dijo él sin rodeos.

Amely recordaba bien esa mirada de sus ojos negros, como si se considerase a sí mismo irresistible. La pequeña cicatriz de una quemadura, que lo hacía aún más interesante. La apariencia toda de ese tipo impertinente. No había cambiado en lo más mínimo. Incluso las ropas que llevaba parecían las del día de su primer encuentro. ¿Realmente había susurrado su nombre cuando, golpeada y humillada por enésima vez, yacía en la cama de Kilian? ¿De verdad, de verdad había sentido los labios de él sobre los suyos?

—Por favor, guarde silencio. Todo esto es demasiado para mí.

—Por supuesto. Puedo adivinar por lo que ha pasado ahí fuera.

¿Se refería a sus tiempos de recolector de caucho? Casi se echó a reír. No tenía ni la menor idea de que era la nostalgia lo que la atormentaba y no, como él pensaba, el recuerdo de malas experiencias. Lo único malo fue la despedida de Ruben, el no saber si sobrevivió a su última lucha y si volvería a verle, y en caso afirmativo, quien sería él entonces: Aymaho kuarahy, su amante, o Ruben Wittstock, su hijastro.

Quizás había «pasado por algo» ahí afuera. En cualquier caso ahora sí lo estaba haciendo.

Se zafó de Da Silva y corrió bajo la cubierta. Ahí se quedó durante el resto de la travesía, no solo para no verle a él. De ninguna manera quería ver la suciedad que invadía el río Negro mucho antes de llegar al puerto, ni sentir su hedor. Ni oír el jaleo de la ciudad. Cuando el balandro entró en el plácido igarapé do Tarumã-Açú su corazón palpitaba con fuerza. ¡Oh, si solo fuese de noche! Entonces podría entrar de puntillas en la Casa no sol, en la habitación heredada de Madonna Delma Gonçalves, y pasar ahí todavía un par de horas hasta que Kilian la abrazase. O le pegase por haberse escapado.

Pero ya debía atravesar la escalerilla hasta el embarcadero, cerca de la escalera que llevaba al jardín de la mansión. Se obligó a no pensar más en aquel fatal encuentro con Ruben y subió los peldaños.

Un jardinero levantó brevemente la cabeza y siguió limpiando la maleza. A Amely se le fue la vista hacia las tumbas; buscaba descubrir si se había abierto una cuarta, la suya. Pero Felipe andaba demasiado rápido, no pudo ver nada. Claro que estoy muerta, pensó acongojada cuando otro trabajador se sorprendió por su apariencia pero no la reconoció.

El señor Oliveira estaba de pie en la escalinata estudiando unas notas. Ella perdió el paso. No la vería, miraría a través de ella. La negaría, como había negado a los hijos. Maria también. Todos.

—¿Qué le ocurre? —Felipe se paró—. Seguro que es extraño después de tanto tiempo…

—¿Tanto tiempo? Cómo… —tartamudeó ella—. ¿Qué día es hoy?

Era una pregunta que hasta ahora no le había interesado. La vida entre los yayasacu no tenía tiempo; el pasado y el futuro pertenecían al mundo de los espíritus. Solo ahora, a la vista de la civilización, sabía que el tiempo volvía a tener significado.

—Tres de febrero.

—¿Solo es febrero? Me parecía como si hubiese estado más tiempo.

—1898.

—¡Oh!

¡Cielos! ¡Había estado más de un año fuera! Sintió que se mareaba. Felipe la sujetó por el brazo y amagó con tomarla en brazos. ¡Solo faltaría eso! Corrió de nuevo al igarapé. Él la llamó, corrió tras ella. En la escalera recuperó la razón, dio media vuelta y pasó a su lado de camino a la casa. Entretanto aquel extraño espectáculo había llamado la atención de jardineros y criados. Cada vez salían más de la casa y estiraban el cuello. Desde la escalera llegó un grito: ¿era Bärbel la que se había caído de culo con la mano sobre el corazón? El señor Oliveira dejó caer la mano que sostenía su libreta con una expresión de absoluta confusión. Fue Maria la Negra quien, recogiéndose la falda, bajó pesadamente los peldaños. Amely se reencontró de nuevo en su vigoroso abrazo.

—¡Dona Amely vive! —Sintió sus labios húmedos sobre la frente y las mejillas—. ¡Delgada, ah, vuelve delgada! —Empujó a Amely escaleras arriba, donde el señor Oliveira guardaba minuciosamente su libreta en el bolsillo de la chaqueta. Era de quien más esperaba que actuase como si solo volviese de una excursión larga, y en efecto, sonreía serenamente.

—Me alegra volver a verla, senhora Wittstock. —Hizo una reverencia y le tendió una mano que ella tomó con alivio—. Todos nos preocupamos mucho, pero nunca perdimos la esperanza.

Sus ojos húmedos eran la señal más clara de su profunda emoción. Y que no soltase su mano durante mucho tiempo.

—¿Cómo está mi marido? —Se había hecho esta pregunta a menudo durante la travesía, y se había imaginado que le dijesen que había muerto. Inclinó la cabeza, temiendo que pudiesen leer en su rostro aquel mal deseo.

Entonces salió el doctor Barbosa de la casa con su andar vigoroso y su maletín bajo el brazo.

—Es lo de costumbre —le espetó enervado el señor Oliveira.

—¿Malaria? —se le escapó a Amely.

Paseó una mirada inquisitiva sobre su atuendo mientras se rascaba la barba inglesa. No la reconoció y bajó las escaleras a grandes zancadas sin responder.

—No, demasiada ginebra —respondió el señor Oliveira en su lugar. Señaló la puerta invitándola a pasar—. No se preocupe demasiado. Le hará bien ver que ha vuelto usted sana y salva.

—Eso… bueno, eso espero. —Se forzó a sonreír—. Pero debería tomar antes un baño y ponerme algo adecuado, ¿no le parece?

La servidumbre reunida se echó a reír, liberada, algunos incluso aplaudieron. Maria anunció que cocinaría algo reconstituyente y dos muchachas salieron presurosas a preparar el baño. Amely vio a la débil luz del salón que Kilian yacía en el canapé con una bata de seda dorada y roncaba estrepitosamente. El aire de los ventiladores que zumbaban en el techo le removía algunos mechones rubios. Estaba deseando pasar de largo y llegar a la seguridad de su habitación.

—Estoy ansioso por oír su historia, senhora Wittstock —dijo el señor Oliveira—. Nadie sabía dónde estaba usted, pero había rumores que decían que alguien creía haberla visto con un indio en una barca. Otros decían que andaba usted en camisón por las calles durante la noche. Y por supuesto también apareció la vieja leyenda: que un boto en forma humana la había secuestrado y se la había llevado a Encante. —Se atusó torpemente el bigote—. Estoy deseando saber la verdad.

—Ya la ha mencionado, señor Oliveira. —Amely pasó a su lado y se dirigió a la casa. Notó de manera distinta el olor a petróleo que los ventiladores dispersaban y que no había notado antes—. Estuve en Encante.

Se metió en la bañera. El agua agradablemente tibia mojó su cuerpo. Y si la quería más caliente solo tenía que alargar la mano hacia el grifo dorado. Jugó extasiada con el agua, como una salvaje que se encontrase por primera vez con la civilización.

—Es hermoso bañarse en una poza limpia —dijo a Bärbel, que vertía esencia de baño de la gama alta de los peluqueros de la corte prusiana en el agua—. Pero que una no deba tener cuidado de que una serpiente entre en el agua también es hermoso. ¡No eches tanto! Este perfume me resulta demasiado penetrante.

—Siempre pensé que los indios se lavaban con arena. Pero su piel está muy cuidada, señorita.

—¡Qué cosas te imaginas! ¿No sabes que una hoja de helecho podrida es tan buena como una crema cara para el rostro?

—¡Qué asco! ¿Y ahora me querrá hacer creer que las larvas rechonchas son ricas? Voy a traerle una limonada —dijo Bärbel saliendo. Amely se estiró hacia el florido corazón de yacurona rojo que colgaba de la pared, arrancó una hoja carnosa y succionó su refrescante líquido. Bärbel volvió cargando la bandeja con la jarra y abrió desmesuradamente los ojos.

—Las larvas me parecieron muy sabrosas, en realidad —dijo Amely.

—¡Señorita! ¿Y si la hoja es venenosa? —Bärbel depositó la bandeja sobre el taburete del baño, sirvió un vaso y se lo alcanzó. ¡Qué suave y liso era el tacto del cristal, qué claro! Amely lo hizo girar en sus manos antes de beber. El sabor a limón y azúcar de caña que antes le parecía maravilloso le supo ahora excesivamente dulce y el frío, al que no estaba acostumbrada, le provocó dolor de cabeza.

—¿Qué ocurre? Antes le gustaba mucho.

Amely le devolvió el vaso.

—Ve a buscar a Maria y pídele que me prepare un vaso de guaraná.

Bärbel salió de inmediato sacudiendo la cabeza y volvió con el encargo. Sí, aquello estaba mejor. Preparado casi como el que hacía Ruben. Amely cerró los ojos con deleite mientras tomaba sorbos del vaso.

—He traído también pan con mantequilla —dijo Bärbel con su característico acento mientras le acercaba el plato.

—No te has olvidado del berlinés.

¡Pan, pan de verdad! Apenas había dado Amely un bocado cuando Maria la Negra asomó la cabeza en el baño.

—No hago molestia, ¿no? Sinhá? Bärbel dice sinhá hambre. Tenía feijoada al fuego. Mira, ¡come!

Traía un enorme plato de sopa lleno de cocido. Amely le dio las gracias sorprendida. Tomó una cucharada. Aquel sabor lo asociaría para siempre con Kilian.

Ambas mujeres la miraron fijamente, tan expectantes que no pudo evitar reír.

—Ahora queréis oír historias, ¿no?

Maria aplaudió y dijo:

Sinhá dice estado con indios. ¡Pueblo muy salvaje! ¿Cómo puede vivir allí? ¡Mujer blanca grande y salvajes muy pequeños!

—Los yayasacu no son tan pequeños. Había hombres que eran más altos que yo. —Solo uno, pensó Amely—. Y vistosos, por Dios, eran vistosos.

Bärbel resopló.

—¿Qué es vistoso? —quiso saber Maria.

—Guapo, hermoso —dijo Amely.

—¿Guapo? ¿Cómo puede ser guapo salvaje? —Maria resopló—. Pero ¿han pegado sinhá?

—Bueno, sí, había una cazadora…

¡Pelo amor de Deus! ¡Cuando senhor Wittstock sepa, quiere matar todos salvajes! —Lo cual, a juzgar por el temblor furioso de sus mejillas, parecía que la negra lo aprobaba completamente.

—El señor Oliveira contó una vez que las mujeres indias tienen que trabajar mientras los hombres no hacen más que fumar drogas —dijo Bärbel—. ¿Es cierto?

—Si se pasease uno por poco tiempo por una de sus aldeas podría tener esa impresión. Pero el señor Oliveira no lo sabe todo.

—¡Senhor Oliveira sabe todo! —gritó Maria con ardor.

—Ah —suspiró Amely—. No sabe cómo bailan. Dios mío, nunca he visto a nadie bailar como ellos. Bailan mientras sostienen serpientes venenosas en las manos. Y cuando se les observa cazando, con todas aquellas plumas de colores en el pelo, los codos y las rodillas, y aquellos magníficos cuerpos cubiertos de plumas de halcón tatuadas, creería uno estar viendo un ave paradisíaca de tiempos primitivos.

—Suena usted como si se hubiese enamorado —se sorprendió Bärbel.

—Seguro efecto droga —opinó Maria.

—Pero el señor Oliveira contó que las mujeres no toman ninguna droga.

—En eso tiene razón; las mujeres tienen incluso prohibido tocar el tubo con el que los hombres se soplan el polvo en la nariz los unos a los otros —explicó Amely—. Yo sí podía, porque para ellos yo no era una mujer de verdad…

Les contó cómo se procuraban alegría los yayasacus, cómo ella se cubría los pechos tenazmente. Cómo algunos la habían tenido por una niña extraña hasta el último momento porque perdía su sangre irregularmente y poco. Explicó muchas cosas maravillosas que sorprendían a Bärbel y hacían blasfemar a Maria. La feijoada se enfrió y llegó la noche. La existencia de Ruben fue lo único que quedó oculto en su corazón. Kilian debía saberlo primero. Y tan cautelosamente como fuera posible.

Bärbel hurgó en el interior de la manga y sacó un pañuelo con el que se sonó ruidosamente.

—Estamos tan contentas de que vuelva a estar aquí. —Sollozó.

Amely salió de la bañera, se puso un camisón y se enfundó la bata que Bärbel le sostenía. Miró una última vez la ropa de hombre amontonada en el suelo que una de las criadas convertiría en harapos o regalaría; a partir de ahora volvería a forzarse a llevar ropa demasiado ajustada y demasiado cálida. Sabía desde ese mismo momento que iba a detestar hacerlo.

Al entrar en la habitación se sobresaltó profundamente. Kilian estaba sentado en la cama sobre la mosquitera que entretanto era para ella un objeto exótico y que amenazaba con desprenderse del cielo de la cama bajo su peso. Su pelo, rubio como el de Ruben, estaba tan desmadejado y sudado como lo recordaba. Él levantó la cabeza. Dios, parece mucho más viejo. ¿Eran antes las bolsas bajo sus ojos tan grandes? ¿Los profundos surcos que se formaban en las comisuras de su boca? ¿La piel que le colgaba del mentón?

—Amely… Dime, ¿te secuestraron? O, bueno, ¿te fuiste? ¿Acaso porque la noche del estreno… no satisfizo tus expectativas? —Hasta su voz sonaba rota—. Quería olvidarte. Llegué a conseguirlo. Nadie debía hablar de ti… Pero eso fue un error. Lo siento.

Amely sintió el viejo miedo creciendo en su interior. ¿Cómo iba a decirle a ese hombre que su hijo vivía entre los indios, que Felipe da Silva no era digno de su confianza? Instintivamente dio un paso atrás cuando él se levantó y avanzó hacia ella. Antes apenas notaba el olor a ginebra; ahora lo notaba demasiado. Él la agarró de los hombros, volvió tambaleándose a la cama y la abrazó encima de ella. Quería gritar, escapar. Sé sensata, sé sensata… no has vuelto como la mujercilla intimidada que eras. Se forzó a devolverle el abrazo, a acariciarle el pelo. El intento de imaginarse que era el del hijo estaba condenado al fracaso.

Kilian roncaba todavía más que antes. El estruendo impedía dormir a Amely. ¿No era absurdo? En la jungla ninguna noche era silenciosa. No como ahí, donde solo se oía el murmullo de las palmeras sobre los brotes nuevos cuando llegaba un golpe de aire. O el crujido de las tablas del suelo bajo los pasos de alguna criada que iba a aliviarse al baño. Anhelaba la lluvia. Entonces podría cerrar los ojos e imaginarse que golpeaba sobre la cabaña de Ruben y ella.

Abrió con cuidado el cajón de la mesita de noche y palpó en busca del regalo de Ruben, un tucán esculpido en madera de pernambuco que había escondido en el sujetador. Lo palpó desde las profundidades de la colcha que la cubría por completo, lo frotó por el cuerpo y por las mejillas y lo lamió como una niña ava curiosa.

¡Pero Ruben! ¿Acaso soy también para ti una niña para que me regales juguetes?

Eres una mujer. Y eres mía.

Antes era difícil acostarse al lado de Kilian. Ahora era sobre todo el padre de Ruben y eso lo hacía insoportable. Una dosis de epena no conseguiría hacerlo soportable, pensó. Igual que entonces, la sepultaba bajo su cuerpo y le levantaba el camisón. E igual que entonces, cuando se aliviaba encima de ella no se fijaba en los detalles. Nunca descubriría el pequeño tatuaje en sus genitales. Se sentó, escondió de nuevo el tucán, se calzó las pantuflas y se dirigió de puntillas al balcón. Cerró la puerta cuidadosamente tras ella. Por fin, por fin podía respirar. Apoyó las manos sobre la baranda y dejó que el viento alborotara sus cabellos. Y entonces llegó, como tantas veces, de repente, la añorada lluvia. ¿No podía llegar con la fuerza con que llegó a la aldea? ¿Barrer esa estúpida casa coloreada? ¿La monstruosa ciudad entera? La selva se enseñorearía de las ruinas. Las fuertes raíces de formidables árboles gigantes y las ávidas raíces aéreas de los ficus lo cubrirían todo. Y entonces volverían los ava y recogerían a sus hermanos perdidos… La lluvia cesó tan rápidamente como había comenzado. Y en la lejanía brillaban todavía las luces de gas de la ciudad, bajo las cuales dormían los indios venidos a menos.

El camisón empapado la hizo tiritar. Quería ir al baño, secarse rápidamente y enfundarse en la bata. En el momento en que ponía la mano sobre la manija vio luz entre las tablillas de la persiana. Había deseado que él durmiese, pero… en fin. Quizás era ese el momento adecuado para hablar. Debía hacerlo. Aun cuando entonces Ruben sería su hijastro y lo perdería para siempre.

Su decisión hacía prácticamente imposible abrir la puerta. Todavía es mi amante, todavía, todavía… ¡Oh, Dios mío! Podría quedarme aquí fuera durante años.

Kilian estaba de pie delante de la cama, en el acto de ponerse la bata. Se sorprendió al arreglarse el cuello, como si no hubiese contado en absoluto con que ella apareciese.

—Estás empapada. —El tono de su voz sonaba avergonzado. Como si, ahora que el encuentro sentimental ya había pasado, no supiese qué más hacer con ella.

—¿Te vas, Kilian?

—¿Puedo alejarme de mi propio dormitorio?

—Solo era una pregunta.

—Para que quede claro enseguida, querida: acostumbro a visitar la habitación de Consuela de tanto en tanto. ¡No me mires así! ¿No esperarías de verdad que viviera más de un año como un monje jesuita? Pero nunca estuvo en nuestra cama y puedes estar tranquila, que no te enterarás de nada. Supongo que después de tu horrible cautiverio con los salvajes también querrás tener tranquilidad. Si antes te he hecho daño… lo siento.

No le había hecho daño. Había fracasado en toda regla.

Así que Consuela, pensó sobriamente. Mientras no sea Bärbel me da igual. ¿No puedes hacerlo conmigo porque ahora te recuerdo demasiado a tus odiados salvajes?

—No me hagas reproches, Amely querida. También yo tengo que hacerme a la idea de que has aparecido delante de la puerta caída del cielo.

No tenía ninguna intención de hacerle reproche alguno. ¿Cómo podría, si le había engañado con su hijo?

Se ató el cinturón alrededor de una cintura ligeramente más delgada y se dirigió hacia ella.

—No te sorprendas tanto. Que un hombre vaya con otras mujeres es algo completamente normal.

—Si tú lo dices… —dijo ella—. No quiero discutir contigo sobre eso.

—¡Pues lo hace incluso tu padre!

—¿Qué? —gritó—. ¡Seguro que no!

—Sí, querida, sí; lo he visto. Cuando pedí tu mano en Berlín. No hay una pelandusca en cada esquina por nada, y cada secretaria en la oficina está dispuesta a levantarse la falda. En Wehmeyer Sohn no iba a ser distinto. ¿Por qué crees tú que no dejan salir a las hijas de la alta sociedad de casa sin carabina? ¡Para que no les hagan propuestas impúdicas!

No era en su padre en quien pensaba en aquel momento, sino en Julius, su querido oficinista, el hombre que se subía siempre las gafas tan inocentemente. Nunca, nunca habría… Y si hubiese observado algo de eso, ¿se lo habría contado de inmediato? ¿O se lo habría insinuado al menos?

—¡Tienes razón, no sé nada de eso! —gritó—. ¡Tanto si es cierto como si no, de tu boca no sale más que porquería!

—Entonces no es tan grave —contestó él con suficiencia—. Tú te has acostumbrado perfectamente a la suciedad y al lodo el año pasado. ¿No es cierto?

—Sí, es cierto. Y empiezo a echarlo de menos. ¡Las personas allí no eran desde luego tan horribles como tú!

—¿Oh? ¿Qué te gusta de esos indios? ¡Son hordas bárbaras que se revuelcan en sangre! ¿Te gustó eso? ¿Sí? He oído que estrangulan a sus recién nacidos. ¿Es verdad?

—Sí, eso también —gruñó ella—. Todas las cosas horribles que te imaginas con tanto gozo son verdad. ¡Eso es lo que quieres oír!

—Me voy —tronó él—. ¡Antes de que despiertes a toda la casa con tus gritos!

Salió no sin antes cerrar la puerta con un fuerte golpe. Amely se quedó donde estaba un buen rato, casi una hora, sin moverse. Cuando lo hizo creyó tener los miembros de una anciana. Se arrastró a su lado de la cama y se cubrió con la sábana perfumada por encima de las orejas. Ahora sabía otra vez por qué no había añorado aquella casa en más de un año.