7

En los recuerdos de ella, una locomotora era un vehículo bonito que infundía respeto y prometía velocidad y futuro. De niña le gustaba observar los trenes que entraban en la estación tapándose los oídos con un estremecimiento agradable, y se encogía de hombros cuando la locomotora entraba produciendo grandes estruendos y largos silbidos y expeliendo chorros de vapor entre las piernas de los que esperaban. Se imaginaba adónde se dirigían aquellas gentes, las damas que se las tenían con sus abrigos de piel cuando subían los peldaños, y los caballeros con sus bastones relucientes que se esforzaban torpemente por ayudarlas. Se acordaba también de los jóvenes repartidores de periódicos, de cómo iban a toda prisa a lo largo de los andenes entregando por las ventanas de los trenes los periódicos más dispares; de los revisores con el uniforme brillante de gala; de los vendedores con uvas y manzanas expuestas en las bandejas que apoyaban sobre el estómago y que colgaban de sus cuellos; de músicos que tocaban un organillo ataviados con un frac; de las familias que saltaban con alegría de aquellos bancos de hierro colado siempre fríos y saludaban a los recién llegados.

Una locomotora en mitad de una fea vereda como una herida abierta en la jungla no era nada bonito. Era un monstruo grotesco.

—Vantu… —murmuró Pytumby a su lado agitando la cabeza.

Vantu, como el ser más terrible en la imaginación de los yayasacu, no hacía justicia a aquella visión. Los demás hombres —y Tiacca— permanecieron en silencio. A Amely le pareció una eternidad el tiempo que pasaron inmóviles, escondidos entre los matorrales. Por la mañana habían bajado con las canoas restantes por el río Blanco, no muy lejos de un puerto. Y, ocultos en la selva, habían seguido aquella espantosa vereda.

La vía iba en línea prácticamente recta por encima de corrientes de agua drenadas y de terraplenes, como si Kilian quisiera demostrar que él no se sometía a nada ni a nadie, ni tampoco al paisaje. Aquella zona de caucho estaba todavía sin explotar. Tan solo se hallaban sobre la vía la locomotora con el ténder, a unos pocos metros del final de la vía, sobre un lecho de ramas y barro. Algunas docenas de trabajadores se afanaban por alargar el dique.

—¡Por todos los espíritus! Di, mujer ¿qué andan haciendo ahí? —preguntó Ku’asa sacudiendo el hombro de Amely.

¿De qué manera se podía explicar qué era ese vehículo a alguien que ni tan siquiera conocía la rueda?

—Están haciendo un camino para eso… —No le vino a la mente ninguna palabra equivalente en el idioma indio para monstruo—. Recogerá el caucho de la selva y lo llevará hasta el río.

—Tiene que estar equivocada —murmuró Pytumby a quien tenía al otro costado—. Ninguna persona ni ningún Dios, ni tampoco ningún ambue’y tiraría abajo los árboles de la selva para recolectar caucho.

—Pero mirad, esos animales —susurró Tiacca—. ¿Son los caballos de las leyendas?

—Sí, de alguna manera así es —dijo Amely. Solo eran mulos que estaban parados delante de varios carros de los cuales los hombres descargaban con gran esfuerzo las traviesas apilándolas ordenadamente.

—¿Y esos hombres de allí? Se han untado por completo con genipa. ¿Para qué?

—Son así. Son negros.

También vio a chinos, y naturalmente a brasileños también. Docenas de hombres estaban trabajando en el lecho de la vía, haciendo continuas mediciones y apisonando la tierra. Otros llevaban montañas de ramas y de pedazos de barro en el carro desde la linde de la selva profanada, y los descargaban en la obra. Se oían chillidos, cánticos, y desde algún lado llegaba también el detestable sonido del látigo.

—Tenemos que consultar a los espíritus —dijo Taniema—. De noche, cuando los otros y sus seres duerman, los convocaremos.

Había ido a esta expedición en calidad de chamán más joven y fuerte. Y con frecuencia, durante la travesía, había conseguido aliviar las preocupaciones de sus hermanos de tribu con danzas y cánticos. Pero, ahora, su rostro liso era como el de un niño que está ante algo que no tiene explicación. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Amely sintió que en su interior borbotaba de nuevo su enfado por la omnipotencia de los espíritus.

Ella oyó cómo Ruben se arrastraba a unos pasos por detrás de ella.

—¡Mirad eso!

Todos le siguieron agachados por entre la maleza. Los hombres proferían maldiciones desagradables. Amely se debatía por encima de raíces que le llegaban hasta las rodillas y apartaba a un lado las hojas de los bananeros. Más allá de la vereda rectilínea había hombres metidos en un canal hasta los muslos con palas, al parecer intentando desviar las aguas de un arroyo molesto. Estaban sucios, untados todos con los desechos de aquel lodazal. Al borde de la zanja iban pavoneándose los vigilantes. Eran los que hacían restallar los látigos. Y quienes estaban trabajando a brazo partido y temblándoles los músculos eran todos ava.

Uno yacía boca abajo en la tierra, con la cara completamente sumergida en el barro. No se movía.

Amely creyó percibir casi en la piel el horror de los yayasacu.

—Tenemos que convocar a todos los dioses y espíritus esta noche —dijo Ruben en un tono sombrío—. Y luego…

Un silbido estrepitoso hizo que todos se sobresaltaran. Procedía de la locomotora. Llegaron más hombres salidos de una hilera de tiendas de campaña que bordeaban el dique. Desplazaron sus cabañas para protegerlas de la solana, se afanaron por acudir al lecho de la vía cuyo final causaba el efecto de algo que se deshilacha. Los trabajadores se apresuraron a retirarse y aprovecharon la pausa para vaciar las botas de piel y las calabazas en las bocas abiertas con avidez y sobre sus cabezas sudorosas. Un hombre subió al terraplén, se despatarró frente al limpiavías de metal e hizo una señal al maquinista. La locomotora retumbó con un sonido sordo; unas nubes blancas de vapor salieron silbando por la chimenea. El monstruo iba avanzando metro a metro hacia él. Los demás se habían repartido a ambos lados y examinaban el tramo, envueltos en el vapor expelido. El hombre caminaba hacia atrás por la vía como si resultaba impensable que fuera a tropezar.

Amely no le vio el rostro, pero lo reconoció sin dificultad.

Felipe da Silva Júnior.

Felipe, el que me engañó. Felipe, el que disparó a Ruben. Se rodeó el cuerpo con los brazos. Felipe, el que me besó.

Le pareció que se abría el suelo bajo sus pies y comenzaba una caída interminable hacia abajo, de vuelta al pasado. Se le levantó el estómago. Estaba efectivamente a punto de caer, pero Ruben la agarró fuertemente.

—¿Qué te pasa?

—Nada —dijo ella con un sonido gutural—. Estoy asustada… igual de asustada que todos vosotros.

—Ven. —Se la llevó hacia atrás, en dirección a la selva protectora.

Ella caminaba pesadamente a su lado; los demás iban detrás. Cuando se creyeron a salvo, se sentaron unos al lado de los otros sobre la tierra. Se impuso un silencio oprimente. Allí, entre la vegetación, no era tan fuerte el estruendo de la locomotora; no obstante, los cazadores se estremecían una y otra vez cuando les llegaban desde allá sus sonidos atronadores y sus zumbidos.

—Mujer —dijo Taniema dirigiéndose a Amely—, ¿puedes decirnos qué hará el ser negro cuando ataquemos esta noche?

—Nada, absolutamente nada.

—¿Nada? —resopló Pytumby incrédulo. Se le notaba con claridad que quería salir de la espesura a toda prisa con el arco tensado. Con lo perplejos que estaban, sus extremidades no temblaban tanto por temor como por indignación.

—No, nada, pero no podéis vencer a esas personas. ¿No os basta con liberar a los ava prisioneros?

—¡Todos los ambue’y deben morir! —dijo Ku’asa cerrando el puño ante su cara.

Ruben alzó la mano.

—Ella tiene razón. Propongo que nos acerquemos sigilosamente en la oscuridad. Eso no resulta demasiado peligroso, pues los sentidos de los otros son de noche como los niños recién nacidos.

—¡Entonces sí podemos matarlos!

—¡No! Ingenian todo tipo de enseres para equilibrar sus puntos débiles. Hay vigilantes, poseen también luz y armas peligrosas. Seremos silenciosos y rápidos, como las hormigas. Y solo liberaremos a los prisioneros.

—¿Y luego?

—Luego seremos cuatro veces más en número; nos retiraremos y volveremos a deliberar. Y ahora descansemos un poco y comamos algo. —Ruben sonrió—. Así es como actúa un hombre razonable, ¿o no?

—Eso es lo que me preocupa —gruñó Pytumby—. Que seas tú quien lo propone.

Comieron frutos y larvas que habían reunido. No gastaron saliva en hablar sobre lo que habían visto. Uno tras otro se tumbaron a dormir. Nadie hacía guardia; su instinto siempre vigilante les avisaría en caso necesario. Amely se sentía de todas las maneras menos cansada. Cerca de allí encontró un pequeño claro que había originado un umbauba caído. Examinó el tronco con atención y se sentó encima. Era un buen sitio para reflexionar, pero en su mente solo había confusión. La visión de aquellas obras había desatado en ella algo diferente que en los hombres. Una desagradable familiaridad, como si su propio pasado hubiera trazado aquella vereda, y como si aquel monstruoso vehículo no hubiera llegado hasta allí debido al caucho sino a ella.

Una mariposa azul se posó cerca de ella. Una Morpho menelaus. Ella se quedó completamente quieta. Aquel lindo animalito levantó el vuelo, aleteó delante de su nariz y por encima de su hombro. Amely se giró, pero no la volvió a ver. Cuando volvió a darse la vuelta estaba Ruben frente a ella. Nunca se asustaba cuando era él quien aparecía de esa manera tan inesperada. Ella lo rodeó con sus brazos y apoyó la mejilla en el vientre de él. Él le acariciaba la nuca.

—¿Por qué no duermes? —preguntó ella.

—Porque no tengo intención de luchar.

Ella levantó la cabeza, sorprendida. Eso sonaba bien, demasiado bien para ser verdad. Él se sentó a su lado y puso la mano encima de la de ella.

—Tengo otro plan —dijo en voz baja—. Los demás no deben enterarse de nada de esto. Intentarían impedírmelo. Solo espero que sean lo suficientemente sensatos para no atacar después de haber visto lo que ocurre.

—¡Por Dios, Ruben! ¿Y entonces qué?

—Iré hasta los ambue’y y les diré quién soy. Esos hombres trabajan para mi padre, ¿no es así?

—Sí.

—Tú les confirmarás que lo soy. Les ordeno que liberen a los prisioneros. El… Ese… —Luchaba por encontrar las palabras, pero esos procesos le resultaban demasiado extraños. Señaló en dirección a las obras—. Que dejen de hacer eso que están haciendo seguramente no podré ordenárselo. Para ello tengo que ejercer primero alguna influencia sobre mi padre, que presumiblemente no estará por aquí. Así pues tendré que ir contigo a la gran ciudad.

—Pero, Ruben…

—Tengo claro que quizá pierda lo que me convierte en un yayasacu. —Los dedos de él apretaron fuertemente los de ella hasta hacerle daño—. Pero estoy dispuesto a correr ese riesgo.

¡Por los cielos! ¿Qué cosas estaba diciendo? Su ingenuidad la horrorizaba.

—¡Ruben! No puedes salir simplemente así de la selva y decir quién eres. ¡Pero mírate! ¿Quién se va a creer eso?

—Tú se lo dirás.

—¿Y quién me va a creer a mí?

Sí, hay uno que lo haría, pensó ella. Pero esa persona no se alegraría precisamente de la aparición con vida de un tal Ruben Wittstock. Agarró los dedos de él con las dos manos y los frotó agitadamente.

—Y aunque fuera así: Kilian no te escuchará jamás.

—¿Por qué? Un hombre que no es estúpido presta atención a los deseos razonables de su hijo. Yo ya no soy el chico al que pegaba. Soy un hombre y un guerrero. Él se dará cuenta de tal cosa.

—Piensas como un ava. Precisamente eso es lo que hace tan peligroso lo que pretendes llevar a cabo. —Quería tirarse del cabello ante tanta incomprensión. ¡Él no conocía ya a Kilian! No sabía que su padre había enterrado su recuerdo de él en una tumba vacía. ¿Cómo reaccionaría Kilian si apareciera su hijo ante él? Se emborracharía un montón de días; y no era capaz de imaginarse lo que haría después. Que estrechara entre sus brazos a Ruben era tan solo la mejor de muchas otras reacciones posibles. Pero de ahí a escuchar a Ruben… No, jamás.

Y además estaba Felipe. Había disparado a Ruben. Tal vez no lo reconoció en aquel entonces a orillas del igarapé do Tarumã-Açú. Pero lo veía capaz de repetir el intento. Oh, se acordaba demasiado bien de las palabras que empleó con todo su ímpetu durante la travesía en canoa por el puerto de Manaos: ¡Traicionar la confianza de Wittstock sería lo último que haría! ¡Yo mataría por él!

Y con toda seguridad mataría para su propio provecho.

—¡Amely! —Ruben agarró la cabeza de ella con su acostumbrada energía—. ¿Qué pensamientos te atormentan? Estás pálida, como si hubieras visto a Chullachaqui.

¡No vayas, por favor, no vayas!, quería implorarle ella. Él la atrajo hacia sí y acomodó la cabeza de ella en su hombro.

—Sabes tan pocas cosas —le susurró al oído. Al oído dañado, en el que no lo oiría—. Te he contado tan pocas cosas… Que Gero murió. Tu madre… Fui tan cobarde. Pero yo no debería haberte dicho nada en absoluto, ni quién eras, por ejemplo.

Ella lloró en silencio hasta que se cansó. Entonces se desprendió de él y le miró a la cara. Él le acarició la mejilla acalorada.

—Todo está tan embrollado —dijo ella en un tono apagado. Una mancha azul aleteó en la comisura de su ojo y otra vez volvió a desaparecer—. ¿Te acuerdas de la Morpho menelaus metida en el cristal? La miras y te piensas que está viva, pero en realidad está muerta. Y si no lo estuviera, sí estaría condenada a la inmovilidad. Así es exactamente como me siento: atrapada en todas las dificultades. No tengo consejos, pero prométeme, por favor, por favor, que no vas a hacer eso.

Lo creyó capaz de desprenderse ahora de ella, convertirse en un halcón salvaje e irse a toda velocidad de allí. Sus músculos se tensaron; su semblante se endureció. Abrió la boca como si fuera a gritar, pero tan solo dijo con una entonación gutural:

—Hablemos esta noche otra vez de esto con los hombres.

Ella suspiró para sus adentros. De aquello no saldría nada sensato.

¡Todo por culpa de ese caucho de mierda!

Él se puso en pie y dio algunos pasos por entre la maleza. Sacudió una rama carcomida hasta que la tuvo en sus manos. Sus pasos siguientes fueron silenciosos.

Caucho… La palabra suscitaba en ella algo tan difícilmente comprensible como todo lo que procedía de su antigua vida. Se mesó los cabellos. En el mundo mágico de la selva virgen, el pasado había sido creado efectivamente por los espíritus.

Igual que una planta enredadera tenía que estirarse desde las profundidades de la tierra. Entonces fue cuando le vino un pensamiento. No se trataba más que de un destello de esperanza.

Pero es la única esperanza.

—Ruben, ¿qué estás haciendo ahí?

Él estaba a punto de escalar por el tronco de una acacia. Se acuclilló en una rama oblicua y le hizo señas a Amely para que subiera. Tal como lo estaba mirando ella hacia arriba le recordaba verdaderamente la figura de un halcón que fuera a echar a volar de un momento a otro.

—Ruben, deja en mis manos todo este asunto. Tal vez conozca yo una manera de ponerle coto a Kilian. Vosotros liberáis solamente a los ava y os vais de aquí.

—¿Es Yacurona quien habla?

—Soy yo.

—¿Qué es lo que quieres hacer?

—Regresar a la casa de tu padre.

—¿A casa de quien te ha encerrado en cristal? Mira acá, Amely.

Él extendió un brazo hacia el follaje. Se estiró con precaución, sin ponerse en pie. Así permaneció un buen rato inmóvil, con el dedo de la otra mano delante de la boca para que Amely no se moviera. De una manera completamente inesperada sacudió una rama oculta. Unas manchas luminosas de color azul claro surgieron de allí remolineando, como rociadas por un pincel. Docenas, no, centenares de mariposas azules, algunas tan grandes como la mano de ella abierta, se echaron a volar en dirección a la luz. Revoloteaban alrededor de él. Se posaban sobre sus hombros y en su pelo. En ese instante él le pareció uno de aquellos seres míticos de la selva virgen. Y si antes había albergado alguna duda sobre si su decisión era la correcta, ahora estaba completamente segura. Él no debe regresar.

La bandada pasó revoloteando por encima de ella hacia la luz del sol. Se giró para mirar cómo volaban deslumbradas dando tumbos.

Ruben la embistió como un animal depredador. La mano de él le tapó la boca mientras la otra la agarraba del talle. Debería haberse asustado, pero lo único que hizo fue arrodillarse y entregarse de buena gana. Ese cálido éxtasis que había aprendido a adorar se expandió por su cuerpo envolviéndola por completo. Ella era también un animal de la selva y sentía como algo natural que todo en ella anhelara a Ruben. Disfrutó de cada segundo sabiendo muy bien que enseguida, sí, enseguida se acabaría por mucho tiempo. Él derramó su aliento en la nuca de ella y se derramó también en el cuerpo de ella. Él acabó bramando, le dio la vuelta a ella y se tumbó, agotado, encima.

Unos mechones de cabello rubio le acariciaban la piel. La pluma de tucán, de color negro azulado, que colgaba del collar de plumas de él le cosquilleaba en la barbilla. Ella se lo quedó mirando, a él, a ese ser hermoso y salvaje. En su mirada vio el mismo dolor que ella estaba sintiendo.

Ella alargó el brazo hacia los tupidos mechones de pelo que él mantenía sujetos detrás de las orejas adornadas con huesos. Él levantó las manos como queriendo zafarse, pero le agarró la cabeza y estampó sus labios sobre los de ella. Sus dientes se le clavaron dentro; sus dedos perforaban en su piel. Ella hizo lo mismo, como si los dos quisieran aprovechar el dolor para conservar el recuerdo de las mutuas caricias. Incluso las lágrimas de los dos le parecieron ardientes.

—Dile que vivo. —Él se incorporó y tiró de ella para ponerla también en pie—. Pero si quiere reconciliarse conmigo, primero tiene que venir a verme a mi casa. Que venga a verme en la selva tal como soy.

Ella asintió con la cabeza. Sintió un mareo. No, un malestar. Tuvo que sostenerse en Ruben. Su decisión vacilaba igual que ella misma.

—Sonríe —dijo él—. Haz que brille tu oro.

—¡Ay, Ruben!

—¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Y dónde?

—No lo sé.

—Eres Yacurona. Puedes ir a buscar a quien tú desees. Así que llámame y los espíritus de la selva me lo harán saber.

Ella suspiró. ¿Qué podía replicar ella a aquello? Así que se limitó a asentir con la cabeza.

—Che hayihu, Amely.

—Sí —dijo ella—. Yo también te quiero. Y eso no cambiará nunca.

Se apartó de él y se fue caminando en dirección a las obras.

La selva significaba peligro, pero también protección. Rebasar la linde, poner el pie en aquel suelo profanado, en la grieta de la vereda del ferrocarril, requería un esfuerzo enorme. Todo en ella clamaba para que se volviera atrás corriendo. Ordenó a sus pies que continuaran. Miraba tercamente hacia delante, sin prestar atención a los hombres que dejaban de realizar sus trabajos y se la quedaban mirando como a un fenómeno celeste, ni a la locomotora silenciosa sobre su lecho de balasto. No fue sino en ese momento, al sentir en ella las miradas indisimuladas de todos aquellos hombres repugnantes, cuando se dio cuenta Amely de cómo iba vestida. Lo que a los ojos de los yayasacu era algo decente, resultaba desvergonzado en los de los otros. Cualquier prostituta de las esquinas más rastreras de los callejones más miserables de Manaos llevaba más ropa encima que ella. ¡Si aquello llegaba a oídos de Kilian, se pondría hecho una fiera!

Se enfadó extraordinariamente consigo misma. Apenas regresas a la civilización —y sin estar todavía en ella—, ¿y te vuelves pequeña y sientes miedo por todo?

Se subió al terraplén con los hombros tensos y la cabeza bien alta. Y se dirigió a Felipe, quien tenía una mano en la cadera y con la otra se enjugaba el sudor de la cara mientras la miraba fijamente. Si antes había detestado encontrárselo allí, ahora se alegraba de su presencia. ¿Quién si no iba a dar crédito a sus palabras? Sus brazos se contrajeron queriendo cernirse sobre los pechos cubiertos únicamente con los jirones de su viejo camisón. Se obligó a sí misma a adoptar una actitud altanera cuando se detuvo frente a él.

—Buenos días, senhor Da Silva —dijo ella toda tiesa tendiéndole la mano.

Él se la tomó y le hizo una reverencia.

—Buenos días, senhora Wittstock —replicó con una voz no muy segura. Un murmullo confuso recorrió las hileras de los hombres—. ¿Cómo puede ser…? —comenzó a decir para volver a callar. No era nada corriente que a un hombre como él le faltaran las palabras. Su mirada brillante resbaló hacia abajo por el cuerpo de ella; se obligó a levantarla de nuevo.

Amely se desprendió de la mano de él.

—¿Tiene usted alguna manta por casualidad? —le rogó con torpeza.

Él exclamó la orden a sus espaldas con un tono no menos nervioso. Un negro gigantesco se metió a toda prisa en una de las cabañas y regresó con un pedazo de lona que le tendió guardando las debidas distancias. Amely se envolvió en aquella tela llena de manchas y no se sintió mejor de ninguna de las maneras. Se le quedaron pegadas a la garganta las palabras para indicar que quería ir a Manaos. Sabía que acabaría perdiendo la compostura si las pronunciaba.

También aquí acudió en su auxilio Felipe.

—Yo la llevo a casa, senhora Wittstock.

—Gracias —dijo ella con voz ahogada. A casa. Sonaba muy falso.

Ruben quitó las hojas de palmera que envolvían el arma. Revólver. Esa era la palabra correcta. Pero ¿cómo se usaba? Sus dedos se deslizaron por el metal frío intentando palpar el espíritu que contenía. Fue acordándose poco a poco. Se lo había enseñado su padre, igual que un hombre de los yayasacu enseñaba tempranamente a sus hijos el uso de las armas. Abrió el barrilete, examinó el emplazamiento de los cartuchos y volvió a cerrar el revólver. El arma había sobrevivido a la tempestad en el estuche del instrumento de Amely; sin embargo, solo encontró dos cartuchos. Bueno, él no quería verse obligado a utilizarlos; al fin y al cabo siempre había salido bien librado usando su cerbatana y su arco. Pero Amely se la había llevado consigo a la selva y él la descubrió a ella entonces… No se puede pasar por alto un guiño semejante de los dioses.

Se la llevó al encordonado de su cintura por encima de sus nalgas. A continuación fue a agarrar como de costumbre la cerbatana que dejaba a un lado. Sus dedos tocaron la vieja herida de bala. En ese lugar le palpitaba la carne y le deparaba dolores y acaloramiento. Un espíritu del tabaco podría ayudar, pero él no llevaba tabaco consigo. Tal vez debería haberle pedido a Amely que le cantara al menos por encima de la herida, pues el violín se había echado a perder; pero ella no le daba ninguna importancia a esas cosas y él no quiso que ella se quedara preocupada.

Ahora se había despertado el espíritu en la herida. Y de pronto le amartillaba también su espíritu del ruido con tal ímpetu que Ruben comenzó a golpearse las sienes. Le pareció que los dioses querían exhortarle para que luchara finalmente.

Había querido matar a la reina de las hormigas y luego… luego no emprendió ninguna otra acción. ¿Por qué no? ¿Verdaderamente porque Amely le había disuadido de tal cosa? ¿O Rendapu? Poco tiempo después de regresar, el cacique había hablado con él:

—Te enviamos al mundo de los otros para pararlos, pero tú no fuiste capaz. No podemos influir en el mundo de los espíritus del futuro, eso lo he entendido ahora. También el jaguar caza únicamente cuando tiene hambre o cuando sus crías están amenazadas. Tampoco lucha el árbol porque un ficus trepador se le haya instalado encima; sigue creciendo día tras día y no teme a la muerte que le amenaza. Nosotros nos preocupamos cuando la cosecha es mala o porque el embarazo de una mujer no transcurre bien. Más preocupaciones no deberíamos exigir nunca de una persona. Así que ninguno de los nuestros volverá a ir donde los otros. Esperaremos hasta que vengan ellos.

Y él, Ruben, se había alegrado por estas palabras, que retiraban aquella pesada carga de sus hombros. ¿Qué debía hacer ya que Wittstock no ocupaba de ningún modo el rango superior en el termitero, como había dicho Diego? Siempre se había dicho a sí mismo que permanecería de brazos cruzados por Amely. El padre de él la había convertido en una mujer tímida que tenía miedo hasta de su propia sombra; debía olvidar a esa persona.

Pero tal vez aquello era solo una verdad a medias. Tal vez tan solo quiso recordarme el espíritu del ruido el lugar del que procedo. Y cuando lo hice, quise olvidarlo de nuevo inmediatamente.

Volvió a darse golpes en la cabeza, esta vez enrabietado consigo mismo. ¡Desde un buen comienzo ella había sido más lista que él! ¡Cómo había insistido ella en que él se acordara, y en que regresara a la casa de Wittstock! ¡Qué aliviado se sintió él cuando ella dejó de recordárselo…! Aymaho kuarahy, el halcón, el loco, que no solo no se sustrae a un desafío, sino que lo busca incluso; ¡ja!, ¡qué mentira más gorda! Fui un loco al no hacer nada.

Agitó la cabeza para hacer callar al espíritu. ¡Basta ya con estas cosas! Es la hora de la caza.

Por fin, por fin se retiraba el espíritu del ruido a sus profundidades. Ruben se deslizó rápidamente a través de la maleza en un silencio prácticamente total y se dirigió al lugar de reunión donde esperaban Tiacca y los hombres. Se untaron los cuerpos con las últimas existencias de genipa que llevaban consigo para hacerse lo más invisibles posible en la noche. Una última súplica a los espíritus y se pusieron de camino hacia la vereda del ferrocarril. Había mucha claridad, no solo porque la anaconda del cielo iluminaba sin trabas por encima de las obras, sino también debido a las muchas farolas pequeñas que los ambue’y dejaban prendidas mientras dormían, como si tuvieran miedo de la noche.

Los prisioneros dormían allí donde habían estado trabajando. En aquel lugar reinaba la oscuridad. ¿Por qué razón no se levantaban si no para luchar, sí al menos para huir? ¿Los tenía sujetos alguna magia a ese lugar?

Ruben se detuvo, dirigió la vista en todas direcciones. Si existía una magia semejante, podría pasar hasta él y los yayasacu nada más poner un pie en la herida pelada de la selva.

—¿Qué sucede? —preguntó Ku’asa con manifiesta impaciencia.

Ruben titubeó.

—Nada —dijo a continuación—. Venid.

Se apresuraron a avanzar agachados hasta el terraplén y se tumbaron a su abrigo.

—Kuñaqaray sai’ya ha dicho la verdad, Aymaho —susurró Pytumby. Igual que todos los demás despreciaba el verdadero nombre de Ruben—. El monstruo duerme por la noche. Pero ¿no despertará cuando huela nuestra presencia?

—No hará nada. No le prestéis atención.

—Concentraos únicamente en los hombres —corroboró Tiacca. Los ojos de la cazadora refulgían a la luz de las farolas. Llevaba escrito en el rostro sus ganas de luchar. Más aún: el triunfo de que Amely se hubiera marchado y de que ella permanecía allí. Y de un momento a otro desapareció pasando por encima del terraplén. Como una sombra negra, amenazadora como el mismo Chullachaqui, se dirigió corriendo al campamento nocturno de los prisioneros con la cerbatana en alto.

Ruben la siguió a continuación. Los demás les cubrían las espaldas. Alcanzó con rapidez a Tiacca, que ya se agachaba como un puma cazador a tan solo unos pocos pasos de los ava. Los hombres dormían como si estuvieran muertos, exhaustos por las palizas. Ruben se acuclilló al lado de Tiacca. Tenían que acertar bien en la elección del primero al que iban a cortar las ataduras; ese hombre no debía asustarse y delatarlos sin querer. Ruben se fue reptando hasta uno que dormía sentado, apoyado contra el tronco de un árbol. Cuando tocó su hombro, el prisionero se levantó de un salto. Dentro de lo que cabía ver en aquella penumbra, su mirada daba la impresión de ser inteligente. Ruben agarró las ataduras que tenía en torno a los pies para levantarlas y darle a entender que se las iba a cortar.

Sin embargo, sus dedos no agarraron ninguna cuerda, sino un duro metal.

Dejó de nuevo en el suelo la cadena de hierro en silencio y palpó el pie de uno de los durmientes. Entre los dedos notó una cicatriz abombada, como la marca de fuego que se hace al ganado. Al parecer, todos los ava estaban sujetos a esa cadena, y esta daba la vuelta al tronco del árbol.

Tiacca se acercó a él de rodillas.

—¿Qué pasa? —dijo en un susurro.

—Tengo que pensar.

Le resultaba difícil. Guardaba un espíritu del recuerdo muy confuso sobre esas cadenas de hierro, pero sabía que había algo con lo que se abrían y cerraban las cosas. Se esforzó por recordar la palabra.

—¿Llave? —No, no la palabra alemana…

Pero el ava la entendió; señaló con el dedo hacia una tienda de campaña pequeña que estaba cerca. Ruben hizo una seña a Tiacca para que esperara y avanzó a hurtadillas por detrás de la tienda, donde no alcanzaba ninguna luz. Se tumbó en el suelo, levantó la lona un palmo y cuando se sintió seguro rodó dando una vuelta y se introdujo en la tienda. Un instante después estaba de nuevo de pie con la navaja en la garganta de un ambue’y que roncaba.

Deseó tener ahora enfrente a aquel que había recibido a Amely y que se había marchado con ella en un carro en la dirección del río. Ahora no dudaría un instante en matarlo.

Amely… Cada uno de los pasos que la alejaban de él había conmovido a su corazón. Y había aumentado su orgullo por ella. Valiente como Yacurona, se había puesto ante el otro. Hermosa como Yacurona, con su cabello oscuro de reflejos rojizos que le caía sobre los hombros, mucho más largo que el de las demás mujeres y siempre, como de costumbre, con hojas e insectos atrapados en él, ya que no era tan liso como el de las mujeres ava.

Y Ruben, a pesar del espíritu palpitante en su cintura, había estado dando tumbos durante medio día por el bosque porque no sabía qué hacer con su deseo apremiante de luchar contra los intrusos.

La punta de la navaja presionaba en la piel. Transcurrieron algunos instantes. Entonces apartó la mano del cuello del hombre y miró a su alrededor. Una lamparilla apestosa que colgaba del tejado de la tienda (le vino a la mente una palabra extraña: petróleo) iluminaba cajas llenas de calabazas para beber y de vasijas de arcilla y dos armas de hierro. Fusiles. ¿No había disparado en aquel entonces con uno igual a los pecarís? Pensó si llevarse uno, pero rechazó la idea porque le pareció más difícil de manejar que el revólver. No se veía la llave por ningún lado. Así que retiró la manta que el otro se había echado por encima a pesar del calor que hacía; y allí estaba la llave, balanceándose en la pretina del pantalón. Con un corte rápido se hizo con ella y se llegó corriendo a la pared de la tienda.

Afuera resonó un chillido.

El ambue’y se levantó de un salto del catre. Al instante se le echó encima Ruben. Un rápido movimiento de la mano; un corte se dibujó, oblicuo, por el cuello del hombre. La sangre brotó del cuello a chorro formando un arco. El otro se desplomó hacia atrás y murió pataleando.

Ruben no se molestó en desandar el mismo camino complicado que había realizado para entrar. Con dos rápidos cortes en la lona se procuró una abertura. Agarró el arco de la espalda y colocó una flecha al tiempo que salía al exterior. Algunos ava se hallaban de pie y tiraban de sus cadenas de hierro; el ruido de las cadenas era casi tan fuerte como el griterío. Sonaba como si se hubieran vuelto locos por su miserable situación. Aquel al que había despertado Ruben daba golpes a diestro y siniestro. No podía distinguirse si él mismo había caído víctima de aquella locura colectiva o si trataba de tranquilizar a los demás. Tiacca apareció por detrás de él como un espíritu negro. La flecha de ella le atravesó la cabeza.

Tres hombres se acercaban a zancadas con los fusiles en alto. Pasaron corriendo al lado de Ruben sin percatarse de su presencia. Los ambue’y solo eran capaces de concentrar sus sentidos en una cosa. Ruben dio un rodeo por detrás de ellos y puso rumbo al campamento de los prisioneros. Todavía no habían descubierto a sus hermanos de tribu, todavía no había nada perdido. Él tenía la llave. Solo tenían que retroceder y esperar a que todo se hubiera calmado.

¡Tiacca! ¡No!

Ella había colocado una nueva flecha. Y estaba apuntando a los otros.

La flecha silbó en el aire con sonido funesto. Un sonido sordo como el de un hacha al clavarse en una rama, y el hombre detuvo en seco su carrera. Agarró el astil que le salía del cuello, y cayó de espaldas. Ruben tensó el arco. Su flecha se clavaba tan solo un instante después en el cuello del segundo hombre, pero no había tiempo para acertar en el tercero. Este se dio la vuelta sobre sus talones, comenzó a gritar y disparó al aire.

—¡De vuelta a la selva! —gritó Ruben.

Estaba al lado de Tiacca; le golpeó en el hombro para que obedeciera. Ella se dio la vuelta con un gruñido. Sus dientes destellaban en la penumbra como las presas de un depredador agresivo.

—¡Vamos a luchar! —exclamó ella con voz gutural—. ¡Vamos a matarlos a todos!

No había tiempo para preocuparse por ella. Corrió hacia uno de los ava que no estaba de pie como los otros tirando de sus cadenas, sino que estaba apoyado tranquilamente en el tronco de un árbol y que no se movió cuando Ruben fue palpando en busca de la cerradura. Quería devolver a la libertad al menos a unos cuantos.

—¡Huye o ayúdanos! —exhortó al hombre mientras agarraba las cadenas del siguiente. Por detrás de él un disparo. Se dio la vuelta sobre sus talones y vio a Pytumby que dejaba caer el arco al suelo y se sostenía el brazo.

Ruben se puso en pie de un salto y colocó una flecha en su arco. Se disponía a disparar al ambue’y que volvía a dirigir su escopeta hacia Pytumby. Al tensar el arco, sintió un dolor punzante en la vieja herida de su cadera. Su disparo fue débil y tembloroso. Su flecha no pudo impedir que el hombre disparara una segunda vez; el robusto cuerpo de Pytumby sufrió una sacudida. La bala siguiente pasó silbando por encima de la cabeza de Ruben. Acto seguido el atacante yacía en el suelo asaeteado por los dardos de las cerbatanas.

No había tiempo para asistir a Pytumby en su muerte. De pronto todos los ambue’y estaban en pie corriendo y disparando a ciegas. En torno a Ruben vociferaban y gemían los moribundos. Ku’asa pasó a su lado al ataque con el hacha de caza en alto. También él murió en aquella lluvia de balas. Un cartucho golpeó en el hombro de Ruben. Unas manos lo agarraron y lo tiraron al suelo; otras comenzaron a golpearle; y otras más le quitaron la llave. Una parte de él permanecía en sosiego persuadiéndole de permanecer tumbado en el suelo si quería seguir vivo. Otra parte de él lo apremiaba a la lucha, quería levantarlo de allí, sentir nuevos impactos. Un hombre imploraba que se acabara aquella matanza. En algún lugar había otro llorando a moco tendido como un niño. Y por el rabillo del ojo, mientras alguien caía abatido encima de él, vio que un ava molía a golpes a otro ava. Debería haber imaginado que estas cosas suceden, pensó sobriamente mientras intentaba arrastrarse por debajo del atacante. He oído sus historias y he visto cómo perdieron su alma estas gentes.

Era un ava quien estaba encima de él estrangulándole. Ruben giró la mano hacia atrás, consiguió asir el revólver y lo puso en la sien de aquel hombre. Los movimientos de la mano que había ensayado anteriormente le resultaron ahora difíciles: amartillar, apretar el gatillo. La cabeza tembló como golpeada por un hacha.

El siguiente extendió la mano hacia él. Ruben encajó el cañón debajo de la barbilla del hombre que se inclinaba sobre él. Se quedó mirando en los ojos atemorizados del joven chamán.

El disparo que abatió a Taniema no vino de él. Un ambue’y pisó con la bota la espalda de Taniema como si quisiera subirse encima de él. El cañón recalentado de la escopeta golpeó en la mejilla de Ruben.

—¿De dónde has sacado esta pipa? Dámela; una bestia estúpida como tú no sabe ni qué hacer con ella.

Aquel lenguaje no era el que le había enseñado Amely. Ruben lo había escuchado cuando estuvo en la ciudad, y creyó acordarse de que la mayoría de las personas de la hacienda de su padre hablaban entre ellos igual que ese hombre. En vano trató de encontrar la palabra brasileña para «vete al infierno». Extendió el brazo en alto; su revólver apuntaba al corazón del hombre. Le daba lo mismo si el otro replicaba a tiempo a su disparo.

El otro gimió y se llevó la mano a la nuca. De esta manera reaccionaban las personas a quienes han disparado el dardo de una cerbatana por la espalda. De su boca brotaron unos espumarajos. Sus ojos se quebraron; se inclinó lentamente hacia delante como un árbol talado. Con el resto de sus fuerzas empujó el cadáver de Taniema antes de caer encajado entre otros dos hombres muertos.

—¿Qué te sucede, Aymaho kuarahy? —le preguntó Tiacca en son de burla y con la cerbatana en alto en señal de triunfo—. ¿Ya te vas a acostar?

—Tiacca… corre… a la selva.

Pronunció estas palabras con dificultad, y en alemán. De pronto no le querían salir en el idioma de los ava. Se dio la vuelta para estar boca abajo, se apoyó en las manos realizando un gran esfuerzo y miró hacia arriba. Entre los ava y los ambue’y iba brincando Tiacca de un lado a otro, verdaderamente como el equivalente femenino de Anhanga, el Dios de la caza, y disparando hábilmente su cerbatana. ¿Estaba viendo sangre en su cuerpo? ¿O era sangre ajena la que le corría por encima de los ojos? Inquieto se frotó la cara. Cuando pudo verla de nuevo había desaparecido en una masa de cuerpos bamboleantes que caían unos encima de otros y se despedazaban.

Hacía rato que tenía claro que los yayasacu habían resultado vencidos. ¿Quedaba alguno de ellos con vida? Tiacca… Por lo menos a ella quería haber evitado conducirla a la muerte.

¿Dónde estaba Tiacca? Solo veía a hombres peleándose, clavándose las uñas sucias en la carne. El ruido metálico de las cadenas; el agua que salpicaba entre los ava torturados que pegaban a diestro y siniestro. En los márgenes del canal estaban los enemigos disparando a todo lo que se movía a sus pies. Todos daban alaridos sin importar si ellos eran los que mataban o los que resultaban muertos. La locura hizo despertar también al monstruo, que dejó escapar un estruendo y un zumbido. Ruben vio a un hombre de pie en la cabina del maquinista. Si su intención había sido despertar a los hombres para frenarles la furia, había fracasado por completo. También él echó mano de la escopeta, y desde su posición elevada acertaba en cada disparo. Había moribundos precipitándose en el canal excavado.

Un látigo restalló sobre Ruben. La cuerda se enrolló alrededor de su cuello y lo lanzó por el terraplén abajo. Con todo el esfuerzo de su voluntad consiguió mantener el revólver en la mano. Seguir respirando. Con la izquierda consiguió sacar su navaja. Falló en el intento de cortar el cuero. Sin embargo el látigo quedó flojo. Cuando se volvió a mirar al hombre solo encontró un cadáver.

Entonces descubrió a Tiacca. También ella había caído e intentaba arrastrarse para salir del canal. El cañón de una escopeta le apuntaba a los ojos. Se detuvo confusa.

Un ava se interpuso en el camino de Ruben. Ruben le sacudió con la navaja para que se quitara de su vista. Su otra mano amartilló el revólver, apuntó al ambue’y pero no se produjo el disparo. Tal vez debido a la humedad; tal vez no había emplazado correctamente la segunda y última bala. No se tomó el tiempo de agarrar su cerbatana porque habría resultado también inútil. Tendría que haber cogido el arco en lugar de quedarme con esta arma extraña, llegó todavía a pensar antes de sentir un intenso y ardiente dolor en el cogote. Cayó en la oscuridad. El agua fangosa parecía caliente de sangre, de sudor y de furia. La luz de la luna que salía ahora danzaba sobre el barro enrojecido. Era el renacimiento mensual de Tupán. La venganza de Tupán por su imprudencia y su falta de reflexión. ¿Me matará Tupán ahora por fin? Hazlo, Tupán, hazlo.

A su alrededor yacían y permanecían sentados los ava supervivientes respirando con dificultad, agotados por aquella lucha absurda. Los latigazos obligaban a dos de ellos a levantarse y a agarrar las manos de los fallecidos para arrastrarlos a un lugar donde ya los urubus daban ávidos picotazos con sus cabezas negras y aleteando sus alas negras. Los ambue’y pasaban al lado de los cuerpos. Cuando se movía alguno, disparaban. En ocasiones también hacia los buitres, que no se dejaban amedrentar cuando uno de los suyos moría entre chillidos.

La vereda del ferrocarril era como un río sobre el que quemaba sin obstáculos el sol naciente. Ruben tenía la garganta reseca. Su piel, embadurnada de lodo, tenía el tacto de la tierra que se resquebrajaba con el calor. El anterior dolor punzante de sus heridas se había convertido en un vago hervidero en lo más profundo de sus carnes entumecidas. Yacía de costado, inanimado como aquellos que eran conducidos y apilados en una pira. No sabía cómo había salido de la zanja, pero sabía que se lo llevarían arrastrando y que le meterían una bala entre sus ojos abiertos. ¿Había previsto Tupán verdaderamente ese tipo de muerte miserable para él? La rabia acostumbrada despertó de nuevo en él. No, él no quería acabar de esa manera.

Levantar la cabeza era un esfuerzo casi imposible de realizar. Vio a un ambue’y que se agachaba sobre Pytumby y le sacaba la cadena de plumas por la cabeza inanimada. Con el fusil sujeto bajo la axila, se irguió, sacudió unos trozos de barro de las plumas hasta que estas brillaron en todo su esplendor y sonrió como un niño al que han hecho un obsequio.

Los trabajadores no se habían puesto todavía a prolongar el lecho de balasto. A alguna distancia miraban fijamente el campo de batalla. Sus patronos deliberaban. Ruben fue cazando al vuelo alguna que otra palabra que le resultaba familiar; su idioma iba emergiendo en fragmentos desde olvidadas profundidades. Pero también los gestos de preocupación en los semblantes de aquellos hombres delataban que el loco placer por disparar ejercido durante la noche, ahora, contemplado a la luz del día, había originado una gran pérdida. ¿Quién iba ahora a zanjar el canal, quién iba a allanar el camino del ferrocarril?, dedujo él de sus conversaciones. En esa región no quedaban ya tribus indias, pues hacía tiempo que habían huido. Tendrían que encargar trabajadores esclavos. Hasta entonces se harían cargo los negros del trabajo pesado, y seguiría exprimiendo la fuerza muscular de los pocos indios supervivientes.

Ruben movió los dedos. El barro seco se resquebrajó. Si lograra ponerse en pie… Si lograra encontrar su arco…

—Este de aquí está con vida. —Una sombra cayó sobre él.

—Dispárale. De todas formas no le esperan sino los buitres…

—Mira esto. —El ambue’y se agachó y le tiró del pelo—. ¡Debajo de toda esa porquería tiene el pelo rubio! ¿Has oído hablar alguna vez de indios rubios?

—Sí, sí. Dicen que las amazonas que vio en su día Pizarro tenían el cabello claro.

—¡Pizarro! —El hombre se echó a reír mientras hurgaba con interés en los mechones de pelo de Ruben—. Seguramente se los ha teñido con alguna sustancia. De todos modos darían una buena cabellera; siempre quise tener algo así. ¿Y qué es esto que tiene aquí?

Desgarró el cordón con los colgantes del cuello de Ruben. Ruben quiso agarrar la mano, pero la suya dio un débil manotazo al aire.

—¡Oro! ¿Quién se habría imaginado que estos monos aulladores y piojosos llevaban consigo joyas de oro? Deberíamos mirar a los demás con más atención.

—Devuélvemelos —murmuró Ruben. Su voz era tan débil como todo en él.

—¿Qué ha dicho? No sonaba nada a indio.

Alzó la cabeza.

Filho! —dijo casi como un graznido, y escupió.

—¿A quién estás llamando hijoputa, eh? —Un puño se abatió sobre su sien haciendo que su cabeza volviera a desplomarse.

Veían que era rubio; oían que hablaba brasileño; se dieron cuenta de que llevaba amuletos en su pecho que procedían de su propia cultura… Y sin embargo no eran capaces de extraer la conclusión correcta. Si él afirmara que era el hijo del patrón que les empleaba, se burlarían de él. Era exactamente tal como había dicho Amely.

Pero no era ese el motivo por el que no decía que era Ruben Wittstock. Detestaba a su padre. ¿Iba ahora que estaba en un apuro a apoyarse en él? Jamás.

Se levantó de un salto, rodeó con sus brazos el tronco de aquel hombre y lo arrojó al suelo. Sus dedos se cerraron en torno al cuello y apretaron. Tenía que ser rápido para matar a este antes de que le dispararan en la cabeza. Un dolor agudo recorrió su cráneo. Cayó desplomado junto a su víctima y esperó la oscuridad definitiva. Pero esta seguía sin querer cernirse sobre él; en su lugar sintió unos pinchazos de color rojo y amarillo en los ojos. Los otros no le habían disparado, solo le habían derribado. Lo llevaron arrastrándolo de los pies hasta el árbol caído al que estaban encadenados los demás ava supervivientes. Un hierro se cerró en torno a su pie. Oyó ruido de pisadas.

Por fin lo dejaron en paz.

No sabía si dormía y soñaba o si estaba despierto mirando cómo arrastraban a Tiacca por el lugar. Las manos de ella estaban atadas a la espalda. El cañón de una escopeta golpeó en sus corvas de manera que se le doblaron las rodillas. Alguien le tiró violentamente del pelo. La rodeaban tres, cuatro hombres. Diego había contado esas cosas, recordó Ruben mientras contemplaba el sufrimiento de ella desde el principio hasta el amargo final. Cuando los hombres se separaron de ella, cayó al suelo como la rama rota de un árbol.

El día transcurrió con una lentitud espantosa. Llevaron a los prisioneros más fuertes hasta el canal, donde se movían con tanta lentitud que constantemente recibían gritos y latigazos. Cuando no era allí, Ruben miraba a Tiacca, que seguía viviendo a pesar de todo, ya que de tanto en tanto se daba la vuelta. Ni le daban de beber ni la mataban. Era como si no existiera, simplemente; solo los buitres la tenían en cuenta y la rodeaban con precaución. Ruben esperaba en vano recobrar las fuerzas para levantarse y huir. Tampoco a él le daban de beber. Tenía la boca seca, su lengua había aumentado hasta el doble de su tamaño. Aquello podía aguantarse. Haría el tonto atrayendo de nuevo la atención sobre él. No ansiaba ahora nada más que la llegada de la noche.

Cuando el rápido crepúsculo se cernió sobre aquella tierra profanada, los trabajadores se tumbaron a dormir o se reunieron en torno a sus hogueras y lamparillas de petróleo. El olor de carne asada mitigaba el hedor de la sangre estancada. Durante el día nadie se había ocupado de los muertos; seguramente quemarían o enterrarían mañana lo que habían dejado los urubus. También a él y a Tiacca.

Uno de los otros estaba sentado sobre el tronco de espaldas a él. La llave, inmensa, le sobresalía por debajo de la camisa. Al parecer confiaban en que un ava no podía saber qué era tal cosa.

Lentamente, sin apartar la vista de él, Ruben se quitó el taparrabos de cordones. Su propósito le proporcionaba renovadas fuerzas. Retiró los fragmentos molestos de suciedad, tensó hasta el cordón más fino entre sus puños y se puso en pie.

Fue una acción rápida y silenciosa. Tendió el cadáver detrás del árbol y se quedó con la llave. Esta vez no repitió el error de querer liberar a los demás ava. Encontró una buena navaja en el bolsillo del pantalón del ambue’y; a continuación reptó pegado al suelo hasta donde se encontraba Tiacca. Rápidamente le puso la mano sobre la boca para que no gritara sin querer. Contaba con no sentir ya vida entre sus dedos, pero un débil aliento cosquilleó en su piel.

—Tranquila —le susurró al oído—. Soy yo, Aymaho.

Los labios de ella, abiertos y con costras sanguinolentas, se movieron.

—Tú… eres… Ruben. Eso… dijiste…

—Sí. Soy Ruben. Y te llevo a morir a la selva.

Volvió el rostro hacia él. Y levantó sus pesados párpados realizando un gran esfuerzo. En la penumbra, sus ojos volvieron a refulgir como los del jaguar.

—Perdóname… que fuera tan… tan… mala contigo —dijo en un susurro.

Cortó sus ataduras y la levantó en brazos. En su estado debilitado aquella acción requería de todas sus fuerzas, pero la muerte cercana la aligeraba.

Había tribus que daban sepultura de esa manera a todos sus muertos. Los yayasacu no lo hacían, pero conocía historias en las que había sucedido así. La forma en que Tiacca, la cazadora, entraría en la vida del más allá sería una nueva historia, eso en el caso de que él tuviera la oportunidad de contarla, cosa de la cual dudaba. Solo y herido era una presa demasiado fácil para la jungla. Haber abandonado el campamento de los otros ya era algo más de lo que podía haberse esperado de la vida en su situación.

Los dioses me han regalado con Amely la mejor parte de mi vida. Debería estar contento con eso.

Buscó una rama larga, la rompió y caminó a orillas del igarapé. Con la punta de la rama con hojas removió aquellas aguas salobres. La pequeña bandada de pirañas nadaban sobresaltadas de un lado para otro. A continuación arrojó la rama lejos y se sajó el brazo con el filo de la navaja. La sangre trazó unas estrías rojas en el agua.

Se arrodilló junto a Tiacca y pasó los brazos por debajo de su cuerpo ligero como una pluma.

—Que entres en el mundo del más allá, donde hay abundante caza y deslumbrantes flores para adornarte —dijo él depositándola en el agua.

Se sentó a alguna distancia y refrescó en el agua los pies cansados. Los peces estaban ocupados; no resultaban peligrosos ahora. Pero ¿qué ocurriría si se sumergiera por completo con su cuerpo lleno de sangre y con las heridas con costra en el hombro que le quemaba furiosamente como aquella otra en la cadera?

—¿Te alegrarías de verme así ahora, To’anga? —Echó la cabeza atrás—. ¿O te sentarías a mi lado para llorar juntos a nuestra tribu perdida?

Profiriendo un gemido se inclinó hacia delante para procurar alivio a su garganta reseca. Una fatiga inmensa se estaba apoderando de él; así que se tumbó allí mismo, sin preocuparse de si era o no muy arriesgado aquel lugar. Tal cosa le pareció ahora irrelevante.