6

El estampido del trueno fue como un tremendo disparo de cañón. Así solían comenzar las tormentas. Amely levantó la cabeza, que tenía apoyada en el pecho de Ruben. En un instante comenzó a diluviar de tal modo que el tejado temblaba. Ruben se quitó a Amely de encima y saltó de la hamaca. Apartó a un lado la cortina. Al cabo de un rato regresó a donde Amely.

—Se va a poner peor la cosa —dijo él. La violencia de la lluvia ahogaba sus palabras—. Los pecaríes están berreando como nunca.

En la claridad de luz del día que ofrecían los continuos relámpagos, los largos hilos de lluvia se estampaban sin cesar contra las hojas salientes de los tejados; eso mientras hubo tejados. Aquí y allá había cabañas enteras tambaleándose. La lluvia hacía temblar incluso la gran casa de las mujeres como si fueran puñetazos. Aquello no era una lluvia nocturna, era un diluvio negro. Las cabañas se inclinaban y se desmoronaban. Las hojas y las lianas parecían poseídas por demonios invisibles por la manera en la que danzaban y bailaban en remolinos. Fragmentos de corteza golpeaban en los brazos y las piernas; el viento azotaba desde todas las direcciones. Toda la gente se hallaba reunida en la plaza. Nadie se atrevía a permanecer cerca de las cabañas y de los árboles, que crujían amenazadoramente. En torno a las personas se oía el estampido de las ramas al caer. De pronto el árbol del jefe de la tribu pareció explotar. El chillido de cientos de gargantas retumbó en los oídos de Amely. Vio una llamarada en la copa del árbol que la lluvia apagó al instante. Las ramas caían entre el remolino de la hojarasca. Gritos, golpes, cuerpos ondulantes, la lluvia como pinchazos de agujas en la piel. A ella le pareció aquello un delirio desatado por sombríos demonios de la selva virgen.

Había un hombre que yacía bajo una rama del grosor de un muslo. Movía una mano en el aire. Amely dejó caer de los brazos lo que se había llevado a toda prisa de la cabaña en su huida, se abalanzó hacia él y agarró su mano.

—Amely, mujer de los otros —exclamó Rendapu—. Creo que Vantu me ha herido. Ve a buscar tu instrumento y toca encima de mí una canción para curar. Eso me ayudó tanto aquella otra vez.

—Pero no puedo —replicó ella, y como no le venían a la mente las palabras «porque mi instrumento se ha perdido», dijo—: La lluvia hace demasiado ruido.

Así era, en efecto; el susurro de Rendapu se perdía entre las fuerzas de la naturaleza. Sus labios se movían. Amely veía más que oía cómo él rogaba que le quitaran aquel peso de encima de su cuerpo. Ella no era capaz de tal cosa, solo podía seguir sosteniéndole la mano. ¿Por qué no ayudaba nadie? Pero ya tres, cuatro hombres le sacaban de encima aquel imponente tronco y no había pasado siquiera un instante. Alguien agarró a Amely de los hombros y la empujó en dirección a las mujeres que estaban apiñadas en torno a Yami. Todas cargaban con sus bebés o algunas pertenencias. Hagu, la mujer de Pytumby, estaba ovillada en el suelo con el rostro descompuesto y agarrándose el cuerpo en un estado de gestación muy avanzado. Pinda, el anciano chamán, yacía en la tierra, que la lluvia había transformado ya en un lodazal en el que se hundían los tobillos. Pinda apretaba contra su pecho la corona de plumas ya muy menguadas en número. Tiacca se agarraba la cabeza, que le sangraba; probablemente se había hecho la herida al caerle encima una rama. Nadie la atendía, pues todos andaban ocupados con entender siquiera lo que estaba sucediendo aquí y ahora. Amely se dirigió hacia Tiacca con paso vacilante. Nunca había logrado ganarse la amistad de la cazadora.

Un pecarí pasó corriendo delante de sus pies y casi la hace caer. Cayó derribado de un hachazo. También los otros pecarís cayeron bajo los hachazos sangrientos de los hombres enloquecidos como si los consideraran culpables de aquella tempestad. A la luz de los relámpagos, que se sucedían uno tras otro, el barro se fue tiñendo de estrías rojas. Los pecarís y los hombres rugían; las mujeres y los niños chillaban. El mundo estaba sumergido en la locura. Amely huyó. Resbaló en el lodazal, clavó los dedos en él y volvió a incorporarse.

—¡Quédate aquí!

Unas manos robustas la sujetaron y le hicieron darse la vuelta. Amely se quedó mirando fijamente el rostro ensangrentado de la cazadora. Ella quería soltarse, continuar corriendo. Una soberana bofetada le hizo recobrar la cordura.

—Nadie corre a la selva, ¿lo ves? —le aulló Tiacca en plena cara—. ¡Solo tú! Sigues siendo una otra estúpida, y lo seguirás siendo toda tu vida.

Amely se fue trotando tras ella de vuelta a la plaza de la aldea. Ruben se encaminó hacia ella con paso pesado y le dio un meneo, pero no salió de sus labios ninguna expresión de reproche. ¿Por preocupación? ¿Por agotamiento? También él llevaba un cuchillo sujeto en la mano con el que había descuartizado a los pecarís; la sangre le había salpicado hasta el cabello.

—¡Ve donde Yami! —le ordenó y la empujó sin vacilar hacia la mujer del jefe de la tribu, que estaba sentada en el suelo porque su imponente peso la derrumbaba; estaba completamente enlodada y ocupada con una gruesa bola de caucho en los dientes. En torno a ella había mujeres sentadas, abrazadas, agitándose las unas a las otras y llorando a moco tendido. Amely se sentó con ellas. Ella no lloraba. Estaba como anestesiada.

La lluvia persistía, aunque algo más débilmente. Por todas partes se formaban charcas y arroyos. Cesó el estrépito de la madera, porque los árboles débiles ya habían caído todos. Terrones enteros se deslizaban por las pendientes abajo. La existencia consistía solo en humedad, suciedad y hambre. Se había perdido todo lo que había habido en las plantaciones, destruidas ahora. Los cazadores llevaban pocas piezas; parecía que el temporal hubiera acabado con todos los animales. Amely se preguntaba en vano cuántos días llevaban sucediéndose así; la lluvia remojaba también cualquier sentido del tiempo. No obstante, llegó también el día en que la lluvia cesó. El sol regaló nuevas fuerzas. Amely, que como todas las mujeres, niños y ancianos, vivía en la casa grande, la única que se había mantenido en pie, se dirigió con andar de pato entre el barro a la cabaña de Ruben. Él, como todos los hombres forzudos, había buscado refugio bajo árboles robustos. O habían acampado al aire libre también.

El tejado era tan solo un conjunto de hojas de palmera sueltas. Las paredes, un armazón de entramado; la lluvia se había llevado el barro. Las pertenencias de los dos se hallaban dispersas y cubiertas de lodo. Se puso de rodillas a escarbar con los dedos, extrajo de la tierra su violín, ya completamente inservible, y algunos jirones ilegibles de sus cartas. En cambio, los ornamentos corporales de Ruben podían lavarse; los reunió en un cuenco. Su propio ornamento no lo había perdido, pues las flores de las mujeres eran de todas formas efímeras. Pero ¿dónde estaba su Morpho menelaus? ¡Ese cristal pesado no podía haber sido arrastrado! Removió el suelo de la cabaña, pero lo único que encontró fue el pequeño tucán de madera que Ruben le había tallado y pintado. Las pinturas habían desaparecido, el animalito parecía desprovisto de vida; Amely lo colocó en el cuenco, recogió algunos recipientes más que habían quedado intactos y fue a levantarse; entonces se sintió débil y se desplomó sobre sus nalgas.

Lloró. No por sus objetos perdidos. Ni siquiera por la desgracia que se había cernido sobre la aldea, hecho por el que había derramado ya abundantes lágrimas. No olvidaría jamás la imagen de Tate’myi, la que sabía fabricar los collares de flores más hermosos, ahogando en el barro a su bebé recién nacido. Lo hizo con toda tranquilidad, y las mujeres que presenciaron aquello no se escandalizaron. No puede sacarlo adelante, le había explicado Yami con esa misma tranquilidad; sin embargo, su rostro había quedado petrificado igual que el de todas las demás. Solo Amely lloró en silencio.

Igual que ahora. ¡Ay! ¿Por qué? Solo paulatinamente se le fue revelando la razón. Esta cabaña no fue nada más que un castillo en el aire, pensó. ¿Cómo habría podido olvidar si no por completo mi pasado? ¿Mis orígenes? ¿Eso que me separa para siempre de Ruben?

No, ella no era Kuñaqaray sai’ya, la mujer del oro en la boca, la amada de un indio libre. Ella seguía siendo Amely Wittstock, la esposa de Kilian.

Abrazó sus rodillas y se hizo lo más pequeña posible. Había sido un sueño. Y los sueños suelen tener un final.

Sintió frío por primera vez desde que había llegado al Nuevo Mundo.

El sol convirtió el barro en piedra. Allí no se podía vivir por el momento. Las mujeres contaban que cada cierto tiempo tenían que abandonar una aldea. No solo las tempestades obligaban a los yayasacu a tal hábito, sino también los suelos agotados de sus plantaciones. Y cada cierto tiempo prendían fuego a las cabañas, incluso si estaban indemnes, pues en algún momento no podía controlarse a los parásitos golpeando contra los postes de apoyo. Amely ayudó a prender fuego a los restos que entretanto se habían secado ya. Los hombres, en cambio, se agruparon en la plaza alrededor de la pira envuelta en llamas. Con sus gritos y sus alaridos acompañaron a Rendapu a aquel lugar de los espíritus que ellos creían que era el más allá. Amely se sorprendió de ver sus rostros anegados en lágrimas. Las mujeres se dejaron contagiar; y así la aldea se llenó de llantos y quejidos.

Los seis hombres regresaron a la plaza tambaleándose y se pusieron de rodillas. Todos llevaban rastros del éxtasis de epena bajo sus fosas nasales. Las mujeres se apresuraron a alcanzarles las calabazas; y los hombres se rociaron el agua por encima de la cabeza y en el rostro. La pintura roja del ritual corría en estrías por sus cuerpos. Amely había contado siete hombres que partieron a la Cueva de los Muertos. ¿Dónde estaba Pinda? Ruben se llegó hasta ella arrastrando los pies en el barro. Como ocurría a menudo él había leído ya los pensamientos de ella.

—Pinda se ha marchado para morir en la jungla —dijo lentamente—. Quiere aplacar a los demonios de la selva.

—¡Pero eso es un disparate! —dijo mirándole consternada en las pupilas dilatadas. Lo más incomprensible de todo para ella seguía siendo la religión de los yayasacu—. Vamos, id a por él y traedlo aquí.

—Ya ha muerto. Saltó desde la Roca Roja.

Le brotaron las lágrimas. De entre los chamanes, él había sido el único que siguió el ejemplo de Rendapu y salió a su encuentro el primer día que llegó, sin temor. Los demás la habían contemplado con resquemor hasta el último momento. Y nada menos que esos dos hombres estaban ahora muertos. Sanbiccá, la mujer de Pinda, se retorcía en la suciedad llorando desconsoladamente. Otras mujeres se dirigieron hacia ella y la condujeron al círculo de Yami, donde acabaron extinguiéndose sus lamentos.

Los hombres que habían estado en la cueva se debatían de rodillas. Tuvieron que sostenerse mutuamente cuando se colocaron uno al lado del otro teniendo al primer chamán en el centro del círculo. Oa’poja mostró su rango afirmando los pies con fuerza en la tierra, estirándose y dejando vagar su mirada por encima de su apenada gente. En algún momento le había contado Ruben que Oa’poja ocuparía el puesto de jefe de la tribu si a este le llegaba a ocurrir algo, pero únicamente hasta que nombrara a otro. No siempre era el hijo, y menos ahora que Rendapu solo había tenido una hija. Las mujeres cacique solo existían en las leyendas.

—Los espíritus me han hablado —exclamó Oa’poja con voz potente que atrajo la atención de todo el mundo—. Vamos a ir al sur, allí donde hay tierra negra fértil. Aquel cuyo padre murió con luna llena, ese es el hijo de un Dios y debe ser cacique. —Dirigió la mirada a Ruben—. Tu padre murió con luna llena. Y no solo esto: un jaguar lo mató durante la caza.

Amely se inflamó de orgullo, pero este sentimiento dio paso inmediatamente a un pensamiento bien diferente: si él se convertía en el jefe de la tribu seguiría siendo únicamente y para siempre Aymaho.

Ruben se mostró sorprendido. Se salió de la línea de los hombres y se dirigió a ellos.

—Yo…

Un grito estridente de rabia lo interrumpió. Era Sanbiccá, que corría hecha una furia atravesando la plaza para interponerse entre él y los hombres.

—¡Tú, no! —La anciana se golpeaba las mejillas, que se había desgarrado hasta hacerse sangre—. Recuerdo todavía como fue aquello cuando nos trajiste la calamidad. ¡Yo no te habría adoptado en lugar de a mi hijo muerto!

Amely estaba segura de que alguno se saldría de la hilera y le pegaría con fuerza en la cara. Tal vez incluso Ruben. Sin embargo todos permanecieron callados.

—Los dioses te han tolerado todos estos años, pero no quisieron que fueras cacique. Moriremos todos. —Abrió la boca por completo como si fuera a reventar de rabia, y se calló.

Por lo general las mujeres no se cohibían a la hora de discutir con los hombres, lo cual podía degenerar en un rifirrafe ensordecedor. Pero en este asunto, el chamán superior había tomado una decisión. Sanbiccá se encogió de hombros. Finalmente un hombre la empujó de allí para que se marchara.

—¡Tiene razón! —Ahora era Tiacca la que se acercó a Ruben—. Siempre estás trayendo confusión. Igual que cuando confundiste a To’anga, que murió solo por esa razón. Luego esa mujer de ahí. —Movió la cabeza con un gesto de desprecio en dirección a Amely—. A mi padre le prometiste traer el cráneo del jefe de la tribu de los otros. En su lugar la trajiste a ella. Nos aturdiste con una magia y lo acabamos tolerando. Desde entonces no se ha vuelto a hablar de mantener a los ambue’y alejados de nosotros. ¿Y por qué? —Volvió a repetir la pregunta pero ahora vociferando—: ¿Por qué?

Le temblaban las extremidades de lo agitada que estaba. Amely podía oírla respirar. Todo se había quedado en silencio; ni siquiera los niños rechistaban. Los hombres que rodeaban a Oa’poja tenían los ojos abiertos como platos.

—Yo sé la respuesta. Ella te ha recordado quién eres en realidad. Nunca nadie se atrevió a pronunciarlo, pero yo lo hago ahora: eres uno de los otros. —Tiacca avanzó dos pasos con rapidez hasta él y le escupió en la cara—. A ti no te habría elegido mi padre jamás.

Yami profirió un alarido que sonó como el de un pecarí furioso. Encendida por la cólera se dirigió a Tiacca.

—¡Tu irresolución es una vergüenza! —Sin vacilar le estampó a su hija una bofetada tal que esta cayó de rodillas—. Al principio no querías a Aymaho, luego sí, luego otra vez no, y apenas tuvo él una mujer, volviste a quererlo para ti. Pero tus calumnias no te servirán de ayuda. Y tú lo sabes también, por eso te corroe la rabia. ¡Ojalá te hubiera matado el árbol que te cayó encima!

Tiacca se sentó sobre sus pies, se estiró del pelo y se puso a bramar y a proferir alaridos como un animal herido. Amely, que se encontraba entre las mujeres en el margen de la plaza, sintió el deseo de irse corriendo a la cabaña de Ruben, pero esta ya no existía. Así que no le quedó otro remedio que permanecer allí inmóvil y esperando que nadie la involucrara en ese espectáculo degradante.

Sin embargo, la cazadora no le hizo ese favor. Se puso rápidamente en pie y se precipitó allí donde se encontraba Amely.

Amely estaba segura de que se le iba a echar al cuello. Levantó las manos en alto. Tiacca se detuvo ante ella a una mínima distancia. La mujer bamboleaba los brazos con impaciencia, como si solo pudiera reprimir con mucho esfuerzo sus tremendas ansias de estrangularla.

—Tu presencia aquí irrita a todos los dioses y a todos los espíritus —exclamó Tiacca—. ¡Tú nos has traído la calamidad!

Esto es lo que dijo también Kilian en aquel entonces, pero no me gusta hacer de chivo expiatorio. Antes de que este pensamiento fuera formulado le sacudió a Tiacca en toda la boca. ¡Aquello le hizo bien! ¡Oh, sí, le sentó muy bien! De todas formas la cazadora la atacaría ahora y esa lucha solo podía ganarla ella.

Sin embargo, Tiacca retrocedió cuando Ruben se le acercó con un paso más o menos seguro. Se situó delante de Oa’poja.

—Antes de que las mujeres me interrumpieran, iba a decirte que no iba a ser yo el cacique. Tiacca está diciendo la verdad. Yo soy un yayasacu como vosotros, pero también soy un ambue’y. Eso lo habéis sabido siempre y me lo habéis hecho sentir. ¿Estás seguro, chamán, que tu decisión se debe a los espíritus? ¿O quizá no surge del hecho de entender que estas gentes desdichadas necesitan el liderazgo del cazador más fuerte? Pero ya ves la agitación que ha provocado nada más anunciarlo tú. Yo no soy el adecuado.

Sus dedos encerraron los colgantes de oro.

—Cuando llegué a esta tribu tuve que luchar para que nadie me quitara mis amuletos. Y así ha seguido siendo: continuamente he luchado por ser un yayasacu. La lucha por ser también vuestro jefe me agotaría, a mí y a estas gentes.

Pero ese no era el único motivo. Las palabras de Tiacca le habían afectado visiblemente. Estaba de pie, erguido e inmóvil, como si la verdad le hubiera sacado la epena de las venas.

Oa’poja carraspeó.

—Honremos a Rendapu aunque no sea una ceremonia funeraria como es debido.

Entretanto, las mujeres habían colocado todas las cosas comestibles sobre trozos de corteza. Algunos hombres golpearon con varas el árbol del jefe de la tribu. El sonido sombrío de las cañas de bambú retumbaba en las extremidades de todos. Los chamanes se reunieron, comenzaron a cantar y a danzar. Acto seguido se les unieron los hombres. Solo Ruben permanecía inmóvil.

—Yo quería tener a Aymaho —dijo Tiacca en un tono sombrío—. Entonces llegaste tú.

Él puso una mano sobre el hombro de Amely.

—Me llamo Ruben.

Se oía un ruido en los matorrales. Atemorizadas, las mujeres se dieron la vuelta para mirar, agachadas por las cargas que llevaban sobre los hombros y las espaldas. Había un desasosiego general en la jungla.

—Son las hormigas —dijo Tiacca—. Están buscando un lugar nuevo, igual que nosotros. Y dan miedo. Hasta los pecarís huyen ante una columna de hormigas.

Amely se preguntó si la explicación iba por ella. Tiacca iba tan solo a unos pocos pasos de distancia por delante. En calidad de cazadora no llevaba encima nada más que sus armas, igual que la mayoría de los hombres. Algunos cargaban a sus espaldas a aquellos que eran demasiado viejos y débiles para caminar. Quienes no tenían que cargar con nada eran los niños, y por esta razón no cargaron nada sobre las espaldas de Amely. Le resultaba penoso no llevar en el brazo más que el estuche del violín, que albergaba los ornamentos corporales de Ruben, algunos cuencos bonitos, los restos ilegibles de sus cartas y el revólver. Pero no quisieron confiarle para nada los tarros ni los talegos, por no hablar de las canoas livianas.

Más allá iba caminando Yami con paso más bien torpe; sus brazos oscilaban como trillos. A cada paso suspiraba suavemente. Y cuando pasaban junto a un árbol caído aprovechaba la ocasión para sentarse encima y masajearse los pies, que eran demasiado pequeños para tanto cuerpo. Tenían que pasar con frecuencia al lado de árboles caídos y abrirse camino por entre las raíces. Aún más penosas resultaban las charcas nuevas de agua que tenían que pasar a veces, llegándoles el agua hasta las caderas. Una y otra vez se ponía a llover de repente. Era difícil respirar aquel aire húmedo. Amely volvió a pensar de la selva lo que pensaba en los primeros tiempos, después de dejar Manaos: un monstruo vaporoso, febril, con miles de brazos y garras. Descansaban a orillas de las corrientes de agua alimentadas por cascadas que caían por entre paredes de piedra completamente cubiertas de vegetación. Bandadas de guacamayos rojos y azules destellaban entre el verde de helechos descomunales. En las grietas de los grandes árboles del caucho crecían orquídeas blancas, violetas y rojas. Los delicados tentáculos de la drósera atraían a los insectos. Orugas de alegres colores y peludas como colas de ardilla le caían a Amely a los pies. No podía honrar tanta belleza. Ella era parte de la selva virgen, que ahora le exigía únicamente la supervivencia. Tampoco estaba desvalida; arrancaba hojas carnosas como todos los demás, hurgaba en las cortezas en busca de larvas, reunía nueces del Brasil y los frutos del pitomba sin amilanarse ante los mosquitos ni ante las espinas. Los hombres capturaban alguna que otra pieza: Pytumby llevó un perezoso con el brazo extendido.

¿No he visto yo ya alguna vez algo así, en algún momento subida en mi barco?, reflexionaba Amely mientras molía entre las piedras unos frijoles tostados de sus viejas provisiones. ¿Y por qué me acuerdo de esto ahora?

Jopara, una de las hijas de Ku’asa se llegó hasta ella y le ofreció con aire de orgullo un manojo de cresas. Dándole las gracias, Amely se metió en la boca aquella masa grasienta. ¿Cómo había podido olvidarse de todo lo que había sucedido en su anterior vida? No, olvidado, no, sino apartado como un objeto detestado que no se quiere mirar ni siquiera de reojo. Su mirada recayó en sus manos. En algún momento había perdido su anillo de boda y no le había llamado la atención ese detalle.

¿Cuánto tiempo hacía que había escuchado por última vez esa voz en su interior que le decía que existía algo diferente, algo más real que ese mundo de ahí? Ella la escuchaba cuando se pasaba la mano por el camisón, cuando rozaba con el dedo los bordados o cuando se enrollaba en los dedos los cordones del escote. Pero a medida que iba descomponiéndose esa reliquia de seda de su antigua vida, le fueron sonando cada vez más débiles los nombres de las personas a las que tenía aprecio. Maria, Miguel, Bärbel, el señor Oliveira, su padre… Le resultaba difícil convocar sus rostros ante el ojo interior. Era como si su vida real se hubiera quedado enganchada de una rama cuando ella penetró en la jungla.

Se inclinó profundamente sobre su labor y no alcanzó a ver cómo Jopara corría con algunos otros niños hacia el perezoso, y volvía a reír y a bromear como antes.

Mi vida en Manaos fue demasiado mala, mi vida con los yayasacu, demasiado bonita. ¿Dónde está la vida verdadera?

Ella dormía como un ava: con el sueño ligero y con todos los sentidos rápidamente vigilantes. Así fue como notó que Ruben la agarraba del brazo. Se puso a escuchar con atención cómo él se levantaba por detrás de ella haciendo crujir la vegetación bajo las plantas de sus pies. En la hoguera consumida encendió una tea y se marchó del campamento. Andaba cojeando como si estuviera herido. Kuasa, Pytumby y otros hombres se le unieron. Amely se incorporó. Los hombres se reunieron en un claro. Un fuego llameaba entre ellos. De un momento a otro se pondrían a danzar, a cantar, a tocar los tambores, a comenzar cualquier ritual para los espíritus. Pero no. Se acuclillaron alrededor del fuego y hablaban en voz baja. No podía entenderse nada de lo que decían. Había otras mujeres que también estaban despiertas. Ninguna se atrevió a acercarse a aquel círculo de hombres. Amely se puso de rodillas y se fue arrastrando por la penumbra. Soy como una niña para ellos, no me desgarrarán por los aires.

Tenía que ir muy lentamente. Los hombres se volvían a mirar a cada crujido o susurro que escuchaban. El rostro de Oa’poja era el único que brillaba con una pintura roja fresca cuando giró la cabeza. Por un instante, Amely creyó que la estaba mirando a los ojos, pero entonces se volvió hacia los cuarenta o cincuenta cazadores reunidos.

—Son ya varias las veces que hemos tenido que cambiar nuestra morada después de tempestades, de malas cosechas o porque nos amenazaban los animales y otras tribus. Me he entregado al mundo de los espíritus del pasado y me he acordado de las historias de mi abuelo en las que nuestra tribu vivía en un lugar con la tierra más fértil que la nuestra. Es la tierra negra de nuestros antepasados. Emigraron de ella por el mismo motivo, una tempestad imponente les obligó a tal cosa. Quizá va siendo ya el momento de regresar allí.

—¿Y si ya no hay tierra negra allí? —preguntó Myenpu, el tallador de máscaras. A él le estaba resultando especialmente dura la travesía, porque las pirañas le habían arrancado medio pie al cometer una imprudencia cuando era un jovencito—. Busquemos un buen lugar cerca.

—Encontrarlo quizá nos lleve mucho tiempo, pero allí sabemos lo que nos espera.

—Háblanos de esa selva —le exigió otro.

—El Oue queda más allá del río Blanco. Estaba lleno de caza, y las cresas en los árboles eran increíblemente numerosas. El jugo del caucho manaba de los árboles. Nuestra tribu era fértil como nunca.

—¿Y estás seguro de que el espíritu de tu abuelo no te está engañando con eso? —dejó caer Pytumby. Los hombres se echaron a reír, incluso el chamán.

—El viaje es agotador —volvió Myenpu a la carga—. ¿Y cómo vamos a desplazarnos por el río? No tenemos tantas canoas.

—Nos quedaremos en la orilla todo el tiempo que necesitemos hasta haber construido suficientes canoas para todos.

—No lo conseguiremos antes del comienzo de la siguiente época de lluvias.

—Seremos rápidos.

Ruben se dirigió a los chamanes:

—¿Cuántos días se tarda en llegar hasta allí?

Oa’poja estuvo oscilando la cabeza un buen rato.

—Treinta tal vez. Quizá cuarenta.

Algunos fruncieron forzadamente la frente. No eran cosas familiares el futuro ni los números.

Oue… ¿Dónde había escuchado ella ese nombre? Amely se puso a cavilar; la respuesta la tenía muy cerquita, ante sus ojos.

Casi se echa a gritar cuando una mano le agarró la garganta. Se giró de rodillas y dirigió la mirada a los ojos fulgentes de la cazadora.

—Pero ¿cómo se te ocurre espiar? —dijo Tiacca entre dientes—. ¡Estás ahuyentando a los espíritus!

—Déjame.

—¡No, ahora mismo regresas al campamento conmigo! Si… —Los ojos de Tiacca se dilataron; se apartó. Unos pasos pesados caminaban a través de helechos y hierbas. Soltó a Amely y dio un habilidoso salto hacia atrás. Amely sintió que la agarraban del brazo sin miramientos y tiraban de ella de los pies.

Pytumby la estaba mirando con una sonrisa burlona.

—Tenías que ser tú, por supuesto. Me parece asombroso que Aymaho no te haya colgado todavía de los pies. Yo lo haría en cualquier caso lo más tarde ahora. —Y exclamó por encima del hombro con tal potencia que tuvo que despertar por fuerza a todo el campamento—: ¡Es la mujer del oro en la boca!

—Tráela aquí —fue la réplica de Oa’poja.

Amely iba caminando dando traspiés por detrás de Pytumby. Ruben agitaba la cabeza gacha, cosa que hizo que le subieran los colores al rostro de ella; pero cuando él la miró a los ojos, había también orgullo en su porte. Pytumby la conducía ante todos como a una pieza cobrada: tiraba en alto de su brazo de modo que ella tenía que caminar sobre las puntas de los dedos a pesar de que él, como todos los ava, no era más alto que ella.

—¡Kuñaqaray sai’ya! —El chamán inclinó la cabeza y levantó la vista hacia ella—. ¿Qué tienes que decirnos?

Nada, solo sentí curiosidad, quiso replicar Amely. Entonces fue cuando se le pasó por la mente que Kilian había mencionado la selva de Oue, aquel bosque del norte que iba a servir de sustituto del bosque quemado de Kyhyje. ¿O había sido Felipe da Silva? ¡Cómo resonaba ese nombre ahora en su mente! Y con tanta extrañeza. Se apresuró a dejar a un lado ese recuerdo.

—Los ambue’y están en esa selva a la que queréis ir. Allí recogen el caucho. Y cuando quieren el caucho, lo mejor es no cruzarse en su camino.

Un murmullo de agitación se elevó entre los reunidos.

—Regresemos —exclamó alguien—. La jungla es gigantesca, encontraremos sitios por todas partes en donde poder vivir.

—Nuestra tribu es pequeña; no necesitamos demasiado espacio.

Los demás secundaron con ahínco esta propuesta. Cuando se hizo el silencio, se levantó Ruben.

—Nuestra tribu no debe acercarse a ellos de ninguna de las maneras. Nos matarían a todos nosotros y secuestrarían a nuestras mujeres. Kuñaqaray sai’ya está diciendo la verdad, su avidez de caucho es infinitamente grande.

—¿Qué, por el gran Tupán, quieren hacer con él? ¿Hacer impermeables las cerbatanas?

Ruben hizo un gesto de enojo con la mano cortándole la palabra a Pytumby.

—Si queremos sentirnos completamente a salvo, tendríamos que encontrar un lugar en el que no crezca ningún árbol que llora por los alrededores. Pero esto es imposible. Así pues, ¿qué va a ser de nosotros en el futuro?

—Este es el mundo de los espíritus —murmuró Oa’poja, y todos asintieron con la cabeza.

—¿Vamos a apartarnos siempre de su camino, una y otra vez, hasta que un buen día ya no haya un sitio al que podamos ir los ava? Una vez me enviasteis al mundo de los espíritus de la mañana, y solo gracias a eso nos enteramos del peligro que corríamos. Tenemos que ser igual de valientes otra vez.

—¿Qué quieres hacer entonces? —preguntó Amely con el corazón en un puño. Cien ojos se concentraron en ella, en parte con gesto despectivo, en parte con curiosidad.

Con gesto meditabundo se frotó una oreja adornada con agujas de hueso.

—Eso lo sabré tal vez cuando esté allí. Pero tengo que ir allí, tengo que ver qué hacen.

—Estás loco —le interrumpió en el acto uno de los hombres.

—Como siempre —corroboró Pytumby, que seguía sujetando fuertemente a Amely—. Pero yo también voy.

—Y yo lo mismo. —Ku’asa se puso en pie.

Otros hombres se levantaron y Amely llegó a contar hasta doce.

Entonces Oa’poja se apresuró a levantar su brazo.

—No podemos privarnos de más. Traed epena, convocad con vuestras varas a los dioses y espíritus para que os asistan. Partiréis mañana. Llevaos con vosotros a esta mujer.

Amely se quedó mirando horrorizada a Ruben. ¿No sabía en verdad lo que les aguardaba en aquella selva? No, no podía saberlo. Tal vez ni se acordaba de lo que era un ferrocarril.