Se había convertido en una mujer. No sucedió cuando alcanzó la mayoría de edad con veintiún años. Ni cuando se casó con Kilian. Tampoco cuando metió la mano en el talego de las hormigas. Sino ahora. Y ella estaba contenta como una niña con su redescubrimiento. Yacían los dos pegados uno al costado del otro sobre la esterilla, en la cabaña; ella acariciaba el brazo de él explorando cada músculo, cada pelillo de su vello que se erizaba al tocarlo, sentía ansias de estampar los labios en el pecho de él; de lamer la gotita de sudor que brillaba en el hoyuelo de su clavícula; de aspirar profundamente su aroma; de cerrar los ojos y soñar con él para luego levantar lentamente los párpados y ver que era él quien estaba allí de verdad, de verdad de la buena. Ruben le dirigió una mirada por el rabillo del ojo que delataba que él albergaba pensamientos similares a los de ella…, no cuando metí la mano en el talego; no cuando abatí al primer animal en una caza; no cuando fui a Manaos. Sino ahora.
Se había suavizado el rasgo de dureza que siempre llevaba él en los ojos. Con toda seguridad él estaba pensando como ella en el acto mientras él agarraba el tarro de barro que acababa de pedirle a Yami.
—Te conozco desde aquel viaje a Europa —dijo él—. Me tiraste la comida encima.
Tuvo que reflexionar unos instantes sobre sus palabras.
—¿Te refieres a… aquel entonces? El caso de la salsera, así lo llamaba mi padre. Siempre me he preguntado si te acordarías de mí.
La mano de él reposaba en la tapa.
—Cuanto más atrás quedan los recuerdos, más escasos se vuelven. Quizá no sabes ya cómo pudiste estar presente de pequeño cuando un gorila mató a golpes a un ser humano, pero te acuerdas de haber comido posteriormente del cráneo del gorila abatido. No es muy probable que dos personas se acuerden del mismo suceso si no es muy importante y queda muy atrás en el tiempo. Creemos que estarán unidas para siempre si ese es el caso.
—Hablas como si hubieras sabido que me acordaría.
—No. —Él sonrió—. No lo sabía.
Él levantó la tapa y se la alcanzó. Ella aspiró profundamente el aroma de la miel. Apenas había otra cosa más codiciada entre los yayasacu, y este regalo superaba a todas las joyas que ella había acumulado en su antigua vida. Y como la miel era tan valiosa no retiraban las abejas, ni las crisálidas, ni el polen ni el panal que había dentro. Ruben extrajo un puñado del tarro. Con rapidez se inclinó Amely sobre su mano y lamió aquella exquisitez evitando con todo cuidado las abejas muertas. Ruben no tenía tantos reparos y se las comía también con deleite. La miel goteaba por su barbilla. Ella se la lamió. Se metió en la boca uno tras otro los dedos de él, y entre sus piernas sintió palpitar como si tuviera un tamborcillo. Otra vez no, tú, insaciable. Sonrió mostrando los dientes pensando en lo ruidosos que habían sido, al aire libre, solo a unos pocos pasos de los yayasacu que trabajaban en sus parcelas. ¡A lo mejor no solo les habían oído, sino también visto! ¡Vaya desliz!
—¿Por qué el trabajo en el huerto es en realidad una actividad de hombres? —preguntó ella lamiéndole los labios empapados de miel.
—Los espíritus que habitan en las herramientas destinadas al huerto son tímidos. Echan maldiciones cuando una mujer toca una herramienta. Entonces se produce una mala cosecha y hay que pedir de comer a otras familias.
Ella se quedó quieta. Eso no era ya solamente extraño, era, además, grotesco. Se echó a reír con una carcajada ruidosa. Agarrándose el abdomen se puso a dar vueltas sobre el suelo. Ruben se arrojó encima de ella. También él se reía, pero parecía no saber muy bien por qué. Ella lo abrazó y los dos se pusieron a rodar por el suelo hasta casi caer en las llamas de la fogata. Sucios y pegajosos como estaban se sentaron y se ayudaron mutuamente a limpiarse con esponjas empapadas de agua. Amely no se avergonzaba ya de que Ruben le tocara en los muslos, a pesar de que seguía pareciéndole una osadía; aunque él lo hacía únicamente para retirarle con la esponja algunas gotas de miel sueltas, ella temblaba llena de ansias y se estremecía del gusto. Le pareció una maravilla que un contacto entre un hombre y una mujer pudiera ser de ese modo, como el esclarecimiento de un misterio que había permanecido oculto hasta entonces por la razón que fuese. Quería llorar de lo feliz que era. Pero también estaba confusa. Es el hijo de tu marido. Ya volvía a asaltarla el pensamiento que le había estado acechando toda la noche —no, desde que estaba allí— desde un oscuro rincón de su mente: No puede ser.
—¡Vete de aquí, pensamiento inoportuno! —susurró ella.
—¿Qué has dicho?
—¡Ay, nada! Creo que estoy cansada. —Se tendió encima de la esterilla y contrajo las rodillas. Ruben se sentó a su lado cruzando las piernas y agarró el marco de tejer. Se lo quedó mirando fijamente, se puso a jugar con los hilos completamente ensimismado. Tal vez pensaba él también en esa nota discordante en la existencia de ambos.
En el sueño vio a Maria la Negra en la cocina removiendo furiosamente en una olla. La grasa por debajo de sus brazos se balanceaba de una manera tan viva como en Yami. Sus ojos de pasa de corinto refulgían. Amely sabía muy bien por qué la cocinera se había acalorado de aquel modo. Ella estaba ante la cocinera con la cabeza gacha como una criada castigada que espera la reprimenda. Pero Maria no hacía otra cosa que tratar violentamente su feijoada con la cuchara de palo…
Amely abrió los ojos. Había un ruido que no cesaba. Se trataba de un jabiru, captó ella. Salió de la tienda en silencio bostezando y se puso a buscar con la mirada a esa ave blanca parecida a una cigüeña y con el cuello negro. Una niña pequeña se le acercó corriendo y echó la cabeza atrás buscando aquello que tanto interesaba a Amely.
—Ara’y —exclamó señalando al cielo—. Ara’y, ara’y!
—Nubes —dijo Amely.
Contenta a ojos vista con la capacidad de aprendizaje de los ambue’y dio unas palmadas con las manos y se retiró. Como era habitual, los niños alborotaban entre las cabañas. Algunas veces corrían incluso hasta la selva y no regresaban hasta la mañana siguiente, y eso hasta los más pequeños. Nadie se preocupaba de tal cosa. Las mujeres estaban sentadas trabajando en los fuegos para hacer la comida; sin embargo, hacían menos ruido que otros días. Amely regresó a la cabaña a buscar alguna de las plantas jabonosas que Ruben guardaba en sus recipientes de despensa. Quería lavarse a fondo en la poza del manantial. Tal vez estaría sola con un poco de suerte. Después quería hacer compañía a las mujeres, intentar avanzar en su idioma y preguntar si le daban alguna cosa para hacer. Ojalá que no fuera nada peor que pelar batatas.
Su marco de tejer estaba apoyado en la pared; estaba vacío. Al lado de su esterilla había una falda. ¡Una falda! Ruben había terminado su labor con toda seriedad mientras ella dormía, y eso a pesar de que se trataba de un trabajo de mujeres. Probablemente consideró una audacia extrema confundir a los espíritus de esa manera, pensó ella con aire divertido. No sabía muy bien qué debía hacer ahora. Finalmente se sacó los jirones de su camisón y se ajustó la falda por las caderas. Aquel tejido fibroso resultaba muy agradable al tacto a pesar de ser muy rígido. Pero ¿con qué iba a cubrir su torso? ¿Se esperaba Ruben que ella anduviera por allí con los pechos desnudos? Al fin y al cabo, entre los yayasacu era al revés, para ellos no era la desnudez lo vergonzoso, sino la vestimenta. Amely revolvió entre las cosas buscando un cuchillo y cortó una tira ancha del camisón que se arrolló en torno al pecho. Para los usos de allí tenía una pinta bastante aceptable. Cuando volvió a salir al aire libre le salió Ruben a su encuentro.
La contempló de arriba abajo con aire de satisfacción, pero acto seguido su semblante se volvió serio.
—El cacique está enfermo. Se le ha metido Vantu en las tripas. No hay canción para curar que sea capaz de sacar al espíritu de ahí dentro; por eso Rendapu quiere que vayas a verle.
—Pero ¿qué se piensa que puedo hacer yo? —exclamó nerviosa—. No soy ninguna enfermera.
Él frunció la frente por esa palabra extraña.
—Ve a buscar tu instrumento. Tienes que tocar por encima de él.
—¡Ah, santo cielo bendito! —murmuró ella apresurándose en la cabaña para coger el violín.
Si el jefe de la tribu lo quería así, pues adelante; ella solo esperaba que no se la hiciera responsable si no producía ningún efecto en él. Corrió detrás de Ruben en dirección al árbol del jefe de la tribu. A los pies de los escalones de la entrada estaba Tiacca como una guardiana tallada en madera. En calidad de hija de Rendapu le correspondía seguramente el papel de desconfiada. Amely esperó que Ruben renegara o profiriera algún grito; sin embargo, los dos mantuvieron un silencio tenaz. Finalmente, Tiacca se hizo a un lado para dejarlos pasar.
Amely tuvo que sujetarse al tronco para superar las ramas flojas que se habían colocado perforando el tronco y que servían de escalones. El suelo de lianas entretejidas era elástico bajo sus pies como una lona tensada. Algunos pañuelos de colores ondeaban en la cabaña construida con ramas y hojas de palmera. Le llegó un humo de tabaco. Rendapu yacía sobre una esterilla rodeado de chamanes que fumaban y cantaban. Tenía las manos agarrándose compulsivamente un costado del abdomen. Se retorcía y se quejaba de dolor. A un gesto de Ruben ella se dirigió hasta él con paso inseguro. Los chamanes no parecían muy contentos con su presencia; tan solo Pinda puso al descubierto sus dientes amarillos, que sujetaban la pipa, y le dirigió una sonrisa.
—Iporá —dijo Rendapu haciendo señas: ¡Está bien!—. Che rayqyme. —Amely supo interpretar también esta expresión: Estoy enfermo. No entendió el resto de sus amables palabras.
—¿Qué debo hacer? —preguntó a Ruben.
—Simplemente, toca.
Se arrodilló al lado del cacique y se puso a tocar sin darle más vueltas. El instrumento había sufrido en ese clima permanentemente húmedo, y las notas que salían de él le hacían daño en los oídos. Aquellos hombres, que no conocían nada más que la música ruidosa de los tambores, flautas y de las gigantescas cañas de bambú, pusieron cara de asombro. Con aquellas miradas Amely no lograba concentrarse en su interpretación; apenas era consciente de lo que estaba tocando, pero al jefe de la tribu le gustaba. Sus manos se aflojaron, todo su cuerpo se distendió.
A ella no le había llamado la atención hasta ese momento lo gris y enmarañado de su pelo. Pese a las arrugas marcadas su rostro tenía algo de infantil. Al sonreír aparecían dos hoyuelos profundos en sus mejillas.
Cuando bajó el violín creyó por un momento que se había quedado dormido, pero él agarró su mano y la frotó. Su voz sonó asombrosamente potente.
—Sus dolores se han suavizado —le dijo Ruben traduciendo sus palabras—. El espíritu que cura está dentro de él.
—Bien, bueno… me alegro de que se encuentre mejor. —Amely replicó a su sonrisa con un gesto un tanto torcido. Probablemente se trataba de un cólico hepático y su música no impediría que volviera a afectarle.
—Dice que todavía no tienes nombre.
—Me llamo Amely, ¿no lo sabe?
—Pero ese era tu nombre de niña. Ahora eres una persona adulta. Dice que te llamas Kuñaqaray sai’ya, la mujer con el oro en la boca.
—¡Oh! Dile que me alegro, que es muy amable de su parte.
Así hizo. Rendapu siguió hablando, y Ruben se volvió hacia ella:
—Dice que tienes dentro el espíritu de lo que viene en el futuro y que eso te hace ser muy poderosa.
Su extraña mirada la confundió. Con un gesto suave la apremió a salir de allí. Afuera, en la plaza, la giró por los hombros para mirarla a los ojos.
—Ha dicho algunas cosas más, que eres la única mujer con un espíritu en su interior. Por lo general, las mujeres solo están penetradas por el espíritu de la nutria cuando sangran, pero hay un espíritu dentro de ti que pone en fuga al de la nutria.
Él estaba tan orgulloso de ella que no quiso decirle que su creencia en los espíritus era un disparate. Tiacca daba vueltas en torno a ellos, escuchando atentamente y con expresión tensa. Amely se apretó fuertemente el estuche del violín contra su cuerpo, como si fuera un escudo.
—Aguy —gruñó Tiacca para sus adentros. A continuación subió corriendo los escalones del árbol.
Amely respiró profundamente. Sus conocimientos de ese idioma indio eran ya suficientes para entender que la cazadora le había dado las gracias.
Era uno de los animales de colores más vistosos que jamás había visto en la selva. Y ya había visto muchos: las ranas moteadas que fulgían como piedras preciosas y que los yayasacu mantenían para obtener el veneno para sus flechas; las mantis religiosas que parecían esculpidas en jade; escarabajos de brillo metálico; mariposas con patrones desconcertantes. Sin embargo, en el tucán pico iris podría creerse que Dios todopoderoso, por el puro placer de su fuerza creadora, le había arrojado toda la paleta de los colores. El plumaje brillaba en azul oscuro; la pechera amarilla recordaba un limón maduro, y el pico era un cuadro de tonos verdes, rojos, naranjas, azules, amarillos y violetas. Amely no se atrevió a seguir escalando por el tronco torcido de aquel árbol por miedo a espantar a aquel animal que parecía surgido de la imaginación de un artista.
El tucán torció la cabeza y se la quedó mirando con curiosidad con sus ojos en forma de botón y rodeados por el color turquesa. Apareció un segundo tucán de entre el follaje. Y un tercero. Nerviosos por la penetración de aquella persona en su hábitat daban saltitos sobre sus patas de color azul claro. Profiriendo un krk-krk ensordecedor abrieron las alas y desaparecieron volando por encima de Amely.
Ella siguió escalando arriba poniendo atención en las arañas y serpientes. Colgada en la corteza había una pluma de color azul oscuro que parecía rociada de tinta. Se la colocó bajo la tira de tela que tapaba sus senos. En su pensamiento veía ya la preciosa pluma del tucán en el pelo de Ruben. Él estaba por debajo de ella a tan solo unos pocos pasos, se llevó el pelo detrás de la oreja dañada esforzándose por escuchar con atención. A diferencia de Pytumby y de Ku’asa, que parecían petrificados, él movía constantemente la cabeza a un lado y a otro. Ku’asa se llevó las manos cerradas a la boca y exhaló un silbido que sonó inofensivo. En la maleza, un poco más adelante, se oyó el crujido de unas hojas. Amely apretó aún más fuerte los muslos, que tenía apoyados en una rama gruesa. Los hombres la habían enviado aquí arriba cuando su expedición de caza de inofensivos perezosos y armadillos se vio interrumpida abruptamente. Unos hombres de una tribu extranjera habían penetrado en la aldea, habían raptado a dos mujeres y se habían cruzado en su retirada con aquella pequeña expedición de caza. Los tres yayasacu tensaron sus arcos y apoyaron en sus mejillas los cabos con flores de las flechas. Era imponente la fuerza de percusión de estos arcos confeccionados con madera de paodaco; para tensarlos se requería un esfuerzo físico tremendo. Amely pudo ver cómo comenzaba a vibrar la madera en las manos de los hombres buscando el instante correcto para el disparo. Sin embargo, pareció pasar una eternidad mientras los hombres estaban ahí de pie como estatuas. Cuando soltaron las cuerdas, Amely se estremeció. En algún lugar sonaron gritos de dolor. Y el alarido triunfal de las mujeres liberadas. Los hombres se precipitaron en la maleza vociferando y regresaron con sanguinolentos trofeos.
Había quedado olvidada la caza propiamente dicha. En su lugar regresaron a la aldea, dejaron que se les aclamara jubilosamente como era debido y comenzaron los preparativos para dedicarse a la confección de cabezas reducidas. A tal efecto, las mujeres secuestradas, con visible cara de satisfacción, separaron las pieles con los cabellos de los cráneos de las víctimas, las cocieron y las rellenaron de cenizas calientes. Las pieles cosidas las colgaron en un armazón y las ahumaron. La única alegría de Amely en esos momentos era no tener que colaborar en esas tareas. Ayudó a otras mujeres a llenar de papilla de mandioca machacada un recipiente de fibras de palmera y de la altura de un hombre, y a colgarlo de una rama del árbol del jefe de la tribu. La papilla húmeda se secaría allí hasta poder fabricar harina a partir de aquella masa grumosa. Las mujeres, Tiacca entre ellas, gritaban continuamente dando indicaciones a las ocupadas en la reducción de las cabezas, indicaciones que parecían significar que con sumo gusto intercambiarían su actividad con aquellas. Durante esas últimas semanas Amely había aprendido muchas cosas sobre los usos y costumbres de los indios. Creía haberse acostumbrado aceptablemente a esa extraña vida en la selva virgen, pero esas actividades que las mujeres realizaban con toda naturalidad eran lo más horripilante que jamás había visto. Pero ¿no sentirían los yayasacu algo similar si vieran un látigo abatiéndose sobre la espalda llena de cicatrices de un ser humano inocente esclavizado? Al pensar que esos hombres orgullosos y esas alegres mujeres tendrían que ponerse de rodillas, perder su dignidad y quizás hasta su vida, Amely sintió cómo se le hacía un nudo de dolor en el pecho. Y si supieran lo que sucede en el exterior de su mundo, me echarían de vuelta allí, y yo sería quien perdería con razón su dignidad.
Pero ellos no sabían nada. A menudo se sentaba Amely con las mujeres, como ahora mismo. Las ayudaba en su trabajo lo mejor que podía y escuchaba atentamente sus relatos. Al principio solo entendía algunos fragmentos, pero se enorgullecía de cada palabra nueva que aprendía. Y ya muy pronto las palabras comenzaron a juntarse para componer frases.
Las mujeres le habían enseñado también a hacer vasijas de barro —más mal que bien— y a hilar. Allí no había rueca, como era natural. Reunían cortezas de árbol y clavaban unas palancas de madera hasta que se soltaban las fibras interiores, que luego enrollaban con los dedos convirtiéndolas en hilos y cuerdas. Amely había trenzado sedal para pescar y guirnaldas en las que fijó conchas de caracol. Confeccionó hamacas de paja de palmera y abanicos con hojas con los cuales avivaban los fuegos para mantener en jaque a las plagas de mosquitos. Y había aprendido como las demás mujeres a estar sentada durante horas sobre los talones.
Los hombres, en cambio, pasaban su tiempo tallando cuencos, armas y herramientas; con pequeños troncos y ramas confeccionaban las vallas bajas con las que cerraban las cabañas por las noches. Preparaban trampas, nasas y puntas de flechas. Para ello aplanaban a golpes las cuchillas cortantes de hierro, rotas y oxidadas, las cortaban a medida con mucho esfuerzo y las templaban al fuego. Las reliquias de los otros, adquiridas por otras tribus, eran el centro de muchos mitos. Así, por ejemplo, se decía que los hombres a los que el boto raptaba para Yacurona habían llevado consigo las cuchillas de hierro, o que los colibrís las habían robado de las fauces del caimán Iwrame junto con el fuego que este custodiaba. Un cazador enredó a Iwrame, que sabía hablar y andar erguido, en una conversación y lo hizo reír. Entonces su mujer soltó a los colibrís… Los yayasacu tenían relatos también sobre las almas de las plantas de la mandioca, que por las noches salían de sus inflorescencias y talaban árboles vecinos o escardaban las malas hierbas para protegerse. O sobre un ser de la selva que tenía los pies al revés para que nadie pudiera seguirle la pista. No obstante, cuando alguno se tropezaba con él —y algunos cazadores afirmaban fervientemente haberlo visto—, entonces se iba hacia los árboles y se ponía a rugir para que todos supieran que él era Chullachaqui, el señor de la selva. Y cuando talaban un árbol sin necesidad, entonces Chullachaqui abrumaba al infractor con enfermedades incurables. Amely aprendió que el Amazonas era una hija de Tupán, y la luna llena, su reencarnación. Si alguien moría durante la luna llena entonces se le consideraba un dios y sus hijos eran nombrados jefes. Se enteró de que una liana era muy poco sociable, de modo que asfixiaba a aquellos árboles en los que habitaban las almas de difuntos. Y que los espíritus de animales y plantas eran pacíficos durante el día, pero llenos de horrores durante la noche.
Ruben no se cansaba de explicarle y de enseñarle todas estas cosas. También soportaba con paciencia los recelos que le entraban a ella cuando él se la llevaba consigo a la selva profunda. Amely pensaba que tenía que ser interesante por fuerza escuchar una conversación entre él y el señor Oliveira. Tal vez habían caminado juntos por el parque en otro tiempo y el incansable señor Oliveira le había contado quizá cómo diferenciar a los omnipresentes monos. Pero ¿sabía ese brasileño siempre un poco desmañado y absolutamente correcto que se hacía una buena pesca echando al agua la savia del árbol catahua que los mataba? ¿Que también se obtenía de las lianas un veneno mortal para las flechas? ¿O sabía cómo se manejaba una cerbatana?
—Hay algunas que son tan largas como dos hombres —dijo Ruben introduciendo una espina envenenada en su cerbatana y cerrando el paso del extremo con los dedos—. Pero resulta muy arduo acertar con ellas. Cuando hay que actuar con rapidez resulta más apropiada una cerbatana pequeña como esta, sobre todo teniendo en cuenta que no siempre se puede ver el objetivo, como ocurre en estos momentos. No sé si detrás de ese matorral hay una persona o un animal.
—¿Qué? —Amely se situó detrás de él de un salto. Se oía un continuo crujido de las hojas en el matorral, y también se estaban moviendo sin cesar—. Solo quieres meterme el miedo en el cuerpo.
—No, no. Ahí hay algo de verdad, algo grande. Podría ser un jaguar.
—¡Oh, por Dios, Ruben!
—Estate tranquila. Mira acá. —Alzó la cerbatana y se la llevó a los labios—. Ciérrala con la boca o con la lengua. Aspira el aire y expélelo. Sé cuidadosa. ¡Y rápida!
Puso la cerbatana en las manos de ella. Ahora también ella veía que había algo al acecho entre aquellos matorrales. Las hojas temblaban; cayeron algunas flores. ¡No sé hacer esto!, pensó ella. Y ya había lanzado el dardo. Aquel grito estridente le llegó hasta la médula. Salió un pecarí corriendo de allí, pasó muy cerquita de donde estaba ella y cayó de lado como derribado por un hacha.
—¡Ah, un pecarí! —exclamó Ruben—. Cuando muestran tanto desasosiego es que va a haber enseguida una tormenta.
Amely dirigió la mirada arriba hacia las manchas de un azul radiante entre las copas de los árboles. Ni una nube. No dudaba de que en pocos minutos llovería a cántaros. Así eran siempre las cosas aquí. A veces llovía incluso sin que hubiera una sola nube en el cielo.
Ruben cortó unos helechos largos, formó con ellos una soga corta y ató las patas del pecarí con un asco manifiesto. Igual que cualquier yayasacu despreciaba a ese animal, pero hoy habría carne para variar, cuyo sabor era un poco más familiar para Amely.
—Ya empiezo a estar más que harta de tus enseñanzas —dijo con el corazón palpitándole todavía con fuerza—. Ni soy cazadora ni me voy a convertir en cazadora.
Él sonrió.
—No. No lo eres, pero hoy vamos a ir otra vez a cazar. Esta noche.
Si durante el día la selva estaba inmersa en una penumbra continua, de noche era completamente negra. Ruben llevaba delante de él un trozo de resina prendida. Con la otra mano mantenía cálidamente encerrados los dedos de Amely. Ninguna persona con un poco de sentido común deambulaba por allí sin un motivo bien fundado; esto era así incluso en las regiones civilizadas. Ruben no era una persona con sentido común; a pesar de esto ella se sentía segura. Había experimentado tantas cosas a su lado que ya no la asustaban los ojos de color azul claro de las arañas gigantes ni los cuerpos verdes de las luciérnagas que revoloteaban.
Tengo que estar verdaderamente loca, pensó ella, transida por un temblor intenso. Ando por la jungla con un hombre que cada dos por tres se detiene para danzar y cantar y para hacer nudos en las lianas porque cree que eso echa para atrás a los malos espíritus.
El estrépito de los grillos y de las cigarras sonaba con mayor intensidad que durante el día, así que no llegó a escuchar el rumor del río hasta que los dedos de sus pies quedaron enterrados en la arena de la orilla.
—Pisa por donde piso yo —le indicó Ruben.
—¿Qué quieres cazar por aquí?
—Una anaconda. La anaconda.
Amely reprimió expresar la observación de que habría preferido seguir echados y amándose en la hamaca. O que era capaz de renunciar a un regalo como ese de la lengua de pez. Bueno, ahora que hacía tiempo que esa cosa se había secado, sabía por qué era tan codiciado entre las mujeres: era una buena lima para uñas. Pero fuera lo que fuera lo que una anaconda podía ofrecer, Amely estaba segura de que no era tan importante como para arrostrar un peligro semejante.
—Allí enfrente hay un cocodrilo —le susurró Ruben al oído—. Sus ojos rojos reflejan la luz de la lamparilla, ¿los ves?
—No, y no quiero verlos.
Él se rio sin hacer ruido.
—No entraña ningún peligro en absoluto, pues la madera de mi canoa huele más fuerte que nosotros. Vamos.
Ella se subió a la canoa y se sentó con los brazos rodeándose las rodillas. Ruben apagó la lamparilla. Él empujó la canoa al agua, saltó adentro y agarró el remo. Con unos pocos y veloces golpes de remo se situó enseguida en el centro del igarapé. En esa parte había un poco más de claridad; la luna con forma de hoz revelaba los perfiles de los árboles gigantes que ascendían al cielo. Amely no vio los ojos del cocodrilo, pero en cambio sí detectó una bandada de murciélagos que sobrevolaban las aguas. En alguna parte resonaban los chillidos de los guácharos.
—¿Hay botos por aquí?
—Sí, pero pocos. Al boto le gusta esa zona en la que el río Negro desemboca en el Tungaray, el Amazonas —explicó Ruben—. Allí se quedan los peces confusos por la diferencia de las aguas y resultan una presa fácil. Nosotros lo llamamos u’iara.
La canoa rechinó al fondear en la arena de la orilla de enfrente. Las ranas ruidosas no se molestaron siquiera cuando Amely caminó por un campo de aromáticos jacintos de agua. El banco de arena era angosto; al cabo de unos pocos pasos se encontraban ya en una corriente de agua más ancha.
—Aquí encontraremos a la anaconda —dijo Ruben—. Tal vez la hayas visto ya. Pero creo que no. Tú vas siempre atenta al suelo para ver si se mueve algo. Dame la mano. No es peligroso, solo tienes que prestar atención a lo que palpan tus pies.
Ella se metió en el agua con sumo cuidado; gracias a Dios solo le alcanzaba hasta los tobillos. La corriente no era muy fuerte, pero el fondo era de piedras lisas. De la mano de Ruben se sentía medianamente segura; los sentidos de él eran superiores en mucho a los de ella. Ella caminaba lentamente tentando el fondo pedregoso y muy cerca de un desnivel de la altura de una persona que hacía burbujear el agua en su caída. Caminaba paso a paso; aquello duró una eternidad. En el centro del río surgían unas rocas planas. Ruben se sentó encima y la condujo a su lado.
—¿Y dónde dices que puede encontrarse la serpiente? —preguntó Amely, sin sentir ninguna ansiedad por verla.
—Mira al cielo.
Ella echó la cabeza hacia atrás. Ciertamente había mirado con frecuencia el cielo con sus miles, sus millones de estrellas.
—Pero, Ruben, ¿qué…?
—Chisss. Tómate tu tiempo.
Había estado una vez durante la noche en cubierta en mitad del Atlántico y había buscado con la vista la Cruz del Sur famosa, pero el viento era cortante; se sintió mal y prefirió regresar rápidamente a su camarote para llorar sobre su destino. De pronto creyó entender: Ruben quería mostrarle una constelación india, pero en la infinitud de las estrellas no descubría ninguna que se pareciera a una serpiente. Bien veía la Vía Láctea, que producía un efecto como si fuera la copia del río aquí en la Tierra.
—Nunca había visto la Vía Láctea —dijo impresionada entre susurros. Toda la magnificencia cromática de la selva virgen empalidecía frente a esa plenitud de luz—. Es como… como… ¡oh, Ruben! ¿Es eso la anaconda?
—La Gran Anaconda del cielo. ¿No la habías visto nunca? Ella ve a todo el mundo.
—De noche hay demasiada claridad tanto en Berlín como en Manaos. En el mar Báltico admiré el cielo estrellado durante un paseo secreto nocturno, pero no era tan maravilloso como aquí.
—¿En secreto? ¿Hiciste algo en secreto?
—Me tienes por demasiado formal.
—Bueno…
Ella le dio un golpecito en el codo.
—Hasta he nadado en secreto. ¿Puedes acordarte de las casetas que conducían a la orilla de la playa para que una dama pudiera meterse en el agua sin ser vista?
—Puedo acordarme incluso de haberme metido debajo de una de ellas para espiar a través de un agujero en el nudo de una tabla.
—¡Ruben! Bueno, yo entraba en el agua completamente desnuda desde allí. Aunque no pude disfrutar de aquel momento por completo, porque tenía miedo de que me pillara alguien, lo cierto es que es una de mis vivencias más bellas. ¿Puedes imaginártelo?
—Por supuesto. Eres una mujer apasionada.
—No lo soy.
—Solo tienes que escucharte a ti misma cuando hablas de tu vida en Prusia.
¡Ay, había contado tantas cosas! Miles de historias y de sucesos, pero siempre con el temor de que no podía impresionar con las vivencias de una colegiala y de una jovencita a alguien como él, que luchaba diariamente por la existencia. ¡Y ahora le salía diciéndole que era una mujer apasionada!
—Julius decía que yo era demasiado decente.
—Es igual lo que dijera Julius, porque es un gilipollas.
—¿Y eso?
—Te dejó marchar.
—No le quedó más remedio.
—Nadie está obligado a hacer las cosas que no quiere hacer.
Ella lo contempló de perfil. ¿No era alarmante haber caído en manos de tres hombres consecutivamente? No. A Julius lo había amado de verdad, como una niña ingenua ama a su primer amor. ¿Felipe? Se tropezó con él en una época en la que su nueva vida la arrojaba de un lado a otro como un juguete. No se requería mucho esfuerzo para hacer soñar a una novia amedrentada. Y ahora Ruben. Con él se sentía como una mujer ya moldeada por la vida y crecida y madura. Le pasó un brazo por los hombros, se inclinó hacia la oreja dañada de él y se la besó.
Él se levantó.
—Voy a cazar la anaconda del cielo para ti.
Ella pudo notar la tensión que se había apoderado del cuerpo de él. ¿Qué pretendía ahora, por Dios? Ella preferiría que volviera a sentarse a su lado, pero no se atrevió a perturbar su concentración. Fuera lo que fuera lo que tenía que hacer, acabaría haciéndolo. De pronto giró sobre sus talones y se precipitó de cabeza en el río por detrás de ella. Amely no pudo reprimir un grito.
—¡Ruben! —Se puso de rodillas a mirar, pero allí no había nada más que la superficie lisa del agua—. ¡Ruben!
Él saltó hacia arriba pegado a ella. La agarró de los brazos y se la llevó consigo a lo profundo. La negrura la rodeaba, una agradable y fresca negrura. Ya no veía nada, no oía nada, tan solo un borboteo sordo. El brazo de él la sujetaba. Tan solo podía seguir sintiendo de él su piel, sus poderosos músculos. Ella abrazó su talle; su lengua ansiaba el aire, pero extrañamente no sentía ningún temor. Pensé que mi interpretación al violín de aquella noche no había seducido al boto, en la bahía de la luna verde, pero quizá sí, quizás era el hombre que yacía herido enfrente de mí. Y ahora me lleva por fin a Encante, sí, por fin.
Luego se encontró ella en los brazos de él, que la llevó arriba hasta un terraplén bajo. Amely hacía grandes esfuerzos por respirar. Le pareció haber estado durante horas nadando con él en aquella negrura cautivadora. Sin embargo, la otra oscuridad, la de la selva, ya no la sintió como amenazadora. Con la mejilla apoyada en el pecho de él, con los cabellos mojados de él en su rostro, ella no prestaba ninguna atención a ruidos ni a olores ni a peligros. Sigue corriendo, sigue corriendo, pronto habremos llegado.
Él se arrodilló, la llevó a algo que podía ser una cueva, y la dejó cuidadosamente sobre sus pies.
—Aquí estaremos seguros.
Por supuesto. Esto es Encante.
Ella tenía en la punta de la lengua la pregunta de si había cazado la Gran Anaconda del cielo, pero no la iba a entender. Un día los hombres anunciaron que habían cazado un puma. Se reunieron en la plaza de la aldea y se soplaron mutuamente en las fosas nasales una droga en polvo —ellos la llamaron epena— y luego bailaron. Dispararon flechas al aire y profirieron gritos salvajes. A continuación pasaron inmediatamente a celebrar su éxito. A la pregunta de Amely, Ruben se apresuró a aclararle que la caza había tenido lugar, por supuesto.
Nunca, nunca llegaría a penetrar en el mundo de los yayasacu. Tampoco en él, Aymaho kuarahy, el halcón del sol. Y tampoco quería hacerlo, porque sería como romper una magia maravillosa.
Tócame.
Las manos de él rodearon el rostro de ella; los pulgares acariciaron suavemente sus mejillas. Eso era lo que ella quería, y le pareció completamente natural que él conociera sus deseos, que pudiera acrecentarlos hasta alcanzar un anhelo casi doloroso. Solo era necesario un beso leve allí donde acababan de estar sus manos. Los dedos de él resbalaron a lo largo de la parte interior de sus brazos, cercaron sus muñecas, las levantaron de modo que ella tenía ahora los brazos extendidos.
—Agárrate bien —le susurró él al oído. A él deseaba agarrarse, pero sus dedos rozaron alguna planta. Por un instante estaba sola, las manos de él habían desaparecido. La respiración de él se sumergió en el murmullo de la selva nocturna. Cayó un chaparrón tragándose cada sonido. Amely resistió al apremio de abrir los ojos; de todas formas no habría visto nada. Era como una prueba de confianza. Ella la aprobaría, oh, sí, y con facilidad. Jadeó aliviada cuando sintió las manos de él en sus costillas alzándole lentamente el resto de su camisón. Un soplo acarició sus senos desnudos y los labios de él se estamparon en ellos. Y su abdomen le respondió con un latido de calor.
—Che hayihu.
Lo sé, sí, lo sé…
A ella le resultaba imposible pronunciarlo. Abrió la boca de par en par, quería gritar de felicidad, pero un calor desconocido la recorrió convirtiéndola en criatura de la selva que solo conocía el deseo y el placer y la avidez. Los dientes de ella entrechocaban de lo insoportable que se hacía no ser sometida en ese mismo instante por un animal más fuerte. Ella abrió sus muslos temblando, bamboleó su pelvis para que él le retirara por fin la falda. Ella misma era incapaz, pues ¿no estaba atada a esa planta, que era como una liana? Él volvía a conocer los deseos más íntimos de ella, la desnudó, se estrechó contra ella y la montó encima de su sexo. Él la sostenía con una mano y la apretaba al mismo tiempo contra una corteza áspera; con la otra agarró la nuca de ella y atrajo su rostro al suyo. Ella aspiró profundamente el aroma de él. Ella era tan solo sensación. Él, solo piel, músculos, ascuas y respiración depredadora. La pelvis de él la golpeaba, sus dedos perforaban como garras en la carne de ella. Embestida a embestida la fue sacando de su cuerpo humano, la convertía en un ser que vivía tan solo para ese éxtasis. Amely gritó. No se oyó a sí misma. Ruben gritó. Eran sonidos de otro mundo. El cielo relampagueaba. Y mientras en ella morían las oleadas de placer abrió levemente los párpados. Vio su propio interior: ardiente, perforado por rayos de luz. Ruben sostenía la cabeza empapada de sudor de ella, la estaba mirando, agotado, con una sonrisa. Comprendió que había regresado a la realidad, a una realidad maravillosamente hermosa. La lluvia se extinguió tan rápidamente como había comenzado. La incipiente mañana enviaba la luz del sol por encima del río. Eso de ahí no era ninguna cueva. Era el entramado de raíces de un ficus. Ese árbol gigante que los había acogido estaba agotado, había muerto. Orquídeas rojas, violetas y blancas florecían en los intersticios; el rocío en ellas brillaba como perlas transparentes. Amely extendió la mano por encima del hombro de Ruben hacia una de esas lanzas de luz en las que danzaban el polen y las abejas. En el entramado, muy arriba, despertaban de su sueño unos guacamayos de color rojo azulado. Nos hemos amado en una catedral de la selva virgen.
Ruben la puso en pie; ella sintió que sus piernas se desplomaban. La sostuvo el brazo de él en torno a su talle. Amely cruzó los dedos en la nuca de él.
—Che hayihu —dijo ella. Te quiero.
El sudor le fluía a borbotones por los poros. Sus extremidades le pesaban como esponjas empapadas. Quería levantar la cabeza para ver lo que hacía Tatapiy. Esa joven, que la víspera de su conversión en mujer había aceptado con tanto agrado su futura existencia como concubina de Rendapu, era una tatuadora habilidosa. Entre sus expertos dedos fue surgiendo una soga entrelazada, un nudo; era el símbolo de que ella, Amely, pertenecía a Ruben. También las demás mujeres llevaban para siempre consigo los símbolos de la unión con sus hombres; sin embargo, Amely los había visto solo en raras ocasiones, ya que se encontraban muy pegados a los labios de sus vulvas. En su vida habría creído que un buen día se abriría de piernas ella misma para permitir a unos dedos ajenos el acceso a una zona tan delicada. Pero ¿quién era ella entretanto, quién era ella ahora? Ruben la había llamado Yacurona porque dijo que ella lo había sumergido en el río. Era un ser que danzaba y cantaba sobre rayos de luces de colores en la embriaguez producida por el epena, sin moverse y sin abrir la boca. Su alma danzaba, vibraba como si quisiera desprenderse de su cuerpo para pasar ligera y libre por la selva y ser parte de todas las maravillas; regresar de nuevo a aquella noche en la que los hombres golpearon a sus mujeres con unos haces de leña ardiendo sin llama sobre sus cabezas para reafirmar y renovar su unión; sentir de nuevo cómo el haz de Ruben le alcanzaba en la sien y la desplomaba al suelo, y ella se sintió ebria de felicidad por ese dolor; sentir de nuevo la mordedura de una serpiente, sufrir otra vez la fiebre que duraba varios días. Todo era felicidad, cada picadura, cada mordedura, cada tropezón, cada esfuerzo fatigoso, cada temor. Me hace sentirme viva. Anteriormente solo había estado despierta, respiraba y no hacía nada más. Entretanto soy una persona que siente su pulso, que ríe, que sufre, que siente la vida en la punta de cada uno de sus dedos. Si ahora tuviera que llorar por alguien, me dolería como nunca, pero no quiero que sea de otra manera.
Percibía con muchísima claridad hasta el martilleo rítmico de la aguja de hueso en su piel, como si esa mujer le estuviera introduciendo una punta de flecha en el cuerpo. Cada punzada enviaba rayos luminosos de colores a sus ojos, y cada mirada atronaba en sus oídos. Pero apenas le dolía. Ella contemplaba a Ruben, que estaba sentado a su lado. También a él le caía el sudor por las sienes; tenía la mirada cristalina. Yacía en su mano, olvidada, la caña con la que se habían soplado mutuamente epena en las fosas nasales. Amely se lo quedó mirando fijamente hasta que le comenzaron a temblar las plumas de halcón sobre los hombros, la espalda y el pecho. Era consciente de que las plumas eran de color negro, pero ahora le parecían rojizas. Se movían de un lado a otro como si quisieran elevarlo por los aires. Hazlo si quieres, pero yo me iré contigo. Quiso darse la vuelta para abrazar fuertemente el brazo de él, pero no pudo moverse de lo pesadas que sentía las extremidades.
Un gemido de ella lo llevó a girarse hacia ella. Colocó lentamente a un lado la caña. Se sentó al lado de ella y extendió un brazo bajo su nuca. Con las puntas de los dedos le retiró el sudor y los mechones de pelo de su frente. Y con la lengua le lamió los labios, siguió más adentro y jugueteó con la gotita de oro de adorno. Fue como la caricia de un fuego agradablemente cálido. Ella no quería despertar nunca de ese estado de éxtasis. Reuniendo todas sus fuerzas elevó una mano y agarró una mano de él. Volamos juntos al encuentro del sol. Ya estamos muy arriba. Las cosas no pueden permanecer así, nunca permanecen así. Lo que ahora viene no puede ser sino un temporal.