4

Diecinueve hombres jóvenes se reunieron en la plaza de la aldea, rodeados de mujeres, niños y ancianos. Todos miraban expectantes el árbol del jefe de la tribu esperando a que Rendapu bajara. Llegó con un recipiente abombado que depositó dentro del círculo de los hombres. Amely estiró el cuello con curiosidad. ¡Oh, no! ¿De nuevo un ritual con serpientes? Pero esta vez se trataba de una liana que extrajo y desenrolló. Partió un pedazo para cada uno de ellos. Los hombres echaron atrás las cabezas y dejaron que las gotas de aquella savia cayeran en sus ojos.

—Aclara la vista y excita los sentidos —explicó Ruben después de que los hombres se hubieran dispersado. Se había adornado como todos los demás con una pintura roja y un tocado rojo de plumas. Hasta las agujas en sus orejas y las palmas de las manos destellaban de color rojo. La pintura embadurnó el arco que sostenía con la mano—. Además de una buena arma de caza se requiere una atención que no desfallezca nunca. Hay que ver, oír, oler y sentir al mismo tiempo. Bueno, no se me da bien el oído, pero hoy no será demasiado complicado, porque vamos al río y los cocodrilos no le pueden sorprender a uno tan rápidamente como el jaguar que acecha en la espesura.

—¡Buena caza, por todos los santos! —murmuró ella turbada—. ¡Nada menos que cocodrilos!

Él inclinó la cabeza como investigando si conocía esa expresión; a continuación le pasó los dedos por la mejilla con una sonrisa y se unió al grupo de hombres reunidos a la salida de la aldea. Fue una partida asombrosamente carente de espectacularidad. Probablemente se supliría después holgadamente con la fiesta.

Amely no quiso regresar a la cabaña sobre todo porque dentro de ella tampoco estaba protegida contra los mosquitos, ya que ahí no había mosquiteras. Así que hizo lo que todo el mundo: se sentó afuera con su marco para tejer. Las charlas estaban más animadas que nunca. Las mujeres mataban el tiempo de la espera preparando unos manjares que requerían mucho trabajo. Asaron cacahuetes y castañas, prepararon pastel de mandioca, molieron frijoles. Hoy no iban a sufrir merma los pecarís encerrados en el cercado. Amely recordó el sabor de la cola de caimán a bordo del Amalie. ¿Tendrían un sabor parecido los cocodrilos que iban a matar hoy? Era una pena no poder entenderse con las mujeres. De tanto en tanto se le acercaba alguna, le decía alguna palabra amable, le extendía un supuesto bocado exquisito y volvía a desaparecer avergonzada con la cabeza gacha mientras las demás sacudían las cabezas con gesto de desaprobación. También se le acercaban los niños y la lamían hasta que los llamaban para que se alejaran de ella. Bueno, ella, Amely, era diferente, no podía esperar que la rodearan de buen grado. Con disimulo dejaba detrás de ella los escarabajos tostados y los cuenquitos llenos de orugas gordas retorciéndose.

Los personajes principales del día, las tres muchachas que todavía podían tenerse, estaban sentadas las tres juntas bajo la prominente copa del árbol del jefe de la tribu. En las ramas estaban sentadas las dos que Rendapu había elegido. ¿Habrían perdido anoche su virginidad? Seguro que no fue algo bonito para ellas. Pero quizá no lo era nunca. Amely hizo unas señas con timidez a la muchacha de la mirada triste. Su rostro se iluminó un poquito.

También Tiacca tenía una cara de malhumor. Tal vez no era habitual para las mujeres participar en una caza que servía para pedir la mano de una novia, y estaba enfadada. Se levantó de la labor que estaba haciendo y se dirigió a Amely. La sombra de la ágil cazadora cayó amenazadora sobre ella. De pronto agarró la muñeca de Amely y tiró de ella hasta ponerla en pie. ¡Esa mujer poseía una fuerza descomunal! Amely fue dando traspiés hasta el círculo de las mujeres presidido por la mujer del jefe de la tribu. Esta se levantó a pulso, comenzó a echar pestes y a discutir con Tiacca. Se tratara de lo que se tratara, la cazadora parecía tener los argumentos de mayor peso. Yami asintió lentamente al tiempo que examinaba a Amely de la cabeza a los pies. Entonces miraron todas en dirección al árbol del jefe de la tribu. Amely se dio la vuelta. Rendapu estaba ahí arriba frente a su cabaña. Al parecer lo había escuchado todo. También él asintió con la cabeza.

El corazón de Amely latió con fuerza. Tiacca ha estado esperando a que Ruben estuviera lejos. Y ahora me van a tostar al fuego.

Yami se dirigió corriendo a la casa de las mujeres y regresó con aquel talego que había llevado el día anterior para las muchachas. Sea lo que fuera lo que había en su interior, las mujeres y los niños se agitaron de la emoción. Todas se agruparon en torno a Yami, que se situó frente a Amely a quien exhortaba con gestos claros a meter la mano en el talego.

Amely dirigió una mirada desesperada a la cabaña de Ruben. De repente ya no le parecía tan horrible su lugar de residencia junto al poste.

¿Le estaba permitido rechazar el ofrecimiento? ¿Qué sucedería si lo hacía?

—¡Pero, bueno, qué demonios! —exclamó en voz alta y adoptando un porte prusiano ante la mujer del jefe de la tribu.

Las muchachas jóvenes no habían titubeado; ¿no resultaba penoso que una mujer adulta se hiciera de rogar y se echara a temblar? Un talego con algo dentro, probablemente una araña o un insecto grande, de apariencia temible pero seguramente no venenoso, se trataría seguramente de eso. Así que cerró firmemente los ojos y metió la mano en el talego abierto.

Palpó una masa cálida, nada desagradable en absoluto. Tal vez tocar aquello era un tabú, y la prueba de valor consistía entonces en quebrantarlo. Amely sonrió. Entonces eran unas tontas esas mujeres si se pensaban que podía importarle algo aquello. Movió los dedos. Aquella masa bullía y se movía; eran pequeños insectos. Algunos le cosquilleaban subiéndole por el brazo. Pero, bueno, a la vista de lo que le había ocurrido en el transcurso del viaje, aquello no era nada intranquilizador.

De pronto sintió unos pinchazos en la piel. Su mano parecía inflamarse. Amely la sacó del talego convencida de que se trataba tan solo de un esqueleto. ¡Hormigas, cientos, miles de hormigas! Profiriendo un grito se golpeó la piel enrojecida. ¡Qué dolor! ¿Dónde había agua? Entre quejidos y lloriqueos fue dando saltos entre las provisiones, acompañada por las carcajadas de las mujeres. En su desesperación estuvo a punto de meter la mano en una olla de barro en la que había algo dentro hirviendo, pero se acordó de pronto de verter el contenido de una de las calabazas sobre su mano. La mujer del jefe de la tribu se la llevó consigo. ¡Todo el mundo la trataba a empujones! Una vez dentro de la casa grande, Yami la acostó sobre una esterilla. La mujer del jefe extrajo una pasta de un tarro y se la extendió por la mano.

Era un pequeño alivio. Hasta sintió un frescor agradable. Amely le dio las gracias. Yami le dio unas palmaditas en las mejillas llorosas y comenzó a hablarle mientras mezclaba una bebida de guaraná. Amely se puso a observar aquel espacio disimuladamente. Las cosas no eran muy distintas que en la cabaña de Ruben; había hamacas por todas partes entre los postes, y con excepción de los recipientes de despensa todo se colgaba del techo: las pieles de serpiente, hierbas, cestos llenos de pegotes de resina, animalitos desecados, esponjas, adornos, conchas de caracoles. En cada una de las hamacas había una labor que su propietaria había interrumpido para ayudar fuera a preparar la comida.

¿Qué iba a pensar Ruben de ella después de haber fracasado de una manera tan infamante?

—¡Qué bobada! —dijo en voz alta. ¡Ella no era india! ¿Qué le importaban a ella esos estúpidos rituales y esas estúpidas costumbres? ¡Y mientras no la abandonaran en la jungla, le era completamente indiferente lo que esos incivilizados pensaran de ella!

Yami interrumpió su torrente de palabras y se la quedó mirando con curiosidad. Tamborileó con dos dedos sobre sus labios.

—Che rera Yami —decía señalándose a sí misma. Luego preguntó señalándola a ella—: Mba’eiqapa nde reta?

—Amely. Me llamo Amely.

—Heata. —Yami señaló a una mujer que entró en ese momento, se puso a buscar algo en los cestos y volvió a salir con lo que había estado buscando—. Re ra Heata.

¿Por qué razón le decía cómo se llamaba esa mujer? Yami volvió a tamborilear con los dedos en la boca.

—¿Quiere usted que aprenda su idioma? —Eso sería lo más razonable, como es natural. No entender nada y tener que hacer que Ruben le tradujera continuamente todo acabaría convirtiéndose en una tortura algún día. Algún día… Pero ¿cuánto tiempo te crees que vas a pasar aquí?

Yami sostuvo algunos objetos en alto aludiendo con las manos algunas actividades, y Amely se esforzaba por repetir las frases pronunciadas. No le resultaba ni de lejos tan fácil como a Ruben, pero le procuraba alegría. También Yami practicó algo de alemán. Se reía atronadoramente por sus esfuerzos.

Regresaron afuera. Las mujeres extendieron una cubierta de hojas de palmera por encima de los lugares de cocción. Y apenas estuvieron listas, se puso a llover. Parecían saber cuándo iba a cambiar el buen tiempo, pero no cuándo iban a regresar sus hombres de la caza. De pronto se pusieron a gritar y a reír y se echaron a correr desordenadamente por la emoción. Se ayudaron a contar con los dedos si habían regresado todos a casa. Amely no tuvo que buscar con la vista a Ruben; llamaba la atención de todas las formas posibles. Un hombre joven andaba cojeando apoyado en los hombros de otros dos. Llevaba comprimido el muslo con una atadura. Lo llevaron inmediatamente a una cabaña en la que ya estaba esperándole un chamán. Amely suspiró. El humo del tabaco y los cánticos no le salvarían.

Los hombres arrastraban tras ellos con unas sogas hiladas un caimán negro de un tamaño imponente. Tenía docenas de flechas clavadas en su piel de reptil. También traían peces colgando de cuerdas y todos les colmaron de elogios con todo merecimiento. Al instante se pusieron algunas mujeres a despedazar la cola del animal. Un olor terrible penetró por la nariz de Amely y esta no pudo menos que echarse a toser. Los hombres se pusieron a contar con vivacidad sus hazañas siendo tan expresivos sus cuerpos como sus bocas. La ceremonia de petición de mano estaba pues en marcha. Las tres futuras novias escuchaban todo con mucha atención.

Ruben se separó del grupo y se llegó a donde estaba Amely.

—¿No capturaste nada? —le preguntó ella.

—Sí, un pez, pero lo dejé escapar para no avergonzar a los pretendientes. —Ante la mirada de incomprensión de ella se apresuró a añadir—: Tenía dos veces la altura de un hombre.

—¡Oh!

—Esto es para ti. —Le agarró la mano y depositó en ella un gusano sangrante.

Con un chillido agudo dejó caer aquello. Las mujeres se quedaron mirando con ojos como platos y cara de no entender, y no por aquel regalo asqueroso, sino por la reacción de ella. Tiacca apareció allí de pronto y le echó una bronca. Ruben empujó hacia atrás a la cazadora. Los dos se liaron a gritos.

Amely huyó a la cabaña de él. Al llegar respiró profundamente. Aquel espacio con su revoltijo de objetos extraños tenía ya algo de hogareño. Ahí fuera era todo aún tan incomprensible que ella se sentía como una niña perdida.

Llegó Ruben. Enrolló una cuerda en torno a aquella cosa que había limpiado entretanto, la punta de una lengua, y la colgó del techo.

—Pero ¿qué tiene Tiacca contra mí? —preguntó ella—. Me exigió que metiera la mano en un talego de hormigas.

—Está celosa.

—Pero… pero ¿por qué?

—Es tonta. ¡Tonta y nada más! Yo la quise para mí, pero…

—¿La quisiste para ti?

—Olvídala. —La agarró, le recogió el pelo en la nunca y le sacudió la cabeza—. ¡Olvídala!

Ahora también él estaba a rabiar con ella. No sabía por qué. Y él no pensaba explicárselo, porque ni siquiera se le pasó por la cabeza. Amely se liberó de las manos de él. También dentro de ella le hervía la sangre. ¿Qué estaba sucediendo? No entendía nada. Solo que aquello le estaba dando miedo.

Antes de que pudiera recular él la agarró de la mano y se la levantó.

—Esta hinchazón desaparecerá en unos pocos días. Fuiste muy valiente.

—Pero no lo conseguí a pesar de todo —dijo ella con un hilo de voz.

—¿Metiste la mano en el talego? Eso era suficiente. Ahora eres una mujer.

—¿De veras? —preguntó ella perpleja.

Él la soltó.

—Cuando no sabes lo que hay dentro tampoco es fácil. Al parecer, a Tiacca no se le pasó por la cabeza que tú no lo supieras.

Alzó las cejas. A Rendapu y a Yami, se les había ocurrido a ellos, de eso estaba ella segura ahora.

—Entonces, ¿qué era yo antes… antes de convertirme en mujer? —preguntó ella de mala gana—. ¿Una niña?

—Por supuesto, eso es lo que pensaban muchos. Algunos siguen pensándolo. Te comportas de una manera muy extraña y te dan miedo las cosas más simples. Y estás muy delgada.

Bueno, eso sí era verdad. Durante el viaje había comido poco y su estómago protestaba con frecuencia porque algunos alimentos le resultaban sospechosos. Y tenía que hacerse cargo de que aquellos yayasacu nunca habían visto a una mujer forastera. Bueno, ¿y qué? Esas gentes eran mucho más infantiles que ella, con sus risitas y su continuo espíritu pendenciero.

—Y no has sangrado.

Solo al cabo de un rato comprendió lo que él había querido decir. Ella estaba feliz por no haber sufrido desde su secuestro la indisposición mensual de las mujeres. ¿Por qué motivo? ¿Quizá por aquellas privaciones?

—¿Así que tú también me tienes por una niña?

—No. Ni siquiera al principio.

Ella bajó la vista sin saber por qué.

—¿Cómo es con los chicos? —preguntó ella solo por cambiar rápidamente de tema—. ¿También tú tuviste que meter la mano en el talego para convertirte en un hombre?

—Bueno, los hombres tienen que proteger la aldea, traer la comida, dirimir en las disputas…

—¿Dirimir en las disputas? —preguntó ella con reticencia—. ¿Esas cosas sabéis hacer?

—Y tienen que entender cómo tratar con los espíritus. Por ello el examen es para los hombres mucho más difícil. Yo tuve que dejar mi mano metida todo un día en el talego. Y sin proferir el menor sonido de queja.

—¡Todo un día!

—Y me lo cortaron.

¿Quería decir que lo habían castrado? Al parecer fue como si ella llevara escrita esa pregunta en el rostro, pues él comenzó a toquetear los cordones de sus caderas. Ella salió corriendo de la cabaña, agarró el marco de tejer que se había quedado olvidado en la entrada y se dirigió al círculo de las mujeres, que la recibieron entre risas como si hubieran visto actuar a Ruben.

A las mujeres les gustaba dar a los niños algún bocado exquisito a escondidas. Y lo mismo hacían con ella. Tal vez no habían llegado a ninguna conclusión sobre si tratarla como a una adulta. Si era una fruta daba las gracias con alegría; si era un insecto lo ponía en un cuenquito como si fuera a comérselo más tarde. Cualquier niño se servía luego de allí. Una y otra vez se acercaba hasta ella algún diablillo, le mostraba algo y pronunciaba la palabra india. Y se echaba a reír a carcajadas al verla esforzarse en repetirla.

Los ancianos le enseñaban también. Y no se comportaban de diferente manera.

—Aqo. —Yami tiraba de su prominente falda de rafia, que era demasiado larga para lo que se estilaba por allí: le llegaba hasta las rodillas. A continuación golpeó en el marco de tejer de Amely de tal manera que estuvo a punto de caérsele de las manos—. Aqo, Aqo!

—¿Falda? ¿Vestido? Aqo —dijo Amely.

—Hye? —La carcajada de Yami fue más bien un estruendo. Se golpeaba los muslos, se retorcía hacia delante y hacia atrás de la risa e iba escupiendo una saliva negra.

Amely suspiró silenciosamente. Quizá nunca se acostumbraría a arranques de sentimiento de este tipo, pero estaba decidida a adquirir por lo menos una base del idioma. De todas formas no tenía muchas más cosas que hacer además de meditar sobre su extraña situación. Ciertamente había trabajo más que de sobra, pero al parecer no confiaban mucho en ella para tareas como despellejar lagartos o raspar el caparazón de los armadillos, y tenían razón.

Contempló su labor. Probablemente ese vestido estaría listo cuando se marchara de allí el día que fuese. Por un trabajo tan torcido como aquel le habrían pegado tiempo atrás con la palmeta en los dedos en la clase de manualidades. No contaban allí para nada las actividades como tocar el violín, el piano, la flauta dulce, escribir cartas con una letra delicada, bordar pañuelos, aprender las buenas maneras en la mesa, Goethe, Schiller, en fin, todo lo que aprendía una mujer para deleitar al esposo en su tiempo de ocio. Se imaginó cómo serían las cosas si tuviera que quedarse para siempre allí, y casarse, Dios la librara, con un indio. Se rio estrepitosamente como hacía mucho tiempo que no hacía, como nunca. Y es que la risa de cacareo de Yami, que se unió alegremente a la suya era también contagiosa.

—Todo esto es tan absurdo —dijo Amely jadeando. Se secó las lágrimas de la comisura de los ojos con la manga del camisón, que entretanto apenas dejaba ya entrever que había sido en otro tiempo una prenda de vestir decente y lujosa—. Cuando mi madre me daba para leer las hojas de los buenos modales en sociedad ni siquiera podía presentir que aparecería un Ruben ofreciéndome un cuenco lleno de sangre para beber o una araña para comer, claro que no. Aymaho —añadió con una sonrisa al ver que la mirada de Yami era un único signo de interrogación—. Aymaho hace tonterías. Aymaho —hace— tonterías.

—Aymaho.

Yami asintió. Encerró su puño con la otra mano entrechocándola varias veces al tiempo que ponía los ojos en blanco.

—Aymaho hayihe.

—¿Sí? —preguntó Amely.

El idioma de los yayasacu tenía una estructura completamente diferente, de eso ya se había dado cuenta. Una entonación o un gesto podían ser más importantes que la palabra, y la palabra para «árbol» podía significar también «viento en las copas», le había explicado Ruben. ¿Llegaría a ser capaz de mantener alguna vez una conversación con esas gentes? Incluso la gesticulación de Yami le estaba produciendo ahora todo tipo de impresiones excepto una impresión familiar.

El cuerpo de la mujer del jefe de la tribu se estaba ahora bamboleando adelante y atrás; su dedo índice se clavó en el vientre de Amely.

—Aymaho hayihe!

—Lo siento, señora Yami, pero no la entiendo.

Yami miró a su alrededor, parecía reflexionar sobre la manera en la que podía hacerle entender sus palabras. Entonces se le iluminó el rostro. Señaló a la entrada de la casa de las mujeres. Un joven estaba allí estirando el cuello para ver dentro. Tenía prohibido entrar, eso lo sabía Amely. Salió corriendo una de las muchachas a las que acababan de proclamar mujer. Él la abrazó y se la llevó consigo.

Yami arqueó las cejas. Su sonrisa burlona era picarona, su torrente de palabras, incomprensible. Finalmente movió con esfuerzo las piernas, se dirigió a la casa esparrancando las piernas y regresó con un objeto que depositó en una mano de Amely.

Era un ejemplar desecado de aquella lengua que Ruben había pretendido darle.

¿Significaba eso que…? Amely contempló aquel objeto en su mano. No, le parecía ridículo. A la persona a la que uno ama no se le regala una lengua, ni siquiera entre los indios. Y sobre todo, ¿podía estar Ruben enamorado de ella hablando en serio?

—Eso es simple y llanamente impensable —dijo en voz alta y en un tono de voz que esperaba que Yami también supiera interpretar—. ¡Impensable!

Dejó caer la lengua al suelo, dio un salto y echó a correr por uno de los senderos que salían de la aldea. Este acababa en una plantación de los yayasacu, una superficie llana, talada y quemada en la que plantaban mandiocas, frijoles, maíz y batatas. El campo, un caos aparente, estaba subdividido en pequeñas parcelas; los hombres trabajaban entre troncos de árboles y vallas que llegaban hasta las rodillas hechas con lianas. Algunas mujeres se llevaban la cosecha de allí en cestos. Ruben se había recogido el pelo en la nuca y estaba ocupado en derribar a hachazos con un hacha de piedra una planta que quería apoderarse de su terreno. Amely pasó por encima de troncos y vallas hasta que estuvo delante de él.

Él se puso derecho. Y ella no sabía qué estaba haciendo allí. ¿Para decirle que él no debía amarla porque era la esposa de su padre? ¿Para que se quitara rápidamente esa idea de la cabeza? ¡Una mujer no se pronunciaba de esa manera! Y sobre todo, estaba ahora completamente segura de que había entendido equivocadamente a Yami. Aquel galimatías podía significar muchas cosas.

—¿Qué quieres? —preguntó él en un tono nada amistoso.

—Yo… quiero ayudarte —dijo tartamudeando y agarró un rastrillo que tenía delante de sus pies. Clavó en la tierra agrietada, junto a la raíz de una mandioca, las puntas de madera del rastrillo endurecidas al fuego.

—Pero ¿qué estás haciendo? —gritó Ruben. Ella soltó el rastrillo y dio un salto atrás. ¿Había asustado a alguna serpiente? En dos zancadas se plantó él ante ella y le dio un meneo—. ¡No debes empuñar el rastrillo! ¡Eso es trabajo de los hombres!

¡Por todos los santos! ¡Las cosas aquí funcionaban verdaderamente de una manera muy distinta! La tenía agarrada con firmeza, el rostro de él estaba desfigurado por la cólera. Frotándose los hombros consiguió retroceder unos pasos. Al acercarse él, se dio la vuelta como un torbellino y se marchó corriendo de allí. A cualquier parte. A la selva. Era peligroso pero a ella le daba igual. ¡Si le ocurriera cualquier cosa, él vería entonces lo que ganaba dando siempre esos gritos de niño maleducado! ¡Ahí se quede toda esta tribu con sus locuras! Las lianas le golpeaban en la cara; ella las empujaba a un lado. Sentía picores y pinchazos en los pies, pero tampoco esto la importunaba. Caminaba pesadamente entre ramas caídas y helechos, por entre hierbas altas que le llegaban a la cintura y por lodazales.

—¡Amely!

—¡No te me acerques, canalla!

—¡Amely, este sitio es muy peligroso!

—Sabía que dirías eso —exclamó ella por encima del hombro—. ¡Vete a freír espárragos!

Él la agarró de la muñeca. Ella trató de zafarse de él, perdió el equilibrio, cayó de rodillas y pretendía volver a ponerse en pie de un salto. Él se le echó encima y la inmovilizó en el suelo con todo su peso.

—Los espárragos solo crecen en el huerto del cacique.

—Deja ya de darme lecciones. ¡Estoy muy harta!

Antes de que pudiera gritar —¿para qué?, ¿quién iba a acudir a ayudarla?—, le tapó la boca con la mano. Ella se la mordió. Él se sacudió la mano echando pestes. No podía hacer nada, no podía oponer nada a la fuerza de él. Él tiró de los jirones de su vestido y le dejó el abdomen al descubierto. Lo que él pretendía le dejó la sangre helada en sus venas. En lo que a esto se refiere tampoco eres distinto a tu padre. Por un instante se quedó petrificada. Creyó que sentía cada brizna de hierba, cada ramita, cada escarabajo presionando en su piel. La boca de él, que jadeaba de excitación, se estampó contra sus labios. ¡No!, quiso gritar ella. Le golpeó, quiso agarrarle de la cabeza para arrancarlo de su boca. Sus dedos se hundieron en su precioso pelo. Y eso, oh, Dios, le estaba haciendo sentirse bien. Todo en él la hacía sentirse indeciblemente bien. Su piel sudada sobre la suya, sus músculos duros, que la tenían aferrada a la tierra. Debería estar avergonzada de disfrutar con él lo que había detestado tanto en su padre, pero estaba disfrutando sí, disfrutando…

—Ruben, para.

Un último, susurrante, ridículo intento por impedir lo monstruoso. Una última oportunidad para decir algo pues él la besó, penetró en su boca, la colmó con su lengua. Él jugaba con su gota de oro haciéndole sentir un vértigo de gozo. Esto era, con toda seguridad, lo que debía expresar la lengua desecada. Las piernas de ella se abrieron espontáneamente. Se horrorizó de la Amalie Wittstock, la no-me-toques. La ignorante. La ávida. Si permito esto, ya no podré regresar nunca a mi antigua vida. Pero ¿qué le importaba a ella su antigua vida? Estaba dispuesta de todos modos a tirarla a la basura, a derribarla para siempre. Solo contaba eso de ahí. Tan solo ese instante. Ruben. Ella. El temor se avivó solamente lo que dura una pulsación cuando sintió que él la penetraba. Duele, duele, lo sé…

Entonces entró él en ella. No le dolió nada.