Amely estaba contemplando el triste pedacito de tela en su marco de tejer. Hoy era la fiesta del uirapuru, le había dicho Ruben por la mañana. Algunas muchachas celebraban su entrada en la vida adulta; el uirapuru era un pájaro, un emisario del amor. A Amely le permitían estar presente según la displicente decisión del jefe de la tribu. Tenía la esperanza de que las mujeres le prestarían algo para ponerse por lo menos para la fiesta, pero ninguna le llevó nada, y cuando le preguntó a Ruben, este sacudió la cabeza sin entender. Bueno, si no llevas prácticamente nada puesto encima, probablemente ni te imaginas qué problema más aplastante representa la cuestión de la ropa. Al menos encontró entre sus pertenencias algunas agujas hechas con espinas de pez. Colocó su esterilla como biombo para protegerse de las miradas, se desnudó y comenzó a zurcir su camisón lo mejor que pudo.
Él entró en la cabaña, se quedó sorprendido.
—¿Amely?
Antes de que ella pudiera pedirle que se detuviera él ya estaba dentro después de apartar la esterilla a un lado. Ella se plegó como una bola. Intentó tapar lo más imprescindible con su pelo y con la tela. ¡Qué situación más embarazosa! Sacudió la cabeza cuando él fue a tocarla.
—¿Te estás escondiendo? ¿Hay algún animal en la cabaña?
—¡No! —dijo ella vociferando.
—¿Y por qué…?
—¿Es que no lo ves, pedazo de alcornoque?
Él veía a la perfección; sus ojos destellaron de una manera muy especial. Ella tenía la impresión de que su cuerpo se iba a quemar con esas miradas. Finalmente él apoyó las manos en las rodillas y se la quedó mirando con una sonrisa burlona.
—Amely. Te haces la lista y eres tonta. Si escondes algo en la mano, todo el mundo pensará que es miel.
Acto seguido salió afuera tan rápidamente como había entrado. ¿Qué habría querido decir con aquello?
A una llamada de la mujer del jefe de la tribu, las muchachas se reunieron bajo una lona situada en el centro de la plaza. Eran aquellas cinco chicas a las que Ruben había echado del baño en la poza del manantial. Hoy las iban a proclamar mujeres adultas, y eso a pesar de que sus cuerpos larguiruchos, con los pechos pequeños y en punta, no producían todavía un efecto muy femenino. Llevaban adornos de flores y falditas coloreadas en las que tintineaban cuentas de arcilla. En la manera en que charlaban entre ellas sin poder dejar quietas las extremidades no se diferenciaban para nada de las colegialas berlinesas antes del primer baile de gala.
Toda la tribu se había compuesto para la ocasión. Amely llevaba un collar de flores de hibisco entretejidas que embellecía un tanto su horrible camisón, o al menos eso era lo que ella esperaba. Ruben no correspondió a su ruego de que le prestara uno de sus collares de plumas de pájaros. Ahora se daba cuenta del motivo: solo los hombres llevaban plumas. Las mujeres, en cambio, se adornaban con flores. Todos acababan de teñirse el pelo y se habían untado lunares de colores sobre sus tatuajes. Amely no se habría imaginado nunca que los indios fueran tan vanidosos. No obstante, el jefe de la tribu les daba a todos mil vueltas cuando se encaminó hacia las muchachas con paso majestuoso. Su corona de plumas era una gigantesca hermosura de color rojo, blanco y negro. De su cuello colgaba un peto con el repujado del rostro de un ídolo. En la base de oro macizo estaban engastadas unas esmeraldas y piedras de cuarzo sin tallar. Era imposible que esas gentes hubieran fabricado tal objeto; seguramente se trataba de una especie de objeto heredado por la tribu, posiblemente procedente incluso de los incas. De su cinturón de piel bamboleaban las pieles de reptiles capturados, y también esas cabezas alargadas como las que colgaban en la cabaña de Ruben. De repente se le pasó por la cabeza de qué podía tratarse.
—¿Son cabezas reducidas? —le preguntó a Ruben, que estaba sentado a su lado.
—Rendapu fue un gran guerrero.
—¡Oh! —Sintió un estremecimiento. Fuera como fuera, a la vista del jefe de la tribu de los yayasacu, hasta la señora Ferreira habría empalidecido de la envidia.
—Esa es Yami, la mujer de Rendapu.
Era la mujer más obesa de todas la que se acercó ahora a las muchachas. Sus pechos, pintados con líneas en zigzag, oscilaban obscenamente de un lado a otro como odres llenos de agua. Amely no sabía si agachar la cabeza como ofendida o quedarse mirando aquellos pechos con fascinación.
Yami desató un talego. Las risas de las muchachas se desvanecieron, incluso comenzaron a llorar. Lo que estaba sucediendo en esos momentos se sustraía a la mirada de Amely, pues todas las mujeres habían rodeado a las muchachas; las vio una tras otra salir de su formación, llorando, con los brazos alrededor del cuerpo. Las lavaron con trapos mojados y las condujeron de nuevo ante Yami. Esta les clavó entonces unas agujas de hueso a través del pabellón de la oreja. Volvieron a fluir algunas lágrimas más. La mujer del jefe de la tribu limpió las orejas sangrantes sin inmutarse.
Entretanto se había hecho de noche. Clavaron unas antorchas en el suelo. Los hombres llevaron tambores, flautas y cañas de bambú de la altura de una persona. Su música era un estruendo rítmico, ruidoso, que contagiaba a todos a bambolear el cuerpo y a dar palmas. Uno tras otro comenzaron a llegar al centro de la plaza unos hombres pintados con un color rojo brillante y se pusieron a bailar. Unas mujeres acarreaban unos cestos; los hombres metían las dos manos dentro de los cestos. Con cara de asombro vio Amely que se colgaban serpientes de todos los tamaños en torno a los hombros.
Los animales se conducían pacíficamente. Si al principio la danza era un desbarajuste salvaje, los hombres se movían ahora al unísono con claridad. Amely notó cómo le daba una sacudida por dentro a Ruben; y acto seguido también él se puso en pie a bailar.
Introdujo la mano en una olla que le alcanzaron y se untó rápidamente una pasta roja por las cicatrices. Parecía que se estuviera matando a sí mismo, tal como se trataba las cicatrices oblicuas del cuello. Giró alrededor de los cestos al tiempo que se contraía enérgicamente. Cuando sacó una serpiente de color ocre con dibujos romboidales negros, los espectadores tomaron aire con cara de susto.
Amely se puso en pie de un salto. Por las indicaciones del señor Oliveira sabía reconocer a una surucucu sin problemas. Ruben trataba a la serpiente como si no supiera nada de la virulencia de su veneno. Se la enrolló en torno al brazo. A continuación sacó una segunda serpiente del cesto y dejó que se le enrollara en el otro brazo. Sus ojos brillaban con un atisbo de soberbia; Amely se preguntó si eran las serpientes o esa mirada lo que motivó a los demás bailarines a distanciarse de él. Sí, era un individuo que iba por su cuenta, independiente, y él le daba mucha importancia a este hecho. Sus cabellos adornados con plumas revoloteaban, sus músculos se crispaban. Al fulgor de las llamas su cuerpo relucía sumergido en un fuego líquido.
Era uno de entre muchos danzantes. Daba los mismos pasos; sus oscilaciones de la cabeza eran las mismas, igual que la manera en que se contraían y arremolinaban sus extremidades. Y, sin embargo, sobresalía por su complexión corporal, y su danza parecía ser otra, muy llena de la fuerza y de la pasión que surgían de su interior y que proseguían en el cuerpo de Amely, que vibraba y se inflamaba como si ella misma estuviera danzando en torno a un fuego. Las plumas de él le parecían a ella las más vistosas, las pinturas sobre su cuerpo las más brillantes, la chispa de sus ojos la más orgullosa y ávida. Con movimientos bruscos hacía que las serpientes se balancearan y se contrajeran, las provocaba para que mordieran. Esa belleza salvaje de su ofrecimiento le pareció horrible a Amely en ese instante. Aymaho, el que ansia la muerte. Enseñó sus dientes claros hasta producir una sonrisa casi maliciosa. Aymaho, el que vence a Chullachaqui. Sus pies patearon y los surucucus respondieron haciendo vibrar atronadoramente los extremos de sus colas. Aymaho, el Dios serpiente, que exige su propia sangre como sacrificio. Los golpes de las maderas sobre los tambores aceleraban el pulso de Amely. Eran atronadores, como si golpearan en su interior cada uno de sus órganos. ¡Más fuerte, más fuerte! ¿Se estaba convulsionando su cuerpo de verdad de una forma vergonzante? Pero nadie prestaba atención; todos miraban al halcón que luchaba con las serpientes en sus garras. Hacía ya mucho rato que los otros danzantes habían pasado a un segundo plano. En comparación con él producían un efecto apagado a pesar de que estaban dando lo mejor de sí mismos. De pronto dejó de sonar la música. Todos cayeron de rodillas con los brazos levantados y las cabezas echadas para atrás. El sudor les caía a raudales.
El corazón de él se elevaba y descendía pesadamente. Amely esperaba que se le ovacionara y aplaudiera y quizá, como hacían las damas en la ópera, que le arrojaran sus collares y joyas. Pero no sucedió nada de eso. Los danzantes se mezclaron en las filas de los espectadores, que les ofrecían calabazas y les ayudaban a quitarse las serpientes. Se echaron abundante agua por encima de las cabezas profiriendo enormes resoplidos.
—¡No pienses que no sé yo lo que era ese animal! —exclamó Amely encolerizada apenas se hubo sentado Ruben nuevamente a su lado y después de saciar su sed—. Estabas como si hubieras perdido el juicio.
Y yo también. Él parecía estar echando humo. Ella pensó que el olor de su sudor le tenía que dar asco por fuerza, pero no era así.
Él se limitó a encogerse de hombros.
—Las surucucus eran jóvenes y pequeñas. No había tanto peligro.
¡No, claro, solo que una serpiente así fue la que mató a tu hermano!
Los hombres cavaron dos pequeños huecos en la tierra y los conectaron con una zanja. Echaron leña en los agujeros y le prendieron fuego. Acompañados de palmadas rítmicas, los dos fuegos se fueron acercando uno al otro, y cuando se juntaron todos se pusieron a dar gritos de júbilo. Las muchachas daban saltos de un lado a otro con los brazos extendidos en alto.
—Ahora ya son mujeres —explicó Ruben.
Mientras se asaba al fuego la carne de monos, cocodrilos y un gigantesco tapir, y mientras se hacían circular cuencos con cacahuetes, maíz, pastitas de mandioca y leche de coco, algunas mujeres mayores pintaron a las muchachas con una pintura amarilla. Se situaron frente al cacique, que había tomado asiento en un sencillo trono de madera. Acarició a cada una en las mejillas, intercambió con ellas algunas palabras y las examinó atentamente.
—Elige a las que quiere para él —escuchó Amely para asombro suyo. Y efectivamente se quedaron dos muchachas a su lado de pie.
Una de ellas mostraba en su rostro el orgullo de que el jefe de la tribu la hubiera elegido, pero la otra buscaba con tristeza la mirada de un jovencito.
—Mañana se podrá solicitar la mano de las otras tres.
—¿Lo harás tú también?
Ruben sacudió la cabeza.
—Siempre me han rechazado. Ahora ya no lo vuelvo a intentar.
Escuchar aquello sorprendió a Amely. Él era… bueno, él era en todos los sentidos el hombre más llamativo y más singular entre aquellas gentes, no solo debido a su danza. Sin embargo, aquellas personas no mostraban demasiada familiaridad hacia él. Tan solo Pytumby y Ku’asa le habían dado unos golpecitos en el hombro en señal de reconocimiento. Amely llevó su mano a la curvatura del codo de él.
—Seguramente tiene que ver con el hecho de que tú no eres uno de ellos —le susurró al oído.
Se sujetó el cabello desmelenado detrás de la oreja.
—¿Qué dices?
—Las gentes de aquí te muestran que eres diferente.
—¡Ah, vaya, ya vuelves a hablar esas palabras de espíritu!
—Me entenderás cuando regreses a casa.
—¡Estoy en casa!
—No, estás con salvajes en la selva a los que les gusta ponerse serpientes en torno al cuerpo y poner en juego su vida; pero a ti eso no te va. —Amely se quedó con la vista clavada en la tabla de madera que alguien le había puesto en su regazo. Encima había una cabeza de mono sin la tapa de los sesos. Dentro, una cuchara. Ella se apresuró a ofrecerle la tabla a Ruben. Ojalá abriera los ojos él. Entonces podría comprobar que ella tenía razón.
Con gesto de enfado removió con la cuchara entre los sesos, comió un bocado y pasó la tabla a otra persona.
—¡Yo soy yayasacu!
¡Que lo sea!, pensó ella. ¿Qué le importaba a ella? ¿Tenía acaso la obligación de devolver a su casa al hijo pródigo? Pero no hacerlo… Ay, ¿por qué se convulsionaba su corazón de esa manera? No podía continuar la cosa así, ¡de ninguna manera!
—¡Eres el único yayasacu que ha aprendido alemán a toda máquina! ¡Compréndelo de una vez! —Debía de ser su temor por él lo que la había puesto tan furiosa como para gritar de aquella manera y para no usar el tacto más elemental; y es que ya estaba harta de lo cerril que era él. Y en algún momento, hasta la persona más paciente se convierte en una criatura terca.
Efectivamente. Él hizo un amago de asestarle un golpe, él, que se lo había impedido hacer siempre a Tiacca. Su mano se estremeció. El cacique se había aproximado a ellos y les dirigió una mirada severa a los dos. Su dedo señalaba la cabaña de Ruben con un gesto amenazador. Ruben se levantó lentamente. El rostro de Amely era puro fuego de la vergüenza. Se había hecho el silencio; todo el mundo les estaba mirando. Tiacca torció la boca en un gesto malicioso. Amely esperaba que Ruben se pusiera a vociferar, pero la puso en pie y obedeció la orden. Ella caminaba al lado de Ruben agarrándose su triste vestimenta. No se atrevió a respirar hondo hasta que entraron en la cabaña.
—Ruben, lo siento…
Él comenzó a dar vueltas en torno a ella, le dio un empujón en el pecho de manera que se fue hacia atrás tambaleándose contra uno de los postes. Le estaba apretando con tanta fuerza en los hombros que tuvo que arrodillarse. Le puso las manos por detrás del poste y la ató con tanta fuerza que la cuerda se le clavaba en la piel.
—¡Soy Aymaho kuarahy! ¡No Ruben! —le gritó desde arriba—. ¡Yo-no-soy-el hijo de Wittstock!
—Ya lo creo que lo eres. Vociferas como él, eres tan bruto como él.
—No. —Estaba temblando de la rabia.
Los dos se quedaron mirándose fijamente. Al principio con titubeo y a continuación con una velocidad creciente los tambores y las flautas volvieron a reanudar su concierto. Alguien gritó unas palabras; otros reían; las voces sonaban como aliviadas, como si se hubiera constatado que las cabañas seguían en pie después de un temporal.
Ruben relajó finalmente su mirada petrificada. Sacó una masa compacta de color negro de uno de sus recipientes de provisiones, lo encendió con las brasas del agujero en la tierra y lo colocó en un cuenco. Amely sabía que había un escarabajo encerrado en aquella masa. Para defenderse de esos bichos, los árboles generaban una tumoración de resina que los indios utilizaban de lamparillas. Ruben agarró una jaula pequeña de la pared y se acuclilló ante la luz. Con movimientos nerviosos extrajo unas flechas de una funda de piel, se puso a pulir las puntas de madera y algunas también de hierro. Amely pensó que la rana venenosa de dardo prisionera en la jaula no podía sentirse tan mal como ella. Ruben giró la jaula redonda por encima de la llama. El animalito, que destellaba como lapislázuli pulido, iba saltando de un lado a otro segregando una sustancia venenosa en su apurada situación. Una tras otra fue introduciendo Ruben las puntas de las flechas por el enrejado de la jaula y frotándolas en la piel de la rana. A continuación recogió todo de nuevo con cuidado y volvió a colgar la jaula en su sitio, en el cual quién sabía cuánto tiempo llevaba resistiendo la pobre rana.
Las manos de él se habían sosegado.
—Mañana hay caza. Los hombres tienen que ponerse a prueba ante las muchachas. Participan todos.
—Y tú querrás volver a demostrar que tienes más de yayasacu que un yayasacu —replicó ella en un tono frío—. Igual que en la danza.
—Soy el mejor cazador.
—Sí. Por supuesto. ¡Cómo no!
Él se acercaba a ella de rodillas. Amely extendió las piernas dispuesta a darle una patada.
—¿Puedes demostrar todo eso que vas diciendo continuamente, Amely?
Ella tragó saliva. No sabría cómo. O quizá sí. Su estrategia hasta el momento había estado muy equivocada; todo el tiempo le había echado en cara lo que ella sabía, pero nunca le había preguntado lo que él creía saber.
—¿Por qué razón crees que dominas mi idioma?
—Me lo han enseñado los espíritus. También me muestran imágenes. Imágenes de sueños.
—¿No podrían ser también… recuerdos?
La obstinación de él volvía a avivarse.
—Solo puedes hacer afirmaciones. Y hablando eres buena. ¡No puedes demostrar nada!
—Hazme el favor de pensar en ello.
Profiriendo un suspiro se acuclilló al lado de ella y echó la cabeza para atrás.
—Eres rubio —insistió ella—. Tienes que afeitarte mientras que los demás hombres se contentan con unas pinzas. ¿Por qué es así?
—De Chullachaqui dicen que se afeita todos los días la barba.
—Ruben, ¿crees que te estoy mintiendo? ¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Porque no estás bien de la cabeza?
—Tus colgantes… ya los había visto antes. En una fotografía. Tú eras un niño pequeño.
—Fotografía —repitió él como un eco sin entender.
—Imágenes de un instante que se pueden fijar para siempre. Algún día… algún día te enseñaré algunas. Sea como sea, en una de esas imágenes llevabas una pulsera con esos mismos colgantes. Son pequeñas obras artesanales de tu mundo, no del de los yayasacu. ¿Te parece que tienen algún parecido con las obras artesanales de aquí?
—Me acribillas con palabras que no me dicen nada —dijo él refunfuñando.
—No escurras el bulto. —¡Caramba, qué severa podía llegar a ser ella! Casi podía estar orgullosa de sí misma—. Son de oro… ¿dónde hay oro por aquí?
—El cacique posee oro, ya lo has visto.
Ella suspiró. Él se escurría como un pez en las manos del pescador.
—¿Qué crees que representan?
—Son signos buenos. —Se sacó el cordón de piel por la cabeza y extendió los adornos de oro sobre la palma de la mano—. Esta es la cruz en la frente de la serpiente de los dioses. Es tan poderosa como la anaconda. El mismo Tupán le pintó este signo en la piel. Esta es la hoja de la siyuoca, la planta que trae el silencio. Y este es el pez en el arpón; llama al dios Anhanga para que dispense suerte en la caza. Pero tú no crees en nada de esto, ¿verdad?
—Bueno —dijo ella lentamente—. En realidad son amuletos. En nuestro mundo los reciben de regalo muchos niños como talismán. Por eso los llevabas tú cuando llegaste aquí. Son una cruz, un corazón y un ancla: la fe, el amor, la esperanza.
—Amely. ¡Amely!
Ella se incorporó asustada. Estuvo a punto de golpear con su frente la barbilla de Ruben. Le costó recobrar el sentido de la orientación varios segundos. Le dolían los hombros; tenía las manos entumecidas desde hacía un buen rato. Él no la había desatado antes de desaparecer en su hamaca. La lamparilla seguía prendida; no se habían apagado las ascuas en la hoguera en el suelo. Ruben estaba arrodillado por encima de ella. Tenía los mechones de su cabello pegados al rostro sudoroso.
—¡Por amor de Dios, Ruben! ¿Qué te pasa?
Él se llevó las manos a las orejas, apretó los ojos.
—El espíritu del ruido se ha vuelto más intenso que nunca.
Apestaba en la cabaña. Había echado alguna sustancia al fuego. Había un tarro tumbado en medio de un charco oscuro con una gigantesca tarántula. Amely exhaló un grito reprimido.
Ruben se desplomó de espaldas con los dedos entre su cabello.
—Amely…
—¡Desátame primero!
—Vela mi sueño, Amely. La siyuoca me debilita; cualquier animal podría acercarse sigilosamente. ¿Lo harás?
Y ya respiraba él pesada y acompasadamente. Ella dudó de que pudiera despertarlo si entraba realmente una serpiente desde la oscuridad. Se le estaban pegando los ojos también a ella, pues la tarde había consumido sus fuerzas. Entonces vio en el puño de él un pedazo de papel estrujado. El estuche de su violín estaba abierto.
No consiguió permanecer despierta. Ruben había salido indemne de su sueño de una profundidad poco natural; sin embargo, a ella se le había subido algo por la pierna. Lo notó durante la cabezadita involuntaria que echó, pero fue la picada la que la hizo incorporarse asustada.
—Por una cosa así no debemos despertar a Pinda —explicó Ruben—. No es nada grave. Tendrás dolores durante algunos días. Se te hinchará la picadura. También puede suceder que se pudra.
—Eso suena muy tranquilizador.
A ella le pareció que no era un momento oportuno para fumar. Él se había encendido una pipa, como el antebrazo de larga y pintada de muchos colores, y se sentó frente a ella. Cuando él fue a poner una mano sobre su pantorrilla, le golpeó con el talón en la rodilla y contrajo las piernas.
—Pero ¿qué haces? —exclamó ella. Él no hacía más que cosas sorprendentes e incomprensibles todo el tiempo.
—Tus chillidos son agotadores —replicó él—. Todo te da miedo.
—Agarrar a una dama de la pierna atemoriza. Si al menos quisieras desatarme por fin…
—No. No habrías tardado nada en irte corriendo hacia la selva por cualquier cosa que no es de tu agrado. Y habrías muerto allí. Y ahora quédate quieta.
Con la pipa entre los dientes agarró con las dos manos las articulaciones de los pies de ella y se las separó. Amely opuso resistencia con todas su fuerzas y no cedió hasta que él dijo que el insecto seguía estando en la parte interior de su muslo. No le creyó, pero tampoco quería que todo dependiera de aquello.
Él le alzó el dobladillo del camisón. Amely apretó los ojos. De niña había estado una vez en el dentista y desde entonces se había limpiado concienzudamente los dientes para no llegar nunca más a ese extremo. Dejarse mirar entre las piernas era algo muy similar: se clavó las uñas en las palmas de las manos y se puso a rezar esperando que todo concluyera rápidamente.
Él dio una profunda calada a la pipa, se inclinó sobre los muslos de ella y le sopló el humo por debajo del camisón.
—En el humo del tabaco hay un espíritu que cura —dijo él como explicación de aquel curioso tratamiento. El canto en voz baja que siguió perforó su temor, lo dispersó. Aunque todo aquello fuera inútil, le estaba sentando bien. Se relajó un poco.
»De niño me picaron también una vez —dijo él—. En casi el mismo sitio.
—¿Y qué animal horrendo fue?
—Una avispa. Fue durante un veraneo en la isla de Rügen.
—¿Rügen? —Ella abrió los ojos.
Su mirada tras la nube de humo era clara, cómplice. Él depositó la pipa en el borde del agujero del fuego y abrió un tarro de arcilla. Con todo cuidado le untó una pasta en el lugar de la picadura.
—Estábamos en Europa, mi padre y yo. En alguna fiesta familiar, no me acuerdo ya.
Finalmente le puso un jirón del camisón sobre el muslo. En todas sus acciones parecía reconcentrado, como si intentara ordenar su pasado.
—Me pegó por chillar tanto. Me pegaba continuamente.
Sí. Sé lo que es eso.
—No puedo decir con exactitud la edad que yo tenía entonces. ¿Nueve, diez años? A mi padre siempre se le iban rápidamente las manos para pegar, pero era una persona alegre y generosa. Entonces murió Kaspar por la malaria. Mi padre se volvió otra persona.
Él se interrumpió. Amely llegó a temer que se lo había pensado mejor, pues su semblante adquirió de nuevo esa expresión fría de antes. Sin embargo, continuó hablando, y hablaba rápidamente:
—Comencé a odiarle, como solo es capaz de odiar un niño. Y me ponía contento cuando me tiraba del pelo y se echaba a reír. Entonces se produjo la excursión al río Negro… Yo me alegré porque pensé que volvía a ser la persona de antes, quizás hasta él mismo esperaba tal cosa. Me mostró cómo manejar el Winchester. Me elogió cuando abatí a un pecarí en una excursión al campo. Pero seguía siendo una persona insoportable. El día que erré dos veces el disparo a un segundo pecarí, él comenzó de nuevo con las palizas. Yo estaba más que harto. Quizás era el arma lo que me hacía más valiente, lo que me daba un aire más de adulto, de modo que fui consciente de que no quería tener que aguantar aquello ya más.
Agarró una de las cartas que había estrujado y la alisó. Ella debería haberle explicado que no se leen las cartas de los demás. Vaya pensamiento más estúpido en un momento así. El corazón de ella latía como un tambor por la emoción.
—La bofetada no fue diferente a todas las que me había dado anteriormente, pero me dolió tanto la cabeza que creía que me iba a estallar. De lo que sucedió después no recuerdo muchas cosas, solo que me fui abriendo paso entre la maleza tupida y que me quedé admirado de lo lejos que me creía de él. La verdad es que solo se necesita recorrer unos pocos metros para perderse. Si él o los otros dos cazadores que nos acompañaban me llamaron a gritos, no lo sé, no pude oírlos. La selva es demasiado ruidosa. En mi cabeza había demasiado ruido. Y ya nunca más volvería a haber silencio en mi cabeza.
Entretanto, la carta estaba tan roñosa como su camisón. Ruben tenía la mirada fija en la carta.
Sigue hablando. Vamos, sigue hablando. No se atrevió a pronunciar estas frases por miedo a destruir un milagro.
—De lo siguiente solo me acuerdo de una manera fragmentaria. Lo pasé muy mal. Habría perecido rápidamente en la selva si no me hubieran capturado los ava.
—¿Ava? —preguntó ella con un susurro.
—Significa «ser humano». Me volvía a encontrar entre indios. Me llevaron a su aldea, pero me entregaron de nuevo como trueque de arcos y flechas. Pero la otra tribu tampoco sabía qué hacer conmigo, así que fui a parar a otra tribu. Me ataron a una estaca como a un pecarí y me arrojaban las sobras de las comidas. Me acuerdo de unos hombres que llevaban colgando las pieles ensangrentadas de monos, me acuerdo de montañas de huesos, de rituales sangrientos… La huascuri me habría devorado con toda seguridad si no hubieran asaltado la aldea unos guerreros de otra tribu en venganza por otro asalto sufrido en propias carnes. Mataron a veinte hombres y me raptaron como trofeo.
—¿Los yayasacu? —preguntó ella con la voz muy ronca. Jamás había escuchado nada tan espeluznante, ni siquiera de labios del señor Oliveira.
—Sí. Finalmente, Tupán me castigó por mi huida a estar entre ellos. Eso es lo que pensé al menos con el tiempo. Los yayasacu fueron los primeros que me acogieron como a un ser humano. Me tocaban, me lamían igual que hicieron contigo cuando llegaste tú aquí. Pronto comenzaron a ponerse enfermos. Les entró una fiebre alta, se retorcían entre escalofríos y les salían unos sarpullidos en la piel. A mí apenas me afectó, pero me echaron la culpa. Y eso es lo que yo entendí, que yo era culpable. Murió media tribu. Incluso Py’aguãsu, el gran cazador que me había liberado de las manos de las gentes de los monos. Rendapu quería matarme. Sigo viendo brillar la navaja en su mano…
Hasta el momento se había esforzado en relatar su destino de una manera objetiva, pero ahora cerró brevemente los ojos y se arqueó con un escalofrío. Cuando prosiguió hablando, su voz sonó ronca.
—Mi madre, mi verdadera madre, detuvo su brazo. Su único hijo había sido también víctima de la enfermedad. Me quería tener a mí en su lugar. Sucedió lo increíble: pese al peligro que al parecer representaba yo, el cacique se dejó ablandar por las lágrimas de ella. Pasado un tiempo me dijeron que desde aquel día no volvió a morir nadie más.
Su mirada cambió, volvía a ser la del orgulloso yayasacu.
—Te habrá llamado seguramente la atención esto de aquí —dijo tocándose las cicatrices del cuello, en las que seguía teniendo algo de pintura roja pegada. Amely asintió—. Rendapu me mató en un ritual. Murió el chico de los otros. A partir de aquel instante no se me permitió hacer nada que les fuera incomprensible. No debía escapárseme ninguna palabra más en alemán o brasileño. Y yo me atuve a esas condiciones. Traté de hacer lo mejor que pude todas las cosas que me pedían, pues no quería volver a experimentar nunca más semejantes sufrimientos.
Se llevó la mano al pelo empapado de sudor.
—Todo lo que recordaba mi antigua vida quedó eliminado, pero el color de mi pelo no había manera de cambiarlo. Me lo tenía que teñir constantemente con el fruto de la genipa, pero no aguanta mucho. En algún momento las gentes de esta aldea se acostumbraron a ver continuamente el color rubio. Cuando me hice un hombre me pusieron un nombre: Aymaho kuarahy.
—El halcón del sol. ¿Cómo te llamaban hasta entonces?
—De ninguna manera. No tenía nombre. Estaba obligado a olvidar.
Hasta que llegué yo.
Se tumbó de espaldas, agotado. Se frotó y se tiró de la oreja y se quedó mirando fijamente al techo. A ella le sonaban las tripas, estaba muerta de sed, la vejiga le presionaba horriblemente, pero esto no era ahora importante para ella.
—¿No quieres volver a casa, Ruben? —Esta vez pronunció estas palabras con más cuidado—. Sería tu deber, ya lo sabes.
Él giró la cabeza hacia ella.
—¡Ay! Ese sentimiento prusiano del cumplimiento del deber no existe aquí. No quiero que él sepa nada de mi existencia. ¿A qué conduciría eso? Pongamos que me llego hasta él, ¿no empeorarían las cosas otra vez al marcharme de nuevo? ¡No, de ningún modo! —De pronto estaba él de nuevo a su lado, la agarró de los hombros haciéndole suspirar—. ¡No debe enterarse de que vivo ni en dónde vivo! ¡Su avidez por el caucho está amenazando mi mundo! No voy a correr de ninguna manera el riesgo de ponerle sobre la pista de los yayasacu.
—Pero ya estuviste casi en tu casa paterna. ¿Crees que fue una casualidad?
—No sabía adónde iba.
—No, pero fuiste. Está dentro de ti. No quiero decir que sintieras tu origen. —¡Oh! ¡Qué difícil era explicarse con palabras!—. Pero tu padre ha contribuido su parte a que seas lo que eres. ¿Te piensas que otro de tu tribu se habría atrevido a tal cosa?
Él respiró pesadamente.
—Tal vez no —dijo finalmente. No sonó muy convincente y no encajaba con su conducta normal de querer ser el primero y el mejor—. ¿Y tú? ¿Por qué estabas a orillas del igarapé con un arma?
—Me sentía como tú te sentiste en aquel entonces —dijo ella en voz baja—. Quería marcharme de allí.
El peso del corazón se abrió paso al exterior. Amely agachó la cabeza; su cuerpo se estremeció. Deseó tener algo con que poder taparse la cara. Atada como estaba no pudo menos que dejar correr las lágrimas por sus mejillas. Sintió vergüenza y sin embargo le estaba haciendo bien; Ruben la rodeó con sus brazos, le acarició el cabello, las mejillas húmedas. Una mano la sostenía a ella, con la otra extrajo su navaja y le cortó las ataduras.
—Ahora ya no te vas a ir corriendo de aquí —dijo él.
Amely se frotó la cara acalorada.
—No —dijo riéndose—. Ya es de día. Me parece que me apetecería ahora un cafezinho fuerte.