Era un paciente insufrible. O bien permanecía tumbado entre temblores y emitiendo un calor insano, o bien luchaba por ponerse en pie y hurgaba entre las matas en busca de algo comestible. Lo que traía le hacía agitar la cabeza a ella con repugnancia. Una vez al menos le dio algo que no se movía. Se atrevió a comer aquel fruto desconocido, pero no hizo sino avivar aún más sus ganas de comer. La mayoría de las veces Ruben mascaba las raíces de una ceiba que le llegaban a la cintura y dormitaba al abrazo protector de esas raíces. Durante el sueño pronunciaba frases incomprensibles. A veces relataba ella también alguna cosa, hablaba de Berlín, de los automóviles, de un fonógrafo que le había regalado su padre cuando cumplió quince años, con una grabación de Israel en Egipto, de Händel. Hablaba del zoológico, del espectáculo exótico de Hagenbeck, de las famosas familias constructoras de violines y de las fotografías en movimiento que había podido admirar hacía dos años en el Wintergarten-Varieté, del Teatro Apolo de Berlín y de los autógrafos que había podido mendigar allí. Ruben escuchaba su cháchara con interés y contemplaba con detalle la mariposa engastada en el cristal. En tales momentos podía reconocer al niño de entonces en el salvaje en el que se había convertido.
Era un salvaje. Le apartaba la mano a un lado cuando quería tocar sus adornos colgantes; tenía la impresión de que él no sabía en absoluto lo que llevaba encima.
Quería tener las armas en todo momento consigo. Parecía creer con toda seriedad que estaba preparado para una lucha en cualquier momento. Ella conservaba el revólver en el estuche del violín. ¿Quién sabía la que podría organizar él con el revólver?
Una y otra vez entrecruzaba las manos frente a sus labios y soplaba a través. El sonido similar al canto de un pájaro penetraba estridente por sus oídos.
—Kö aq ou. Vienen cazadores —explicó él. Y vinieron.
Eran dos hombres en una canoa grande y una mujer en otra más pequeña. Las canoas se deslizaban entre sauces florecientes, rechinaron al tocar la arena. Los indios saltaron agachados, olfatearon el lugar, miraron en todas direcciones con gesto vigilante. Los adornos que llevaban y sus cabellos oscuros eran muy semejantes; al parecer eran de la tribu a la que pertenecía Ruben. Uno hacía guardia mientras el otro y la mujer se arrodillaban junto a Ruben y examinaban su herida. Hablaron unas palabras en voz baja entre ellos. Ruben señaló con el dedo a Amely.
Ella se puso en pie cuando la mujer se le acercó con paso suave. Cruzó los brazos ante el pecho, pues vestida únicamente con su camisón se figuraba que estaba desnuda. ¡Lo cual era efectivamente así en las pantorrillas! En cambio, la mujer india se movía como si no fuera consciente en absoluto de que no llevaba nada de ropa con excepción de un trozo ridículo de tela en torno a las caderas. Amely tuvo que obligarse a no quedarse mirando esos pechos que se elevaban con descaro.
—Buenos días. Me llamo Am…
—E-tokimi! —dijo la desconocida refunfuñando por su boca grande y levantando la mano para golpear. Amely se agazapó por instinto.
—Tiacca, ani tei! —Ruben se había levantado; ahí estaba él, encorvado y apoyado en un árbol.
¡Oh, cielos!, ¿adónde he venido a parar?, se preguntó Amely. Con un tono una pizca más amable que el de la mujer, uno de los hombres le ordenó con gestos que se sentara y mantuviera cerrada la boca. El resto del día lo pasó Amely escuchando sus conversaciones y mirando cómo cuidaban a Ruben. Uno de ellos desapareció en el bosque y regresó al cabo de unas horas con un manojo de larvas. Entretanto, la mujer había encendido un fuego con un friccionador de madera. Quemaron las larvas. Las cenizas se las restregaron en la herida de Ruben. Pese a toda la buena voluntad que ponía Amely, no era capaz de imaginarse que esa porquería pudiera tener una utilidad mayor que las hojas masticadas. Los dos hombres, más rechonchos que Ruben pero igual de musculosos, trajeron serpientes, las despellejaron y las asaron al fuego. La mujer desenvolvió un paquetito hecho con hojas de palmera; en el interior había una pasta oscura de la que Amely no quería saber siquiera de qué estaba compuesta.
—Gracias, no quiero nada —murmuró cuando la mujer le puso bajo la nariz un pedazo que olía intensamente dándole a entender mediante señas que aquello era comestible.
—Ven —exclamó Ruben.
Con un gesto de alivio se dirigió hacia él. Por fin iba a escucharle. Tenía que convencerlo de regresar a Manaos.
Se sentó apoyado en el tronco de la ceiba y hablaba con uno de los hombres. Este le hizo unas señas para que se acercara. La mujer le indicó con gestos toscos que se sentara delante de Ruben.
El rostro de Ruben había adquirido algo de color. Daba la impresión de haberse fortalecido; su cuerpo rebosaba de ganas de volver a moverse, pero la herida le estaba causando todavía dolores; apretó los dientes cuando desplazó su peso y se agarró a un trozo grande de corteza que se le presentó a mano.
—Tú dice… no, muestra, no, escribe. —Apretó los ojos esforzándose en encontrar las palabras correctas—. A Wittstock. Escribe: No debe… no debe hacer cauchu…
—¿Cauchu? ¿Caucho?
—Sí. No caucho… —Se pasó los dedos por el pelo como si pudiera extraer de ellos las palabras correctas. Sus rasgos estaban desfigurados por el esfuerzo—. ¡Habla!
—¿Habla? ¿Qué… sobre qué, Ruben?
Él se puso los dedos frente a los labios y se golpeó la frente.
—Escuchar… tú… palabras… ven.
Las charlas de ella le habían ayudado a recordar, quizá no a saber quién era él, pero sí a rescatar su lengua materna de las más remotas profundidades. Y de pronto no se le ocurría nada que decir. Con gesto desvalido se encogió de hombros.
—¡Árbol… bosque! ¡Yayasacu solo! —Se golpeó el pecho, señaló con el dedo a los demás—. Yayasacu.
—¿Yayasacu? ¿Es el nombre de vuestra tribu?
Él asintió con la cabeza.
—Nosotros… selva. —Hizo unos gestos negativos con la mano—. ¡Wittstock no selva! ¡No cauchu! Si no Amely… —Se llevó el dedo índice al cuello.
No podía estar hablando en serio.
Todo aquello era muy irreal. Él le puso un trozo de madera chamuscado en la mano y le golpeó con gesto provocador en su regazo con la corteza. Amely comenzó a captar lentamente lo que quería de ella. Sonaba demasiado ridículo.
—Ruben —dijo ella inclinándose hacia delante y mirándolo con gesto penetrante—. ¿Quieres que le escriba a Kilian que me vais a matar si no deja de avanzar en vuestra selva? ¿Es así como quieres salvar a tu tribu de él?
Se alisó el pelo de detrás de la oreja, escuchó esforzadamente y asintió con la cabeza.
—Pero si yo no soy tan importante para él, en absoluto. ¡Tienes unas ideas muy equivocadas!
—¡Escribe!
—Incluso aunque consigáis que se retiren sus hombres de vuestros bosques, vendrán otros, así de potente es la demanda de caucho; y lo que no obtenga Kilian lo obtendrán otros.
—Wittstock, señor de los ambue’y.
Creyó comprender lo que significaba esa expresión. Los ambue’y eran los blancos, los invasores. Igual que ella. Y por algún motivo, Ruben tenía a su padre por un individuo muy poderoso.
—Kilian Wittstock no es el señor de los ambue’y. ¿Entiendes?
—No.
Habría deseado soltar un improperio, lo cual habría debido hacer en calidad de madrastra, pero él no habría entendido esto tampoco.
—Hay muchos Wittstocks entre los ambue’y —dijo con dureza—. Cuando matas a una anaconda bien grande, ¿piensas que has exterminado así a todas las anacondas?
Él bajó la cabeza. Ahora le dio lástima a ella. Él habló en voz baja con los otros. La mujer agarró la corteza y la arrojó al fuego.
La india tensó una cuerda con los puños, una cuerda retorcida de fibras, y se dirigió a ella con un grito. Esta mujer es como un perro que tiene que ladrar continuamente, pensó Amely enfadada y atemorizada a la vez.
—¡No la entiendo, compréndalo de una vez por todas! —replicó ella. No le sorprendió que los golpes siguieran a los gritos. Levantó los brazos para cubrirse el rostro. Sentía ganas de devolver los golpes. Quizá le sentara bien, como hacía unos pocos días, cuando se defendió de Kilian. Pero esa salvaje debía ver cómo se comportaba un ser humano civilizado. Así que se calló y se quedó a la expectativa.
—To! —berreó la mujer. Acto seguido señaló a las manos de Amely. Amely entendió que la iban a maniatar. Retrocedió dos pasos a toda prisa y ocultó las manos en las axilas. Los dos hombres se echaron a reír.
—¡No! —gritó Amely. ¡La querían abandonar allí atada o llevársela con ellos a la selva!—. ¡Soy Amely Wittstock! ¡No podéis hacer eso conmigo! No quiero. ¡No quiero!
Un instante después su mejilla quemaba como cubierta por un fuego. Esa salvaje le había dado una bofetada que no le iba en nada a la zaga a las de Kilian. Cuando levantó la mano para una segunda bofetada, Ruben le detuvo el brazo.
—Ani tei, Tiacca. —Empujó a un lado a la mujer y envolvió con las dos manos el rostro de Amely, le limpió la piel con los cantos de las manos y le giró el rostro hacia la mujer como si se tratara de una muñeca.
La salvaje asintió con la cabeza, con un gesto repentino de placidez. A pesar de todo le ató las manos por delante. Amely no se atrevió a rebelarse otra vez. Cuando vio el resto de su maquillaje en las manos de Ruben supo que le había enseñado este a la mujer indio: las marcas de los golpes de Kilian. Su mirada conciliadora parecía expresar que teniéndola él en su poder no debían empeorar las cosas para ella.
A ella le pareció que sí empeoraban las cosas. La llevaron a la canoa grande, en donde ocupó asiento delante de Ruben. Ante ella iba sentada la mujer. Los otros dos hombres dirigieron las canoas pequeñas hacia el río Negro. Como Ruben se encontraba demasiado débil le pusieron a ella el remo de él en las manos atadas. Apenas consiguió dar tres o cuatro golpes de remo y ya creía que se le iban a romper los brazos. Lo mismo le ocurría a su espalda, tan poco acostumbrada a estar tanto tiempo sin corsé. Ruben solo le concedía unas breves pausas y a continuación le daba unos golpecitos en los hombros para que continuara. En cambio, los indios no parecían cansarse nunca.
Día tras día fueron remando río arriba. Apenas podía creerse alguien que al norte de Manaos el mundo estuviera tan abandonado de la mano de Dios. Las viviendas lacustres de los caboclos iban escaseando a ojos vista; y entre los mestizos de allí nadie se interesaba por unos pocos indios dispersos. Nadie acudió en ayuda de Amely, claro que no. Su estado de ánimo oscilaba entre la curiosidad y el terrible temor. No debería haberse negado a escribir ese recado. De esa manera habrían sabido por lo menos en la Casa no sol lo que había sucedido con ella. ¡Ah, qué disparate!, se dijo para sus adentros. Esa estúpida tablilla de corteza de árbol no habría llegado jamás a su destino, y si lo hubiera hecho seguro que la letra no estaría ya legible. Estos indios eran de una ingenuidad supina.
Por el momento Amely había decidido que esa gente no le gustaba. No eran apenas más que animales cuando retiraban a un lado los cordones de sus caderas para hacer sus necesidades en el agua a la vista de todo el mundo. Ella se contenía hasta el atardecer, cuando amarraban en algún lugar protegido y asaban la captura del día. Entonces se abría paso entre los matorrales vigilada la mayoría de las veces por la mujer. En las fogatas vespertinas Ruben la exhortaba a hablar y él practicaba palabras y frases con toda curiosidad y atención. No parecía llamarle la atención que fuera desacostumbradamente rápido en sus progresos. ¿De dónde iba a saber un ser humano, habitante de los parajes más recónditos de la selva virgen, que el aprendizaje de un idioma era en realidad un asunto difícil y agotador?
El color negro de su cabello fue desapareciendo a ojos vista; se fueron haciendo visibles cada vez más mechones rubios, y cuando su pelo claro destellaba a la luz del sol a ella le parecía todo aquello aún más irreal.
—Halcón tótem —dijo él pasándose la mano por los brazos tatuados y agarrándose el cabello—. Che réra, mi nombre: Aymaho kuarahy, el halcón del sol. —Señaló a la mujer—. Tiacca: pájaro en agua. —Su mano imitó el vuelo en picado al agua de un colimbo grande. A continuación le presentó al más bajito y forzudo de los dos hombres, el que reía continuamente con un deje burlón—: Pytumby: noche a orillas del río. —Por último señaló al otro hombre, el único que llevaba clavada también en la nariz una aguja de hueso—. Ku’asa. —Pero para él no conocía al parecer ninguna palabra equivalente en alemán. Sus rostros daban la impresión de no tener edad, parecían casi infantiles—. ¿Amely?
—Amalie —dijo ella—. La eficiente.
Él repitió una y otra vez esa palabra extraña.
—Eficiente. Aplicada. Buena.
Su convalecencia estaba progresando muy rápidamente; las cenizas de larvas debían de ser verdaderamente un remedio milagroso. Ya saltaba a la canoa tan rápidamente como los demás sin dar bandazos, sacaba las flechas de su carcaj, las colocaba en el arco, lo tensaba y disparaba. Ella no podía evitar disfrutar de esa visión bárbara. Si en aquel entonces, cuando jugueteaba en el espectáculo exótico aquel de Berlín, alguien le hubiera hablado de un hombre así, ella no le habría creído.
Con todo el viaje la estaba agotando. Los esfuerzos, las manos atadas, la espalda sin apoyo, la piel asediada por mordeduras y picaduras, su camisón desgastado que llevaba adherido al cuerpo como si fuera su segunda piel, su propio olor… detestaba todas estas cosas. Cuando el agua se agitaba en la proa porque constantemente emergían troncos de árboles o aparecían plantas trepadoras o bancos de arena, su corazón se ponía a latir de miedo. Hasta la lluvia significaba peligro; y al igual que los demás achicaba el agua del interior con las manos y con hojas de gran tamaño hasta que se desplomaba rendida por el agotamiento. La algarabía de miles, de decenas de miles de aves, les impedía entenderse con la voz. Los cocodrilos de las orillas no eran ya un excitante espectáculo natural del que disfrutar con un estremecimiento placentero desde la cubierta del Amalie, con prismáticos en una mano y con una limonada fresca en la otra. Todo se movía rebosante de vida estrepitosa, peligrosa, desconocida; y cuando la blanca niebla se quedaba atrapada en las copas de los árboles y ascendía vaporosa por el río, a Amely no le habría resultado extraño ver a un pterosaurio surgiendo de las aguas.
Sin embargo, todo esto no era nada en comparación con la incertidumbre. ¿Qué le aguardaba en la meta de aquel viaje? Su imaginación le proyectaba las peores escenas: que la encerraban en un agujero en la tierra, la alimentaban con raíces y finalmente acababan cociéndola a fuego lento entre hojas de palmera, como a un animal; que la ofrecían a todos los hombres o la obligaban a trabajar como esclava entre mujeres que seguramente serían todas tan rudas y groseras como Tiacca; o que la ataban a un árbol y la pringaban entera con miel. Los indios hacían esas cosas en los libros que ella conocía. E incluso si no sucediera nada de todo eso, ¿podría escapar alguna vez de la selva virgen?
Entonces podría consumar lo que no conseguí en la Nochevieja a orillas del igarapé, se le pasó por la cabeza a ella. Sigo teniendo conmigo el revólver.
Pero eso sería únicamente la última solución. Quería vivir. Nunca, nunca hasta entonces había querido vivir tanto como en esos momentos.
Era un enigma para ella el modo en que los indios se orientaban. El gigantesco paisaje fluvial de la Amazonia estaba sometido a una transformación constante, y los brazos de río que seguían eran un laberinto lleno de meandros. El río se transformaba en gigantescos lagos, luego en riachuelos angostos por los cuales se deslizaban las canoas por los rápidos aparentemente en la dirección equivocada. En ocasiones avanzaban por una alfombra tupida de vegetación, en otras a través de unas aguas sucias de color amarillento y llenas de nubes de mosquitos. Una sola vez tuvo Amely una ligera noción de dónde se encontraba: las aguas negras se volvieron claras. La pequeña flota había dejado atrás el río Negro y giraba hacia el río Blanco, el río Branco.
Amely no sabía cuántos días habían pasado. ¿Estarían floreciendo las campanillas blancas en Berlín? ¿Estaría cuidando Maria otra sepultura vacía en el parque de la Casa no sol? No le habría resultado extraño a Amely que hubieran pasado no semanas sino años, y que Miguelito anduviera persiguiendo entretanto a las criadas.
Siguieron una senda interminable por el bosque, caminaron por cenagales que les llegaban hasta las rodillas con las ligeras canoas sobre los hombros; también Amely tuvo que ayudar en el transporte. Por toda su piel cubierta de telarañas y de polen tenía clavadas espinas y aguijones. Los indios se frotaban la piel con termitas y la obligaron a hacer lo mismo. Le fabricaron unas sandalias con fibras vegetales que volvió a perder rápidamente en el fondo resbaladizo, que producía el efecto de estar habitado por muchos bichos pequeños. Se echaba a correr con los demás cuando caían árboles con gran estruendo, y permanecía completamente inmóvil cuando había algún animal peligroso oculto en la espesura. Luego volvieron a remar.
—¿Cuándo llegaremos? ¿Falta mucho? —preguntó Amely lloriqueando.
—Hoy —respondió Ruben.
Empezaron a aparecer colinas en aquel terreno, se aproximaban las siluetas grises del altiplano guayanés. Aquí y allá surgían del omnipresente verde algunas formaciones rocosas rojizas. Ruben señaló de pasada una peña colgante que daba sombra a una poza pequeña.
—La Roca Roja. Aquí criamos pirañas, para comer. El poco espacio las vuelve furiosas. Aquí humillé a To’anga. Aquí murió.
Ella sintió un escalofrío.
Un gorjeo colmaba el aire. Niños desnudos hacían señas desde las rocas y corrían junto a la columna de canoas. Mujeres, hombres, viejos, jóvenes se concentraron allí donde las canoas tocaron finalmente con un crujido la arena. Amely quiso acurrucarse en la canoa y se estiró el camisón por encima de las rodillas, pero Tiacca la arrastró a tierra sin piedad.
—Perei Ambue’y, perei Ambue’y —iba pasando entre susurros de un oído a otro.
Manos extendidas hacia ella tiraban violentamente de su camisón, se lo levantaban, acariciaban su piel. Los niños la lamían. Las mujeres señalaban su boca y se regocijaban viendo el adorno de oro sobre los dientes. ¡Como si allí no hubiera nadie que se hubiera estropeado la nariz con agujas de hueso!
Una mujer, tan entradita en carnes como Maria, apartó a la multitud a un lado, se plantó ante Ruben y lo examinó atentamente de la cabeza a los pies mientras chasqueaba algo que masticaba; podía tratarse de tabaco. Él hizo un gesto que presumiblemente representaba un saludo, pero ella lo borró con un movimiento de la mano que también se habría entendido en las calles de Manaos y que indicaba enfado. Era del todo evidente que exigía una explicación rápida por la presencia de Amely.
Se acercó un hombre bajito, con muchas arrugas. Llevaba más adornos que los demás y todos le abrieron paso con respeto. El modo en que los dos se pusieron ahora a discutir producía un efecto muy familiar. Finalmente, el hombre golpeó a Ruben en los hombros como queriendo decir: ¡no te preocupes de la cháchara de mi mujer, vamos, cuenta lo que tengas que decir!
Ruben hizo un relato breve de lo sucedido. No resultaba difícil verle en la cara lo mucho que le disgustaba no haber llevado a cabo su misión o lo que fuera. Finalmente agarró a Amely del brazo y la obligó a acompañarlo. Unas cabañas redondas rodeaban lo que era como una plaza de la aldea presidida por una gran construcción hecha de madera y de paja y por una arboleda con una casa amplia. Hogueras, soportes para secar pieles, un enrejado con pecarís de pelaje negro dentro… Amely no vio muchas cosas; Ruben la llevó a una cabaña y le indicó que se sentara apoyando la espalda en uno de los dos postes de sostén entre los cuales colgaba una hamaca.
Por fin, por fin le cortaba aquellas ataduras.
Pero fue únicamente para atarle las manos por detrás del poste.
Ruben se había echado sobre una esterilla. A su lado estaba sentado un hombre rechoncho aspirando el humo de una pipa fabricada con hueso y mostrando una sonrisa en la que se veía el hueco de la falta de un diente. Con la mano izquierda agitaba un coco en el que sonaban huesos o semillas dentro. El hombre cantaba al mismo tiempo. Una canción para curar, supuso Amely. El chamán se inclinó sobre el abdomen de Ruben y envolvía la herida con el humo de la pipa. Finalmente se levantó y se sacudió el polvo de sus piernas torcidas.
—¿Te sientes mejor ahora? —refunfuñó Amely en cuanto el hombre hubo salido de la cabaña.
Ruben se giró de lado y apoyó la cabeza en el codo. Su mirada la obligó a apretar bien firmes las piernas desnudas.
—Pinda es un chamán. Él dice espíritu malo está todavía en herida. Eso es peligroso. —Estaba aprendiendo el alemán a una velocidad asombrosa. Quizá no había nada de lo que asombrarse, ya que él solo tenía que hacerlo salir de dentro. Si la situación de ella no hubiera sido tan humillante se habría alegrado del tesón de él.
—La herida se ha inflamado de nuevo, lo cual no tiene nada de particular. Seguro que el humo de tabaco no resulta nada útil en la curación. ¿Podrías desatarme, por favor? Tengo hambre y sed, y me duelen los brazos.
Se levantó con agilidad pese a la herida, se coló a través de la cortina de rafia que ocultaba la entrada a la cabaña y regresó con una ramita.
En ella estaba pinchado un pedazo de harina de mandioca cocida. Ruben se acuclilló ante ella y le llevó ese pan caliente a los labios. Tenía un aspecto seco y parecía chamuscado.
—¡Ruben! ¡No puedo estarme aquí toda la vida sentada y dándome tú de comer!
—No sé, si tú… no puedo… —dijo él luchando por encontrar la palabra apropiada—. La confianza.
Clavó los dientes en el pincho de pan profiriendo un suspiro. Sorprendentemente tenía un sabor a frutas cocidas, sin lugar a dudas era lo mejor que había comido en años. Se sintió mucho mejor después de que Ruben le llevara a la boca una calabaza con agua limpia.
—Gracias —dijo ella con una pizca más de amabilidad—. Y ahora, ¿cómo voy a lavarme? Tengo la sensación de estar metida en un abrigo de suciedad.
Él volvió a salir de la cabaña y regresó con Tiacca, que llevaba un cuenco bajo el brazo. Su amplia sonrisa cuando se arrodilló frente a Amely era todo menos amable. Introdujo un objeto de color castaño en el cuenco y con aquello limpió sin ninguna delicadeza el cuello de Amely, que profirió un grito. Tiacca hizo un amago de darle una bofetada, pero por lo visto se acordó de la indicación de Ruben de que no tocara a Amely y le estampó la esponja húmeda en el rostro.
Un torrente de palabras le cayó a Amely encima. La india salió de la cabaña caminando con dificultad. Afuera alguien estaba dando voces; Ruben se levantó y salió de la cabaña. También allí hubo un breve enfrentamiento verbal: ¡estas gentes tenían aún más genio que los brasileños! Pero cuando regresó estaba tan tranquilo como al salir.
—El cacique está furioso porque estás aquí. Eres ambue’y, una mujer que puede traer desgracias.
—¿Desgracias?
—Espíritu-muerte. Espíritu-enfermedad. Yo dije si tú tienes genio-enfermedad, nosotros estar ya muertos. El cacique es sabio, pero demasiado… prudente. —Soltó una carcajada arrogante—. Piensa que tengo la cabeza llena de pájaros.
Amely sonrió también. ¿Sería él consciente de que acababa de utilizar un giro de su lengua materna?
Por fin la desató. La condujo a la plaza del pueblo agarrándole del codo. Ella no sabía si mirar todo a su alrededor con curiosidad o si debía evitar las miradas. Las mujeres, vestidas todo lo más con pequeños delantales, estaban reunidas, acuclilladas en torno a unas fogatas, ocupándose de la comida. Y como quizás en todas partes del mundo, los hombres estaban sentados todos juntos, pero no hacían otra cosa que charlar y fumar. Todas estaban tatuadas, en parte incluso en los lugares más delicados. Una mujer golpeaba las extremidades de una tortuga, clavó la punta de un cuchillo en el caparazón y la levantó. Amely apartó rápidamente la mirada de aquel trabajo sanguinario. Un cocodrilo diminuto que todavía llevaba restos de cáscara de huevo en el lomo se le subió a los pies. Ella profirió un grito. Un niño atrapó al animalito y se la quedó mirando con cara de no entender la reacción de ella.
Ruben la condujo por una pequeña plantación de mandioca, luego por escalones de roca hasta una poza. Allí la soltó.
—Lávate.
—¿Delante de las chicas? ¡Ni hablar!
En el pequeño lago estaban sentadas cinco muchachas jóvenes completamente desnudas. Habían dejado su cháchara y miraron perplejas cómo Ruben empujaba a Amely al agua. Se quedó de pie como un palo sobre un fondo resbaladizo. Ruben ordenó a las chicas con un tono muy rudo que se marcharan de allí. Pero a él no se le pasó por la cabeza marcharse de allí; se sentó sobre una roca del lago, agarró las flores que habían dejado atrás las chicas y las trituró entre los dedos. Con una espuma jabonosa se frotó la parte inferior del rostro, que él se había ido afeitando más bien con dejadez durante el viaje, con nada menos que con briznas de hierba.
—Ruben, no puedo lavarme si hay alguien mirando.
—Lávate.
Él consiguió afeitarse en efecto con los tallos de las hierbas y con el apurado de una navaja bien afilada. Amely titubeó un buen rato. Finalmente agarró algunas flores, se acuclilló en el agua y metió las manos por debajo del camisón. ¡Grifos de oro, jabones aromáticos, toallas suaves! No había sabido apreciar todo eso. Julius le vino a la cabeza. Se imaginó que salía corriendo por entre los matorrales con una escopeta y que se la llevaba a casa. No has tenido ningún hogar de verdad desde que tu padre te despachó hacia aquí. Así que componte y lávate.
—Necesito algo para ponerme encima —le dijo a Ruben cuando volvió a ponerse en pie—. En mi camisón puedo meter hasta los dedos por los rotos que tiene.
Se arrepintió al instante de haber dicho aquello; probablemente le entregarían una de esas ridículas minifaldas y la obligarían a andar por ahí con los pechos al aire.
De regreso a la cabaña, él le llevó un pequeño soporte y un grueso ovillo de hilo.
—Tú tienes que hacer tú misma —dijo golpeándose las caderas, demasiado poco tapadas con los cordones de colores.
¡Santo cielo! Se sentó junto al poste y comenzó a enrollar el hilo de fibras vegetales en torno a un trozo de corteza. ¡A ella, que había llevado vestidos tan cargados de joyas, le exigían aquí con toda seriedad que se tejiera un sustituto para su camisón desgastado!
La lluvia golpeaba tan fuerte sobre el tejado que Amely se preguntó si la cabaña resistiría en pie. Al poco de su regreso, Ruben había comenzado a repararla. Esta era una actividad constante allí, le había explicado él, a menudo tenían que rehacer las cabañas porque todo se pudría allí con suma rapidez. Solo unas pocas gotas se colaron a través del tejado cubierto con cortezas recientes de árbol y hojas de palmera. Al caer en un agujero en la tierra se evaporaban en las ascuas de una pequeña fogata. El hecho de que Amely no pudiera dormir se debía sobre todo a la pesada soga que unía su muñeca con el poste. Se podía cortar, pero ella dudaba de poder llegar con la mano libre hasta la navaja situada en la hornacina de arcilla sin despertar a Ruben, que dormía en su hamaca. Así que se acurrucó apretando el estuche del violín contra su vientre. Aquel ídolo de allí tallado en madera oscura, ¿sería acaso Tupán, el Dios principal de los indios? Aquel hombrecito se asemejaba a un mono. De la pared colgaban pieles de jaguar y de reptiles, carcajs y arcos, máscaras y cabezas confeccionadas con piel. Del tejado colgaban, bamboleándose de los cabos de unas cuerdas, algunas conchas de caracol. También colgaban pieles secas de serpientes. Unas manchas de color rojo cubrían las pieles: era la pintura que se ponían los hombres. Ruben le había explicado que la usaban para favorecer la habilidad del cazador, para la riqueza y la potencia, y se lo dijo restregándose gráficamente entre las piernas.
Las manchas verdes simbolizaban la vida, el alma, la protección doméstica. El amarillo era el color de las mujeres. Durante el día, Amely, ocupada en su marco de tejer, había visto cómo las indias obtenían las pinturas moliendo tierra, flores y hojas. Hacían lo mismo con una fruta de la que obtenían la pintura azul oscuro que se untaban en el pelo. Tenían los brazos oscuros hasta el codo, y se columpiaban y se embadurnaban unas a otras entre risas. No solo daban una impresión infantil por su piel lisa y por sus narices cortas, así como por sus cuerpos vigorosos. También por su desenfreno.
El rojo y el verde centelleaban uno al lado del otro y desasosegaban a Amely. Su estómago protestaba por el hambre. El ragú de carne de tortuga que le ofrecieron lo rechazó dando las gracias. Aún se ponía mala al recordar cómo la gorda mujer del jefe de la tribu había metido la mano en el caparazón sanguinolento y se había chupado después los dedos con aquellos pedazos de carne mezclados con harina de mandioca y gusanos. Y cuando la vio comer con deleite unos huevos de tortuga que parecían cristal verde, Amely se fue corriendo detrás de una cabaña y vomitó entre las estruendosas carcajadas de todas las mujeres.
¿Habría algo comestible en las calabazas, en las bolsas de piel y en las ollas de barro? Amely estiró el cuello para ver, esperando encontrar únicamente escarabajos o gusanos. Pero allí solo había puntas de flecha, jugos desconocidos, una especie de ungüento hecho de hierbas molidas. En el caparazón de un armadillo estaban los copiosos ornamentos corporales de Ruben. Quiso echar mano con curiosidad cuando tumbó con el pie el recipiente de los animales.
Ruben se le echó encima.
—¿No debía hacer esto? —dijo acuclillándose de nuevo junto al poste.
Él se agachó a recoger algo de colores brillantes, un gusano o una pequeña serpiente, y la sacó afuera llevándola muy apartada de su cuerpo.
—Mordedura puede matar —explicó al saltar la valla que llegaba hasta las rodillas, compuesta de ramas y lianas y que servía de protección durante la noche—. La lluvia la ha traído hasta aquí.
¿Y eso lo decía él como si sacara la basura diaria de la casa? Amely se tapó la cara. Mejor no pensar en ello, se exhortó a sí misma; sin embargo, no pudo evitar temblar y lloriquear entre sus manos. Él pasó sus dedos por el pelo de ella, la atrajo hacia sí y la arrulló.
La lluvia no era ahora más que un murmullo y la estaba adormeciendo. Cerró los ojos apoyada en el hombro de Ruben. Casi se lamentó cuando él se retiró. De uno de los tarros de barro Ruben extrajo algo que tenía un olor familiar.
—¡Guaraná! —exclamó ella con alegría.
Esa bebida dulce de semillas molidas y miel fue como una comida reparadora. Y como un recuerdo.
—Esto me lo servía Maria a menudo —dijo ella entre cavilaciones—. Ruben, ¿por qué me has traído contigo después de haberte aclarado que tu padre…
—¿Por qué tú siempre dices él es padre?
—Porque es así.
—Tú hablas palabras-espíritu.
Amely suspiró. Todo podía ser un espíritu. Un animal, una planta, un golpe de viento, una canción, el humo del tabaco. Hasta de sí mismo había afirmado Ruben que era un espíritu. Era difícil enseñar a un ser humano la verdad sobre su origen cuando este se había criado de una manera completamente diferente. Pero ¿cómo explicárselo a alguien que se tapaba la boca a la vista de un arcoíris para que el espíritu del arcoíris no dañara sus dientes?
Pero quizá Ruben pensaba lo mismo que ella de él y la tenía por una chiflada.
—Bueno, vale. ¿Por qué me has traído contigo después de saber que no puedes chantajear a Kilian Wittstock?
No formulaba ella esta pregunta por primera vez. Pero por primera vez tenía la sensación de que él ahora podía y estaba dispuesto a darle una respuesta.
Se sentó delante de ella cruzando las piernas.
—Yo quería el… —se llevó la mano a la cabeza— el cráneo de Wittstock.
Ella se atragantó resoplando.
—¿Su cráneo?
—Botín. La prueba de que lo he matado. Entonces viniste tú. Quise secuestrar a ti. Tú has dicho, eso no tiene sentido. Pero demasiado tarde para dejarte atrás. ¿Tú sola en la bahía? No podía hacer yo eso. No quería que ti… que te pasara algo.
Él le cogió el cuenco de madera de su mano, bebió y se lo devolvió. Se puso a masticar el trago con gesto meditabundo.
—No, no es del todo verdad. Me diste miedo. No sé por qué. Pero cuando es así, el cazador tiene que matar el miedo. El cacique dice, yo juego con muerte, eso es malo. Yo digo, es bueno. Cuando quitas el peligro del camino, vuelve más fuerte. Hay que agarrar serpiente, llevar fuera. Si no se meten en kyha y miran en la sombra. —Señaló a la hamaca.
—Háblame de tus padres. ¿Viven todavía?
—No. Padre buen cazador. Muerto por jaguar. Madre muerta por serpiente, hace dos años.
—¿Tenían el pelo rubio también?
—¿Rubio?
—Dorado, como el sol. ¿No te has preguntado nunca por qué eres tú el único que tiene el pelo así?
—Sí, en otros tiempos. —Hizo un gesto negativo con la mano—. Pero la pantera es negra, los padres del animal, no. Eso es así.
Inmediatamente después de su llegada había teñido su larguísima melena de color negro azulado con el fruto de la genipa y con el jugo de una especie de liana, una melena que había refulgido durante el viaje entre los lujos suntuosos de Wittstock. Así que no encontraba tan natural su color rubio…
—Ruben. —Ella respiró profundamente varias veces—. Estoy segura de que tus padres fueron personas maravillosas, pero no eran tus padres. Tú eres prusiano, del Imperio alemán, un país poderoso al otro lado del gran mar. Para tu tribu, esos países son solo leyendas, pero yo también vengo de allí, eso es completamente real. De alguna manera viniste a parar de niño a la selva virgen y los indios te capturaron. ¿No puedes acordarte de tal cosa? ¿Qué sucedió en aquel entonces?
Se estaba equivocando de estrategia; lo vio en la mirada confusa y hostil de él, que volvió a agarrar el cuenco para beber, y ella se imaginó que de un momento a otro quedaría la cabaña rociada con la bebida. Sin embargo, él le devolvió el cuenco con tranquilidad.
—Estás hablando cosas confusas. A mí me llaman a veces loco. Pero tú lo estás mucho más. Quizá debería haberte dejado en la selva.
Él se levantó y se tumbó en la hamaca.
—¡Ruben! ¿No te das cuenta de que estás hablando cada vez mejor? ¡Eso tiene que darte que pensar!
Él se cruzó de brazos y cerró los ojos, así que ella se tumbó de nuevo en su esterilla y agarró el estuche de su violín. ¡Ay, Ruben! ¿Cómo puedo hacerte entender que la persona cuyo cráneo querías es tu padre?