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Amely estaba soñando. Debía de estar soñando; no había ninguna otra explicación para el hecho de que estuviera ante ella uno de los hijos difuntos de Kilian. Cuando sus dedos tocaron los mechones húmedos del pelo de él, estaba segura de que tendría que disiparse por fuerza aquella figura, igual que la niebla sobre las aguas matutinas.

Sin embargo, permanecía allí. Estaba con vida.

¿No se estaba engañando en realidad? Su cabello era negro, pero aquí y allá se vislumbraban mechones rubios. Tenía la mirada seria, los rasgos también serios, y todo eso coincidía con las fotografías que había visto, solo que ahora pertenecían a un hombre adulto. Los pequeños amuletos que colgaban de un cordel de cuero sobre su pecho no los había visto en ninguna de las viejas fotografías, ¿pero quizás en una pulsera? Cuando los tocó, él le apartó la mano con un gesto brusco y los aferró entre sus dedos como protegiéndolos y diciendo algo en un idioma que sonaba a indio.

—Todos se alegrarán de verte —exclamó ella. Solo con un atisbo de atención percibió todavía el revólver en su mano caída. Volvía a resurgir la esperanza… Ruben había regresado, el corazón amargado de Kilian se curaría. Volvía a tener un hijo. Todo podía volver a su cauce—. ¡Ven, vamos, ven!

Ella subió los escalones girándose continuamente hacia él. Sí, él la seguía, pero en el paso al parque se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó con sumo cuidado. Él titubeó y se agazapó como un animal salvaje. Quizá no se acordaba bien. Ojalá que no se eche a correr…—. Todavía no me conoces para nada. Me llamo Amely. Soy tu… tu madrastra, la nueva esposa de tu padre, Kilian Wittstock. ¿Entiendes?

—Wittstock —murmuró él.

—Sí, tu padre. —Ella se llevó una mano al pecho—. Yo soy Amely Wittstock, su esposa.

Sus ojos destellaron como alguien que comprende.

Tras ella, pasos. Se giró a mirar. Alguien venía corriendo por la hierba.

—¡Póngase a un lado, senhora Wittstock!

Era Felipe.

Ella se hizo a un lado de una manera maquinal. Un fogonazo, una detonación. ¿Por qué disparaba si ella no se encontraba en peligro? Sin embargo, era difícil que pudiera reconocer quién era el indio que estaba a su lado.

—Es… —iba a decir «Ruben», pero entonces sintió la mano de Ruben tapándole la boca por detrás. El otro brazo de él la rodeó por la cintura. Sintió que la levantaban de los pies.

De repente el suelo comenzó a balancearse. Se precipitó por el terraplén abajo en los brazos de Ruben. Él la agarró del pelo, tiró violentamente de sus pies y la arrojó a una canoa. Amely se acurrucó en ella; apenas podía moverse de lo mucho que le dolían los huesos por el rudo trato al que la había sometido él. Tampoco se atrevía a moverse. La piragua comenzó a tambalearse cuando él la arrastró al agua. La empujó hacia la corriente, saltó por encima de ella y se puso a bogar. Amely se agarró con fuerza al borde de la canoa y levantó la cabeza. Bajo la lamparilla de petróleo estaba Felipe con el brazo de disparar en alto. No se atrevió a disparar de nuevo.

Simplemente podría saltar por la borda. Ruben estaba sentado delante de ella dándole la espalda y metiendo el remo en el agua con una resolución brutal. Cuando ella quiso levantar una pierna sobre la borda, él llevó el remo hacia atrás y le golpeó en la cintura. Ella volvió a dejarse caer en la canoa profiriendo un sonoro suspiro.

Ya no podía divisarse a Felipe. ¿Se habría puesto a correr en dirección a la casa? ¿O se habría dirigido a las otras canoas?

¿Qué haría Ruben si se volviera ella ahora a gritar hacia Felipe? Sus pensamientos se atropellaban y arremolinaban. No debía olvidar en absoluto que Ruben se había convertido en otra persona. Había empleado palabras indígenas. Era un indio. Pero ¿cómo podía ser eso? ¿No había afirmado Felipe que había visto el cadáver de Ruben?… Llegué justo en el momento en el que uno de ellos le golpeaba y le arrancaba la cabellera. Intenté evitarlo, pero ya era demasiado tarde.

Quizá le habían engañado los sentidos a Felipe en aquel entonces.

Una reflexión que hizo que estallara en una sonora carcajada. Con toda seguridad no había habido nunca otro joven rubio en la selva.

La canoa se deslizaba rápidamente hacia un objeto negro. ¿Era un animal? Ella reconoció el estuche de su violín. Con un movimiento rápido lo levantó de las aguas antes de que pasara de largo y lo introdujo en la canoa. Ruben la miró por encima del hombro con un gesto severo, pero se abstuvo de arrancarle ese objeto que ella mantenía entre sus brazos protectores. ¿Adónde quería llevarla?

—¿Estás huyendo de Felipe da Silva? —preguntó ella. Era reconfortante escuchar la voz propia, hacía que todo aquello tuviera un viso más de realidad—. No es necesario en absoluto. No te hará nada.

Y para esa mentira hay seguramente una explicación… Apenas apareció este pensamiento por su mente, supo ella al mismo tiempo la respuesta. Felipe había querido encontrar a Ruben en aquel entonces para ofrecerse al servicio de Kilian, pero no lo había encontrado, ni siquiera su cadáver. Así que afirmó haber vengado por lo menos al hijo, y las cosas le salieron como había pretendido: en señal de gratitud, Kilian le redimió de su miserable existencia como recolector de caucho. Y no solamente eso, le había convertido en su «mano izquierda».

El enfado le bullía fuertemente por dentro. Deseó estar delante de Felipe y restregarle por la cara que había puesto al descubierto su engaño.

—¡Tenemos que regresar! —exclamó ella. La canoa se tambaleó cuando se esforzó por ir adelante para sacudir el brazo de Ruben.

—Mba’e piqo rierota?

Él se retorció de repente como si le hubiera golpeado.

—¿Ruben?

Se palpó el cuerpo y alzó la mano afectada como para mostrarle que tenía el cuerpo bañado en sangre.

—¡Dios santo bendito! ¡El disparo! —Felipe le había… ¡No, no podía ser, no podía haber una desgracia semejante! Ruben se desplomó hacia delante, la canoa empezó a dar bandazos. Con un gesto completamente instintivo, Amely echó mano del remo antes de que cayera al río. Lo sumergió en el agua, intentó remar contra la corriente que lo llevaba desde aquel igarapé hasta el río Negro, pero ella no tenía la fuerza de él. Además, ¿hacia dónde ir? De ninguna manera atrás, donde Felipe quizá no titubearía en disparar una segunda vez. ¿Hacia la selva, donde un herido podía ser víctima fácil de los animales depredadores? Todas las direcciones le parecían insensatas.

Levantó el remo y lo dejó en la canoa. No haría absolutamente nada.

Que decidiera el río lo que tenía que suceder. Se tumbó al lado del tembloroso Ruben.

—Me llamo Amely —le susurró al oído—. Tú eres Ruben.

Me llamo Amely. Tú eres Ruben. Me llamo Amely. Tú eres Ruben. Estás herido. Me llamo Amely.

Le habló sin cesar en ese lenguaje extrañamente duro, extrañamente familiar que no se asemejaba para nada al de la ciudad.

El espíritu del ruido había enmudecido en él. ¿Significaba eso acaso que la muerte estaba cerca y que no había alcanzado la meta de sus ansias? Descanso eterno… Y también ese nuevo dolor en su cuerpo ya pronto sería cosa del pasado. Pero él no quería morir. Por lo menos no ahora. Él le pedía que no lo dejara morir, y también salían sonidos irreconocibles de su boca y ella parecía no entenderle. Embutida en su vestimenta blanca, que lo ocultaba todo, se acercó a la orilla del río, levantó un extraño objeto de la arena y se echó el pelo para atrás. Lo que sostenía su otra mano recordaba el arco de juguete sin tensar de un niño. Sin embargo no se trataba de ningún arma. Era…

Era música que, pese a lo extraña que resultaba, henchía el aire, se elevaba por encima del gorjeo nocturno del agua, por encima de las cigarras, por encima de sus jadeos. Ella no era Amely, era Yacurona, la mujer-espíritu que enviaba al boto para raptar a un hombre. ¿Acaso no había visto un delfín poco antes de perder el conocimiento? Y esa bahía, a la luz de la luna, le parecía verdaderamente el camino hacia los lugares sagrados en las profundidades del río. Yacurona terminaría enseguida su canción y se lo llevaría al agua. No sabía si su corazón latía tan salvajemente porque la herida lo estaba machacando o porque sentía miedo verdaderamente. ¿Quiero ser realmente aquel que pase a las historias de mi tribu como alguien que se apartó de su senda para dejarse arrastrar hacia Encante?

Se ladeó, enterró los dedos en la arena para probar si era capaz de ponerse en pie. La música era extraña, pero al mismo tiempo le resultaba familiar, como si hubiera escuchado algo similar hacía muchísimo tiempo. Toda aquella mujer removía algo dentro de él, algo que él siempre había pensado que era mejor que permaneciera oculto en lo más profundo de sí mismo.

Me llamo Amely.

Tú eres Ruben.

Soy la esposa de Kilian Wittstock.

Y tal como ella estaba allí, sumida por entero en su interpretación, estaba claro que ya no era dueña de sus sentidos.

Despuntó la mañana, el primer día del nuevo año. No había venido el boto. Los rayos del sol se reflejaban en el río haciendo destellar los cuerpos escamosos de los peces que andaban atrapando mosquitos al vuelo. Mucho más allá un pescador había amarrado su piragua de colores alegres a un banco de arena y estaba ocupado con sus redes. No obstante, ahí, en la orilla oriental, donde todavía imperaba la noche, pendía una bruma verdosa sobre la bahía. Amely se incorporó y jugaba, ensimismada, con la arena blanca. Sabía que esa bahía era tan peligrosa como cualquier lugar a orillas del río si no estabas atenta. Pero también si lo estabas. Sin embargo, era única la belleza de los sauces, las palmeras, las acacias, los cocoteros y todas las demás especies de árboles con sus ramas inclinadas hacia el agua, rodeados por plantas trepadoras y orquídeas rojas y violetas que se habían fijado a sus surcos agrietados. Gigantescas hojas de nenúfar cubrían el agua como canoas redondas y planas; entre ellas se esparcía la inflorescencia rosada. Las libélulas aleteaban por entre los intrincados pasos que formaban las lianas. Los rayos de sol se colaban por entre los espacios de las plantas haciendo creer a Amely que se encontraba en una iglesia de verde vivo. Los loros comenzaban a graznar medio adormilados. Los colibríes centelleaban frente a seductoras flores. Los mosquitos permanecían fijos en el aire hasta que desaparecían de repente con un movimiento de zigzag. Sobre una rama había hojas que parecían desfilar: era una colonia de hormigas cortahojas. De la arena se elevó un montículo que resultó ser una tortuga. Un lagarto verde se deslizó rápidamente por la arena dejando tras de sí unas huellas finas. Ese mundo podía ser todo lo peligroso que fuera, pero desmentía a su vez al mismo peligro.

Amely se arremangó el camisón y se acuclilló en la orilla del río para hacer sus necesidades. Ahora, a la luz del día, no se veían las pirañas. ¿Había estado ahí realmente por la noche y había tocado la Danza de las Horas? Tenía que ser así; la música seguía estando en su interior. ¡Qué de cosas habían sucedido ayer! La Gioconda. El disparo. Ruben. Se había ido con él a golpe de remo, en esa canoa de ahí que producía un efecto primitivo. ¿Y luego? La corriente los había llevado en la dirección del puerto. Y de pronto se habían vuelto a encontrar entre un pelotón de canoas iluminadas.

Mirad, Yacurona se ha pescado un indio.

¿Yacurona? Pero si no es más que una mujer.

¿No ves al boto dando vueltas en torno a su canoa?

¡Yacurona! ¡Yemanjá! ¿Adónde quieres ir?

Y ella había respondido en estado de duermevela: a la bahía de la luna verde.

Tenía que ir a ver cómo se encontraba Ruben.

—Por favor, Dios bendito, no permitas que esté muerto —susurró y giró con cuidado la cabeza temiéndose dar con la gelidez de un cadáver.

La arena estaba removida. Un rastro delataba hacia dónde se había arrastrado Ruben. Amely se puso en pie de un salto y lo siguió poniendo toda su atención en cada movimiento de sus pies desnudos. ¡Alabados sean los cielos! Allí estaba sentado, reclinado sobre el tronco de un árbol y respirando con dificultad. Mantenía una mano apretada contra el abdomen; la otra agarraba hojas masticadas que escupía. Al parecer quería extender esa masa sobre la herida. Amely se acuclilló a su lado. Él permitió que ella retirara su mano para palparle el lugar de la herida.

—La bala ha vuelto a salir —dijo ella. Como a dos palmos por detrás del primer agujero había un segundo, no debía haber errado en su razonamiento—. No parece haber afectado a ningún órgano. —Procuró poner una voz alegre—. De lo contrario no estarías mirándome con esa cara de desconfianza, ¿verdad?

Él respondió con un resoplido de desprecio. Probablemente no había entendido ni una sola palabra.

Ojalá supiera ella qué hacer. Debería haberse dejado llevar en la canoa con él hasta el puerto; allí habría recibido tratamiento médico. Pero quizá no hubiera sido así tampoco, pues ¿quién ayuda a un indio? Amely hizo un esfuerzo para desgarrarse una tira del dobladillo de su camisón. Su situación no podía ser más inconveniente. Le ayudó a extender la papilla de plantas masticadas sobre la herida sangrante y a vendarla con la tira de su prenda.

—¡Lástima que no tengamos ginebra! No nos vendría nada mal ahora para desinfectar. ¿Tienes fiebre? —Le puso la mano en la frente.

No era capaz de decir si estaba pálido o no; su piel intensamente morena poseía casi la dorada tonalidad parda de los indios. Dejando a un lado su cabello rubio, había salido al tipo moreno de su madre. ¿Sabes lo que me alegra? Que solo tengas de tu padre el pelo rubio, y nada más. No te pareces para nada a él.

Sin duda Ruben era el indio más insólito que ella había visto nunca. Era alto, pletórico de fuerzas y orgullo, justo todo lo contrario de los indios de la ciudad. Con su adorno de plumas de colores se asemejaba más bien a las ilustraciones del diario de viaje de Humboldt. En torno a la cadera llevaba un cinturón de un palmo de ancho hecho de cordones del grueso de un dedo y de colores muy alegres. Unos cordones semejantes ocultaban a duras penas su virilidad. Por todas partes tenía pequeñas cicatrices, de espinas, de zarpazos y quizá también de filos de navajas. Por su cuello corrían oblicuas dos cicatrices intensas como si algún indio de una tribu rival le hubiera querido rebanar la garganta. En los pabellones de las orejas tenía clavadas unas agujas de hueso.

Sin embargo, lo más asombroso en él eran los tatuajes que le cubrían los hombros, los brazos, la espalda y una parte del pecho. Eran plumas estilizadas como si en algún momento hubiera decidido ser más un pájaro que un ser humano.

—A Maria le dará un ataque cuando te vea —dijo Amely.

Él levantó los párpados con gesto inquisitivo.

—Maria la Negra. Seguramente te habrá dado alguna vez una buena tunda en el trasero. ¿Y el señor Oliveira? Con toda seguridad habrás estado sentado sobre sus rodillas y te habrá explicado que hay que tener más miedo de los escorpiones pequeños que de los grandes.

Pero él solo dejó caer la cabeza y cerró los ojos.

—Eres el hijo de Kilian Wittstock. Tu madre se llamaba Madonna Delma Gonçalves.

Iba diciendo esto una y otra vez mientras hacía cosas aparentemente inútiles como masticar las hojas restantes que había reunido él y aplicarlas sobre su herida o arrancar más tiras de su camisón hasta que quedaron visibles sus rodillas. La herida había dejado ciertamente de sangrar, pero sus bordes estaban hinchados y enrojecidos, y Ruben tenía fiebre. Y cuando le hubo repetido aquello por enésima vez como una cantilena —quizá para no volverse ella misma parte de la selva— se preguntó si las heridas que se abren con palabras no eran también peligrosas.

La mañana dejó paso al calor del mediodía. A una indicación muda de Ruben ella cortó algunas lianas. Exprimió el jugo de pámpanos tiernos sobre la boca de él. Con una hoja grande de palmera espantaba a los mosquitos. Ponía atención en cada paso que daban sus pies, y cuando veía un insecto de aspecto peligroso reaccionaba con cautela tal como le habían enseñado el señor Oliveira y Maria la Negra. Alguna que otra vez, Ruben cogía un escarabajo de la arena y se lo comía. Ella no sabía si saciaba así el hambre o si el animalito era una especie de medicina. El señor Oliveira le había contado que la selva virgen poseía un remedio para toda plaga y para toda enfermedad, y que los indios estaban al corriente. Pero luego añadió que quizá todo eso no era más que una leyenda. Por lo menos sonaba a sarcasmo en un mundo en el que uno podía morir en cualquier momento.

—Ruben, ¿qué estamos haciendo aquí ahora? ¿Quieres que montemos en tu canoa y…? Sí, ¿y luego qué?

Él señaló con el dedo al estuche de su violín.

—¿Quieres que toque para ti? —Bueno, vale, si te gusta, pensó ella. Pero ¿por qué estaba señalando también a su herida? Cuando ella acomodó el violín al cuello y levantó el arco, él le hizo señas para que se le acercara y le indicó con impaciencia que se inclinara sobre su vientre.

—Canción —dijo él—. Canción que cura.

Ella no entendía. Pero que él hablara alemán le pareció un pequeño milagro. ¡Si él era capaz de tal cosa, no iba a morir con toda certeza! Se arrodilló a su lado y empezó a tocar lo que le vino a la cabeza. Era un sonido algo trémulo, pero daba lo mismo, porque él se estaba relajando.

Volvió a meter el violín en la caja. De repente le sobrevino a ella también el cansancio. Agachó la cabeza e intentó impedir con todas sus fuerzas que se le saltaran las lágrimas. Todo aquello era demasiado para sus flacos hombros.

Una mano se aproximó a ella. Un dedo tocó la gota de oro en su diente. Ella se quedó paralizada.

El robusto brazo de él tiraba de ella hacia abajo. Ruben la tenía sujeta, casi la obligaba a posar la cabeza sobre el hombro de él. Los dedos de él acariciaban suavemente su pelo. Sintió un hormigueo en sus mejillas.

—No py amati. No miedo. Amely.

Ella habría querido yacer así por toda la eternidad.