Era la casa más grande de todas. Y era del color de la siyuoca. Sobre el tejado se alzaba una cúpula dorada, iluminada por la luz de la noche como un nido imponente y perfectamente uniforme. Aquella y solo aquella debía de ser la casa de la hormiga reina.
El espíritu de la tarántula parecía revolotear en el estómago de Aymaho. Se tocó los pegotes de barro del pecho en los que se hallaban ocultos sus tres amuletos protectores. Tupán y todos los dioses y espíritus debían prestarle su apoyo en aquellos momentos.
Hombres y mujeres se dirigían en masa a una plaza elevada rodeada por un muro de piedra. Salían del edificio de la hormiga reina, los hombres vestidos de negro, todos iguales, y las mujeres, de mil colores. A pesar del grosor de las telas, de las pieles de animales que cargaban al hombro y de todos los adornos estrambóticos que llevaban sobre la cabeza, caminaban con paso ligero. Sus graznidos de oca llenaban el aire.
Así, todos reunidos allí arriba, mandaban traer bebidas en vasijas transparentes y causaban la impresión de pertenecer a un grupo aparte dentro de aquel mundo tan diferente para él.
Tal vez sí eran dioses.
¿Cuál era él, el auténtico? A buen seguro se diferenciaría del resto, de la misma manera que el cacique solía llevar la imponente corona de plumas. Aymaho decidió presentarse frente a él y dispararle el dardo de la cerbatana en un ojo. Entonces, sería su vida la que correría peligro, pero no sentía ningún miedo.
Esbozó una sonrisa. Aquello era justamente lo que su tribu esperaba de él, que actuara con aquella audacia, sin temer a la muerte, y por ello estaba él allí y no otro.
El dardo con forma de aguja ya estaba empapado de veneno de liana y metido en la cerbatana, que llevaba atada a un cordel a la cintura. Fue desatándola a medida que iba subiendo la rampa que conducía hasta los ambue’y.
Un hombre le cerró el paso. Llevaba al hombro la peligrosa arma de los ambue’y.
—¡Alto! Por aquí ya no se puede pasar. ¡Lárgate!
Aymaho se inclinó ligeramente. Sus ojos centelleaban buscando cómo esquivar a aquel hombre, que le observaba con aquella hostilidad habitual.
—¿Has salido de la selva y te has perdido por aquí o qué? Dame el arco y la cerbatana.
Su mirada delataba cuáles eran sus intenciones. Al parecer, todos querían quedarse con sus armas, a pesar de que las suyas eran mucho más peligrosas. Aymaho rodeó la cerbatana con la mano. Hubo de controlarse para no arrancarla del cordel e inyectarle el veneno en la cara a aquel hombre. No era la prudencia la que se lo impedía, sino el tiempo que le llevaría volver a preparar un dardo para Wittstock.
Un segundo hombre se acercó. También llevaba una de aquellas armas que escupían hierro.
—Déjalo, Juan. A los indios no les está prohibido llevar armas.
—¡Ya, porque no tienen! ¿O es que habías visto alguna vez a uno como este por aquí?
—No. Déjale marchar.
—No me gusta cómo me mira.
—Y yo no tengo ganas de broncas. Ya tenemos bastante trabajo vigilando a tanto diamante andante allí arriba.
Parecían no ponerse de acuerdo. Aymaho retrocedió, alejándose de ellos unos pasos. Ambos se alejaron de él y volvieron a subir la rampa. Aymaho dudaba de que pudiera tener mejor suerte en cualquier otro rincón de la plaza. A la sombra de un muro de piedras rojas, volvió a rodear el edificio. Muchos caminos conducían a él; sin embargo, todos estaban vigilados. Alrededor del muro se apretaban unas cajas de un negro brillante, que al parecer servían para ahorrarles el caminar a los ambue’y ya que estaban enganchadas a animales de tiro. Caballos: aquellas bestias aparecían también en las leyendas sobre los otros. Con su ayuda habían logrado conquistar tribus poderosas.
Sobre los vehículos se hallaban hombres sentados que dormitaban o charlaban entre sí. Aymaho buscó alguno que estuviera solitario y trepó por él. Desde el tejado ya no resultaba difícil mirar por encima del muro. Allí, los ambue’y habían levantado una valla de piedra que le llegaba por la cintura, dando la impresión de ser una hilera de flores cerradas. Apoyándose en ellos, logró saltar al otro lado, y se agazapó a la sombra del muro.
Fue entonces cuando vio que aquella plaza elevada estaba plagada de ambue’y. Masculló una maldición.
Todos aquellos hombres llevaban los mismos ropajes negros, el mismo sombrero negro semejante a una cazuela. Fuera del haz de luz, Aymaho se deslizó rápidamente hacia una esquina del edificio. Debía ser rápido, pues no conseguiría pasar desapercibido durante mucho tiempo. Agarró el arco que llevaba a la espalda, sacó una flecha del carcaj y la colocó en el arco. Allí la cerbatana de nada le serviría por su escaso alcance. Respiró profundamente. Saltaría sobre la valla de flores de piedra y gritaría el nombre de la hormiga reina hasta que esta se destacara del grupo. Y entonces…
Tupán, guía mi mano. Anhangá, haz que me acompañe la suerte del cazador. Jurupari, abalánzate sobre los otros e infúndeles pavor.
Tensó el cuerpo para tomar impulso.
Por encima del río, unas luces atravesaban el cielo y allí, en lo alto, explotaban con un estallido ensordecedor y se quebraban en miles de puntos luminosos, azules, rojos y dorados que se precipitaban de nuevo al suelo. A Aymaho le tembló la mano que sujetaba la cuerda del arco, ya tenso. Quería taparse el oído sano. ¿Qué era aquel alboroto y qué lo provocaba? Una magia poderosa, no había otra explicación. Los dioses extranjeros habían descubierto sus intenciones y pretendían infundirle temor. Naturalmente, los ambue’y no se mostraban asustados: a él también le hubiera sorprendido. Ellos aplaudían y expresaban su alegría con hondos suspiros de emoción. Por ello los llamaban los otros, porque su mundo se escapaba a toda razón.
Aquel espectáculo celestial le infundió temor, pero empezó a entender que aquello no tenía nada que ver con él. Dejó caer el arco: poco a poco, su corazón fue retomando el ritmo habitual.
Había fracasado en su propósito. Si gritaba ahora, tal vez ni se girarían. Aun así, lo último que quería era desafiar a aquellos dioses del cielo. Volvió a saltar la baranda, irritado por no haber conseguido su propósito. Pero un buen cazador sabía cuándo era el mejor momento para disparar.
Una muchacha apareció por debajo de los cuellos de dos caballos. Se le acercó y se quedó observándolo fijamente. Por primera vez se encontraba ante alguien en cuya mirada se adivinaba una admiración sincera.
No era de extrañar: pertenecía también a su pueblo.
Iba vestida de una manera medianamente aceptable. Era una figura desgarbada que prometía convertirse en una mujer atractiva dentro de unos pocos años. Se quedó parada a tan solo dos pasos de él y levantó una mano. Parecía querer acariciar su corona de plumas, pero no se atrevió.
—No había visto a nadie como tú por aquí. ¿Qué pretendías hacer allí arriba? Puedes dar gracias porque no te hayan llevado preso. Esto está lleno de policías.
Señaló hacia el río. Aquel extraño acontecimiento había llegado a su fin, y sin embargo el cielo estaba todavía surcado de humo y los estallidos le retumbaban todavía en la cabeza.
—¿Qué era aquello?
La muchacha frunció el ceño. En aquella ciudad repleta de rarezas, ella tuvo que pensar a qué se refería exactamente.
—¿Quieres decir los fogos? ¿Los fuegos artificiales? ¡Hoy es la véspera do Ano Novo! Pero supongo que eso a ti no te dice nada, ¿no? Se celebra la llegada del nuevo año.
Así pues, ¿tan solo se trataba de una costumbre de los ambue’y?
—¿No tiene nada que ver con los que salían de la casa de Wittstock?
—¿De la casa de Wittstock?
Señaló detrás de él.
A juzgar por su mirada, le tomaba por un loco. Se encogió de hombros.
—¿Conoces algo de la ciudad?
—Me temo que no.
—Eso de ahí es una ópera. Una ó-pe-ra.
Por lo visto, pensaba que la entendería mejor solo alargándole la palabra. Dado que aquella casa no pertenecía a su víctima, ya no le importaba lo más mínimo qué era.
La muchacha lo miró con un aire arrogante.
—Ahí seguro que no vive un señor Wittstock.
—¿No sabrás dónde se le puede encontrar?
—No he oído hablar nunca de él.
No le extrañaba. Al fin y al cabo, un pulgón esclavizado poco sabía de la hormiga reina que se hallaba en las profundidades de su nido. Aymaho quería seguir su camino, pensar con tranquilidad. Probablemente era mejor esperar a familiarizarse con aquel lugar durante el día y atacar durante la siguiente noche. Entretanto, su corazón lo empujaba a actuar.
—Ven conmigo a casa de Mamãe —siguió diciendo la muchacha en tono vivaz—. ¡Conoce a tanta gente! Tal vez tengas suerte y lo conozca.
—¡Mamãe, visita!
La muchacha entró como un torbellino por la puerta de una casa que en la ribera hubiera parecido grande y lujosa y, no obstante, en aquel rincón de la ciudad tenía un aire insignificante.
Entretanto, Aymaho se había enterado de que la chica se llamaba Florinda; ella también había abandonado su nombre de ava. Se adentró en un corredor oscuro lleno de pasajes que conducían a estancias estrechas. Siguiendo a Florinda, llegó a un jardín rodeado por un muro, en el que una mujer se levantó de su hamaca. Lo miró sorprendida, con los ojos hinchados. Intercambió algunas palabras con la muchacha, que iba saltando de un pie al otro, visiblemente nerviosa. Florinda parecía orgullosa de haber llevado consigo a un visitante tan poco habitual.
Él, para sus adentros, esperaba recibir algo que llevarse a la boca. Lo que el hombre de pelo rapado le había ofrecido ya no era más que un recuerdo. La mujer, sin embargo, mostraba una actitud de rechazo. Hizo un comentario tajante a la muchacha, que, asustada, bajó la mirada al suelo, donde un mono vestido como un hombre dormitaba en un canasto.
Aun así, la mujer se le acercó. Estaba gorda, tenía los enormes pechos al descubierto, lo cual no era habitual en aquella ciudad. Con las puntas frías de los dedos le palpó el halcón que tenía tatuado sobre el hombro.
—Dice que será mejor que desaparezcas de esta ciudad —dijo Florinda—. Manaos no es un buen sitio para un hombre intacto.
Intacto… Aymaho adivinaba qué quería decir la mujer con ello. Pero ya había dejado de estar intacto hacía tiempo: todas aquellas atrocidades le habían mancillado el alma.
—¿Manaos? ¿Madre de los dioses? ¿Así se llama la ciudad?
—Hace mucho tiempo vivió aquí una tribu que se hacía llamar Manaos —le explicó la muchacha recuperando el ánimo—. Para los otros el nombre significa «madre de Dios». Es decir, la madre de Jesucristo. Es el hijo de Dios. Solo hay un Dios. Pero seguro que a ti todo esto no te dice nada, ¿no es verdad?
Recordó su encuentro con los hombres vestidos de negro.
—No, nada. ¿Qué quieres decir con que solo hay un dios?
—Que los dioses no existen.
Le dolía la frente de escuchar todas aquellas insensateces. O tal vez era el cansancio de aquel día el que lo postró en uno de los bancos de piedra cubiertos de musgo que se hallaban junto al muro. Los rebordes de las puertas también estaban hechos de hierro y decorados con motivos florales. Aparentemente, a aquellos hombres les gustaba crear plantas con materiales duros y desprovistos de vida.
Un ambue’y se acercó a la reja, puso las manos encima y dirigió una mirada hostil a Aymaho.
—¿Algún problema, Sandrina?
Sin prestarle mayor atención, la mujer sacudió la cabeza. El hombre se retiró.
—¿Por qué ella no habla nuestra lengua? —preguntó Aymaho.
Florinda se encogió de hombros.
—Lleva tanto tiempo viviendo aquí que simplemente la ha olvidado. ¿Le ves las cicatrices de los labios? —Bajó la voz convirtiéndola en un susurro.
Aymaho esperaba que le explicara algo más, pero, bajo la severa mirada de la mujer, Florinda contestó:
—Yo la lengua no la he aprendido de ella, sino de las otras mujeres. Todos la llamamos Mamãe, aunque no sea nuestra madre.
—¿Las otras mujeres?
—Mujeres indias.
—Indi…
—Mujeres ava. Continuamente traen a algunas.
Por fin la entendió. Era uno de aquellos lugares de los que le había hablado Diego, donde metían a mujeres secuestradas de su pueblo y se las ofrecían a los hombres de los ambue’y como un trozo de carne muerta.
—Si ella quiere —dijo haciendo una señal con la cabeza en dirección a la puerta— mato a ese hombre.
Florinda se llevó la mano a la boca y resopló.
—¿Lo dices en serio?
—Claro. Díselo.
—¡Sí, hombre!
—Pues pregúntale de una vez si sabe dónde vive Wittstock.
Florinda se lo tradujo a Mamãe, cuya mirada se había tornado oscura durante aquel intercambio de palabras incomprensible para ella. Para acompañar su respuesta, asintió con la cabeza. Con una sonrisa triunfal, Florinda volvió a dirigirse a él.
—¡Mamãe lo sabe! ¿No te lo había dicho? Dice que él también ha venido por aquí.
La mujer se había colocado el canasto en el regazo y acariciaba al mono, que bostezaba. Por primera vez se le endulzó la expresión de la cara, antes tan dura. Aymaho no puedo evitar imaginarse que alguien le apretaba la cara con las manos y le pasaba una aguja por los labios mientras ella se ahogaba entre gritos y la sangre le corría por la barbilla. Tenía una cara hermosa que le habían amancillado. Había intentado ocultar las huellas de su pasado con ungüentos y maquillaje. A pesar de su aspecto decaído, irradiaba algo que hacía pensar que los hombres se postraban ante su cuerpo.
—No sabe quién es. Lo único que sabe es que es enormemente rico —tradujo Florinda, agachada a su lado y afanándose por acariciar al mono en aquellos lugares por los que no pasaba la mano de su madrastra.
Las palabras de la mujer salían entrecortadas. Volvía a tener las cejas bajas. Por boca de la muchacha Aymaho supo que Wittstock tenía un segundo nombre, Kilian, y que había estado allí seis veces. Cuando yacía con ella, solía pegarle y gritarle que había matado a su hijo. Entonces aseguró que le daba lástima sin ni siquiera saber qué historia se escondía detrás de aquellas palabras.
—Dice que lo aguanta porque después se porta bien y le paga en abundancia. Pero él, en realidad, no la soporta porque es ava.
Le extrañaba oírla hablar de aquello de manera tan franca, como si le estuviera explicando cómo enterrar mejor los huevos de tortuga para que se pudrieran bien. Cada vez que la visitaba, Wittstock Kilian quería escuchar la historia de sus cicatrices. A continuación, se las acariciaba y eso le excitaba. También le gustaba cerrarle la boca y que ella gimiera bajo sus manos. Todo aquello lo explicaba Mamãe con voz titubeante y los ojos llenos de asco, al tiempo que le metía los dedos al mono entre el pelaje.
—¿Cuándo volverá? —preguntó Aymaho.
—No lo sabe. La última vez fue hace unos pocos días. ¿Quieres matarle? Pero a Mamãe quizá no le guste, siendo tan generoso…
Es un monstruo, pensó Aymaho. Un Vantu hecho hombre. La muerte es lo único que se merece.
—¿Sabe Mamãe dónde se le puede encontrar?
Florinda tradujo la pregunta. No esperaba una respuesta demasiado esclarecedora, pero la mujer asintió.
—Le ha hablado de su casa —dijo Florinda, agitada—. Dice que tal vez sería capaz de describírtela para que la encuentres.
Con su ayuda y la del espíritu de la tarántula, la encontró más rápido de lo que habría esperado. Solo tuvo que dirigir la canoa hacia un igarapé ancho que conducía al norte. Parecía que los espíritus le susurraran por qué brazo del río tenía que meterse. Aquel era considerablemente más estrecho y corto. Así, pronto se detuvo con su canoa ante una escalinata de piedra que conducía a una abertura en un muro. Saltó a la tierra mojada, arrastró la canoa por el terraplén y la escondió detrás de unos arbustos. A continuación, tomó el arco y se colgó el carcaj al hombro. Quería subir la escalinata cubierta de moho. Si no andaba equivocado, detrás del muro se hallaba la casa que buscaba. Para lo que ocurriera luego, se dejaría guiar por su instinto, por su tótem y por el espíritu de la araña.
Y por su odio.
El espíritu del ruido resonaba en él con un repique de tambores ensordecedor, como si quisiera detenerlo. Un malestar le ralentizaba los pasos. Sin embargo, el espíritu de la tarántula le empujaba hacia delante: tienes que subir, allí está el nido de la hormiga reina. La voz de Florinda le resonó en la cabeza: la casa está oculta tras el muro. Mamãe dice que tiene un prado tan fino y suave como el culito de un bebé. Tienes que…
Casi había llegado al primer escalón. Ya podía avistar aquella alfombra de hierba. Había llovido; el cañizo brillaba a la luz de la luna.
Una figura blanca iba recorriendo uno de los caminos.
¿Un espíritu? ¿Una diosa? ¿El dios único de los otros?
Aymaho retrocedió. Era mejor esperar a que aquella presencia desapareciera. Al bajar uno de los escalones de espaldas, resbaló. Por muy poco logró echarse a un lado sobre el terraplén, pero también era resbaladizo y fue cayendo hasta el igarapé. Mascullando maldiciones salió a la superficie del agua y se apartó el pelo de la cara. Su arco no se veía afectado por la humedad, pero la cerbatana había quedado inutilizable. Se enfadó también al ver que había perdido su corona de plumas: le hubiera gustado dirigirse a Wittstock con todo su esplendor de guerrero. Aquel paso en falso era un mal augurio. Rápidamente echó mano de sus amuletos. Todavía los tenía. Respiró con alivio.
Aquella figura colocó una lamparilla sobre el muro. ¿Le había descubierto? ¿Le seguía? Tomó aire para sumergirse en el agua. A buen seguro ella tenía la culpa de la confusión que se había adueñado de él al poco de haber abandonado la canoa. Pero ella no lo miraba. Fue bajando un escalón tras otro con cuidado hasta que el agua le llegó a las rodillas. Bajo el brazo sujetaba un objeto negro. Lo abrió y lo dejó con suavidad en el agua. Lentamente fue levantando las manos esperando que no se hundiera. Acto seguido depositó algunas cosas más pequeñas sobre la tapa abierta. Dio un pequeño impulso a la caja negra y esta se deslizó por la corriente.
Lo que a continuación se sacó de una bolsa que le colgaba del brazo era una de aquellas armas de hierro. La estuvo palpando. Quería matarlo, o bien matarse a sí misma.
Levantó el arma… y entonces lo descubrió.
Aymaho salió del agua de un salto. Quería abalanzarse sobre ella antes de que consiguiera llevar a cabo su propósito. La detonación alertaría a Wittstock y sus planes de acercarse a él sin ser visto quedarían desbaratados durante largo tiempo.
No le quedaba otra, y lo sabía mientras se abalanzaba sobre ella. A no ser que la matara de inmediato.
¿Y por qué no? Se llevó la mano a la empuñadura de la navaja que le colgaba del taparrabos. No es un espíritu ni una divinidad. No es más que una mujer de los ambue’y.
Los cabellos oscuros y sueltos le ondeaban sobre los hombros. Tenía la cara pálida y los ojos como los de un niño triste. Antes de que pudiera darle alcance, ella había alargado el brazo. Apuntaba hacia él con el arma, casi le rozaba la piel. Él se quedó inmóvil. Su espíritu del ruido atronaba tanto que no estaba seguro de si el arma había estallado y le había perforado la piel.
La mujer bajó el arma. Hizo lo mismo que hacían todos los ambue’y: mirarle de arriba abajo.
Pero de otra manera.
Se acercó a él y le tocó el cabello, y los amuletos que el agua había limpiado de barro. Tenía una expresión en los ojos como si le hubiera reconocido, presa de la sorpresa y del miedo. Al abrir ella la boca, su espíritu arrancó una palabra de las profundidades de su alma, donde había permanecido enterrada largos años.
Y Aymaho sabía que ella iba a pronunciarla.
—Ruben.