Había luna llena. Toda la tribu se había reunido en la plaza, crepitaban pequeñas fogatas y olía a pescado asado y a banana tostada. Los mayores explicaban historias de Yacurona, la mujer-espíritu del agua, que en noches como aquella hechizaba a los delfines rosados. Entonces se agitaba en ellos la savia, y se convertían en humanos que abandonaban el río y capturaban a otros humanos a los que atraían hasta Encante, donde se amaban, donde Yacurona escogía a los más bellos hombres, donde todos se sentaban juntos y contaban historias sobre el árbol del mundo, que había creado los peces y las grandes serpientes antes de que el dios-sol Guaraci emergiera de las aguas por primera vez e hiciera relucir las ramas, cuyos frutos maduraron al instante y cayeron al río…
—… y los peces saltaron del agua y se hicieron con ellos. La pulpa roció el aire y se convirtió en pájaros de colores. —Pinda, el chamán, alzó las manos. Tenía la cara oculta bajo la máscara que representaba a Guaraci. Los que le escuchaban seguían sus movimientos con los dedos—. Los pájaros llevaron el agua hasta el cielo, y así se originó la lluvia.
Aymaho había oído tantas veces aquellas historias… Contemplar cómo los de su tribu estaban juntos, sentados, ignorando el peligro que les acechaba en otro lugar, le hacía contraer el pecho de manera casi dolorosa. No soportaba la idea de tener que interrumpirlos e infundirles el miedo. En el momento en que lo hiciera se iniciaría una nueva era: una mucho más difícil, en cuyo final se hallaba, quizá, la destrucción de su propia tribu. Por ello postergó el momento de abrirse paso entre las cabañas y dejarse ver.
Pocos alzaron la vista cuando Aymaho se les acercó, y los que lo hicieron volvieron a apartarla rápidamente. Pinda interrumpió brevemente su relato para proseguirlo después. Yami era la única que lo miraba fijamente, con los carrillos llenos de caucho. La corpulenta mujer del cacique, otras veces tan vivaracha, lo saludó con una expresión de rechazo.
¿Qué está pasando, por la sabiduría de Tupán?
El destierro: Aymaho había olvidado por completo que todavía era un espíritu. Echó un ojo a la rama que llevaba colgada en la cintura. Algo más de cincuenta muescas. Había regresado unos días antes de lo esperado. Pero ¿qué importaba ya? Sentía impulsos de gritar que eran todos unos insensatos por no hacerle caso. Pero, al fin y al cabo, ellos no sabían nada del peligro.
—Yami —dijo en voz baja.
Ella no se movió. Tenía la mirada clavada en Pinda. Aun así, a juzgar por la expresión de su rostro, se diría que el relato estaba plagado de demonios y espíritus malignos. ¿No podría ella al menos ponerse en pie y darle la bienvenida? ¡Con todo lo que había sucedido un mes atrás! En lugar de eso, permaneció con los brazos cruzados sobre las rodillas y parecía no advertir nada más allá del fuego crepitante. ¿Una gran cazadora? ¡Bah, el corazón de un pollito es lo que tenía! Aymaho se alejó del fuego, reprimiendo el impulso de volcar, entre gritos, un varillaje del que colgaban pieles para secar. A continuación se dirigió a su cabaña.
No había cambiado nada: su hamaca, los cordeles que colgaban del techo para mantener alejados a los espíritus. Las esteras del suelo, los recipientes de barro y mimbre apilados contra una pared, en los que guardaba alimentos secos y sus ornamentos corporales. Alguien se había ocupado de que la cabaña estuviera limpia. Por lo demás, le parecía tan desoladora como la choza de Diego.
Se echó sobre la hamaca. Mientras le vencía el sueño, revivió las imágenes de su periplo, acompañadas de los omnipresentes pálpitos y silbidos de su espíritu del ruido. Todos aquellos obstáculos que por poco le habían costado la vida. Una mano se le acercó. Aymaho se puso rápidamente en pie.
—No, Aymaho, contra mí no necesitas blandir esa navaja repugnante y oxidada.
Aymaho parpadeó. Se había hecho de día. Debía de haber dormido medio día, y tenía la sensación de acabar de cerrar los ojos. Ante él se encontraba Rendapu.
—Como mínimo tú sí que me percibes —dijo, dejando caer la navaja de Diego.
—Me costó mucho decidir si debía venir antes de tiempo. Todavía eres un espíritu…
—¡Te equivocas! ¿O es que un espíritu puede estar tan castigado como estoy yo ahora?
—… y me temo que seguirás siendo uno, porque no veo la calavera por ninguna parte —dijo el cacique echando un vistazo a su alrededor.
—Pero estuve en el poblado de la tribu de la calavera.
Rendapu lo miraba con sus ojos fijos. Para su sorpresa, el cacique asintió.
—De acuerdo. Así pues, no has cumplido con tu tarea, pero me creo que has estado allí. Preferirías matarte antes que urdir una mentira así.
Aymaho se frotó la frente, ligeramente confuso.
—Tengo que explicarte que…
Rendapu levantó la mano.
—Seguiremos hablando dentro de tres días, cuando haya acabado tu destierro.
Habiendo pronunciado aquellas palabras con calma, se dio la vuelta y abandonó la cabaña. Aymaho fue tras él y echó a un lado la cortina de rafia. Ardía en deseos de gritarle que era ridículo seguir ateniéndose al destierro ante el peligro que corrían. Pero, entonces, dejó caer la cortinilla. Rendapu era demasiado terco. Como él.
Yami se arremangó la falda y se adentró en las aguas, que le llegaban hasta los muslos. Como de costumbre, lo miraba como un hombre que abriera un pescado para comprobar si estaba lleno de gusanos. Había fruncido sus cejas pobladas. Él sabía que, en realidad, nunca había llegado a gustarle. No hacía más que causar alboroto en la tribu, y ella preveía que, a buen seguro, aquella vez sería incluso peor que las anteriores.
Le enseñó los dientes afilados, manchados de caucho como de costumbre. A nadie le gustaba mascar el caucho tanto como a ella.
—Bienvenido de vuelta al mundo de los vivos, Aymaho. No esperaba que volvieras, pero ya que estás aquí… —su sonrisita se hizo casi desvergonzada— déjame que te cure las heridas.
Aymaho se había retirado a un manantial que brotaba de una pared rocosa, alta como un hombre, y llenaba una pequeña poza surcada de rocas en la que, por lo general, uno podía bañarse sin peligro. Allí siempre había alguien lavándose; las mujeres charlaban y así pasaban el tiempo. Al llegar él con la intención de lavarse y refrescarse las heridas, todas salieron del agua. Ahora estiraban el cuello por detrás de Yami. En aquellos tres días que habían trascurrido desde su llegada, todos se habían conducido como pajarillos asustados, sin saber cómo comportarse delante de aquella presencia que todavía era un espíritu.
Se sentó en una de las rocas redondas, con las piernas metidas hasta las rodillas en el agua clara. Los pechos exuberantes de Yami se balanceaban de un lado a otro mientras se acercaba a él deslizándose con dificultad sobre las rocas resbaladizas. Se inclinó hacia él, le tocó las rodillas y el pecho.
—Estás débil —dijo, y llamó a las mujeres por encima del hombro—. Traed semillas de guaraná molidas en savia. ¡Y con miel! —Volvió a dirigirse a él—. Esto te pondrá fuerte.
A continuación se inclinó sobre él.
—Ah, son picaduras de pulga. Qué molestas. ¿Y esto? Un escorpión —exclamó pasando la mirada por una picadura incrustada en la pantorrilla; y así siguió examinándole todo el cuerpo—. ¿Qué tienes en la sien? La tienes como quemada y rajada.
Le palpó la herida que le había infligido el arma de los otros. Había sentido fiebre durante días, razón por la cual había pisado un enorme escorpión que, en condiciones normales, hubiera sido difícil no ver. Por fortuna, los escorpiones más grandes eran también los menos peligrosos.
Todavía le parecía sorprendente haber sobrevivido a su viaje de regreso.
—¡Traed helechos y grasa de tortuga! —exclamó Yami por encima del hombro.
Tiacca era la que se afanaba en llevar lo que había pedido. Al cogerle el guaraná de entre las manos, la tocó con las puntas de los dedos. Ella lo miraba a la cara, sin atisbo de miedo. Con frialdad. ¿O quizá se equivocaba? Había un brillo en sus ojos que él no sabía interpretar. Quizás era un reproche por haberse cobrado la vida de To’anga. O el arrepentimiento por haberle rechazado a él, a Aymaho.
—¿Por qué te habías untado el cuerpo con genipa? —Yami se acercó la bandeja llena de helecho molido, vertió agua y removió la mezcla hasta formar una pasta con la que le cubrió la herida de la sien.
Aymaho se miró el cuerpo. A lo largo del día, el tinte negro del fruto de la genipa había ido desapareciendo, pero en algunas partes todavía se adivinaba. Detrás de Yami y Tiacca, las mujeres lo miraban fijamente y cuchicheaban nerviosas sobre lo que le debía de haber sucedido.
—Yami, ¿te acuerdas de las historias sobre los ambue’y? —preguntó él.
—¡Ambue’y! —Los rasgos se le marcaron—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Esta herida me la causó una de sus armas —dijo removiendo la capa de pasta de helecho bajo la cual la cicatriz era todavía visible—. Son como cerbatanas, solo que no hace falta soplar. Y son mucho más peligrosas.
Ella se agachó y se lavó los restos de helecho de los dedos.
—Ah, ¿sí? Si te hubiera alcanzado el dardo de una cerbatana, ya estarías muerto.
—Me gustaría saber si un ava también puede usar esas armas o si se necesita algún tipo de hechizo que solo dominan los ambue’y. ¿Dicen algo las leyendas al respecto?
Yami se levantó con una expresión de furia y levantó rápidamente las manos sacudiendo las carnes que le colgaban de los brazos.
—Hace ya tiempo que juré no volver a malgastar ni una palabra sobre esos… individuos.
—¿Eso hiciste?
—Toda la aldea lo hizo.
—¿Por qué? —preguntó Aymaho desconcertado. Y dado que ella no reaccionaba, se pasó la mano por detrás de la oreja—. No te he entendido bien, Yami. ¿Por qué?
Sin embargo, Yami permaneció callada. Continuó untándole de grasa las heridas duras y encostradas. A pesar de su obstinación, le procuraba una sensación agradable. Las mujeres se hicieron a un lado. El cacique y los chamanes se acercaron. Otra vez aquella mirada de la que Aymaho empezaba a hartarse. Durante la mañana anunció lo que le había sucedido y el peligro que corrían. ¿Acaso no debían recibirle como a un gran guerrero? En vez de eso, lo trataban como a un apestado que se hubiera contagiado entre los ambue’y.
A pesar de que ya había regresado al poblado y había vuelto a ser una persona, tenía la sensación de que faltaba todavía un paso para su retorno completo, un paso que no podría dar nunca.
A no ser que los defendiera de la amenaza que se cernía sobre ellos.
A no ser que llevara consigo la calavera. La calavera del cacique de los otros.
Los hombres se dirigieron a la entrada de la caverna. Aymaho había estado allí por última vez dos años atrás, cuando murió su madre. Un cúmulo de lianas ocultaba la entrada. Si uno no sabía lo que allí se encontraba, bien podría haber estado delante sin advertirla. El cacique metió un dedo entre las lianas, vaciló un instante y las echó a un lado. Los hombres fueron desapareciendo uno tras otro en el interior. Les azotó un fuerte olor a moho, y hubieron de hacer esfuerzos para no toser y estornudar. Se decía que los espíritus de los muertos llenaban la caverna. No obstante, mirando a su alrededor, Aymaho no vio más que nubes de polvo bailando bajo los rayos del sol que penetraban entre los huecos de las paredes.
Estas estaban surcadas de nichos como las cámaras de un nido de avispas. En cada uno de ellos se encontraba un recipiente. En los de más arriba se amontonaba el polvo de los siglos. Allí reposaban las cenizas de los sabios y de los grandes cazadores de la tribu. Todos los hombres alzaron la vista con respeto. Llevaban sus coronas de plumas rojas, que les conferían fuerza y temeridad. Los chamanes se habían adornado con plumas verdes de papagayo para honrar a los muertos. Empezaron a rastrear el suelo y las paredes en busca de animales que pudieran resultar peligrosos. El viejo Pinda encontró una serpiente de anillos rojizos. Ta’niema, el más joven de los chamanes, llevó una tarántula. Calmaron a los animales con el espíritu del tabaco y a continuación los echaron fuera.
Oa’poja, el primer chamán, fue soplando epena por la nariz de los presentes con la ayuda de una caña de bambú. Aymaho, como los demás, aspiró profundamente el polvo. Y, como todos, se echó a temblar ante aquel dolor punzante, tanto que hubieron de sujetarse unos a otros por los hombros. Pasaron diez latidos hasta que cesó en ellos el impulso por deshacerse de aquel polvo. Para entonces, el espíritu de la epena ya se había apoderado de ellos. Aymaho lo sentía palpitándole en el cráneo y en las manos y en los pies, que se le iban haciendo cada vez más pesados. Un hilo rojo les brotó de la nariz; el sudor les corría por todo el cuerpo; tenían los dedos de los pies firmemente clavados en el suelo para no caerse. Sus cuerpos se tambaleaban. Aymaho también hacía esfuerzos por mantenerse en pie. Con respiración pesada, vio cómo los rayos de luz se doblaban, se volvían más claros y pasaban del blanco al amarillo y al rojo y volvían a cambiar.
—El ayer pertenece a los espíritus, y el mañana también —dijo Oa’poja, con la voz ronca que le confería el espíritu. Sonaba irreal en aquel paraje que olía a muerte y putrefacción—. Pero hoy debemos introducirnos en el mundo de los espíritus del pasado, aunque no nos sea posible comprenderlo. Así que escuchadme bien.
Con las manos temblorosas, cogió uno de los recipientes de barro pintados de rojo y se dirigió a los presentes.
—Estas son las cenizas de Py’aguãsu. Fue uno de los guerreros más grandes de nuestra tribu. Su espíritu, que habita esta urna, es poderoso. Tan poderoso que pocas veces nos atrevemos a molestarle. Hoy ha llegado el momento.
Oa’poja retiró la tapa de madera con un gesto sorprendentemente rápido y alzó la urna por encima de la cabeza. Aymaho, como los demás, sintió el impulso de retroceder un paso. Pero entonces se habría caído de verdad. ¿No se estaba formando una nube de humo entre los rayos del sol? No, lo que caía no era más que un hilo de polvo.
El chamán introdujo dos dedos en la abertura. Esparció lo que se le había quedado pegado en ellos sobre un cuenco que previamente había colocado sobre un bloque de madera en medio de la caverna. Acto seguido cerró la urna, la volvió a colocar en su sitio y cogió otra, que esta vez le quedaba a la altura de las caderas. No parecía contener más que polvo gris y cenizas. Aun así, el espíritu de la epena las hacía bailar y centellear. A Aymaho le latía el corazón por la excitación. Estaba seguro de que, si tocaba aquel polvo, la piel de los dedos le quedaría irremisiblemente dañada por el poder de aquel guerrero.
—Estas son las cenizas de Nandejara —explicó Oa’poja—. Fue uno de los hombres más viejos y más sabios de los yayasacu. Acordaos de las historias que se explican sobre él. Y de las que él mismo contaba.
Aymaho tampoco había llegado a conocer a aquel hombre: Nandejara había vivido hacía trescientos años. La existencia de aquellas cenizas era una prueba de que los propios yayasacu eran antiquísimos. Oa’poja extrajo un poco de las cenizas del recipiente y las echó en el cuenco.
El chamán sacó una tercera urna con ambas manos. Aymaho oía a los hombres respirar, visiblemente asustados. Intercambiaron miradas con el cacique, que asintió, también bañado en sudor. Con cuidado, Oa’poja colocó la urna sobre el bloque de madera, y con el mismo cuidado le quitó el tapón. La abertura era mayor: podía meter la mano entera. Sin embargo, lo que de ella extrajo no era polvo.
Era un mechón de pelo del color del sol.
Tensándolo entre dos dedos, lo acercó a la luz, haciéndolo centellear.
—Py’aguãsu fue el que, hace ya mucho tiempo, entró en batalla con algunos de nuestros grandes guerreros contra los salvajes huascuri. Mataron a veinte enemigos y trajeron consigo al joven al que pertenecía este mechón de cabello. Nunca supimos cómo había llegado al pueblo de los monos: quizá lo habían secuestrado por su pelo. Tal vez se había perdido y lo atacaron ellos. Estaba sucio y confuso. Debía de tener unos nueve o diez años, si es que la edad de un niño de los otros se puede adivinar como la de uno de los nuestros. Ya sabéis cómo continúa la historia: el joven trajo consigo una maldición sobre nuestra tribu. Muchos murieron por enfermedades desconocidas. Como Py’aguãsu. Así que lo matamos.
Aymaho levantó la vista. Un grupo de monos trepaba por las copas de los árboles que se alzaban por encima del agua y proferían chillidos ensordecedores. Por precaución, alejó la canoa de la ribera para esquivar los cocos que le iban arrojando, que podían hasta matarlo. A poca distancia, un cocodrilo se deslizó hacia el agua, asomando ligeramente los ojos por encima de la superficie y observando sus movimientos. Él seguía remando con calma, sin prestar la menor atención a las pirañas que rodeaban la canoa. La corriente era mansa, y la zona, por lo demás, tranquila.
Sus pensamientos lo llevaron de nuevo al ritual. Habían trascurrido ya dos días y todavía sentía aquel sabor a hierba en la boca. El chamán había sacado un cuchillo de cobre, había cortado en pequeños trozos el mechón de pelo del niño y los había esparcido por el cuenco, seguido de los pulmones de grandes pájaros y de los pelos de poderosos felinos.
Y también un mechón de sus propios cabellos. Acto seguido Oa’poja había vertido agua de una calabaza y había revuelto la mezcla con los dedos.
—La fuerza de un poderoso guerrero, la inteligencia del más grande de los sabios, el alma de uno de los otros: te ayudarán a cumplir con tu labor, Aymaho.
Aymaho tomó el cuenco y se lo llevó a los labios sin pensárselo un instante. La mezcla era abundante, pastosa y de sabor repugnante. Aun así, había conseguido vaciar el cuenco de un solo trago, y se había sentido aliviado cuando, a continuación, el chamán le había dejado beber agua de la calabaza.
Se había tambaleado, pensaba que terminaría por vomitar el brebaje. Pero se contuvo: una señal de que los tres espíritus de los muertos, en efecto, le ayudarían.
Sin embargo, albergar el espíritu del niño de los ambue’y no dejaba de provocarle náuseas.
A escasa distancia de la punta de la canoa, un coco golpeó el agua al caer. Ten más cuidado, se amonestó a sí mismo. Antes de que pudiera coger el arco, el mono profirió un chillido y cayó al río atravesado por una flecha. Aymaho miró hacia atrás. Tiacca estaba de pie sobre su canoa. Lentamente bajó el arco. Aymaho le hizo una señal de agradecimiento; ella volvió a sentarse y agarró los remos. Dos guerreros remaban a la zaga en una canoa más grande: todos querían acompañar a Aymaho tanto como les fuera posible.
Este se alegró de volver a ver en ella a la cazadora, de poder contemplar su figura esbelta y musculosa, sus facciones duras cuando concentraba toda su atención en el tiro.
Su rechazo le había perseguido hasta en sueños. Sin embargo, todo había cambiado desde el destierro, como si la necesidad de tener una compañera hubiera mermado desde que sentía el peso de aquella tarea.
Tal vez seguiré teniendo una cabaña vacía cuando sea viejo.
Pasaron los días y ellos se dirigían hacia el sur.
El río Blanco desembocó en el río Negro, y el tiempo volvió a eternizarse como si en lugar de navegar por el río pasaran por redes de igarapés que llevaran a cualquier otro lugar. Con frecuencia hubieron de transportar las canoas por bancos de arena e islotes. El río Negro se ensanchó: el Tungara’y, el gran río de la serpiente, se hallaba ya cerca. A lo largo de la orilla fue descubriendo cabañas sostenidas sobre postes como aquella en la que lo habían retenido. Allí los hombres tenían aspecto de ava, pero también se cubrían el cuerpo con telas.
—¿Por qué se tapan? —preguntó Tiacca con una expresión de repugnancia.
Aymaho no lo sabía. Algunos llevaban escrito en la cara que se habían mezclado con los otros. Y cuando se giró en dirección a sus acompañantes, descubrió en sus ojos la misma incomprensión que tal vez podía adivinarse en los suyos.
Nadie les interrumpió en su marcha. Los niños les señalaban, las mujeres los observaban, y los pescadores proferían palabras poco amigables cuando las canoas se cruzaban en su camino.
Aymaho podría haberles preguntado cómo era la ciudad, pero se resistió. Lo que Diego le había explicado le bastaba, y quería evitar todo contacto con aquellas gentes. Daría caza a la hormiga reina, le cercenaría el cráneo y volvería a desaparecer, con facilidad y rapidez, como un espíritu. Entonces, se disiparía la amenaza sobre su pueblo y él olvidaría dónde había estado.
Hallaron un lugar señalado en la orilla en el que ocultaron las canoas. En los alrededores crecían imbaubas. Pytumby hizo un cuenco con las manos y se las llenó de agua negruzca que le goteó entre los dedos.
—Calculo que el río Negro se cruzará con la Gran Serpiente en menos de medio día —dijo el vigoroso guerrero—, y allí debería estar el gran lugar del que nos has hablado, ¿no es así?
Aymaho asintió.
—Eso es lo que me han dicho.
—Me gustaría verlo —dijo Tiacca.
Aymaho le dirigió una mirada fulminante.
—Vosotros esperaréis aquí —decidió—. Solo uno puede adentrarse en el nido de las hormigas sin ser visto. Dadme tres días. Si para entonces no estoy de vuelta, regresad y esperad a alguien que quizá sea capaz de llevar a cabo la tarea en algún momento.
Tomó las manos de los hombres y las de Tiacca, cuya mirada era casi de melancolía. Instantes después ya se habían ocultado entre la maleza. Aymaho volvió a dirigir su canoa hacia la corriente.
Al principio tenía la sensación de que el paisaje se hacía eterno. El agua discurría apaciblemente y se contaban cada vez menos cabañas de mestizos. Pero, en algún momento, percibió un olor extraño que no supo identificar. El murmullo del río, el aleteo de los pájaros, los chillidos de los monos y todos los sonidos habituales de la selva quedaban ahogados por un ruido singular. Un murmullo sobre el murmullo, como si se alzaran miles y miles de voces. Aymaho esperaba ver un torrente de ambue’y en cualquier momento. Sin embargo, lo que vio fue un cuerpo flotando boca arriba junto a la canoa. Lo golpeó ligeramente con el remo. No daba signos de vida. El olor a carroña se hizo más intenso, y de pronto la canoa de Aymaho se deslizó por un río de inmundicias, cortando a su paso una enorme estera de hojas secas, madera, restos de frutas, peces muertos, excrementos y cosas que no sabía identificar. Otro cadáver. Los restos de lo que podía haber sido una choza de madera que se hubiera desmoronado.
Hubo de esquivar un enorme barco, tan grande como aquel en el que lo habían secuestrado. Los ambue’y lo miraban como si no fuera más que un trozo de madera. Otros barcos, más pequeños e incluso más grandes, navegaban más cerca de la canoa. Todos proseguían su camino sin inmutarse. Reinaba la agitación; miles de hombres en el río parecían estar gritando, charlando y armando bullicio a la vez. Y nadie, nadie, le dirigía una mirada que no fuese de desdén o de indiferencia. Aymaho se había recogido el pelo con un envoltorio de plumas rojas propio de los guerreros. Asimismo, se había adornado la cara y el torso con pinturas rojas. En todas partes le hubieran visto como un guerrero vencedor y orgulloso. Al parecer, allí un guerrero ava no causaba impresión alguna. Pues bien. Decidió sacar partido de la arrogancia de los otros. Cuando llegara el momento de la batalla, tropezarían con su orgullo.
Sin embargo, su propio orgullo se tambaleó al remar en medio de aquella confusión que podría aplastar a un hombre en cualquier momento. Empezó a sudar, el aire denso le resultaba irrespirable. Su canoa chocó, y consiguió mantenerla estable justo a tiempo. A mano izquierda iba dejando atrás la increíble ciudad, que parecía no tener fin. Con la mirada perdida entre el río y los muros de piedra, donde habían atracado un sinfín de barcas, buscó la casa de color rosa. Pero había tantas casas de tantos colores. Y su tamaño rebasaba con creces sus expectativas.
La hormiga reina podía vivir en cualquiera de ellas.
Aymaho fue remando hasta que sus músculos desfallecieron por el agotamiento, hasta que, por fin, ¡por fin!, se alejó de aquella ciudad y apareció ante su vista una hilera de cabañas. Ató la canoa junto a una de ellas, de aspecto abandonado. Pronto caería la noche. Todavía le quedaba algo de tiempo para cazar una tarántula y apoderarse de su espíritu. Durante la noche la ciudad sería más vulnerable. O eso esperaba.
Se equivocaba. A los ambue’y poco parecía importarles que fuese de día o de noche. Sobre unos delgados troncos de hierro centelleaban unas luces. Los ava también eran capaces de lanzar conjuros tales, pero las de los ava eran mucho más brillantes y uniformes. Flanqueaban caminos más anchos que la plaza de la aldea de los yayasacu. Las imponentes paredes de las casas, enormes como hileras de árboles enmarañados a la orilla del río, le abrumaron. Y, como el propio río, también estaban pobladas de innumerables hombres y animales, y llenas de suciedad y basura. Monos, perros y pecaríes recorrían los caminos, los buitres se lanzaban con las alas desplegadas sobre los cadáveres sangrientos. Hasta los animales parecían convertir la noche en día.
Los hombres se envolvían en telas claras: era vergonzoso. Se dirigían en tropel hacia el río. Muchos transportaban barquillas minúsculas o flores de un blanco inmaculado. A pesar de la miseria en la que se hallaban sumidos, parecían alegres, y la suciedad y el hedor no les importaban lo más mínimo. De vez en cuando, alguien arrojaba un pedazo de pan de mandioca y un pedazo de metal resplandeciente al regazo de alguno de los indigentes que poblaban los bordes del camino.
Había muchos ava sentados allí. Tenían un aspecto desolador. En nada se podía adivinar lo que habían sido una vez. Cubiertos en telas raídas, se sentaban y dormían sobre la mugre. Tenían la mirada vacía; la cara, abotargada o demacrada.
Aymaho se agachó y sacudió a una mujer por el hombro, creyendo que estaba muerta. Esta se incorporó con dificultad. Sujetaba a un niño en brazos que, a buen seguro, habría exhalado ya su último aliento.
—Estoy buscando a Wittstock.
Si como mínimo sacudiera la cabeza, si se encogiera de hombros, si llorara… Nada. Aymaho siguió caminando. De tanto en tanto, uno de los ambue’y se detenía al verle pasar y lo miraba de arriba a abajo. Aun así, los hombres, por lo general, le daban muestras de desprecio, las mujeres se mostraban horrorizadas, y los niños se quedaban boquiabiertos ante él.
—¿Wittstock? —Aymaho se dirigió por fin a uno de aquellos extraños individuos. Este rompió a reír estrepitosamente y siguió su camino.
Unos ava se agolpaban a la entrada de una casa. Un hombre vestido de negro salió y les invitó a entrar con un gesto. Todos se afanaban por entrar. ¿Qué debía de haber dentro? Una vez hubieron desaparecido, el hombre le indicó a Aymaho que les siguiera.
Su sonrisa no parecía falsa. No pasaba nada por preguntarle a él también.
Aymaho cruzó el camino de piedras.
—¿Wittstock?
—¿Wittstock?
Aymaho alzó una mano indicando que no sabía expresarse mejor. Al hombre se le iluminó el semblante.
—¡Háblame en tu lengua, amigo! Tal vez tu dialecto no me resulte familiar, pero ya nos entenderemos. He hablado con tanta gente de tu pueblo… Ven, pasa. Se te ve agotado, y te irá bien recuperar fuerzas.
Por un instante, Aymaho cerró los ojos, aliviado. No entendía todo lo que aquel extraño le decía, pero le resultaba agradable oír su lengua, si bien en su boca sonaba algo diferente.
Después de todo lo que había visto y vivido en aquel lugar le parecía increíble haberse topado con alguien hospitalario. Lo siguió hacia el interior de la casa, pero prestando atención a cada movimiento y a cada sombra. Su mano descansaba sobre la cerbatana, que se balanceaba a su lado. ¿Por qué tendría la parte posterior de la cabeza afeitada? Había tribus que lo hacían, pero ¿uno de los otros? El hombre condujo a Aymaho a una gran sala en la que estaban sentados alrededor de una mesa los que anteriormente habían estado esperando fuera, que ahora devoraban los platos con una cuchara y engullían el oloroso pan de mandioca. De pronto sintió un agujero en el estómago y la garganta seca. Tres o cuatro hombres vestidos de negro se afanaban por llevar más cestas y cuencos y llenar las jarras de agua. También ellos seguían la costumbre de afeitarse parte de la cabeza.
No todos los que devoraban sus platos como si fuesen a morir de hambre al día siguiente —cosa que, probablemente, fuese cierta— eran ava. Algunos tenían una piel oscura como la de la pantera. Cuando Aymaho se sentó a la mesa, todos alzaron la vista y callaron por un instante.
—¿Qué querías decir antes? —preguntó el hombre afeitado colocando un cuenco lleno frente a Aymaho.
—Estoy buscando a un hombre llamado Wittstock.
—Me temo que no he oído hablar nunca de él —respondió al tiempo que se sentaba enfrente.
—Seguro que sí: es el que gobierna en tu ciudad. —¿Eso crees tú? Pero, venga, come algo mientras hablamos, ¿sí? ¿Por qué no dejas el arco y las flechas? ¿Y la cerbatana? Aquí no vas a necesitar armas.
—No. —Con impaciencia, Aymaho metió la cuchara en el puré. Después de todo lo que había visto hasta entonces, esperaba algo extraordinario, pero aquel sabor extraño no le gustó en absoluto.
El hombre se apresuró a cortar un pedazo de una rebanada de pan y a dársela. Aymaho comía deprisa, sin poder saber si tendría que luchar o huir en cualquier momento. Clavó la mirada en un objeto de aspecto absurdo de la pared de enfrente, que parecía dominar la sala. El hombre miró hacia atrás.
—Es la cruz de nuestro salvador, Jesucristo. También es tu salvador. Murió en remisión de tus pecados. Créeme.
—Se parece al símbolo de la serpiente de los dioses.
—Ya lo sé —dijo dedicándole una sonrisa indulgente—. La cruz que tiene la boa constrictor en la cabeza. Muchos ava han abandonado sus amuletos de serpiente paganos. ¡Hazlo tú también y te ganarás la vida eterna!
Aymaho frunció el ceño.
—En realidad, lo único que quiero que me digas es dónde puedo encontrar a Wittstock.
—Ya te lo he dicho, no lo conozco. Pero veo que le guardas rencor. ¿Tengo razón?
—Sí.
—Dios dice: «No se ponga el sol sobre vuestro enojo». —El hombre se inclinó sobre la mesa y le puso una mano en el hombro—. ¿No quieres aplacar tu ira? Sea lo que sea lo que ha hecho, perdónale, y hallarás paz.
Aymaho se soltó.
—¿Perdonarle? ¡Ha matado a innumerables ava! ¿Qué me estás pidiendo?
—Algo que parece imposible, ya lo sé. Pero para Dios no hay nada imposible. Déjale a él la venganza. Confía en él, cree que es lo suficientemente grande para compensarte.
—Pero yo no conozco a tu dios.
—Él a ti sí.
Aymaho hundió los dedos en la punta del pan, lo partió y se llevó un pedazo a la boca.
—Yo no perdono al asesino de mi pueblo. ¡Menuda insensatez! Si no le conoces, dime dónde puedo encontrar a alguien que me ayude.
—No, amigo mío. No puedo acompañarte en el camino de odio que has iniciado.
¡Menuda pérdida de tiempo! Aymaho se levantó tan rápidamente que la mesa se tambaleó. Le dio una patada haciéndola caer sobre el regazo de los que estaban sentados enfrente. Los platos cayeron al suelo estrepitosamente. El hombre profirió un grito, presa del espanto. Aymaho le agarró por el cuello de su traje negro y tiró de él hacia el suelo.
—¡Tu dios de la paz les irá bien a estos ava que se dejan llevar al matadero! —le gritó—. Mi tótem es el halcón. No podría quedarme de brazos cruzados viendo cómo exterminan a mi pueblo, ni aunque quisiera.
Lo apartó de un empujón y le escupió el pan. El ambue’y cayó de espaldas al suelo.
Aymaho no prestó atención a lo que hacían los demás. Se alejó de allí y retomó el camino por el que había llegado. Probablemente no hicieron nada, ni siquiera se indignaron. Habían sobrevivido a la furia de los otros, pero habían perdido el alma en sus comederos. Se prometió que nunca volvería a aceptar la comida de un ambue’y.
De nuevo al aire libre, dio unos pasos en una y otra dirección. ¿Cómo iba a encontrar la casa de Wittstock? Todo era demasiado grande, demasiado confuso, y no entendía la lengua.
Fue entonces cuando la vio.