12

Un dolor desconocido le atravesó la cabeza. Tomando aliento, como si se ahogara, levantó la mirada. Convencido de que estaba sumido en una noche eterna, se sintió confundido al ver el cielo claro que se alzaba como una bóveda sobre él, lleno de nubes surcadas por buitres. El viento soplaba entre las copas de los exuberantes imbaubas.

Tras el asombro de comprobar que todavía seguía con vida, se puso de rodillas, se inclinó y vomitó. La sangre le goteaba sobre los muslos. Quería palparse la cara para encontrar la causa, cuando se dio cuenta de que tenía las manos atadas a la espalda. El recuerdo de lo ocurrido lo azotó como un latigazo. Los ambue’y lo habían herido. Gracias a los dioses y a los espíritus, sus armas solo le habían rozado la cabeza.

Acto seguido lo habían apresado, cosa que ya era su intención. Sin embargo, no dejaba de ser una sensación desagradable.

Un hilo de sangre le cosquilleaba en una mejilla. Dado que todavía veía con ambos ojos, pensó que podía haber sido mucho peor. Junto a él, el anciano permanecía agachado. Él también estaba maniatado. Aymaho vio cómo se fijaba en él y movía los labios. Acercó una oreja al anciano y después la otra. Sordo de ambas. Se estremeció. Las náuseas le invadieron de nuevo la garganta, obligándolo a doblarse. A continuación se dejó caer y cerró los ojos. Por debajo, sentía los tablones de manera oscilantes de una embarcación. Al parecer, lo habían llevado hasta el río. ¿Para qué? No era ningún secreto para qué les serviría la muchacha, pero ¿para qué los habrían apresado a él y al anciano?

Un extraño sonido lo despertó. ¿Era su espíritu del ruido el que se inventaba algo nuevo con que torturarle? Era similar a un tartamudeo, rítmico y, en cierto modo, sosegado, que ahogaba el murmullo del río Blanco.

Esta vez se incorporó lentamente. La barca tenía unas dimensiones inusuales, seguramente debía de medir unos quince pies. Según contaban las antiguas leyendas, en el mundo de los ambue’y existían barcos aún mayores. Habían llegado por mar, hacía ya tanto tiempo que el recuento de los años se había perdido ya en el mundo de los espíritus. La barca estaba provista de una construcción, una suerte de cabaña, cubierta por una sucia lona y rodeada por un paño de tela fina, seguramente para ofrecer cobijo contra los mosquitos. Los extraños estaban sentados a la sombra de la lona. Solo los oía, la cabaña le tapaba la vista. ¿Cómo conseguía la barca mantenerse estable en la corriente sin que alguien llevara los remos? Aquello también constituía una prueba de una fuerza inusual.

—¿Y la chica? —dijo Aymaho. No esperaba respuesta alguna: la pregunta era para sí. Sin embargo, el anciano se inclinó hacia él.

—Le llevé las manos al cuello cuando todavía me quedaban fuerzas —respondió en un dialecto al que el oído de Aymaho no estaba acostumbrado—. Era lo mejor para ella.

Aymaho no estaba seguro de haberle entendido bien. ¿Quién era capaz de algo así aunque se lo dictara la razón?

—¿Por qué… por qué estoy todavía vivo?

—Porque te pintaste de negro. Pensaron que eras un espíritu.

Pero él era un espíritu, en efecto. El cacique lo había convertido en espíritu. ¿O no? Aymaho intentaba concentrarse, pero el dolor latente de las sienes se lo ponía difícil. Quería explicarle que era un espíritu, al menos durante dos meses, pero le pareció que no merecía la pena mover la lengua para relatar aquella historia.

—¿Y tú? —murmuró con voz pesada—. ¿Por qué sigues tú con vida?

—No lo sé.

—¿Viven todavía los de tu tribu?

—No sé.

Fuera lo que fuera lo que había vivido aquel anciano, le había costado parte del juicio. Su figura le recordaba a la del cacique. Era como si el propio Rendapu estuviera allí sentado y tuviera que admitir que le habían arrebatado la sabiduría y el poder de entre las manos. Aymaho dejó sus pensamientos a un lado.

—¡Mírame! —susurró al hombre. Él le obedeció lentamente—. ¿Cómo te llamas?

—Gauhata —respondió con una debilidad que irritó a Aymaho.

—Gauhata —repitió él. Le gustaba poder dirigirse a un hombre por su nombre. Inspiraba confianza—. Cuéntame todo lo que sepas sobre estos hombres, Gauhata. Todo lo que ha pasado.

—A los ava nos llaman indios. —Gauhata puso los ojos en blanco—. No sé nada. No, no sé nada más.

—Haz memoria. Por la sabiduría de Tupán, ¡haz memoria!

—¿Por qué? El recuerdo solo me atormenta.

Con un suspiro, Aymaho apoyó la frente sobre la rodilla. Había sido un error presentarse ante los otros. Dado que no hablaban su lengua, ¿cómo iba a averiguar si su tribu, los yayasacu, corría peligro? ¿Y dónde se encontraba aquella barca? Miró a su alrededor en un intento de orientarse por la posición del sol, el musgo y el color del agua. Así era como había hallado el poblado de la tribu de la calavera. El agua de color marrón claro era propia del río Blanco: se dirigían hacia el sur.

En algún momento la barca se detuvo ante una cabaña junto a la ribera que flotaba meciéndose sobre el agua. Un hombre salió atraído por el ruido de la barca. Era un ava y, sin embargo, estaba vestido como los forasteros. Con un aire sumiso esperaba en la plataforma delante de la cabaña. Cuando la barca chocó contra los tablones de madera podridos, amenazando con derrumbar toda la construcción, el anciano Gauhata se asomó por la barandilla de la embarcación.

—Un esclavo para tu zona, Diego.

El ava se inclinó repetidamente.

—¡Gracias, gracias!

—¿Y qué hacemos con este? —El gordo señalaba con su arma hacia Aymaho—. A este no lo podemos mandar a recolectar caucho, se largaría. Seguro que el viejo también. Siempre lo digo, no sirve de nada capturar a hombres solos. Hay que traer también a su mujer o a sus hijos para que hagan lo que se les ordena.

Aymaho se vio observado por varios pares de ojos. Fuera lo que fuera lo que le tenían reservado, seguro que no era nada bueno.

—Pero es fuerte y alto. Sería una lástima. ¿Qué es ese potingue asqueroso que lleva encima? Yo lo hubiera matado. —El barbudo le señaló el pecho—. Nos lo llevamos a las obras y allí lo encadenamos.

—¿E ir arrastrándolo todo el día? Apuesto a que no nos va a dar más que problemas. En la barca no hay nada que pueda hacer. No, no, es una carga, mejor lo matamos. —El otro se pasó la mano por la barba en actitud reflexiva. Aymaho hacía esfuerzos por mantener la mirada baja. De pronto el hombre se echó a reír—. ¡Tú solo tienes miedo por el aspecto horrible que tiene! ¡Admítelo! —Haciendo caso omiso de los gruñidos del gordo, se dirigió al ava—. Quítale eso, que parezca otra vez una persona. Si es que ahí debajo hay una persona.

Unas risotadas siguieron. El ava, de aspecto flaco, se retorció las manos.

—Vale, pero tardaré unas dos horas. La genipa es difícil de eliminar, hay que hervir jabón…

—¡Pues hiérvelo! Y tú, ¡levántate!

El caño de metal oscilaba frente a los ojos de Aymaho. A juzgar por los gestos del hombre, tema que levantarse. Tuvo que hacer un esfuerzo, porque el dolor de cabeza volvía a postrarlo de rodillas. Finalmente se puso de pie sobre la plataforma oscilante. Con el arma clavada a la espalda les empujaron a él y a Gauhata hacia el interior de la casa. Una vez allí, hubieron de agacharse de nuevo. Aymaho se alegró de que los ambue’y regresaran a la barca. Agudizó el oído para poder oír si zarpaban, pero no.

El ava dejó caer la esterilla de la entrada tras de sí. La luz crepuscular no conseguía ocultar toda la porquería y la sordidez del lugar. Dio un golpe con las rodillas en el hombro a una mujer agachada. Ella también iba vestida con los ropajes de los ambue’y, con la salvedad de que los suyos y los de su esposo estaban hechos andrajos. Las delgadas extremidades se le adivinaban entre la tela raída. La mujer tenía posado en el hombro un papagayo cuyo colorido desentonaba con aquel entorno. Empezó enseguida a calentar un caldero en la hoguera, al tiempo que el ava se agachaba delante de sus dos prisioneros. Había abandonado su servilismo, pero no sus movimientos inquietos, como si arrastrara un temor eterno que le hubieran infundido tiempo atrás. Con dedos temblorosos, encendió una colilla blanca de la que sobresalía el tabaco picado, y se la llevó a la boca.

—Bueno, pues bienvenidos a vuestra nueva vida —dijo en la lengua de los ava—. A partir de ahora seréis prisioneros trabajadores. Eso significa deslomarse unos cuantos años y luego la muerte. Si obedecéis, quizá tengáis la suerte que tuve yo, pero no es algo muy normal. En ese caso vosotros mismos tendríais trabajadores.

—¿Suerte? —le interrumpió Aymaho—. Vengas de donde vengas, no creo que nadie de tu tribu viva en la misma miseria en la que vives tú ahora.

—Allí no vive ya nadie.

—¿Así que los ambue’y han exterminado también a tu tribu?

Al dar una fuerte chupada a la colilla, las cenizas ardientes le cayeron sobre el dorso de la mano. Pareció no darse cuenta.

—Yo era un ha’evemi. El último ha’evemi, igual que vosotros sois los últimos de vuestra tribu.

Aymaho evitó mencionar que el anciano no pertenecía a los yayasacu y que estos seguían viviendo en sus terrenos de caza apartados. Gauhata tenía la cabeza, metida entre las rodillas y murmuraba algo para sí. El ava pasó la punta de la colilla ardiente por los hombros del anciano. Este ni siquiera llegó a estremecerse.

—Ya está muerto —dijo Aymaho—, solo que su espíritu todavía no ha abandonado el cuerpo.

—Mejor para él —murmuró el ava.

—¿Cómo te llamas?

—Los ambue’y me llaman Diego.

—Quiero saber tu nombre.

Sus ojos negros e inyectados en sangre se clavaron en él con furia.

—Ahora me llamo Diego, ¿me oyes? ¡Diego!

Pero ¿qué locura reinaba allí? Aymaho tiró de las cadenas. ¡Por la corona de plumas de Tupán que tenía que averiguarlo!

Los cordones de cuero se le hundieron más en la carne. Respiró profundamente.

—Explícamelo todo —le espetó—. Hasta ahora no habíamos entrado en contacto con estos hombres. Tan solo había… leyendas. ¿Qué me va a pasar? ¿Por qué matan? ¿Qué quieren?

Diego se rebuscó en un bolsillo de los pantalones y sacó una navaja. No estaba hecha de cobre, sino de aquel metal que, según las leyendas, también habían traído los otros. De vez en cuando ocurría que algunos fragmentos de cuchillas de hierro acababan por algún trueque en las profundidades de la selva. Con ellas se fabricaban puntas de flecha. Aymaho anhelaba con todas sus fuerzas poder hundir aquella navaja en el corazón de los hombres de fuera.

Tenía que hacerse con ella.

El ava se acercó a la pared de la cabaña arrastrando los pies. Allí se amontonaban vasijas de barro, calabazas rotas y cestos infestados de parásitos. Mientras revolvía en aquel desorden, mandó a su mujer volver al trabajo con palabras bruscas y regresó con un bulto que había ensartado en la punta de la navaja. A continuación volvió a inclinarse ante él.

—Esto es lo que quieren. Caucho. El árbol que llora.

Aquel pedazo era coriáceo y de color marrón oscuro. Diego lo levantó, lo apretó y lo volvió a estirar.

—De alguna manera, los ambue’y saben qué hacer para que el caucho quede siempre elástico, ya esté frío o caliente. Y a ese tipo de caucho le dan infinitos usos. Con él fabrican cosas. —Calló y fijó la vista en el pedazo de caucho—. No sé cuáles exactamente. A veces las mencionan, pero nunca sé de qué hablan.

Sin quererlo, Aymaho observó si Gauhata estaba tan sorprendido como él. Naturalmente, el anciano no comprendía nada; a buen seguro ni siquiera prestaba atención a las palabras de Diego. ¿Por qué dejaba el espíritu del caucho que hicieran aquellas cosas con él?, se preguntó Aymaho. ¿Son los ambue’y dioses de verdad?

No, no, no. Una voz interior le decía que aquello no era cierto, que vivían en casas, amaban, odiaban, enfermaban y morían.

—Envían a gente de su propio pueblo a la selva para recolectar el caucho. Pero son tan avariciosos que nunca tienen suficiente. Mandan a trabajar a todos los que esclavizan. Los mandan lejos, día tras día, e incluso por las noches; estos corren por la selva con un cubo, buscando el árbol del caucho entre la jungla y cosechando sus lágrimas. Cuando el cubo está lleno, lo llevan al punto de recogida, donde les esperan barcas que se llevan los cubos lejos, a las ciudades, en barcas grandes, y luego en barcos, y los barcos se los llevan por mar hasta Europa…

El ava mascullaba palabras desconocidas para Aymaho. Ciudades, barcos, Europa… Le costaba trabajo adivinar qué significaban, y sin embargo entendía lo más esencial: los otros codiciaban el caucho, y por eso sucedía todo aquello.

—Tú no recolectarás: a ti te obligarán a hacer otra cosa. A lo mejor a construir carreteras.

—Carreteras…

—Caminos anchos. ¡Oh, hay muchísimos tipos de trabajo! A las mujeres de los ava las mandan a casas enormes, y allí tienen que cumplir la voluntad de quien se lo pueda pagar. Y a los avas de los que no pueden sacar provecho los matan. Y a los que viven donde se hallan los árboles que lloran. O a veces porque sí. —Diego se inclinó. Su nariz se encontraba a un palmo de los ojos de Aymaho—. ¿Sabes qué cosas he visto? —preguntó en voz baja—. ¿Quieres oírlas?

Aymaho asintió. Quería saberlo todo.

—He visto cómo ataban a los hombres a los árboles y les disparaban en el miembro. A las mujeres les habían cosido los labios para que dejaran de chillar. Al cacique le vertían aceite hirviendo en las orejas. Y luego lo despellejaban.

Por muy irreal que sonara, a Aymaho no le cabía duda de que todo aquello era cierto.

—¿Y por qué se han apiadado de ti?

—¿Yo he dicho que se hayan apiadado de mí?

Diego miro a la mujer por encima del hombro para que se diera prisa. Entretanto, un fuerte olor empezaba a esparcirse por la cabaña.

—No te va a gustar mucho que te lave con este agua hirviendo —dijo riendo para sus adentros—, pero créeme, hay cosas peores.

—Te creo. ¿Cómo se puede detener a los ambue’y? ¿Son dioses?

Diego se rio más ostentosamente.

—No. No, no creo. Pero detén tú la estación de lluvias. O el paso de las hormigas. No se puede.

—A no ser que se mate a la hormiga reina. Seguro que los ambue’y tienen un cacique.

—Sí, claro, el barbudo de ahí fuera, se llama Postiga —aclaró Diego haciendo una señal en dirección a la barca, donde los forasteros estaban sentados a la sombra de la lona, charlando y riendo—. Para nosotros él es como el cacique. Pero en su mundo solo es un hombre cualquiera que tiene también un cacique. Aquel se llama Benito. Y, a su vez, él es un gusano en comparación con otros caciques. Así son los ambue’y. Uno está por encima del otro, como en los nidos de termitas, y en la cima solo hay sitio para uno.

—¿Cómo se llama ese? ¿Dónde está?

—¿De qué te sirve a ti saberlo?

—Para matarlo.

Diego gorjeó.

—Tú inténtalo. Se llama Wittstock.

Wittstock vivía en una casa de color rosado como los pétalos de la siyuoca, en una gran ciudad llamada Manaos. Diego no sabía decir nada más sobre él. Era un nombre de una extraña sonoridad que asustaba a Aymaho. ¿No sería de verdad un dios? ¿Se le podría matar? Intentó pronunciar el nombre en un susurro. Las sílabas duras le brotaban de los labios en contra de su voluntad. Le asaltó una imagen de aquel hombre, casi sin proponérselo. Se parecía a los de fuera y, sin embargo, era diferente.

Aymaho se apoyó en la pared, respiró profundamente y saboreó aquella agradable sensación de odio que se le expandía por todo el cuerpo.

Wittstock, hormiga reina de los otros, te mataré.

Diego se incorporó, arrojó el pedazo de caucho a una esquina y apartó a la mujer de la cacerola. Ella se agachó y apretó la cara contra las rodillas. A Aymaho le pareció ver a Tiacca arrodillarse. El papagayo había salido volando y se había posado sobre una calabaza. Como todo a su alrededor, también tenía un aspecto miserable. Aymaho pensó que el animal podría escaparse con facilidad, pero, como el hombre y la mujer, ya no sabía qué se sentía al ser libre. Como si los ambue’y hubieran llevado consigo una enfermedad que destruyera la esencia de los ava.

Diego metió un cuenco en el caldero. El brebaje hirviendo que llevaba consigo le llenó los ojos de lágrimas. Aymaho apretó los dientes cuando Diego le vertió parte del líquido sobre el hombro y se lo frotó con un andrajo hasta que la piel con el tatuaje del halcón quedó al descubierto.

—¿Qué porquería llevas ahí? —Diego le agarró la tira de piel que Aymaho llevaba colgada al cuello. Por prudencia, Aymaho se había cubierto los amuletos con barro y los había tintado de negro para que nadie se los arrebatara—. Sea lo que sea, eso de ahí molesta también.

Aymaho dio un respingo y le propinó un cabezazo a Diego en la frente. Haciendo caso omiso del dolor atenazante, le dio una patada en la entrepierna. El cuenco se precipitó al suelo derramando su contenido sobre los muslos de Aymaho. Diego se giró, dio unos pasos tambaleándose y cayó junto al fuego. Aymaho se abalanzó sobre él y le oprimió la nuca con la rodilla. La mujer permanecía callada y les miraba con aire sorprendido. Las manos descansaban sobre su regazo al tiempo que la cara de su marido se quemaba sobre las brasas.

Unos pasos sobre la plataforma hicieron temblar la cabaña. Diego pataleaba como un escarabajo. Había perdido la navaja. Aymaho miró a su alrededor, nervioso. Si no lo encontraba de inmediato…

—¿Eh, Diego, qué pasa? —se oyó desde fuera. Era el gordo al que Diego había llamado Postiga. Todavía no se le oía especialmente alarmado—. ¿Es tu mujer la que berreaba ahí dentro?

Por el rabillo del ojo, Aymaho vio oscurecerse la cortina. Ahí estaba la navaja. Se dejó caer de espaldas. Palpó con los dedos, la encontró, se le escurrió. Masculló una maldición entre dientes. Entonces, la agarró por fin. Miró hacia la entrada. El ambue’y echó la cortina a un lado y entró. Aymaho se afanó por cortarse las correas. La hoja de la navaja estaba mellada, apenas sentía los dedos. Miró a Postiga al tiempo que se cortaba más la piel que las correas.

Postiga se llevó la mano al vientre y agarró el arma de hierro.

Aymaho por fin se liberó de sus ataduras. Se levantó de un salto y se abalanzó sobre el ambue’y. Tan solo un instante después lo había degollado con el filo oxidado. Salió corriendo, sin prestar apenas atención al ambue’y agonizante y a los demás. Se tiró de cabeza al río.

El agua turbia lo engulló. No veía nada, no sentía nada. Tan solo le invadía el pensamiento de alejarse de la barca. Se oyeron unos sonidos amortiguados: a su alrededor silbaban los disparos de las armas. Era como abrirse paso entre el mar de pirañas, solo que ahora tenía que ser todavía más rápido. Y llegar a la ribera no significaba haberse salvado. Sentía el tacto de las plantas bajo los dedos, pero todavía no se atrevía a salir a la superficie. Sus pulmones estaban a punto de estallar. Seguía avanzando, más, todavía más.

Por fin se atrevió a sacar la cabeza del agua.

Se dio la vuelta esperando ver la barca emerger ante él. Sin embargo, esta se encontraba sorprendentemente lejos. No tardó en esconderse entre las raíces. Los forasteros habían dejado de disparar. Uno de ellos estaba todavía de pie en el borde de la plataforma y seguía buscándolo con la mirada, mientras que el resto daba vueltas en un estado de confusión. Sacaron a la mujer de la choza, empezaron a gritarle como si ella tuviera la culpa de su huida. De pronto el gordo se sacó de entre la ropa un arma parecida, pero más pequeña y corta, y se la puso en la cabeza a la mujer. Se oyó una detonación. La mujer de Diego cayó de rodillas lentamente, acto seguido cayó hacia delante, sobre el pecho. La sangre le brotaba de la cabeza describiendo un pequeño arco.