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Dos meses antes

Unos ojos rojos brillaban en la oscuridad de la noche. Se tornaron amarillos. De nuevo rojos. Aymaho trató de comprobar si todavía estaba durmiendo y lo que veía ante sí era un espíritu del sueño o si ya se había despertado y tenía al enemigo de ocho patas pegado a la cara. Esa incerteza hay que atribuirla a tu propia confusión, le diría Rendapu. Un hombre debía saber cuándo estaba despierto. Un hombre estaba despierto hasta cuando dormía.

Parpadeó. No eran ojos… La luz se movió, centelleó, era… Se incorporó, totalmente despierto por un instante. Unos pequeños fuegos crepitaban en alguna parte, a muchos pasos de distancia, casi ocultos entre la maleza. Aymaho se frotó los ojos, se irguió, movió los dedos y los pies, se palpó los brazos y los músculos. A pesar de haberse transformado en espíritu, todo en él parecía normal. No sabía qué clase de sueño le había provocado aquella visión, si bien solía acordarse de lo que soñaba. Daría las gracias con un sacrificio al dios más poderoso, Tupán, en cuanto hubiera sobrevivido a aquel tiempo de destierro, si es que lograba sobrevivir.

Hasta el momento, todo había salido bien. Tan solo una picadura de escorpión, una mordedura de serpiente y un arañazo profundo en la sien por no haber visto a tiempo que un árbol caía sobre él. Había vagado durante tres días hasta que encontrar el brazo de río correcto. Nada más digno de destacar. A pesar de todo, sentía cómo la soledad hacía mella en sus fuerzas. Agarró el junquillo que se había atado a la cintura. Cada amanecer le hacía una muesca. Sus dedos palpaban ya veintiocho, todavía quedaban más de la mitad.

Como también faltaba la calavera.

Lo que había vivido hasta entonces no era nada comparado con el peligro que le aguardaba en aquel lugar. Los de la calavera eran la tribu más salvaje de la que hubieran dado cuenta los hombres, árboles y espíritus. Un aka-yvypóra no solo sentía tres veces más sed de sangre que un guerrero normal: su falta de piedad era también tres veces mayor.

Casi en silencio, Aymaho reptó entre la maleza. Sus sentidos percibían todo cuanto se hallaba a su alrededor, cada peligro que acechaba. A cierta distancia, vislumbró unas cabañas de barro dispuestas en semicírculo alrededor de una pared rocosa. En medio de aquella pared caía una pequeña cascada. A los lados se encontraban las calaveras, apiladas una encima de la otra con cuidado, alcanzando una altura equivalente a cuatro o cinco hombres. Para extraer una, era preciso utilizar el filo de una navaja.

Por supuesto, ellos no se quedarían de brazos cruzados mirando cómo él hurgaba tranquilamente en la pared de calaveras. Así no era como debía acometer su tarea.

Tenía que conseguir el cráneo de un hombre que estuviera todavía con vida.

Aymaho se desató el taparrabos y la cuerda que sujetaba un fardo de hojas de palma. Lo desplegó. Durante todo el día, había ido recolectando los frutos de la genipa y el jugo de la liana, y ahora su mezcla lo volvería invisible. Partió los frutos, se empapó ambas manos con la masa negra y azulada y se la untó por el cuerpo. Acto seguido se dispuso a acercarse al poblado como un espíritu de las sombras. Los ojos eran lo único que no podía tintarse, y, de esta manera, observaba el lugar entornándolos.

Un jadeo, o más bien un suspiro de abnegación, le hizo estremecerse. A su izquierda, a pocos pasos, yacía un hombre.

Lentamente sacó la navaja y se la colocó entre los dientes, y con la misma lentitud se deslizó hacia el lugar de donde provenía aquel espeluznante sonido.

Como si alguien estuviera exhalando su último suspiro… ¿Se lo iba a poner tan fácil Tupán? No quería conseguir la calavera de aquella forma y, sin embargo, tampoco estaba en disposición de mostrarse muy exigente.

Sus dedos se toparon con un cuerpo blando. No era el de un guerrero malherido, sino el de un joven. Se inclinó sobre él sujetando la navaja. El joven de la calavera percibió su presencia y abrió los labios en un intento de proferir un grito. Se veía un horror inconmensurable en sus ojos, en los que la luna llena se reflejaba de tan abiertos que los tenía: aquel horror —Aymaho lo supo de inmediato— no se debía a la punta de la navaja que sujetaba a poca distancia del joven. Al tiempo que iba palpando el cuerpo tembloroso en busca de señales de heridas, esperó que el joven opusiera resistencia, pero este no se movió. Tan solo profería unos sonidos roncos. Los dedos de Aymaho se introdujeron en las profundidades de la sangre.

Se topó con un objeto duro. El joven no gritó ni cuando Aymaho se lo sacó con esfuerzo. Lo que tenía entre los dedos era una suerte de semilla, lisa y pesada.

Hierro.

—Vantu —susurró el joven. Ese era otro nombre para Chullachaqui, si bien este era mucho más demoníaco.

El mal había causado estragos en aquel lugar. Y seguía allí.

Al fin y al cabo, aquello era la aldea de la tribu de la calavera, la morada del mal. Sin embargo, el mal se manifestaba de una forma muy diferente a la que había esperado.

Aymaho degolló al joven. Su último aliento fue como un suspiro de agradecimiento.

Volvió a guardar la navaja en la vaina de hojas de palma que llevaba atada a la cintura y reptó hasta la aldea. Se le pasaron por la cabeza todas aquellas historias que se explicaban sobre los aka-yvypóra en las cabañas y junto a las hogueras. No solo se decía que estaban considerados como los guerreros más peligrosos, sino también que masacraban a sus enemigos con total entrega. Bebían su sangre, se comían sus corazones cuando todavía latían. La pared de huesos blanquecinos era un testimonio sobrecogedor de su valor y su temeridad. Y de su crueldad. Según se decía, tres guerreros de la calavera eran capaces de exterminar una aldea entera.

A pesar de todo, Aymaho no sintió miedo al aproximarse al círculo de luces. Durante el día, ensayando mil veces su acercamiento, sí, el miedo se había apoderado de él. Ahora solo importaba cómo actuar. Los latidos de su corazón quedaban ahogados por el murmullo de la selva nocturna y el de su espíritu. Se metió un dedo en la oreja en un vano esfuerzo, como siempre, por acallarlo. Se sacudió el pelo, respiró profundamente. No podía permitirse distracción ninguna. A la sombra de una de las cabañas, reptó por el suelo de barro. Y deseó que no olieran su presencia.

¿Pero dónde estaban?

Entre los murmullos percibió de nuevo un gemido: sonaba diferente, más agudo. Alguien estaba sufriendo una muerte atroz.

Por fin los descubrió.

Tres aka-yvypóra estaban atados a unos postes, con las manos cruzadas por detrás, enfrente del lugar de las calaveras. A la luz de la hoguera, Aymaho vio cómo la sangre brillante les corría por los muslos.

¿Qué significaba aquello? Si bien la tribu de la calavera asesinaba brutalmente a sus enemigos, nunca había oído que hicieran lo propio con los suyos. Y los hombres, que más que de pie estaban colgados, eran, en efecto, de aquella tribu, a juzgar por sus pinturas blancas.

¿Qué otra fuerza era la que allí acechaba?

Al oír voces se agachó.

¿Uno​de​estos​perros​todavía​está​con​vida?

El​de​la​izquierda​todavía​se​mueve.

Noveonada.

Sí,estámoviendoelbrazo.

Aymaho escuchó aquellas frases extrañas con sorpresa.

Seis o siete hombres aparecieron por entre las sombras. Uno de ellos cruzó la plaza de la aldea en dirección a los tres hombres. Aymaho fijó su atención en la manera despreocupada de la que hacía gala al moverse, como si no existiera el peligro. Unas telas gruesas le cubrían las piernas y los brazos, dejando al descubierto solo la cabeza y las manos. ¿Por qué hacían algo tan vergonzoso? Tenía las pantorrillas metidas en fundas de cuero. Aymaho se preguntó cómo podía caminar con ellas. Sobre un brazo, como un niño pequeño, llevaba una vara de color negro brillante.

Era un ambue’y, uno de los otros, reconoció Aymaho con horror. Los seres humanos de las leyendas que habían llegado de lugares tan lejanos que la razón no podía llegar a abarcarlos. Durante mucho tiempo se les había tenido por dioses, pero habían ido solo para conquistar, robar y esclavizar a las gentes que habían heredado la selva, los ava. Todo aquello se lo había contado su madre junto al fuego, y aquella era la primera vez que lo recordaba. Anteriormente, los miembros de su tribu habían mostrado temor y respeto al hablar de aquellos antiguos conquistadores, pero, en algún momento, cuando él todavía era un niño, habían decidido guardar silencio sobre ellos.

—Te está confundiendo la hoguera, Rodrigo. O quizás has bebido demasiado… Oh, ahora lo veo yo también, se está moviendo. ¡Pero si tendría que estar ya muerto! ¡Después de tres tiros en el estómago!

—Estos son duros de pelar. Si él pudiera, ahora mismo te hincaría los dientes en el cuello.

—Pero ya no puede.

Unas carcajadas sucedieron a aquellas palabras incomprensibles. Uno de los guerreros de la calavera volvió la cabeza bañada en sudor hacia ellos. Movió los labios profiriendo un sonido casi imperceptible. Sin duda, alguna maldición destinada a destruir a aquellos extraños.

—Mira si vive que todavía habla.

El hombre se irguió delante del prisionero. De repente, Aymaho tuvo claro que aquel guerrero, que temblaba de pánico, era el último superviviente de la tribu de la calavera.

—Es una pena que no nos lo hayáis puesto más fácil —dijo el forastero dirigiendo sus palabras a la noche—. Os habría ido mejor, y habríais aprendido algo en lugar de construir muros de calaveras horribles como demonios de la Edad Media. Aquí estáis como en la época de las cavernas. La mayoría de los salvajes entienden en un momento u otro lo que les enseñamos. Pero, por desgracia, vosotros no. Pues vosotros lo habéis querido. —Se volvió sobre sus pies envueltos—. Larguémonos de aquí.

—Vaya un día de mierda —musitó otro—. Apenas hemos conseguido esclavos: solo un viejo y una chica demasiado joven para que podamos divertirnos con ella.

—Ya nos las arreglaremos.

Con paso cargado, se acercaron a una hoguera junto a la cual había bolsas de cuero y haces de tela. Los examinaron con el mínimo cuidado antes de echárselo todo al hombro. Aymaho creyó que se disponían a irse cuando, de pronto uno de ellos se detuvo y volvió a clavar la mirada en el hombre de la calavera.

—No soporto que me esté mirando.

—Mañana ya estará muerto.

—Mejor que sea ahora mismo.

Alzó la vara por delante de la cara. Parecía estar esperando algo. Aymaho adivinó lo que estaba a punto de suceder, las leyendas también hablaban de ello. Sin embargo, se estremeció cuando se produjo la detonación. El cuerpo del aka-yvypóra se sacudió como derribado por potentes olas y acto seguido se derrumbó.

Los hombres se marcharon. Atrás quedó la aldea muerta de una tribu aniquilada. Aymaho se abrió paso entre las cabañas y los cadáveres de las gentes de la calavera. Estaban por todas partes. Ahora nadie le impediría sacar una calavera del muro. Una victoria que, gracias a aquellos extraños, no podría haber resultado más sencilla.

Recorrió el muro con la mirada. Solo le faltaba un gesto y su tarea estaría cumplida.

Sin embargo, tenía la sensación de que su tarea no se acababa allí.

Se dio la vuelta y siguió el amplio rastro de luz y ruido que iban dejando los forasteros.

En los rasgos de la muchacha se veía el mismo pánico. Debía de tener diez u once años, los pechos todavía pequeños y azulados por el manoseo de aquellos forasteros. Como tantas otras mujeres también había utilizado la fruta de la genipa para conferir al negro de sus cabellos un tono azulado y reluciente. Tal vez estaba ya prometida con un hombre y se había afanado en ponerse guapa para él. Y tal vez había presenciado cómo este había sucumbido ante la violencia de los otros. Un anciano estaba tendido junto a ella en una hamaca y la tenía rodeada entre sus brazos. Mascullaba sin parar mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás.

Han exterminado a nuestra tribu, creyó entender Aymaho en aquel dialecto diferente al suyo.

Sin embargo, aquellos dos no pertenecían a la tribu de la calavera, sino posiblemente a los wayapi. O a los cocoma.

Aymaho estaba tumbado boca abajo sobre una rama; a medio brazo de distancia por debajo se encontraba una cabaña con un techo de hojas lleno de agujeros. No le costó esfuerzo alguno retirar un poco más las hojas sin hacer ruido para poder ver su sobrio interior. Aquella cabaña no la habían construido los de su tribu; solo alguien que no entendiera nada de la selva emplearía ramas cubiertas de hojas de la ceiba, que se llenaban de parásitos con facilidad. Los ambue’y, los otros, descansaban allí.

Aparte de algunas hamacas sobre las que roncaban cuatro hombres, solo había una mesa medio podrida cuyas patas estaban metidas en cubos. Otros dos ambue’y habían depositado sus armas encima y se afanaban por limpiarlas con esmero. Apenas prestaban atención a la muchacha escuálida y al anciano. El que acababa de abusar de ella se olió los dedos, bostezó y se limpió con un pañuelo que lo ensució aún más.

Aymaho ya se había decidido por el cráneo de aquel hombre: le parecía el mayor y el más peligroso. Aquellas extrañas armas le preocupaban.

Se había adueñado del espíritu de la tarántula. Sería rápido, silencioso y peligroso. Como la pantera. Con cautela, echó mano de su arco y del carcaj. Colocó una flecha e introdujo la punta por el tejado de hojas.

Uno de aquellos hombres se puso en alerta. El ambue’y alzó la cara cubierta en sudor y de piel clara. Una barba erizada le crecía por debajo de la barbilla. Tenía un aspecto exhausto y demasiado bien alimentado para la jungla. Tenía la mirada clavada en el agujero. Aymaho sentía el impulso de hacer volar la flecha, pero, entonces, el tipo volvió a bostezar y dejó caer la cabeza con un gruñido. Aymaho sonrió. El fruto de la genipa lo volvía invisible.

Se incorporó levemente sobre la rama y tensó el arco. La punta de la flecha retrocedió de nuevo en la noche, como la cabeza de la serpiente a punto de atacar.

Un pensamiento le detuvo. Trató de comprenderlo. ¿Miedo? No. ¿Qué era? De repente, se sintió débil. Justo empezaba a sentir ahora en sus huesos el peso de tantos días vagando. Tenía que pensar que ahora solo era un espíritu desterrado. Las heridas de las pirañas empezaron a latir como si quisieran advertirle de que su cuerpo era más débil que entonces. Le vino a la memoria el cacique. Como si quisiera gritarle algo. Con determinación, sacudió la cabeza y tensó el arco de nuevo.

Han exterminado a nuestra tribu.

Era eso lo que las voces de los espíritus pretendían recordarle; eran las palabras del anciano.

Volvió a meter la flecha en el carcaj.

Han exterminado a nuestra tribu…

Aquellos forasteros, de aspecto tan indefenso que parecían no poder sobrevivir ni un día en la selva, tenían el poder de destruir tribus enteras. A los de la tribu de la calavera, a quienes habían pertenecido aquellos dos prisioneros. Y quizás eran capaces de más. De mucho más… Cierto era: no parecían dioses. Pero su fuerza era incuestionable.

Si lograba acabar con aquellos seis hombres, nunca llegaría a saber qué pretendían los ambue’y. Qué tribu aniquilarían a continuación.

Y cuándo le llegará el turno a la mía, pensó.

Ocultó el arco entre el ramaje. Asimismo ocultó la cerbatana entre el ramaje sin saber si podría volver a recuperar sus armas. ¿Había adivinado el cacique la magnitud real de aquel reto? Era digno de un hombre que no temiera a la muerte. No, no a la muerte, sino a lo que venía antes. Dolor, humillación, vergüenza, fracaso. Aymaho apretó los puños para poner fin a los temblores que querían apoderarse de su cuerpo y también de su interior. Contempló a la muchacha maltratada para que su miedo se tornara en rabia.

Sucediera lo que sucediera, no se dejaría someter.

¡Aquellos forasteros daban ganas de reír! Tan poco atentos, poco sabios, hasta un niño podía sorprenderles. Ni siquiera le oyeron saltar del árbol y acercarse a la puerta. Las fibras de madera se desmigajaron bajo sus dedos al descorrer la puerta con una rama clavada.

El gordo fue el primero en advertir su presencia. Ni siquiera dio un respingo: tan solo se alzó un poco y se quedó mirándole. El otro levantó la cabeza con el ceño fruncido y pronunció unas palabras de perplejidad. Sin apenas determinación agarró su arma. El silbido que salió de su boca de finos labios se dirigió a los que dormían, que fueron despertándose con calma.

Aymaho casi llegó a arrepentirse de haber dejado atrás sus armas. Si lo hubiera querido, hacía rato que estarían muertos.

De repente sucedió algo con lo que ya no contaba. El gordo levantó la vara con una habilidad que no concordaba con su cuerpo. Aymaho vio la abertura del caño de metal dirigida hacia él. Un destello, como si en el interior estallara una tormenta. Un estruendo que silenció a su espíritu del ruido. Por fin, pensó antes de sucumbir en la oscuridad.