Tenía doce años la primera vez que se introdujo en el mundo de la ópera de la mano de su padre. Posteriormente, acudió con frecuencia a la ópera en Unter den Linden. Sin embargo, a aquella tierna edad nada la había hecho soñar tanto como la historia de amor entre Enzo, el príncipe genovés, y Laura, su amada veneciana. Nada superaba la nobleza de la cantante Gioconda, la maleficencia del inquisidor Alvise Badoero y la astucia de su espía Barnaba. La historia de los amantes que hacen frente a intrigas y atentados seguía cautivando a Amely hasta el día de hoy.
Y mi amar iguala al del león sediento de la sangre de su presa.
Amely seguía las letras en silencio, balanceándose suavemente al ritmo de las melodías.
Soñadora.
En el escenario, Gioconda moría como una heroína, quitándose la vida. Se había encargado de que los amantes se encontraran y pudieran huir. Y ahora huía ella misma de los esbirros. Sonaban las últimas notas, el silencio parecía durar minutos y, de repente, estalló la tormenta de exaltación. Las rosas volaban hacia el escenario. Diamantes. Los caballeros aplaudían a rabiar y exclamaban da capo!, y las damas hacían sonar sus collares. De las manos de Philetus y Malva Ferreira volaron broches y brazaletes.
—¿Te ha gustado? —Kilian le acarició la mano.
Amely sabía que no se refería solamente a la representación, sino a su propia entrada en escena, que se había iniciado con su paseo en el Benz, con un abrigo de automovilista demasiado caluroso y gafas protectoras con correas de cuero sobre la frente. Amely nunca podría haber superado a la señora Ferreira con un vestido extravagante, pero de aquella manera se habían asegurado ser el centro de todas las miradas.
—Sí —contestó con un tono apagado.
El telón bajó, pintado con una Venus de piel blanca que simbolizaba el Amazonas. El río Negro y el río Solimões, que se unían formando el Amazonas, estaban representados como hombres de agua con una barba espesa. Ambos luchaban por los favores de Venus. La imagen era de tan mal gusto como el resto del teatro. La platea imitaba la forma de un arpa. Las paredes resplandecían con el mármol blanco y los ornamentos dorados. Entre los palcos se alzaban pilares en forma de alegorías femeninas, y figuras de ángeles flotaban por todo el techo. Sí, la música había sido maravillosa. La puesta en escena, aceptable. No obstante, el edificio era horrible. Colorido, ostentoso, en definitiva, nada más que una golosina con demasiado azúcar para los sentidos, siguiendo el gusto de los barones del caucho.
—Vámonos.
—Como quieras, Amely, querida.
Actuaba como si el percance de días atrás no hubiera sucedido. Las marcas de aquella noche permanecían ocultas bajo el maquillaje y un velo de tul bordado de diamantes. Amely se remangó el vestido de seda de color azul marino con adornos de tela en los dobladillos y un lazo enorme en el pecho. Todo tenía encajes de diamantes, por lo que Amely brillaba como un cielo estrellado. La señora Ferreira, por su parte, que venía del palco contiguo, parecía la misma luna. Efectivamente, llevaba en el sombrero una media luna envuelta en telas. Los diamantes relucientes se mecían ante su cara risueña. Sobre los hombros se extendía una serpiente blanca disecada con manchas amarillas.
—¡Amely! —exclamó entusiasmada—. ¿A que ha sido fantastique? Hélas! Enzo, ¡cómo te he querido!
Su esposo acudió a su lado como si le hubieran llamado, a pesar de que poco parecido guardaba con el noble Enzo.
—Espero, senhora Wittstock, que se haya divertido tanto como nosotros —le dijo esbozando una amplia sonrisa.
—Gracias, senhor gobernador. Ha sido una delicia.
—Si bien no ha sido nada en comparación con la espectacular entrada en la plaza de usted y su señor esposo. Dígame, Wittstock, ¿es difícil conducir un carro con motor? Y, sobre todo, ¿es difícil pararlo? Así, sin riendas en las manos…
Kilian se recreó entre tanta admiración.
—Se requiere algo de práctica, claro está, pero cualquiera puede. Hasta las damas, por supuesto.
Ferreira miró de reojo a su mujer.
—Naturalmente, ya he pensado en encargar uno de esos en el Imperio alemán. En este sentido, cualquier consejo por su parte sería de gran interés.
Amely se disculpó y bajó las escaleras. Seguramente Kilian regalaría un automóvil al gobernador y, a cambio, obtendría algún beneficio al margen de la ley. O quizás un apoyo en lo tocante a la liberación de sus esclavos. Algunos ya habían obtenido su certificado de libertad y ya percibían un pequeño salario.
Pero los esclavos negros eran los únicos que se beneficiaban de la Ley Áurea. Lo que ocurría en las profundidades de la selva no le importaba a nadie.
Salió a la terraza a través del pórtico rosado. En la plaza, iluminada por farolas de gas, se hallaban los carruajes uno al lado del otro, a cada cual más reluciente. Los cocheros esperaban pacientemente con sus libreas inglesas sobre el pescante. En la ciudad reinaba un murmullo alentador: toda la gente estaba en la calle. El señor Oliveira ya le había contado lo que hacía el pueblo llano mientras la alta sociedad recibía el nuevo año en el templo de la riqueza: frotaban sus ropas desgastadas hasta que quedaran tan claras como fuese posible, ya que el blanco era el color de aquella noche. Todo iba a parar al río. Los botes de los pescadores estaban decorados con dibujos o figuras blancas, y uno no podía saber si representaban a la Virgen o a la antigua diosa pagana Yemanjá, que les había de traer buena suerte en el nuevo año. El puerto y los barcos ardían en fiestas, y la arena estaba iluminada por miles de velas.
Dejaban a merced de la corriente barcos tallados en miniatura con regalos para la diosa. Barcos llenos de deseos. De sueños. Mi amar iguala al del león sediento de la sangre de su presa.
Sería tan tentador: huir con Felipe, un futuro en algún otro lugar, sin todo aquel lujo sin sentido que la abrumaba más que complacía. Amely estaba convencida, aquí y ahora, de poder llevar una vida simple; aun así, aunque fuese capaz de reunir el valor para ello y aunque él también lo quisiera, por nada del mundo querría hundirle en la miseria de la que procedía y que él tanto odiaba.
¿Pero qué te crees? Él solo te ha besado. Una sola vez.
Las campanas de São Sebastião anunciaban la medianoche. Una expectación febril se apoderó del gentío. Kilian llevó a Amely al círculo de los barones del caucho y los fazendeiros, como gustaban llamarse allí los latifundistas ricos. Hombro con hombro se hallaban las esposas colmadas de joyas junto con las queridas de sus maridos. Sonó la última campanada. En alguna parte, retumbaron salvas de celebración.
—Un brindis por mi predecesor, Eduardo Ribeiro, que hizo de Manaos lo que es ahora —dijo Philetus Pires Ferreira alzando su copa—. ¡Por el progreso técnico, que nos provee de caucho! ¡Por el caucho!
—Por Ribeiro, que Dios le tenga en su gloria. ¡Por el caucho! —exclamaron don Germino Garrido y Otero, un hombre con ejército privado, y Suárez y Hermanos, que había ido expresamente de Río y cuyas manos, según se decía, estaban empapadas con la sangre de miles de personas.
—Que siga fluyendo eternamente.
—¡Eternamente!
Todos alzaron sus copas y bebieron. Aquello se asemejaba a un ritual masón. Por encima del río silbaban los fuegos artificiales. Círculos rojos, azules, dorados y plateados proliferaban en estallidos por el cielo de la noche, como pétalos de inmensas flores exóticas.
Kilian le pasó una mano por la cintura a Amely. Sin embargo, ella se soltó y se apresuró a bajar por las escaleras. El Benz Velo estaba rodeado de cocheros curiosos y transeúntes. Le abrieron paso de buena gana y le tendieron la mano para que subiera. Así permaneció ella en su asiento con aquel abrigo de pieles innecesario y con los estúpidos anteojos en el regazo. El vestido era demasiado voluminoso para aquel pequeño asiento, y sobresalía por los lados hasta casi llegar al pavimento de caucho de la plaza. Mantuvo la mirada al frente, haciendo caso omiso de la de los hombres: era como una reina en su trono a la espera de que apareciera su esposo. Seguramente le reprobaría que lo obligara a abandonar la celebración de aquella manera y tan pronto. Quizá sentiría su rabia más tarde. O quizá no. Le daba igual.
Ella se había acurrucado en la cama de su dormitorio. Al otro lado de la pared, oía a Kilian roncar en la enorme cama adoselada. Los fuegos artificiales hacía rato que se habían silenciado. Por las ventanas abiertas llegaban risas y retazos de música. La lluvia arreció por poco tiempo, y la ciudad prosiguió su celebración. No obstante, la casa hacía rato que estaba sumida en el sueño.
Amely se incorporó silenciosamente. Echó mano de la cajetilla de cerillas y encendió la lamparilla de petróleo de encima de la mesita de noche. Las dos de la madrugada. Como de costumbre, quiso sacudir las pantuflas, pero sin hacer ruido se puso en pie, descalza. Recogió con cuidado las pocas cosas que no quería dejar atrás. No eran muchas: la cajita de cristal con la Morpho menelaus, el regalo de su padre; su viejo violín, que quizás había salido ileso porque Kilian se había olvidado de su existencia; las cartas repletas de lamentos del día de su llegada, tras la desventurada excursión a la oficina de Correos las había metido en el rincón más escondido del escritorio y no las había vuelto a sacar.
Solo le faltaba una cosa.
Dirigió la mirada al cajón que había abierto una sola vez. Sus dedos se posaron sobre el pomo. Sabía que si lo abría no habría vuelta atrás.
Así lo hizo, lentamente. El revólver seguía allí.
¿Seguro que falleciste de tuberculosis, Madonna?
Rodeó la empuñadura con los dedos. Había visto armas de tiro con frecuencia, sí, pero nunca en manos de una dama. Su padre también poseía armas y, como cualquier prusiano que se preciara, había obtenido la licencia de oficial en la reserva. Colocar los cartuchos no tenía mayor dificultad. A continuación, solo había que amartillar. Le tembló la mano cuando, por probar, se llevó el cañón a la sien.
Todavía no. No aquí.
Lo metió todo en su bolso de mano y se lo colgó del brazo. Acto seguido cogió el estuche del violín y abrió la puerta. Reinaba el silencio. Recorrió el pasillo de puntillas y bajó la escalinata. Incluso en aquellos momentos cabía la posibilidad de que apareciera el señor Oliveira: se sorprendería mucho de verla a punto de salir, a aquellas horas de la madrugada y vestida tan solo con su camisón. El salón estaba desierto. Una única lámpara de petróleo al lado de la puerta de entrada proporcionaba una luz crepuscular. Amely bajó la llama hasta que casi desapareció y tomó la lámpara. Con suma cautela giró la llave y se adentró en la noche.
Pensó que debería pesarle en la conciencia haber dejado a Bärbel allí sola. Maria y el pequeño Miguel tampoco se alegrarían. Ni el señor Oliveira. ¿Sí? Pues ya podían llorarla. Deberían estar arrepentidos de no haberla apoyado lo suficiente. Su padre tendría que tirarse de los pelos por haberla enviado allí. Y Da Silva, por no haber hecho nada.
Presa de la rabia, Amely se enjugó las lágrimas de las mejillas al tiempo que caminaba por la hierba esponjosa. Había sido un error renunciar a los zapatos: en cualquier momento podía sufrir una picadura o una mordedura.
Pero ¿qué importaba eso ahora?
La luna llena le iluminaba el camino. Las hojas susurraban con la brisa, o quizá porque algún animal las removía. Las cigarras cantaban. Una pequeña sombra se deslizó rápidamente por la hierba y volvió a desaparecer entre los arbustos tras los cuales se escondían las tumbas de los hijos.
El pequeño igarapé seducía con su borboteo. Una vez allí, avivó la llama para no tropezar y colocó la lámpara sobre el muro. Amely tuvo cuidado de no resbalarse por los escalones. Un destello plateado bailaba sobre la superficie del agua. La bahía de la luna verde sería un escenario mucho más bello para acabar. Pero ¿cómo iba a llegar hasta allí? El muelle privado de Kilian no estaba muy lejos: podía vislumbrar las sombras de los barcos y de las canoas. Amely sacudió la cabeza. Nunca había aprendido a poner en marcha un barco de vapor ni a conducirlo. Y la idea de adentrarse en la oscuridad de la selva casi sin protección le inspiró terror.
Se echó a reír. ¿Todavía tenía miedo al peligro? Qué contradictorio resultaba. También corría el riesgo de que la descubrieran intentando hacerse con el control de una canoa. No, aquel lugar también era bello para morir.
Bebe de la muerte, retumbaba la voz de bajo de Alvise en su interior. Estás perdida… ¿Oyes el canto? Morirás, seguro, antes de que suene su última nota.
Amely abrió el estuche del violín y lo puso con cuidado sobre el agua. Se mecía con el suave ritmo de las olas. Con suerte no caería otro de aquellos chaparrones que se habían vuelto más usuales en diciembre. Y con suerte el violín lograría abrirse camino hasta el río Negro. Sería todavía más bonito pensar que el Amazonas se lo llevaba hasta el Atlántico. Amely se imaginó que el instrumento llegaba a un puerto lejano y extranjero, que tal vez un joven pescador lo encontraba y se preguntaba qué historia se escondía detrás de él. A quién habían pertenecido aquellas cartas del reverso de la tapa, a quién la cajita de cristal con aquella maravillosa mariposa que sujetaba las cartas.
Los dedos de los pies se le hundieron en la arena y el cieno.
Se adentró en el agua hasta las rodillas, y dio el último adiós a sus pertenencias.
Solo le quedaba el revólver. Se llevó la mano al bolsillo y palpó la empuñadura.
Felipe bostezó. En el estómago le hervía una mezcla de whisky, cachaza y ginebra. En sus oídos todavía resonaban los ritmos de los tambores carimbó. Todo había sido como se esperaba de una véspera, salvo que, aquella vez, no había sucumbido a los encantos de las muchachas como de costumbre. Desear a Amely Wittstock era una sensación agradable, siempre y cuando no cediera a la tentación.
Una vez lo había hecho. Había aprovechado el momento para acercarla contra sí y besarla. Un beso era un inicio. El primer paso en un camino que conducía a la perdición. Ya lo sabía de antemano. Si no hubiera querido recorrer aquel camino por el filo de la navaja, no debería haberlo empezado.
Pero ¿quería?
Se pasó la mano por el pelo en un intento de aclararse las ideas. Deseaba ardientemente haber calmado sus ansias con aquel beso, pero solo había conseguido avivarlas.
Abrió la puerta de la cochera y colgó la lámpara en un gancho. Allí estaba el automóvil, debidamente cubierto, exhalando todavía el aroma a petróleo que hacía las veces de propulsor como sustituto de los caballos. Ahora bien, no era petróleo: lo que era en realidad lo había oído y olvidado. Levantó la lona y palpó los neumáticos. Están manchados de sangre, hubiera dicho Amely en aquel momento. Y tal vez le hubiera preguntado si él no podía poner fin a aquel derramamiento de sangre.
La distinguida dama no sabía nada de la vida. De la necesidad. Se había desmoronado en aquel lugar, tal y como él había predicho. En cualquier caso, durante su primer encuentro unos meses atrás, él no hubiera podido imaginarse ni en sueños que se enamoraría de ella.
Ah, ¿no? ¿Acaso no me di cuenta al instante?
Vale. No era la primera vez que consideraba la idea de partir con ella. Pero no sería una partida, sino una huida. ¿Y adónde la llevaría? ¿De qué iban a vivir? Su patrimonio no era ni excesivamente grande ni pequeño: el dinero les bastaría para los siguientes meses. Ella, por su parte, poseía algunas joyas que él podría malvender en Santarem o Belén.
Y, después, bordearían la costa. Quizá rumbo a Sao Luis. Fortaleza. Río de Janeiro…
Se acercó al asiento y alzó la lona un poco más. El vehículo le causó una extraña sensación. La presentación de Wittstock y Amely y la vacilación con que este había ido girando el volante mientras ambos estaban sentados en su trono le habían parecido de lo más ridículo. Era el juguete perfecto para causar sensación entre los ricos que andaban siempre en busca de distracciones. Aquel automóvil costaba tanto como vivir sin preocupaciones en Río durante algunos años.
Del mismo modo, era ridículo plantearse seriamente huir con Amely. Probablemente ella no querría. Al fin y al cabo, los golpes que debía soportar de vez en cuando no eran nada en comparación con la lucha diaria por la supervivencia.
Pero me desea. Si de algo estoy seguro, es de eso.
Suspiró profundamente. Aquella noche ya no lograría pensar con claridad. Mañana…
Detrás de él oyó el crujido de unos pasos sobre la paja. Giró sobre sus talones. Un Miguel trasnochado se acercó arrastrando los pies.
—¿Qué haces aquí, escarabajo?
—He visto la luz de su lamparilla, senhor Da Silva. ¿Puedo ver el uto… uto…?
—Automóvil.
—Eso. Automóvil. ¿Puedo verlo?
Felipe se incorporó y retiró la mitad de la lona. El joven, boquiabierto, rodeó el vehículo y palpó los tiradores de caoba y el volante de latón.
—Se parece un poco al Spider Phaeton de la señora Ferreira. Pero eso de que funcione solo… Si no lo veo, no lo creo.
—Seguro que Malva Ferreira se ha muerto de envidia.
Felipe volvió a colocar la lona en su sitio. Miguel todavía no daba señales de querer marcharse.
—Tú me quieres decir algo, ¿no?
—Creo que he visto a Yemanjá.
—¿A la diosa blanca del mar? Muchas chicas del puerto se le parecen.
—No, no. —Miguel convirtió su voz en un susurro—. La he visto aquí. Ahora mismo. Iba caminando por la hierba en dirección al igarapé.
Felipe examinó los ojos del joven inquisitivamente.
—Has bebido tú muchos vasos hoy.
—Que no, senhor Da Silva. He visto perfectamente su vestido blanco. Y el pelo, que le llegaba casi hasta la cintura. Si no era Yemanjá, ¿quizás era la madre de Dios?
—¿Que se te ha aparecido la Virgen, dices? —A Felipe le costaba aguantarse la risa.
Miguel se rascó la nuca.
—A mí también me ha parecido raro. Pero Maria la Negra dice que en la noche de la véspera suceden esas cosas. Si no, no echarían los barcos al agua, ¿no?
—Bah, Miguel. —Felipe le dio unas palmaditas en las mejillas—. Esas cosas pasan cuando a uno le falta sueño y ha bebido demasiado. Tendrías que estar ya en la cama, así que lárgate.
Algo decepcionado por la reacción de Felipe, Miguel torció los labios. De pronto bostezó, fracasando en su intento por disimular.
—Ahora voy, senhor Da Silva. Que duerma usted bien.
—Y tú, escarabajo.
Después de que el muchacho hubiera desaparecido, Felipe también se dispuso a marcharse. Probablemente la Yemanjá que había visto Miguel era una de las muchachas del servicio que se afanaba por llevar alguna ofrenda al igarapé. Se quedó pensando qué podía hacer en lo que quedaba de la noche. ¿Volver al muelle y bailar con los que todavía estaban de celebración? ¿O ir a la ciudad a empinar el codo? ¿O darse por satisfecho con el abrazo de su hamaca?
En lugar de eso se dirigió al igarapé, sin saber a ciencia cierta por qué. Cabello oscuro, suelto hasta la cintura… Un vestido blanco… Seguro que la supuesta Yemanjá ya había desaparecido.
Sin embargo, allí estaba, iluminada por la tenue luz de una lamparilla de petróleo. Rápidamente, Da Silva se ocultó tras las raíces de un árbol. Su intuición no le había fallado: era Amely.
No sabía ni lo que pasaría ni lo que podía decidir al día siguiente. Aun así, los siguientes minutos se le presentaron con toda claridad. Iría hacia ella, la estrecharía entre sus brazos, la tumbaría sobre la hierba y por un momento se olvidaría de que era la mujer del hombre que lo había sacado de la miseria.
—¡Eh, Felipe!
Da Silva se agazapó. Lo que le faltaba: otra interrupción.
—Lárgate, Pedro.
Su antiguo compañero se le acercó agachado.
—¿Qué haces…?
Felipe le agarró de la camisa y tiró de él hacia abajo.
—¡Calla! —le susurró—. Vas a despertar a toda la casa. ¿Por qué no estás durmiendo? ¿Otra vez vas buscando ginebra? Aquí en el jardín no la vas a encontrar.
—Te he visto merodeando por aquí. —Por lo menos, Pedro intentaba mantener la voz baja—. ¿Qué te parece si nos damos una vuelta por la ciudad, eh, viejo amigo?
—Yo no soy tu viejo amigo. Lárgate de una vez. ¿No ves que molestas?
—¿Pero qué haces…? Ah, pero si está ahí la senhora. ¿Qué hace?
Felipe quería coger a Pedro de los hombros y sacudirle para hacerle entrar en razón y que desapareciera de una vez por todas. Pero aunque así lo hiciera, no podía confiar en que se quedara lejos, o en que mantuviera la boca cerrada.
—¿Sabes qué? Me arrepentí tan pronto como te saqué de la selva —le dijo con un tono calmado. Tan calmado que Pedro, sorprendido, no volvió a mirar en dirección a Amely. Le costó solo un instante arrodillarse detrás de él, sacar la navaja del bolsillo y degollarle por la espalda. Sin embargo, los instantes que trascurrieron hasta que dejó de luchar y de retorcerse parecieron eternos.