9

Olía a pan, a humo de tabaco y a café espeso. Los ventiladores zumbaban, los monos —salvajes o no, nunca había manera de saberlo— se deslizaban bajo las mesas y esperaban alguna limosna. Nadie parecía molestarse por ello, y Amely ya casi se había acostumbrado a ellos y a las frutas picadas que iban dejando atrás. En las mesas de los cafés se sentaban los señores acomodados, se abanicaban con los sombreros de paja y bebían cócteles. Una mujer encorvada merodeaba por la entrada. Era flaca, el vestido raído le revoloteaba alrededor de las piernas y los brazos. Su cara parecía no tener edad y, sin embargo, estaba surcada de arrugas. Una mujer sumida en la miseria y de edad indeterminada. Tendió su sombrero de paja agujereado a un hombre, que le gruñó con asco sin apartar la vista del periódico. A Amely se le ocurrió que podía llevarse a aquella mujer, darle un trabajo y un buen lugar donde dormir. Y librarla de los golpes. ¿Acaso Felipe da Silva no había hecho lo mismo con Pedro, el recolector de caucho que ahora trabajaba como mozo de cuadras? Maria siempre se quejaba de él porque a cada momento entraba en la cocina con cualquier pretexto para hacerse con una botella de ginebra. A diferencia de él, aquella mujer parecía honrada a pesar de su aspecto de pordiosera.

Pero ella, Amely, no se atrevió siquiera a mirarla para darle algunos reales. Kilian habría montado en cólera si hubiera llevado a una mujer india a la casa. Habría dicho que pronto iba a acabar la Navidad y que para entonces ya se le habría pasado aquella compasión exacerbada.

La señora Ferreira había creado una fundación para muchachas indias caídas en desgracia. Asimismo, de vez en cuando daba una pequeña ayuda a algunas familias escogidas. Al parecer, con todo aquello la extravagante dama lograba aliviar su conciencia. Eso sí, nunca hablaba de la miseria de los indígenas. Quizás era lo propio de una mujer con dinero, puesto que para ella la riqueza no era más que un montón de regalos con los que pasar el tiempo sin lograr sacarle mayor provecho. ¿Acaso Amely no era también una pedigüeña con todo el dinero que Kilian ponía a su entera disposición?

Él le había anunciado que la obsequiaría con un fantástico regalo de Navidad que superaría todos los anteriores.

Ya de entrada sabía que no quería ese regalo.

En la ciudad apenas se notaba que la Navidad estaba a la vuelta de la esquina. En algunas ventanas colgaban ornamentos de madera de colores. Sin embargo, Amely dudaba si no serían más bien paganos, como todos aquellos artilugios extraños que gracias a Maria hallaba en cualquier rincón de la casa. En lugar de estrellas de papel de estaño, la Negra había repartido adornos florales por las habitaciones. Así se estilaba en Brasil, aunque a Amely no acababan de agradarle. Para ella, las flores eran más propias de las estaciones cálidas. Los abetos, las figurillas de madera, vagar por los mercados navideños sobre la nieve dura. Una estufa crepitante mientras el viento helado sacudía los postigos…

Un estallido ensordecedor la sobresaltó. El vidrio de la puerta reventó, y los pedazos volaron por la sala. Un jarrón se había partido en dos, y la dama que estaba sentada en aquella mesa se desvaneció. Su acompañante la llevó a otra mesa con la ayuda del dueño del local. Los monos chillaban y daban saltos alrededor. Fuera se oían carreras y gritos. Tal vez un ladrón se había hecho con una pistola y la había probado allí mismo, tal y como conjeturaba el hombre de detrás del periódico, sin hacer demasiado caso del revuelo. Por su parte, la camarera, que buscaba sus reservas de ginebra sin perder la calma, sugirió que quizás habían vuelto a atrapar a un contrabandista de caucho.

—Venga, vámonos —dijo Amely.

—¡No, yo ahí fuera no salgo! —Bärbel había perdido todo el color de la cara. Amely quería ponerse en pie, y justo entonces entró uno de sus dos guardaespaldas y le aconsejó que esperara un poco hasta que la situación se hubiera calmado.

—Vaya un final para nuestro paseo por la ciudad —suspiró ella.

—De todas maneras no me ha gustado. Disculpe, señorita, ¿le importa si me pido otra limonada?

Lo cierto es que a ella también le había sorprendido la escena del interior de la catedral Matriz de Nossa Senhora da Conceição. Todo el mundo entraba para tomar un poco el fresco y descansar. Sin embargo, que la gente continuara sus negocios dentro, que muchas veces acababan en reyertas, no se lo esperaba. Durante su paseo por la ribera se habían topado con un grupo de indigentes que las habían agarrado de las faldas entre gritos. ¡Una imagen como de la Edad Media! ¡Y el mercado de pescado sí que era extraño! Habían levantado un edificio espléndido, profusamente decorado con ornamentos de hierro forjado, proyectado por el propio Gustave Eiffel, para luego llenarlo de montones de pescado ensangrentado.

Naturalmente, también habían pasado por la plaza de la ópera. Ya habían retirado los andamiajes. Todo brillaba y centelleaba y estaba a la espera de la gran noche. Las calles estaban llenas de carteles. La Gioconda. A Amely le latía el corazón con fuerza solo de pensarlo.

A pesar de todo…

Todo iría a mejor para entonces. No sabía qué se lo hacía pensar, pero quería creerlo. Cada vez que Kilian hablaba de ello, ella percibía que él también depositaba sus esperanzas en aquella velada. Había vuelto a obsequiarla con un regalo fastuoso: un Spider Phaeton como el que tenía la señora Ferreira.

Amely encontraba casi un tanto escandaloso que una mujer condujera un carruaje. Kilian, por su parte, se había reído de aquellos pensamientos y la había tomado entre sus brazos.

Mi pequeña y querida Amely, tan tímida ella.

Trascurrió una hora. Dos. ¿Qué pasaba ahí fuera?

Amely soñó que navegaba Amazonas abajo. No, mejor aún, que gobernaba ella misma su barco. Hasta la costa. Que se adentraba en el océano, en una tormenta huracanada. Hasta las profundidades heladas. Kilian entendería por fin que no debería haberla tratado como un objeto que uno podía lanzar, recoger, limpiar y volver a lanzar a su antojo.

Pero tal vez llegara antes un pequeño barco de vapor transportando a un aventurero. Da Silva estaría echado sobre la hamaca, en cubierta, sujetando el timón con una mano con aire relajado. Se apartaría el sombrero, abriría los ojos y la vería a ella… Y lo cierto era que en la ciudad ella había estado buscándole continuamente. ¡Qué insensatez! Sabía que había partido rumbo al norte junto con Kilian, en uno de los barcos de este.

—Bärbel, ¿podrías hacer el favor de ir a mirar si nos podemos ir ya?

—¿Yo? ¡Señorita!

La campanilla de la puerta tintineó. Amely esperaba que apareciera su guardia personal. Tragó saliva al ver a Da Silva presentarse ante su mesa quitándose el sombrero.

—¿Ya ha vuelto usted? —balbuceó ella, sin estar del todo segura de si todavía estaba soñando.

—Sí, este mediodía.

—Y… y entonces le ha dado por comprobar si yo volvía a estar en apuros, como aquella vez en la oficina de Correos, ¿no?

Da Silva se sentó en la mesa junto a ella y cruzó una pierna sobre la otra. Como de costumbre, jugueteaba con un paquete de tabaco arrugado entre los dedos. Todo aquello no podía ser real. De ninguna de las maneras.

—No. Miguel ha venido y me ha dicho que estaba usted aquí metida.

Al granujilla lo acababa de enviar hacía un momento a por la calesa, que les esperaba en alguna de las calles laterales.

—Ha habido un tiroteo.

—Ya le había dicho que estas cosas ocurrían. Bueno, es el primero que ve en tres meses: se podría decir que ha sido un período de paz.

¡Menuda arrogancia! Ella tenía los dedos húmedos. Nerviosa, se apartó un mechón de la frente.

—¿Cómo avanzan las obras del ferrocarril? —preguntó ella buscando las palabras a la desesperada. Ojalá no se le viera la sangre que le enrojecía las mejillas. Con aquel calor, el maquillaje no aguantaba lo suficiente.

—Bien.

Amely levantó las cejas.

—Así se contesta a una dama a la que no se desea importunar con un tema como este. Pero bien que me enseñó la parte de atrás del puerto de Manaos, ¿no?

—El puerto es tan apacible como una de las veladas de usted en comparación con lo que ocurre en las obras. Prefiero ahorrarle los detalles.

—¿Cuántas vidas de indios se ha cobrado ya la construcción?

—Muchas.

—Dígame una cifra.

—No puedo.

Amely se dio cuenta de que la mirada de sorpresa de Bärbel oscilaba entre los dos. Ella misma no sabía qué la impulsaba a formular todas aquellas preguntas. ¿Dónde estaba la indigente? La india hacía rato que había abandonado el café. Quizá la habían herido fuera, o se la había llevado la milicia a rastras por el mero hecho de haber estado entre el barullo. Tal vez había seguido su camino para acabar bajo las ruedas de algún carruaje.

—He leído en el Jornal do Manaos que una tonelada de caucho cuesta la vida de una persona.

—Y usted está aquí sentada, llevando una joya de oro en la boca, que, por cierto, le queda preciosa, y permitiéndose todos los lujos. Eso es lo que está pensando, ¿no?

—Sí.

Amely esperaba que se inclinara sobre la mesa, le acariciara la mano y le hiciera algún comentario tranquilizador. Kilian lo hubiera hecho. Da Silva, sin embargo, se quedó callado, meditabundo. Haga algo para ponerle remedio, quería decirle ella. Tal vez no tenga dinero, pero tiene más poder que yo, y usted sabe qué se siente al estar oprimido.

Ojalá él le rozara la mano…

Un mono saltó a la mesa de al lado. Metió las manos en el dulce del plato de una dama. Entre las risas de los presentes fue brincando con el botín hasta una esquina, donde empezó a disfrutarlo con aire nervioso. Da Silva esbozó una sonrisa. Bärbel masculló que quería irse ya.

—Esperen, voy a buscar el carruaje y lo traigo hasta la puerta trasera —dijo él, y de pronto ya estaba fuera.

No tardó en regresar por la puerta trasera y hacerles una señal. Amely se apresuró a pagar unos cuantos reales a la camarera. En el pasillo lóbrego notó la mano de él. Atravesaron un patio interior bañado por el sol. Pasaron por otro pasillo sin luz. Y entonces, en la esquina más oscura, él la atrajo hacia sí. Su beso fue duro. Ella iba a hacer lo que hubiera sido de rigor: darle una bofetada e insultarle. Sin embargo, la boca de ella estaba blanda. Solo esta vez, pensó. Le pasó los dedos por el cuello de la camisa para que no la soltara tan pronto. Solo una vez.

—Señorita, ¿dónde está usted? —exclamó Bärbel por detrás de ella—. ¡Aquí no se ve ni torta!

Acto seguido Amely se separó de Da Silva y echó a correr. La luz deslumbrante de la calle la cegó. Miguel estaba de pie junto a la calesa y le abrió la puerta. Ella subió de un salto y se giró hacia un lado para que nadie la viera en aquel estado de confusión.

Kilian daba vueltas alrededor del automóvil, tocando las tapas abiertas del motor, el cárter pintado de negro, la tapicería de cuero de color marrón oscuro, las lámparas de carburo detrás de los cristales, las ruedecillas de latón y una pequeña bocina con la que hacía espantosos ruidos. Se atusó la barba, rebosante de satisfacción.

—Mi regalo de Navidad para ti —anunció.

Los sirvientes, a quienes había convocado en la cochera para que pudieran admirar el vehículo, estallaron en aplausos de entusiasmo. El único que se había abstenido era Da Silva, que, cogiendo a Pedro del cuello, se afanaba por ir alejándolo del automóvil que quería tocar con sus sucios dedos. Sin vacilar se lo llevó hasta la puerta.

—El Benz Velo ha llegado con una carta de tu honorable señor padre. —Kilian se sacó la misiva del bolsillo del chaleco y se la tendió. Estaba dirigida a ella, pero ya la habían abierto. Amely desdobló el papel de tina. Su padre le escribía sobre la buena marcha de la empresa. Le decía que las cosas iban bien y que todo en Berlín marchaba de primera. Le anunciaba que el próximo automóvil que le llegara a Kilian cruzando el gran charco sería de su taller. Su euforia parecía saltar de entre las líneas. Eso sí, en ellas no había palabra alguna referida a Julius, ni un saludo de su parte. A continuación, seguían las felicitaciones navideñas.

De tu padre, que te quiere.

—¿Estás contenta? —preguntó Kilian.

—Sí —mintió ella—. Pero ¿qué se supone que tengo que hacer yo con un coche? Aunque consiguiera ponerlo en marcha, ¿cómo voy a ir con él por la calle? La gente se quedará mirándome y me cerrará el paso.

Kilian se había arrodillado junto a una de las ruedas y tocaba con cuidado los neumáticos de caucho. Su risa retumbó por toda la cochera.

—Puedes probarlo, pero yo creo que no está hecho para las mujeres. No —dijo incorporándose y quitándose el polvo de los pantalones—. Ya me iré familiarizando yo con él. Todavía queda una semana para el estreno, y las calles estarán bastante vacías. La gente estará en el río para recibir el nuevo año con sus ritos paganos. Por algún sitio he visto un manual de instrucciones…

La música no le importaba en absoluto. Lo único que él deseaba era ser el primero de entre todos los barones del caucho. Amely reprimió con todas sus fuerzas el impulso de dirigir la mirada hacia Da Silva.

Otra celebración, otro banquete opulento. Lo único que a Amely le había parecido propio de la Navidad había sido asistir a la misa del gallo, junto con la procesión posterior. Y los regalos. Kilian no se contentó con el Benz Velo y por la noche le puso en el cuello un collar de oro y rubíes. Tenía los acabados al estilo inca y no pegaba con ningún fondo de armario. A la señora Malva Ferreira es justo lo que le hubiera encantado.

—Ven a la cama, Amely, querida —exclamó desde lo alto de la escalinata.

Amely echó un vistazo al reloj de la chimenea. Estaba a punto de marcar las dos y media. Quería acostarse con ella a esas horas nada menos. Todos habían abandonado el salón, y ella era la única que todavía merodeaba por allí. Se propuso agradarle esta vez: la mala conciencia la obligaba. Además no le había podido dar ningún regalo en condiciones. ¿Qué le regalaba una a un hombre que lo tenía todo, y cuya afición era tener trozos de caucho y yelmos de conquistadores en una vitrina? Finalmente, el señor Oliveira se encargó de tal cosa y consiguió el reloj de la chimenea.

Amely fue a acercarse a la mesa para apagar las últimas velas. La escalinata crujió. Kilian se acercó a ella con su pijama de seda.

—¿No querrás quedarte aquí parada hasta que amanezca? Venga, ven —dijo tirando de ella con sus manotas fuertes.

Le olía el aliento a sal de dientes. A través de las faldas pudo notar la intensidad de su excitación. Era capaz de poseerla allí abajo, sobre la mesa del comedor si hacía falta, si ella no se decidía a seguirlo. Bueno, en realidad a ella le daba lo mismo dónde fuese a infligirle los dolores.

—¿No estás satisfecha con tus regalos? —le preguntó entre dos besos húmedos—. Si quieres algo más, solo tienes que decirlo, Amely, querida.

¿Qué puedo querer más, si lo tengo todo? Y no me llames Amely, querida.

Trató de ceder entre sus brazos.

—¿Tendrías algo en contra si recogiera a una india de la calle? —Kilian se quedó inmóvil—. Como ha hecho el señor Da Silva con el que trabaja en la cuadra —añadió rápidamente.

Kilian la tenía cogida por los hombros a cierta distancia. La carcajada de él retumbó en sus oídos.

—¿Todavía no se te ha pasado ese delirio ridículo que tenéis las damas nobles por hacer alguna buena obra con la que calmar vuestra conciencia? No te habrás escondido a esa india detrás de las faldas, ¿no?

No. De todas maneras no volvería a encontrarla, y aun así, cada día se topaba con otras muchas. Kilian tenía razón, era una idea ridícula.

—La mayoría de los empleados del servicio son de origen muy humilde. Yo no soy un monstruo, y de vez en cuando mantengo a algún trabajador que en realidad no necesitamos —dijo dirigiéndose hacia la mesa; cogió uno de los puros habanos, mordió la punta y se lo llevó a la boca. Como quien no quiere la cosa anduvo rebuscando las cerillas. También como quien no quiere la cosa cogió un billete de banco que estaba tirado en el suelo, lo dobló y lo acercó a la vela hasta que prendió. Con el billete de banco se encendió el puro habano, y sin contemplaciones arrojó los restos en un cenicero—. En mi casa no entra un indio. Son picaros, roban, y además son feos. Ya les puedes dar lo que sea de la cocina, que siempre serán como almas en pena.

—¡Pero eso no es verdad! He leído el libro de Humboldt, solo hay que ver las ilustraciones. Tú ni les has echado un vistazo, ¿a que no?

—Y yo qué sé qué tengo en la biblioteca. De todas formas, no me he leído esas tonterías románticas. —Volvió a acercarse a ella. Ella no sabía qué le repugnaba más, si aquella mirada expectante que la reseguía o lo que acababa de hacer.

—Los indios que vemos en la calle no han sido siempre así.

—Deja ya de insistir como una niña pequeña, Amely. Te digo que en mi casa no entra un indio.

—No está bien vivir aquí con todos los lujos a expensas de esta gente.

—Amely, ya basta.

—Yo entiendo que los odias porque mataron a… —Dios, no. Había ido demasiado lejos—. Perdona. Voy a prepararme para ir a dormir.

Dicho esto se arregazó el vestido para subir las escaleras a toda prisa. Kilian la agarró del hombro y la volvió a girar hacia sí. Antes de que le diera tiempo a entender lo que ocurría, Kilian ya le había puesto la mano en la nuca. Se le doblaron las piernas. No obstante, él la mantuvo en pie sujetándola y la sacudió por los hombros.

—¡Te he dicho que no vuelvas a hablar de mis hijos nunca, nunca!

El puñetazo que siguió la hizo tambalearse. Ella deseaba caerse, pero Kilian, sin esfuerzo, conseguía mantenerla erguida y golpearla a la vez.

Amely levantó una mano en actitud suplicante.

—¿Qué? —vociferó él—. ¿Me dirás ahora que estás embarazada? ¡No, eso ya no creo que pase!

Por fin la soltó. Amely se tambaleó contra una silla y se dejó caer encima. Tuvo que sujetarse sobre una mesita cercana para no perder el equilibrio.

—Lo siento —gimoteó, palpándose inquieta. Le dolía la cabeza, pero no tenía heridas en la cara. ¿Por qué esta vez se había preocupado de no dejar huellas? Encontró rápidamente la respuesta: por el estreno. Ella tenía que lucir tanto como el latón pulido del automóvil.

—¿Qué tengo que hacer para que lo entiendas? —preguntó Kilian, exhalando un profundo suspiro.

Amely lanzó una mirada al puro habano, que se había caído y que acababa de hacer un agujero en la alfombra.

—Explícame de una vez por qué te esfuerzas por eliminar los recuerdos de tu vida —dijo en un susurro—. Por algo soy tu esposa.

La misma que ha besado a otro. Si alguna vez se enterara de ello, la mataría a golpes.

—Eres mi esposa, y eres una decepción. Tu padre me embaucó porque quería mi dinero y yo, tonto de mí, me dejé impresionar por tu bonita fotografía.

—Y tú… tú eres un cobarde por huir de tu pasado.

¿Qué locura la impulsaba a decir aquellas cosas? O peor aún, a arrancarse el collar del cuello, su regalo, y arrojárselo a los pies.

—¡Pájaro de mal agüero! —Él se desplazó hacia ella con rapidez. Ya estaba a su lado y la golpeó haciéndola caer al suelo—. ¡Te… tenía que haberte dejado… donde… estabas!

Cada palabra iba acompañada de golpes. ¿O puntapiés? Amely intentó alejarse de él a rastras. No entendía lo que le seguía gritando. La sangre le hervía en las orejas: creía estar en medio del gentío de la calle, donde reinaba aquella violencia. Un pensamiento extraordinariamente nítido la invadió: eso debe de ser lo que ocurre cuando los señores están furiosos porque no les han suministrado suficiente caucho.

Ella se incorporó de nuevo y se puso en pie. Se recorrió la cara con las uñas. Un poco más y le hubiera arrancado la gota de oro. Nos pegamos como estibadores del puerto. Otra voz retumbó en el salón. Era la de Maria. Amely la vislumbró en la escalera, consternada. Llegaron otros sirvientes. Bärbel estaba pálida del horror.

Ojalá acudiera Felipe y la arrebatara de sus brazos.

—Por favor, senhora Wittstock —dijo el señor Oliveira—. ¡Por favor!

La cogió de los hombros apartándola de Kilian y la giró hacia él. Llevaba puesto el pijama y, por encima, un batín de seda mal atado. Amely casi se echó a reír al pensar que habían necesitado una escena como aquella para poder llegar a verlo de aquella guisa.

Respiraba entrecortadamente. Quería preguntarle por qué no dirigía sus súplicas a Kilian, pero las fuerzas la abandonaron. Se podía haber desplomado y haber dormido tres días enteros, o eso creía. ¿Acaso había sido todo un sueño?

En aquel silencio sobrecogedor, los pasos de Kilian se oían con más fuerza que de costumbre. Subía por la escalera con pasos pesados y lanzó un grito; se oyó una copa de cristal hacerse añicos. Más pasos. Algo cayó escaleras abajo.

Se oyó el sonido de algo al romperse. Amely corrió hacia las escaleras: su violín Amati. Lo recogió. El único de sus regalos que había adorado y que había recibido en una época en la que todavía albergaba esperanzas de poder querer a Kilian. Y eso que no había transcurrido tanto tiempo desde entonces.

—Kilian, no voy a ir al estreno —exclamó.

Volvió a bajar. Se quedó unos escalones por encima de ella.

—Oh, sí, ya lo creo que irás.

—No, ya no me hace ilusión.

—Sí que irás.

—Debo de tener un aspecto horrible. ¿Qué pensará la gente? Kilian, por favor. —No, otra vez aquel servilismo: ¿no podía dejarlo nunca de lado? Sin embargo, el miedo era mucho más fuerte. ¿Por qué no había tenido la boca cerrada? Si Maria o el señor Oliveira no habían conseguido enternecer aquel corazón endurecido, ella menos todavía.

—¿No te gustan tanto los indios? Pues mandaré que ahorquen a cien si no te calmas de una vez. Y ahora, ven a la cama.

Amely volvió a soltar el violín. Se remangó el vestido y subió los escalones. Detrás de ella ovó sollozar a Maria.