8

Dos meses antes

Aymaho atravesó la tarántula con la punta de su lanza de madera y le dio vueltas sobre el fuego. Una vez tostada y con el pelo chamuscado, la echó en la olla de arcilla, que colocó sobre las brasas, añadiendo un poco de agua de la calabaza. Pronto, la araña empezó a dar saltos entre las burbujas como si le hubieran insuflado vida. Añadió unas cuantas hierbas y una pizca de siyuoca molida con la punta de la navaja. Como las semillas de aquella planta eran demasiado amargas, desenvolvió un panal envuelto en hojas de palmera y vertió unas gotas de miel en la olla. Echó tierra en la hoguera con el pie, y con sumo cuidado vertió la cocción sobre una hoja en forma de cuenco que sujetaba con la mano izquierda. Acto seguido se arrodilló ante la entrada de un nido de termitas. Aymaho introdujo el brazo que le quedaba libre hasta el hombro y sacó un puñado de insectos que se frotó por el pecho, los brazos y los muslos.

Agarró el arco y el carcaj y se dirigió a la orilla del río manteniendo cuidadosamente la hoja por delante. Miraba incansablemente a su alrededor, atento a cada movimiento en las hojas de los árboles, cada ruido y cada sombra. Sus sentidos y su instinto le decían que no había ni serpientes ni cocodrilos cerca. Tampoco monos, no menos peligrosos que los anteriores; estos, de cualquier forma, evitaban siempre la orilla.

Rápidamente encontró lo que buscaba: un lugar protegido entre los apretados árboles. Un guacamayo rojo levantó el vuelo y huyó hacia el interior de la jungla, eternamente sumida en ruidos. Aymaho se sentó con las piernas cruzadas y se puso la hoja sobre el muslo. El arco y el carcaj los dejó a un lado, al alcance de la mano, y, como de costumbre, palpó la cerbatana aun a sabiendas de que en aquellos momentos no sería capaz de hacer uso del arma.

Ningún hombre en su sano juicio hace lo que haces tú, Aymaho, le había echado en cara Yami al pedirle la miel. Pero es que tú te crees el favorito de los dioses, ¿no es cierto?

En realidad, no creía que Tupán y los demás dioses apoyaran su imprudencia. Suponía que, hasta entonces, simplemente le había acompañado la suerte, algo que no había llegado a confesar, puesto que, en tal caso, la primera mujer del cacique lo hubiera tomado por loco. Un hombre no podía ser soñador. Sus sentidos debían estar en alerta en todo momento, hasta cuando dormía.

Una sonrisa le iluminó la cara al pensar en la hija de Yami, Tiacca. Todos —su madre, Yami, el cacique y, en el fondo, todo el pueblo— habían dicho que la bella cazadora nunca se rendiría a los pies de un hombre que se jugaba la vida tan a la ligera. Sin embargo, ya iba siendo hora de que llenara el vacío de su cabaña. Hacía tan solo cinco años que el cacique le había circuncidado. Todos los demás que habían sido proclamados hombres en aquella ceremonia de iniciación tenían ya dos o tres hijos vivos. Aymaho, por su parte, no se había dado excesiva prisa. Además, él quería una mujer del pequeño grupo de cazadoras, y todas ellas eran muy codiciadas. Él quería tener a Tiacca, la del cuerpo más flexible y el cabello más negro. Tiacca, a quien tenían todos por la mejor cazadora entre las mujeres, igual que lo tenían a él entre los hombres como el mejor cazador. Tiacca, quien, sin embargo, lo había tratado con arrogancia… antes de aceptar finalmente su petición, para sorpresa de todos.

Enseguida había pensado en pedirle que velara por él. Sin embargo, dado que ella no mostraba tampoco comprensión por sus viajes al sueño de la siyuoca, se lo prohibió por orgullo. En su lugar prefirió confiar en los preparativos que había realizado. Había escogido un buen lugar. Las termitas del cuerpo mantendrían alejada a la plaga más cruel y peligrosa de la selva: las hormigas. Los nudos que había hecho en las lianas que caían a su alrededor ahuyentarían a los demonios de la selva, puesto que los tomarían por esos acertijos que ellos gustaban de desentrañar. El espíritu de la tarántula le daría fuerzas. Asimismo llevaba consigo su amuleto, colgado en una cinta de piel alrededor del cuello. Lo frotó.

Se inclinó sobre la hoja y sorbió la cocción con la boca y la nariz. Inclinó el torso a la espera de que le arremetiera el dolor. El espíritu de la siyuoca penetró en él en tan solo un instante, corto pero intenso. Tardó más en expandirse por su cuerpo como las aguas mansas anegando la vega.

Una profunda calma silenció todos los ruidos de la selva, aquel eterno murmullo, los zumbidos, los silbidos. Aymaho respiró profundamente, con alivio. Algunas veces, la siyuoca le hacía ver imágenes, y él se alegraba cuando no era el caso. No quería ver nada, ni oír nada, ni sentir nada. Cuando el silencio y la oscuridad le hubieron rodeado, apoyó la cabeza sobre el tronco y cerró los ojos.

Su respiración se hizo más lenta.

Se deslizaba hacia la nada.

De pronto sintió como si se ahogara en sangre caliente. Chullachaqui, el malvado espíritu de la selva, se reía de él. ¡Se había acabado la felicidad! Aymaho se levantó, presa del espanto. ¡Sangre! Alguna bestia le había atacado, desgarrándolo de arriba a abajo. Se pasó la mano por la cara para tomar aire, se esforzó por despertar y buscó a tientas su cerbatana, que se le resbaló de la mano.

—Mirad, mirad cómo le tiemblan las manos en busca del arma. ¡Como las de un viejo!

A través de aquella cortina de sangre vislumbró a unos jóvenes del pueblo a escasos pasos de él y riéndose a carcajadas.

—Seguro que ha conseguido enamorar a Tiacca con algún conjuro. Tendría que estar ella aquí y ver la pena que da. —El cabecilla de aquel grupo no era otro que To’anga, que allí estaba, con un cuenco lleno de sangre en el brazo—. ¡Aymaho! ¿Sabes de qué es la sangre? ¿No lo hueles? No, claro, todavía tendrás los sentidos demasiado enturbiados. Mira aquí.

Dicho esto, dio un puntapié a un cadáver que yacía en el suelo delante de él. El pecarí de pelaje negro salió rodando hasta los pies de Aymaho dejando tras de sí una estela rojiza.

Aymaho se retorció. A pesar de que la selva exhalaba mil olores, a menudo también hediondos, aquello le provocaba náuseas. Un reguero espeso le chorreaba por el pelo, nublándole la vista. To’anga tenía una sonrisa que le recorría toda la cara, mientras que las carcajadas del resto no sonaban del todo sinceras. Como era natural, todos sabían que no convenía provocar a Aymaho, por lo que era probable que To’anga los hubiera convencido con obsequios y palabras amables.

El alboroto había atraído al pueblo entero. O eso, o To’anga había anunciado que allí había algo digno de ver. Detrás de los hombres, a una distancia prudencial, las niñas y las mujeres se llevaban las manos a la cara, presas del espanto. ¿Estaría Tiacca también entre ellas? Aymaho evitó buscarla con la mirada. Los niños estiraban el cuello. Y Yami, la rechoncha mujer del cacique, se abrió paso entre ellas, echó un vistazo rápido a lo que había ocurrido, y se alejó de nuevo, sacudiendo la cabeza. Realmente, allí solo faltaba el cacique en persona para ver la deshonra que estaba soportando Aymaho.

—Me tendrías que estar agradecido —se burló To’anga—. A partir de ahora probablemente dejarás todas estas estupideces, así que te he salvado la vida.

Aymaho se puso en pie de un salto. Las risas se silenciaron. Se pasó los dedos por el pelo pegado e intentó apartárselo de la cara. Tenía miles de recriminaciones e insultos en la punta de la lengua. Pero, embadurnado en sangre de pecarí como estaba, todos habrían sonado ridículos.

Dio un paso en dirección a To’anga. Los jóvenes retrocedieron. Parecieron darse cuenta de que había sido tentador participar en aquel juego sucio, pero nada prudente.

To’anga era el único que permanecía inmóvil. Aymaho le dedicó una sonrisa sardónica. Seguramente resultaba irrisoria pero, de todas maneras, su cara era una máscara de sangre.

—Ya hablaremos más tarde —dijo con serenidad—. Primero voy a lavarme.

—Eso, lávate primero —respondió To’anga sin perder tampoco la calma.

A Aymaho no le quedaba más remedio que darle la espalda. Recogió las armas y anduvo por el sendero que conducía al corazón de la selva. Una vez estuvo seguro de haberse librado de aquellas miradas, dio un puñetazo contra un árbol y profirió una maldición contenida. ¡To’anga, To’anga! Lo cierto es que nunca habían llegado a caerse del todo bien, pero desde que aquel tipo había matado un cocodrilo, se había vuelto insoportable. De acuerdo, era una bestia portentosa que se había cobrado la vida de dos niños que estaban jugando, pero desde entonces To’anga se había erigido en vengador de sus almas y se afanaba por arrebatar a Aymaho la fama como primer cazador y guerrero de la tribu.

Y hasta es posible que lo haya conseguido ahora mismo, pensó Aymaho con furia.

Llegó a uno de los miles de brazos que llevaban al río Blanco. Depositó las armas en una palmera yuru, comprobó el movimiento del follaje y si la tarántula y la siyuoca estaban todavía dentro de su cuerpo y le aturdían los sentidos. No. Acto seguido trepó por el tronco de la palmera que sobresalía por encima del agua. Desde allí trató se avistar el cuerpo de la gran serpiente divina que podía ser tan grande como los muslos de Yami. Nada. Tampoco había rastro de cocodrilos. El agua no se movía ni burbujeaba por ninguna parte de manera que pudiera levantar sospechas, ninguna sombra oscurecía aquellas aguas fangosas. Sin embargo, sí que había gusanos y peces de aspecto poco amenazador que, a su manera, podían resultar peligrosos para el ser humano. Contra ellos lo único que ayudaba era mantener las nalgas prietas.

Aymaho saltó. Sus pies se hundieron en el fondo fangoso. Se agachó para que el agua le limpiara todo el cuerpo y con trocitos de rama se frotó la sangre ya coagulada sobre la piel. Se pasó los dedos por los largos mechones de pelo, por las piedrecitas decorativas y las plumas, por los brazaletes de las manos y los pies. Al volver a pisar el suelo seco, respiró con alivio. El espíritu del pecarí no se había apoderado de él. Finalmente eliminó los restos de sangre que aún quedaban en la cerbatana, se la ató por la mitad y emprendió el camino de regreso a la aldea.

Tal y como había esperado, allí el ambiente era contenido. Las mujeres estaban sentadas en la plaza de la aldea y delante de la puerta de la cabaña de las mujeres. Tejían cestos y esteras, cosían telas, cortaban verduras y despellejaban animales cazados, como de costumbre. Sin embargo, agachaban la cabeza y hablaban en voz baja, como si el cacique yaciera enfermo en su cabaña. Incluso los niños, que siempre estaban chillando, jugaban en silencio con los cocodrilos recién nacidos, cuyos huevos habían desenterrado de entre el cieno de la ribera.

Tiacca también tenía la vista fija en sus labores. Estaba sentada delante de la escalerilla que conducía a la cabaña de su padre y enrollaba caucho entre las palmas de las manos, probablemente con el fin de fabricar una cerbatana nueva. El pelo se lo había pasado cuidadosamente por detrás de las orejas, aquellas orejas que él ya había lamido, y que ahora le parecía ver cómo se aguzaban para que no se les escapara ningún detalle. Al final de la plaza los hombres rodeaban a To’anga, se reían por lo bajo y bebían jugo de frutas fermentado. Al ver a Aymaho le dieron un codazo a To’anga. Aymaho se dirigía hacia él con parsimonia. Avanzaba por la plaza con el puño cerrado. Sentía el impulso de abalanzarse sobre él y tirarlo al suelo.

—Déjalo, Aymaho, que no es más que un estúpido. —Pytumby, uno de los cazadores más ancianos, hombre de complexión robusta, se cruzó en su camino.

Sin embargo, Aymaho lo apartó con impaciencia.

—¡Vamos a decidir quién es el mejor! —le gritó—. Y como creo que soy yo, tú dirás cómo lo hacemos. En una lucha cuerpo a cuerpo, cazando, como tú quieras.

En los ojos de To’anga fulgió una llama de desconfianza. Su mirada recorrió la plaza y se quedó fija en Tiacca. Seguro que se veía a sí mismo avanzando hacia ella, estirando la mano con la lengua de un pirarucu. O incluso con la piel de un jaguar que yaciera a sus pies. Con una sonrisa, apartó la mirada y asintió a Aymaho.

—De acuerdo. Entonces, saltemos desde la Roca Roja.

Alrededor de ellos se levantó un murmulló de agitación. Aquello era, en verdad, toda una prueba de coraje, una lucha que solo ganaría el más intrépido. De ahí que Aymaho se apresurara a asentir con la cabeza.

De todas formas, no tenía la intención de hacerlo tal y como se imaginaba To’anga.

En la entrada de la casa del árbol, semioculto por una cortina de bambú, se encontraba el cacique. Aymaho esperaba que se pronunciara al respecto, pero este se mantuvo callado y se adentró en el fondo de su casa.

Aymaho abandonó la aldea. Todos interrumpieron sus tareas y salieron corriendo tras él entre murmullos. Le hubiera gustado girarse para ver a Tiacca, pero su orgullo no se lo permitía.

Otros cazadores surgieron de la selva y se unieron a la comitiva. Doscientos hombres, la tribu de los yayasacu casi al completo, se abrían paso hacia las aguas mansas en las que se hallaba retenido un banco de pirañas. Era más una pequeño poza que un canal. La orilla estaba poblada de frondosa vegetación, y los accesos se hallaban cerrados con redes. Un peñasco rojo se erguía sobre el agua en uno de los lados. Los niños corrieron hasta el borde y buscaron con la mirada aquellos peces depredadores con dientes.

No era peligroso bañarse cerca de las pirañas. Ahora bien, si se removía el agua al saltar, los animales aprisionados supondrían que se hallaban ante una presa que chapoteaba desesperada. Y con la más mínima herida se conseguía despertar su sed de sangre. Si Aymaho se hubiera lavado en aquel paraje, a estas alturas no sería más que un esqueleto roído. Pero ya estaba completamente limpio, ¿no? No estaba del todo seguro.

Se quitó los ornamentos del pelo, las piedrecillas de los brazos y los tobillos y, para terminar, se desató el taparrabos de la cintura. No quería que le estorbara nada. Lo único que conservó fueron los amuletos.

To’anga había seguido su ejemplo y se acercó al borde del peñasco, desnudo.

—¿Y ahora qué? —preguntó con voz desafiante—. ¿Quién nada primero hasta el otro lado?

—Espera un momento. —Aymaho se puso de cuclillas y echó mano de su navaja de cobre. Se la llevó a la altura de los ojos junto con la mano izquierda. Cuando el filo le rozó el dorso de la mano, haciendo brotar una enorme gota de sangre, la multitud situada detrás de él estalló en murmullos de horror.

—Algunos dicen que estás loco, Aymaho —exclamó To’anga—, y no les falta razón.

—¡Aymaho! —Una mano le golpeó en el hombro. Sobresaltado, contempló la cara de excitación de Yami, que sacudía la cabeza con gesto consternado—. O mueres pronto muy pronto o vivirás muchísimos años, y ni siquiera Chullachaqui se atreverá a acercarse a ti.

Tiacca, que estaba detrás de él, se había quedado pálida. Abrió los labios, pero permaneció en silencio.

Aymaho se giró hacia To’anga con un aire desafiante. Por la expresión de su cara se le adivinaba sin dificultad que se empezaba a arrepentir de la broma del pecarí. Podría haberse ahorrado aquella prueba sin perder el honor, pero no después de lo que había hecho.

Se agachó en busca de su navaja y se hizo un corte en el pulgar. No podía ocultar que le temblaba la mano.

—Te dejo elegir a ti quién salta primero —dijo Aymaho—. Si al primero le ocurre una desgracia, el segundo ya no tiene que saltar: ha ganado.

To’anga se sujetaba la mano como si estuviera herida de gravedad. Su mirada oscilaba continuamente entre Aymaho y la poza.

—Tú —murmuró.

Aymaho se puso la mano por detrás de la oreja derecha.

—¿Qué has dicho? No te he entendido.

To’anga aspiró.

—¡Que saltes tú primero! —le gritó de mala gana—. Al fin y al cabo, a ti se te ha ocurrido la locura de que teníamos que hacernos daño.

¿Fue la exclamación de un ¡no! lo que oyó Aymaho como un susurro por detrás de él? Sonrió. Si To’anga hubiera comprendido a quién pertenecía el corazón de Tiacca, ahora no estaría en manos de la muerte.

Se acercó al borde del peñasco. A sus espaldas, los habitantes de la tribu guardaban silencio. Solo el continuo ruido del río y de la selva ahogaba su respiración intensa. En el agua creyó vislumbrar formas de un color plateado y brillante. Por unos instantes cerró los ojos e imploró que el espíritu de la tarántula siguiera todavía dentro de él. A continuación, se lanzó hacia delante, estiró los brazos por delante del cuerpo y cayó en las profundidades.

Una oscuridad verdosa lo engulló. Aymaho no se entretuvo en buscar el banco de pirañas con la mirada, ni en moverse con suma cautela. Solo su habilidad podía salvarle. Con fuertes brazadas surcó las aguas. Sin ver ni oír nada se abrió camino hacia la otra orilla, y cuando puso las manos en tierra firme, se sorprendió de lo rápido que había sido. Salió del agua y se apoyó en las rodillas. Sin notarlo siquiera dos pirañas le habían hincado el diente en la pierna y en la cadera. Aymaho se las arrancó y las lanzó lejos.

Las pequeñas siluetas de escamas plateadas revolvían el agua. La superficie se fue calmando lentamente y después volvió la tranquilidad.

Esperó un rato. Ni siquiera los niños se atrevían a romper aquel silencio. Estaban arrodillados al borde del peñasco, buscando el banco de pirañas con la mirada. Pero ya no había rastro de él. Tal vez se había alejado.

To’anga respiró profundamente y, un instante después, ya se había arrojado al agua.

Siguiendo el ejemplo de Aymaho, fue dando potentes brazadas. Si cuando Aymaho había saltado, las gentes del pueblo se habían mantenido en silencio —o quizá él no había alcanzado a oírlos—, esta vez gritaban como si pudieran sacar a To’anga del agua con sus voces. Los peces saltaban a su alrededor. De pronto se giró, con la mano hacia el cielo. Empezó a patalear con furia. La espuma rebosaba, impidiendo ver la batalla. Chorros de sangre tintaban aquellas turbias aguas. To’anga se hundió.

Poco tiempo consiguió saborear la victoria. Ahora le pesaba sobre los hombros como la tierra mojada. ¿O quizás era el silencio lo que le asustaba? Aquel silencio no era lo que había esperado. Nadie hablaba, nadie golpeaba herramientas. No había risas ni alboroto. El pueblo estaba sumido en la conmoción. Y él, él estaba tendido en la cabaña de uno de los chamanes, que le estaba curando las heridas. Como no sentía ni un atisbo de tristeza, tuvo la sensación de ser un espíritu, de estar excluido de la tribu.

El viejo Pinda se le acercó y se inclinó sobre la hamaca en la que yacía Aymaho. Con las manos tocó la piel intacta de alrededor de la herida de la cadera. Se la apretó, y Aymaho sintió correr la sangre. El anciano cogió una pinza.

—Podría ser que el espíritu de las pirañas estuviera todavía en la carne —dijo cerrando un ojo al tiempo que introducía las pinzas en la herida. Aymaho se estremeció—. Pero hasta ahora no veo más que porquería.

El chamán dejó al descubierto dos dientes amarillentos al esbozar una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, y extrajo tierra y alguna piedrecilla.

Tiacca penetró en la cabaña con paso ágil a través de la cortinilla de la entrada. Aymaho se incorporó sobre los codos. Habría preferido poder ponerse de pie delante de ella, pero el dolor que sentía en la cadera y la mirada de aviso de Pinda le impedían variar su embarazosa postura.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó ella.

—Oh, sí. —Con una sonrisilla de satisfacción, Pinda le señaló un cuenco—. Puedes ayudarle a lavarse. Seguro que le gustará más que si se lo hago yo.

—¿No te apena, hombre de los espíritus? —le preguntó la cazadora con una admiración evidente.

Él se sentó con las piernas cruzadas frente a un hoyo en el que ardía una pequeña hoguera y con parsimonia empezó a llenar su pipa con hojas de tabaco cortadas.

—Ahora uno tiene que tener el corazón contento, si no los espíritus pensarán que nuestro pueblo está muerto.

—Aymaho seguro que sí está contento.

—¿Tú crees? Pues no lo parece.

Aymaho le dirigió una mirada inquisidora. Sí, estaba contento de que ella fuera suya. Por fin llenaría su cabaña de vida. No estaba bien que un hombre viviera solo. Tiacca se descolgó un fardo de rafia del hombro, se echó el pelo hacia atrás y se puso el cuenquito sobre el brazo. Dentro había un trapo con el que eliminó todas las hojas, las ramitas y los insectos que se le habían quedado pegados en el abdomen. Se movía con cuidado. Sus pechos, que cabían en una mano, oscilaban ligeramente. En las caderas se había atado un taparrabos de un tejido fino como un suspiro y que apenas le ocultaba nada. Las cintas de conchas de caracol que llevaba atadas alrededor del cuello y de los brazos eran un símbolo de la fecundidad.

No tenían costumbre de verla tan apacible. En la selva, cuando la inspiraba Anhangá, el dios de la caza, se convertía en una intrépida felina.

Pinda cerró los ojos y empezó a tararear. Inhaló profundamente el humo del tabaco.

—Me ha mandado mi padre —dijo Tiacca en voz baja para no molestarle—. Quiere que vayas a verle en cuanto te sientas con fuerzas suficientes.

Aymaho la agarró del brazo, junto al codo, y la acercó hacia sí.

—¿Por lo nuestro?

—Eso no lo sé —contestó ella. Sonaba esquiva y se había puesto rígida. Aymaho la soltó, confundido. Debía tener cuidado: Tiacca era como un pez que tenía ya en sus redes y que, sin embargo, podía escapársele con facilidad.

Entretanto, el humo se había hecho tan espeso que le rascaba la garganta. Tiacca se echó hacia atrás al ver a Pinda inclinarse sobre la pierna de Aymaho. Dio una calada profunda a la pipa y sopló el humo sobre la herida. Lo hizo repetidas veces, al tiempo que mantenía los ojos cerrados y tarareaba la canción del tabaco para que el humo cobrara todo su poder. Finalmente se incorporó.

—No hay rastro del espíritu malo de la piraña —anunció satisfecho—. Las heridas sanarán, solo te quedarán las cicatrices.

Aymaho se sintió más débil que antes. Volvió a dejarse caer con la esperanza de que Tiacca le asiera la mano. Sin embargo, ella estaba demasiado absorta moliendo plantas secas y escarabajos en una cascara de coco y mezclando el polvillo resultante con agua.

—La cadera es difícil de vendar —murmuró Pinda mientras le frotaba la medicina en la herida—. Tienes que tener cuidado de que la mezcla no se despegue. La pantorrilla te la vendaré con hojas. No, mejor que lo haga Tiacca. El espíritu del tabaco me ha dejado cansado.

Dicho esto se tendió en la hamaca y empezó a roncar enseguida. Tiacca mantenía la mirada fija en su espalda huesuda, como si fuera a contarle las costillas.

Tenía los ojos grandes, con los párpados pesados, y una boca carnosa y casi demasiado grande para una mujer. Aymaho había visto, o más bien oído, que era capaz de ahuyentar a un animal a gritos. Puso el cuerpo en tensión: quería dar un salto, abrazarla y arrancarle un beso de aquella esplendorosa boca. Como adivinando sus intenciones, Tiacca se acercó a los cestos que colgaban de una pared en aparente desorden. Estuvo revolviendo y al cabo de un rato regresó con tiras de palma y cuerdas de fibra.

—Cuando te vi cubierto de la sangre del pecarí…

—Así que tú también me viste. —Sin quererlo había adoptado un tono frío. Había deseado tanto que ella hubiera estado en cualquier otro lugar para no presenciar la escena…

Tiacca se inclinó sobre su pantorrilla y empezó a vendársela.

—Aymaho, debes pensar que aquello me pareció horrible. Y es verdad, pero no por ti. Al verte allí, humillado pero con los ojos ardientes de rabia, me sentí orgullosa —dijo girando la cabeza con un suspiro—. Te parecerá difícil de entender, ¿no?

En efecto, para un hombre lo era, así que permaneció callado, expectante. Los rasgos de Tiacca se endurecieron. Ató los últimos nudos que le mantenían las hojas pegadas a las piernas y se incorporó.

—Aymaho, he venido porque… —Respiraba fatigosamente.

—¿Sí?

—Te rechazo.

—¡Tiacca! ¡No te muevas, quédate ahí! —le espetó él.

En sus ojos fulgía la ferocidad de la cazadora, y había dejado los dientes al descubierto, como dispuesta a morder. Se apartó el cabello y se dirigió a la entrada. Él se había incorporado, quería salir tras ella, pero ya estaba fuera. La oyó echar pestes sobre él, o tal vez sobre sí misma.

¿Qué significaba aquello? ¿Acaso había preferido a To’anga? Imposible, él tenía ojos en la cara e inteligencia suficiente; en lo tocante a aquel asunto no se le podía tomar todavía por un loco. A su padre le correspondía aclararlo todo. Aymaho se puso en pie, luchó contra el mareo que estuvo a punto de postrarlo en la hamaca, y removió el contenido de la bolsa que Tiacca había llevado consigo. Tal y como había supuesto, sus cosas estaban dentro. Se ató el taparrabos a la cintura y los ornamentos en los brazos y los pies. Arrojó una última mirada al chamán, sumido todavía en un profundo sueño. Aymaho salió de la cabaña. Sin dirigir la mirada a los demás, subió a toda prisa por las ramas que rodeaban el árbol del cacique como una espiral. La casa, que se extendía no solo sobre la copa de aquel árbol, sino también sobre la de otros tres más, era casi tan grande como la plaza de la aldea. Se encontraba dividida en diferentes estancias por medio de telas, y a través de una de ellas vio entrar al cacique, que se hallaba sentado junto a cinco o seis hombres. Todos eran hombres respetados entre los yayasacu; eran sabios y grandes guerreros.

Aymaho los oyó hablar de él.

—Poco antes de que naciera, la muerte causó estragos en la aldea. Fue el peor de todos los presagios. Lo tendrían que haber abandonado. —El cacique, al que solo podía vislumbrar tímidamente a través de la tela, alzó la mano—. Pero su madre me imploró de rodillas que no lo hiciéramos. Y todo resultó salir bien. Creció y se convirtió en un guerrero fuerte que contribuyó a la supervivencia de esta tribu. A pesar de su…

—… de su comportamiento extraño —acabó la frase Oa’poja, el primer chamán de la aldea.

Los hombres asintieron con un murmullo unánime. Hacían circular una pipa entre ellos que exhalaba un olor suave como la de la cabaña de Pinda. Antes de que los hombres pudieran plantear más consideraciones, Aymaho se acercó a ellos. La red de lianas tembló bajo sus pasos fuertes. El cacique alzó la cabeza lentamente, como si hubiera esperado que él apareciera.

—Conque ahí estás —dijo Rendapu y se dirigió al resto—. Dejadnos solos, de todas maneras ya está todo dicho.

Los hombres se levantaron y abandonaron la cabaña en silencio, sin dignarse ni dirigirle la mirada. Un comportamiento así solo podía deberse a dos razones: o bien querían ofenderle, para lo cual no tenían motivo alguno, o bien… Sintió un nudo en el estómago, y tuvo que respirar hondo para reprimir aquella sensación molesta.

Finalmente, el cacique salió de detrás de la cortina. Que llevara la corona de plumas de exuberantes colores era una señal de que el asunto era grave.

—Un comportamiento extraño, sin duda —repitió en voz baja. Por un instante, cerró los párpados pesados. Después, clavó la mirada tan clara como la del jaguar en Aymaho. Abrió la boca, pero Aymaho se le adelantó.

—Tú le has metido a Tiacca en la cabeza que me rechace —le recriminó. Lo que le revolvía el estómago era la rabia—. ¿Por qué?

—No, yo no, y ahora haz el favor de callar, al menos un momento. Ahora tienes otras cosas por las que preocuparte. ¿Has visto cómo han pasado por tu lado los demás?

—¡Pues claro! ¿Qué pasa?

—Estás proscrito.

Por los dioses, así que era eso. Aymaho dio un paso hacia un lado, creyendo que el suelo se tambaleaba.

—Por eso no me han mirado. Porque… porque…

—Porque ya no estás aquí. Eres un espíritu. Solo te puedo ver yo, pero tampoco por mucho tiempo.

Las paredes se movían. Seguramente Aymaho había inhalado demasiado humo de tabaco. La ira hacía esfuerzos por salir de su estómago. Se puso de rodillas y vomitó. Sintió la mano del cacique sobre el hombro.

—Estabas en tu derecho de tomar represalias contra To’anga. —La voz del cacique flotaba sobre él—. Pero no solo has tomado represalias, te has vengado.

Aymaho se preguntó cuál era la diferencia.

—Era la única manera de conseguir que los demás olvidaran lo que había hecho —dijo con voz gutural. De esa manera nadie habría vuelto a hablar de lo sucedido, tan solo habrían hablado de la pelea. Y, sin embargo, los de la tribu también la olvidarían, ahora que uno de ellos se había convertido en un espíritu. Aymaho se incorporó y caminó alrededor del cacique—. ¡No lo entiendo!

—Pues cállate de una vez y déjame que te lo explique —dijo Rendapu levantando la mano—. Si To’anga hubiera saltado primero, tú habrías muerto. Tú lo sabías, pero aun así le dejaste escoger a él.

—Porque sabía que él nunca reuniría el valor suficiente para saltar antes que yo, a pesar de que tendría que haber sabido que era mucho más probable que el primero sobreviviera.

—Estás jugando con la muerte, y eso es malo. Eres atrevido. Agresivo. Y estás loco, como dicen algunos. Sí, lo estás. Y lo que de verdad, de verdad, me da miedo es esta afición que tienes por el peligro —dijo Rendapu frotándose la barbilla—. Lo de la siyuoca… Está bien afinar los sentidos con epena. ¿Pero para qué usar siyuoca? Ya te lo pregunté una vez, y lo único que conseguí, como de costumbre, fue desatar tu ira.

Aymaho sentía impulsos por explicarle que ahora ya daba exactamente igual, muerto como estaba, o casi muerto. No obstante, soltó el aire. No convenía entrar en una discusión con él.

—Tengo un espíritu dentro de mí.

—Como todo hombre.

—No me refiero a mi espíritu protector, sino a otro. Un espíritu diabólico, un demonio. Se me mete en la cabeza y me hace hervir hasta la sangre, y no consigo librarme de él.

Rendapu levantó las cejas con sorpresa.

—¿Y ahora está también ahí?

—Sí.

—Y… ¿cuándo entró?

—No lo sé, siempre ha estado ahí.

—¿Ha tratado de sacártelo algún chamán?

Aymaho negó con la cabeza. Todos los intentos habían sido en vano.

—¿Cómo se manifiesta el espíritu?

—¡Cacique! No te lo he contado para que ahora me atosigues con tus preguntas. Querías saber por qué busco la tranquilidad del sueño de la siyuoca, y ahí tienes la respuesta. No se hable más.

—El otro espíritu que llevas dentro es el de la furia. ¿Sabes una cosa, Aymaho? Estoy contento de que mi hija haya entrado por fin en razón. Tarde o temprano le hubieras roto el corazón porque habría tenido que llorarte.

Aymaho tuvo que apretar los dientes para reprimir una respuesta airada. Sin embargo, el enfado se esfumó de pronto sin que supiera por qué. ¿Quizá porque aquella cara horrenda y arrugada, decorada con una nariz aguileña que goteaba, esbozaba una sonrisa de inocencia, como la de un niño, a pesar de aquellas palabras sorprendentemente francas? Aquel hombre era el jefe de la tribu, y lo que dijera se tenía por sabio.

De nuevo le cedieron las rodillas.

—Pues mátame —murmuró.

—De acuerdo, espera. —Rendapu regresó a la parte trasera de la cabaña. Un débil canto y el golpeteo de las vasijas de barro acompañaban sus preparativos. Un aroma dulce se repartió por la habitación. Sorprendentemente, Aymaho se tranquilizó. Ni siquiera se estremeció cuando oyó al cacique acercarse de nuevo. Contuvo la respiración por un breve instante cuando una hoja de bronce le rozó el cuello.

»Te dolerá.

La hoja se le hundió en el cuello. Sintió un dolor insoportable, ardiente, que casi le hizo arrojarse al suelo. Notó la sangre chorrearle por el pecho.

—No es más que un corte superficial. Una marca para que los dioses vean que ahora te ha sobrevenido la muerte. —Ante sus ojos aparecieron los dedos de Rendapu, teñidos de un rojo brillante—. El cuchillo es la garra del halcón. Tu animal totémico es que el te mata.

Deslizó las yemas de los dedos por los hombros de Aymaho, extendiendo savia roja por encima de las plumas de halcón que le habían tatuado en la piel en la ceremonia de iniciación como hombre adulto. Aymaho tragó saliva unas cuantas veces para serenarse. Ciertamente se sentía vulnerable como nunca antes, y estaba a punto de postrarse a los pies del cacique y suplicarle clemencia.

Sin embargo, la sentencia era irrevocable. Su animal totémico se había esfumado ya.

Por segunda vez en aquel día, Aymaho se despojó de sus ornamentos, ahora ante la mirada del cacique.

—Levántate, Aymaho kuarahy.

Aymaho obedeció y se dirigió hacia él. A pesar del taparrabos que todavía le colgaba de la cintura, se sentía desnudo, humillado. Rendapu le señaló la salida.

—Vete, Aymaho. Durante dos lunas ya no estarás entre los vivos. Irás al lugar de los espíritus malignos y, como prueba de que estuviste allí, traerás contigo una de sus calaveras. Si sobrevives, volverás de entre los muertos.

Le apartó la mirada bruscamente y volvió a meterse detrás la cortina, donde se sentó. Pocas veces —muy pocas veces— habían condenado a una pena semejante a uno de los miembros de la tribu, y había sido hacía ya mucho tiempo. Aymaho sabía que si ahora volvía a plantarse delante del cacique, este ya no lo percibiría. Se había convertido en un espíritu.

Cuando salió a la luz del sol, nadie le dirigió la mirada, nadie pareció darse cuenta de su presencia. Los más ancianos ya les debían de haber puesto al corriente. Tiacca, que estaba de pie junto a la entrada de la cabaña de los chamanes, fue la única que desapareció rápidamente en la oscuridad. ¿El intrépido Pytumby también apartaba la vista? Aymaho lo buscó con la mirada, sin encontrarlo. Las mejillas le ardían de vergüenza. Una voz le resonaba en la cabeza: ¡Volveré! ¡Sobreviviré y volveré!

Aun así, sabía que era como si le hubieran condenado a muerte. ¿Qué era uno sin su espíritu protector? Aunque llegara a su destino, sin duda estaba perdido, puesto que allí habitaba la peor de todas las tribus.