7

La luna de miel, como no podía ser de otra manera, consistió en un viaje en barco durante varios días por el Amazonas, y después por el río Negro. Kilian también habló de viajes a las playas de Río de Janeiro una vez se hubieran calmado los tiempos. Incluso al Río de la Plata o a Europa, si ella quería. Amely ya sabía que no quería. Ya tenía más que suficiente con aquellos cuatro o cinco días que él se había tomado para estar con ella en el Amalie, en aquel espacio reducido. Le robaba la respiración con su sola presencia. Bastaba con que estuviera echado junto a ella para que el aire del camarote le resultara irrespirable. Si yacía encima de ella, sentía como si se ahogara.

Sentada en el taburete del baño del camarote, intentaba distraer sus pensamientos tocando el violín. Una distracción dolorosa, puesto que, sin quererlo, la música la devolvía de nuevo al pasado, a su casa de Berlín, a sus excursiones por el Tiergarten, a los paseos por la avenida Unter den Linden, a las manos calientes de Julius agarrando las suyas… No tocaba el violín Amati, sino el suyo, el viejo. Tampoco pasaba nada si se dañaba con la humedad de aquel viaje por el río: el instrumento ya no sonaba como debería. ¡Tanto miedo que había tenido cuando el policía de Macapá le puso sus manazas encima! Era cierto que uno podía acostumbrarse al lujo, a poder disponer siempre de lo mejor.

Pero nunca tendré a un hombre que sea el mejor para mí.

Intentó recuperar el recuerdo de aquel instante en el que, a la vista del Teatro Amazonas, se había propuesto aprender a querer a Kilian. Y si podía conseguirlo, quizás aquel viaje de luna de miel era el momento idóneo. Él la llamaba «Amely, querida». Era amable. Se esforzaba por agradarle.

Pero también por amargarle el viaje.

Llamaron a la puerta, Bärbel entró. Amely fue terminando el acorde y bajó el violín.

—Señorita Amely, ¿se quedará aquí abajo sentada todo el día?

—Arriba hace calor.

—Pero si hace más calor aquí abajo. —La muchacha se frotó el dobladillo del delantal blanco como la flor de almendro—. A su señor esposo le gustaría mucho que subiera. Le iría bien tomar un poco de aire fresco. Pronto estará la comida. Y dice que si toca arriba, él también lo disfrutará.

—No, ya paro. —Amely metió el violín en el estuche y lo cerró. Después se remangó el vestido y siguió a Bärbel hasta la cubierta. La recibieron el gorjeo y el murmullo omnipresente del río.

Respiró profundamente aquel aire húmedo. Kilian estaba sentado a la mesa bajo el toldo rodeado de gasa. Llevaba un traje de lino claro con un brazalete negro de luto, ancho como una mano. El pequeño Miguel llevó unos platos y una cestita con pan. Se lo habían comprado a una canoa ambulante tal y como había hecho Felipe en el puerto hacía ya tres semanas.

Amely saludó a Kilian con la cabeza y le sonrió forzadamente, pero no se sentó junto a él, sino que se acercó a la barandilla para disfrutar un poco de las vistas de la selva que iban dejando atrás.

Aquella travesía fue muy diferente a la anterior, bajo la custodia del señor Oliveira. Kilian también le contaba muchas cosas, pero sus palabras rezumaban rechazo hacia el país y sus gentes. Solo amaba el caucho. Sí, y la comida brasileña que servían todos los días a bordo.

Y la amaba a ella. O así lo llamaba él. Amely lo odiaba. Era como en la noche de bodas: le susurraba al oído palabras para tranquilizarla, y la poseía con una rabia dolorosa. Peor era cuando, de vez en cuando, la pasión lo invadía en cubierta. En aquellas ocasiones, el pequeño Miguel se quedaba como una estatua de sal, Bärbel corría a meterse bajo la cubierta como si la persiguiera el demonio, y el timonel y los dos marineros actuaban como si no sucediera nada.

Dios mío, por favor, haz que tenga más cuidado, o que se le pasen las ganas cuando descubra que estoy en estado.

Todavía no estaba segura del todo. Que las mujeres tuvieran náuseas por la mañana o que esperaran en vano su menstruación solo lo había leído en las novelas. Quizá ni siquiera era cierto. En cualquier caso, en la vida real no se hablaba de aquellas cosas. Pero ella imploraba que fuese así. Ya sabía que Kilian esperaba tener un hijo suyo. En cuanto aquello sucediera, todo sería más fácil.

La silla de mimbre crujió cuando Kilian se levantó. Se puso detrás de ella. Amely se aferró a la barandilla. La respiración acelerada delataba cuáles eran sus intenciones antes del almuerzo. ¡Pero si ya había yacido con ella a primera hora de la mañana, justo después de despertarse! Cuando le pasó las manos por los brazos, Amely se puso rígida.

—Tocas muy bien —le susurró al oído. Su barba le picaba en las mejillas—. Venga, relájate, disfruta de las vistas. Mira, ahí hay un perezoso colgado del árbol. ¿Quieres que te lo cojan? Nos lo podemos llevar.

Él sí se llevaba lo que quería. A diferencia del señor Oliveira, que había contemplado con profundo respeto al animal que le colgaba del brazo. Rompería a llorar si viera a otra mariposa salir aleteando del pelaje.

—No quiero.

—¿Qué es lo que no quieres? ¿Esto? —La abrazó y la apretó contra sí—. Sí que quieres, querida, tú espera.

Amely calibró si podía hacerse a un lado por la barandilla, pero los fuertes brazos de él parecían estar por todos lados como lianas que se apoderaran de un árbol. Amely sintió una corriente de aire en las corvas. La barandilla del barco se le hundió dolorosamente en el vientre cuando Kilian la empujó hacia delante con todo su peso. Sin esfuerzo alguno conseguía mantenerla sujeta al tiempo que le levantaba las faldas y le bajaba las medias. Aquello que una dama nunca se atrevía a nombrar exigía su entrada, y ella no podía hacer nada por evitarlo.

El enorme cuerpo de una serpiente surcó las aguas de un color negro turbio. Algunos peces saltaban sobre el agua, intentando pescar mosquitos. ¡Ah!, si pudiese cumplir su sueño de ver la aleta rosada del delfín.

el delfín rosado halló a una muchacha joven, navegaba en canoa sobre el río. Su pasión despertó. La rodeó nadando, mostró su exuberante cuerpo y disfrutó de los gritos asustados. Lanzó una flecha invisible desde los agujeros de la nariz hasta su boca; ahora era suya. Sometido al deseo y al dolor se despojó de su forma animal. Sus brazos partieron el agua con suavidad. Chocaron en el aire, agarraron un costado de la canoa y lo arrastraron hacia abajo. La muchacha cayó hacia él. Él la atrajo hacia sí; las manos de ella se cerraron detrás de su cuello. Él la llevó a la orilla. Sus brazos la sostuvieron, sus piernas le llevaron. Tanto amaba convertirse en un ser humano que sencillamente siguió caminando a través del carrizo y escaló las raíces hasta una dulce bahía que Yacurona, el espíritu de las aguas, había creado solo para el gozo de los botos cuando encontraban compañeras de juegos humanas. La luna brillaba verde entre las hojas. En la bahía de la Urna verde amó a la muchacha, hasta que esta tembló y gritó y le suplicó que la dejase ir con él, bajar hasta Encante, la ciudad encantada

Kilian le alisó la falda y volvió a meterse detrás del velo de gasa protectora. El olor a feijoada, su manjar favorito, contenía los aromas del río.

—Venga, come también un poco.

Ella apoyó los codos sobre la barandilla y lloró en silencio tapándose la cara.

Un grito le heló hasta la médula. ¿Podía ser verdad? Ciertamente, él, Felipe, había remontado el río Negro para ver el bosque quemado, y por el mismo camino debía volver. Su barco se acercó de lado, con precaución. Él le hizo una señal. A Amely le temblaba la mano, pero no se atrevió a devolverle el saludo. La idea de que, al verla, pudiera adivinar lo que acababa de pasar le hizo agachar la cabeza de vergüenza. Y seguramente a Kilian le parecería extraño verla tan alegre.

A ella misma también le parecía extraño.

—¡Maldita sea! —gritó Kilian a su lado.

Por encima de la ribera del río, los dos hombres se intercambiaban noticias que apenas llegaban a oídos de Amely. Ella solamente tenía ojos para Felipe. Tenía la camisa abierta, hacía señas con los brazos, y así fue como por primera vez vio su pecho musculoso, ligeramente poblado de vello. Y, si instantes atrás le afligía la vergüenza, ahora se le aceleraba el corazón.

Con demasiada rapidez se dispuso él a proseguir su travesía. Kilian, intranquilo, volvió a su cocido. Amely también se sentó, pero negó con la cabeza cuando Miguel pasó un cazo lleno por encima del plato. Por el estómago se le había extendido un agradable cosquilleo que reclamaba todo el espacio.

—Creo que deberíamos volver —empezó diciendo Kilian—. No estoy tranquilo sabiendo que estamos aquí dando un paseo mientras los negocios me esperan en casa.

—¿Qué ha dicho ese hombre?

—¿No lo has oído? Se ha perdido el bosque de Kyhyje. Lo ha destruido una tribu de indios. ¡Condenados salvajes! En fin, tendremos que explotar el puñetero bosque del norte. Bien tendré que compensar las pérdidas. Pero saldrá caro… ¡Joder, joder! —Dio un puñetazo en la mesa.

Amely ya había oído hablar de los planes para explotar otro bosque, pero estaba más allá del río, tan lejos que solo merecía la pena explotarlo si se construía un tramo de ferrocarril que llegara hasta allí. Una empresa atrevida.

—¿Pero allí no hay también indios que puedan causar problemas?

—Esos están por todas partes —dijo haciendo un gesto con la mano—. Pero esta vez no tendrán ocasión de quemar el bosque de antemano.

Amely suponía lo que aquello significaba. Bueno, eran salvajes, más animales que hombres. Se habían cobrado la vida de Ruben: el odio que Kilian sentía no dejaba de ser comprensible.

—Pero no te quiero aburrir con estas cosas. —Soltó la cuchara y le hizo señas para que se acercara.

Amely lo hizo y él la sentó en su regazo.

—Por favor, Kilian, otra vez no.

—¡No, no! Solo un beso. —Le había puesto ya las manos sobre el cuello. Amely buscaba aire en vano. La envolvió el aliento de él, que apestaba a feijoada; sus labios carnosos se apretaban contra los suyos. Sintió dolor cuando su lengua jugueteó con la joya en forma de gota de oro que le colgaba del frenillo del labio superior. Todavía no había sanado la herida.

—Es mucho más bonita que las que tiene la señora Ferreira en los dientes —le dijo—. ¿Sabes que estás preciosa con el labio así de hinchado?

Avisó al timonel para que diera media vuelta. El sonido del motor amortiguaba el de las flatulencias que le asediaban ya después de disfrutar de aquel guiso de frijoles. ¿Cómo me va a gustar? Amely quería darse golpetazos contra la frente para ver si encontraba una respuesta. Huyó a su camarote, donde Bärbel la recibió ruborizada.

—No, seguro que no tiene malaria, senhora Wittstock. —El señor Oliveira sonrió como de costumbre, con aquel aire amistoso a la par que distante—. Pero, si lo desea, llamo en seguida al médico del señor Wittstock, claro está. Mejor una de más que una de menos.

—No, gracias, en realidad ya vuelvo a encontrarme bien. —No tenía precisamente ganas de que la sometieran a un examen. ¿Solo porque, de un tiempo a esta parte, tenía náuseas cada mañana?

Decidió darse un baño. Maria le había dicho que resultaba muy refrescante echar rodajas de limón en la bañera. En la cocina, Amely pidió una bandeja con limones cortados. Preparar el agua caliente era de lo más sencillo. Salía más bien templada, pero ¿quién querría darse un baño caliente en aquellos parajes? Amely cerró la puerta del baño con pestillo, se desnudó y se metió en la bañera. Se echó hacia atrás con los brazos apoyados en los bordes. Era una sensación agradable, el malestar casi había remitido de nuevo. Se había colocado una mesita al lado, de la que tomó un vaso de guaraná y dio un sorbo. Maria le había dicho que bebiera guaraná cuando no se encontrara bien; era una mezcla de miel y de semillas trituradas de una fruta exótica, y era refrescante.

En realidad, tenía intención de leer la novela que se había dejado preparada sobre la mesita. En lugar de eso, agarró la bolsa de lino y, con sumo cuidado, extrajo un pequeño álbum de fotografías. Consuela se lo había llevado por la mañana, escondido debajo del delantal. Amely ya no contaba con llegar a ver fotografías de los hijos de Kilian. Ahora contemplaba las imágenes de los jóvenes, insertadas en papel negro. En unas, estaban sentados en sillitas y con tablillas de cera en el regazo, como si estuvieran en clase. En otras, estaban cogidos de la mano de su madre, Madonna Delma Gonçalves, con un aire formal. En otras, en cambio, estaban de pie, rígidos, con un soldadito de juguete en el brazo. En todas tenían una mirada seria, la que se acostumbraba poner cuando el fotógrafo manejaba su aparato y los demás esperaban a que les cegara con el polvo de magnesio.

Ruben, Kaspar… dos muchachos corrientes. Y caídos en el olvido. ¿Era así porque su padre no había podido soportar su muerte prematura? ¿O porque no podía soportar que el destino le arrebatara algo de sus poderosas manos?

Dejó el álbum sobre la mesa. Por la ventana oía a Kilian discutiendo acaloradamente sobre cómo eliminar a la escoria india. Por lo visto, volvía a hablar del nuevo bosque que había que explotar. Amely se estremeció ante aquella selección de palabras, pero volvió a aguzar el oído cuando escuchó la voz de Felipe. Hablaba con serenidad, de una manera casi tranquilizadora. Las dos voces sonaban como si ambos estuvieran alejándose. Y Amely volvió a sentir aquella extraña tirantez entre los muslos.

Sacó los pechos del agua y se imaginó a Felipe viéndola de aquella manera. No pudo evitar reírse, de tan ridículo que se le antojó aquel pensamiento. Pero también le parecían dolorosas aquellas ansias que no llegaría a satisfacer nunca. Que no debía satisfacer nunca. Los dedos empezaron a descender por su cuerpo, metiéndose entre los muslos. Años atrás, su madre le había inculcado que aquello no se hacía. Y ella la había obedecido. Ahora que respiraba con pesadez y que se le formaba un cálido hormigueo allí abajo, entendió por qué. Daba miedo.

—¡Amely! —El pomo de la puerta vibró—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te encierras?

¡Kilian! Amely se incorporó. ¿De verdad había gemido? Eso parecía, todavía le resonaba en los oídos.

—¡Abre!

—Sí… sí… espera un segundo.

Le pareció que pasaba una eternidad hasta que se puso en pie y se abrió paso para salir de la bañera. Kilian golpeaba la puerta tan fuerte que la iba a echar abajo en cualquier momento. Pero no podía verla en cueros, intuiría lo que había estado pensando, ¡seguro! Pilló la bata por encima del taburete, trató de echársela por encima al tiempo que tanteaba el pestillo. Se resbaló por el suelo de mármol y se dio un golpe en la rodilla.

De repente, la puerta se abrió. Kilian estaba de pie sobre ella como uno de aquellos árboles gigantescos.

—¡Amely!

Ella se señaló los pies.

—Había… había una hormiga. Una de las peligrosas. —Sus sollozos no eran fingidos. Se sentía humillada, tumbada ahí delante de él de aquella manera y sin llegar a cubrir su desnudez con la bata—. Me he asustado y me he resbalado.

Kilian fisgó lentamente alrededor de la bañera y aplastó algo de un pisotón.

—¡Es una hormiga normal y corriente!

Amely había conseguido por fin ponerse en pie y envolverse con la bata firmemente. ¿De verdad había una hormiga? Huyó hacia el dormitorio, todavía presa del pánico al pensar que Kilian podía darse cuenta de que había estado tocándose. Quizás hasta lo sospechaba. Sobre la cama, encogió las piernas y se las rodeó con los brazos.

Él la siguió con el álbum de fotografías en la mano.

—¿De dónde lo has sacado? —le preguntó, con un tono de voz que sonó todavía sosegado.

—Lo he encontrado. En… en el cajón de mi escritorio. Estaba en el fondo.

Nunca lo había visto tan lleno de rabia. Estaba inmóvil, como si no supiera qué hacer.

—A mí no me mientas, encima.

Ella no pudo hacer otra cosa que tragar saliva.

—No quiero volver a verte con esto. —Se dirigió a la salida.

—Pero es que no lo entiendo, Kilian, eran tus hijos, los querías. —Se estremeció cuando se le acercó con el álbum en alto. Tendría que haberse quedado callada; él ya casi estaba fuera. En su cabeza resonó un grito olvidado desde hacía tiempo: el grito de Ruben cuando su padre le abofeteó en la cara. Levantó los brazos entre sollozos y se agazapó todavía más—. ¡Kilian, no, por favor! ¡Estoy esperando un hijo!

—¿Qué? Mírame. —El colchón se hundió cuando él se sentó a su lado. Él le bajó los brazos: los suyos se le antojaban de paja entre las manos de él—. Sí es verdad que estás cambiada. Vaya, Amely, querida, ¿tan rápido? —Se rio con un tono alto y desenfrenado, propio de él—. ¿De verdad pensabas que te iba a pegar?

Pese a la intensidad de la escena, se alegró al ver aquel brillo en los ojos de él. Así tenía que ser. Kilian se inclinó sobre ella, la besó y le acarició el vientre.

—Mi niña asustadiza… —Sonrió quitándole un pedazo de limón del cuello—. Te quiero. Que sea un niño, ¿eh? —Se puso el álbum bajo el brazo y salió del dormitorio. A Amely le temblaba todo el cuerpo. Se metió bajo las sábanas.

El mono se acercó atraído por el brillo de su brazalete. Amely giraba la muñeca de un lado a otro. El sol hacía brillar la plata pulida y resplandecía sobre los diamantes. La luz se reflejaba en los ojillos del mono, que parpadeó.

—¿Te gusta? —preguntó Amely a la criaturilla curiosa. Era un mono capuchino, según le había dicho el señor Oliveira, y el nombre se debía al dibujo que formaba el pelaje, que se asemejaba a la capucha del hábito de un monje—. A mí esta joya no me gusta, pesa mucho y es demasiado ostentosa, pero me la pongo hasta que Kilian se olvide de que me la ha regalado. Después te la regalaré a ti, ¿qué te parece?

El brazalete era un regalo por su estado de buena esperanza, y quizá también un soborno para que dejara a un lado lo concerniente a sus hijos. Tal vez se sentía culpable por haberla asustado. Podía encontrar mil motivos, o ninguno. Tan pronto montaba en cólera como estallaba en risas, y de nuevo se le veía la tristeza por la muerte de Gero grabada en las facciones. Aquello era lo más inquietante de él: que fuera tan difícil entenderle.

Amely vio a Consuela salir de la casa portando un enorme ramo de flores sobre el brazo adornado con el brazalete de luto. La muchacha avanzaba a zancadas por el camino de piedra, al parecer hacia el recóndito rincón donde se encontraban las tumbas. Amely la siguió: le agradaba aquel lugar cercano al igarapé do Tarumã-Açú que daba al río Negro, puesto que rara vez se perdía alguien por aquellos lares. Y Kilian todavía menos.

A cada paso tenía que contraer la barriga. Los dolores habían empezado el mismo día que se resbaló en el baño.

Consuela desapareció entre los arbustos tras los cuales se escondían las otras dos tumbas, y volvió a aparecer con la cesta medio vacía y un ligero aire de afectación.

Dona Amely? ¿No se encuentra bien? Está pálida.

—No, no, estoy bien. Solo estoy estirando las piernas. Y es que… bueno, me aburro un poco. Puedo ayudarte a colocar las flores sobre la tumba.

Eran orquídeas de color lila. Amely se plisó la falda de tafetán, se arrodilló y la ayudó a poner las delicadas plantas en la tierra húmeda y a sujetarlas con ramitas. Le resultaba agradable poder ensuciarse un poco las manos, para variar. ¿O es que lo único que podía hacer todos los días era leer, bordar, navegar por el río, recibir al sastre o a la sombrerera y mandar al personal de un lado para otro?

—Consuela —se atrevió entonces a preguntar—, ¿Kilian llegó a pegar alguna vez a su mujer?

—¿La ha…?

—¿A mí? No, ¡qué va! —se rio inquieta.

Dona Madonna era muy tranquila. Sabía cómo tratar al señor Wittstock. —Tímidamente, la muchacha se pasó la melena por detrás de las orejas—. Y usted también tiene que aprender.

Amely suspiró. No era la respuesta que había deseado oír. Pero lo que Consuela le había dicho era quizá la única respuesta válida. Una no podía engañar a su marido, y si de vez en cuando le caía una bofetada, era, en realidad, comprensible. A ella le iba muy bien en comparación con Maria, que en otro tiempo fue víctima de una violencia indescriptible. Así pues, ¿tenía motivos para quejarse? Volvió a sentirse invadida por aquella alegría efímera al pensar en su propósito de querer a Kilian. Por la noche quería tocarle algo con el violín Amati, y entonces… Una punzada le recorrió el vientre.

—Dona Amely!

Agachada, Amely se apoyaba con una mano en el suelo y con la otra se apretaba el vientre. Iba a decir que solo se sentía indispuesta, y, sin embargo, al abrir la boca solo profirió un grito ahogado. Consuela pasó a toda prisa por delante de ella salpicando la tierra al cruzar aquel bancal, y salió corriendo por el camino.

Senhor Oliveira! Socorro, socorro!

De repente el señor Oliveira estaba junto a Amely y le pasaba el brazo alrededor. La puso en pie con la ayuda de la muchacha, e intentó tranquilizarla mientras Consuela cruzaba los dedos como si fuese a ponerse a rezar y se frotaba las manos descontroladamente.

Un calor le bajó a Amely por los muslos. No sabía nada sobre la concepción ni sobre el parto, nada en absoluto, pero sí que sabía que acababa de perder a su hijo, que ni siquiera existía todavía. Apoyada en Oliveira y Consuela, fue arrastrando los pies en dirección a la casa. Tenía las enaguas pegadas a la piel, empapadas. Llevaba la cabeza gacha. La falda no le permitía ver la sangre, pero estaba segura de ir dejando un rastro repugnante. De pronto un jardinero apareció delante de ella, un tipo alto y robusto, y la levantó entre sus brazos cubiertos de tierra encostrada. Ella se ruborizó de la vergüenza.

—Maria, ¡déjame en paz con eso! —oyó a Kilian vociferar.

—¡Ese hombre es descuidado! No lava, fuma en cuadra, ¡peligroso! —Amely vio por el rabillo del ojo a la Negra haciendo aspavientos con los puños cerrados.

—Díselo a Da Silva, que es el que ha traído a ese tipo.

—Bebe mucho, todo día.

—¡Maria! —vociferó—. ¡No me saques de quicio!

Él estaba de pie en la escalinata, con su traje de lino elegante y ligeramente arrugado, como de costumbre, el sombrero de paja sobre la cabeza y el bastón en la mano. Seguramente quería ir a la ciudad: uno de los carruajes le estaba ya esperando. La mano le tembló al atusarse el bigote. Rápidamente comprendió lo que le ocurría a su mujer; Amely lo vio en la expresión de horror y de decepción en sus ojos.

—¿A qué clase de hombre le estoy dando yo de comer? —dijo Wittstock levantando el codo y echando un trago de ginebra con tónica—. Todavía no he visto para qué vale además de para beberse mi ginebra.

—No vale para nada —tuvo que admitir Felipe. Había tenido la esperanza de que Pedro sirviera en las cuadras o en la cochera; allí había mucho por hacer, tareas en las que hasta un hombre como él no haría un mal papel—. Pero tampoco se merece morir en la selva. Ya le diré yo cuatro cosas. —Y si aquello no ayudaba, entonces le daría una buena canoa, además de una caja de ginebra y los reales suficientes para que se las arreglara durante los meses siguientes. Y lo echaría de allí.

—Tengo la cabeza como un bombo —murmuró Wittstock. Desde que había llegado a las obras, de buena mañana, se había echado en un catre en la cabaña del capataz—. Di a los de fuera que dejen de armar ruido.

Felipe cogió el sombrero y salió con pasos pesados. Era propio de Wittstock emprender un viaje tan largo para supervisar las obras y luego pararlas por lo que quedaba de día. En fin, tampoco les iba de un día. Todavía tenían que pasar tres años hasta que el ferrocarril llegara a Oue, el bosque del norte, y solo por un temporal podían llegar a perder semanas.

En muy poco tiempo habían levantado un puerto en la orilla oriental del río Blanco, a noventa leguas al norte de Manaos, al que Wittstock le había dado el nombre de Igarapé de Guillermo II. El káiser alemán, amante del progreso, según declaraba, se hubiera maravillado ante aquel proyecto. El muelle estaba construido con madera ligera, exactamente igual que las cabañas flotantes de los caboclos, así que lo tendrían que ir reparando continuamente. Felipe no podía imaginarse todavía cómo iban a transportar hasta allí a aquel monstruo de locomotora y cómo se iba a abrir paso entre la jungla. Encargada ya lo estaba, en el Raj británico, donde aquel modelo llevaba ya tiempo dando buenos resultados en el clima tropical. Las traviesas venían de Australia: las enormes termitas no podían hacerle nada a la madera del eucalipto. Asimismo, desde Estados Unidos habían llevado a trabajadores chinos con amplia experiencia en la construcción de vías. Tal y como ocurría en su lujosa vida diaria, a Wittstock le traía sin cuidado lo grande que fuera el mundo.

Wittstock adoraba el caucho. Felipe lo detestaba. Quizá por ello aquel proyecto le parecía una locura. Por el momento, el trabajo consistía únicamente en construir una vereda a través de la selva. Para ello, habían atraído a trabajadores de todas partes con las mismas promesas vagas con las que atraían a los seringueiros. Hombres de Belén, Macapá, Santarem y también de Sao Luis, así como negros del Caribe y esclavos indios, manejaban sierras de talar entre dos personas y, exactamente igual que los recolectores de caucho, estaban desnutridos y andrajosos. El trabajo no les dejaba tiempo para pensar en el peligro o en los mosquitos, por lo que tenían las manos ensangrentadas y el tronco desnudo infestado de picaduras.

Felipe se puso uno de sus Cabañas en la comisura de los labios y lo encendió. El humo alejaría a los mosquitos durante un rato. Cerró los ojos por un momento intentando imaginarse que estaba en Manaos, en el porche, y no entre toda aquella miseria de la que en realidad quería huir. Mandó acercarse al capataz.

—Descanso hasta nuevo aviso —le dijo.

El cubano frunció el ceño, pero profirió un grito estridente tras recibir las instrucciones. Súbitamente, los hombres se dejaron caer sobre los troncos ya derribados y echaron mano de las calabazas llenas de agua. No obstante, se oía todavía un ruido que provenía de alguna parte. Felipe tardó un momento en discernirlo: eran latigazos.

Junto a uno de los canales, el capataz de los esclavos atizaba a un puñado de indios, chillando como una mujer que hubiera visto una araña venenosa. Otro que ha perdido la razón en la selva, pensó Felipe. Se apresuró hacia él. No podía agarrarle del brazo, puesto que él mismo saldría herido, así que se sacó el revólver de las pistoleras y disparó al aire.

No todos levantaron la vista, acostumbrados como estaban a oír disparos, pero el cubano se le acercó con respiración pesada.

Senhor Da Silva. —Le sonrió, visiblemente aturdido. Tenía un aspecto tan andrajoso como los propios esclavos—. Estos salvajes vuelven a ponerse tozudos. Pero ahora mismo acabo de…

—¿Qué les pasa?

—Dicen que han visto al dios del río —dijo señalando hacia el igarapé— y no se atreven a meterse en el agua. Pero hay que drenar el lugar, o… —Y volvió a gritar a los indios, que se agazapaban, presas del miedo—. ¿Qué queréis, que por vuestras chaladuras paganas el tren tenga que volar por encima del agua, o qué?

Agarrando al hombre del brazo, Felipe todavía pudo impedirle que volviera a fustigar aquellas espaldas y hombros ensangrentados.

—Descanso, he dicho. Deja eso.

—¿Qué…?

—¡Lo que quieren decir esas chaladuras paganas es que los indios han visto una anaconda! Tú te puedes quedar aquí plantado en el agua y dejar que te devore, pero ahora estos hombres van a descansar y a beber algo.

Al cubano le temblaba todo el cuerpo: parecía arder en deseos por aporrear a los esclavos.

—De acuerdo, de acuerdo —contestó él haciendo chirriar los dientes.

Por fin se retiró y les indicó que fuesen a buscar sus calabazas. Y eso hicieron, agachados, casi como monos. A uno lo tuvieron que arrastran consigo, pues los pies no lo querían llevar. Hasta bebiendo agua parecían animales.

A Felipe también le invadió la sed. Con una calabaza bajo el brazo, regresó a la cabaña. Kilian Wittstock contemplaba el techo de hojas de palmera atadas y se abanicaba la cara empapada de sudor con el sombrero de paja.

—Esta vez sí que es malaria —se lamentó—. Vengo de tan lejos para ver las obras por mí mismo, y ahora esto.

—Tendría que meterse en el barco y volver a casa.

—Ahora mismo, pero primero deme la ginebra.

Felipe desenterró una de las botellas de la tierra pisada, donde se mantenían algo frescas. Echó polvos de quinina de un pañuelo en el vaso y lo llenó. Ojalá Dios quisiera que no tuviera que viajar continuamente hasta aquel lugar para transmitirle informes sobre el estado de las obras o echar una mano. Anhelaba volver a Manaos, ensillar su campolina y dar un paseo a caballo por las calles de la ciudad. Casi sin quererlo, se imaginó topándose con Amalie Wittstock a punto de hacer alguna bobería en su ingenuidad. Aquella mujer estaba hecha para que un hombre se ocupara de ella.

—Ella tiene la culpa —oyó decir a Wittstock.

¿Ella? Se quedó sorprendido. Su señor tema la mirada fija en el vaso. Al parecer, ambos estaban pensando en la misma persona.

—¿De qué, senhor? —preguntó Felipe con cautela.

—De mi malaria. La contraigo una vez al año, pero la última vez fue hace unos pocos meses. Amely ha traído la mala suerte a Manaos. —Un hilo de saliva le cayó en el vaso. Realmente estaba enfermo.

—Senhor Wittstock, la malaria no se suele pillar con regularidad. Al menos no creo yo que los mosquitos sigan un calendario.

—¡Ahórrese las bromas estúpidas, Da Silva! De acuerdo, dejemos la malaria a un lado. ¿Y qué hay del resto? Amely no hizo más que llegar cuando una serpiente mató a mi hijo. De pronto, el gobierno quiere que se libere a los esclavos a toda costa, y en eso hasta el gobernador me deja en la estacada. Los indios, ojalá Dios los haga arder en las eternas llamas del infierno, destruyen mi bosque más provechoso, y luego Amely pierde el niño. Creo en Dios y en mi patria prusiana. Creo que el progreso no es posible sin el caucho y que Brasil será una de las naciones más ricas del mundo. Creo que todo esto no solo depende del empeño, sino también de la casualidad. De mucha casualidad. Pero ¿qué significa toda esta serie de calamidades?

—Mala suerte, senhor Wittstock. Solo es mala suerte. Y da igual a qué se deba, ¿hasta qué punto puede tener la senhora la culpa de todo? Quizás ella también se pregunte lo mismo.

—Sí. Sí, claro. —Wittstock dio un trago de ginebra—. Y Maria la Negra, otra que tal. Ha puesto platos de arroz en el jardín para espantar a yo qué sé qué demonios. Alguna manía del vudú. Al parecer me ha contagiado su superchería.

Felipe trató de imaginarse cómo debían de hacer aquellas cosas en la fábrica del padre de Amely Wittstock. O en cualquier parte del Imperio alemán. Imposible, allí ni siquiera creían en la Iglesia católica. Trabajar, comer, dormir… no quedaba sitio para las creencias o la superchería. Ni para el amor.

No, no, se contradijo. Wittstock había amado a Madonna, y amaba también a Amely. Pero si la ve como un pájaro de mal agüero, ella corre peligro.

La última vez que la vio, tenía un ojo inyectado en sangre. Alzó la mano para ocultarlo, pero los verdugones rojos de las mejillas no le pasaron por alto. Ella pasó junto a él por la escalinata, con la cabeza gacha, sin rastro de aquel alegre brillo que le aparecía en los ojos cuando lo veía. Él se dio la vuelta, la siguió y logró alcanzarla delante de la puerta de entrada. A la sombra de la espesa vegetación le pidió, casi le exigió, que le contara lo que había ocurrido.

Me he… me he resbalado en el baño, había balbuceado ella, con la mirada fija en las maderas del porche. Me ha asustado una hormiga.

Eso era, ciertamente, lo que le había ocurrido, pero, eso sí, unos días antes, cuando se golpeó en la rodilla. Al parecer, ella no sabía todavía que en una casa tan grande en la que los sirvientes gustaban del chismorreo no se podía mantener nada en secreto. De haberlo sabido, se le habría ocurrido otra mentira.

Entonces, por fin, ella levantó la cabeza. La mirada triste de ella se desvaneció completamente. Así seguía ahora.

Ella le estaba implorando en silencio que le entregara un objeto. La rabia no iba a cambiar el hecho cierto de que él tenía las manos atadas.

—Bueno, guárdese el arma de una vez, Da Silva. Con la cara de rabia que está poniendo parece que me vaya a volar el dedo del pie en cualquier momento. ¿Qué hace?

Felipe fijó su mirada en el revólver. No se había dado cuenta de que había estado jugueteando con él.

—Es que los indios han visto una anaconda, así que…

—Esta chusma lo único que quiere es escaquearse del trabajo.

De fuera llegaban voces. Voces de espanto. Alguien gritaba como si estuviera a punto de morir de horror y pánico. A continuación se oyeron tiros y un chapoteo en el agua. Y se hizo el silencio. Un silencio de alivio.

—Si existía realmente ese peligro, diría que ya se han hecho cargo de él —dijo Wittstock incorporándose entre jadeos—. Que sigan, ya me encuentro un poco mejor.

—De acuerdo, senhor. —Felipe volvió a salir.

Amely contemplaba las minúsculas máscaras de madera, se pasaba los cordeles y los granitos de arroz entre los dedos. Todo lo había puesto Maria en un cuenquito sobre su mesita de noche. Todavía no sabía qué pretendía con toda aquella momería pagana.

—Quita eso de en medio —ordenó a Bärbel— y tráeme algo de beber.

—Tendría también que comer algo, señorita.

Le hizo un gesto negativo con la mano. Desde que estaba echada en su cuarto —desde hacía ya días— no había probado más que unas rebanadas de pan con mantequilla y unos bocaditos de mandioca que le había recomendado Maria con toda su buena fe. Así, ya no se sentía enferma. Los dolores casi habían desaparecido y las compresas que tenía entre las piernas solo recogían un par de gotas de sangre.

Bärbel le trajo un vaso de guaraná. A Amely le apetecía más una cerveza, una Berliner Weisse. A lo mejor tenía que hacer como las damas ricas y beber champán en la cama. Quizás un poco de lectura la ayudaría a poner remedio al aburrimiento. Se puso su bata de seda y sus pantuflas y salió al pasillo arrastrando los pies. Seguro que Kilian, si la hubiera visto caminando por ahí en salto de cama, se lo hubiera tomado como la última metedura de pata de su mujer. Pero, gracias a Dios, se había ido a supervisar las obras.

Amely solo había estado allí una vez, para buscar algunas novelas. Como en el resto de la casa, allí también Kilian prefería los muebles de estilo inglés. Las grandes estanterías Regency se alternaban con un secreter y una vitrina en la que se hallaba no solo una fotografía de Madonna con marco de plata, sino también una de Charles Goodyear, el inventor británico que, con la vulcanización del caucho, había procurado inconmensurables riquezas para Kilian. Amely pensó que uno tenía que estar muy enamorado del caucho para ponerse la imagen de un desconocido en la vitrina o para usar el trozo de caucho de encima del secreter como pisapapeles decorativo. Mucho más interesante resultaba el modelo Benz Patent número 1, un automóvil de tres ruedas, tal y como se leía en la placa. O la miniatura de la Torre Eiffel de hierro forjado, un recuerdo muy apreciado de cuando habían estado en París, según le había contado el señor Oliveira.

La cabellera del indio de la que le había hablado Da Silva, situada en su caballete, parecía tan irreal que Amely no se sobresaltó en absoluto.

También se descubrió a sí misma ataviada con un vestido oscuro con cordeles que le realzaban el escote de manera atractiva. Tal vez su señor padre había enviado aquella fotografía desde el otro lado del Atlántico para demostrar a Kilian que aquella niñita se había convertido ya en una dama. Amely abrió la puerta de cristal y sacó el retrato de Madonna. Se la veía seria, tan encerrada en sí misma… la piel transparente, toda ella frágil. Podía pensarse que no había muerto, sino que se la había llevado un soplo de brisa. ¿Tendré yo también alguna vez este aspecto desconsolado?, pensó Amely.

Ibas a coger algo para leer, se amonestó a sí misma. ¿Y si cogía algo del montón de Jornals do Manaos que se encontraba sobre la mesa? No le iría mal mejorar su portugués. De nuevo descubrió la palabra escravidão: «esclavitud». Trató de leer el artículo por encima, sin entender mucho, más allá de que trataba otra vez de la abolición de la esclavitud. Al parecer, el artículo no solamente reclamaba libertad para los negros, que, de todas maneras, desde hacía ya tiempo solo se podían comprar en el mercado ilegal, sino también para la población indígena. A los indios todavía se les podía oprimir y explotar a discreción. «La jungla también es nuestra tierra, pero ahí fuera hay una guerra», leyó. «La jungla también es nuestra tierra, pero ahí fuera hay una guerra, una guerra por el caucho…». ¿Debía llevarse aquel diario? Pero ¿y si Kilian lo echaba en falta? Además, ¿para qué meterse en aquellos asuntos? De todas formas, ella no podía hacer nada por cambiarlos. Abrió una de las enormes puertas del armario. Toda una serie de novelas de Karl May. No, mucho no le apetecían. ¿La isla del tesoro, El último mohicano, Robinson Crusoe? Ya los conocía desde hacía mucho tiempo. Un libro sobre insectos. Aunque hubiera mentido sobre la hormiga peligrosa del baño, tal vez no le iría nada mal estudiarse mejor el libro. Ay, no. El señor Oliveira ya le contaba suficientes historias horribles sobre el mundo animal.

Entre dos yelmos abollados de conquistadores españoles —¿no debían estar en un museo?— descubrió las narraciones de viaje de diversos descubridores del Amazonas. Aquellos nombres también le sonaban gracias al señor Oliveira: el dominico Gaspar de Carvajal, quien había acompañado a Gonzalo Pizarro en su expedición. Pedro Teixeira, que exploró por primera vez el Amazonas en toda su extensión. O Antonio Pigafetta, que había navegado en la expedición española alrededor del mundo junto con Magallanes. Y, por supuesto, Alexander von Humboldt.

Amely extrajo el Viaje a Sudamérica. Era una edición diferente a la suya: esta estaba llena de litografías a todo color. Se llevó el libro a la mesita del té y se sentó en una de las sillas Hepplewhite.

—¡Qué asco! —En uno de los dibujos, un indígena estaba sentado junto a una hoguera; en la olla hervía una enorme araña. ¿Acaso era de extrañar que se les viera como animales salvajes? En otro, unas mujeres bailaban desnudas. Amely casi creía oír sus voces y el ruido bárbaro de los tambores.

Cuando estaba a punto de colocar el libro de nuevo en su sitio, se topó con una ilustración de un hombre. Un guerrero, al parecer, ya que se apoyaba en una lanza bracera. Encima del hombro portaba un arco. Tenía la piel muy bronceada, o quizás oscura por naturaleza, y despedía un brillo dorado. Una corona de plumas rojas le rodeaba el pelo, que parecía largo pese a que lo llevaba recogido. Le decoraban las muñecas y los tobillos unos cordeles de piedras de colores de los que colgaban plumas. Sin embargo, lo más sorprendente era que tenía los hombros musculosos pintados con manchas que recordaban al pelaje de un felino, el de un jaguar, tal vez. ¿Acaso eran tatuajes?

Su postura inspiraba fuerza y altivez. Era el señor de la selva. Y hasta atractivo, a su manera.

Cerró el libro. No era más que una representación idealizada, la imagen mental de un europeo ilustrado. Los indios eran figuras enclenques y apocadas, y uno no los veía de otra manera cuando paseaba por la ciudad.