—Mira, Amely, querida: la anguila en gelatina la he mandado traer de Berlín. Tu padre me ha dicho que te encanta. Y las tortitas están hechas siguiendo la receta berlinesa. Espero que a Maria le hayan salido buenas. Eso sí, no están rellenas de mermelada de fresa, sino de maracuyá, ¿no, Maria? Pruébalas, querida.
Kilian hablaba como si le pesara la conciencia. A lo mejor se sentía de verdad inseguro. Amely, por su parte, toqueteaba los cubiertos. Habría preferido no moverse siquiera hasta que él se olvidara de su presencia.
Maria la Negra y Consuela ponían la mesa en el balcón del dormitorio, como si esperaran a una docena de invitados más. Ensaladas con carnes que Amely desconocía. Fruta, nueces, panecillos que, por su aspecto, parecían no estar hechos de harina de trigo. Para Kilian había también una enorme fuente de feijoada. Delante tenía el periódico del día: era evidente que estaba haciendo esfuerzos por no leerlo en presencia de su esposa. No podía suponer que ella se alegraría de que entre ellos se interpusiera un muro de papel.
Le saltó a la vista una de las palabras de los titulares: escravidão. «Esclavitud».
Maria le tendió una bebida de color marrón.
—Forastero, cacao de Amazonas. ¡Pone cara fresca!
Amely forzó una sonrisa. Por desgracia, la Negra volvió a desaparecer en dirección a la cocina para traer más suministros, y Consuela, que se afanaba en proporcionarles aire fresco y ahuyentar a los molestos insectos con un abanico de plumas tan grande como un hombre, no la distraía en absoluto.
—¿Cómo has dormido? —preguntó Kilian.
—Bien, gracias.
Él empezó a devorar el plato de frijoles. Amely observaba ensimismada cómo se le movían los labios y la lengua. Los mismos labios que habían recorrido su cara durante la noche. La misma lengua que le había llenado la boca hasta casi provocarle el vómito.
—Come algo.
—Estoy… todavía estoy llena de ayer. Había tanta comida…
Miró por la barandilla del balcón. Da Silva venía de las cuadras a lomos de un caballo tordo. Tras pasar junto a la fuente, se dirigió hacia la puerta sin mirar hacia arriba. Había pasado la noche en algún lugar de la mansión, como algunos de los invitados. ¿Dónde debía vivir normalmente? ¿Y con quién?
—Kilian, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro, querida.
—Es por los esclavos… Ayer no acabé de entenderlo. Por qué las cosas son como son.
—¿Los esclavos?
—Sí, y los recolectores de caucho.
—Amely, querida. —Agarró el periódico y volvió a bajarlo—. Olvídate de estos asuntos. ¿Te gustaron los diamantes que llevaba la señora Ferreira en los dientes?
No, por favor, no quería tener que responder a aquella pregunta.
—¿Es realmente necesario que los seringueiros trabajen en condiciones tan duras?
—¿Quién ha dicho que sea así?
Con la boca abierta ella buscaba algún tipo de explicación.
—Lo he oído por ahí.
—El trabajo de los seringueiros es duro, pero también lo es el de los que trabajan en la fábrica de tu padre. O donde sea.
Está en manos de cada uno el cambiar su vida con esfuerzo y disciplina.
—Pero esta gente lo pasa mucho peor.
—¡Por Dios! ¡Maria! —La Negra se acercó—. ¿Qué dices tú al respecto? —le preguntó.
Maria se dirigió a Amely con las manos cruzadas sobre la enorme barriga.
—De donde yo vengo, África, allí muy terrible. En Congo también bosques de caucho, único país con Brasil. Belgas toman mujeres, hombres tienen que recolectar, si no suficiente, mujeres muertas. Pero nunca suficiente. Todos mueren. ¿No beba forastero, sinhá? —Tomó la taza—. Ahora ya fría, ay, ¡le traigo nueva! ¿O mejor cafezinho?
—Creo que un café me sentaría muy bien. —Amely suspiró y esbozó una sonrisa alegre. Maria volvió a retirarse.
—Una tunda de vez en cuando no mata a nadie —explicó Kilian—. Y si lo hace, fomenta la disciplina entre los demás. Es como mejor ha funcionado desde siempre. Además, es mejor que no contemples a los trabajadores con tus ojos civilizados. Estos aguantan mucho más que los de la empresa de tu padre.
—¿No se podría pagar a los esclavos, al menos?
—¿Pagar a los esclavos? —La miró como si hubiera dicho algo tan disparatado que era incapaz de seguirla.
—Somos tan ricos… ¿Acaso lo notaríamos si tus trabajadores recibieran un sueldo fijo? ¿Aunque nos diera solo para vivir bien, aunque no tuviéramos para tanto?
—Querida mía —Kilian se inclinó sobre la mesa y puso su mano sobre la de Amely—, vivir bien, como dices, quizá sea suficiente en el resto del mundo, pero aquí no. ¿Crees que los grifos de oro los tenemos ahí para presumir? Dentro de veinte años, lucirán como el primer día. Todo lo demás se oxida, huele mal y ensucia el agua.
Como con el correo, había una explicación para todo, y ella quedaba como una niña ignorante. Realmente debía dejar de cuestionar aquel tipo de cosas.
—No eres la primera mujer a la que le pasan esos pensamientos por la cabeza. Madonna también era así, y las señoras también suelen hablar de ello en sus veladas. Créeme, es normal. —Le acarició la mano como de pasada—. Como mínimo hasta que te hayas acostumbrado a tus riquezas. Creo que los diamantes en los dientes te quedarían preciosos. Por cierto, espero que el Benz Velo que he encargado llegue a tiempo para el estreno. —Se rio y se atusó la barba—. ¿O prefieres que sean los Ferreira los que deslumbren con una llegada original? Ya que mi joven y encantadora esposa pronto se convertirá en la hija de un fabricante de automóviles de éxito…
Amely se preguntó si Madonna también había tenido joyas de aquellas en los dientes. En las fotografías que ella conocía se la veía con la boca pequeña obstinadamente cerrada.
—¡Senhor Wittstock! —llamaron desde abajo. Amely estiró el cuello, esperando casi sin quererlo ver a Da Silva montado a caballo. Naturalmente era el señor Oliveira, que les hacía señas con el sombrero de paja—. ¡Tengo que hablar con usted de inmediato! Mas notícias!
Kilian se levantó enseguida de un salto, se limpió la barba y se disculpó. Maria entró por la puerta del dormitorio sujetando una taza que olía a café.
—Deja a señora sola después de noche, no es debido. Por favor, dona Amalie.
—Gracias, pero no me apetece nada.
Maria se frotó las manos y, de repente, hizo una señal a Consuela para que se retirara.
—¿Noche no fue buena? —le preguntó en cuanto ambas se quedaron a solas. Se sentó en una silla de mimbre junto a Amely y le puso la mano sobre la suya.
Amely la miró. Se esforzaba por encontrar alguna palabra que sonara inofensiva, que no delatara nada de su agitación interna. ¿Qué le importaba a la cocinera? Pero la mirada compasiva de Maria le llenó los ojos de lágrimas. Tragó con fuerza y, finalmente, sacudió la cabeza.
—Perdona que he equivocado que senhor no puede. Tenía que haber puesto amuleto bajo almohada.
Amely iba a decir que ella no creía en aquellas cosas. En su lugar salió de sus labios algo completamente diferente:
—Me dolió mucho. Oh, Dios mío, me dolió mucho.
Le seguía ardiendo la vulva y le daba miedo tener que ir a orinar. En vano se hurgó en los bolsillos en busca de un pañuelo. Maria le puso uno delante de la cara. Amely lo cogió y se tapó la cara para seguir llorando.
—¿Siempre es así? ¿Tiene que ser así?
—No lo sé. —La Negra se levantó—. A mí siempre dolido. Yo ablación. Mundo es lleno de atrocidade.
—¿Atrocidades?
—Sí, piense siempre, dona Amalie está bien aquí. En otros sitios peor. Y ahora, beba, cafezinho se enfría.
Maria empezó a retirar algunos de los platos de la mesa al tiempo que tarareaba una melodía desconocida. No tenía ni idea de cómo era el mundo cuando estuve en la exhibición de indígenas y animales salvajes de Hagenbeck, pensó Amely, sobrecogida.
Levantó la cabeza cuando Kilian estuvo de vuelta.
—Tengo que ocuparme de un asunto, Amely, querida, así que me disculpo para el resto del día —dijo él llevándose un trozo de pan a la boca con avidez—. No estés tan triste. ¡Sonríe! Eso es, así está bien. Creo que los diamantes te quedarían de maravilla en tu preciosa boquita. Ate logo!
Después de aquella agitada velada entre hombres trajeados y una noche que había que calificar de fracaso por su embriaguez, Felipe añoraba su hamaca. Solo una hora de sueño. Se puso a la sombra del porche. Entretanto, los vecinos reñían y gritaban como de costumbre, y desde el otro lado llegaba el hedor de la colada. ¿Qué demonios…? Dejó a un lado su chaqueta y se echó en la hamaca. A continuación, se cubrió la cara con su sombrero de ala ancha. En sus tiempos de seringueiro no lo había tenido fácil para conciliar el sueño. A su manera, la jungla también era ruidosa, y uno debía estar en constante alerta para que no lo degollara algún otro seringueiro desgraciado que se hubiera visto obligado a penetrar en coto ajeno. Cuando no había hecho más que cerrar los ojos, le vino Amely a la mente, cuando él le habló de la vida dura de los recolectores de caucho. Lo impresionada que se había quedado. ¿Por qué se la había llevado al puerto? Ni siquiera él lo sabía con certeza. Quizá porque pensaba que era demasiado débil para aquel mundo. Porque quería ver lo débil que era ella. Porque la…
Sería mejor que dejara de pensar en la esposa de su patrón.
Pero por imaginársela bailando mientras tocaba el violín no le hacía daño a nadie. La imaginó bamboleándose, abriendo los labios. A diferencia del día anterior, los cabellos le caían sobre los hombros, sueltos y empapados, y un hilo de sudor le corría por entre los pechos prietos por el corsé.
—Senhor Da Silva?
—¡Vete, ahora no!
—Senhor Da Silva!
—Te voy a matar, escarabajo. —Se levantó el sombrero y vio a Miguel saltando los escalones del porche—. ¿Qué sucede?
El joven se apoyó la mano en la rodilla y jadeó: al parecer, había llegado corriendo desde la mansión de Wittstock.
—Me manda… el senhor Oliveira. Malas… noticias.
Felipe se puso en pie al instante. Era el inconveniente de tener una casa alejada en una de las favelas de Manaos. Podría vivir más cómodamente en los terrenos de Wittstock, como lo hacía el doctor Barbosa, para poder estar disponible en cualquier momento, pero no estaba hecho para vivir en el refinado mundo del barón del caucho durante mucho tiempo.
—Dime, escarabajo —dijo mientras este sacaba a su campolina del cobertizo, donde la acababa de desensillar—, ¿qué te pareció cómo tocaba la senhora Wittscotk anoche?
—¿Cómo tocaba?
Le dio un coscorrón.
—¡El violín, idiota!
Miguel se frotó la frente.
—Ah, no sé. Parecía un ángel con aquel vestido blanco.
Solo un niño diría algo tan tópico. Pero era cierto, pensó Felipe. Parecía un ángel.
Con el escarabajo a la zaga, Felipe regresó corriendo a la Casa no sol. Allí encontró a su señor en el despacho de Oliveira. Este estaba de pie detrás del escritorio en el que estaba apoyado Kilian Wittstock meditando sobre una nota manuscrita.
—Ah, senhor Da Silva. —Tomás dos Santos Oliveira bordeó la mesa y le tendió la mano derecha con cuidado, como de costumbre, como si Felipe fuera un sucio estibador del puerto. No hay forma de librarse del olor a seringueiro. Y Oliveira tiene un olfato fino.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Felipe en voz baja.
—El bosque de Kyhyje se ha quemado.
—¿Entero?
—Eso no lo sabemos.
En aquel terreno enorme trabajaban varios cientos de recolectores de caucho. Aun suponiendo que no los hubiera atrapado el fuego, habrían sufrido una muerte horrible de todos modos, puesto que no podrían cosechar nada. Felipe se ahorró el comentario delante de Oliveira. Ya poco importaba y, de todas formas, nada podía hacerse por remediarlo. Quizá fuese mejor así. Cualquier cosa era mejor que llevar una vida tan miserable.
—¡No lo entiendo! —Wittstock golpeó el escritorio con el puño, Oliveira se sobresaltó. El alemán se pasó los dedos por el pelo y se lo revolvió—. No lo entiendo —vociferó.
—Senhor Wittstock —empezó diciendo Oliveira, pero Felipe supuso que ahora no conseguirían nada con palabras cautelosas.
Wittstock dio un respingo con la cara enrojecida. Parecía un boxeador que se tambaleara y diera tumbos después de que le asestaran varios golpes. Lanzó al suelo todo lo que había sobre la mesa. Los papeles volaron, los lápices golpetearon el suelo. Un frasco de tinta todavía lleno se hizo añicos contra la pared.
—Pero ¿qué demonios pasa estos últimos días? —rugió—. Mi hijo ha muerto, el gobierno no deja de atosigarme con su manía de liberar a los esclavos, y ahora el bosque más lucrativo que tengo queda destruido, así, ¡sin más! No puede ser. ¡No puede ser!
Oliveira se colocó bien la corbata, intranquilo. Felipe no se movió. Aquellos ataques no le pillaban de sorpresa. Wittstock se sacó un pañuelo de la chaqueta con tanta furia que lo hubiera podido hacer trizas. Se sonó la nariz. Y se serenó.
—Bueno —gruñó con el puño apoyado sobre la mesa, a punto para asestar golpes—. Da Silva, vaya a ver el bosque in situ. Y usted, Oliveira, consígale una joya para los dientes a mi mujer.
Fue un viaje al pasado. Con una balandra de vapor, río Negro arriba. Él solo. Quería estar consigo mismo y con la selva para sumirse en sus pensamientos y comprobar cuánto le había cambiado la vida desde entonces. Las cabañas de los caboclos eran un paraíso en comparación con el agujero en el que había vivido por aquel entonces. Pero ahora hasta le parecían miserables. De tanto en tanto atracaba en una de las plataformas flotantes y cambiaba herramientas que había llevado expresamente con aquel fin por fruta y un plato de comida. Transcurridos dos días llegó a Kyhyje. Un ojo inexperto no hubiera notado diferencia alguna en aquella ribera de un verde perenne. Sin embargo, él sí que discernía el típico dibujo que formaban los cortes en las cortezas de los árboles de caucho y los cubos que de ellos colgaban. El olor a madera quemada llenaba el aire cargado. Condujo la barca hacia un igarapé.
Pronto aquella corriente de agua empezó a estrecharse. Felipe ató la balandra a una de las ramas colgantes, se echó al hombro un rifle Winchester, un machete y un fardo de provisiones y se adentró en la maleza. Con un poco de suerte, la cabaña de Pedro no se la habrían tragado todavía las raíces, las lianas y los helechos. Si bien, después de tanto tiempo, no se podía decir con seguridad si él había dado con el brazo de río correcto.
Sin embargo, después de dar tan solo veinte penosos pasos, el cobertizo apareció ante él entre el verdor de la maleza. Tres seringueiros habían habitado allí hacía poco tiempo: a uno solo no hubiera tardado en llevárselo la muerte. Los tablones podridos exhalaban un olor mucho peor que el de la tierra quemada que se extendía por detrás, en algún lugar. Dentro solo se podía estar agachado. Con cuidado buscó serpientes, hormigas y otros bichos peligrosos. No había mucho donde pudieran esconderse: un montón de cubos abollados, un machete y un cuchillo para cortezas, todos mellados y oxidados.
Pedro estaba tumbado en la hamaca. Tenía los ojos abiertos, pero estos parecían mirar a través de Felipe. Con las manos, se frotaba el pene. Era algo común entre los hombres que, sin contacto con mujeres, no tenían otra cosa que hacer y que se hallaban al borde de la locura. Por la piel, cubierta de suciedad y picaduras de mosquitos, le corrían moscas verdes. De los otros dos hombres, cuyos nombres no recordaba Felipe, no quedaba ni rastro.
—¡Felipe! —Pedro intentó incorporarse. Se desplomó sin fuerzas—. ¿Eres tú?
—Sí, eso me temo.
—¿Tienes algo de beber?
Felipe se quitó el fardo de la espalda y sacó una botella de ginebra. Con ansias, Pedro se la arrebató de entre las manos. En pocos segundos ya había vaciado la mitad.
Un montón de miseria humana con los pantalones bajados, pensó Felipe. ¿Le habría ocurrido a él lo mismo si hubiera dejado escapar su oportunidad? Probablemente.
O quizá no estaría ya con vida. De todas formas, era un milagro que a Pedro no le hubiera atacado ya un animal salvaje o le hubiera mordido un insecto venenoso. Tal vez hasta a la selva le inspiraba asco.
—Gracias, Dios te bendiga —suspiró Pedro, con la botella todavía en la boca—. ¿Por qué estás aquí? ¿Es que no has encontrado tu suerte en la gran ciudad? Pero si aquí ya no queda nada más que sacar. Ya solo espero que el malo de Vantu venga a por mí.
—¿Cuánto se ha quemado, tienes idea?
No tenía ningún sentido preguntarle a él, como no tenía sentido haber decidido visitar aquella cabaña. Pedro no sabía nada: había perdido la razón a fuerza de beber. Lo habría podido arrasar el fuego sin que se hubiera dado ni cuenta.
Pedro eructó, la ginebra corrió por su barba enmarañada.
—El fuego… seguro que no queda ya nada. Nada. Tendrías que preguntar al capataz. Jorge. Así se llamaba, ¿no? Dios, hace tanto que no le veo. Dos semanas por lo menos.
—De acuerdo, gracias. Pedro, tengo que seguir…
El seringueiro dejó caer la botella, temblando.
—No, Felipe, no… llévame contigo.
—¿Qué?
—¡Sí! Haré como tú, probaré suerte en la ciudad. Pero yo allí solo no me las arreglaré.
Aquella idea no agradó a Felipe. Pedro no era del tipo de personas que consiguen lo que se proponen. Era uno de aquellos que buscaba follón hasta cuando se tropezaba él solo. ¿Y si la diñaba allí o más tarde en el bordillo de cualquier calle? ¡Maldita sea, maldita sea! Felipe debería habérselo imaginado. Debería haberse imaginado que no podría dar media vuelta y marcharse. En Belén, Pedro se había ocupado de él puesto que él, Felipe, hijo de ladrones, solo servía para robar. En realidad, también gracias a él había acabado metido en la rueda de la recolección del caucho, pero aquello no se lo podía echar en cara a un hombre sin esperanzas.
—Llévame contigo, ¿eh? —repetía Pedro con desesperación. De pronto se le iluminaron los ojos inyectados en sangre—. El lugar donde recogen la cosecha está lejos de aquí, sin mí no encontrarás nunca al capataz.
—Te molerá a palos si llegas sin haber recogido nada.
—No si estás tú allí. Venga, amigo mío, no te causaré problemas, te lo prometo.
—De acuerdo, pero…
Nada más escucharle, Pedro se levantó de un salto. Debía de hacer tiempo que no se ponía en pie, ya que perdió el color de la cara y se tambaleó. En sus adentros, Felipe esperaba que se echara de nuevo en la hamaca y siguiera durmiendo. En lugar de eso, le agarró por el brazo.
—Ya estoy listo —exclamó Pedro, radiante de felicidad—, recojo mis cosas enseguida…
Felipe le miró los dedos, prefiriendo no saber en absoluto lo que tenía bajo las uñas.
—¡No! Déjalo todo. Y no te me acerques mucho; no quiero que me pegues los parásitos. En cuanto se me presente la oportunidad te ato a la barca y te llevo a rastras por el río con la ropa puesta.
Felipe se soltó y se dio la vuelta. Pedro caminaba detrás de él a paso pesado por entre la maleza y se quejaba en voz baja diciendo que era peligroso bañarse en el río, que la candira, un pez minúsculo que se metía por el ano, era tan peligrosa como la más grande de las anacondas.
—Pues entonces aprieta el culo —gruñó Felipe.
Probablemente era una locura confiar en Pedro. Cuanto más avanzaban, más le asaltaba el miedo de que se hubieran perdido en aquel laberinto de brazos del río. Estaba lleno de troncos arrastrados por la corriente. En la ribera, los árboles que habían conseguido aguantar la última tromba de agua se inclinaban con un crujido. Las ramas murmuraban y crujían al caer al agua. A Felipe el sudor le goteaba hasta los ojos, pero no se atrevía ni a parpadear para quitárselo. Solo se veían los troncos cuando ya los tenían tocando la proa. Estaba atento al ruido del motor y llevaba el timón agarrado. Podía aguantar un par de horas así. De vez en cuando, una liana se enredaba en la rueda de paletas, pero, por suerte, siempre se acababa desenredando sola. Pedro se mantenía alerta en busca de cocodrilos y caimanes, sin que ello fuera de gran utilidad, porque los barcos tan grandes no recibían nunca ataques, pero al menos le mantenían despierto.
Les cayó un pequeño aguacero. Una serpiente se descolgó de una rama demasiado cercana. Un martín pescador se precipitó hacia el agua en busca de un pez. Los pecaríes se movían entre la maleza.
—Cuando los jabalíes se comportan así, es que va a haber tormenta. —Pedro echó la cabeza hacia atrás.
—También va a haber tormenta por mi parte si no llegamos pronto.
—¿Qué pasa ahora? Estamos en camino. —Del bolsillo abultado de los pantalones pescó una botella de ginebra. Dado que había supuesto que sobrio no sería capaz de encontrar el lugar, Felipe no había tenido reparos en dejarle acabar con las existencias. Y, efectivamente, de pronto alzó la botella con aire triunfal—. ¡Ahí delante, ya veo la casa! ¡Hemos llegado!
Entonces pareció ocurrírsele que en la cabaña del capataz no sería bien recibido y, durante los últimos metros de travesía, se agachó ocultándose detrás de la barandilla del barco.
Aquella cabaña debía de parecerle una casa a un seringueiro, acostumbrado al miedo de que los tablones del cobertizo se le desplomaran encima. Tenía solo una entrada angosta que conducía a la plataforma flotante. El ruido del motor ya había hecho salir al capataz.
Felipe no lo conocía, lo cual suponía una ventaja, ya que hubiera resultado poco creíble que un antiguo seringueiro regresara por encargo del barón del caucho, a pesar del documento que traía consigo. Felipe ató el barco junto al capataz y dio un salto hasta las maderas tambaleantes.
—Vengo por encargo del senhor Wittstock. —Sacó el papel del bolsillo de la camisa y retiró el envoltorio de caucho—. Quiere saber cómo van las existencias.
El hombre, que con su camisa desgastada presentaba un aspecto casi tan andrajoso como Pedro, le dio vueltas de un lado a otro. A continuación asintió.
—No sé leer, pero me lo creo, siempre y cuando no me seas tacaño ahora con la ginebra. ¿Tú qué dices, Pedro?
Lentamente asomó Pedro por detrás de la barandilla del barco.
—Sí, senhor Jorge.
Felipe cogió tres botellas y siguió al capataz a la choza. Además de la hamaca de rigor, por lo menos había una mesa y un banco con las patas metidas en cubos llenos de agua para mantener alejadas a las odiosas hormigas. Se sentaron; Jorge puso dos vasos sobre la mesa.
—Te puedes sentar en el suelo —dijo a Pedro—. De beber ya te daré cuando vuelvas a suministrarme una péla.
—¿Qué culpa tengo yo de que se haya quemado todo? —gritó Pedro.
—Antes ya eras un vago.
Las pélas se solían amontonar junto a una pared de la cabaña: allí solo tenían tres montones, y eran ridículamente pequeños. Estaban envueltos con hojas del palmera y atados con lianas. Aquello también formaba parte del trabajo de los seringueiros: ahumar en cubos los pedazos de goma marrón en los que se había convertido el caucho seco para que se ablandaran de nuevo y se pudieran hacer rodar con un palo formando una bola, la pela.
Felipe lo había hecho con frecuencia, y en tal estado de agotamiento que llegaba un punto en el que ya ni siquiera notaba cómo las salpicaduras le quemaban la piel ni percibía aquel olor que le picaba en la nariz. En el bosquecillo de detrás de la «choza» pintoresca del señor Wittstock, el olor a caucho no le molestaba. Allí, sin embargo, se sentía devuelto a las profundidades más recónditas de su alma. Echó un trago generoso de la botella de ginebra.
—… los puñeteros indios.
—¿Qué? —Felipe se frotó la frente.
—Digo que fueron los puñeteros indios los que prendieron fuego al bosque. Para ahuyentar a los recolectores.
—El terreno no es precisamente pequeño, dentro se pierden unos cuantos cientos de recolectores —murmuró Felipe—. ¿No es una medida un poco exagerada destruir el bosque entero?
Pedro se rio entre dientes, pero se estremeció cuando un trueno retumbó. Fuera, parecía que de un momento a otro fuese a caer un manto de agua sobre la tierra.
—Algo me han contado los caboclos. —Jorge tamborileaba con los dedos sobre el vaso; el sonido se perdía entre el estruendo de la lluvia—. Sí, hay unos cuantos también por aquí. Hablan de indios que viven en algún lugar detrás del bosque de Kyhyje. Se hacen llamar aka-yvypóra, los de la calavera. Es una tribu cruel. Matan a todos los que se encuentran y luego les cortan la cabeza. Las calaveras las apilan formando enormes paredes.
—¿Les ha visto alguien prender el fuego?
—¡Sí! —Jorge dio con el puño sobre la mesa, de manera que los vasos temblaron—. Muchos hombres ya han dado cuenta de ello. Relatan que fueron figuras negras como la noche, con pinturas demoníacas. Sabe Dios qué tiene esa gente en la cabeza: no hay nadie de nosotros que entienda eso. ¿Son hombres?
Esa misma pregunta se la había hecho Wittstock desde la pérdida de su hijo. El que nunca tuvo, se corrigió Felipe.
¿Eran hombres?
—Yo solo espero que aparezcan por aquí —murmuró Jorge, lanzando una mirada a la pared, de la que colgaba una colección de machetes y escopetas, poco fiables por el clima.
—Bien, pues. —A Felipe le urgía marcharse, y no por el peligro que representaban los indios. A él todavía le esperaba otra tormenta—. Ya me encargaré yo de que les paren los pies.
Sabía a qué conducía todo aquello, pero también sabía que era justo lo que quería Kilian Wittstock.