Aquella boda no tenía nada que ver con lo que Amely había soñado desde niña, y no solo porque el novio era el equivocado. Se sentía más bien en una velada a la que se hubiera presentado un curioso grupo de gente para hablar de cosas que quedaban fuera de su mundo burgués relativamente modesto. Al principio, la docena de invitados de punta en blanco se habían mostrado contenidos. Dieron el pésame a Kilian y alabaron a Gero encendidamente. Sin embargo, igual que en los entierros, el humor fue en aumento cuanto más tiempo pasaban juntos y cuanto más alcohol fluía. El vaso de Kilian no estaba nunca vacío. Desde hacía ya rato, el cabello le caía por la frente, que brillaba con aspecto febril. Unos ratos se mostraba jovial, jocoso y lleno de vida, y otros se sentaba, abatido y con un semblante serio que sobrecogía a Amely.
Eso sí, ella había decidido aprender a quererle, de manera que se levantó de su sillón, se le acercó y le puso una mano en el hombro. Él alzó la cabeza.
—¿Quieres un café, Kilian?
—La vida continúa, querida —dijo con aire cansado al tiempo que le acariciaba los dedos.
Amely había perdido ya la cuenta de los vasos de ginebra con tónica que le habían desaparecido por la garganta. Él parecía ser el ejemplo perfecto de la resistencia al alcohol.
—¡No se deje abatir por eso! —gritó uno de los invitados, nada menos que el gobernador del Estado del Amazonas, alzando su copa para animarle.
Ambos brindaron por encima de la mesa, en la que innumerables platos y fuentes repletos de huesos, espinas y cascaras de fruta daban testimonio del singular banquete: doradas a la parrilla, tucunarés, pirañas y los bigotes bien asados de un siluro. Batatas, calabazas, maíz, puré de nueces de Brasil. De postre comieron maracuyá, acerolas, pitombas y demás frutas de nombres extraños, pero también chocolate suizo y pudin de vainilla a la holandesa. Ahora, los señores intentaban aplacar sus estómagos con coñac, y las señoras, con mate de coca.
—La solución al problema es de lo más simple —comentó el gobernador—. Haga con los indios lo mismo que con la gente de Belén: cébelos con mujeres y matarratas. Luego le firmarán un contrato por el que recibirán una pequeña paga. A la larga, sale hasta más barato que los esclavos.
—El asunto de los indios no es tan fácil —respondió Kilian—. En su mundo no existe lo que nosotros entendemos por trabajo regulado. Así que contratos, menos todavía. Con esta gente hay que hablar en una lengua que entiendan hasta los perros, es decir, con la coacción.
Agarró el Jornal do Manaos que estaba sobre la mesa y lo agitó con furia. De regreso del viaje algo accidentado de Amely, Da Silva había girado repentinamente la calesa hacia la acera, de manera que los transeúntes se habían tenido que apartar de un salto. Gracias a Dios, esta vez Amely había estado todo el rato sentada en el asiento trasero; si no, se hubiera caído del pescante. Da Silva se había hecho con un ejemplar del periódico arrancándolo de un cartel, sin prestar atención a los gritos del dueño del comercio. Después había puesto otra vez el vehículo en marcha, sin más, mientras lo leía. Amely había sido la que había rebuscado rápidamente entre los bolsillos para lanzarle un real al vendedor. Entretanto ya sabía lo que había enfurecido tanto a Kilian: un apasionado artículo del presidente Prudente de Morais e Barros en el que exhortaba a los barones del caucho y a los latifundistas a dejar libres por fin a los esclavos.
Kilian se apartó el pelo de la frente.
—¡Y los abolicionistas son igual de imbéciles! Se llenan la boca de ideales humanistas, pero luego se quejan desoladamente cuando los precios suben.
Se echó hacia atrás con un profundo suspiro. Llevaban ya una hora conversando sobre la Ley Áurea. Las mujeres se aburrían y se abanicaban, mientras que los señores debatían sobre la abolición de la esclavitud, que se había decidido hacía ocho años ya sin que se llegara a imponer en todas partes. Como en todos los aspectos de la vida brasileña, según parecía, aquí también solo hacía falta enviar un maletín con la cantidad justa a las mesas apropiadas, y ya podía hacer uno lo que le viniera en gana, como siempre.
Sin embargo, por lo visto aquello ya no era suficiente. El gobernador, bajito y moreno, tenía un aspecto inofensivo, pero, según había oído Amely, acababa de ocupar el cargo y era muy ambicioso.
—A mí me presionan desde Río de Janeiro —explicó Philetus Pires Ferreira—. Ahí ya no hay dinero que valga. Ni aunque cubras al gobernador con oro hasta que no se le vea ni el pelo.
—¿Por qué? —Kilian alzó la mano en el aire—. ¿Por qué?
—¡Ah! —Ferreira hizo una señal con el vaso vacío al pequeño Miguel, que, junto a Consuela, se afanaba por saciar la sed de los invitados—. Quiere aumentar el prestigio de Brasil. Construir una nación, como dice él. Nosotros debemos de parecer un poco retrógrados. ¿Por qué hay que aferrarse a las antiguas costumbres? En cualquier caso, los barones del café se las arreglan muy bien sin esclavos.
—Hace tan solo dos años que los latifundistas arrebataron el trono a la monarquía porque la princesa Isabel había firmado la Ley Áurea —resopló don Germino Garrido y Otero. Él también era uno de los señores del caucho. Su gordura resultaba tan impresionante como su nombre; no se había levantado ni una vez del canapé del que se había adueñado.
Su esposa, sentada en una silla decorada junto a él, dirigió a Amely una mirada de lástima.
La conversación trascurría en una novelesca mezcla de portugués brasileño, francés —que en los círculos más acomodados de Manaos se consideraba elegante— y un alemán chapurreado. Amely estaba contenta de haber prestado atención a la maestra en clase de francés. En cambio, su portugués solo le servía para las cosas más elementales. De todos modos, ya se había cansado de ese tema.
—Así es el curso de los tiempos, y cada vez es más efímero, ¡así que alegrémonos ante el progreso! —exclamó Ferreira—. Pronto Manaos tendrá electricidad, ¡incluso antes que Londres! ¡Un tranvía eléctrico! Y tenemos casi trescientas conexiones telefónicas, tantas como en Madrid…
—Discúlpenme un segundo —dijo Amely en voz baja. Se levantó y se dirigió hacia la puerta abierta del porche. A través de la cortina de gasa, salió a la noche iluminada por lamparillas de petróleo. Solo un poco de aire… Ojalá pudiera escabullirse fácilmente, como lo había hecho aquella mañana.
Le entró un humo de cigarro por la nariz.
Felipe da Silva entró deambulando en su círculo de luz.
—¿Qué hace aquí fuera? —le susurró. ¿No se le podía ocurrir nada más estúpido? Después de todo, ella también estaba fuera.
—Maria la Negra lleva toda la noche enfadada porque están fumando dentro —contestó él—. Yo solo vengo huyendo de su furia. ¿Y usted?
—Ah… —Amely bajó los hombros. Aquella palabra debía de bastarle.
Quería regresar, pero no podía evitar quedarse y observarle con más detenimiento. Le gustaba hasta cómo disfrutaba del cigarrillo, con los ojos entornados, la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, y la otra mano en el bolsillo del pantalón. Esta vez llevaba un esmoquin sobre la camisa. Como un pincel, pensó ella. Durante la cena había tenido que esforzarse por no mirarle todo el tiempo.
No sabía por qué había asistido. Por su estatus no debía figurar en la lista de invitados. Por otra parte, hasta la servidumbre había cenado con ellos en la mesa. Al parecer, allí aquel tipo de cosas se las tomaban con mayor relajación.
—Por lo que oigo, creo que se acaban de poner a hablar de aquel edificio fastuoso que usted tanto ama —dijo él.
—¡Oh!
—Creo —dijo con una sonrisa de satisfacción— que ahora mismo están debatiendo si una obra con Sarah Bernhardt sería más apropiada para inaugurar el Teatro Amazonas.
—¡Ay, qué sabrán los hombres sobre la cultura! —dijo ella con un aire intencionado de arrogancia—. Yo, como mínimo, no hubiera contratado a un flatulista.
Se estremeció al recordar aquellos ruidos entre el plato principal y el postre, cuando un comediante había interpretado a golpe de pedos algunas célebres cancioncillas berlinesas. Solo Dios sabía cómo se le había ocurrido pensar a Kilian que una cosa así sería de su agrado, y más teniendo en cuenta que acababan de enterrar a su hijo. Los invitados se habían reído y se habían dado palmaditas en los muslos.
Pero Da Silva no. ¿De verdad quería que ella volviera a entrar? ¿O solamente quería ver si se quedaba a pesar de que el tema le interesaba? ¿Qué tonterías estás pensando? No solo era difícil entender un país extranjero, también era difícil entender a sus gentes. Sobre todo a aquellas gentes de ahí.
Era una falta de decoro quedarse fuera tanto tiempo. Después de todo, nominalmente ella era la anfitriona. Volvió a la puerta. Allí dentro también habían pasado a llenar el salón de humo, grande como era. Los tres ventiladores de las esquinas funcionaban en vano. Las señoras no paraban de abanicarse el humo de la cara, con lo que sus collares y sus pesados brazaletes de alhajas tintineaban y brillaban a la luz de incontables candelabros. Todo era de mil y un colores, todo tenía un aire a bastidores de teatro: los tresillos de estilo inglés, las lámparas de araña, las alfombras, los cuadros de pintores brasileños modernos. Había incluso una chimenea con una repisa dorada: el colmo de la inutilidad.
En Berlín, Amely nunca había visto aquella moda que exhibían allí las mujeres. Con mangas de globo y cuellos tan altos que había que sostenerlos con alambres dorados. Sombreros de plumas tornasoladas por los que habrían perdido la vida cientos de pájaros. Uno de los sombreros estaba coronado por un papagayo disecado. La dama en cuestión lo llevaba como si no pesara lo más mínimo.
En cambio, qué contraste ofrecía ella, con su vestido de corte sencillo con volantes simples y frunces en los dobladillos. No quería ni pensar en su cara, decorada por tres picaduras de mosquito.
—¿Llegaré yo alguna vez a ser así? —murmuró ella.
—Espero que no.
Se hizo a un lado. ¿Qué aspecto debían de tener ambos tan juntos? A través de la gasa, Felipe hizo una señal a un muchacho de pelo negro que enseguida les sirvió dos copas de champán. Una se la tendió a ella.
—Ya le he dicho que su marido confía en mí. No haga como si no nos conociéramos.
—Es en mí en quien puede confiar sobre todo —replicó ella alejándose un paso más y sorbiendo de la copa.
Malva Ferreira se había levantado y se pavoneaba de sus alfombras chinas. Lo más sorprendente no era precisamente que pareciera sacada de un espectáculo de varietés con su vestido de cola, sino que tuviera los colmillos decorados con brillantes. Amely contempló estupefacta cómo le cogía a su marido el cigarrillo de la boca y se lo ponía en los labios pintados de rojo intenso. ¡Hasta Brasil había tenido que ir para ver a una mujer fumando! Su padre nunca la habría mandado allí para casarse si se hubiera imaginado aquellas aventuras, no le cabía la menor duda.
—Sería estupendo ver a Sarah Bernhardt —dijo la señora Ferreira gesticulando con el cigarro—. Yo la vi hace unos años en Nueva York haciendo Hamlet. Incroyable! Y otra vez en Lisboa… Philetus, ¿no era también algo de Shakespeare? ¿O eso fue en Madrid? —Se detuvo un instante y se llevó el dedo índice a la frente—. Mon Dieu, siempre me confundo cuando fumo. Sea lo que sea. Philetus, querido, ¿es seguro que el teatro va a estar acabado a tiempo para la véspero, do Ano Novo?
El gobernador parecía disfrutar con la escena de su señora.
—Chéri, puedes estar segura.
Ella esbozó una sonrisa de felicidad y lanzó un beso a su marido. El hombrecillo y aquella femme fatale de gran estatura se intercambiaron unas miradas apasionadas.
—¿Ha visto con qué orgullo lleva su vestido blanco? —le susurró Da Silva al oído—. Manda sus vestidos a lavar a Europa.
Amely dio otro paso más hacia un lado.
—¡Será una broma! He oído ya unas cuantas cosas, pero esto es el colmo de la decadencia.
—Bueno, el río Negro no se llama así por nada, ya lo ha visto usted hoy. Aquí realmente no hay agua clara, ni siquiera la de las fuentes. Pero tampoco entiendo yo que sea motivo para mandar la ropa a lavar al otro lado del Atlántico. He oído que en Colombia es muy buena.
Amely lo miró con detenimiento, temiendo que se estuviera burlando de su ignorancia. Da Silva alzó su copa en dirección a la esposa del gobernador.
—Y manda abrevar sus caballos con champán cuando se le antoja que el agua no es lo suficientemente buena.
—Ya no viajamos en un burdo carruaje como los demás, sino en un bonito Spider Phaeton que conduzco yo, ¿verdad que sí? —dijo Malva Ferreira con voz arrulladora en dirección a su esposo.
—Claro, cariño —suspiró él, ensimismado.
Arrastrando la cola hacia atrás, Malva Ferreira se le acercó y se sentó en el respaldo del sillón, alejando la mano que sujetaba el cigarro. Le pasó el brazo por el hombro mientras él le acariciaba la rodilla.
—Yo espero, aun así, que a nadie más se le ocurra esta fantástica idea. Bastante es que me copien las joyas de los dientes.
A continuación, una de las mujeres empezó a abanicarse, nerviosa, apretando los labios con fuerza. Amely cerró los ojos y sacudió la cabeza. No puede estar pasando: aquí están representando una obra de teatro y nadie me lo ha dicho.
—Dicen que él es una fiera en la cama —le dijo entonces Da Silva, riéndose por lo bajo—. Se lo comento por si se pregunta qué ha visto ella en él.
¡Santo cielo bendito! Ahora sí que estaba harta de sus insolencias. Amely se dirigió rápidamente al salón, sin saber exactamente qué hacer para contrarrestar tanta desvergüenza. Aunque fuera la mujer de Kilian Wittstock, entre aquellas gentes no destacaba por nada. No tenía ni idea de qué decir sin meter la pata. Así que se retorció las manos, presa de la desesperación, esperando a que Kilian se hartara de aquella comedia y le pusiera fin.
Y eso fue lo que ocurrió. Kilian se había acercado a la mesa para echarse hielo en la copa con los dedos y, de pronto, se le cayó en uno de los platos vacíos. Tambaleándose, retrocedió hasta un sillón y allí se dejó caer. Sudaba y estaba pálido como el papel.
Malva Ferreira se levantó de un salto. Maria la Negra se acercó:
—¡Malaria, seguro! —dijo entre jadeos—. Llame médico. —Miraba a los presentes a su alrededor—. ¡Llame médico!
—Ya voy yo a por él. —Da Silva echó a correr por la escalera del porche y por el césped: lo que le quedaba del cigarrillo desapareció en la fuente.
Pasaron solo unos pocos minutos hasta que llegó un hombre corpulento con una barba a la inglesa pasada de moda y una cartera de cuero gastado bajo el brazo. Amely se había acercado a su esposo con cautela. ¿Se suponía que debía secarle el sudor? ¿O desabrocharle la camisa? ¿O esperaban los demás que se comportara histriónicamente como el resto de las señoras presentes?
El médico se apoyó en el respaldo del sillón, le tocó enseguida la frente y le tomó el pulso. Acto seguido le abrió la camisa, le dio unos golpecitos en el pecho y finalmente lo auscultó con un estetoscopio.
—El corazón le late con fuerza, sí. —Se sacó el aparato de las orejas. Tampoco parecía muy preocupado—. Senhor Kilian, ¿hoy qué ha…?
—¡Déjeme en paz, Barbosa!
—Bueno, nada de malaria, entonces. —El doctor Barbosa limpió el estetoscopio con la manga y lo volvió a meter en la cartera—. Alguien que puede gritar así solo tiene una ligera indisposición. Tendría que cuidarse.
—¿Acaso no sabe lo que ha pasado? —gritó Kilian, salpicando al médico con su saliva.
—La muerte de su hijo no tiene absolutamente nada que ver con su salud —dijo Barbosa limpiándose la mejilla—. Si me permite que le dé un consejo que no va a aceptar, beba menos. Y no coma tanto y tan tarde. Pero para su tranquilidad le dejo aquí un frasco de pastillas de quinina.
—Váyase, so…
—Será un placer. —El doctor Barbosa se levantó e hizo una reverencia a los presentes—. Si me disculpan, honorables señoras y señores.
Maria tomó las pastillas contra la malaria y se las introdujo en el delantal.
—Está usted toda pálida —dijo, señalando esta vez a Amely, que estaba sobrecogida y confusa. La Negra se la llevó a un lado—. Dona Amalie, ¿tiene miedo de hoy noche? No debe. Su marido muy débil hoy.
—¿Muy débil? ¿Para qué?
—¿No lo sabe? ¡Ay, sinhá! Para esto… —dijo poniendo los ojos en blanco e introduciendo el dedo índice en la otra mano cerrada.
—Lo que le está diciendo es que esta noche no la va a tocar todavía. Pero, Maria, ya sabes que los prusianos hacen todo lo que se proponen.
Amely no sabía qué le impedía darle una bofetada. ¿Su buena educación? ¿El miedo? Un aplauso entusiasmado de doña Ferreira le robó la atención. Era por Kilian, que se había levantado ya. Efectivamente, tenía mejor aspecto que hacía unos instantes, y había recuperado el color de la cara. Tendió la mano a Amely, que se le acercó obedientemente y le dio la suya.
—Querida esposa —dijo él ya de buen humor—. Siento mucho este incidente. Espero que guardes buen recuerdo de la celebración.
El recuerdo más bien lo guardaré en el cajón de los objetos raros, pensó ella. Aquello había sido todo menos una boda.
—Déjame que te dé mi regalo de bodas. ¡Miguel!
El muchacho de tez morena salió corriendo y regresó transportando una pesada caja. Amely esperaba joyas, pero la caja de madera brasileña de color rojo era demasiado grande para contener solo bisutería. Kilian la puso sobre una mesita auxiliar con aire ceremonioso, el mismo con el que la destapó y metió la mano dentro. Amely estiró el cuello: esperaba que fuera algo bonito y no uno de aquellos sombreros disparatados o algo por el estilo. No quería tener que fingir alegría.
—Un violín —dijo ella con un suspiro.
Wittstock se puso el estuche del violín sobre el brazo, con cierta torpeza, y se acercó a ella.
—Es un violín Amati, construido por Nicola Amati a finales del siglo XVII.
Le dejó abrir el estuche. A pesar de que el olor de la comida y el de los fuertes perfúmenes de las damas todavía flotaban en la habitación, Amely creyó percibir el de la madera. Aquel violín era extraordinariamente valioso. Nicola Amati había sido el maestro del mismísimo Stradivari. ¿Debía cogerlo, así sin más? Kilian tenía una sonrisa orgullosa, como la de un niño que ha decidido prestar su juguete favorito. Amely tomó el instrumento y el arco.
Kilian cerró el estuche, se lo puso bajo el brazo y se atusó el bigote con aires de suficiencia.
—A pesar del clima, espero que aguante unos años aquí. Estoy deseando ir a la ópera contigo. Va, tócanos algo.
Todo se había quedado en silencio. Amely pensó que primero tenía que afinar el violín. Indecisa, tocó un par de compases y giró las clavijas de ébano. Presa de la desesperación, intentó acordarse de alguna pieza con la que no quedar en ridículo en aquel estado de desconcierto y que, a su vez, causara una buena impresión. Por fin, levantó el arco y una de las sonatas de Telemann llenó el salón. Amely se escuchaba a sí misma, arrobada. Eso era su mundo secreto, y no aquella decadencia desbordante que la rodeaba. Cerró los ojos. No obstante, no llegaba a relajarse del todo: seguía sin poder olvidarse de la presencia de Kilian. Y, sin embargo, al abrir los párpados mientras la pieza llegaba lentamente a su fin, fue a Felipe da Silva Júnior a quien vio. ¿Entendería de música un hombre así? Da Silva no le quitaba la vista de encima, con aquel semblante tenso. Se dio la vuelta bruscamente para darle la espalda.
Le temblaba la mano con la que sujetaba el arco. ¿No me gusta que esté aquí? Claro que sí, pensó Amely, ¡y de qué forma!
Ya bien entrada la noche, Maria le abrió con llave la puerta doble que daba a la habitación de matrimonio. Bärbel, Consuela, dos de las otras criadas de la casa y ella ocupaban el pasillo. Solo faltaba el señor Oliveira acompañando a Amely en su noche de bodas. Maria le puso una minúscula máscara de madera en la mano.
—¡Irá bien, irá bien! —le susurró acariciándole las mejillas.
Acto seguido la servidumbre se retiró. Amely cogió a Bärbel del brazo para no se marchara también: no quería quedarse sola tan rápidamente.
Tenía el camisón doblado como es debido encima de la cama, un sueño de seda blanca y algodón con el dosel bordeado de gasa blanca. El perfume de un ramo de rosas colocado sobre el tocador llenaba la habitación. Sobre la cómoda se alzaba una figura femenina de bronce que portaba una esfera en la cabeza. A su lado, un candelabro con cinco velas encendidas. Un ambiente romántico. Si sobre la cama no colgara una espada de Damocles invisible… Amely estaba segura de que Maria se equivocaba: Kilian no estaba demasiado débil.
—¡Señorita Amely, señorita Amely! ¡Mire!
Bärbel había abierto una puerta trasera. Con el dedo estirado señalaba dos grifos que sobresalían de la pared por encima de una bañera con pies de león.
—¡No me lo puedo creer, señorita! Son de oro, ¿no?
—Eso parece. —Grifos de oro. Y no solo eso: al parecer, uno estaba pensado para el agua caliente. Amely pensó si debía probarlos en el acto. En la casa de los Wehmeyer, en la que primaba el ahorro, había que calentar el agua en la cocina. Luego la metían en una tina de cobre y la usaban uno detrás de otro. Finalmente, cuando estaba tibia y enturbiada, utilizaban el agua para lavar la colada. En aquella bañera de esmalte, con toda seguridad, no acostumbraban flotar calcetines.
Había, además, dos pilas engarzadas de mármol verdoso. En la de la derecha, se hallaban frascos y botellitas de todas las clases, y otro jarrón con flores frescas.
—Mira. —Amely tomó una botellita dorada entre las manos. En la etiqueta se leía: Puedo ser muy linda.
—Champú de señoras de François Haby. —Bärbel se quedó boquiabierta.
—Les debe de haber costado menos la botella que traerla.
En la otra pica, Amely descubrió productos de la peluquería de la corte de Alemania, codiciados en todo el Imperio, jabón de afeitar, y pomada y un moldeador para la barba. ¿Es que iba a tener que lavarse al lado de Kilian todas las mañanas? Amely estaba segura de que sus padres no habían llegado nunca a desnudarse delante del otro.
—Si quiere bañarse antes de… quiero decir, que si quiere bañarse, señorita Amely, bajo y pregunto cómo funciona lo del agua caliente.
Amely se volvió hacia ella bruscamente.
—Bärbel —dijo rápidamente, antes de perder el valor de formularle la pregunta—, ¿tú sabes lo que me espera?
Bärbel se ruborizó hasta las puntas de los cabellos.
—No, yo nunca he… —dijo susurrando de manera casi imperceptible—, pero mi madre me dijo una vez que no tenemos que hacer nada, que el hombre lo hace todo solo.
—Ya me lo figuraba yo. —Amely volvió al dormitorio. ¿Qué se suponía que tenía que hacer una mujer? Pero esa no había sido su pregunta. ¿Qué hacía el hombre? ¿Y qué se sentía? De pronto sintió furia contra su madre por no haberle explicado nunca nada. Pero así funcionaban las cosas: de aquello nunca se hablaba.
El reloj marcó la hora inexorablemente. Kilian le había anunciado que le daría un cuarto de hora de ventaja. Amely empezó a quitarse el vestido de novia y Bärbel la ayudó. Le aflojó las cuerdas del corsé y se echó la ropa por encima del brazo.
—Bueno, pues entonces —murmuró Bärbel ya en la puerta—, buenas noches, señorita Amely. Todo saldrá bien.
Al quedarse sola, a Amely le arremetió el miedo con toda su fuerza. Se lavó rápidamente en la pica de mármol y acto seguido se puso el camisón y se deslizó bajo la colcha, que estaba fresca gracias a su revestimiento de seda. Miró el reloj y dio vueltas de un lado a otro.
Cuando Kilian llamó a la puerta, se sintió aliviada. Pronto lo sabría. Pronto se habría acabado.
De camino al baño, él le esbozó una sonrisa que pretendía ser reconfortante. A ella solo le inspiró repugnancia.
Volvió con el pijama puesto.
—¿Te gusta la habitación?
Ella quiso contestar, pero el miedo le creó un nudo en la garganta. ¿Acaso iba a dejar las velas encendidas, en serio? Efectivamente, se acercó a la cama y alzó la mosquitera. El colchón se hundió con un crujido cuando él se metió.
Se le acercó ya bajo las sábanas.
—¿Tienes miedo?
Amely tragó saliva y asintió. Él le acarició el pelo con una timidez que no recordaba en nada al contacto voraz que había tenido lugar por la mañana.
—Por desgracia, para una mujer la primera vez no es tan bonita. Pero lo haré rápido, querida. Ven, levántate el camisón.
Amely le obedeció, y acto seguido él ya estaba encima de ella: una montaña que apestaba a sudor y a ginebra y que oscureció la habitación.
Instantes más tarde, profirió un grito colmado de dolor.