La luz del sol brillaba a través de sus párpados, Amely se despertó enseguida y se incorporó en la cama, en la que, contrariamente a lo que cabría esperar, había dormido profunda y plácidamente. Buenos días, vida nueva, murmuró. Había dejado un rastro de desorden al sacar el camisón de la maleta. Ya se ocuparía Bärbel de deshacerla. Caminó a tientas hacia la puerta del balcón, que había olvidado cerrar, y respiró el aire todavía soportable de la mañana. Desde abajo, se oían alejadas las voces de los trabajadores. Los sirvientes se afanaban ya por mantener el jardín cuidado. Retrocedió al ver que uno de ellos estaba a punto de descubrirla con el camisón puesto. El escritorio despertó su curiosidad: quizás encontraría en él algo que recordara a Madonna. Tal vez un diario que le ayudara a entender a Kilian. Era poco probable, pero como mínimo habría tinta y papel de carta. Abrió el cajón, halló un bonito papel de tina y buscó una pluma. Con los dedos tocó algo duro.
Amely reprimió un grito y cerró el cajón. Después de unos instantes de pánico, volvió a abrirlo lentamente.
En efecto, no se había equivocado. Allí había un revólver y una caja poco llamativa que a buen seguro contenía cartuchos. Amely respiró profundamente. En Berlín no era nada extraño que un hombre tuviera un arma en el escritorio, y en cualquier caso estaba permitido. Quizás en Manaos se estilaba también que tuviera una la señora de la casa. ¿Qué era lo que le había dicho el señor Oliveira? Brasil tenía sus propias leyes, y sobre todo Manaos.
Amely encontró la pluma y sacó papel y tinta. Poco después ya había redactado dos cartas, una de cortesía para su padre y una apasionada para Julius. No, en ella no se lamentaba por el amor perdido que había desterrado de su corazón, pero sí de lo caluroso y horrible que le resultaba aquel lugar… La carta daba lástima. Antes de que pudiera cambiar de opinión, metió las cartas en sobres.
Se aseó en el tocador y se puso las medias de seda y las enaguas de algodón. Con el corsé solía ayudarla Bärbel, pero ¿dónde se había metido? Al lado de la cama había un cordón. Amely tiró de él. Acto seguido se oyeron pasos en el exterior. Llamaron a la puerta, que retumbó.
A su orden de «adelante», Maria la Negra entró en la habitación como un torbellino.
—¡Buen día, sinhazinha! —saludó a Amely—. ¿Qué quiera desayunar?
—¿Qué… qué suelen tomar por aquí? —balbuceó ella. Estaba a punto de retroceder hacia el balcón. Enseguida la mujer se colocó detrás de ella y empezó a apretarle tanto el corsé que le quitaba la respiración.
—¡Todo lo que sinhazinha quiere! Comida alemán, mucha pan. O le caliento feijoada de ayer. ¡Pone fuerte! Dona Amalie muy flaca. Senhor Wittstock encanta feijoada. Pero hace pedos.
Amely se libró de ella con dificultad. A aquella mujer todas le debían de parecer flacas.
—Tomaré pan y mantequilla, gracias. ¿Podría ayudarme con el vestido?
Maria la ayudó con sus acostumbrados movimientos enérgicos. Cuando Amely quiso ponerse las pantuflas, se las apartó con el pie.
—¡Así no, sinhazinha! —La Negra se inclinó jadeante y sacudió las pantuflas. Un bulto cayó al suelo, agitándose.
Amely dio un salto hacia atrás y gritó.
—No hace nada, lo quito. —Maria aplastó aquel enorme insecto, que crujió bajo la pantufla. Del delantal se sacó un pañuelo con el que lo recogió y limpió la suela—. Pero puede ser malo. El escorpión gusta dormir en zapato. ¡Mirar siempre! Voy hacer desayuno.
—Gracias. —Amely sacudió la cabeza. Había perdido el apetito por completo.
—Tiene que comer, sinhazinha.
—Más tarde. Me gustaría ir a la oficina de Correos. ¿Puede usted explicarme cómo ir?
—¿Oficina de Correos? —repitió Maria sin entenderla. Levantó la mano y la sacudió—. No necesite Correos, primero comer, ¡por favor!
Salió rauda de la habitación antes de que Amely tuviera tiempo de pedirle que la ayudara a ponerse los botines. Así, a pesar de que el corsé le apretaba, se las arregló para ponerse los zapatos y atárselos ella sola, al tiempo que se ponía uno de sus sombreros y se colgaba la sombrilla del brazo. De esta guisa se dirigió al piso inferior. El despacho del señor Oliveira era fácil de encontrar, puesto que tenía su nombre escrito en la puerta. Llamó y esperó a que este contestara para entrar. Oliveira se levantó de golpe de su escritorio de color caoba e hizo una reverencia mientras sostenía el auricular de un teléfono en su oreja. ¡Fascinante! Amely pensó, melancólica, que Julius siempre había desconfiado del teléfono de la oficina, sin llegar a tocarlo nunca.
El señor Oliveira colgó el auricular en la caja de madera y se acercó a ella con una sonrisa de amabilidad.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Le importaría ayudarme? Necesitaría ir a la oficina de Correos.
—¿A la oficina de Correos? ¿Y puedo preguntar para qué?
¿Por qué todos la trataban de tonta y desamparada? ¿No eran capaces de adivinar una respuesta tan evidente?
—Me gustaría enviar unas cartas —contestó ella con impaciencia.
—Pero, senhorita Wehmeyer —le dijo señalando un cesto en el que se amontonaban ya varias cartas. Parecía complacido de poderla ayudar tan fácilmente—, solo tiene que darme a mí las cartas, yo me ocuparé de ellas enseguida.
—Muy amable por su parte, pero tengo que valerme por mí misma. ¿Aquí no puede uno, con la correspondiente compañía, claro está, ir a la oficina de Correos cuando le apetece?
Tragó saliva, claramente sorprendido por su impaciencia.
—Senhorita, sería mejor que las dejara a mi cargo, de verdad.
—De acuerdo, déjeme pensarlo. Gracias.
Dejó allí a Oliveira y salió de la casa. A pesar de que hacía media hora escasa que había salido el sol, el aire de la mañana era caliente y espeso. Del bolso se sacó un abanico y se dio aire en la cara. Al fin y al cabo parecía que ya se había ido acostumbrando un poco al clima del lugar. Como cada día, intentó recordar lo mucho que le gustaban los veranos cálidos de Berlín, tan poco frecuentes. Por la puerta de hierro de la mansión entró una calesa Victoria, negra y reluciente. Dos imponentes caballos empapados en sudor tiraban de ella por el camino rodeado de palmeras y dividido por un terreno de hierba en cuyo centro borboteaba una fuente. Amely miró con atención cómo el joven sentado en el pescante se metía por uno de los muchos caminos secundarios. Entre el verde omnipresente pudo atisbar un edificio que bien podía ser una cuadra o una cochera.
¡Venga, valor!, se dijo Amely.
—Quisiera ir a la oficina de Correos. ¿Podría usted llevarme a la ciudad? —preguntó al joven al penetrar en la oscuridad de la cochera. Él todavía no había desguarnecido a los caballos. Se quitó la gorra apresuradamente e hizo una reverencia.
—Yo… no bien… entender lo idioma —murmuró.
—Por favor, quisiera ir a… —Amely sacó el diccionario. Oficina de Correos, oficina de Correos—. A agencia de correio. Por favor.
El joven abrió la boca y giró la gorra entre las manos.
—Sim, sim, senhora —balbuceó finalmente. Cepilló el asiento y le mantuvo la puerta abierta.
Amely subió con cierto recelo. ¿Y si volvía a presenciar una escena horrible como la de Macapá? ¿No sería mejor llevarse al menos a Bärbel? Pero Bärbel estaba todavía más confusa y no le sería de ayuda.
Entonces la calesa arrancó y, a pesar de que los caballos resoplaban y espantaban a los mosquitos con la cola, y de que el ardor del sol caía implacable sobre el vehículo, Amely se sentía de maravilla. Abrió la sombrilla. Cuando el vehículo pasó junto a la fuente, esperó encontrarse con el señor Oliveira que parecía estar en todas partes, y que este parara el carro. Sin embargo se mantuvo alejado. Amely respiró aliviada. Por fin libre, aunque fuera solo por una hora o dos. ¡Libre!
Le dolía la mano de tanto abanicarse. Tenía un sombrero con velo, ¿por qué no se le había ocurrido ponérselo? Así tenía que defenderse de los ataques de los mosquitos. Peor aún era el hedor que se le había metido en la nariz el primer día y que lo invadía todo. Pero el gentío de las anchas calles no solo era repugnante: también colorido, excitante y cautivador. El señor Oliveira ya le había contado algunas cosas: que habían importado el empedrado de Lisboa e incluso árboles de China y Australia, que ahora poblaban las calles junto con mangos, aguacates y otras plantas exóticas. Que había un tranvía que funcionaba a todas horas, y que durante el trayecto se podían coger frutas con solo alargar la mano. Por todas partes corrían los monos; hasta salían saltando de los restaurantes con su botín entre las manos. A diferencia de Berlín, allí se mezclaban la riqueza y la pobreza en una colorida confusión: hombres con trajes finos que exhibían armas y bastones caros, caboclos andrajosos que transportaban pesadas cajas y sacos, pedigüeños en cuclillas en la acera. Y, entre todos ellos, monjas y monjes, indios, negros, criollos, milicianos, recaderos y muchachas de moral dudosa. Los niños famélicos contemplaban los coches de plaza, y aquí y allá Amely veía alguna mano sucia desaparecer en el bolsillo de un caminante distraído.
—Agencia de correio, senhora!
La calesa se detuvo frente a uno de los coloridos edificios de estilo portugués. El joven saltó, abrió la portilla y ayudó a Amely a bajar. El gentío la engulló como una garganta hambrienta, y prácticamente la arrastró hasta el vestíbulo. Empezó a sentir miedo. Se apretó el bolso contra su cuerpo. Allí, en el interior, la turba gritaba como si estuviera en una bolsa de especuladores y no en una oficina de Correos. Hasta los hombres de detrás del mostrador armaban jaleo. Amely no llegó muy lejos: alguien le dio un tirón del bolso y salió corriendo.
Ella intentó perseguir al ladrón, pero este se escurrió con facilidad entre la multitud, cosa que Amely no consiguió hacer. Le costaba respirar; Maria le había apretado demasiado el corsé. ¿Por qué no le había hecho caso a la Negra? ¡Qué vergüenza! Aquel mundo la dejaba en ridículo ya en su primer día. Los trabajadores se reirían de ella a sus espaldas, de la alemanita inocente.
Apareció un hombre delante de ella con los dientes mellados y amarillentos. Su aliento le provocaba náuseas. Se apartó de él y chocó contra una mujer que llevaba una cesta llena de patas de gallina. ¿Dónde se había metido el maldito mozo de cuadras? No podía llamarlo, puesto que ni siquiera sabía su nombre. Se abrió paso hasta un banco situado junto a la pared y allí se dejó caer.
Una voz con aire divertido se alzó entre la multitud.
—De verdad que hay sitios mejores para una primera excursión.
Amely levantó la cabeza lentamente. Pantalones tejanos raídos, una camisa empapada de sudor y abierta hasta el pecho y, debajo, una camiseta cubierta de manchas. Una cara sin afeitar desde hacía días. Y ojos oscuros en los que se adivinaba una expresión de mofa.
Levantó el sombrero y le tendió el bolso.
¿Tenía que verla siempre en un estado de confusión semejante? Amely se incorporó tan dignamente como pudo y alzó la barbilla.
—Qué bien que esté usted aquí, señor…
—Felipe da Silva Júnior.
—Sí, exacto. Gracias —dijo agarrando su bolso. Prefería morderse la lengua antes que preguntarle cómo había llegado este a sus manos. O qué hacía él por allí—. ¿Podría acompañarme a mi carruaje, por favor? Está delante de la puerta.
—Será un placer —le contestó tendiéndole el brazo.
Amely vaciló. La idea de ir tropezando detrás de él tampoco le pareció mucho mejor, así que le agarró del brazo. Con la mano que le quedaba libre fue apartando a la gente sin miramientos, como si le resultara lo más normal del mundo. Amely temía que la calesa ya se hubiera ido, pero estaba todavía al borde de la calzada. Del cochero no había ni rastro.
—¿Qué quería hacer ahí dentro? —preguntó Da Silva—. ¿Enviar cartas, quizá? Para una alemana puede sonar inaudito, pero el correo brasileño lo es todo menos fiable. A lo mejor su cartita no llega ni al carguero, y si lo hace, probablemente el saco en el que la hayan metido lo acabarán tirando por la borda en cuanto encuentren mala mar. Los que se lo pueden permitir envían las cartas por correo privado. ¿No se lo ha dicho Oliveira?
Qué vergüenza.
—No se engañe con eso de «ordem e progresso» que ha visto en la bandera encima del mostrador. A saber a quién se le ocurrió poner algo tan prusiano como lema de Brasil.
—A Auguste Comte. Un filósofo francés.
Da Silva alzó la ceja con una expresión burlona. A buen seguro no se había esperado una respuesta: ¿quién se interesaba por aquellas cosas?
—Seguro que ha aprendido usted muchas cosas antes de venir, pero de nada sirven en la vida real. Ahora me está mirando como si quisiera pegarme con la sombrilla. ¿Ha llevado usted misma el carruaje o cómo es que nadie la está esperando?
—El mozo debe de andar buscándome.
—Pues venga, arriba —le dijo dando un golpe en el pescante en lugar de abrirle la portilla—. Seguro que quiere ver algo de la ciudad, ¿no?
¿Subirse allí arriba? ¿Ella? Iba en serio. Él ya había subido y le tendía la mano. En un abrir y cerrar de ojos, ya se la había tomado y él tiraba de ella para ayudarla a subir. En aquel pescante estrecho iba sentada tan cerca de él que podía rozarle el brazo. ¿Acaso no le resultaba escandaloso? Sin embargo, al mirar a su alrededor, Amely quiso creer que allí los hombres eran víctimas fáciles de las malas costumbres. Se estiró tanto como pudo para que no pensara que le gustaba sentarse a su lado.
Da Silva dio un latigazo al caballo y la calesa se puso en marcha.
—¿Adónde le gustaría ir? —gritó él entre el ruido de los cascos y de los arreos de cuero.
Amely no necesitó mucho tiempo para pensárselo.
—A la plaza São Sebastião.
—No tenía ni que habérselo preguntado —contestó él esbozando una sonrisa—. Como es natural, a una dama le gusta ir a ver la ópera.
Amely apretó el bolso contra su cuerpo esforzándose por rozarle lo menos posible. ¡Si como mínimo tuviera más modales! Su presencia no era ningún placer. Acto seguido abrió la sombrilla y se apoyó el mango en el hombro. La mera presencia de Da Silva la confundía tanto que apenas prestaba atención al camino, y cuando se detuvo en el borde de una plaza en la que se erguía el edificio más grande que había visto hasta entonces, Amely parpadeó como si acabara de despertar de un sueño.
—Aquí está la maravilla, senhorita. Bueno, todavía no hay mucho que ver.
El edificio estaba cubierto de andamios casi por completo, pero entre el cúmulo de lonas, puntales de madera y tablones, se alzaba una magnífica cúpula. El señor Oliveira ya se la había descrito, pero la realidad superaba la descripción con creces. La luz se reflejaba en mosaicos dorados, verdes y azules que representaban la bandera de Brasil.
—Dicen que el oro tiene un centímetro de grosor —comentó Da Silva.
—El Dorado —susurró Amely.
Da Silva fue conduciendo el vehículo lentamente por la plaza São Sebastião.
—¿Lo acabarán algún día? Llevan ya construyéndolo… ¿Cómo dicen en Prusia? Una eternidad y tres días.
—Quince años. Oh, ¡claro que lo acabarán! Lo estrenarán con La Gioconda. —Y yo estaré allí, pensó—. Han traído los materiales de todo el mundo: mármol de Verona y Carrara, columnas de acero fundido de Glasgow, madera de cedro del Líbano, y esos azulejos dorados, del Imperio alemán. Los espejos y las lámparas de araña, de Bohemia y Murano, y los revestimientos de seda, de China. El telón lo pintaron en Francia, y la escalera del teatro la construyó Gustave Eiffel.
—Ajá… ¿Y hay algo de ahí dentro que sea de aquí?
—¡Pues claro! La madera del parqué. Dicen que la madera tropical es extraordinariamente resistente. Pero se la llevaron a Europa para trabajarla.
El olor a tabaco la sacó de su ensimismamiento. Da Silva se había encendido un cigarrillo, lo agarraba entre el pulgar y el índice, y con los otros dedos arrugaba el paquete. Amely supuso que estaba buscando alguna respuesta desdeñosa, pero ella quería adelantársele por todos los medios.
—Bueno, sigamos con el paseo —dijo ella inmediatamente—. Tampoco es que importe tanto la ópera. ¿Se ha dado cuenta de que apenas se oyen las ruedas de la calesa? Todo el adoquinado de alrededor del edificio se ha trabajado con caucho para amortiguar los ruidos.
—Realmente sorprendente —contestó él con una sonrisita burlona—. ¿No dije yo antes que estaba usted llena de conocimientos inútiles?
Le había mentido: aquel edificio sí que le importaba. Era ostentoso, estaba fuera de lugar, era un símbolo de la decadencia de los barones del caucho que habían hecho de Manaos una región tan rica. Se decía que lo habían diseñado siguiendo el modelo de la Ópera de París. Ahora bien, Amely conocía la Gran Ópera de París por las postales, y el Teatro Amazonas, al menos por fuera, no la igualaba ni en belleza ni en elegancia.
Queridísima Amely: Sé que adoras la ópera. Aquí están construyendo un teatro de la ópera en estos momentos. Aquí, en mitad de la selva. La inaugurarán con La Gioconda. Ilusiónate.
Había exagerado un poco. La ópera no es que estuviera exactamente en medio de una selva de la que pudieran salir indios disparando flechas en cualquier momento. Pero era su recompensa visible y tangible por estar dispuesta a aceptar un matrimonio que no deseaba. El estreno de La Gioconda en la véspera do Ano Novo, como llamaban allí a la Nochevieja, era su objetivo. Para entonces, ya habría conseguido manejarse en aquella cultura extraña, apreciar a Kilian y estar, si no contenta, sí satisfecha con su nueva situación.
Ilusiónate.
Estaba decidida. Ni siquiera el recuerdo de la mano de él sobre su piel la irritaba en aquel instante.
—Me gustaría ver más cosas —dijo—. Enséñeme lo que usted quiera esta vez.
Entretanto, casi roza a Da Silva en el hombro. ¿Podía ser que el buen humor repentino de ella tuviera algo que ver con la presencia de él? ¡Qué disparate! No, no, su buen humor era precisamente lo que la estaba ayudando a soportarlo.
Da Silva condujo la calesa hacia un paseo junto a la ribera. Unas escalerillas de madera descendían hasta el muelle. Amely recorrió con la mirada un bosque de mástiles. En los embarcaderos, que daban al río Negro, se habían amarrado infinidad de barcos de vapor, pequeñas canoas techadas y simples barquillas de remos. Los chiquillos andrajosos se empujaban cada vez que atracaba un barco, esperando recibir alguna golosina. Se echaban a las espaldas pesados sacos y cajas que cargaban hasta el muelle. El aire se llenaba de gritos y del olor a pescado y a basura. Los marineros flirteaban con muchachas jóvenes, los comerciantes estaban sentados detrás de sus puestos de fruta y pescado y cortaban las mercancías con cuchillos oxidados. Por todas partes merodeaban pedigüeños y hasta tullidos, además de monos, gatos, perros y gaviotas, y entre todos ellos paseaba la milicia, sacando a uno u otro del tumulto para controlar su mercancía.
¿Qué hacía ella allí? Decidió poner al mal tiempo buena cara y no se quejó cuando Da Silva detuvo la calesa, se bajó de un salto y le tendió la mano para ayudarla a bajar. Hizo una señal a dos jóvenes y les lanzó un par de reales para que vigilaran el vehículo. Luego bajaron por unas escaleras tambaleantes. Si él no la estuviera agarrando de la mano, se habría caído ya, de tantas veces como alguien se había chocado con ella.
Hacía ya rato que se arrepentía de haberle dejado llevar a él las riendas, pero su orgullo le impedía volver a quejarse. Él ya sabía lo que hacía, o eso esperaba al menos.
Él alquiló una barca de remos.
—¿Un paseo en barca? ¿Ha perdido usted el juicio?
Su grito se perdió entre el barullo. Sin apenas darse cuenta estaba ya metida en una barquilla que no inspiraba mucha confianza, cuya pintura original apenas se adivinaba ya. Se alisó el vestido por las posaderas y se sentó con sumo cuidado sobre el banquillo, que crujió.
Él se sentó delante de ella, se colocó bien el sombrero de ala ancha y cogió los remos. Amely dudaba de que una barca pudiera abrirse paso en aquellas aguas negruzcas y plagadas de inmundicias. ¿No era un pecarí muerto eso que flotaba allí? No, seguro que era un trozo de madera podrida.
—¡Espero que tenga una buena razón para haberme traído hasta el río! —le increpó. A punto estuvo de preguntarle qué pensaría el señor Wittstock si lo supiera.
—Usted quería ver Manaos —le respondió él sin perder la calma—. Esa colorida pompa que le gusta tanto es solo una parte.
—Yo solo veo suciedad y miseria. Gracias, ya he entendido lo que quería decirme. Y ahora, si no le importa, lléveme otra vez a la orilla.
—Hasta ahora solo ha visto un poco de suciedad. Y miseria… bueno, la última vez que estuve aquí di con el remo contra el cadáver de un indio.
—¿Por qué me cuenta esas cosas horrorosas? —Se sintió la sangre subiéndole a la cara, y se apretó el estómago vacío con la mano—. Me estoy mareando.
Cerró los ojos; no quería ver ni oír nada más. Qué curioso: de pronto sintió olores embriagadores que le hacían creer que estaba en el lago Wannsee, en verano, y que alguien traía una cesta con panecillos y muslitos de pollo. Intentó imaginarse que era Julius el que golpeaba el agua con los remos, pero descubrió con sorpresa que esa imagen no la seducía. Abrió un poco los párpados y observó a Felipe da Silva, que remaba concentrado y absorto en sus propios pensamientos.
Cuando él la miró, ella volvió a cerrar los ojos, como si la hubiera pillado. Se maldijo por estar allí: ¿y si llegaba a oídos de Kilian lo que estaba haciendo, y además el primer día? Por desgracia, tampoco iba a enviarla de vuelta a Berlín con cajas destempladas.
Da Silva levantó dos dedos.
—Dois cafezinhos!
Una piragua se les acercó. Amely vio con sorpresa cómo una mujer vertía un líquido negro de una cafetera abollada en dos cáscaras de coco y se las acercaba con un tercer cuenco lleno de azúcar. Por el tono dorado de su piel, debía de tener sangre india. Da Silva se endulzó el café generosamente, tendió una de las cáscaras a Amely y pagó a la mestiza, que volvió a coger su cuenquito de azúcar y siguió remando. Ya se habían alejado un trecho del peor barullo. La otra orilla del río también estaba habitada, pero los barcos más grandes pasaban a lo lejos y allí no había trabajadores que tuvieran que soportar gritos y latigazos. Las casas de la ribera eran más bien cabañas pegadas las unas a las otras y unidas con cuerdas de tender la ropa. No parecía un paraje selecto, pero sí, como mínimo, tranquilo.
Da Silva señaló en dirección a otra barca que esparcía un aroma a pan. Amely respiró hondo para poder, por fin, percibir un olor agradable. Da Silva compró un pan largo y lo partió en dos mitades.
—No creo que con un pan se pueda impresionar a una alemana —dijo tendiéndole un trozo—. Pero pruébelo.
Amely dio un mordisco con cautela. Se abstuvo de preguntar qué eran las bolitas rojas que, de cerca, parecían pasas de corinto, pero que tenían un sabor intenso. Su estómago le recordó con dolor que había rechazado el desayuno a Maria.
—¿Qué es aquello de allí? —dijo señalando una sartén del barco en la que freían empanadas.
—No es nada para usted. —Da Silva cogió los remos y se detuvo al comprobar que Amely lo miraba furibunda—. Disculpe, senhorita, pero su estómago prusiano se tiene que acostumbrar primero a las delicias locales. ¿O es que quiere faltar esta noche a su propia celebración?
Como le ocurría con frecuencia le faltó una respuesta aguda con que contestarle. Quizá sería mejor regresar. ¿Estaría él en la ceremonia? Supuso que no: seguramente le faltaría un traje decente. ¡O eso esperaba! La sola idea de que Kilian le tomara de la mano en su presencia le desagradaba.
—¿Cómo ha acabado usted en la nómina del señor Wittstock? —se le escapó—. Quiero decir…
—Quiere decir que a alguien como yo solo lo pueden haber recogido de la calle, y su esposo no es de los que reparten limosna entre los pobres.
—Bueno, sí, algo así se me había pasado por la cabeza.
—¿Sabe usted lo que es un seringueiro?
Ella reflexionó con rapidez.
—¿Un recolector de caucho?
—Exacto, los seres más miserables de este mundo. Tienen que ir a la jungla a buscar el caucho, que para muchos como su marido significa la riqueza sobre la tierra. —Hablaba con prudencia, como si midiera lo que ella debía saber sobre el tema. Más bien poco. Ella miraba cautivada cómo se le marcaban los músculos bajo las mangas mojadas cuando remaba con fuerza—. A muchos los reclutan en Belén, donde los jornaleros se pelean por conseguir algún trabajo, por horrible que sea. Les dan un anticipo, alcohol en abundancia y mujeres.
—¿Mujeres?
—Prostitutas, si lo entiende mejor así. Dos semanas tienen los imbéciles para irse de putas y emborracharse, y después, se lo aseguro, firman lo que sea para seguir llevando esa vida. De todas maneras, ninguno sabe leer. Entonces los meten en barcos. Uno se pone malo solo de ver las hamacas cagadas. A quien le entra la fiebre lo tiran al agua.
—Otra vez vuelve a venirme con esas horribles historias —le interrumpió ella, irritada.
—El viaje se lo tienen que pagar ellos —prosiguió él, imperturbable, con un tono fuerte que indicaba que todo aquello lo había vivido en sus propias carnes—. El primer sueldo no lo ven hasta después de unos cuantos meses, y no vuelven a tocar a más mujeres. Entonces los mandan a la selva con un cubo y un machete, cuando todavía es de noche, que es cuando fluye mejor el jugo. Además, los árboles están tan separados que, si no los mandaran tan pronto, no llegarían a cumplir con el trabajo. Así solo tienen unas pocas horas al día para dormir.
—Yo pensaba que el bosque de caucho era la zona que está detrás de la «choza».
—Sí, también hay bosquecillos de esos. A los barones del caucho les gusta construirse pequeñas mansiones allí, para vigilar a los trabajadores. Pero son solo una pequeña parte de la cosecha. Los seringueiros deben recorrer unos cuantos quilómetros cuadrados para poder sacar el jugo de algunos árboles dispersos. Un ritmo que solo se puede aguantar un par de años, si es que se sobrevive a la malaria, a las mordeduras de serpientes, a los cocodrilos y a los propios competidores. Pero, hasta en ese caso, uno acaba muriendo de locura o a causa del alcohol. Muchos llegan a suicidarse.
—Pero usted consiguió rebelarse contra el destino y se escapó —dijo Amely en un tono mordaz. Sí, ella también podía ser burlona cuando convenía.
El temblor en la comisura de los labios le delataba. Otra vez iba a volver a esbozar aquella sonrisilla burlona, pensó Amely. Sin embargo, adoptó una expresión seria.
—Solo hay dos posibilidades para salir de allí. O bien te tropiezas con algo de oro o piedras preciosas, o bien te resistes al alcohol y asciendes a fuerza de trabajar duro. Al menos sueñas con algo, pero en realidad eso no lo consigue nadie. Además, estás solo, no te encuentras nunca con otros hombres, más allá de los que navegan con sus piraguas por el río para recolectar la cosecha.
Metió los remos en la barca, se echó hacia atrás y tomó aire. Acto seguido volvió a sacarse el paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Por supuesto no pensó en pedirle permiso a ella. Amely se abanicó ostensivamente la cara cuando Felipe exhaló el humo.
—Los barones del caucho no llegan a meterse en el bosque; en los bosques de verdad, quiero decir, en la selva. Como mucho para ir de caza. Wittstock sí que fue. ¿Sabe usted por qué?
—Suena a que debería saberlo.
—Por Ruben —dijo con una mirada seria.
—¿Ruben? Yo solo sé que lo mataron.
—El joven se había adentrado demasiado en la selva sin darse cuenta. Y no regresó. Wittstock lo buscó por la orilla del río. Por casualidad atracó cerca de una de las cabañas de los caboclos en la que yo despachaba el caucho. Me enteré de la historia y aproveché mi oportunidad. Me lavé tan bien como pude, me enjuagué la boca con limón y me arrodillé ante Wittstock.
—¿Que hizo qué? —Sí, suena a locura, ¿verdad? Pero ya se lo he dicho, allí se vuelve uno loco, incluso si consigue no morir trabajando. Creo que los únicos que no pierden el juicio en la selva son los indios. Sea como fuere, me ofrecí a encontrar a su hijo. Y sabía que tenía que encontrarlo si quería salir de la miseria.
¡Dios mío!, pensó Amely agarrándose a la barca.
—¿Y encontró a Ruben?
—Ajá —contestó él dando una calada. La brasa le llegaba casi a los dedos, pero parecía no notarla—. Tardé días. Un mestizo me llevó al lugar correcto. Allí encontré a dos indios que retenían a Ruben consigo. Seguramente lo habían secuestrado por su pelo rubio. Son como las urracas: se quieren quedar con todo lo que brilla. Llegué justo en el momento en el que uno de ellos le golpeaba y le arrancaba la cabellera. Intenté evitarlo, pero ya era demasiado tarde.
Amely le escuchaba visiblemente tensa. Le sonaba como una novela de Karl May, ¡tan irreal!
—Al que mató a Ruben le disparé al instante, pero del otro me tuve que defender a puñetazos. Se me encasquilló el arma. Suele pasar, es por la humedad y el calor. Y el tipo era alto. Para que lo sepa, no todos los indios son enclenques y le llegan a uno por los hombros. Nos habríamos matado el uno al otro. Pero de pronto la selva se lo tragó. O a mí. —Tiró lo que le quedaba del cigarro al río y volvió a coger los remos—. Sí, así fue —dijo ensimismado—. Por cierto, no se sorprenda por la caballera india que hay en la biblioteca. Se la corté yo mismo al asesino.
Amely se asomó al agua y vomitó el café. Un pañuelo sucio apareció delante de su boca, y antes de que pudiera apartarlo con la mano, Da Silva ya se lo había pasado por los labios.
—Por eso ahora soy algo así como la mano izquierda de Wittstock. La derecha es Oliveira. —Esbozó una amplia sonrisa—. Por eso no tengo reparos en ir por la ciudad con su futura esposa. Admítalo: ha estado todo el rato dándole vueltas a lo que podría pensar Wittstock si nos viera aquí a los dos, sentados en la barca.
—Ah, ¿pero le parece comprometedor? Ni por un instante he pensado una tontería así. —Ella levantó la nariz y miró hacia un lado. ¿Qué estaría pensando él?
—Él ya sabe que puede confiar en mí para lo que sea. ¡Lo que sea! Y lo último que haría sería traicionar su confianza. Por él mataría, ¿lo entiende usted?
Confundida, se giró de nuevo hacia él. A Da Silva le brillaba ahora un fuego en los ojos que subrayaba la fuerza de sus palabras. Amely pensó en su alemán perfecto y totalmente fluido. Si un hombre del arroyo había hecho tal esfuerzo por aprenderlo, quizás es que su fidelidad no conocía límites. De pronto empezó a caer una lluvia repentina, por lo que Da Silva agarró de nuevo los remos. Amely se agachó bajo la sombrilla.