Felipe detuvo el caballo delante de la casa que todos llamaban simplemente «la choza». No era la palabra más adecuada para aquella vivienda de dos pisos con postigos, miradores y un porche circundante. En aquel claro en mitad del bosque, desentonaba con el entorno, pero ¿qué mortal no podía juzgarlo ante la vastedad de su extensión como el hombre más rico de Brasil? Felipe saltó del caballo, lanzó las riendas a un mozo y subió los escalones. Inmediatamente después de golpear la aldaba en forma de serpiente de bronce contra la puerta, esta se entreabrió.
—Ahora no, senhor Da Silva —dijo un muchacho llevándose un dedo a los labios—. Se tendrá usted que esperar.
—Me ha mandado venir él. Y hoy me he esforzado mucho por llegar puntual. —Justo como le gustaba al señor Wittstock, aunque la puntualidad no era uno de los fuertes de Felipe.
—Ya, ya, pero algo está pasando ahí dentro. —Miguel alzó sus delgados hombros. Con el traje negro tenía un aspecto más enclenque que de costumbre—. Están todos muy nerviosos. No sé por qué, yo estaba en la cocina. Ahora están todos arriba, en los dormitorios. Yo creo que el senhor Wittstock está enfermo. Le diré a Maria la Negra que venga y le haga pasar ella. ¿Es por algo del nuevo bosque de caucho?
Felipe se sacó su paquete de Cabañas del bolsillo de la camisa con parsimonia, se sentó en el banco que estaba junto a la puerta y, apoyando un pie sobre la otra rodilla, se puso un cigarro en la comisura de la boca y encendió una cerilla con la suela de las botas.
—Ajá —asintió él. La primera calada era siempre impagable, y hacía ya dos horas que la esperaba. En el bosque de caucho estaba terminantemente prohibido fumar—. No creo que valga la pena explotar los bosques del norte. Tendríamos demasiadas complicaciones a las que hacer frente, y el camino… ochenta leguas en total. Mierda, sería todo tan fácil si estos árboles se decidieran de una vez a crecer en plantaciones. —Pero no era el caso de la Hevea brasiliensis. Se podían cortar los árboles y cosechar el jugo que brotaba de ellos en abundancia, eso no les suponía problema alguno. No obstante, todos los intentos por plantarlos habían resultado fallidos. El que lo consiguiera un día se adueñaría del mundo.
Miguel se sentó junto a él en el banco.
—Al senhor Wittstock no le agradará mucho escucharlo.
—Pues no, para nada. —En absoluto, de hecho, si era cierto que estaba enfermo. Seguramente sería la malaria, que le sobrevenía una vez al año. En esas ocasiones solía echar a su médico personal de la habitación y se dedicaba a beber hasta que perdía el conocimiento. Tres o cuatro días más tarde ya estaba de nuevo en pie. Felipe conocía a pocos hombres tan robustos como aquel alemán.
—Quizá tampoco esté enfermo —le susurró Miguel—. Quizás esté solo nervioso, porque enseguida va a llegar su nueva esposa.
—¿La va a recibir aquí? —preguntó Felipe perplejo.
—Eso ha dicho Maria. —El muchacho de diez años alzó la barbilla, como dándose importancia—. Por eso llevo yo puesto el traje.
—Así pareces un escarabajo pelotero.
—Pero la mierda la va arrastrando usted, senhor Da Silva. Maria la Negra le dirá cuatro cosas si lo ve aquí sentado, y además fumando. No le causará muy buena impresión a la nueva senhora.
Felipe se miró. A su camisa abierta le faltaban botones y la de debajo estaba rota y empapada en sudor. Tenía las piernas metidas en uno de aquellos tejanos norteamericanos, que aunque eran horribles no se rompían, y apenas se le veían las botas bajo las capas de barro seco. Con una de las puntas intentó quitárselo.
—¿No tendrás, por casualidad, un traje de sobra para mí?
Miguel se metió el dedo por el cuello de la camisa intentando aflojarlo. Con aquel traje demasiado oscuro parecía que fuera a un entierro.
—Cuando ella llegue, métase detrás de la casa y ya está.
—¡Escarabajo! —Felipe hizo un gesto con el puño, como si fuera a asestarle un golpe en la mejilla—. Pero tengo curiosidad. ¿Cómo será? Seguro que son rubias, altas y robustas, las alemanas. Quizás hasta sea lo contrario de la senhora Madonna, Dios la tenga en su gloria.
Se refería a Madonna Delma Gonçalves, hermana del dueño de una plantación de café. Con su pelo negro y peinado siempre hacia atrás y su mirada seria recordaba a una imagen de la Virgen. El nacimiento de los tres hijos —de solo un hijo, como le había corregido— le había hecho perder todas las fuerzas, de manera que para vivir ya no le habían quedado más.
Verdaderamente, una rubia regordeta le pegaría más a Kilian Wittstock. Las alemanas aguantaban lo que les echaran. Al menos las que él conocía de la casa del señor Wittstock. Trabajadoras, responsables, disciplinadas. Hacían todo lo que se proponían, hasta las últimas consecuencias. Así no era de extrañar que justamente un inmigrante alemán hubiera conseguido ser el barón más rico del negocio del caucho. Wittstock había llegado y se había adelantado a todos sus competidores. Los mejores bosques eran suyos. Hasta su nombre sonaba a dureza y a determinación: Wittstock, un nombre como un disparo de pistola. La lengua alemana era dura y afilada como el esqueleto de una vaca devorada por las pirañas. Y silbaba como las anacondas. Comprar, vender, disparar, cagar, copular… hasta el sexo sonaba a trabajo.
Y si quiere, pensó Felipe, hasta se queda con el bosque del norte.
Entonces dio un codazo a Miguel.
—Aquí llega. Oliveira va junto a la litera, como si llevara un perrito de la correa. Seguro que a ella le han encantado su formalismo y su corrección extrema.
Mientras Miguel se incorporaba de un salto, Felipe se quedó pensando si podía permitirse un segundo cigarrillo, pero más le valía guardarse de Maria la Negra si se enfadaba, así que volvió a meterse el paquete en el bolsillo de la camisa. Desde la casa, que temblaba bajo los pasos de Maria, salían voces nerviosas.
La nueva senhora hizo su llegada como una faraona egipcia, transportada a hombros por cuatro esclavos negros. La mosquitera que colgaba del baldaquín les impedía verla con claridad. Eso sí, muy robusta no parecía… A medida que se iban acercando, el senhor Oliveira se colocó bien la corbata y miró hacia la puerta. Saludó a Felipe con un movimiento de la cabeza. El escarabajillo pelotero se movía, como pensando qué demonios debía hacer ahora. La senhora se inclinó ligeramente y apartó un poco la gasa. Tez clara, mejillas rojizas. Los labios no muy grandes, pero pronunciados. Sus ojos también claros se movían intranquilos y denotaban agotamiento y nerviosismo. El pelo brillante se lo había recogido, y algunos mechones se le habían soltado y se le habían pegado a las sienes por el sudor. Con su vestido de color rojo oscuro con adornos de seda negros parecía una figura surgida del invierno europeo.
Se derrumbará viviendo aquí, se le pasó a Felipe por la cabeza.
La voz ronca de Maria lo sacó de su ensimismamiento.
—¡Senhor Oliveira! —gritó desde una de las ventanas que estaba por encima de él—. ¡Venga usted, rápido!
Las alemanas, confusas, buscaron con la mirada aquellos gritos en brasileño. Oliveira se dirigió a la señorita, seguramente para disculparse, y se metió apresuradamente en la casa, pasando junto a Felipe y a Miguel.
Felipe no se dio cuenta de que se había levantado hasta que las escaleras temblaron bajo sus botas.
Tan pronto como el señor Oliveira hubo entrado en la casa, Amely se sintió sola y desamparada. No le gustaba aquel paraje. ¡La visión de la vereda que habían abierto en plena selva era tan diferente a la de la ribera verde, tan llena de vida! Era como si una locomotora de vapor lo hubiera aplastado todo. Un camino de barro conducía directo al corazón del bosque, solo interrumpido por aquella casa de madera con sus muchas ventanas, sus balcones y un porche. La selva estaba extrañamente en silencio: los papagayos de plumas verdes eran los únicos animales que se aventuraban a salir al borde de la vereda. A Amely le llegaban las voces de los hombres que trabajaban en el bosque de caucho, a cien metros de donde se hallaba. A poca distancia se erguían árboles finos e insignificantes de cuyos troncos colgaban unos cubos. Indios y negros cortaban en espiral la corteza grisácea con cuchillos con forma de hoz y cosechaban el jugo blanco que brotaba. El árbol que llora: así llamaban los indios al árbol del caucho, según le había contado el señor Oliveira. Era el oro blanco que sustentaba la incalculable riqueza de Kilian Wittstock.
Y apestaba horriblemente.
Los porteadores no hicieron señas de apear la silla. Amely se moría de ganas de estirar las piernas. No le hubiera importado en absoluto haber ido caminando desde el lugar en el que habían atracado, pero el señor Oliveira se había empeñado en hacer uso de la litera. Se agarró la falda del vestido para salir por un lateral y tanteó la escalerilla con el pie. Ya reaccionarían los hombres si veían que estaba a punto de caerse al barro.
Le tendieron una mano. Amely vio una cara amistosa a la que buena falta le hacía un afeitado. El hombre tenía el pelo largo y greñoso. Con un gesto de desdén apartó la mirada de aquellos ojos igualmente negros.
El hombre necesitaba también un baño con urgencia.
Cuando por fin se puso de pie sobre el suelo más o menos estable —tenía las botas metidas en el barro, pero, al parecer, que se estropeara la ropa allí importaba más bien poco—, él le mantuvo la mano cogida durante más tiempo de lo que marcaba el decoro, mientras que, con la otra, revolvía en su bolsillo.
Amely se soltó. Para su asombro, él sacó un paquete de cigarrillos y se puso uno arrugado en la boca.
—Me la había imaginado de otra manera —dijo él con un alemán bastante comprensible.
—A lo mejor no sabe usted quién soy yo —respondió ella con un tono seco—. Si lo supiera, seguramente se comportaría de otra manera.
El hombre esbozó una sonrisilla burlona, dejando al descubierto unos dientes claros.
—Disculpe, quizá debería presentarme: Felipe da Silva Júnior. Soy el que se encarga de que el caucho fluya, contra viento y marea. El vigilante de los esclavos, por decirlo de alguna manera.
¿Lo decía en serio?
—¿Esclavos? —Volvió a dirigir la mirada a los porteadores negros, que estaban inmóviles como figuras de madera, y se sintió estúpida—. ¿A estos hombres no se les paga?
—No.
—Yo pensaba que la esclavitud ya estaba abolida.
—Y lo está. —Se sacó un paquete de cerillas del bolsillo del pantalón, le dio vueltas entre los dedos y finalmente decidió no fumar. ¿Las quemaduras de la piel serían de fumar? No, seguro que no. Tenía hasta la barbilla marcada con una de aquellas cicatrices—. Al menos en teoría. Pero tampoco le importa a nadie que esté prohibido disparar en la calle. Brasil tiene sus leyes, y Manaos especialmente. Aquí las cosas funcionan de otra manera.
¿Dónde había oído ya eso?
—¿Disparar? ¡Estará usted bromeando!
—Tanto con pistolas como con arco y flechas —respondió él volviéndose a guardar el paquete en el bolsillo de la camisa y mirándolo con cierto pesar.
Seguro que solo quería asustarla. ¡Qué hombre tan tosco! Sin embargo, de alguna manera le gustaba que le hubiera dado una bienvenida tan diferente a la que se había imaginado. Le seguían temblando las rodillas al pensar que en pocos instantes iba a encontrarse con Kilian, y justamente en aquel paraje tan extraño. ¡Como si, después de todos aquellos años, no hubiera podido esperarla un día más! Se agarró el vestido y dio un paso con cuidado. Debía de haber llovido poco antes: una de esas típicas lluvias tropicales, corta pero intensa. Entonces se abrió la puerta de la casa, que parecía una ilustración de La cabaña del tío Tom. Quizás era por la visión de la negra rechoncha que abrió la mosquitera de la puerta y se acercó a la barandilla del porche. Le tapaba el pelo una cofia y un delantal le marcaba la barriga prominente. Gritó desgarradoramente.
Da Silva Júnior y el joven la miraron. Ella bajó los tres escalones tambaleantes y se dirigió a Amely. Tenía el dobladillo del vestido lleno de barro. Se hurgaba la cara con sus dedos gordos. Hasta sus lágrimas eran gordas.
—¿La sinhazinha de lo país extranjero? ¡No bueno que viene ahora!
—Maria! O que você faz? —El señor Oliveira había salido corriendo de la casa detrás de ella.
Maria no le prestó la menor atención. Caminaba con paso cargado hacia Amely con los pechos oscilantes. Sin poder evitarlo, Amely anhelaba volver al barco. Ojalá los bellos días en el río no se hubieran acabado nunca.
—Frezada sinhazinha, prezada sinhazinha! ¡Mujer muy bonita para señor! —La negra intentó hacer una reverencia y se inclinó de manera casi amenazadora.
Amely se sintió incomodada y retrocedió. El señor Oliveira se acercó, parecía querer llevarse a la mujer, cosa que, considerando su delgadez, era una empresa inútil.
—Ah, soy Maria, siempre al servicio de sinhazinha —Los labios, tan gordos como sus dedos, le temblaban—. No tenga miedo, ¿eh? Todo está bien, ¡todo bien!
Era evidente que nada iba bien, aunque la sonrisa de la mujer intentara ocultárselo. ¿Estaba triste, aliviada? ¿Quién debía de ser ella? Tal vez una criada de la casa, o la cocinera. Maria se agarró el delantal y se secó la cara. Al volver hacia la casa, parecía una barca de pesca que partiera por la mitad un río invisible.
—Senhorita Wehmeyer, le pido disculpas por este incidente —dijo Oliveira inclinando la cabeza.
¿Se ha dado usted cuenta de las veces que me las ha tenido que pedir?, pensó ella para sí.
El señor Da Silva le susurró algo en portugués e hizo una señal con la cabeza hacia la casa. Por lo poco que Amely había conseguido aprender durante su travesía, parecía que le preguntaba qué había pasado.
—Su hijo… Gero… ha muerto. —Oliveira volvió a dirigirse a ella—. Fue todo de repente. Fue una surucucu.
Aquella palabra extraña quedó suspendida en el aire.
Seguro que ya me ha mencionado lo que significa y yo no he prestado atención.
—Una víbora. Su mordedura mata en cuestión de minutos —dijo él, como si estuvieran todavía en el barco contemplando el paisaje. Ella no sabía qué la horrorizaba más, si la noticia o su actitud imperturbable.
En la puerta apareció una sombra. Un hombre salió por ella arrastrando los pies. Alto, fuerte, con brazos largos y una barriga que le hinchaba el chaleco, con el pelo rubio revuelto, y un bigote del káiser Guillermo anegado en lágrimas. Miró a su alrededor con los ojos enrojecidos y unas abultadas ojeras.
—Amely —dijo con voz ronca. Con una mano palpó el banco que estaba al lado de la puerta y se dejó caer sobre él haciendo temblar la madera del porche. Amely no sabía qué hacer.
¿Acercarse a él? No se atrevía.
—Amely —volvió a repetir. Se pasó la mano por la cara, enjugándose las lágrimas y los mocos—. Mi hijo ha muerto.
Ella tragó saliva. Se quedó inmóvil para no caer en la tentación de darse la vuelta y salir corriendo hacia el embarcadero. Dios mío, haz que pase rápido este día.
No le sorprendió que un entierro fuera también diferente a ese lado del mundo. La última vez que había estado junto a una tumba fue en el de su madre, hacía siete años. Llovía y hacía un frío otoñal, tal y como correspondía a una ceremonia de aquel talante, y una ardilla en un tronco al otro lado de la tumba le había captado la mirada anegada en lágrimas. Aquí era un mono el que fisgoneaba entre el pequeño cortejo fúnebre, esperando pescar algún bocado. Amely lo iba mirando por el rabillo del ojo, agradecida por tener algo con lo que distraerse. Disimuladamente se metió la mano en el bolsillo de la falda e hizo como si buscara unas migajas. El mono se acercó a ella e inclinó la cabeza. Le dio pena no tener nada. Cuando Kilian Wittstock se aclaró la garganta, ella sacó rápidamente la mano y volvió a ponerse en actitud de orar. El animalillo fue de un lado a otro, subiendo y bajando árboles, corrió hacia la tumba y se puso a toquetear las flores. Amely pensaba que no le debía de molestar a nadie, hasta que Maria la Negra, sin vacilar un instante, cogió el bastón de Oliveira y empezó a revolver entre las flores. El mono se alejó corriendo y chillando de enfado.
Amely apenas escuchaba las palabras del capellán. Le pasaban demasiadas preguntas por la cabeza, y había demasiadas cosas a su alrededor que le llamaban la atención. No estaban en un cementerio, sino en una esquina apartada en medio de un enorme jardín situado al borde de un canal que conducía al río Negro. Esos canales, que Amely había visto por todas partes, los llamaban igarapés, una antigua palabra indígena. Al fallecido lo habían llevado en su barco de vapor: habían tenido que actuar con rapidez, puesto que con aquel clima el cadáver corría el peligro de descomponerse rápidamente. El hecho de que, aparte de ella y Kilian, solo hubieran asistido al entierro el señor Oliveira, Maria, Bärbel y el capellán hizo pensar a Amely si también querían olvidarse de él. ¿Por qué, si no, lo habían enterrado junto a las otras dos tumbas que supuestamente no existían pero cuyas lápidas se encontraban a pocos metros de allí? Entre las espesas ramas colmadas de hojas, Amely pudo distinguir «… aspar» en una de ellas, y «188…» en la otra. El mármol parecía estar bien cuidado.
Después de la ceremonia, Kilian se alejó casi a zancadas. Amely no se dio excesiva prisa por seguirle.
—Señor Oliveira, ¿por qué están los hijos…? O solo Gero, como usted quiera —dijo con un suspiro que dejaba adivinar que estaba ya cansada de aquel embrollo—. ¿Por qué no descansan en un cementerio? ¿Para que se les olvide? ¿Es que ahora también hay que olvidarse de Gero?
Se apoyó en su bastón, con la mirada errante.
—No —contestó él pensativo—. Kaspar y Ruben era todavía niños cuando murieron. Gero ya era un hombre plenamente integrado en el negocio de los Wittstock, no se le puede negar su existencia. Mire, la tristeza le lleva a uno a hacer cosas extrañas, y sobre todo si no conoce límites. Prepárese para cualquier cosa. Por lo demás, ahora todo es diferente, porque ahora la tiene a usted y en usted puede depositar él sus esperanzas.
—¿Sus esperanzas?
—Ha perdido a los tres hijos de su primer matrimonio. En Europa se podría pensar que tiene muy mala suerte. Pero aquí no es tan extraño. El dinero no puede protegerle a uno de su destino. En cualquier caso, ahora está usted aquí. Su nueva esposa. Y, como es natural, él espera algo de usted.
Ella se detuvo en seco. Que yo a él… que yo… No podía ni decirlo. No era propio de una dama.
Imaginó que su mirada de espanto ya lo decía todo.
—Sería bueno que lo consiguiera pronto, si sabe a lo que me refiero —dijo el señor Oliveira bajando la voz.
Detrás de él, Bärbel se sonrojó y se llevó la mano a la boca.
—Mire, el cementerio público no es seguro —dijo retomando el tema—. Uno va y a lo mejor ya no encuentra la tumba porque está cubierta de maleza. Además hay mucha gentuza suelta. Por eso sus hijos descansan aquí. En la casa se puede tener todo bajo control.
Quizá lo decía en sentido figurado, porque desde la mansión apenas podía vislumbrarse aquel rincón apartado.
—Entonces, niega a sus hijos pero manda cuidar sus tumbas.
—Sería muy poco cristiano dejar que las tumbas quedaran cubiertas de maleza. Maria la Negra se ocupa de ellas: él no viene nunca. ¿Le gustaría ver ahora la casa, senhorita Wehmeyer?
Kilian y Maria ya les habían adelantado un buen trecho. Por el momento, Amely decidió dejar el asunto a un lado. El mono pasó rozándole los pies por el camino de piedras y desapareció en un árbol de copa baja y frondosa. Amely percibía aromas exóticos y no había un solo árbol o arbusto que supiera nombrar. Por todas partes los jardineros se afanaban por limpiar la maleza y conferir un aire inglés al césped surcado de caminos serpenteantes. Si en Europa hubieran bastado dos o tres, aquí Amely contó al menos una docena de jóvenes de piel bronceada que se quitaban el sombrero y se inclinaban en cuanto ella pasaba. Una muchacha con un vestido negro de criada y un delantal de un blanco inmaculado se le acercó corriendo, hizo una reverencia y le tendió una bandeja.
—Ah, refresco de lima, gracias. —El señor Oliveira tomó los dos vasos llenos y le dio uno a Amely.
Su mano notó el contacto frío del vaso, en cuyo exterior se habían formado enormes gotas. En su interior flotaba el hielo. No, no quiso preguntar cuánto había disminuido el bloque de hielo original hasta convertirse finalmente en aquellos minúsculos cubitos. O cuánto costaba el lujo de tener una nevera.
Detrás de una hilera de palmeras se vislumbraba una escalinata blanca. Los criados se habían reunido. Kilian se encontraba con ellos y, a juzgar por sus reacciones de espanto, les estaba anunciando la noticia de la muerte de su hijo. Las mujeres no solo sollozaban, sino que hasta prorrumpían en lamentos que claramente incomodaban a Kilian. Rápidamente se deslizó entre la multitud y desapareció en el interior de la casa.
—Disculpe la falta de moderación prusiana de mis compatriotas —dijo el señor Oliveira.
—Ya me acostumbraré a esta mentalidad —le contestó Amely, a pesar de que por enésima vez en aquel día deseaba estar muy lejos de allí.
Acto seguido se recogió la falta y subió los diez escalones por detrás de Oliveira. Ante ellos se alzaba la mansión. Casa no sol, la casa en el sol. Los azulejos rosados de las paredes, las barandillas decoradas con volutas blancas, y los adornos arqueados entre las delgadas columnas suavizaban el aire pomposo de la casa. Los balcones de hierro forjado decoraban las esquinas del piso superior. ¿Cuántas habitaciones debía de tener la casa? Cada una tenía una puerta que daba al balcón circundante en el que se hallaban dispuestos sillones de mimbre, mesitas y palmeras en macetas. Sin poder evitarlo, Amely pensó en aquel hombre rebosante de vitalidad que había estado allí hacía pocos días, imaginando quizá qué retos y aventuras le deparaba el día antes de que una serpiente le mordiera el hilo de la vida como una norna caprichosa.
—La futura señora Wittstock —dijo el señor Oliveira, presentándola a los esclavos.
Todas aquellas caras de espanto la miraban con la boca abierta, como si les costara entenderlo. Más de treinta hombres y mujeres se inclinaron o hicieron reverencias.
—Bemvindo, bemvindo —murmuraban—. Bienvenida.
Oliveira se dirigió a ella y con un gesto la invitó a entrar por la puerta de dos hojas abierta.
—Bienvenida a su nuevo hogar, senhorita Wehmeyer.
Ante ella apareció un vestíbulo bañado por una luz casi crepuscular, ya que las palmeras circundantes le robaban la claridad. Sus botines hacían demasiado ruido sobre el suelo de mármol, que se asemejaba a un tablero de ajedrez. En jaulas de bambú graznaban unos guacamayos rojos y azules. Varios ventiladores zumbaban y esparcían un fuerte olor a petróleo. Gracias a Dios, el interior de la casa era más fresco que el exterior, donde costaba respirar.
—Consuela le enseñará la casa. Habla alemán, como muchos de los sirvientes, por cierto, aunque cada uno a su manera. Si me lo permite, me retiro a mi despacho. Pero volveré si me necesita.
—Gracias —asintió Amely.
Oliveira hizo una reverencia y entró por una puerta lateral. En su lugar le sonreía una muchacha joven, cuyos cabellos rizados le caían sueltos sobre los hombros. Amely la siguió por las escaleras hasta el piso superior. Allí las habitaciones eran más luminosas y cálidas. Contó más de diez hasta donde le alcanzaba la vista. Solo una permanecía cerrada: la del final del pasillo.
—La habitación de… —Consuela carraspeó— cõnjuges, de matrimonio. —A pesar de que tenía la mano puesta en el pomo dorado, su postura dejaba entrever que no le abriría la puerta hasta que no fuera la esposa de Kilian.
No es que yo esté ansiosa por entrar, pensó Amely.
—¿Dónde puedo asearme?
—Aquí, senhorita Wehmeyer. —Con entusiasmo le abrió otra de las puertas—. Esta es su habitación. Ahora le traigo agua fresca. Debajo está la habitación de la senhorita Bärbel, ¿quiere que se la enseñe?
Bärbel abrió los ojos como si tuviera que despedirse de Amely para siempre, y siguió a la criada por el pasillo a regañadientes. Amely entró en una habitación de dimensiones más bien modestas. La luz penetraba por las láminas de la puerta cerrada del balcón y confería a los delicados muebles un aire inglés. Estos eran los típicos de una habitación para una dama: un escritorio, un tocador, una mesita redonda con dos sillas y, contra una de las paredes, una cama pequeña, y delante, su maleta. Así que dormiría allí mientras no se hubiera casado.
Con sumo cuidado se sentó en el borde de la cama. Siempre había querido tener una habitación tan luminosa. En casa, en el barrio berlinés de Friedrichshain, no tenía más que una habitación oscura que daba a un patio interior. Su padre era, en efecto, muy ahorrador, y no le agradaban las viviendas demasiado pomposas. Ella había soñado con vivir con Julius en la planta noble: le hubiera gustado tener un papel pintado como aquel, flores delicadas y plateadas como aquellas, con los tallos sinuosos y que brillaran con la luz.
En el piso inferior los guacamayos estaban dando un auténtico concierto de trompetas. ¡Qué estruendo! Se cubrió los ojos con las manos e intentó contener las lágrimas. En vano. Una fuerza invisible la sacudía. No, no quería tener a Kilian. No quería tener que trasladarse algún día a la habitación del pomo dorado. ¡No quería, no quería!
Cuando llamaron a la puerta se enjugó las lágrimas de la cara. No podía llorar: al fin y al cabo ella era una prusiana de bien, y no una de aquellas suramericanas incapaces de reprimir sus sentimientos.
—Entre, por favor.
Consuela entró con una jarra de porcelana y una toalla colgada del brazo. Del cajón del tocador sacó una palangana, una envoltura de seda y un paño. Llenó la palangana de agua y se quedó esperando a Amely.
—Me gustaría ver una fotografía de Gero —se le ocurrió de pronto—, y de sus hermanos. ¿Sería posible?
—Sus hermanos… —murmuró Consuela, palideciendo bajo el moreno brasileño. Estaba luchando visiblemente contra la prohibición de hablar de los hijos. Al contestar, su voz no era más que un susurro—: Haré lo posible, pero no le prometo nada, senhorita.
—Gracias, sería muy amable por tu parte. No le diré nada al señor Wittstock.
Decir aquello era arriesgado, puesto que, al fin y al cabo, ella no sabía nada de la muchacha o de su discreción. No obstante, Consuela esbozó una sonrisa tranquilizadora. En cuanto se quedó sola, Amely se dirigió al tocador y se quitó la chaqueta y la blusa. Le habría gustado desnudarse entera: toda ella se sentía como si no se hubiera lavado en meses. Mojó el paño en el agua, frotó un poco de jabón y se lo pasó por la nuca. Un alivio. El agua le corría entre los pechos apretados por el corsé.
Notó una mano en el hombro.
Ella se dejó caer sobre el taburete. La mano de Kilian la siguió, acariciándole la piel. Ella quería salir corriendo, pero se quedó sentada, petrificada.
—Estoy un poco confuso, Amely —dijo él arrastrando la voz—. Tendrías que haber entrado en la casa cogida de mi brazo, y yo me he adelantado, sumido en mis pensamientos.
Con los dedos amasaba el paño empapado, de manera que el agua le caía a gotas sobre la falda. Naturalmente, lo más apropiado era decirle algunas palabras de pésame sobre su horrible pérdida, pero no encontró ninguna.
—No pasa nada.
En el espejo del tocador solo le veía los hombros. Que no se le viera la cara le hizo sentirse todavía más desamparada. Ni siquiera Julius le había visto los hombros desnudos, y mucho menos se los había tocado.
—¿Te gusta la habitación?
—Sí, mucho.
—Era de mi difunta esposa. Querida Amely, dadas las circunstancias seguro que entenderás que nuestra boda no se celebre por todo lo alto.
—Claro que sí, Kilian, lo comprendo. —Su contrición no era fingida, dado que, ante todo, se sentía abrumada. Una boda tan a puerta cerrada como aquel entierro era justo lo que necesitaba.
—Bien —dijo él introduciendo la mano todavía un poco más hasta que las puntas de sus dedos tocaron el nacimiento de los pechos—. Encargar las amonestaciones en el cartório, que es el registro civil de aquí, suele durar un mes, por no hablar de todas las formalidades para que te puedas quedar. Pero se puede arreglar rápidamente. Nos podemos casar mañana mismo, si te parece bien. La ceremonia religiosa la podemos celebrar dentro de unos meses, el día después de nuestra noche. ¿Sabes lo que quiero decir con «nuestra» noche?
Seguramente él ya se había encargado de sobornar a alguien, así que estaba de más preguntar qué era lo que ella quería. ¿Cómo iba a negarse? ¿Y qué ganaría con ello?
—El estreno.
—La Gioconda —dijo él con un suspiro—. Necesito algún consuelo, Amely. Y ya has visto que la vida es incierta. Debes…
… quedarte en estado, pensó ella completando así el silencio. Sintió como un calor doloroso cuando él le tocó uno de los pezones, y se quedó sin respiración. Se sobresaltó, presa de la desesperación, se giró y se echó contra el tocador; la palangana se volcó, derramando el agua sobre la alfombra de seda china. Por fin, por fin consiguió respirar.
—Perdóname, quizá me he excedido —dijo con una sonrisa forzada. Debía de ser la pérdida lo que le confería aquel aspecto de agotamiento. Un hombre corpulento, alto, con los mechones de pelo rubio empapados en sudor contra la frente. Se frotó la mano en el pantalón, como si pudiera borrar así aquel asedio. De pronto sintió lástima por él. Y ella, ¿acaso no tenía corazón? ¿Cómo podía compadecerse de sí misma cuando no había pasado ni un día desde la muerte de Gero?
—Entonces… está bien —dijo Amely—. Mañana… —No llegó a pronunciar la frase: mañana sería suya.
—Sí, mañana. Me hace muchísima ilusión. —Levantó las manos y se dirigió hacia ella que cruzó las suyas sobre el pecho. Más no podía retroceder ya. Dejó que la agarrara por los hombros y la besara en la frente. Su aliento era como el de un anciano.