Naturalmente, durante las tres semanas que había durado la travesía, había ido saliendo con regularidad a cubierta. Había contemplado el mar, había disfrutado de su aroma, temerosa de su inmensidad. Sin embargo, durante las cinco o seis horas transcurridas desde que el barco había entrado por la poderosa desembocadura del Amazonas, Amely no se había movido de su camarote. Momentos atrás, un camarero había llamado a la puerta para anunciarles que en media hora atracarían en Macapá.
Amely cerró el diccionario y echó las piernas sobre la cama.
—Pongámonos en marcha, Bärbel, qué remedio nos queda.
—De acuerdo, señorita.
A la criada, huérfana de padre y madre y unos años mayor que ella, se le habían quitado las ganas de aventuras ya en la desembocadura del Elba, donde le entró un mareo que le había durado toda la travesía por el Atlántico. Con la cara pálida y tambaleándose, Bärbel se dispuso a recoger las pertenencias de ambas, que habían distribuido por la amplia cabina de primera clase, y a meterlas en una enorme maleta. Amely se apretó el corsé y se puso su vestido de viaje de color burdeos, con el escote y las mangas de resplandecientes volantes negros. Era el último regalo de su padre, y Amely pensaba que en realidad era el envoltorio de seda que cubría el regalo para Kilian.
—¡Ay, qué alegría salir ya de aquí! Yo es que soy una pirata de agua dulce —se lamentó Bärbel, agachándose para coger sus pantuflas. Los motores del barco retumbaban. Por lo visto empezaban ya las maniobras de anclaje.
—Se dice «marinero de agua dulce». Y en portugués… —Amely pasó rápidamente las hojas del diccionario—. No sale. ¿Cómo se dice «barco»?
—Navio.
—¿Y ojo de buey?
—Vi… vag… Eso, señorita, no creo que le vaya a hacer mucha falta en Manaos. Yo de todas formas no llegaré nunca a aprender esta lengua rara —dijo con fuerte acento berlinés.
—Oh, sí, vaya si lo harás. Y deja el berlinés, que los criados brasileños de la casa del señor Kilian Wittstock seguro que hablan alemán, pero a ti les va a costar lo suyo entenderte. Ayúdame con los zapatos.
—Claro, señorita Amely. —Bärbel le llevó los dos botines negros y se arrodilló delante de ella, pero enseguida se llevó la mano a la boca—. Perdone —murmuró—, otra vez me encuentro mal.
—Abre la ventana del camarote y respira hondo.
La muchacha tanteó el ojo de buey y le quitó el pestillo. Los sonidos de un mundo extraño penetraron en el interior. Hombres alborotando, cascos de caballos sobre el empedrado, el retumbo de las señales de los barcos que entraban y salían del puerto. Amely pensó que debía de sonar igual que al abrir la ventanilla de un tren a su entrada en la estación de Alexanderplatz, pero era totalmente diferente. Claro que lo era. Las voces eran mucho más frenéticas que en las calles de su tierra. Las voces gritaban, reían, vociferaban en una lengua extranjera, y volvieron a enmudecer.
—¡Dios mío! —exclamó Bärbel con un jadeo.
Amely se levantó de la cama y se le acercó corriendo, descalza. Por favor, que no pase algo nada más llegar, pensó, que no pase nada malo.
—Mejor que no vea usted esto, señorita Amely.
Amely le puso la mano en el hombro a la muchacha rechoncha y la apartó un poco. Al instante empezó a caerle el sudor por el aire que entraba, tan caliente y difícil de respirar como el del lavadero de casa. El río rezumaba un olor hediondo, como si la proa del barco estuviera removiendo una letrina. La pared del muelle se acercaba, negra y cubierta de algas, y en el bordillo se apiñaban los locales, entre los que corrían niños harapientos sin que les importara lo más mínimo estar rayando el borde. Los mulos cargaban montañas de cajas, sacos y calabazas. Los perros, famélicos y cubiertos de mugre, metían el hocico en todo lo que encontraban por el suelo. En medio de la multitud miserable se hallaba un carruaje deslumbrante, como si hubiera aparecido por arte de magia en un lugar en el que no le correspondía estar. Mujeres y hombres permanecían callados escuchando el repique de un tambor y observaban con atención lo que ocurría en la calle del puerto.
—¡Dios mío! —susurró Amely.
Un hombre estaba maniatado y con las piernas abiertas sobre un pedestal, y dos milicianos le colocaban un nudo corredizo en el cuello y se lo estiraban con cuidado. Iba desnudo de cintura para arriba y el sudor le corría a chorros por el pecho, cubierto de vello. Miraba más allá del gentío, hacia el barco, que no se interesaba por su suerte, ya que los marineros estiraban muelles y amarras y sacaban sistemáticamente las pasarelas. Movió la boca: ¿profería súplicas o quizá maldiciones? El tambor dejó de sonar. Un policía pronunció un breve discurso del que Amely no pudo entender palabra.
A continuación, tiró de la palanca de la trampilla.
—¿Señorita Wehmeyer? —Llamaron a la puerta. Era el camarero—. ¿Me permite recogerle las maletas?
Amely arrancó a Bärbel de la ventanilla y la cerró. Abrió la puerta al camarero, se sentó en la cama, mandó a la criada atarle los botines y, entretanto, vio a dos marineros fuertes sacando las dos maletas negras. Solo le quedaba el bolsito de mano. Y el estuche del violín, que solo podía tocar ella. Lo apretó contra sí y cruzó los brazos por encima. ¿Por qué, por qué no podía quedarse en el camarote y volver a Alemania sin más? Buscó el pañuelo y se lo apretó contra los ojos. Nada de lloros, se reprendió. Ya bastante había llorado en las últimas semanas en casa, y también durante los primeros días de viaje en el barco, pero en algún momento u otro se le habían secado las lágrimas y esperaba que no volvieran.
—Señorita Amely. Señorita Amely, tenemos que irnos. —Bärbel estaba en la puerta con la cabeza gacha.
Amely irguió los hombros, se colgó el bolso del brazo, agarró el estuche del violín y salió al pasillo, donde le esperaba el camarero. Este le pidió que la siguiera con un elegante movimiento de la mano. En la cubierta tuvo la sensación de chocar contra una pared de aire caliente. Constató con alivio que la muchedumbre había vuelto a cobrar vida. El patíbulo estaba desierto: cualquiera habría pensado que no era más que una grúa.
A lo mejor no había pasado nada. Seguro que no.
Puso el pie en la tierra extranjera y se dirigió al carruaje: seguramente lo había enviado Kilian. Sin embargo, este arrancó en cuanto lo alcanzaron.
—¡No me toques, sucio! —oyó chillar a Bärbel justo detrás.
Un niño se le apartó de un salto pero otro seguía toqueteando el vestido de Bärbel y el de Amely. Amely se apresuró a sacar un par de reales. Pero en cuanto el niño le arrebató las monedas de los dedos, apareció tras él una multitud entera. El estruendo que causaban las voces pidiendo limosna era ensordecedor. Amely tomó a Bärbel de la mano y tiró de ella.
—¿Y ahora adónde vamos? —se quejó Bärbel.
Se habían librado ya de los niños y ahora se encontraban frente a una hilera de casas. En las ventanas ondeaba la colada llena de lamparones. Apestaba a orines. Unas cuantas mujeres mayores se sentaron en un banco de hierro fundido, se apretujaron y, entre carcajadas, dejaron al descubierto sus bocas desdentadas. En las rodillas tenían gallinas medio desplumadas, y las plumas revoloteaban.
—¡Yo qué sé! —dijo Amely sacudiendo a Bärbel del brazo—. ¡No lloriquees!
Volvió en dirección al puerto. Kilian no le había explicado a su padre adónde debían ir al llegar a Macapá. Supuestamente, alguien iba a ocuparse de ella. ¿Y ahora qué? ¡Si por lo menos viera a los hombres con las maletas!
Como surgido de la nada, apareció un miliciano delante de ella. Tenía una expresión fiera por encima de aquel grueso bigote. Masculló algo incomprensible. Escupía al hablar.
—¡Abrir! —exclamó aquel hombre en portugués.
—No le entiendo.
Dio un golpe con el puño sobre el estuche del violín. Horrorizada, Amely apretó su preciado tesoro contra sí.
—¡Abrir, abrir!
—Un momento. Por favor.
Amely se apresuró a sacar el diccionario del bolso. Apenas podía sujetarlo con una mano y hojearlo. En medio de aquel griterío le resultaba imposible concentrarse. El sudor le corría a chorros por la espalda, dejándole, seguro, horribles manchas en el vestido. Las lágrimas le asaltaron por lo humillante de aquella situación.
—Por favor, abra el estuche del violín.
Un hombrecillo delgado, de piel morena y pelo engominado, le hizo una reverencia y se quitó el sombrero.
—No tenga miedo de nada, senhorita Wehmeyer.
Amely le obedeció perpleja. Se quedó sin respiración cuando el tosco policía sacó el violín del estuche. Sus manazas parecían capaces de aplastar el violín sin esfuerzo alguno. Estuvo palpando el acolchado de terciopelo, asintió con la cabeza y, a continuación, volvió a colocar el violín en su sitio. Acto seguido siguió su camino sin decir palabra.
—Qué bien que haya dado con usted a tiempo, senhorita. Si no, se la hubieran llevado al cuartel, y allí no la hubiera encontrado tan rápido. No ha sido muy acertado por su parte alejarse del puerto…
—¿Y cómo me iba a quedar allí? —Amely hacía esfuerzos para que la voz no se le quebrara—. ¡Allí, donde una tiene que presenciar ejecuciones y donde parece que los niños tengan algo contagioso! ¿Qué quería ese hombre de mí?
Claramente impasible ante todos aquellos acontecimientos atroces, el hombre se atusó el bigote al tiempo que esbozaba una sonrisita inocente. Su traje con corbata de seda, sencillo pero impoluto y seguramente caro, no se avenía en absoluto con aquel lugar horrible. Le extendió una mano cuidada, que ella estrechó con cierto recelo.
—Encantado. Permítame que me presente: Tomás dos Santos Oliveira, la mano derecha de su futuro señor esposo, que le envía saludos afectuosos. Me ha encargado venir a por usted. Lamentablemente he llegado un poquito tarde, cosa que, considerando las enormes distancias que ambos hemos tenido que recorrer, seguramente podrá comprender pero quizá no querrá perdonarme.
—Le… le perdono —balbuceó Amely, desprevenida.
—Se lo agradezco. Y por lo que respecta al violín… En las ciudades portuarias los controles son más rigurosos de lo normal. Se están haciendo grandes esfuerzos por impedir el contrabando de semillas de caucho. Si las semillas salieran de Brasil y se plantaran con éxito en cualquier otro lugar del mundo, los precios caerían y sufriríamos consecuencias catastróficas en la región, y sobre todo en Manaos. Por decirlo de alguna manera, el policía cumplió con su deber por el bien de su futuro esposo.
—¿Quiere decir que sospechaba que había semillas de caucho en mi estuche del violín? ¡Menudo disparate!
—Para ser efectivo, un escondite tiene que ser poco común.
—Pero si solo son semillas, debe de ser imposible impedir que salgan algunas del país.
—Son semillas bastante grandes, como el hueso de un melocotón. Y también todo depende de la cantidad —explicó con paciencia y amabilidad, y con un ligero acento que sonaba muy melódico—. Se necesitaría una tonelada de semillas para que creciera tan solo un puñado de plantas. Unos cuantos granos en el bolsillo apenas tienen valor, pero un talego que cabe en una funda de violín quizá ya sería otra cosa.
—¿Quiere decir que, entonces, el ejecutado…? —Calló, de tan horrible que le parecía—. ¿Era un contrabandista de semillas y nada más?
Tomás dos Santos Oliveira asintió.
—¡Qué barbaridad! ¡Y delante de todo el mundo!
—Bueno —dijo haciendo un gesto resignado con sus delicadas manos—. Da los resultados necesarios. La República de los Estados Unidos de Brasil tiene sus propias leyes. Y sobre todo Manaos.
¿Se suponía, entonces, que allí iba a ser peor? Debía escribir a su padre: no la habría enviado a aquel lugar si hubiera sabido lo que allí ocurría. Aun así, la idea tampoco le daba esperanzas, sino que la sentía como una dolorosa punzada: aunque pudiera permitirse creer en un posible retorno, ello solo significaría prolongar su lucha interna.
—Entonces, llévenos a Manaos, por favor, señor… Oliveira.
—Será un honor para mí, senhorita Wehmeyer. —Por su expresión calmada pensó que se sentía aliviado de que el percance no hubiera tenido mayores consecuencias—. Está a unas doscientas leguas brasileñas; en quilómetros, unas seis veces más. Es mi grato deber procurar que el viaje por el Amazonas les sea lo más agradable posible. Por favor, no se separen de mi lado.
Las gentes, incluso los niños andrajosos, le abrían paso de buena gana. Oliveira caminó por el muelle, pasando cerca de barquillas de pesca cubiertas de óxido y con buena parte de la pintura ya desconchada, y al lado de un barco más grande en el que unos trabajadores, encorvados, transportaban sacos.
—¡Ahí están las maletas! —gritó Bärbel—, gracias a Dios.
Efectivamente, las maletas de piel negra estaban delante de una pasarela que conducía a un buque de vapor pintoresco. Al ver el nombre escrito con letras blancas sobre la proa, Amely sintió el impulso de frotarse los ojos.
—¿Qué significa eso?
—Su esposo ha comprado este barco y lo ha bautizado Amalie —respondió él. Ella no alcanzaba a ver que Oliveira sonreía, pero lo notaba en su voz—. Es su regalo de bienvenida.
El señor Oliveira hizo una señal a un joven negro y larguirucho y le indicó el muelle. Ronaldo, que así se llamaba el muchacho, corrió hacia la caseta del timón para transmitir las órdenes al capitán. Enseguida, el Amalie se puso en movimiento, dirigiéndose hacia el verdoso muro de árboles, helechos, y lianas sinuosas. Ronaldo se deslizó por una escalerilla de cuerdas y poco después Amely lo vio en una canoa de aspecto frágil que hacía las veces de bote auxiliar, remando en dirección a los árboles que sobresalían del agua. Trepó por un tronco con gran habilidad; el follaje lo engulló casi por completo. Volvió a aparecer con un fardo de piel en el brazo y subió de nuevo al barco. Colgó al animal con cuidado en los brazos estirados de Oliveira, como si estuviera colgando un abrigo en una percha.
El señor Oliveira se acercó con el fardo a Amely.
—Puede acariciarlo.
—¿Qué es?
—Un perezoso, ¿no le parece bonito?
Lo cierto era que aquella opinión le parecía, cuando menos, exagerada. Creía, sin duda, que era uno de los animales más feos que había visto nunca. Pero ¿qué había visto ella? Estiró la mano, insegura. Aquel pelaje desgreñado tenía un tacto más suave de lo que se había esperado, y apenas olía. Se emocionó al ver una pequeña mariposa alzar el vuelo. El perezoso giró hacia ella la cabecilla, redonda y arrugada como la de un gnomo de los cuentos de los hermanos Grimm. A pesar de su fealdad, le recordaba a un bebé al que su padre hubiera despertado con dulzura.
—¿No hace nada? Tiene unas garras como para defenderse.
—Es inofensivo. Si quiere, nos lo podemos llevar.
—Oh, gracias, pero no, mejor que no.
Se lo devolvió a Ronaldo, que simplemente lo dejó en el agua. Amely quiso protestar, espantada, pero para su asombro el perezoso resultó ser un hábil nadador. El Amalie se dirigió de nuevo hacia la fuerte corriente, y del singular encuentro solo quedaron dos rasgones en las mangas de Oliveira. Al parecer poco le importó que su traje caro se hubiera estropeado.
Le pasó un estuche de piel del que Amely sacó unos gemelos dorados.
—Así también podrá admirar desde lejos la belleza de la selva —le explicó él—; no todos los animales de la selva son tan amigables como el perezoso.
En las pocas horas que habían trascurrido desde que habían salido de Macapá, Amely había tenido ocasión de escuchar muchas historias sobre la fauna del Amazonas. Le habían hablado de anguilas eléctricas cuya descarga era capaz de tumbar a los caballos, de anacondas de diez metros que podían dar alcance por el suelo a un hombre corriendo, de escarabajos más grandes que una mano, y de gusanos que, si uno se atrevía a saltar al agua fría, se le metían por la uretra de manera que solo era posible sacarlos mediante una operación. Pero no todo era tan horripilante, y, así, con los gemelos estuvo intentando dar con algún boto, un delfín de color rosado.
—Y las pirañas, por ejemplo —comentó Bärbel. Ella también estaba en la barandilla, viendo ensimismada cómo el paisaje se aparecía ante ella como salido de una novela de Julio Verne. Entretanto iba apartándose las moscas—. Metes el dedo del pie en el agua y ya te has quedado sin él.
—No todo lo que escribió Alexander von Humboldt es verdad —respondió el señor Oliveira con gesto divertido—. La mayoría de las veces las pirañas son huidizas.
Amely se arrepentía de no haberse llevado el libro, pero con toda su rabia lo había lanzado debajo de la cama y no lo había vuelto a sacar, tal y como había hecho con el de Karl May, si bien este estaba ambientado en un lugar muy diferente de América del Sur. Con los gemelos vio una nube de libélulas que revoloteaban haciendo temblar el ramaje. Se le cortó la respiración al ver una bandada de papagayos y, entonces, en un paraje sin árboles anegado por el agua, como salido de un cuento de hadas de tonos verdes tornasolados, vio una figura sombría agazapada en una canoa.
—Un indígena con un arco a la espalda —dijo sorprendida—. No, es una mujer. Y tiene… algo en la canoa. Parece un cocodrilo. No, no puede ser.
—¿Me permite?
Le extendió los gemelos al señor Oliveira.
—No, no se equivoca, senhorita. Es un caimán.
A su señal, el barco volvió a dirigirse a la orilla, pero esta vez pasó mucho más tiempo allí. A la otra embarcación le costaba abandonar la protección de su escondrijo. Sin embargo, el indígena acabó introduciendo el remo en el agua. La punta sobresalía del agua partiendo en dos la alfombra de hojas flotantes. En efecto, era una mujer la que salía de entre la sombra de los árboles y se dirigía a la luz del sol. Con sus ojos oscuros observó la embarcación mucho más grande que la suya. Unas trenzas negras le caían sobre los hombros, y era alta y delgada, se le apreciaban todas las costillas. Tenía un gesto desconfiado y dejaba los dientes al descubierto como queriendo soplar al barco. A pesar de la distancia y del ruido del motor de vapor, Amely respiraba sin hacer ruido. Esto no se parece en nada al parque zoológico de Berlín, pensaba. No era ni siquiera una copia. No era… nada.
—Se le ven los… —Bärbel bajó la voz hasta convertirla en un susurro de excitación—. ¡Los pezones!
Ronaldo había llevado consigo una navaja que ahora sujetaba Oliveira en alto. La mujer indígena se acercó todavía más. No llegaron a mediar palabra, tan solo unos pocos gestos sellaron el trueque. Ronaldo bajó a la canoa y cargó con el cadáver atado con cuerdas. A cambio, Oliveira le lanzó la navaja. La mujer la desenvainó y la probó cortando una astilla de la canoa. La hoja parecía cumplir con sus expectativas. Su mirada fría, o más bien de desdén, se clavó por un instante en Amely. Acto seguido volvió a meter el remo en el agua y dio media vuelta.
—Era tan delgada… —dijo Amely mirando el reptil de dos metros de largo—, me resulta imposible creer que fuera capaz de matar a ese animal. ¿Qué hacen ahora con él? ¿Es un trofeo?
—En absoluto —respondió Oliveira con una sonrisa de satisfacción—. La cola es un manjar exquisito. Tenemos vino tinto portugués a bordo, será un acompañamiento magnífico.
—Bienvenida al Amazonas —dijo alzando su copa—. ¿Le he contado ya por qué el río tomó ese nombre? En 1541, Gonzalo Pizarro, un hermano de Francisco, el famoso conquistador de los incas, anduvo buscando el legendario El Dorado. Cruzó los Andes sin tener ni idea de lo grande que era el continente. El Dorado no lo encontró, pero, al menos, quiso llevarse una india a España. Sin embargo, el grupo de mujeres que encontraron se defendió con armas, y de ahí que el río lo llamaran así, por las amazonas de la mitología griega.
—Después de lo que hemos visto, la leyenda me parece creíble —contestó Amely. Una mujer había matado un caimán, ¡y con arco y flechas! Y lo que le parecía aún más extraordinario: la carne era lo más delicioso que había probado nunca. Como guarnición habían comido feijoada, un guiso de fríjoles, carnes ahumadas, lengua de buey, pimienta brasileña y muchas cosas más. Habría deseado irse bajo la cubierta para aflojarse un poco el corsé. Bärbel, en cambio, no había tocado su plato de porcelana.
Estuvieron sentados en la cubierta bajo un techo de paja del que colgaba una mosquitera. A Amely le gustaba que hubiera mosquitos cerca, puesto que eran lo único que le podía resultar medianamente familiar en aquel mundo. Al fin y al cabo, los mosquitos también les acribillaban a picaduras durante las excursiones veraniegas al lago Wannsee. Eso sí, los mosquitos del Amazonas eran más grandes y más ruidosos. El Amalie se deslizaba plácidamente por la corriente, entre pequeñas islas y orillas frondosas en las que los monos chillaban y saltaban de rama en rama para acompañar al barco. Ronaldo les iba dando aire con un gran abanico de paja, y un camarero sirvió una fuente con trochos de calabaza, limas, plátanos y otros tipos de fruta totalmente desconocidos.
Amely se preguntó cuándo se había sentido tan bien en los últimos tiempos. Al menos no desde el momento en el que su padre la había empujado a aquel cambio de rumbo en su vida. Debía de estar soñando todavía; si no, no se lo explicaba. Y en el sueño había colores e imágenes que era imposible que existieran de verdad.
La primera semana de su travesía por el Atlántico la pasó en su camarote llorando sobre la cama. Ya en la segunda, había llegado a la conclusión de que no le quedaba otro remedio que aceptar su destino. Entonces, en algún momento de los últimos días de la travesía, había roto en pedacitos la fotografía de Julius. Debía sacarlo de su cabeza y de su corazón si quería que todo aquel asunto le resultara soportable.
Naturalmente, uno no olvida a alguien por el simple hecho de proponérselo. Sin embargo, aquel mundo parecía querer abrirle los ojos. No, no es que deseara casarse con Kilian, a quien no conocía, pero que ocurriera allí, en aquel sueño de tantos colores vivos, le parecía ahora un regalo y un consuelo, sentada a salvo en su propio barco y extenuada por aquel festín.
A Kilian también lo soportaré, pensó, porque ya no quiero amar a otro hombre sabiendo que el amor te lo pueden robar en cualquier momento.
Amely sorbió un poco de vino.
—Creo que es la primera vez que me ilusiona llegar a un destino aunque todo me dé todavía un poco de miedo.
—Quizá le resulte más agradable conocer a su esposo lejos de la ciudad. Actualmente pasa los días en uno de sus bosques de caucho. ¿Le gustaría ver de dónde procede su riqueza?
—¿Debo ir a la selva? ¿No será peligroso?
—Ese bosque ya no es la selva, han talado todos los arbustos y la vereda es ancha, por el camino no se preocupe. Lo malo son los mosquitos, por la malaria, pero para eso tenemos mosquiteras. Llegaremos allí en unos tres días.
Amely asintió. En cualquier caso era mejor dejar atrás el primer encuentro cuanto antes mejor.
—Entonces, ¿Ruben también estará? Siento curiosidad por saber si todavía se acuerda de lo de la salsera.
El señor Oliveira levantó una ceja sin comprender.
—Una vieja historia familiar. —Y sin la menor importancia, o al menos para él a juzgar por su mirada severa, se apresuró a beber un par de tragos para disimular el bochorno.
—Su hijo se llama Gero —replicó él.
Le sorprendió el tono cortante de su voz, normalmente tan dulce.
—Sí, he oído hablar de Gero —dijo enseguida—. Es dos años menor, ¿no es así? A él y a Kaspar, el más joven, todavía no los he visto nunca. No, quería decir a Ruben. Por aquel entonces tenía cinco años, cuando…
—Gero —insistió él—, solo tiene un hijo.
—Ahora estoy totalmente confusa —dijo ella bajando la copa.
—Pues así es… —respondió adoptando de nuevo la expresión de dulzura a la que ella ya se había acostumbrado—. Kaspar murió de malaria, y a Ruben lo mataron los indígenas.
Por el mantel se extendió una mancha de color rojo: se le había escurrido el vaso sin que se hubiera dado cuenta. Bärbel, pálida, agachó aún más la cabeza, mirando el plato sin tocar.
—Ruben… —musitó Amely. Le parecía estar viendo a aquella criatura de cinco años, chillando y llorando—. No puede ser… ¿lo asesinaron… los salvajes? ¿Por qué?
—Sucedió durante una excursión. ¿Que por qué? Porque sí. Los indios suelen ser pacíficos, pero no todos. Se dice que hay una tribu que mata solo por…
—¡No! —Amely se llevó una mano a la cara—. Por favor, no cuente historias ahora. Estoy totalmente consternada.
—Quédese quieta.
—¿Cómo dice?
Oliveira se levantó y bordeó la mesa. Para sorpresa de Amely, la agarró del brazo y se lo estiró. Tenía un bicho negro en el dorso de la mano. Amely estaba demasiado confusa como para asustarse, y más después de haber visto ya insectos mucho más grandes.
Oliveira se sacó un pañuelo del chaleco, lo puso sobre su mano y lo volvió a coger. Caminó hasta la barandilla del barco y sacudió el pañuelo hacia fuera. Acto seguido volvió a sentarse.
—Le ruego que me perdone, la hormiga debe de haberse caído del pelo del perezoso.
—Ah, ¿eso era una hormiga?
—Una hormiga gigante tropical. Su veneno no causa daños irreversibles, pero produce los dolores más horribles durante un día, como si a uno lo estuvieran quemando vivo. Por eso también se le llama la hormiga de las veinticuatro horas.
Bärbel perdió el poco color que le quedaba en la cara.
—Señorita Amely, ¿le importa que me eche? —dijo con voz jadeante. Y sin esperar a obtener el permiso, se levantó de un salto y se marchó tambaleándose a la bodega de la embarcación.
Amely se frotó la mano. La hormiga no le había dejado rastro alguno. ¿Acaso ella no tendría que estar también a punto de desvanecerse? Sin embargo, tras haber oído la historia de los hijos fallecidos de Kilian, tan solo sentía un vacío.
—Perdone que la haya interrumpido, senhorita. Ya se puede usted imaginar que fue un duro golpe del destino para el senhor Wittstock, teniendo en cuenta que también había perdido a su mujer. En algún momento decidió combatir su tristeza prohibiendo que se hablara de Ruben y Kaspar. Para él ahora solo está Gero, al que adora como si fuera un dios, y si usted habla de… ¿cómo lo llamaba? Lo de la salsera, entonces quizá será Gero con el que tiene que ajustar las cuentas. ¿Lo entiende, senhorita Wehmeyer?
—¿Niega que Ruben y Kaspar hayan existido?
—Imagino que le parecerá extraño.
—Naturalmente.
—Piense siempre una cosa, senhorita: no hay ningún sitio en el mundo como Brasil, y en ningún otro sitio se encuentra uno con la dureza de la vida tan a menudo y tan de repente. Aprenda a vivir con ello, y entonces será feliz aquí.
¿Era posible que también le hubiera dado ese consejo a Kilian? ¿Pero qué habría ganado con ello? Amely suspiró. Quizá era necesario haber nacido allí para entenderlo.