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El salvaje no la había descubierto todavía. Gracias a Dios llevaba ropa oscura y el extraño arbusto tras el cual se había refugiado tenía una tupida vegetación. Él se movía con sigilo. Sus cejas pobladas sobre las prominentes cuencas de los ojos le procuraban un aspecto amenazador. Sujetaba firmemente la lanza con el puño, dispuesto a acabar con lo primero que se le acercara. Los dedos de la otra mano tamborileaban nerviosos sobre un instrumento similar a una flauta que colgaba de su cuello: una cerbatana, un arma tan silenciosa como mortal.

El corazón de ella latía a toda velocidad. ¿Había visto acaso en su vida una figura que inspirara tanto terror como aquella? En la nariz tenía clavado el colmillo de un animal, y era tan grueso que ella se preguntaba cómo podía respirar con aquello. Incluso la frente la tenía desfigurada por agujas de hueso. Unos tatuajes verdes y azules le cubrían las mejillas; unas cuerdas de cuero con cuentas de madera de diferentes colores le rodeaban los antebrazos y las muñecas. Y los cordones y trapos en torno a la zona lumbar realzaban su sexo. ¿Aquello era realmente un ser humano?

—Julius —susurró Amely—. Julius, ¿dónde estás?

—A solo dos pasos detrás de ti. Estate tranquila.

La cabeza del indio se movía en todas direcciones, y su mirada pareció dar con ella. Aquel extraño rostro desprendía hostilidad. ¿La estaba viendo? ¿O la había olido quizás?

—Arrodíllate —susurró Julius.

Amely se subió la falda. La tela crujió ruidosamente, ella estaba segura de eso. Hasta el corsé le apretaba más que de costumbre. Se arrodilló con mucha lentitud. Sobre su hombro percibió la mano húmeda de sudor de Julius y el aliento de él acariciaba su nuca.

—¡No tengas miedo, querida! —Tenía la voz de él pegada a la oreja—. Ese espantajo no te hará nada. Antes de que ocurra eso le sacaré los huesos de la cara con la escopeta.

—Pero… ¿y si no le aciertas? Seguramente no estará solo. Habrá más salvajes por aquí. ¡Están por todas partes!

—Chssst… ¿Tan poca confianza tienes en tu cazador de caza mayor? Si no queda otro remedio la emprenderé con toda la tribu.

Se le erizó el vello de la nuca. ¿Había sido una figuración suya o Julius le había estampado un beso sobre la piel desnuda, por debajo de la oreja? ¿Y en esa situación nada menos? Sintió las ansias de girarse y de abrazarlo, mejor aún, de contestar a su beso, pero entonces percibió lo concentrado que estaba para disparar. No debía moverse, ni siquiera debía respirar… También el salvaje estaba como petrificado. Tenía agarradas sus armas pero no hacía ningún ademán de querer utilizarlas, como si supiera que debía someterse al más fuerte.

—¿Qué están haciendo ustedes ahí?

Amely giró sobre sus rodillas. Había un guardia a pocos pasos de distancia como surgido de la tierra. Con su porra daba golpecitos a un letrero de hojalata haciéndolo tintinear.

—¿No ven ustedes lo que pone aquí? «Prohibido dar de comer y molestar a los animales y personas exóticas». ¡Así que déjese de escondites, jovencito!

Julius dejó caer la rama al suelo y se puso bien las gafas con montura metálica. Estaba azorado. Ayudó a Amely a toda prisa a ponerse en pie. Ella se alisó la falda, que le llegaba hasta los pies, se compuso la chaquetilla de otoño y el sombrerito ladeado sobre el peinado en torre. Tenía el rostro colorado del niño al que han sorprendido metiendo los dedos en el tarro de la mermelada. No obstante, tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir la risa. Murmurando una disculpa regresaron a través de una portezuela al camino de gravilla. Fue en ese momento cuando Amely se dio cuenta de que chispeaba y sintió húmedas las rodillas. Agarró el paraguas que había dejado colgado de la valla y lo desplegó. Se volvió a mirar atrás por encima del hombro. Aquel terreno no era ninguna selva, sino una pradera repleta de gigantescas tinajas en las que crecían plantas tropicales. El salvaje se había echado una manta por encima de los hombros. Su mirada vuelta hacia las amenazadoras nubes tenía un aire de melancolía. Utilizando su lanza de bastón se dirigió con paso cansino hacia las tres cabañas de paja delante de las cuales estaban sentados una mujer y algunos niños en torno a un fuego de campaña. También ellos llevaban agujas de hueso como adorno en los rostros y muy poca ropa en sus cuerpos de color café con leche. Se frotaban los pies unos con otros mientras cortaban unas raíces muy gruesas. Tenían los párpados muy caídos. Ni siquiera alzaron la mirada cuando se acercaron dos chicos ataviados con traje de marinero a curiosear en el interior de la marmita y dándose codazos el uno al otro al tiempo que reían.

—Tienen frío —murmuró Amely.

—¡Qué tiempo de perros el de hoy! —Julius la giró por el hombro y la atrajo hacia sí—. ¿Quieres que nos vayamos allá enfrente, al África? Allí no es que vaya a lucir el sol tampoco, pero de aquí a poco comenzará una danza tribal.

Ella pensó que siempre había un sol en los ojos claros de él, debajo de los cuales danzaban las pecas. No podía cambiar nada el hecho de que él, un día tras otro, se desgastara los cubremangas en el escritorio trabajando en la sombría oficina de su padre, el fabricante de bicicletas Theodor Wehmeyer. Cazador de caza mayor, pensó ella con una sonrisa. Yo he sido tu única presa y así seguirá siendo para el resto de los días de nuestras vidas.

—Prefiero ir al terrario. Dicen que hay sapos venenosos con los colores de las piedras preciosas. ¿O vamos primero al café Tanzania? Necesito tomar algo caliente.

—Todo sea como desees, mi querida señorita. —Le ofreció el brazo y ella se asió a él.

Había ríos de personas por los caminos, se reunían en grupos junto a las vallas que rodeaban los poblados de imitación de negros y de indios, jaleaban y aplaudían cuando había alguna actuación etnológica que admirar. Pasear al lado de la persona más querida le hacía sentirse muy adulta. Ciertamente no había nadie fijándose en la parejita, pues por todas partes había cosas mucho más interesantes que ver, pero esto era justamente lo que hacía tan verdadero aquel momento. De pronto Julius la llevó de un tirón detrás de uno de los anuncios de la altura de un hombre que, colocados por todas partes al borde de los caminos, elogiaban el Espectáculo exótico de Carl Hagenbeck aquí en Berlín. Actuó con tanta rapidez que no se apercibió de la boca de él hasta casi tocar sus labios. Con toda celeridad interpuso Amely el codo entre los dos.

—¡No! ¡No aquí delante de todo el mundo! ¡No puede ser!

—Pero aquí está este cartel. —Julius golpeó contra el soporte publicitario de madera—. Y ahí está tu paraguas. No puede vernos nadie.

Hizo el ademán de querer intentarlo una segunda vez. Amely trataba de desprender las manos de él de su talle.

—Para. ¿Y si se le ocurre mirar a mi padre por casualidad? Debe de andar por aquí cerca. Y entonces nos caerá una buena tormenta. Últimamente está de un humor muy raro.

Julius la soltó profiriendo un suspiro de abnegación.

—Vale, no quiero una tormenta de esas, aunque últimamente ya no lance ni relámpagos. Ayer, el aprendiz encendió el fuego de la chimenea de la oficina con papeles importantes, y no se llevó siquiera una torta. La cabeza del señor Wehmeyer solo presta atención a los dibujos nuevos y a los planos y listas, y no hay quien lo saque de ahí.

Amely volvió a cogerse del brazo de él y siguieron deambulando.

—Desde siempre se ha desvivido por el negocio, pero últimamente la cosa está pasando ya de castaño oscuro.

—Es el boom del caucho y él tiene que mantenerse en la onda. Las cosas son así hoy en día.

—¿Que el caucho hace qué?

—Se dice así. El caucho está de coyuntura alcista. Esto es así desde hace décadas, desde que Charles Goodyear inventó la vulcanización, pero de momento los precios están muy altos, más de lo normal. En todas partes necesitan goma, para los neumáticos, los motores, las prendas de vestir…

—Vale, ¿pero tiene que montar justo ahora este follón que está tan de moda? Una bicicleta es algo útil, sí, pero ¿un carro de propulsión propia? ¿Quién se va a comprar esas cosas tan caras? ¿Y para qué?

—Bueno, yo he oído ya de algunos ricos que se han agenciado un automóvil.

—Eso es lo que digo yo, se trata de un juguete para hombres que no saben qué hacer con su dinero. Y de esos no hay tantos, por desgracia. ¿Y va a organizar su negocio ahora en este sector? ¿Y por qué? ¿Solo porque un automóvil, a diferencia de un carruaje, está listo en diez minutos para partir? ¿Cuándo se ha tenido nunca tanta prisa?

—Mi amor, el mundo quiere ir cada vez a mayor velocidad aunque no tenga motivos para ello. —Sonrió con aire burlón al verla acalorarse intensamente—. Al menos eso es lo que me ha dicho hace poco tu señor papá.

—¿No puedes quitarle de la cabeza la locura esa del automóvil?

—¿Yo? —preguntó haciendo ese gesto que repetía mil veces al día: se subió por encima de la frente las gafas con montura de metal—. ¡Pero si yo soy tan solo su oficinista! Sin embargo, si me enviara a Brasil para explotar un pedazo de selva y extraer caucho para la empresa, me iría para allí sin dudarlo.

—¿Tú? En la vida harías eso. —Le echó a un lado con un empujoncito—. No soportarías para nada vivir sin mí.

—Tú te vendrías conmigo, por supuesto.

—¡Jamás! —Lo exclamó con tanta vehemencia que él la agarró como temiendo que se le fuera a escapar corriendo de allí—. Un espectáculo de pueblos primitivos como este es muy emocionante en verdad, pero en la vida real no tengo por qué encontrarme con un indio de la selva tropical. No, de verdad que no. Quédate aquí a vivir bien, tú, mi querido cazador de caza mayor. Tu futuro son los papeles, la tinta y los tampones para sellar documentos.

—Si esa es tu voluntad, vida mía, seguiré arrastrando toda mi vida el carrito de los documentos por la oficina del señor Wehmeyer. Mira, allí está el señor.

Amely hizo señas a su padre y Theodor Wehmeyer agitó el sombrero en señal de saludo. Estaba sentado bajo un gran tejado de paja donde unos negros ataviados con chilabas blancas corrían por entre unas mesitas redondas sirviendo café y pasteles. Julius hizo una reverencia y ayudó a sentarse ceremoniosamente a Amely en una silla de mimbre. El padre extrajo un puro habano del bolsillo del chaleco y se lo extendió. Sin embargo no le ofreció que se sentara con ellos a la mesa; no estaba bien visto que un empleado se sentara junto al dueño de la empresa, ni siquiera tratándose del futuro yerno. Julius se guardó el puro en el bolsillo del abrigo y se situó a una respetuosa distancia.

—Bien, Amely, mi niña. ¿Te apetece una gaseosa?

—Prefiero un café. Tengo frío en las piernas.

—Ya lo veo. Tienes la falda sucia. Os habéis estado divirtiendo de lo lindo, ¿verdad? ¿Te está gustando esta exposición?

—Mucho. —Se giró hacia su padre y le estampó un beso en la mejilla—. Gracias, papá, por este hermoso regalo de cumpleaños.

—¿Que es el cumpleaños de la dama? —se entrometió un vendedor ambulante. En una bandeja de tabaquera sujeta con una correa al cuello exponía todo tipo de chismes exóticos. Sobre sus hombros oscilaban unos globos—. Entonces tendrá que recibir un regalito especial, ¿no es verdad, señor? —preguntó en dialecto berlinés.

—¿Quieres alguna cosa de esas, Amely?

Amely estaba más que sorprendida. A una persona como aquella, entrometida y molesta, la habría despachado normalmente con un movimiento de la mano en señal de enfado. Este repentino asomo de cordialidad avivó su preocupación por él, si bien se debía probablemente a que trabajaba en exceso.

—Con mucho gusto, papá. Este de aquí es maravilloso. —Agarró una cajita de cristal. Dentro había una mariposa de color azul, casi más grande que la palma de su mano.

—¡Caramba! La señorita domina el tema. Una Morpho menelaus. Es una especie muy, pero que muy rara. Procede del Amazonas.

Amely no dominaba ni una pizca el asunto de las mariposas, pero aquel ejemplar magnífico parecía llegado de un mundo imaginario. ¿Qué aspecto debió de tener cuando estaba todavía con vida aleteando y ondeando al viento? Destellaba en unos colores que no tenía ni idea de que existieran. Ya solo el tamaño cortaba la respiración de cualquiera. Su padre echó mano del monedero y ella apretó la cajita contra su pecho. No pudo apartar la vista de ella mientras se bebía el café.

—Bien, hija mía —dijo el padre expeliendo el humo del puro habano—. Soy todo tuyo durante la próxima hora.

—¿Una hora entera? No me lo creo.

—Que sí, de verdad. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Echamos un vistazo donde los leones y los elefantes?

—¡Vayamos a la noria! —Puso la mano sobre el brazo de su padre—. Al menos desde allí no te podrás escapar de pronto a la oficina.

La sonrisa satisfecha de él producía una sensación tal de desdicha que por un momento desapareció de ella el buen humor. Sin embargo, el sol volvió a surgir por entre las nubes que iban clareando cada vez más, quizás era aquella una buena señal. Metió la mariposa en su bolsito de mano y dejó que Julius se hiciera cargo de su paraguas.

—Yo esperaré entretanto en el espectáculo de la danza tribal. ¿Oyes los tambores? —dijo Julius. La mano de él envolvió la suya y temió que fuera a abrazarla en presencia de su padre, pero en vez de eso se quitó la gorra y se despidió con cortesía.

Amely siguió caminando en dirección a la noria con Theodor Wehmeyer a su lado. Esa aventura también era algo nuevo para ella. En cambio, su padre se subió con toda tranquilidad a la cabina. Incluso ahora parecía tener su pensamiento puesto en otro lugar muy lejano.

Cuando la cabina se elevó, el estómago de ella se quejó.

—¡Huy, papá! —Metió la mano en el bolsillo del abrigo de su padre y se echó a reír con una risa nerviosa.

Las sendas comenzaron a moverse a toda prisa, las gentes se hicieron pequeñas y la brisa de septiembre se hizo más fresca. Entre los árboles con asomos ya de los colores del otoño, los poblados del espectáculo, con sus plantas de hojas grandes, producían la impresión de islas tropicales. Amely quiso hacer unas señas a Julius, pero no lo supo encontrar entre toda aquella gente. Se recostó en el asiento acolchado y se puso a escuchar el murmullo de las voces y el engranaje de la noria.

—¿Te acuerdas todavía del caso de la salsera?

—¡Oh, por Dios, claro que sí! —dijo ella—. Todavía hoy sigo teniendo el trasero dolorido.

Bueno, tan presente no tenía en verdad aquel asunto que había ocurrido hacía ya quince años. Al fin y al cabo solo tenía seis cuando en una gran fiesta familiar volcó la salsa del asado junto con la fuente de la salsa sobre el regazo de su vecino de mesa porque este no hacía otra cosa que darle pataditas constantemente por debajo de la mesa.

—Ruben se puso a llorar a moco tendido porque la salsa estaba muy caliente, y yo recibí una buena tunda, sobre todo porque la salsera era de cerámica cara de Meißen, ¿verdad que fue así?

—Así es. ¿Te acuerdas también de su padre?

Se acordaba mucho más de Ruben por los berridos que profirió aquel mocoso de cinco años. Pero ¿y el hombre que se inclinó hacia ella después de su travesura, que le pellizcó en la mejilla y que prorrumpió en una sonora carcajada? Le habían ordenado que lo llamara tío Kilian aunque en realidad solo era el primo del cuñado de su padre. Creyó acordarse de un rostro de rasgos muy pronunciados, de unos cabellos rubios en melena, de una boca grande y abultada.

—El mostacho le quedaba impecable, y siempre andaba manoseándolo. De eso me acuerdo muy bien.

Claro que sí, y se acordaba además de que aquel hombre alegre propinó un enorme bofetón en el rostro a su hijo, que olía a estofado, en presencia de los cuarenta o cincuenta invitados a aquella fiesta, y aquel bofetón fue tan brutal que todavía en la cena podía verse en el rostro del chico la huella de su manotazo.

Su padre carraspeó.

—Me acaba de pedir tu mano.

—¿De veras? ¿Tanto impresioné a Ruben?

—Déjate de burlas. Me ha pedido tu mano para él, no para su hijo.

—¡Dios santo bendito! Jo, por suerte voy a ser la prometida de Julius desde el domingo que viene.

—¡Amalie!

Enmudeció asustada. Cuando su padre la llamaba así era porque se trataba de un asunto muy serio. ¿Era quizás esa petición de mano el motivo de sus cavilaciones y de su aire preocupado? ¡Pero aquello no podía ser verdad! Mientras él la empujaba contra el asiento acolchado con un silencio sombrío y profundo, en ella fue brotando la sospecha de que iba a tener que escuchar algo que jamás en la vida permitiría que escucharan sus oídos. Ni siquiera tenía potestad para escucharlo porque ella era enteramente de Julius.

—Mi niña, Amely… —Él le tocó la mano, pero en lugar de abarcarla con la suya, echó mano de su bastón. Dirigió la otra mano a su abrigo de paseo. Muy lentamente, extrajo una fotografía—. Mira, este es Kilian, con el aspecto que tiene en la actualidad. Bueno, la foto tiene ya algunos años, pero no importa. Acaba de cumplir cuarenta y tres, así que está en sus mejores años…

—Papá. —Le tembló la voz—. Papá, ¿por qué me enseñas esto?

—Mírala un momento primero.

No quiso. Su mirada rozó la cartulina de la fotografía, y eso le bastó. Un hombre orgulloso ataviado con un abrigo extravagante, de pecho amplio y una pequeña curva de la felicidad. Llevaba el bigote entretanto al estilo emperador. Tenía la boca cerrada; el rostro producía una impresión severa. Sus ojos rebosaban una fiera tenacidad.

—Quizá recuerdes que dejó su trabajo en los astilleros para convertirse en agente de emigración. Así ganó mucho dinero y finalmente cruzó él mismo el Atlántico. Ha hecho su fortuna en Brasil. Posee varias plantaciones de caucho; es uno de los hombres más ricos de Manaos.

—Pero él… él ya tiene una esposa.

—Ha muerto. Murió de la misma enfermedad que tu madre: tuberculosis.

¡No quiero! ¡No quiero! Estas palabras pugnaban por salir de su boca, pero pronunciarlas habría significado dar carta de realidad a lo terrible: su padre quería entregarla a ese hombre.

Pero eso era más que ridículo.

—Mira, Amely, mi niña… —El tono afable que adquirió ahora su voz no auguraba nada bueno—. No tengo nada en contra de Julius, pero ya sabes que siempre he deseado a alguien de más categoría para ti. Siempre he sido muy condescendiente contigo. Si yo fuera un padre severo, no habría consentido tu compromiso matrimonial, y entonces no te vendría ahora todo tan de sopetón. Julius Kohlmann es un buen contable, pero le falta ambición, toda su vida no será nada más que un buen contable. La empresa…

—¡Ah, vaya! Así que se trata de eso…

—Sí. Wehmeyer & Sohn fabricaron máquinas de coser durante décadas. Entonces el mercado quedó saturado y tu abuelo y yo nos pasamos a las bicicletas. Pero eso mismo hicieron muchos, la venta de bicicletas está a la baja y ya va siendo hora de cambiar de nuevo de montura. Tienes que ir con la época si no quieres naufragar. Y el tiempo va a una velocidad como nunca antes. El emperador quiere resplandecer ante el mundo entero con una flota de lujo. Los barcos de pasajeros navegan creando cada vez nuevos récords en las rutas sobre el Atlántico. Ya lo ves, hasta las norias tienen que ser cada vez más grandes en los parques de atracciones para que suba la gente.

—Y vas a construir carros con motor.

—Kilian invertirá el dinero que haga falta. Tengo que aceptar su oferta porque no le interesan las bicicletas. Así de simple es todo.

Así de simple, pensó ella. Palpó la cajita de cristal bajo la tela del guante. Desde hacía algún tiempo a su padre le gustaba hablar de temas como la emigración y Brasil, le había enseñado postales de sus clientes, algo que jamás había hecho antes. Le había hablado de una pariente lejana de Rostock que siguió a su marido al África Oriental Alemana y que fue feliz allí. Luego le había regalado un libro sobre los viajes a los trópicos de Alexander von Humboldt y sobre las nuevas aventuras de Old Shatterhand en Latinoamérica. Hoy, la excursión a la exposición etnográfica. Y ninguna de estas cosas le había llamado la atención. ¡Por supuesto que no!

—No se me habría ocurrido nunca esa idea a mí solo —prosiguió—. Pero entonces estuvo Kilian aquí, hace algunos meses, yo le hablé de mis planes para la empresa y que tenían que dar buenos resultados por fuerza para salvarla de la ruina. Me habló de las excelencias de su hijo y yo le hablé de ti, de la joven hermosa en la que te has convertido, de lo mucho que adoras el violín y la ópera. Nos reímos del caso de la salsera. Y una cosa llevó a la otra. Créeme que cuando lo pronunció me sucedió lo mismo que a ti ahora. No podía creerme que de un momento a otro todo fuera tan radicalmente distinto.

—Pero si tiene el doble de años que yo. —Su voz no tembló ahora, sino que estaba ronca como la de un pájaro sacudido violentamente por la tormenta. Con la temerosa mirada que dirigió a un lado vio que su padre únicamente se encogía de hombros. Esa objeción no tenía en realidad ninguna importancia, al fin y al cabo era usual casarse con hombres mucho mayores que una. Ellos podían disponer de la vida de una mujer al tiempo que te empujaban desde la habitación de niña en la casa hasta el dormitorio de un extraño. Ya su madre le había dicho que el amor solo existía en las novelas de pacotilla. Y ella, Amely, había creído tener la rara fortuna de haberlo encontrado excepcionalmente en Julius.

—Te acostumbrarás a Kilian. Y te ruego que no comiences ahora a llorar. Todo está ya decidido.

Lloró. Sintió cómo se le enfriaban las lágrimas contra el viento.

—No es nada del otro mundo casarse con un hombre al que no conoces todavía. —Sus dedos se deslizaban por la cartera, que seguía sosteniendo—. No te va a pasar nada diferente de lo que les sucede a las demás mujeres.

—Pero ellas no tienen que hacer la travesía del Atlántico. No tienen que ir a la jungla.

—Te envidiarían tanto más por esa aventura. Y por cierto, Manaos se encuentra en mitad de la selva tropical, sí, pero es una ciudad con un elevado grado de desarrollo; tienen tranvía y teléfono, y una gran oferta cultural. La llaman la París de los trópicos. ¡Hasta Gustave Eiffel construyó allí, imagínate! No te iba a enviar a ningún lugar que fuera aburrido o peligroso, no te quepa la menor duda.

—Si yo me marcho, no habrá nadie que pueda heredar la empresa.

—Ya aclaramos también esa cuestión. Tu primogénito se quedará en Brasil. Al segundo chico lo enviará Kilian para acá cuando tenga la edad suficiente.

Su padre se había atrincherado tras una muralla invisible contra la cual rebotaban sus pobres objeciones. Su pecho luchaba contra el corsé. Lo llevaba muy ceñido y se asfixiaba. Se agarró convulsivamente a la cadena de la cabina que tenía ante su regazo, quería desengancharla para escapar. Ahora, inmediatamente, desde aquella altura enorme. Sin embargo, se reconvino a sí misma para que mirara a lo lejos. Había que seguir respirando. Todo aquello no era sino un error. Un juego. Un sueño. Todo, menos la verdad. La verdad estaba allí afuera; allí se extendía a sus pies el abigarrado parque zoológico. Por detrás, el amplio parque del Tiergarten, del que sobresalía la Columna de la Victoria, que resplandecía con el sol. Al oeste pudo distinguir la Puerta de Brandemburgo. A lo lejos, el mar de casas que alcanzaba hasta el horizonte. Su tierra.

—Quiero enseñarte una cosa más, Amely, mi niña.

No, nada más, y no me llames Amely, mi niña. Por el rabillo del ojo vio surgir de la cartera una postal. El dibujo que había en ella recordaba el poblado del Amazonas por el que acababa de estar en compañía de Julius. Un muro de árboles verdes, flores de colores y delante una cabaña. El padre giró la postal y se la tendió a ella. Amely dobló los dedos por encima de su regazo, pero no fue capaz de cerrar los ojos ante aquella caligrafía exageradamente ondulada.

Queridísima Amely: Sé que adoras la ópera. Aquí están construyendo un teatro de la ópera en estos momentos. Aquí, en mitad de la selva. La inaugurarán con La Gioconda. Ilusiónate. Tuyo, para siempre, Kilian.

Aquello no era solamente inconcebible, era grotesco.

—Los trámites de tu emigración ya están resueltos en su mayor parte —aclaró el padre. Con un gesto algo torpe introdujo de nuevo la postal en la cartera—. Como vas a tener un marido en Brasil, todo resultó muy sencillo. Ya está reservada la plaza en uno de los mejores camarotes de la sociedad naviera Hamburgo-Sudamérica. Y si quieres, puedes llevarte contigo a Bärbel. Ella está de acuerdo en hacer esa gran travesía por alta mar contigo.

—¿Cuándo se lo preguntaste?

—Hace algunas semanas.

—¡Vaya, la criada lo sabía ya desde hacía tiempo! ¡Pero tu hija, no, claro!

—Amely, mi niña…

—¡Y deja ya, deja ya, por Dios —le gritó llena de una rabia gélida—, deja de llamarme Amely, mi niña!

Él levantó la mano para soltarle una bofetada, pero en sus ojos solo había una expresión de susto y detuvo el movimiento de su mano. Ella se dio la vuelta y descubrió al instante a Julius entre el gentío. Desenganchó la cadena y se asomó por fuera de la cabina, que ya se aproximaba al suelo.

—¡Paren! —exclamó con tanta fuerza que todos los que estaban cerca se giraron a mirarla—. ¡Por favor, paren, me encuentro muy mal!

Detrás de ella estaba el padre exhortándola a la sensatez. Pero ahí estaba ya ella de pie, se apoyó en la mano de un joven y saltó afuera. Con la falda arregazada echó a correr por las sendas con una prisa nada burguesa. Aquí y allá se la quedaban mirando todos por sus sonoros sollozos, pero toda esa gente parecía pertenecer a una Edad de Oro que ya había pasado; no tenía por qué avergonzarse ya más ante esas personas. Julius se dio la vuelta. Ella se arrojó en sus brazos.

—Bésame —exigió ella y como él titubeara perplejo, se levantó sobre la punta de sus pies y estampó sus labios en la boca de él. Debería haberte besado antes, pensó. Habría sido el sello que nos ha faltado en nuestra relación. Ahora ya es demasiado tarde.