Cuando en el mes de julio de 1950, con la barba crecida, un aspecto aturdido ante tanto ruido y tanta excitación, y llevando en mis brazos a mi compañero herido, bajé del avión en Orly en medio de la muchedumbre histérica de periodistas y fotógrafos, me parecía que todo aquello había sido simplemente un episodio fantástico que jamás volvería a reproducirse. No me daba cuenta en absoluto de que la aventura que terminaba iba a marcar un cambio importante en la orientación de mi existencia. Quizá algún día encuentre tiempo y ganas de relatar detalladamente esta segunda parte de mi carrera. En este libro, que ya se ha hecho demasiado largo, me contentaré con resumirla de forma bastante breve.
Rápidamente comprendimos que nuestra hazaña había tenido unas repercusiones que superaban con mucho lo que los más optimistas habrían podido imaginar. La prensa, esta tirana de nuestros tiempos, capaz por sí sola de crear y destruir héroes y mitos, se hizo con nuestra odisea y le dio tanta publicidad como a los amores de los reyes y las estrellas de cine.
La novedad de la aventura, el lado maravilloso de ese drama sangriento que acabó en gloria, les permitió dibujar preciosas imágenes de Épinal, dignas de seducir la imaginación de las masas. La ignorancia general de la geografía hizo incluso creer a mucha gente que habíamos conquistado la cima más alta del mundo, aunque «solamente» se trataba de «la cima más alta del mundo jamás escalada». Está fuera de toda duda que el renombre que alcanzamos se construyó sobre esta confusión… Olvidando deliberadamente la noción demasiado abstracta de victoria de equipo, con la finalidad de atraer el interés de los lectores sobre el personaje tradicionalmente fabuloso del jefe, los periódicos elevaron a Herzog al rango de héroe nacional. Los demás miembros de la expedición, Lachenal incluido, se vieron relegados al papel de simples acompañantes.
Un poco más tarde, con el fin de animar un poco esta nueva mitología, mi personalidad les pareció sin duda especialmente pintoresca y se me hizo emerger de las sombras para construir a mi alrededor un personaje hercúleo de gran corazón y mal carácter. Desde entonces, y para el resto de mi vida, estaba condenado a ir detrás de esta caricatura travestida.
La pared norte del Eiger me había enseñado lo vana y fugitiva que es la gloria que concede la actualidad. Como tenía prisa por establecerme de nuevo sobre los pilares en los que solía apoyarme, no tardé en abandonar las fiestas de bienvenida.
Al cabo de menos de una semana de nuestro regreso triunfal, ya volvía a empuñar el piolet.
Aunque estaba aún marcado por los esfuerzos recientes, logré acompañar a uno de mis clientes en la primera travesía completa desde el collado de las Hirondelles hasta el del Géant, larga escalada de crestas que, en dos días solamente, nos permitió culminar todos los picos de las Grandes Jorasses y la arista de Rochefort.
El verano fue excepcionalmente bueno y mis clientes demasiado numerosos. A pesar del sordo cansancio que sentía, tuve que lanzarme plenamente a mi oficio de guía, y a finales de agosto estaba casi al borde del agotamiento. Sin embargo, tras unos días de reposo, volví a sentirme lo bastante fuerte como para volver a emprender mis actividades de aficionado.
A mediados de septiembre, y acompañado por Francis Aubert, el joven compañero que el invierno anterior había ido conmigo a Canadá, decidí probar suerte en la cara oeste de la Aiguille Noire de Peuterey, pared de roca que entonces sólo era escalada muy raras veces y que tenía fama de ser extremadamente difícil.
Al amanecer descendimos del collado de la Innominata por el glaciar de Frêney. El terreno era fácil y aún no hacía falta utilizar la cuerda. En la penumbra que todavía reinaba, cada uno buscaba su camino. Francis cometió un pequeño error de itinerario, se dio cuenta enseguida, y volvió a subir a donde yo estaba. Le di algunas explicaciones y, súbitamente, un gran bloque de roca que estaba empotrado en una chimenea se desplomó sobre él. Francis luchó un instante por desviar aquel enorme peso, y luego cayó por un vacío de más de cien metros.
En un instante me quedé en la montaña solo y desamparado.
En varias ocasiones yo había tenido que ir en busca de cadáveres de alpinistas caídos en plena escalada. En la guerra había visto morir compañeros míos a pocos metros de donde yo estaba. Y siempre me había parecido que mi alma era lo bastante fuerte como para resistir sin flojear la visión directa de un accidente de montaña.
Pero no era así… Loco de tristeza, estuve chillando largo rato el nombre de mi amigo. Pero sólo el viento de las altas cumbres contestó a mi dolor.
Aquel impacto me dejó profundamente afectado durante varios meses, y desde entonces quedó quebrada para siempre mi monolítica pasión por el alpinismo. Por primera vez me hacía preguntas: «¿Merece la montaña sacrificios como éste? ¿No era mi ideal un sueño loco?».
Me prometí a mí mismo no salir nunca de los caminos frecuentados por los guías tradicionales.
En otoño, y pese a mis dos años de ausencia, la École Nationale de Ski et d’Alpinisme me propuso integrarme de nuevo en el grupo de profesores como instructor para la temporada de invierno.
Canadá había constituido una experiencia interesante y fructífera, pero el esquí resultó demasiado decepcionante. La belleza de la nieve y los largos descensos me habían dejado una tenaz nostalgia. Incapaz de resistir durante más tiempo a sus atractivos y renunciando a considerables ventajas materiales, decidí quedarme en Chamonix.
Los embriagadores placeres del esquí y las profundas alegrías —aunque de difícil consecución— de las carreras me hicieron olvidar un poco el drama de la Innominata.
Hacia la primavera sentí de nuevo gruñir en mi corazón el imperioso deseo de volver a emprender la vida intensa y apasionante que, desde hacía diez años, comenzaba al llegar la estación de las flores. Olvidé, pues, mis prudentes resoluciones del otoño, y ya no soñaba más que en volver a lanzarme a nuevas aventuras.
Fue justamente por aquel entonces cuando me llegó una excitante noticia. Varios compañeros de París, animados por René Ferlet, habían ideado el plan de organizar una expedición hacia una cumbre de los Andes que ya era legendaria, el Fitz Roy.
Ya hacía algún tiempo que la fama de este Cervino de las antípodas había llegado a Francia. Las revistas alpinas nos habían revelado este gigantesco pico de granito, cuyas formas armoniosas se erigen con majestad unos 3300 metros por encima de los desiertos de la Patagonia.
Sabíamos que varias expediciones en las que iban algunos alpinistas de prestigio habían intentado vanamente escalar este seductor objetivo.
A pesar de su modesta altitud de 3450 metros sobre el nivel del mar, ninguna de estas expediciones había logrado superar el zócalo que sostenía su flecha final. Según los relatos de estas expediciones, esta última pared, que en su punto menos elevado parecía tener unos 750 metros, presentaba unas dificultades de escalada como mínimo iguales a las de las más duras ascensiones alpinas. Pero, además, todo el mundo estaba de acuerdo en que la dificultad se multiplicaría por diez debido al clima patagónico. Durante todo el verano, el mal tiempo casi incesante no dejaría más que unos pocos días para realizar el intento. El frío, mucho más agudo que en nuestras montañas, el hielo, que tapiza siempre la muralla, y, sobre todo, las tormentas de viento, súbitas y de extrema violencia, harían la escalada muy delicada y extremadamente arriesgada.
Fueron las inhumanas condiciones atmosféricas lo que desanimó a las anteriores expediciones, antes incluso de que hubieran empezado a librar la auténtica batalla.
El proyecto me entusiasmó de entrada. La idea de Ferlet me hizo volver a encontrar todo el ardor de siempre por las grandes escaladas.
El Fitz Roy era precisamente el tipo ideal de cumbre que ni los Alpes ni el Himalaya podían ofrecerme.
En el Annapurna pude disfrutar con extrema intensidad del viaje a otro mundo, la excitación de descubrir y explorar, así como el amargo sabor de una aventura de gran intensidad dramática. Pero como alpinista me había decepcionado.
A mi modo de ver, el alpinismo es, ante todo, una experiencia individual y una especie de arte. Además, las condiciones que encuentra el hombre en las grandes cumbres son tan rigurosas que no es capaz de triunfar únicamente con su valor, sino desplegando unas considerables capacidades técnicas y un gigantesco esfuerzo colectivo. Por ello, la aventura en el Himalaya me había parecido menos un arte que una empresa militar.
Mi sueño era enfrentarme a montañas que, aunque estuvieran a la altura de una simple cordada, presentaran problemas más complicados y exigieran un tipo de escalada con más aventura que las de los Alpes. El Fitz Roy, sin duda alguna, correspondía a este ideal.
Apenas enterado del proyecto de Ferlet, le pedí que me integrara en su equipo, y él aceptó enseguida.
Como la Patagonia se encuentra en el hemisferio austral, y debido a que por esta razón las estaciones van contrapuestas en relación a nuestro hemisferio, la partida estaba prevista para diciembre de aquel año. Hacía falta que pasaran todavía muchos meses antes de lanzarnos a la acción. Pero, mientras esperábamos, no faltarían ocupaciones…
En otoño, Ichac había terminado el montaje de la película sobre el Annapurna y la Federación Francesa de Montañismo había empezado a dar conferencias ilustradas con ese excepcional documento.
El éxito logrado había sido prodigioso. En París, cien mil personas habían hecho cola en la sala Pleyel para asistir a una de las cuarenta proyecciones que se llevaron a cabo. En las grandes capitales de provincia se apretujaron ante las taquillas importantes muchedumbres, y muchos espectadores se quedaron fuera de las salas repletas.
Herzog y Lachenal, con las extremidades todavía vendadas, fueron los comentaristas en la mayor parte de estas veladas, pero todos los demás miembros de la expedición se convirtieron a veces en improvisados conferenciantes. Algunos de ellos mostraron inesperadas dotes de orador; pero hay que reconocer que si la sinceridad y la espontaneidad de los comentaristas atraían la simpatía, la calidad intelectual de estas manifestaciones era, muy a menudo, de una gran pobreza.
A pesar de esto, el éxito continuaba y el público aplaudía a rabiar. ¿Estaba fascinado por la pureza y magnitud de la hazaña o simplemente le arrastraba el poder hipnótico de una tremenda publicidad? Es bastante difícil averiguarlo…
Durante el invierno, mi puesto de trabajo en la École Nationale de Ski no me había permitido participar apenas en esta gigantesca empresa que trataba de recoger fondos para dedicarlos a financiar nuevas expediciones francesas.
Naturalmente, fui a París para el estreno en la sala Pleyel. Algo después, y ante la insistencia de Maurice Herzog, hice comentarios en algunas sesiones celebradas en pequeñas localidades cercanas a Chamonix.
Mis comienzos en esta actividad de conferenciante se caracterizaron por el sello de la fantasía y de lo cómico; la primera manifestación alcanzó incluso el género satírico.
Después de terminar mis clases de esquí, salí al final de la tarde de Chamonix y, sin otra preparación que un banquete muy copioso, me vi lanzado como pasto para la muchedumbre de admiradores que atiborraban la sala.
En principio, no tenía que hacer más que una perorata sobre el Himalaya, dar algunas explicaciones preliminares con ayuda de fotografías en colores y terminar comentando la película de Ichac.
Yo no me había preparado en absoluto, no llevaba nada escrito y no había vuelto a ver la película desde el estreno celebrado en París. No hará falta decir que, aunque durante mi estancia en Canadá adquirí cierta costumbre de hablar en público, me sentí muy emocionado y pensaba que sólo la indulgencia de los espectadores me evitaría ser silbado.
Durante la presentación que hice al principio me olvidé de casi la mitad de lo que quería decir. Sin embargo, me llevé una gran sorpresa, porque los aplausos sonaron con más fuerza que una granizada.
A continuación, comenzó la proyección de diapositivas. Yo creía que serían las que vi en París. Pero en realidad se trataba de otra serie que yo no había visto nunca. Para colmo de desgracias el encargado de la proyección, que había venido de la capital con las máquinas y las películas, no tomó la precaución de ordenar los Kodachromes de acuerdo con un desarrollo lógico, de manera que las imágenes se fueron sucediendo de acuerdo con un orden regulado por las fantasías del azar… En primer lugar vi aparecer una foto del Annapurna que no me esperaba; aunque quedé sorprendido, logré improvisar un comentario, ligeramente anodino. Inmediatamente después aparecieron en la pantalla unas encantadoras bellezas nepalesas. Necesité un segundo para encajar el golpe y luego, gracias a un prodigio de agilidad intelectual, conseguí encontrar un vínculo entre las dos imágenes y, aproximadamente, proferí esta frase: «El Nepal es un país que goza de todo tipo de esplendores; mientras que en las regiones altas se erigen las montañas más bellas del mundo, en el fondo de los valles el viajero encuentra a menudo encantadoras jóvenes llenas de hechizo oriental que le hacen lamentar no poder quedarse».
Entonces apareció la tercera foto: ¡mostraba la imagen de un camión en una carretera!
Yo empezaba a volverme loco, y por la espalda me corría un sudor frío. De todas formas, haciendo trabajar mi mente a toda velocidad, pude encontrar una conexión, aunque vaga. Posteriormente apareció una foto del Dhaulagiri. Con ello recuperé la confianza y empecé a explicar que antes de escalar el Annapurna habíamos reconocido esta magnífica montaña. Fue entonces cuando se proyectó la quinta imagen; ante aquello, fui presa del pánico: ¡representaba una persona dando un salto de trampolín!
No veía ninguna forma de encontrar algo en común entre aquella escena, el Annapurna, las bellezas del Nepal y el transporte por carretera. Sin embargo, pasado el primer instante de estupor, me di cuenta de que el hombre que saltaba se me parecía. Fue así como llegué a entrever una solución; era peor incluso que las precedentes, pero de todos modos cualquier cosa era mejor que quedarme con la boca abierta, así que declaré:
—Este maravilloso atleta, señoras y señores, este hombre de poderosa musculatura y de gracia aérea, este hombre, soy yo…
¡Éste soy yo!
Tras un momento de duda, la sala estalló en una carcajada. Este éxito inesperado me dio mucha confianza, y como las fotos seguían apareciendo en un orden inimaginable, me lancé resueltamente al estilo cómico y peregrino.
La proyección se convirtió en algo parecido a una farsa del Himalaya y el público se retorcía de risa.
Por fin se proyectó la película. Como esta vez las imágenes se desarrollaban con avance lógico, ya no era posible hacer un comentario en plan chiflado. Entonces me acordé de un sabio consejo de Rébuffat: «Deja que hablen las imágenes».
Así pues, me contenté con dejar que la película fuera proyectándose, diciendo de vez en cuando alguna frase corta más o menos relacionada con la acción.
A la salida, esperaba que los organizadores me recibiesen con el ceño fruncido, pero no fue así. Estaban encantados. Todos me felicitaban diciéndome: «¡Qué comentario tan original!», «¡Qué gracioso es usted!», «Nos ha hecho pasar una maravillosa velada…».
Yo ignoraba todavía que raras veces son sinceras las felicitaciones, pero de todos modos me pareció que exageraban un poco.
Al cabo de unas semanas, como disponía de un breve descanso, fui a dar algunas conferencias al centro de Francia.
La primera debía celebrarse en Thiers. Por el camino tuve un fallo mecánico y llegué con mucho retraso. Llevaba conmigo el proyector de 16 milímetros que Lachenal me había enviado la víspera, y esperaba encontrarme con alguien capacitado para hacerlo funcionar.
Debido a un fallo de enlace con París, la sección del Club Alpino Francés que organizaba la velada no había recibido el aviso y no había ningún técnico de proyección preparado.
La sala estaba llena; la gente empezaba a dar patadas en el suelo. Yo pedí un operador.
—¿Cómo? ¿No es usted el que hace funcionar el proyector? —me dijeron muy sorprendidos.
—No tengo ni la menor idea de cómo funciona esta máquina —contesté con toda sinceridad.
Aquello fue la locura. Nadie sabía poner en marcha aquel aparato.
¿Qué podíamos hacer? Devolver el dinero de las entradas era una posibilidad, pero aquello podía mermar el prestigio del C. A. F.
Entonces, tomando una decisión, le dije al presidente:
—Traten de poner en marcha este aparato mientras yo hago la presentación y comento las fotos. Luego, ya veremos qué pasa.
Cuando aparecí en escena, el público, que estaba muy impaciente, me acogió con un aplauso cerrado. Mientras se proyectaban las fotos, una persona se me acercó discretamente y me dijo que nadie había logrado encontrar todavía el secreto del proyector, pero que seguían conservando esperanzas porque acababa de llegar un experto; luego me pidió que tratara de hacer mis comentarios lo más generosos posibles a fin de ganar tiempo y poder así salvar la velada.
Tras la proyección de la última fotografía, y como no tenía más informaciones para dar, empecé a contar historias que querían ser graciosas y no lo eran mucho. Pronto mi inspiración se agotó; las cosas empezaban a tomar un cariz lamentable cuando, por fin, apagaron las luces de la sala… Durante un instante apareció el título de la película sobre la pantalla, pero inmediatamente nos quedamos completamente a oscuras. Por alguna razón que no pude comprender, nadie encendió las luces. A pesar de la oscuridad, yo traté de contar algunas cosas, pero la indulgencia de los espectadores había terminado; unos golpeaban el suelo con los pies, otros silbaban, y alguien gritó:
—¡Que nos devuelvan el dinero!
Una borrasca de derrota empezaba a soplar cuando un rayo irisado atravesó la oscuridad y se dibujaron algunas frases de los títulos. Un enorme «¡Ah!» de satisfacción llenó la sala, y la esperanza subió hacia mi corazón en cálidas oleadas. Pero apenas había experimentado este sentimiento cuando de nuevo la sala quedó más oscura que una noche cerrada.
Yo pensaba que aquello era la catástrofe y quedé abrumado.
Las luces de la sala volvieron a encenderse y algunos espectadores se levantaron para irse, pero antes de que llegaran a la puerta las luces volvieron a apagarse. Ahora aparecían en la pantalla las primeras imágenes, y, contra todas las previsiones, la proyección de la película ya no se interrumpió…
Terminada la temporada de invierno, el Comité del Himalaya me pidió que hiciera una gira de conferencias durante un mes. Como en esta época del año no tenía mucho que hacer, acepté la proposición de muy buen grado, pues, aparte de pagarme los gastos de desplazamiento y hospedaje con auténtica generosidad, me pagaban un salario interesante.
Las escasas experiencias que había tenido aisladamente durante el invierno no me permitieron imaginar lo que me esperaba…
El empresario que había organizado este periplo, más interesado por acumular sesiones que por evitar la fatiga al conferenciante, había previsto un programa de una densidad enloquecedora.
Cada día, aparte de la conferencia para el público adulto, tuve que dar una y a veces dos sesiones matinales suplementarias para los niños de los colegios. Además, yo mismo tenía que montar y desmontar los aparatos de proyección, padecer innumerables vinos de honor, banquetes, recepciones y, naturalmente, conducir mi viejo coche de una ciudad a otra.
Las distancias que mediaban entre las diversas poblaciones eran generalmente bastante grandes, ya que el itinerario no había sido fijado con datos geográficos, sino de acuerdo con misteriosos imperativos comerciales. Los resultados a veces eran sorprendentes y, por ejemplo, me ocurrió que, tras hablar un día en Grenoble, a la mañana siguiente estaba en Annecy para dar las conferencias y al otro día tenía que hacerlo en Valence.
Yo no estaba preparado ni física ni sobre todo moralmente para vivir una vida tan poco higiénica y tan fatigosa para el sistema nervioso. Por esta razón, cuando regresé a Chamonix me encontraba más cansado que después de realizar treinta ascensiones seguidas, y resolví no volver a vivir jamás una experiencia así.
En aquel momento no pensaba que aquel era un juramento de borracho ni que, durante años, iba a recorrer las carreteras haciendo desesperados esfuerzos para encontrar cada día suficiente entusiasmo para hacer revivir al público unas aventuras que, a fuerza de repetir, habían quedado terriblemente descoloridas.
Con la llegada del verano reanudé mis actividades de aficionado y en septiembre volví a circular por las montañas puramente por placer. Fue así como, con la ayuda del buen tiempo, logré por fin coronar la escalada de la cara oeste de la Aiguille Noire de Peuterey, que tan trágicamente había empezado el año anterior.
Esta pared vertical y a veces extraplomada estaba considerada como una de las dos o tres escaladas sobre granito más difíciles conquistadas antes de la guerra, y este nivel acababa de ser superado únicamente por Walter Bonatti, en la cara este del Gran Capucin.
Durante la temporada de guía me había entrenado mediocremente para este tipo de acrobacias atléticas. En los puntos clave sentí que llegaba al límite de mis posibilidades.
En cambio, los jóvenes compañeros que ascendieron conmigo, entrenados como campeones de gimnasia por sus salidas semanales a las cortas pero extremadamente difíciles paredes calcáreas cercanas a las ciudades donde vivían, actuaban con una sorprendente facilidad.
De esta forma me vi obligado a constatar hasta qué punto esta forma extrema del alpinismo moderno requiere una preparación atlética minuciosa para aquellos a quienes la naturaleza no ha dotado de cualidades especiales para la escalada en roca.
Por otro lado, el importante tramo de escalada artificial exigido por esta pared me permitió ver con mayor claridad en qué medida tiene que ser monótono y pesado este procedimiento mecánico de avance cuando se prolonga varios largos de cuerda o incluso varios cientos de metros.
Al regreso de esta incursión en el terreno del sexto grado, quedé definitivamente convencido de que, en el marco demasiado estrecho de nuestras montañas europeas, el gran alpinismo, al no poder renovarse abordando problemas cada vez más amplios y complejos, estaba obligado a transformarse en un simple ejercicio de virtuosismo técnico.
Los progresos de la técnica, el perfeccionamiento del material y la mejora de los métodos de entrenamiento habían hecho demasiado eficaz al escalador; comprendí claramente que también en este campo la técnica estaba a punto de matar la aventura. Me pareció que para quienes buscan un modo de realizarse en el combate entre el hombre y la montaña ya no quedaría otra solución que tomar el camino desesperado de la escalada solitaria y la ascensión invernal.
A lo largo de los meses de ese verano el proyecto de expedición al Fitz Roy había empezado a tomar cuerpo, pero Ferlet se debatía entre grandes dificultades para ponerlo en marcha.
Aunque una gran empresa de esta magnitud requiere una cantidad de dinero cuatro o cinco veces inferior que la que exige una expedición al Himalaya, la financiación resultó muy difícil.
Gracias al éxito obtenido con el libro y las películas sobre el Annapurna, la caja del Comité del Himalaya estaba bastante llena. Sin embargo, como se deseaba conservar estos fondos para lanzar una tentativa contra el Everest, que Francia tenía derecho a esperar realizar, este comité no quiso asumir la financiación de la expedición a la Patagonia, aunque sí le dio una importante subvención. La sección de París del Club Alpino, otros organismos y algunos donantes redondearon la suma. Pero, a pesar de todas estas aportaciones, estábamos todavía lejos de alcanzar el presupuesto indispensable.
Ferlet pidió entonces a cada uno de los futuros miembros del equipo que aportasen una contribución notable a la empresa. Para lograrlo, Magnone no dudó en empeñar su viejo tractor en el Monte de Piedad, pese a que era su única riqueza. Por mi parte, puse en el fondo común casi todos mis ahorros.
Desgraciadamente hubo algunos que, como Jacques Poincenot, no disponían ni de un céntimo, y a pesar de todos nuestros esfuerzos seguíamos sin alcanzar la cifra mínima.
Empezábamos ya a desesperar cuando un simpático alpinista del Languedoc, el doctor Azéma, aportó lo que faltaba. A cambio pidió participar en la expedición y, para hacerla posible, aseguró personalmente una parte importante de las gastos. Quedando un poco endeudados, al final pudimos partir.
Esta nueva aventura en ultramar resultó ser mucho más apasionante y dura de lo que yo había imaginado.
Los argentinos nos acogieron con un entusiasmo, una gentileza y una amabilidad que en nuestra vieja Europa son inconcebibles.
El dictador de entonces, el general Perón, acudió personalmente a recibirnos. Para arreglar rápidamente nuestros problemas no dudó en molestar a varios de sus ministros, a los que ordenó que nos brindaran la ayuda de sus subordinados. ¡Me parecía como si estuviera viviendo un cuento de hadas!
Gracias a Perón, el viaje a la Patagonia fue un paseo para turistas de lujo, pese a nuestros escasos recursos económicos.
Sin embargo, las dificultades empezaron incluso antes de haber llegado a la fase de la montaña. Una crecida de un río y el mal carácter de un viejo gaucho nos obligaron a pasar una semana entera en espera de la llegada de los caballos de tiro.
El Fitz Roy está situado a menos de doscientos kilómetros al norte del Cabo de Hornos, célebre por la violencia de sus tempestades. El clima de esta parte extrema de América del Sur es casi tan riguroso como el del norte de Noruega, y los enormes glaciares que cubren esta parte de los Andes descienden casi hasta las aguas del océano Pacífico. En esas tierras australes, el verano es corto y solamente ofrece escasos periodos de buen tiempo. Nosotros no íbamos muy adelantados, y cada día perdido podía costarnos el éxito. Para ganar en parte el precioso tiempo que habíamos perdido tontamente, Jacques Poincenot y yo partimos para realizar un reconocimiento. Fue precisamente al vadear un torrente en plena crecida cuando mi compañero se ahogó.
Era un colega encantador y un escalador prodigiosamente dotado. Esta brutal desaparición nos hundió en la desesperación. Estábamos tan desmoralizados que durante dos días hablamos seriamente de hacer las maletas, antes incluso de haber planteado la batalla.
Afortunadamente, al cabo de unos días las fuerzas morales volvieron y la expedición, aunque gravemente debilitada por la pérdida de uno de sus mejores elementos, continuó.
Durante cerca de tres semanas las nevadas, cortadas por vendavales apocalípticos que a veces superaban los doscientos kilómetros por hora, suponían un obstáculo agotador.
Como las borrascas acabaron por rasgar y desmontar las tiendas del campamento I, nos vimos forzados a instalarlas en cuevas talladas en el glaciar. Hundidos en la nieve hasta por encima de la rodilla, tuvimos que rehacer casi cada día la pista que unía los diversos campamentos.
Pero, a pesar de estas detestables condiciones atmosféricas, al cabo de veinte días de esfuerzos desesperados pudimos establecer tres campamentos sucesivos y proveerlos de importantes reservas de alimentos y material.
El itinerario, que hasta el campamento II resultó relativamente fácil aunque largo, fue en cambio francamente difícil en el tramo de trescientos metros de desnivel que llevaba hasta el campamento III. Era una pared de hielo y roca digna de una gran cara norte de los Alpes. Para poder subir y bajar cómodamente de este nido de águila y, sobre todo, para izar hasta allá arriba nuestras pesadas cargas, fue necesario dotar toda esta sección de cuerdas fijas y escalas flexibles.
La región estaba habitada solamente por algunos ricos ganaderos de corderos, por lo que resultó imposible encontrar a un solo porteador que pudiera ayudarnos, y tuvimos que llevar nosotros mismos casi una tonelada de material, del que cerca de trescientos kilos tuvieron que ser subidos hasta el último campamento.
Los vientos casi incesantes, con unas borrascas que a veces alcanzaban una violencia inaudita y llegaban a tirarnos al suelo y, a veces, hasta a arrastrarnos varios metros, más el frío, la nieve y también la precaria existencia que nos veíamos forzados a llevar en nuestras húmedas grutas de hielo, hicieron que este trabajo de preparación fuese una experiencia más agotadora que ninguna de las que he vivido.
Las condiciones psicológicas de este combate preliminar no contribuían a facilitar nuestra tarea. Aunque numerosas lecturas nos habían dado informaciones sobre el hostil clima de la baja Patagonia, no habíamos imaginado encontrar condiciones tan desfavorables a la escalada.
Con este mal tiempo continuo e infinitamente más violento que el de nuestros Alpes, la esperanza que nos quedaba de poder vencer al Fitz Roy era tan débil como la salud de un moribundo. Un viejo adagio asegura que «la vida está hecha de esperanza». Sin la fuerza de la esperanza, nuestros esfuerzos y sacrificios se hacían muy difíciles de soportar.
A decir verdad, nunca he sabido hasta qué punto mis compañeros habían dejado de confiar en el éxito de nuestra empresa, pero la astenia de algunos y las crisis de desánimo que alcanzaron a los mejores me permiten pensar que su moral estaba gravemente tocada. En cuanto a mí, no me quedaba más que una pequeña esperanza de triunfar, y si me entregaba a la lucha con todas mis fuerzas lo hacía sobre todo «por principios». Porque quería haberlo probado todo y no tener que reprocharme nada luego. También, sin duda, lo hice por la alegría de gastarme en una tarea cuya finalidad ya no veía claramente pero que, por esta misma razón, me resultaba exaltante debido a su absoluta pureza.
Nuestro plan consistía en instalar el último campamento lo más cómodamente posible, abastecerlo de gran cantidad de víveres, e instalarnos en él permanentemente en espera de la llegada de uno de los dos o tres breves periodos de tiempo bueno y calmado que teníamos derecho a esperar de aquel verano patagónico.
Cuando por fin todo estuvo dispuesto, un equipo de tres subió a tomar posición; estaba formado por Guido Magnone, potente y dinámico alpinista de París, con notables cualidades como escalador en roca, nuestro cineasta y fotógrafo Georges Strouvé y por mí. Strouvé debía permanecer en el campamento para vigilar y filmar el avance, mientras que Guido y yo trataríamos de llegar a la cumbre. Apenas nos habíamos instalado en nuestra residencia de hielo cuando se desencadenó una violentísima tormenta que nos dejó aislados durante cinco días. El alcohol de quemar que alimentaba nuestros hornillos empezaba ya a escasear cuando la tormenta aclaró un poco y pudimos huir hasta el campamento base. Después de este secuestro, vivir entre los árboles y la hierba, sentarse al calor del fuego y saborear alimentos frescos nos dio más placer que el que en su vida hayan podido gozar los príncipes de Oriente…
De izquierda a derecha: Ferlet, Depasse, Terray, Azéma, Magnone, Ibáñez y Lliboutry.
El mal tiempo se prolongó otros dos días y la nieve bajó hasta el campamento base, que estaba situado solamente a ochocientos metros de altitud. Por la tarde de nuestro tercer día de descanso, el cielo se despejó completamente y quedó tan radiante como en una de las mejores tardes de un verano en los Alpes.
Como a la mañana siguiente el tiempo era espléndido, la esperanza de ver cómo nuestros esfuerzos alcanzaban por fin su objetivo nos animó con un entusiasmo capaz de derribar todos los obstáculos.
A pesar de la capa de nieve fresca en la que nos hundíamos hasta el vientre, turnándonos furiosamente logramos reintegrarnos al campamento III de un tirón. Cuando el alba nos vio emerger de nuestra gruta, el frío era intenso y el cielo estaba desapacible. A pesar de que las condiciones no eran muy prometedoras, lanzamos un intento. Pronto comprobamos que la escalada era extremadamente difícil. Hubo que poner numerosas clavijas, y Magnone tuvo que forzar un dificilísimo paso de escalada libre. A las siete de la tarde no habíamos subido más que un desnivel de 120 metros, de los 750 que tiene esa pared.
De acuerdo con lo previsto, volvimos a bajar hasta el campamento, dejando cuerdas fijas destinadas a facilitar una nueva subida. A la mañana siguiente, muy temprano, no había una sola nube que oscureciese el cielo y el aire estaba en completa calma. Por fin nos sonreía la fortuna y había que tratar de llevar a cabo la empresa sin desfallecer en nuestra ruta hacia la cima.
A fin de trepar con la máxima rapidez posible, decidimos adoptar una táctica muy audaz: acordamos llevarnos muchas clavijas para tener una amplia provisión y no perder unos minutos preciosos recuperando las que estaban mejor clavadas. Para contrarrestar el peso de tanto hierro, no llevábamos apenas alimento ni líquido y redujimos el equipo de vivac a una chaqueta de plumón y un anorak impermeable.
A pesar de las cuerdas fijas que habíamos dejado, necesitamos cerca de cuatro horas para alcanzar el último punto escalado la víspera. A partir de allí, la ascensión se hizo aún más lenta. Las dificultades eran extremas y a menudo teníamos que recurrir a la escalada artificial; un solo largo de cuerda nos exigió casi cinco horas de esfuerzos.
Cuando llegó la oscuridad no habíamos alcanzado todavía la mitad de la pared. Tuvimos que hacer vivac en una minúscula plataforma inclinada. Poco abrigados, sin agua y sin alimentos, pasamos una noche muy dura.
Al día siguiente las dificultades disminuyeron, pero pronto la roca empezó a aparecer cubierta de hielo y tuvimos que ponernos los crampones. Cada vez resultaba más difícil encontrar el itinerario y el tiempo empezó a estropearse.
Lo sabíamos perfectamente: si se levantaban los fuertes vientos mientras nos encontrábamos en la pared rocosa, nos resultaría imposible batirnos en retirada. Si los vientos duraban, nos veríamos condenados a morir de hambre y frío.
Impresionado ante esta amenaza, por unos instantes perdí el valor y quise volver a bajar, pero la firmeza de la resolución de Magnone ganó a mi debilidad. Al final, acabé por aceptar el enorme riesgo que pesaba sobre nosotros, y continuamos escalando. Nuestra reserva de clavijas se había agotado casi totalmente cuando por fin terminaron las dificultades. A las cuatro de la tarde nos encontrábamos en la cumbre.
Las nubes que, desde la mañana, ocupaban parte del cielo, habían aumentado y la niebla empezaba a envolver la cima. En cambio, y gracias a una suerte extraordinaria, el viento tardaba en irse.
Nuestro descenso fue una fuga desesperada. Tras dieciocho rápeles alcanzábamos las primeras cuerdas fijas. En aquel preciso instante, la tormenta, que hasta entonces nos había concedido una tregua, empezó a desencadenar sus fuerzas. Gracias a las cuerdas fijas podíamos, sin embargo, bajar pegados a la pared y, pese a las borrascas, regresamos rápidamente al pie de la montaña. A las diez de la noche, completamente agotados, nos dejamos caer en los brazos de nuestros amigos.
Después de haber vivido otras experiencias, escribí, en 1956, en los Annales du G. H. M. (Anuarios del Grupo de Alta Montaña):
«De todas mis ascensiones, la conquista del Fitz Roy es aquélla en la que más cerca he estado de los límites de mis fuerzas y de mi valor. Técnicamente hablando, sin duda no llega a ser tan “extremadamente difícil” como algunas de las grandes escaladas de granito que han sido realizadas en los Alpes en el curso de estos últimos años, pero lo que da valor a una gran escalada no es la acumulación de pasos de gran dificultad. En el Fitz Roy, el alejamiento de todo centro habitado, el mal tiempo que reina casi permanentemente en la zona, el hielo que tapiza la parte superior de la montaña y, sobre todo, los grandes vendavales que hacen pesar sobre los escaladores una amenaza de muerte, hacen que la ascensión sea mucho más compleja, arriesgada y agotadora que las de las más difíciles paredes alpinas».
A la vuelta del Fitz Roy.
Hoy en día sigo manteniendo esta misma opinión, y el éxito de Toni Egger y Cesare Maestri, que lograron triunfar en el Cerro Torre, cumbre vecina al Fitz Roy pero ciertamente incluso más difícil, constituye para mí la victoria más grande de la historia del alpinismo.
La expedición a la Patagonia terminó con una gran fiesta. Destacada como noticia importantísima por el Gobierno argentino, nuestra hazaña desencadenó un entusiasmo desbordante y nos pasamos unos veinte días de banquete en banquete y de recepción en recepción.
El Club Andinista de Mendoza y el ejército argentino nos invitaron incluso a intentar la escalada del Aconcagua, que, con su cumbre a 6960 metros de altitud, es el pico más alto de la cordillera de los Andes.
Esta escalada se realizó en cuatro días, sin progresiva aclimatación a la altitud, y a pesar de ser de extrema facilidad, estuvo a punto de terminar en desastre. Poco a poco, cada uno de los miembros del grupo cayó víctima del mal de montaña. Yo sufrí también bastante, pero logré sin embargo salvar el honor alcanzando la cumbre en compañía de Paco Ibáñez, el joven y simpático oficial argentino que anteriormente nos había acompañado a la Patagonia.
Esta ascensión a la vía normal del Aconcagua tenía sobre todo como objetivo fundamental procurarnos el entrenamiento necesario para poder probar a continuación la arista sureste, que todavía estaba virgen, y si todo salía bien, realizar posteriormente una exploración de la cara sur. Efectivamente, esta tremenda pared parecía constituir un magnífico objetivo para una futura expedición.
Desgraciadamente, en el descenso fue necesario ir a socorrer a un equipo de chilenos a los que el mal de montaña había abatido hasta el punto de dejarles en estado de coma. Aquello fue largo y penoso. Uno de ellos no pudo ser reanimado y al cabo de pocos días murió. Todas estas peripecias nos hicieron perder numerosos días y hubo que decidirse a regresar a Francia sin probar ni siguiera la arista sureste.
Apenas había regresado a Chamonix, se me ofreció la oportunidad de volver a partir hacia una nueva aventura en ultramar. Mis clientes holandeses, Kees Egeler y Tom de Booy, profesores ambos de geología en la universidad de Ámsterdam, tenían que ir a Perú a fin de realizar determinadas investigaciones científicas. Pero como querían que el viaje fuera agradable al mismo tiempo que útil, decidieron prolongar su estancia en aquel país para tratar de escalar una o dos grandes cumbres.
Como pensaban que ellos dos solos no tenían muchas posibilidades de conquistar un objetivo de gran categoría, me pidieron que fuera con ellos para guiarles en esas tentativas.
Mi experiencia en el Fitz Roy me había revelado en qué medida constituyen los Andes un maravilloso terreno de juego para los alpinistas, y nada podía entusiasmarme tanto como regresar allí.
No ignoraba que las cimas de Perú son muy diferentes a las de la Patagonia, pero todo me hacía pensar que, aunque con un estilo diferente, también podían colmar mis aspiraciones.
Sabía que en esta cordillera no tendríamos que escalar paredes de roca, en las que la ascensión sólo puede culminarse gracias a mil acrobacias de gimnasta, sino picos esbeltos a los que diversos fenómenos meteorológicos han cubierto de unas capas de hielo que forman pendientes, a veces tan abruptas, que todavía no habían podido ser superadas por medio de ninguna técnica.
También sabía que bajo el cielo azul del país que hace siglos fue el Imperio del Sol, el tiempo, que generalmente es bueno y estable, facilitaría nuestras empresas. En cambio, como las cumbres se elevan por encima de los seis mil metros, el enrarecimiento del oxígeno haría mucho más duros nuestros esfuerzos que en los grandes picos alpinos.
Lejos de disgustarme, la novedad que presentaban los problemas que íbamos a encontrarnos en las cumbres de Perú me parecía que les daba un acicate suplementario.
Por otra parte, las numerosas ascensiones que había realizado en los Alpes con Egeler y De Booy nos habían unido con una amistad entrañable. En muchas ocasiones había podido apreciar la valentía, el entusiasmo, el sutil humor y el sentido de la camaradería de estos dos vigorosos jóvenes. Pocas veces había podido encontrar a lo largo de mi carrera alpina unos compañeros con los que tuviera una simbiosis tan completa.
Fue así, con una alegría que nada enturbiaba, cómo acepté partir para probar una nueva aventura en el país de los incas.
Nuestro principal objetivo era el Nevado Huantsan, una bella montaña de 6395 metros, que era la cumbre virgen más alta de los Andes tropicales. A primera vista, esta ascensión parecía exageradamente larga y difícil para un equipo formado solamente por tres alpinistas y que disponía de un material escaso y poco perfeccionado.
Con la intención de aclimatarnos a la altitud y de familiarizarnos con los problemas específicos que plantean las montañas de la zona andina situada en los trópicos, decidimos que, en lugar de lanzarnos inmediatamente hacia el Huantsan, debíamos ir primero a medir nuestras fuerzas frente a los 5710 metros de un pico más modesto llamado Nevado Pongos.
Aunque en su parte superior presentaba una escalada muy difícil, esta cumbre fue conquistada en un día y medio a partir del campamento base.
En esta ocasión pude lograr una hazaña nada trivial. Efectivamente, gracias a la combinación del milagro de la aviación con algunas circunstancias favorables, me fue posible ir desde París hasta la cumbre del Pongos en ocho días, y sólo cuatro contando el tiempo desde Lima.
El Huantsan resultó mucho más difícil… La primera tentativa fracasó y estuvo al borde de terminar en tragedia. Cuando nos batíamos en retirada en plena noche, víctima de calambres tras una maniobra en falso, De Booy falló en un rápel, tuvo una caída libre de siete u ocho metros y rodó cuesta abajo a lo largo de más de setenta metros sobre una fuerte pendiente de hielo. Gracias a uno de estos prodigios de los que hay algunos ejemplos más en el alpinismo, se paró sobre el glaciar sin haber sufrido ninguna herida grave.
Después de algunos días de descanso y un periodo de tormentas, ya no nos quedaba suficiente tiempo para emplear el método clásico de la serie de campamentos. Había que forzar la técnica para lograr el éxito, que sólo podríamos conseguir mediante un método revolucionario. Tras descubrir un buen itinerario e instalar un campamento II hacia los 5500 metros, decidimos tratar de alcanzar la cumbre de una sola vez, transportando con nosotros todo lo necesario para vivir, escalar e incluso filmar durante siete u ocho días.
En el momento de partir, nuestras mochilas pesaban más de veinticinco kilos; cargados de aquella manera, la escalada a lo largo de finas aristas con cornisa en las que, a cada instante, era necesario realizar travesías en las fuertes pendientes glaciares situadas a ambos lados, resultó absolutamente extenuante. Después del primer vivac bajo tienda, el terreno se hizo más fácil y nuestras mochilas más ligeras. De esta forma, pudimos alcanzar la cumbre secundaria de la vertiente norte, situada a 6100 metros, y luego volver a bajar por la brecha que la separaba de la cima principal. El tercer día, después de una delicada escalada glaciar, logramos conquistar el Huantsan. Pero necesitamos otros dos días para recorrer en dirección contraria la distancia cercana a los tres kilómetros de arista que antes nos había conducido al éxito. Cuando por fin llegamos al campamento II, habían transcurrido cinco días. Nuestros porteadores mestizos, convencidos de que habíamos muerto, ya habían emprendido el camino hacia el valle.
Dos meses después de salir de París, volvía a estar en esta ciudad. Al día siguiente me encontraba ya en Chamonix y, al cabo de dos días, acompañando a dos clientes ingleses, haciendo vivac al pie del pilar de Frêney en el Mont Blanc. Veinticuatro horas después culminamos la tercera ascensión de este dificilísimo itinerario.
Esta breve expedición a Perú me dejó uno de los mejores recuerdos de toda mi vida. Sobre aquellos picos de formas atrevidas, a los que las gigantescas cornisas y los mantos de nieve dan una elegancia inigualable, no habíamos vivido una aventura tan intensa y dramática como en el Annapurna. Tampoco habíamos conquistado una cumbre tan prestigiosa como el Fitz Roy; ni siquiera habíamos logrado una hazaña verdaderamente notable en el plano técnico.
Sin embargo, en lugar de sentirme aburrido por la repetición continuada de las aventuras, regresé radiante de felicidad e imbuido del sentimiento de haber vivido unos días de una clase desconocida.
Equipados con bastante poco material, sin más ayuda que la de los porteadores mestizos, ladrones, cobardes y siempre dispuestos a desertar, partimos los tres escaladores hacia una cordillera salvaje, apenas poblada por algunos miserables indios a los que cuatro siglos de conquista han reducido a estado casi infrahumano. Débiles y aislados en medio de este mundo en el que toda ternura se hallaba ausente, y a pesar de los acontecimientos adversos, habíamos alcanzado nuestro objetivo en el tiempo limitado de que disponíamos.
Gracias a la simplicidad de los medios que habíamos empleado, habíamos conseguido devolver a las cumbres sus verdaderas dimensiones y habíamos dado a las dificultades su valor real. De esta manera, nos habíamos encontrado de nuevo con la aventura montañera en su auténtica pureza, tal como la habían conocido antaño Whymper y los primeros conquistadores.
En la arista del Huantsan, sin equipo de apoyo, sin conexión alguna con el exterior, habíamos estado verdaderamente separados del mundo. En aquella cresta blanca erigida contra un cielo de un azul profundísimo, no éramos más que tres compañeros atados a la misma cuerda y ligados a un mismo destino. Solamente nos empujaba hacia la cima sin gloria que habíamos decidido conquistar el mismo ideal sobre el que nuestra amistad se había fundamentado. Esta absoluta soledad, el hecho de habernos desprendido de las contingencias humanas y la amistad sin reservas que nos unía, dieron a la conquista del Huantsan un delicioso sabor de aventura fraternal. Y este factor ha sido el que me ha hecho querer más esta expedición que otras empresas más importantes.
Pero nuestro viaje a Perú no me proporcionó únicamente satisfacciones por las ascensiones que había podido realizar.
Además, y al igual que anteriormente en el Nepal, el antiguo imperio de los incas me reveló un mundo nuevo, un nuevo sentido de las cosas, una nueva poesía de la vida. Quedé auténticamente maravillado ante el esplendor de esta tierra en la que todo son contrastes y excesos. Y me sentí literalmente embargado por el encanto salvaje que se desprende de su pueblo de indios y mestizos, al mismo tiempo magníficos y variopintos, pero también sucios y groseros; locamente alegres, pero profundamente tristes; hospitalarios y amables, pero ladrones y brutales también; generosos y artistas, pero al mismo tiempo socarrones y borrachos.
Cuando volví a pisar la tierra de mi dulce Francia, conservaba todavía en mi interior una sorda nostalgia de aquel país elevado en grandes relieves en el que aún puede encontrarse la aventura al borde de cada camino. A partir de entonces, la esperanza de volver allí sería uno de los sueños que me acompañarían todas las noches.
Al cabo de cuatro años, y al igual que los sueños de juventud, éste también llegó a tomar forma real con más plenitud y vida de lo que me hubiera atrevido a esperar. Contra todo lo que pudiera suponerse, sobre los vestigios de esta primera expedición a Perú nació la que sería la segunda.
Hasta 1952 yo no había utilizado nunca ninguna cámara ni equipo fotográfico. En la época de la Walker y el Eiger, Lachenal y yo teníamos un ideal alpino tan puro que no nos parábamos ni un momento para sacar algún beneficio de nuestros éxitos de escalada por medio de los documentos que hubiéramos podido obtener. Además, incluso las Kodak más sencillas nos parecían maquinas demasiado pesadas y molestas y pensábamos que, de utilizarlas, disminuiría nuestro placer.
De hecho, a lo largo de los cinco años que duró nuestra cordada, no habíamos tomado ni una sola fotografía. En el Annapurna y en el Fitz Roy, mi mentalidad apenas había cambiado. Pensaba: «Llevamos especialistas, ellos pueden encargarse de filmar películas, ya que han venido exclusivamente para esto». Y me decía que si yo había ido para vencer una montaña, debía conservar y concentrar todas mis fuerzas para lograr ese objetivo.
En el Fitz Roy, mi obcecación en este sentido llegaba hasta tal punto que en más de una ocasión mandé a Strouvé a paseo cuando, para poder obtener una filmación mejor, me pedía que me parase o que volviera a descender algunos metros. Por otro lado, principalmente por culpa mía, no nos llevamos una cámara fotográfica cuando lanzamos el asalto final.
Sin embargo, a partir de ese momento, en el curso de los escasos días que pasamos en las laderas del Aconcagua, y debido a que en esa escalada los momentos de inactividad fueron numerosos, le pedí a Strouvé que me ayudase a matar el tiempo enseñándome la técnica del funcionamiento de esos misteriosos aparatos. Al igual que un niño lleno de curiosidad, y para divertirme, saqué algunas fotografías e incluso me llevé la cámara más ligera cuando hice la etapa final hacia la cumbre.
Cuando regresé a París, quedé muy sorprendido al constatar que, de hecho, había impresionado imágenes en la película, y que, a fin de cuentas, ¡los resultados eran incluso bastante aceptables! Fue entonces cuando comprendí que, contra lo que yo había sido lo bastante estúpido para pensar, la fotografía no era algo parecido a una cocina mágica, sino que se trataba de una técnica bastante sencilla. Justo en ese mismo periodo comprendí y comprobé que las fotos y las películas que nuestros especialistas habían traído de regreso de las expediciones en las que acababa de participar eran recuerdos de grandísimo valor, documentos que a lo largo de toda mi vida iban a permitirme volver a sentir en parte la alegría que había experimentado cuando viví aquellas horas excepcionales.
En el momento de partir hacia Perú sentía cierta tristeza al pensar que, dado que no nos acompañaba ningún técnico, me iba a encontrar después de las escaladas sin la posibilidad de disfrutar de las imágenes de esta aventura. Ciertamente, mis compañeros holandeses llevaban consigo un aparato fotográfico y una cámara vieja, pero sólo tenían unos pocos metros de película y su falta de experiencia era tan grande como la mía. Además, su cámara era demasiado pesada y frágil para poder ser usada en alta montaña.
Algunos días antes de la partida, y siguiendo un impulso bastante inexplicable, tomé bruscamente la decisión de tratar de filmar una película yo mismo. Como desde el punto de vista financiero no me encontraba en una buena situación, pedí prestados cien mil francos a un amigo, y me compré cuatrocientos metros de Kodachrome en cargador para utilizarlos en la cámara superligera que teníamos en la Patagonia.
La misma tarde de la compra me encontré de nuevo con mi amigo, el conocido cineasta J.-J. Languepin, quien, en cuanto se enteró de mi adquisición, exclamó:
—¿Y qué piensas hacer con esto? Ni a dieciséis imágenes por segundo tienes suficiente para conseguir algo utilizable. Aparte de que, sin experiencia, no lograrás producir más que cosas sin interés.
Ante aquello no pude contestar más que:
—Sólo es para tener un recuerdo y enseñárselo a los compañeros que puedan estar interesados…
Al cabo de un tiempo de reflexión, el rostro de Languepin perdió la tensión y su mirada algo glauca se iluminó con la expresión bondadosa que es corriente en él. Y a continuación añadió:
—Ven a verme mañana por la mañana, te daré algunos consejos. No eres más tonto que otros, y con un poco de suerte podrás quizá traer de vuelta algo que sea de verdad interesante.
A lo largo de toda la expedición a Perú seguí con la mayor fidelidad posible los consejos que había recibido de mi amigo. Por otro lado, me impuse el esfuerzo de llevar conmigo la cámara en la escalada de la arista final del Huantsan y, a pesar del frío que hacía y del fuerte viento, me obligué a utilizarla frecuentemente. Posteriormente, estas imágenes, hábilmente montadas por Languepin y completadas por las que habían sido rodadas en el valle con la cámara holandesa, permitieron crear una película de unos cuarenta minutos de duración. Desde luego, que no se trataba de una obra maestra. Numerosas imágenes eran de una calidad mediocre y, en general, se notaba la falta de destreza. Sin embargo, y a pesar de sus imperfecciones, la película contaba de una manera ingenua, pero bastante completa, la historia de nuestra aventura. En fin, y sobre todo, los planos rodados en la arista terminal, aunque no eran especialmente espectaculares, representaban algo que no se había visto nunca hasta entonces: por vez primera, unos espectadores sentados en una sala oscura podían ser testigos de las auténticas evoluciones de unos alpinistas escalando una cima difícil hasta la mismísima llegada a la cumbre. Ante este documento, muchas personas competentes afirmaron que se trataba de un material de suficiente interés como para atraer a un público bastante amplio.
Sin esperanzas de obtener unos beneficios comparables a los que habían producido las conferencias acompañadas de la proyección de la película que trajimos al regreso de la primera victoria sobre un ochomil, podía como mínimo imaginarse que con el nuevo film sería posible recoger fondos que permitirían montar otra expedición a Perú, y esta idea me entusiasmó.
El empresario que había organizado las fructíferas giras con el film del Annapurna se mostró interesado por el proyecto, pero opinó que la película era demasiado corta. Entonces sugirió que rodásemos un documental sobre la escalada de los Alpes, lo cual nos daría material suficiente para completar el programa.
Entonces se me ocurrió la idea de hacer una película sobre el esquí en alta montaña. Como el esquí era un deporte mucho más popular que el alpinismo, pensé que un documento así podría llegar a un público numéricamente mayor. Por otro lado, mis cualidades de esquiador, combinadas con mi experiencia alpina, parecían facilitar bastante el rodaje.
Pero realizar una película de cierta duración, aunque sea en dieciséis milímetros, sale muy caro, y yo me encontraba prácticamente sin dinero. Felizmente, varias firmas de artículos de esquí aceptaron financiar parte de mi empresa, a cambio de la aparición de su publicidad en los títulos de la película. Pidiendo prestado a derecha e izquierda, y tras bastantes dificultades, por fin me encontré en una situación que me permitía pasar a la acción.
Mi idea consistía en rodar una película sobre los descensos acrobáticos de pendientes extremadamente inclinadas; el año anterior se habían realizado varios descensos de este tipo. Pero, al final, decidí limitar la acción a la cara norte del Mont Blanc que, aunque menos difícil que otras vertientes, no había sido todavía recorrida hasta aquel momento por ningún esquiador.
La realización de esta película fue una aventura muy emocionante. El mal tiempo nos mantuvo bloqueados en varias ocasiones en el refugio Vallot, a 4360 metros de altitud. Las semanas iban pasando sin que nosotros progresáramos, y Jacques Ertaud, que había empezado el rodaje, tuvo que abandonarlo, llamado por otro contrato. Felizmente, Georges Strouvé logró librarse de sus compromisos y acudió a sustituirle.
Pero apenas había llegado al lugar de rodaje cuando, al filmar una escena de enlace, yo fallé en un viraje y salté una franja de seracs de más de veinte metros. Luego caí rodando por una pendiente fuerte y no logré pararme hasta unos metros antes de un gran precipicio. Cuando volví a levantarme, un agudo dolor en la espalda me reveló que una de mis vértebras estaba algo desplazada.
El buen tiempo volvió, sin embargo, y, aunque gravemente limitado por mi herida, logré realizar el descenso con mi amigo norteamericano Bill Dunaway, mientras que Strouvé, ayudado por Pierre Tairraz, logró filmar de modo bastante completo nuestras evoluciones.
La película, un poco humorística, estaba construida en torno a este primer descenso del Mont Blanc, y resultó muy satisfactoria. Tanto, que logró el primer premio en el Festival Internacional de Trento. Contra toda esperanza, La conquête du Huantsan (La conquista del Huantsan) obtuvo el segundo premio.
Las conferencias ilustradas con la proyección de las dos películas no atrajeron a grandes masas. Sin embargo, los resultados fueron lo bastante satisfactorios como para justificar sobradamente los molestos y penosos esfuerzos que representan los largos rodajes. Gracias a las sumas recogidas por este medio, en 1956 pude volver a Perú con mis amigos holandeses y vivir en ese país una aventura más apasionante aún que la de mi primera estancia en los Andes.
El año 1952, en el que había logrado realizar dos expediciones victoriosas, fue especialmente bueno para mí.
En cambio, 1953 fue un periodo difícil. Después de La Grande Descente du Mont-Blanc (El gran descenso del Mont Blanc), realizada con tantas penalidades, me sentía afectado por una rigidez bastante fuerte en la columna vertebral y sufría además un dolor soportable pero molesto. En aquellas condiciones de inferioridad experimentaba dificultades bastante graves para la práctica de mi oficio de guía. En el mes de septiembre, lejos de poder intentar varias escaladas importantes en plan aficionado, como tenía por costumbre hacer cada temporada, tuve que reunirme con mi padre en Aix-les-Bains, donde trabajaba como médico, para someterme allí a tratamiento.
Durante el otoño empezó a perfilarse de manera palpable mi esperanza de volver a participar en una expedición al Himalaya.
Tras la conquista del Annapurna, el Comité Francés del Himalaya tenía derecho a realizar un intento de escalada dirigido hacia el Everest, con un equipo de alpinistas franceses.
Desgraciadamente, las circunstancias no permitieron que este proyecto llegara a ser realidad. En 1951, una expedición británica exploró la vertiente nepalesa, que hasta ese momento no había sido vista de cerca por ningún europeo. El equipo británico regresó diciendo que, contra lo que se había creído siempre, el punto más alto del globo era quizá accesible por ese lado.
Después de este descubrimiento, varias naciones pidieron al Gobierno de Nepal que autorizara la entrada de un equipo para atacar esta célebre montaña. Tras algunas difíciles negociaciones, se decidió al final que los suizos lanzarían un intento en 1952, los británicos en 1953 y los franceses en 1954.
Como no disponían de mucho tiempo para prepararse, los suizos tuvieron que organizar su expedición apresuradamente; a pesar de esta circunstancia, resultó un intento muy fuerte. Pero como tuvieron la desgracia de no haber tenido tiempo de poner en servicio un inhalador de oxígeno eficaz y ligero, la cordada de punta, formada por el guía ginebrino Raymond Lambert y el sherpa Tensing Norgay, no pudo superar una altitud de más de 8500 metros. La hazaña era notable y permitía presagiar un futuro éxito. Sin embargo, la altura alcanzada no superaba seguramente la que, mucho antes de la guerra, habían logrado escalar los británicos en dos ocasiones ya, por la arista norte.
Después de esta tercera experiencia, casi todo el mundo estaba seguro de la existencia de un «techo» fisiológico que se encontraba alrededor de los 8500 metros. Como, llegados a esta altitud, hombres tan excepcionalmente robustos y bien entrenados como Lambert y Tensing no lograban ni siquiera poner un pie delante del otro, se podía llegar lógicamente a la conclusión de que a partir de esa altura el aire no contenía ya el oxígeno suficiente para permitir la supervivencia de un escalador, por dotado que fuese.
Los anglosajones, que contaron con mucho dinero y que dispusieron de casi dos años para lanzar su intento, organizaron una expedición enorme. La concibieron como si se tratara de una operación militar, y además la pusieron bajo el mando de un oficial del ejército. El número de los que la formaban era de trece europeos y cuarenta sherpas.
Gracias a las gigantescas proporciones del sistema piramidal que debía llevar dos hombres hasta la cumbre, gracias a una organización excelente, y, sobre todo, gracias a la eficacia de unos inhaladores ligeros que permitían a los escaladores respirar una mezcla de aire y de oxígeno en una proporción comparable a la que se encuentra alrededor de los 6000 o 6500 metros, el gigante de la tierra sucumbió sin haber opuesto ninguna verdadera dificultad técnica.
Esta victoria señaló el final de una epopeya que había durado más de treinta años. Pero también marcaba un giro decisivo en la evolución del alpinismo y la conquista de las altas cumbres.
Había sido conquistada la cumbre más elevada del mundo para el hombre de la calle que, fascinado por la magia de las cifras e ignorante de las verdaderas razones de tales empresas, no veía en las expediciones dirigidas al Himalaya nada que no fuera el intento de conseguir un récord, con la conquista del Everest ya estaba todo dicho; en aquellas montañas ya no podía buscarse nada más, como no fuera al abominable hombre de las nieves o un filón de oro.
Con motivo de esta reducción del interés que podía sentir el gran público, a partir de aquel momento iba a ser muy difícil financiar nuevas expediciones por medio de la utilización de las fuentes de dinero tradicionales que son la prensa, el cine, la publicidad y el patriotismo de los gobiernos.
Sin embargo, para los verdaderos apasionados por el Himalaya, la conquista del Everest, lejos de ser un final, no era sino el comienzo de una nueva era: ¡quedaban por conquistar las cimas más inaccesibles!
Después de que fuera conquistado el punto culminante del globo, varios países quisieron enviar expediciones en pos de una u otra de las tres o cuatro cimas cuya altitud se aproxima más a la del Everest.
A partir de ese momento se libró una especie de competición internacional, algo estúpida, con intención de obtener la autorización para tratar de alcanzar la cumbre más alta de las que todavía seguían vírgenes.
Los italianos, que ya habían realizado grandes esfuerzos de negociación con el gobierno del Pakistán, recibieron autorización para lanzar un intento contra la segunda cumbre del mundo, el K2 (8611 metros), que se encuentra situado en el territorio de esta república musulmana.
Los franceses hubieran quizá logrado obtener el permiso para intentar escalar el Kangchenjunga (8585 metros), casi tan alto como el K2, pero este pico había sido ya reconocido por una expedición inglesa que había dejado entrever que había grandes posibilidades de éxito. El Comité del Himalaya, con un espíritu deportivo de notable elegancia, decidió no tratar de disputarles esta cumbre.
Entonces se abrían dos posibilidades: tratar de escalar la cuarta cima del mundo, el Lhotse (8501 metros), o la quinta, que es el Makalu (8490 metros). La primera de ellas tenía la ventaja de ser algunos metros más alta, pero de hecho se trataba solamente de la punta sur del Everest, y para conquistarla habría que utilizar tres cuartas partes de un itinerario que ya había sido abierto por los suizos y los británicos. Debido a esta situación, la belleza de la conquista y la parte de descubrimiento que podría tener quedaban bastante disminuidas.
El Makalu era, por el contrario, una magnífica pirámide aislada en una región salvaje. Hasta aquellos momentos sólo dos caravanas ligeras de exploradores habían recorrido rápidamente la parte más baja de su vertiente oeste y ambas habían regresado muy impresionadas ante las enormes dificultades que parecía plantear su escalada. Al leer sus informaciones, parecía que incluso el hecho de acercarse a la montaña ya planteaba problemas. Todos los que habían observado este pico desde lejos, y sobre todo desde el Everest, estaban de acuerdo en reconocer que, a juzgar por su aspecto, era el ochomil que más resistencia podía ofrecer.
La belleza de esta montaña, el evidente interés de la escalada tanto desde el punto de vista de la exploración como por los aspectos deportivos, hicieron que ésta fuera la preferida sin discusión.
Entonces se dirigió una solicitud de permiso al Gobierno del Nepal, que muy pronto nos informó que ya había sido concedida una autorización, para el año 1954, a una expedición americana.
Cuando esta noticia llegó a París, durante unos días se pensó dirigir la expedición al Lhotse. Pero, después de reflexionar, el comité juzgó que el equipo norteamericano era demasiado flojo y no tenía suficiente experiencia y que, por tanto, sus posibilidades de triunfar no eran muy elevadas, y fue así como se decidió intentar el asalto del Makalu en 1955. Sin embargo, con intención de tener las máximas posibilidades de éxito cuando lanzáramos nuestro intento, el comité tomó la sabia resolución de enviar antes de la expedición de asalto un equipo de reconocimiento; este equipo debía utilizar el corto periodo que va desde el fin del monzón hasta el comienzo del invierno para explorar el Makalu durante el otoño de 1954. El jefe del equipo fue Jean Franco. Su situación, sin embargo, no le permitía hacerse cargo completamente del ingrato trabajo de los preparativos, y fue así como Lucien Devies nos pidió a Guido Magnone y a mí que asumiéramos una importante parte de esos esfuerzos. A Jean Couzy le encargó la puesta a punto de unos inhaladores de oxígeno inspirados en los que habían utilizado los ingleses, pero, a ser posible, más ligeros.
El Makalu, con sus 8490 metros, es inferior al Everest en unos 380 metros; esta cifra, que en horizontal es muy pequeña, constituye una diferencia de desnivel considerable cuando se sitúa a una gran altitud. Aparte de que la disminución del oxígeno se hace cada vez más señalada y, por tanto, es más difícil de vencer a medida que se va subiendo, una diferencia de nivel de esos metros obliga a instalar un campamento suplementario, lo cual implica una organización general más complicada. Es indiscutible que esos 380 metros de menos iban a permitirnos no tener que organizar una expedición tan pesada como la que acababa de vencer en su asalto a la cumbre más elevada del mundo. Por el contrario, la inclinación fortísima y el carácter rocoso de la pirámide terminal del Makalu parecía que iba a oponernos unas dificultades técnicas muy superiores a las que habían encontrado los británicos.
De hecho, tratar de escalar una pared de roca situada entre los 8200 y los 8500 metros era un proyecto atrevido y se trataba además de una nueva concepción de la escalada que marcaba un gran paso adelante en «el himalayismo».
Su realización planteaba numerosos problemas, cuya solución parecía aleatoria.
Nuestra intención era poner en pie una expedición menos numerosa y menos onerosa que la expedición que había vencido el Everest, pero también, de ser posible, más eficaz incluso. Para lograrlo, se decidió asumir todos los problemas desde la base misma, sin tener en cuenta las soluciones adoptadas en el pasado, y tratar de hacer que cada elemento del problema fuera resuelto de manera más racional y eficaz.
A lo largo de los meses de abril, mayo y junio de 1954, Franco, Magnone, el doctor Rivolier, que iba a ser el médico de la expedición, yo y, en su terreno particular, Couzy, trabajamos ininterrumpidamente a fin de concebir no solamente un tipo nuevo de inhalador de oxígeno, una ropa y un material de campamento más ligeros, más cálidos, más prácticos y tan robustos como los que habían sido utilizados por nuestros predecesores, sino también una alimentación más agradable, ligera y adecuada a las leyes de la dietética y del funcionamiento fisiológico del hombre a grandes altitudes, con un embalaje práctico y ligero y, en último término, una serie de ideas y tácticas nuevas y originales.
…concebir material más ligero…
A finales de junio ya estaba todo dispuesto para enviar la expedición que debía realizar un reconocimiento de la montaña y que, aparte de los hombres ya citados, debía incluir también a dos guías de procedencia urbana, Pierre Leroux y Jean Bouvier. Como la partida se fijó para comienzos de agosto, tuve todavía tiempo suficiente para consagrarme durante un mes a acompañar a algunos de mis mejores clientes.
Durante todo este periodo de preparación estuvimos esperando con cierta ansiedad la llegada de noticias sobre el resultado de la expedición norteamericana que, tal como se había previsto, estaba a punto de realizar una tentativa en «nuestra montaña».
Pero, al final, llegó la noticia de su fracaso. Por motivos que todavía no llego a comprender, los norteamericanos habían lanzado su asalto por la arista sureste, que, sin embargo, y a juzgar por las pocas fotografías aéreas de que disponíamos, no parecía que fuese en modo alguno el itinerario más conveniente. Los americanos, tras enfrentarse a grandes dificultades, tuvieron que batirse en retirada sin haber conseguido elevarse hasta una altitud verdaderamente importante.
Al mismo tiempo que nos enteramos de la falta de éxito de la expedición norteamericana, supimos también que una expedición neozelandesa, dirigida por Hillary, que en teoría debía solamente intentar dos o tres sietemiles cercanos al Makalu, también había lanzado un intento de alcanzar la cumbre de «nuestra montaña».
Los neozelandeses, viendo a los norteamericanos estrellarse ante los problemas que presentaba la arista sureste, decidieron probar suerte por otro camino, y lograron elevarse hasta los siete mil metros por la arista noroeste. Una vez allí, se vieron detenidos por una pared de hielo y placas de roca lisa y no pudieron subir más.
Estas dos tentativas no parecían haber arrojado mucha luz sobre los problemas que planteaba el Makalu. Por el contrario, el fracaso de los neozelandeses a sólo siete mil metros indicaba que las dificultades que íbamos a encontrar estaban en una zona mucho más baja de lo que habíamos supuesto.
Después de todo aquello, se imponía más que nunca la necesidad de hacer un reconocimiento antes de lanzar el asalto contra una montaña tan compleja y difícil.
La marcha de aproximación, realizada en pleno periodo monzónico, fue penosa y difícil debido a las incesantes lluvias. En varias ocasiones topamos con ríos muy crecidos que inutilizaban los vados y tuvimos que realizar grandes rodeos para encontrar pasarelas que cruzaran los diversos cursos de agua. Sólo después de veinticuatro días de esfuerzos logramos instalar el campamento base al pie de la impresionante cara oeste del Makalu.
A pesar del calor, la humedad y los ataques de miles de sanguijuelas, esta marcha de aproximación realizada a través de una región mucho más salvaje que la que cruzamos en 1950 cuando íbamos al Annapurna, fue para mí constantemente hechizadora. Con algunas variantes, volví a encontrar todo lo que me había gustado del Nepal: la poesía de su abundantísima vegetación, la filosofía sonriente de sus habitantes, lo pintoresco, en una palabra, todo el encanto de este país que ya me había embrujado cuando lo visité por primera vez y que permanecerá en mi interior hasta el día de mi muerte.
Antes de intentar lanzar incursiones hacia las laderas del Makalu, el equipo se sometió antes a un entrenamiento progresivo que nos permitió alcanzar una forma física y un nivel de aclimatación a la altitud verdaderamente satisfactorios.
Durante todo este periodo logramos escalar varias cumbres secundarias de los alrededores. Cuando observábamos nuestro objetivo desde estos miradores nos dedicábamos especialmente a estudiar su vertiente nepalesa, para conocerla en detalle. Fue así como acabó por resultar evidente que la única posibilidad razonable consistía en trazar un itinerario en helicoide que, partiendo de la cara noroeste, alcanzara la arista norte-noroeste por la vía que probaron en vano los neozelandeses, para dirigirse luego hacia la cara norte. Sin embargo, no nos fue posible poder ver directamente la parte superior de esta vertiente. Era ésta una grave incógnita, sobre todo teniendo en cuenta que, según las fotografías aéreas, esta cara parecía abrupta y rocosa.
Establecimos rápidamente tres campamentos sucesivos, de los cuales el último quedó instalado cerca de los 6400 metros, constituyendo un campamento base avanzado. Después, y al cabo de poco tiempo, se instaló el campamento IV cerca de los siete mil metros, sobre un balcón glaciar situado en plena muralla. Poco más tarde, Bouvier y Leroux lograron forzar la pared que había detenido a nuestros predecesores y situaron un campamento V en un paso de la arista norte-noroeste, hacia los 7400 metros. Hasta ese momento el tiempo que habíamos tenido fue bueno, aunque muy frío y pasablemente ventoso. Estas condiciones penosas pero soportables se deterioraron poco a poco. El viento empezó a soplar con una fuerza propia de una tormenta, y la temperatura descendió tanto que en el campamento III el termómetro no lograba prácticamente subir por encima de los veinte grados bajo cero.
En aquellas condiciones, la simple subsistencia era ya una dura prueba. A pesar de todo, las tentativas lanzadas para tratar de realizar un reconocimiento de la vertiente norte continuaron casi sin descanso. Aprovechando un periodo de calma, Jean Franco y yo, acompañados de dos sherpas, tuvimos la suerte de triunfar en la ascensión de una importante punta situada en el extremo de la arista norte-noroeste, inmediatamente encima del campo V. Esta cumbre de 7660 metros era conocida por el nombre de Makalu II o pico de Kangshung.
Desde este punto de observación, nuestras miradas pudieron por fin posarse sobre parte de la cara norte del Makalu. Nos dio la sensación de que la escalada era posible, pero la muralla rocosa que termina esa cara, y también una importante franja de seracs que aparecía más abajo, parecían representar obstáculos fuertes. Además, toda esa cara tenía mucha pendiente y era evidente que, en primavera, cuando abundan las nevadas, el peligro de avalanchas sería grande. De todas formas, había que convenir que, como nuestra visión de la cara norte era en un ángulo de tres cuartos, la única manera de corroborar nuestra impresión era escalar el pico del Chorno Lönzo, una cumbre de 7800 metros, situada más al norte, pero que estaba unida por una fácil arista a una meseta glaciar situada bajo el campo V.
A lo largo de los siguientes días, Bouvier y Leroux, y después Couzy y Magnone, subieron por turnos para tratar de elevarse lo más posible por la cara norte, con intención de descubrir al menos el comienzo del itinerario; pero, una vez más, se desencadenó el huracán con más violencia que nunca y, a pesar de que el cielo seguía inmaculadamente azul, se vieron rechazados hasta el campo III.
Las condiciones de existencia llegaron a ser tan infernales que Franco decidió levantar el sitio y nos pidió a Couzy y a mí que tratáramos de recuperar la tienda y el material que habíamos abandonado en el campamento V. Pero la idea de irnos del Himalaya esta segunda vez sin haber podido conquistar una gran cumbre nos roía las entrañas y pedimos a nuestro jefe permiso para tratar de escalar el Chorno Lönzo, en caso de que el vendaval amainara un poco.
Con sus 7800 metros, el Chorno Lönzo es una cumbre bastante individualizada, hasta el punto de que, algunos años atrás, una expedición alemana había pensado tomarla como objetivo. Aparte de que nos permitiría observar la vertiente norte del Makalu en condiciones óptimas, su ascensión constituía para nosotros un «trofeo» nada despreciable.
A nuestra llegada al campo V la tienda se había hundido y estaba algo estropeada. Sólo gracias a un milagro había logrado resistir aquellas condiciones sin que la tempestad se la hubiera llevado del todo. La temperatura estaba alrededor de los treinta grados bajo cero y el viento soplaba con cierta violencia. En aquellas condiciones, sólo a costa de grandes sufrimientos y dolores en las manos conseguimos reparar y volver a montar la tienda. Apenas nos habíamos instalado en su interior cuando empezó a desencadenarse una tormenta digna de la Patagonia. Las borrascas que barrían el hueco en forma de tobera donde se encontraba nuestra tienda superaban sin duda los 150 kilómetros por hora. Pero tuvimos la suerte de que nuestra tienda estuviera orientada en la misma dirección que tenía el viento, y su forma muy aerodinámica le permitió resistir, contra todas las predicciones. Cada vez que soplaba una ráfaga se doblaba y parecía empequeñecerse. Luego, cuando la presión cedía por un instante, volvía a enderezarse haciendo un ruido violento. Varias costuras empezaron a abrirse, pero gracias a unos imperdibles logramos evitar el desastre. Durante varias horas pasamos una ansiedad terrible, los tres sherpas que nos acompañaban habían perdido el color de tanto miedo, pero el hombre acaba por habituarse siempre a las situaciones más críticas. Como si fuéramos unos soldados en primera línea, acabamos por dormirnos vestidos y con las botas puestas.
Al amanecer, el viento había perdido la mitad de su violencia y Couzy se empeñó en intentar al menos la escalada del Chorno Lönzo; a pesar de las súplicas de los sherpas y de mi absoluta falta de entusiasmo, su dinamismo acabó por triunfar.
Descendiendo a lo largo de unas grandes pendientes de poca inclinación llegamos a un collado situado alrededor de los 7200 metros. Allí empezaban unas aristas que no presentaban grandes dificultades y que conducían hasta los 7800 metros del Chorno Lönzo.
Programamos el caudal de nuestros reguladores a cuatro litros por minuto y empezamos a subir, pero las borrascas volvían a recuperar su fuerza y pronto alcanzaron una violencia tan terrible que, cuando nos golpeaban, nos resultaba imposible permanecer en pie. Sin embargo, gracias a que la nieve estaba dura, a la ausencia de dificultades técnicas y también a que nuestros aparatos de oxígeno funcionaban de forma excelente, logramos incluso continuar. Avanzábamos a saltos, como soldados lanzados al ataque: corríamos con todas nuestras fuerzas pendiente arriba; luego, cuando llegaba a nuestros oídos el aullido que precedía a la siguiente, nos agachábamos con la espalda vuelta hacia la tormenta, aferrándonos a nuestros piolets.
Cuando estábamos ya acercándonos a la cumbre, un frío intenso, que seguramente estaba cerca de los 35 grados bajo cero, acabó por llenar de escarcha las válvulas de nuestros reguladores. Pero la suerte nos acompañó y encontramos una cornisa que nos protegía; cobijados por ella, conseguimos poner remedio a este desastre. De todas maneras, a partir de aquel momento la escarcha tenía tendencia a reproducirse constantemente y tuvimos que mantener todo el rato una de nuestras manos, envuelta en gruesas manoplas de nailon y piel, aferrada al morro de nuestra máscara de oxígeno.
Alcanzamos la cumbre aproximadamente a mediodía. Desde aquel punto de observación, podíamos ver completamente la vertiente norte del Makalu y nos pareció evidente que su escalada era posible. Incluso pudimos trazar casi con exactitud el itinerario más favorable.
El regreso al campo V fue dramático. Durante el descenso nuestras botellas de oxígeno llegaron a agotarse, e inmediatamente la marcha se hizo mucho más penosa. Sin embargo, estábamos seguros de que encontraríamos en el collado de acceso las dos botellas llenas que habíamos dejado allí, plantadas de pie en la nieve para poder verlas fácilmente, y no nos vimos atormentados por ninguna inquietud. Pero, en cuanto llegamos a aquella enorme extensión de nieve, no hubo forma de encontrar las botellas. Primero pensamos que el viento las había derribado y estuvimos buscando largo tiempo por las numerosas protuberancias de nieve que había creado el viento en toda la zona. Yo estaba fatigado por todos los esfuerzos que había realizado, y la falta de oxígeno me extenuaba. Sentía la penosa impresión de ser un pez fuera del agua. Couzy quiso volver a subir al campo V sin oxígeno, pero yo no me sentía ya con fuerzas y seguía buscando tercamente las botellas.
Empezaba ya a desesperar y, con la muerte metida en el alma, estaba a punto de resignarme a tratar de seguir a Couzy, cuando descubrí las botellas derribadas por el viento y parcialmente cubiertas por la nieve. Al cabo de menos de dos horas nos encontramos de nuevo con los sherpas, que nos recibieron con una auténtica fiesta, ya que pensaban que habíamos muerto. Una vez que tomamos unas bebidas calientes y desmontamos la tienda, tuvimos que huir apresuradamente de aquel lugar verdaderamente inhumano. Gracias a las numerosas cuerdas fijas que estaban dispuestas en los pasos más difíciles, llegamos al campo III en las primeras horas de la noche.
Esta jornada, marcada por la inflexible voluntad de Couzy, es una de las más duras e intensas que haya vivido a lo largo de toda mi existencia. Hoy mismo, mientras estoy inclinado sobre el papel y evoco su recuerdo, me parece una de las más bellas.
La expedición de reconocimiento del Makalu fue verdaderamente penosa debido al frío y al viento que reinaron durante el período que sigue a la estación monzónica, pero es indiscutible que fue gracias a esta experiencia que en la primavera de 1955 el equipo de asalto pudo conseguir el éxito total.
Efectivamente, durante el reconocimiento pudimos descubrir cuál era el punto débil de nuestra montaña y, algo que era quizá más importante, pudimos comprobar que nuestro material era en conjunto excelente, especialmente los reguladores de oxígeno.
Al cabo de menos de un mes de nuestro regreso a Francia tuvimos que empezar a preparar ya la expedición principal. Su organización exigió pasar unas semanas agotadoras en el enloquecedor hormiguero de París. Fueron agotadoras horas de papeleo, discusiones y nerviosismo en las oficinas de la Federación Francesa de Montañismo.
Habida cuenta de nuestras experiencias de otoño, modificamos algunos detalles del equipo, teniendo que replantearnos bastante seriamente la organización general. El grupo de escaladores fue reforzado por André Vialatte y Serge Coupé, y además se dobló el número de sherpas con que contaríamos.
Todos estos esfuerzos permitieron preparar una verdadera máquina dispuesta a vencer los ochomiles y su funcionamiento demostró ser de una gran eficacia.
Cuando, de regreso al Nepal, Franco lanzó la expedición al asalto del Makalu, gracias a que se presentó un largo periodo de buen tiempo y vientos calmados, la conquista se transformó en algo parecido a una exhibición.
Conocíamos muy bien los lugares por donde teníamos que subir, y esta circunstancia nos evitó perder el tiempo en tanteos. Los equipos actuaron como en un ballet bien orquestado, y de esta manera logramos instalar en un mínimo de tiempo los cinco primeros campamentos, y almacenamos en el más alto de ellos más de setecientos kilos de víveres, material y botellas de oxígeno. Gracias a estas reservas, a la cómoda instalación y a la red casi ininterrumpida de cuerdas fijas que conectaban el campamento V con el campamento III, ese bastión avanzado se convirtió en un lugar seguro en el que se podían pasar largas jornadas y al que se podía subir o bajar fuera cual fuese el estado del tiempo.
Franco nos designó a Couzy y a mí para llevar a cabo el primer intento de llegada a la cumbre. Partiendo del campamento V con tres de los mejores sherpas, tras haber atravesado fuertes pendientes glaciares que la dureza de la nieve hizo poco peligrosas, y tras franquear una difícil franja de seracs en la que, por suerte, se había formado un paso bastante fácil, logramos instalar un campamento VI a una altitud de unos 7800 metros. Cuando las sherpas volvieron a descender hacia los campamentos inferiores, nos quedamos los dos en la soledad de aquel elevado lugar del mundo. Gracias a la utilización del oxígeno a un régimen bajo, pudimos pasar la noche muy tranquilamente, a pesar de que en el interior de la tienda estábamos a 33 grados bajo cero.
A las siete de la mañana abandonamos el campamento, y no habían trascurrido dos horas cuando alcanzamos, alrededor de los 8200 metros de altitud, la base de la pared rocosa que tanta inquietud nos había producido cuando la vimos desde lejos.
Aunque era una pendiente muy abrupta, la pared resultó mucho menos difícil de lo que nos habían llevado a creer las observaciones realizadas desde lejos en la anterior expedición. El granito estaba bastante fracturado y ofrecía muchas presas, y la nieve y el verglás eran sorprendentemente escasos gracias, sin duda, a la fuerza y la frecuencia del viento.
Utilizando el oxígeno regulado en una posición que proporcionaba un gran caudal, en una hora de escalada realizada a un ritmo que hubiera podido considerarse rápido cuatro mil metros más abajo sin regulador, logramos alcanzar la arista final de nuestra montaña.
Un nuevo tipo de inhalador de oxígeno…
Después de franquear un resalte verdaderamente delicado, conseguimos al cabo de tres cuartos de hora pisar la afilada punta de la quinta montaña del mundo.
La desconcertante facilidad con la que habíamos logrado vencer aquel gigante al que había consagrado todo un año de mi vida fue para mí una ligera decepción. Poco tiempo después de nuestro regreso, impresionado todavía por los sentimientos que había experimentado en la cumbre, no pude dejar de escribir estas líneas:
«La victoria debe pagarse con esfuerzos y sufrimientos; los progresos de la técnica y la clemencia del cielo no nos han permitido obtener ésta a su justo valor. ¡Qué lejos está de mí ahora la orgullosa embriaguez que he sentido a veces cuando, tras una lucha en la que había puesto todas mis fuerzas y todo mi corazón, lograba con un último esfuerzo pisar algunas cumbres más modestas! Yo había soñado esta victoria de una forma muy diferente. Me había visto, cubierto por la escarcha, utilizando las últimas energías que me quedaban tras el feroz combate, arrastrarme sobre la cima en un esfuerzo desesperado. En cambio, en realidad llegué a la cumbre sin lucha, casi sin fatiga. Para mí, en esta victoria, hay algo decepcionante. Y, sin embargo, me veo allí, de pie sobre la pirámide ideal de la más noble de todas las grandes cumbres. Al cabo de años de perseverancia, de trabajar encarnizadamente, de sufrir riesgos mortales, el sueño más insensato de mi juventud acaba de realizarse. ¿Es por pura estupidez que me siento decepcionado? ¡Ay, loco para el que la felicidad sólo estará en el deseo, goza al menos el instante presente, déjate embriagar por este instante único en el que, suspendido entre el cielo y la tierra, casi flotando en la caricia del viento, dominas el mundo! ¡Embriágate de cielo, que es lo único que detiene tu mirada! Bajo tus pies, y hasta el infinito, emergiendo apenas del mar de nubes, a miles se elevan hacia ti flechas de rocas y hielo…».
Como movido por un muelle de relojería, el mecanismo que de campamento en campamento, de carga en carga, nos había conducido hasta la cima, siguió funcionando perfectamente cuando emprendimos el descenso.
Aquella misma tarde Franco, Magnone y el sirdar Gyalzen nos relevaron en el campamento VI; a la mañana siguiente, ellos pisaron la cumbre. Al otro día, Bouvier, Leroux, Vialatte y Coupé hicieron la tercera escalada.
Por vez primera en la historia del alpinismo, todos los miembros de las diversas cordadas de asalto habían podido alcanzar la cumbre de un ochomil. Se trataba de una espectacular demostración del dominio absoluto que constantemente habíamos tenido sobre la situación.
En los últimos párrafos de un notable artículo en el que analizaba estos acontecimientos, Jean Franco escribió unas líneas sorprendentemente proféticas:
«En el fondo, estábamos un poco decepcionados y quizá, teniendo en cuenta los medios que habíamos tenido a nuestra disposición y la suerte que no dejó de sonreímos en ningún momento, hubiéramos preferido encontrar un adversario más rebelde…». Sin embargo, tal como fue, en su cómoda seguridad, la ascensión del Makalu será una página feliz en la historia del Himalaya.
«En el momento en que, agotados ya los Alpes, el alpinismo se lanza por vías que hasta ese momento le estaban vedadas, alterando las concepciones clásicas, el Himalaya entrega sus últimos ochomiles. La edad de oro de la cordillera más alta del mundo sólo habrá podido durar unos pocos años. Otros problemas, sin duda difíciles, serán afrontados en cimas menos conocidas, pero cuya ascensión parece hoy en día llena de trampas. Brotarán nuevas Vertes al lado del Mont Blanc, y tras las Vertes, los Drus. Parece que las herramientas están ya algo más a punto».
De hecho, en 1957, utilizando en gran parte el material y los métodos que habíamos probado nosotros en el Makalu, una poderosa expedición suiza consiguió llevar a buen término con sorprendente facilidad la primera ascensión del Lhotse, y siguiendo el impulso, coronó el Everest por segunda vez en la historia.
A partir de 1955, todos los demás ochomiles cayeron poco a poco, y si algunos, como el Dhaulagiri, opusieron una cierta resistencia, fue sobre todo porque los equipos que fueron a asaltarlo, faltos de suficientes recursos económicos, no pudieron emplear los métodos más adecuados.
Al mismo tiempo, empezaron a sucumbir los primeros Drus del Himalaya y, por una singular ironía del azar, la Torre de Mustagh, que hacía poco era juzgada como una de las más inaccesibles, fue conquistada, el mismo año, por dos expediciones rivales que la atacaron cada una por una vertiente diferente.
La expedición al Makalu no fue acompañada por un cineasta profesional. Después del Annapurna y el Everest, parecía imposible poder interesar a un público amplio en una nueva conquista en el Himalaya. Parecía, sin embargo, que, si se conseguía filmar una parte apreciable del asalto final y sobre todo la llegada a la cumbre misma, se podrían lograr unos documentos que conseguirían atraer a un número de espectadores suficiente para justificar la realización de una película.
Pero el rodaje de esta secuencia central de la película sólo podía hacerlo alguno de los miembros de las cordadas de asalto, puesto que sumar un profesional al equipo, con los gastos que ello supondría, no quedaba indiscutiblemente justificado. Se pensó que bastaría confiar la dirección de la película a un aficionado con cierta habilidad.
Mi experiencia en el cine de montaña era sensiblemente mayor que la de mis compañeros y por esta razón Franco me pidió que realizara un reportaje en el que se vieran los esfuerzos de nuestras dos expediciones. Si mis películas sobre el Huantsan y el Mont Blanc me dieron ciertos conocimientos superficiales del cine, estaba todavía lejos de dominar la técnica del séptimo arte, y era consciente de este hecho. Pero, por otro lado, tenía en la cabeza algunas ideas, más o menos originales, sobre el problema que se me planteaba, y tenía ganas de ponerlas en práctica. A pesar de la responsabilidad que caía sobre mis hombros y los esfuerzos suplementarios que aquello suponía, acepté encargarme de la realización de esta película.
Como había calculado que el cineasta «oficial» no iba a poder encontrarse presente cada vez que se produjera un acontecimiento suficientemente interesante para ser filmado, pedí a los mejores fotógrafos del equipo que llevaran consigo permanentemente una cámara ligera y que la utilizaran a menudo.
Fue así como, gracias a la colaboración de Jean Franco, Pierre Leroux y sobre todo de Guido Magnone, que rodaron muchos metros cada uno, pude volver de las expediciones al Makalu con material filmado suficiente para crear un reportaje vivo y completo que llevara al espectador desde la frontera de la India y el Nepal hasta la cima misma del Makalu.
Convencido de que la vida y las costumbres de las poblaciones del Himalaya y, sobre todo, de los sherpas, eran temas que interesaban a muchos espectadores, a nuestro regreso al campamento base, tras la victoria, pedí a Franco autorización para separarme por algún tiempo del grueso de nuestro equipo y dirigirme al valle del Solo Khumbu con el fin de rodar una secuencia sobre la vida y costumbres del pueblo de los sherpas.
Esta excursión, que hice acompañado de Magnone y varios sherpas, fue una aventura maravillosa. Tras franquear dos collados situados alrededor de los seis mil metros, anduvimos tres días hasta llegar a Namche Bazar, la minúscula «capital» de los sherpas. Por fin pude ver en su elemento natural, en la cuna de su raza, a los alegres y fieles compañeros de nuestras aventuras en el Himalaya.
Durante dos días todo fueron canciones, bailes y fraternales tragos de cerveza de mijo y de té a la mantequilla.
Cuando estábamos allí, nos informaron que iban a celebrarse en el monasterio de Thami unas fiestas religiosas. Este monasterio se encontraba situado a una altitud de 4400 metros, a media jornada de marcha de la frontera del Tíbet. ¡No podíamos perdernos aquello!
El interés de esta manifestación fue, con mucho, superior a lo que nosotros esperábamos. El esplendor y el pintoresquismo de los vestidos, lo extraño de las danzas simbólicas, la monstruosidad de las máscaras, los sonidos bárbaros y desconcertantes de las trompetas gigantes y las músicas, y, en fin, la salvaje grandeza de aquel decorado de alta montaña hacían la fiesta tan insólita que todo aquello que veíamos parecía de otro mundo.
Tuvimos la suerte de que los monjes nos dejaran filmar la fiesta con entera libertad. Además, Magnone consiguió grabar en un magnetófono la música de las celebraciones. Con todo ello pudimos realizar un documento original cuyo éxito fue considerable. Después de haber sido aplaudido por el público que acudió a las conferencias, el documental, para poder ser proyectado en numerosos países en los cines de distribución comercial, fue ampliado a formato de 35 milímetros.
Una vez terminadas las celebraciones religiosas, tuvimos que hacernos a la idea de regresar a la civilización. Un camino inverosímil que franqueaba un collado situado a más de seis mil metros de altitud nos condujo, en tres días, a las primeras colinas. Desde allí, y en una semana de marcha forzada, llegamos a Katmandú.
Gracias a esta excursión que nos hizo atravesar la región más bella de todo el Himalaya, pude ampliar mis conocimientos del Nepal. Más incluso que en las marchas de aproximación del Annapurna y el Makalu, experimenté la impresión de estar realizando un viaje a través del tiempo. Pero todos los sueños, hasta los más bellos, tienen un final. Pronto tuvimos que hundirnos en ese horno lleno de seres que es la India.
Las conferencias pronunciadas por mis amigos Egeler y De Booy en Holanda, Alemania y Bélgica y las giras que yo efectué en Francia —durante los periodos de libertad de los que dispuse en los ocho meses que dediqué en gran parte a las dos expediciones al Makalu y que me exigieron casi cinco meses de dedicación intensa—, permitieron reunir en la caja de la Fundación Holandesa para la Exploración de Altas Montañas una suma lo bastante importante para permitir la organización, en 1956, de una nueva expedición al Perú.
Como la anterior, ésta debía dedicarse, al menos en sus dos terceras partes, a trabajos de investigación geológica destinados a apoyar nuevas teorías sobre la formación de ciertas rocas. Con una duración prevista de unos seis meses, al menos dos debían dedicarse a hacer tentativas en algunas grandes cumbres.
Estimando que era bastante estúpido mandarme tan lejos por un periodo tan corto, tomé la decisión de prolongar mi estancia en Perú haciendo una película sobre la vida y los pobladores de este sorprendente país. Pero, deseando realizar el máximo de ascensiones posible, quise intentar unirme a una expedición privada distinta de la expedición franco-holandesa durante los meses de julio y agosto. Con este fin, empecé a contactar con algunos compañeros con suficiente dinero como para poder pagar los gastos de tal empresa.
Cuando se enteró de mi proyecto, el presidente Devies me propuso renunciar a él para dedicar mis energías a organizar una expedición que tuviera el mismo espíritu que la del Fitz Roy, esta vez de carácter auténticamente nacional, pero con el objetivo de conquistar uno de los tres o cuatro seismiles que hay en el Perú, y cuya escalada parecía presentar unas dificultades técnicas que nunca se habían abordado a tal altitud. Entusiasmado por la idea, acepté de inmediato.
Rápidamente hicimos nuestra elección, que recayó sobre una magnífica cumbre de 6110 metros, el Nevado Chacraraju. Los accesos a este impresionante pico, que tiene todas sus laderas festoneadas de prismas de hielo y que ascienden casi verticalmente a lo largo de más de ochocientos metros, fueron explorados antes de la guerra por dos poderosos grupos austroalemanes, y, después de 1945, varias expediciones norteamericanas y un equipo alemán lo habían reconocido tras tomarlo como objetivo.
Ninguno de los presuntos conquistadores de la cumbre había sido capaz de descubrir ni un solo punto débil en los flancos del Chacraraju. Cuando estas expediciones llegaron al pie de su objetivo, perdieron los ánimos ante su apariencia de inaccesibilidad y regresaron a casa sin realizar siquiera una verdadera tentativa de llegar a la cumbre.
Algunos de estos escaladores, y no los más flojos, no habían dudado incluso en declarar que, en su opinión, aquella escalada estaba más allá de las posibilidades humanas. El jefe de una de las expediciones norteamericanas, John Oberlin, había llegado incluso a escribir: «Para vencer esta cumbre hará falta un asedio o un suicidio o probablemente ambas cosas».
Uno de los más famosos alpinistas austríacos de la generación de antes de la guerra, Erwin Schneider, que fue el primero que exploró las vías de acceso, al preguntarle cuál de las vertientes me aconsejaba atacar, me escribió diciendo que no podía darme ningún consejo porque no le había parecido que ninguna de ellas presentara «posibilidades serias de ser escalada».
Todos los alpinistas que habían tenido la oportunidad de ver esta cumbre no escatimaban elogios cuando se referían a su belleza, y todos ellos se mostraban de acuerdo en reconocer que era un objetivo de gran categoría y que para escalarlo habría que superar pasos en roca de un grado raras veces abordado a tales altitudes y, además, unos glaciares cuya dificultad era de un nivel técnico desconocido en los Alpes.
Todas estas informaciones y las escasas pero espléndidas fotografías que habíamos podido obtener, nos habían convencido de que el Chacraraju planteaba el problema más apasionante que quedaba todavía por resolver en los Andes centrales y tropicales, y constituía claramente el objetivo ideal para la expedición nacional francesa que se había proyectado.
El Comité del Himalaya adoptó el proyecto de expedición francesa a la Cordillera Blanca, e inmediatamente me puse a trabajar, asumiendo yo solo todos los preparativos. Paralelamente estuve ayudando a mis amigos holandeses a poner en marcha la misión en la que estábamos trabajando hacía ya cuatro años.
Al cabo de tres meses de esfuerzos en el terreno burocrático, todo estaba listo. En abril aterricé en el aeropuerto de Cuzco, la antigua capital de los incas, donde volví a encontrarme con Egeler y De Booy, a quienes acompañaba el topógrafo Hans Deckhout. Al cabo de unos días, el joven y brillante escalador ginebrino Raymond Jenny, al que habíamos invitado para reforzar nuestro equipo, llegó de Bolivia, país en el que llevaba seis meses enseñando esquí y alpinismo.
La expedición se dirigió a la Cordillera Vilcabamba, situada más de mil kilómetros al sureste de la Cordillera Blanca, que es donde se encuentran el Huantsan y el Chacraraju. La cadena de Vilcabamba es sensiblemente menos elevada, y ninguna de sus cumbres supera los 6200 metros de altitud. Por otro lado, los inmensos bosques de la cuenca amazónica en los que penetra como una gigantesca proa de navío, al condensar su humedad contra sus flancos helados, provoca innumerables lluvias y nevadas muy poco favorables a las escaladas. En compensación, esta cadena tenía la ventaja de haber sido muy poco explorada y sólo una cumbre importante había sido escalada: el Salcantay, conquistado algunos años antes por un equipo franco-americano.
Después de un periodo de aclimatación que nos permitió lograr la primera ascensión del Verónica, un pico ya muy serio, cercano a los 5800 metros y situado en una sierra paralela muy cercana, nuestros esfuerzos se dirigieron a la segunda cumbre de la Cordillera Vilcabamba, el Soray, también denominado Humantay, cuya altitud debe acercarse a los seis mil metros.
Esta montaña había sido examinada por varias expediciones y fue atacada muy seriamente por un equipo de italianos y suizos. En su información, estos últimos afirmaron que se trataba de un objetivo de gran dificultad.
De hecho, todas las vertientes de esta montaña son escarpadísimas. La cara norte tiene la ventaja de ser bastante corta y estar bastante expuesta al sol, pero presenta un aspecto poco atractivo debido a la sucesión de franjas de seracs cortadas por paredes rocosas. A pesar de la existencia de un serio peligro de caída de hielo, fue por esta pared por donde pudimos trazar un itinerario en el que algunas secciones supusieron una escalada glaciar muy delicada.
Como el Soray se entregó más deprisa de lo que habíamos previsto, decidimos ocupar las semanas que todavía nos quedaban intentando la segunda ascensión del Salcantay.
Nuestros dos éxitos sucesivos, logrados a gran velocidad entre periodos de mal tiempo, nos habían puesto tan en forma como en los mejores tiempos y gozábamos de una moral a toda prueba. Tratamos al gigante de Cuzco con la misma falta de respeto que a cualquier cuatromil de los Alpes. Hubo varios días seguidos de lluvia y nieve que nos retuvieron en la base del Salcantay. El tiempo empezaba a fallarnos. Como no podíamos esperar, la primera vez que el clima mejoró nos vimos obligados a lanzar la escalada sin haber realizado previamente ningún tipo de reconocimiento.
Mientras que nuestros predecesores habían consagrado casi tres semanas enteras a la tarea de montar campamentos sucesivos y colocar cientos de metros de cuerdas fijas, como en el Huantsan, nuestra ascensión fue realizada de una sola vez. La primera jornada nos llevó hasta un punto situado a sólo 150 metros de la cumbre. A la mañana siguiente, tras pasar una mala noche de vivac —ya que apenas cabíamos los cuatro en nuestra minúscula tienda—, alcanzamos la cima a primera hora de la madrugada. Un largo descenso, que efectuamos usando los crampones todo el tiempo, excepto en un corto rápel, nos dejó en el punto de partida hacia la mitad de la noche.
Esta segunda expedición con mis amigos holandeses había sido más numerosa y mejor equipada, aunque no tan llena de aventuras como la primera. Sin embargo, y en su género, fue un perfecto éxito deportivo y humano.
En menos de dos meses habíamos logrado ascender tres cumbres importantes y de auténtica dificultad. En estos combates, que la inestabilidad del tiempo hizo bastante duros, pudimos volver a vivir ese ambiente de total fraternidad que nunca he podido gozar en las expediciones más ambiciosas en las que algunos, impulsados por un secreto deseo de ser el elegido para la victoria, adoptan un comportamiento demasiado individualista.
Por otro lado, gracias a su posición, a caballo entre los bosques tropicales y los valles en los que se desarrolló la extraordinaria civilización inca, nos permitieron conocer uno de los lugares más pintorescos y atractivos que se pueda soñar. Allí, como en el Himalaya, no solamente quedé seducido por el esplendor de los paisajes, sino también por el extraño encanto de los pueblos cuyas tradiciones se conservan casi intactas en un régimen prácticamente feudal.
En esta región de Cuzco, de donde partió el pueblo quechua a la conquista del Imperio del Sol, el color y la originalidad de los vestidos, lo exótico de las costumbres, provocan a veces una sensación de extrañeza mayor aún de la que se experimenta en el corazón de Asia. Por fin, los vestigios monumentales de las civilizaciones desaparecidas son tan espectaculares que no pueden dejar de afectar la imaginación de hasta los más ciegos e insensibles a estas cosas. Mis compañeros holandeses volvieron enseguida a sus trabajos científicos y yo pude dedicarme a realizar durante algún tiempo una película sobre la vida de los indios quechuas, y luego, cuando se acercó ya la fecha de la llegada de mis compañeros de la expedición nacional francesa, volví a Lima para darles la bienvenida.
Una semana más tarde, estábamos dando la vuelta alrededor del Chacraraju a fin de tomar una decisión sobre cuál era el itinerario de escalada más favorable. De todas las vertientes, nos pareció que la norte era la mejor y, después de cinco días de marcha de aproximación, empujando a una cuarentena de asnos recalcitrantes, logramos establecer un campamento base muy bien provisto de vituallas, a una altitud cercana a los cuatro mil metros.
Inmediatamente se lanzó un ataque metódico, inspirado en la técnica usada en el Himalaya.
Con la ayuda de tres vigorosos porteadores mestizos pronto logramos instalar un campamento base avanzado al final de un verdadero laberinto de seracs. Estábamos a 5100 metros, a unos doscientos por debajo de la base del pico.
Relevándonos en cordadas sucesivas, necesitamos tres días para franquear y equipar con cuerdas fijas los primeros 350 metros de la pared. Esta parte, expuesta a las caídas de hielo, tenía algunas secciones de roca muy difíciles que, en algunos puntos, nos obligaron a adoptar la técnica artificial. En el tercer intento, gracias a un enorme esfuerzo, se consiguió instalar un campamento-vivac hacia los 5750 metros, en una plataforma tallada en plena pared glaciar. A la mañana siguiente, continuando su acción, la cordada de punta superó unos 250 metros de pendiente de hielo de más de 60 grados, equipándola con cuerdas fijas.
El campamento-vivac, a 5750 metros, en plena pared glaciar.
Entonces sufrimos un periodo de mal tiempo que nos obligó a regresar al campamento base. El 30 de julio volvimos a subir todos al campamento vivac llevando pesadas cargas de víveres y material. A la mañana siguiente se lanzó el ataque dos horas antes de que amaneciera. Gracias a las cuerdas fijas, se llegó al punto más avanzado alcanzado en la anterior tentativa poco después de la aurora. Pronto atravesamos difíciles pasos en roca que nos condujeron hasta la base de un angosto couloir vertical, cortado por un breve extraplomo. Como el hielo no era suficientemente duro y no pudimos usar normalmente las clavijas para hielo, hizo falta cerca de una hora de escalada extremadamente delicada y arriesgada para franquear este importante obstáculo. Otros sesenta metros de avance constantemente lleno de dificultades nos permitieron al final alcanzar un amplio hombro de nieve situado a cien metros por debajo del nivel de la cima. Como el último resalte presentaba un aspecto muy descorazonador por su dificultad, tuvimos que volver a partir casi sin haber descansado.
Después de cuatro largos de cuerda, que exigieron muchísimo trabajo de talla, a las cinco de la tarde pisé la cima virgen. Algunos minutos después, los seis miembros de las cordadas de asalto se daban abrazos en aquella cúpula helada.
El «pico imposible», el Chacraraju, había sido conquistado. Sin embargo, había presentado una dura batalla a pesar del número de miembros y calidad del equipo, de la importancia de los medios utilizados y de la táctica metódica empleada. Habían hecho falta once días para vencer los ochocientos metros del muro final, de los que siete los habíamos pasado totalmente colgados en las paredes de la montaña. Los últimos doscientos metros nos habían planteado la necesidad de realizar una escalada de gran categoría, que la altitud y el franqueo de algunos pasos glaciares habían hecho agotadora. El grado de dificultades con las que nos encontramos en el Chacraraju superaba a todo lo que habíamos tenido que vencer anteriormente.
Habíamos obtenido la victoria y nuestro corazón estaba exultante. Desde todos los puntos del horizonte, flechas de hielo y roca de los picos de la Cordillera Blanca parecían saludarnos con fuegos artificiales de oro y rosa. A nuestros pies, la sombra de nuestra montaña se estiraba como una gigantesca flecha en dirección a las desoladas colinas del altiplano.
Vivimos allá arriba unos instantes únicos cuya sublime grandeza cautivó plenamente mi corazón penetrando por todos mi sentidos. Pero en aquella cresta soplaba mucho viento y el frío nos cortaba la cara, estábamos lejos de nuestro campamento base, perdido allá en el valle…
No teníamos ni tienda ni sacos de dormir, por lo que el vivac se anunciaba infernal…
Tras discutirlo entre todos, el equipo votó a favor del arriesgado descenso nocturno antes que pasar la noche allá arriba. Para vernos utilizaríamos nuestras linternas frontales.
Gracias a numerosos rápeles, y tras toda una noche de esfuerzos, a las siete de la mañana estábamos de nuevo en el campamento base, unas veintiséis horas después de haberlo abandonado. Demasiado agotados para volver al valle aquel mismo día, esperamos hasta el día siguiente para volver a gozar el sencillo placer de caminar sobre la hierba y las flores.
Tras nuestro difícil éxito en el Chacraraju, la necesidad de aventuras y acciones violentas que nos había llevado a aquellas lejanas montañas estaba satisfecha.
La cumbre este del Chacraraju, algo menos alta, pero evidentemente más difícil que la cumbre principal, nos pareció un objetivo demasiado heroico para ocupar las pocas semanas, unas tres, que todavía podíamos disfrutar en Perú. Entonces decidimos dirigir nuestros esfuerzos hacia el Taulliraju (5830 metros), cuya bella línea habíamos admirado a menudo y cuya escalada parecía difícil pero demasiado breve.
Aunque el desnivel que hay que escalar es de apenas quinientos metros, la escalada del Taulliraju fue penosa y quizá más laboriosa incluso que la del Chacraraju. No hubo, desde luego, ningún paso de hielo tan difícil como el famoso couloir de hielo de nuestro anterior enemigo, pero en este caso una enorme losa de magnífico granito nos opuso un paso de roca de un nivel de dificultad que, sin duda, nunca se había franqueado a esa altitud.
La escalada del Taulliraju fue penosa…
Tras haber precisado escalar pasos de hielo extremadamente delicados, equipamos en gran parte de cuerdas fijas los primeros trescientos metros de desnivel. Después, al cabo de un corto periodo de mal tiempo, desencadenamos el asalto final el 17 de agosto. Como la parte que quedaba no había sido equipada con cuerdas fijas, sabíamos con seguridad que no sería posible alcanzar la cumbre y volver a descender en un solo día, y por ello transportamos material que nos permitiera pasar la noche en un vivac relativamente cómodo, principalmente nuestros sacos de dormir y dos minúsculas tiendas, una de un kilo y medio de peso y la otra de dos kilos.
Con la ayuda de las cuerdas fijas, llegamos al último punto alcanzado la vez anterior más o menos a las nueve de la mañana. A partir de entonces tuvimos que progresar por el flanco izquierdo de la arista este; allí, la nieve blanda que lo cubría todo nos forzó a un espantoso trabajo, porque era necesario despejar el terreno. Incluso las fotos bastante evocadoras que trajimos de regreso no permiten imaginar hasta qué punto fue penoso, delicado y sin duda peligroso este ascenso por una nieve profunda y con pendientes de más de 60 grados. De hecho, yo sufrí una caída de más de diez metros, aunque tuve la suerte de ser frenado por Sennelier. Como cada largo de cuerda nos costaba más de una hora, eran ya las tres de la tarde cuando un extraplomo de hielo nos condujo al filo de la arista, al pie de una soberbia losa de granito de más de treinta metros; Sennelier consiguió superar este paso dificilísimo y dejarlo equipado para el día siguiente.
El 18 de agosto, a pesar de la niebla y de las intermitentes nevadas, reanudamos la escalada a las ocho de la mañana; pero, por desgracia, una vez superada la placa y después de un bello paso de hielo, tuvimos que regresar al lado izquierdo de la arista y volver a trabajar en la fastidiosa labor de abrir huella en la nieve. Por fin, una última torre de hielo por la que ascendimos usando crampones nos permitió alcanzar la cumbre a eso de las dos de la tarde. Habíamos necesitado más de doce horas de auténtica escalada ininterrumpida para superar un desnivel de solamente doscientos metros. Es posible que en toda la historia del alpinismo no haya habido ninguna conquista tan laboriosa. Después de pasar otra noche en nuestras minúsculas tiendas pegadas al pie de la losa en una posición inverosímil, el 19 de agosto, muertos de hambre tras casi veinticuatro horas de ayuno, descendimos titubeando por el glaciar en dirección al campo I.
Cuando mis compañeros volvieron a partir hacia Francia, yo me quedé más de dos meses en Perú. Estuve viviendo como un simple mestizo. Viajaba en camiones haciendo autoestop, dormía en las cabañas y compartía la existencia de los indios dedicándome a recorrer las regiones del sur del país para acabar de rodar el reportaje que había empezado en los poblados quechuas. A partir de ese momento experimenté una verdadera pasión por captar la vida en toda su violencia o toda su poesía. Al buscar las imágenes de mayor fuerza, al analizar los acontecimientos para obtener su síntesis, la acuidad de mis sentidos se multiplicaba por diez; la belleza y el encanto de las cosas adquirían una intensidad mayor que nunca.
Estuve viviendo como un simple mestizo…
A finales de octubre, saciado de aventuras, acabé por resignarme a emprender de nuevo el camino hacia Europa.
En menos de siete años había logrado participar en siete expediciones diferentes, había pasado casi veintisiete meses en ultramar, había realizado unas 180 ascensiones en los Alpes, había dado cerca de setecientas conferencias y conducido más de 150 000 kilómetros.
Mi mujer y mis amigos estaban sorprendidos cuando comprobaban que, al cabo de tantos años de aquella existencia tan movida, no diera la sensación de estar agotado ni harto.
Yo mismo estaba sorprendido al comprobar que seguía experimentando todavía el mismo ardor que me había llevado a recorrer el mundo y a escalar sus cimas.
A decir verdad, en muchas ocasiones, cuando, alucinado de fatiga nerviosa trataba en vano de descansar durmiendo, o cuando, tras largos esfuerzos, regresaba al valle totalmente extenuado, había pensado que era necesario dejar de practicar este juego antes de que los dados se volvieran contra mí. En esas ocasiones, durante algunos días soñaba en el placer de una vida apacible al calor del hogar y en el amor a la naturaleza. Pero en cuanto volvía a recuperar el equilibrio me sentía invadido por la nostalgia del pasado. Todo lo que me rodeaba me parecía pequeño, feo, mediocre y monótono. El recuerdo de las horas de vida ardiente que había conocido ocupaba todos mis instantes y sentía cómo me quemaba el deseo de volver a vivir momentos semejantes. De nuevo sentía la necesidad de lanzarme al gran juego, y lo hacía.
Como no había ninguna expedición a la vista antes de 1958, el año 1957 se anunciaba más tranquilo. Desgraciadamente, fue perturbado por los penosos acontecimientos que ya se saben, y sobre los que no volveré a hablar[31].
Dediqué los meses del verano a ejercer mi oficio de guía y realicé numerosas ascensiones que frecuentemente eran importantes. Junto con mi amigo De Booy, conseguí culminar con éxito la quinta ascensión de la cara norte del Grosshorn. A pesar de que la escalamos en condiciones muy poco favorables, esta vertiente del Oberland de Berna, considerada como una de las paredes glaciares más empinadas de los Alpes, sólo nos exigió menos de diez horas y media de esfuerzos, para un desnivel de mil metros. En 1955 habíamos logrado escalar, en sólo cinco horas y con la tormenta sobre nuestras cabezas, la cara norte del Triolet, algo menos elevada pero incluso más dura. Si se comparan los tiempos invertidos en estas escaladas alpinas con las ascensiones glaciares en las que participé en los Andes de Perú, resulta muy sorprendente la enorme diferencia que las separa. De hecho, esta diferencia no puede ser totalmente explicada por la superior altitud de las cumbres peruanas. Hay que tener en cuenta además que las dificultades intrínsecas de su escalada también son muy superiores. Y esto es cierto hasta tal punto que, después de haber conocido las montañas de los Andes, las paredes glaciares de los Alpes siempre me han dado la sensación de no ser más que simples pendientes de entrenamiento.
Después de la triunfal conquista del Makalu y de los éxitos de las expediciones a la Torre de Mustagh y el Chacraraju, se podía pensar lógicamente que los franceses estaban especialmente bien preparados como para que el arte de conquistar las cimas más inaccesibles diera un paso más adelante.
Pero, podría uno preguntarse, ¿qué terreno podía quedar para el ingenio y el ardor de nuestros escaladores después de los temibles ochomiles, tras el más impresionante sietemil, tras el más acrobático seismil? ¿Podía hacerse verdaderamente algo nuevo?
¿No se había cerrado el círculo? ¿No era cierto que una vez más la técnica había llegado a ser demasiado perfecta?
¿No iba a producirse, a partir de ese momento y a falta de una nueva dimensión, una caída del arte de la conquista de las grandes cumbres del mundo en algo parecido a un bizantinismo?
Todavía estábamos bastante lejos de ese momento… Había numerosas cumbres que seguían planteando graves problemas de escalada y de un nivel técnico que no había sido abordado nunca a tales altitudes o con tales climas. Ante todo, todavía había que concluir la tarea de culminar los picos apenas inferiores a los ocho mil metros que aún permanecían vírgenes y que combinan, junto a la enorme altitud, unas dificultades de escalada muy grandes, las que se experimentan cuando se afronta un frío intenso y la pronunciada escasez de oxígeno propia de las grandes altitudes.
Fiel a su doctrina de seguir investigando problemas de un estilo inédito, a propuesta de Jean Franco, el Comité del Himalaya adoptó un proyecto de muy audaz concepción. Se trataba de enviar una expedición al asalto de la más espectacular de todas las grandes cumbres que seguían sin haber sido holladas por el hombre, el monte Jannu. Con sus 7710 metros y sus dos pisos de paredes verticales, esta torre de granito parecía ser, de todos los bastiones que la naturaleza ha presentado a la audacia conquistadora del hombre, aquel cuyo desafío parecía más imposible de derrotar. En otoño de 1957, una expedición de reconocimiento dirigida por Guido Magnone partió a fin de examinar qué posibilidades ofrecía el Jannu.
La expedición regresó provista de maravillosas fotografías que mostraban una gigantesca cara abrupta, cortada por enormes franjas de seracs, sombreada de paredes rocosas.
Y ésa era la vertiente más acogedora.
En aquel caos vertical, nuestros compañeros habían ideado un itinerario de un atrevimiento inaudito.
Es cierto que ninguna sección del mismo parecía infranqueable por sí misma, pero la continuidad y la larga extensión de las dificultades no tenía ni punto de comparación con las de las mayores conquistas realizadas hasta la fecha. Era como derrotar a tres Chacrarajus superpuestos.
Intentar aquella aventura era más que dar un paso adelante, era un salto.
Impresionado por los riesgos que suponía un proyecto tan audaz, el comité estuvo algún tiempo dudando, pero en su caja había el dinero necesario, los útiles estaban dispuestos… Una vez lanzada, la idea se abrió paso con la impetuosidad de un torrente en crecida. Arrastrando con su fuerza las tradiciones y todo espíritu prudente, acabó por imponerse.
Se tomó, pues, la decisión de enviar una expedición a la conquista del Jannu, pero, con vistas a poder reunir el equipo y material más apropiado, los organizadores se resignaron a no ponerla en marcha para el asalto de la cumbre antes de 1959.
Como para 1958 mi tiempo quedaba de esta manera libre de compromiso, acepté las propuestas que me había hecho Ichac y decidí colaborar en la realización de una gran película de montaña que él quería rodar.
Fue así como, al cabo de cinco meses de trabajo en las paredes y glaciares del macizo del Mont Blanc, nació Les Étoiles de Midi.
Luego se produjo la expedición al Jannu, y fue indudablemente la lucha grandiosa que todos habíamos esperado.
El itinerario planeado por el equipo de reconocimiento resultó estar demasiado expuesto a los desprendimientos de nieve como para poder arriesgar por allí la expedición y lanzarla a la posible catástrofe.
La suerte nos permitió descubrir otra ruta, no demasiado expuesta a peligros objetivos, pero muy difícil y con grandes rodeos. Efectivamente, se trataba de empezar por escalar los flancos de una antecima de 6700 metros para pasar luego a la torre cimera mediante una audaz travesía de arista.
La primera parte de la escalada resultó de un nivel técnico apenas inferior a los picos más temibles de Perú. Ocho escaladores europeos, ayudados por diecisiete sherpas, lograron instalar seis campamentos. Para ello fue necesario utilizar 150 tornillos y pitones y fijar más de dos mil metros de cuerda. Para el tramo más delicado, que estaba entre los campos III y IV, hubo que hacer más de cuarenta recorridos de transporte para desplazar las cargas pesadas.
A pesar de estos esfuerzos sin precedentes, no se conquistó la cima. A trescientos metros de la cumbre, la cordada de punta vio cómo se agotaban completamente sus fuerzas ante una última pared.
Sería demasiado largo y pesado analizar ahora los motivos de este fracaso. Varias causas están interrelacionadas y, según su temperamento, cada uno de los miembros del equipo fue luego capaz de encontrar una que le parecía más determinante que las otras. Creo que sólo puede decirse que habíamos apuntado tan alto que nuestros medios no estuvieron a la altura.
Incluso en la escala del Himalaya, el alpinismo es ante todo un juego. Como tal, si perdiera su parte de azar, perdería todo aliento vital. «Es evidente que el azar y las incertidumbres aumentan cuando se eleva el nivel de las dificultades»[32]. Pues bien, la dificultad que se había elegido era de talla gigantesca; nuestras posibilidades de triunfar eran mínimas.
Cuando partimos, calculábamos que nuestras probabilidades de derrotar al Jannu eran de un treinta por ciento. Jugamos y perdimos. Es normal.
El nivel y continuidad de las dificultades, la complejidad y la longitud del itinerario, el tiempo y el azar se combinaron de tal forma que necesitamos demasiados días para alcanzar el punto más avanzado al que llegamos. En aquel momento, ya no teníamos ni tiempo ni medios para forzar la victoria en condiciones de seguridad razonables.
Por esta vez, fue la montaña quien dijo la última palabra. Había faltado muy poco: con una organización algo más potente y un poquito más de suerte, el hombre hubiera podido una vez más triunfar frente a las fuerzas de la naturaleza.
De vuelta en París todos estábamos de acuerdo: había que volver a empezar. Pero esta segunda vez, gracias a la experiencia que habíamos adquirido, el juego debía ir a nuestro favor.
Convencido por nuestro entusiasmo, el Comité del Himalaya decidió realizar una nueva tentativa en 1961. Diversas circunstancias retrasaron la salida, y la segunda expedición al Jannu se prepara para atacar en 1962. Jean Franco considera que ha llegado al límite de edad y, bajo su petición, se me ha confiado la dirección de la empresa[33]. Ésta es una gran responsabilidad y sólo la he aceptado después de muchas dudas.
Dentro de unos días cumpliré los cuarenta años. Veinte años de lucha sobre las montañas del mundo me han dejado más fuerzas y entusiasmo de lo que parece tener todavía la mayor parte de mis jóvenes compañeros. Sin embargo, ya no soy, desde luego, el mismo que, empujando a los hombres y a los elementos, se abría paso hasta la Walker, el Eiger, el Fitz Roy y el Chacraraju. Todos estos años de esfuerzos, sufrimientos y peligros cambian a un hombre.
De regreso del Jannu, cuando atravesaba con uno de mis clientes el glaciar de Frêney, una avalancha de seracs sorprendió a nuestra cordada. Mi compañero resultó muerto, y yo quedé enterrado bajo cinco metros de hielo. En aquel instante creí que la insolente suerte que me había conducido hasta allí acababa de abandonarme. Pero, gracias a uno de los milagros más extraordinarios que haya conocido el alpinismo, salí indemne.
Atrapado por un bloque de hielo, al fondo de una grieta, logré, a fuerza de contorsiones, sacar mi cuchillo del bolsillo en el que por suerte lo había metido. Entonces logré colocarme en una cavidad que, por fortuna, se había formado muy cerca de mí. Luego, ayudado de mi martillo y de un pitón, excavé una galería hacia la luz. Al final, después de cinco horas de esfuerzos, logré respirar otra vez el aire libre.
Aquellas horas en la antecámara de la muerte, la desaparición, a mi lado y por segunda vez, de un compañero, me hicieron madurar más que diez años seguidos de aventuras felices…
Empujado por la fuerza indomable de la pasión, en todas las expediciones, cualquiera que haya sido mi puesto, siempre he marchado en primera línea al combate. Siempre, tanto en ultramar como en los Alpes, he aceptado con un corazón lleno de serenidad los riesgos más grandes y también, a veces, pesadas responsabilidades. Si he arrastrado a otros compañeros al peligro, lo cual es cierto, nunca he dejado de estar al lado de ellos.
Hoy mi voluntad ha dejado de ser tan inflexible como había sido en otros tiempos, y los límites de mi valentía no llegan tan lejos. ¿Podría ser todavía el capitán que conduce el asalto al frente de las tropas de choque, en el ataque contra el bastión más inexpugnable al que se hayan enfrentado jamás los alpinistas? ¿O tendría ya que dedicarme a ser el general que, contemplando la batalla desde la retaguardia, ve cómo avanzan sus hombres, lleno de inquietud y temor?
Pero, decidme: después del Jannu, ¿quedará todavía algo que pueda ser capaz de apaciguar la sed de conquista de los escaladores?
Sin duda, otros alpinistas se dirigirán hacia cumbres quizá menos elevadas pero incluso más temibles. Cuando sucumba el último de esos picos, como ayer ocurrió en los Alpes y hoy ocurre en los Andes, todavía habrá que conquistar nuevas caras y aristas. No, lo cierto es que, en la época de la aviación, el alpinismo está todavía muy lejos de encontrar sus límites.
En cuanto a mí, personalmente, tendré que bajar los grados de la escala. Mis fuerzas y mi valentía ya no dejarán de disminuir. Muy pronto, los Alpes se convertirán para mí en picos mucho más terribles de lo que fueron en mi juventud.
Si en realidad no hay ninguna roca, ningún serac, ninguna grieta que me esté esperando en algún lugar del mundo para detener mi carrera, llegará un día en el que, viejo y cansado, encontraré la paz entre los animales y las flores. El círculo quedará cerrado, y por fin seré el simple pastor que añoraba ser en mis sueños de niño.
Grenoble, julio de 1961.