Annapurna

Al terminar la temporada de 1949 hacía ya algún tiempo que corría en los medios alpinistas un rumor según el cual era posible que se organizase una expedición francesa para ir al Himalaya.

A lo largo de interminables discusiones —que tan frecuentemente se dan entre los escaladores— se podía oír a menudo que el gran animador del alpinismo francés, o, mejor, del gran alpinismo, Lucien Devies, estaba empeñado en que nuestro país ocupase un puesto digno de él en la historia de la conquista de las montañas más altas y difíciles del mundo.

Hasta entonces, en este campo, el papel de nuestro país había sido muy modesto.

Se contaba una sola expedición francesa —la del Hidden Peak, de 1936— contra una treintena de Inglaterra, casi las mismas de Alemania, cuatro o cinco de Italia e incluso tres de Estados Unidos, país recientemente llegado al alpinismo.

La conquista de la primera cumbre de más de ocho mil metros compensaría esta carencia y nos colocaría en una justa posición en la escala de valores.

Además, una expedición al Himalaya daría a los mejores alpinistas de nuestro país la suerte de encontrar montañas a la altura de un ideal que los Alpes —que hacía tiempo que se habían hecho demasiado pequeños— iban más o menos satisfaciendo. Este rumor tenía una fuente seria. En octubre, una conversación que tuve con Lucien Devies me lo demostraría.

Devies había sido uno de los mejores alpinistas franceses de la generación de antes de la guerra y, a mi modo de ver, el más emprendedor.

Unas veces con el gran glaciarista francés Jacques Lagarde, otras con el célebre escalador italiano Giusto Gervasutti, había anotado en su activo numerosas realizaciones de gran clase: la primera de la cara noreste de la punta Gnifetti, la primera de la cara noroeste del Olan, la primera de la cara noroeste del Ailefroide, y muchas otras. Sólo las circunstancias le habían impedido lanzar tentativas al Eiger y a la Walker. Desde la guerra, habiendo estado gravemente enfermo y con algunos años más, continuaba practicando activamente el alpinismo a pesar de haber tenido que renunciar a empresas mayores.

No pudiendo realizar por sí mismo todos los proyectos y los sueños de su juventud, Devies, con un espíritu altruista, se había esforzado en hacérselos posibles a los demás; puso su excepcional capacidad de entusiasmo y su formidable dinamismo a disposición de un esfuerzo de expansión general del alpinismo francés. Más concretamente, había animado y ayudado a los mejores escaladores a realizar ascensiones excepcionales. Por su acción en este campo, Lachenal y yo le debemos mucho.

En 1949, Luden Devies tenía entre las manos las riendas del mundo alpino francés; presidía a la vez el Club Alpino Francés, La Federación Francesa de Montaña y el Grupo de Alta Montaña. De esta concentración de poder, puesto al servicio de la pasión que este hombre excepcional profesaba al alpinismo francés, podía nacer una gran expedición al Himalaya. Personalmente, no estoy lejos de creer que una de las finalidades esenciales de los inmensos esfuerzos que desplegó para dar a nuestras asociaciones montañeras una cohesión y una eficacia a escala nacional, fuera la realización de esta empresa grandiosa.

De la conversación que tuve con él durante el otoño de 1949, resultó que nuestro presidente estimaba que había llegado el momento de retomar el movimiento del himalayismo francés, lanzado en 1936 por Jean Escarra y Henry de Ségogne cuando organizaron la expedición al Hidden Peak.

Las condiciones eran ahora más favorables en todos los sentidos. Desde la guerra, el alpinismo había marcado en Francia un sensible progreso, a la vez por el número de sus adeptos y por la calidad de las realizaciones efectuadas por sus mejores representantes. Los más grandes itinerarios abiertos antes de la guerra por los austro-alemanes y los italianos, ¿no es cierto que habían sido acometidos por primera vez por cordadas francesas?

A partir de ese momento era posible reunir un equipo extremadamente fuerte, capaz de triunfar en una cumbre de más de ocho mil metros, hazaña intentada más de treinta veces por expediciones de todas las nacionalidades, pero nunca realizada, ya que la cima más alta conquistada hasta entonces había sido el Nanda Devi, que sólo mide 7716 metros.

Por otra parte, las condiciones políticas que habían hecho imposible el asalto a los ocho mil desde la guerra, parecían mejorar.

Las principales cumbres del mundo en cuanto a la altitud se encuentran distribuidas en tres países asiáticos: el Tíbet, Pakistán y Nepal. Antes de 1940 el Tíbet, que tradicionalmente había permanecido cerrado a la civilización occidental, solamente había abierto sus puertas a expediciones inglesas que lanzaron algunos intentos de escalar el Everest. Pero, posteriormente, la influencia británica en Oriente había perdido mucha importancia y en aquellos momentos el Tíbet estaba totalmente cerrado a cualquier penetración extranjera.

El noroeste de la India, que es donde se encuentran las cadenas del Karakórum y del Himalaya norte en las que había tenido lugar la mayor parte de intentos de elevarse hasta los ocho mil metros, había sido recientemente incorporado al nuevo estado de Pakistán. El país estaba agitado por numerosos desórdenes religiosos y políticos y resultaba por tanto difícil que unos europeos pudieran residir en valles al pie de las grandes montañas, alejados de las ciudades y bastante mal controlados por el Gobierno; además, como el nuevo Gobierno había prohibido la estancia en el Pakistán de los maravillosos porteadores sherpa, por ser éstos de religión budista, el problema técnico se veía complicado de manera muy considerable por esta intervención gubernamental.

Contra lo que ocurría en la India y en Pakistán, en el pequeño estado independiente del Nepal, que siempre había permanecido cerrado a las penetraciones europeas, parecía haber un intento de crear una nueva política favorable a las visitas del territorio por parte de occidentales. Durante el verano que estaba ya acabándose, dos expediciones lograron, por primera vez, entrar en territorio del Nepal. Una de ellas estaba formada por ornitólogos norteamericanos, mientras que la otra fue de alpinistas suizos. Era por consiguiente lógico esperar que en 1950 se dieran nuevas autorizaciones semejantes.

La Federación Francesa de Montaña había empezado a movilizarse para un acercamiento con el Gobierno del Nepal a fin de obtener el permiso necesario para enviar a aquel territorio una expedición nacional francesa. Como en el Nepal es donde hay mayor número de cumbres superiores a los ocho mil metros, en cuanto se obtuviera la autorización bastaba con elegir una cumbre que brindara posibilidades de éxito.

El siguiente paso debía ser la selección de un equipo y luego la preparación material de la expedición. Esto último es una tarea bastante pesada y mucho más difícil de lo que suele imaginarse.

Siguiendo la sugerencia de Lucien Devies, el secretario general del Grupo de Alta Montaña, Maurice Herzog, había sido designado ya como jefe de expedición.

Lucien Devies me dijo que habían pensado en mí como posible miembro del equipo y me preguntó si yo estaría dispuesto a participar en una empresa así.

Naturalmente, participar en una expedición al Himalaya era la materialización de mis más ardientes deseos… Pero, en la vida de un hombre, sus aspiraciones más apasionadas raras veces pertenecen al mundo de lo real. El Himalaya me parecía más inaccesible que una princesa oriental, y sólo en sueños había imaginado escalar esa cordillera.

Hasta aquel momento parecía que en Francia había tan escasísimas condiciones que permitieran realizar una empresa como la que se me proponía que, pensando fríamente, creía que nunca podría llegar a vivir una aventura en el Himalaya.

Así pues, tras la propuesta de Devies, el sueño parecía que podría realizarse. Iba a ser posible conocer directamente aquellas cimas fabulosas, tan gigantescas y salvajes, que siempre serán un dominio vedado al hombre. La propuesta me hizo ver que por fin iba a poder penetrar en ese paraíso en el que nada ha sido manchado, en el que todo es bello y puro… Para mí el Himalaya era la aventura total, la entrega de uno mismo por un objetivo ideal, lo que todos buscan y muy pocos consiguen. Era también el Oriente y todos sus encantos, sus misterios, hombres diferentes, una naturaleza prodigiosa, mil imágenes que flotaban en mi espíritu ávido de conocer todo lo relacionado con la vida.

El mes de noviembre volví a Canadá, llevándome conmigo a mi mujer y a uno de mis compañeros de montaña, el prometedor Francis Aubert.

Durante el invierno, de vez en cuando, las cartas que llegaban de Francia me mantenían al corriente de la evolución de la situación. La autorización del Nepal tardó, pero al final fue obtenida. Fue un auténtico esfuerzo prodigioso, un gran impulso que permitió al fin montar esta expedición en menos de dos meses.

A pesar de lo absorbentes que eran sus ocupaciones profesionales, Lucien Devies, Maurice Herzog y el jefe del grupo de 1936, Henry de Ségogne, y también otros a los que no puedo citar aquí para no extenderme demasiado, se entregaron a esta tarea con un apasionamiento digno de una empresa sagrada.

Al fin, sin embargo, ¡se produjo el milagro!

La primera gran dificultad fue encontrar el dinero necesario para una empresa de tal envergadura. El Estado —que a menudo dilapida fondos en realizaciones cuanto menos discutibles— no dio prueba de una generosidad excesiva y concedió una subvención de seis millones de francos: eso era apenas la mitad de la suma imprescindible. Se abrió una suscripción pública; las donaciones llegaron de todas partes, millares de alpinistas enviaron su óbolo, grande o modesto. Un reducido grupo de hombres eminentes, todos alpinistas apasionados en el crepúsculo de su carrera, se empleó con una abnegación sin límite en obtener las donaciones importantes sin las que nunca se habría alcanzado el presupuesto indispensable. Citaré, entre otros, a nuestros tan añorados amigos Louis Wibratte, presidente del Banco de París y de los Países Bajos, y Jean Escarra, profesor en la Facultad de Derecho de París. Y, entre los vivos, a Henry de Ségogne y Lucien Devies.

Todos estos señores, que ocupaban puestos importantes en la administración y los negocios, no dudaron en ir «puerta por puerta» visitando a los poderosos de este mundo. Gracias a su notoriedad, pudieron convencer a las grandes industrias y los grandes bancos de la nobleza de la finalidad perseguida y del prestigio que ganaría Francia en caso de tener éxito. Así fueron recaudadas sumas muy considerables; pronto los fondos reunidos fueron suficientes para que se pudiera comenzar con el trabajo de preparación.

Todas las industrias interesadas en los deportes de montaña y cámping quisieron participar en esta empresa nacional. La mayoría aceptó no solamente equipar la expedición a bajo precio, incluso gratuitamente, sino también, muy frecuentemente, estudiar y realizar modelos especiales.

Gracias a este esfuerzo, se pudieron realizar grandes progresos en el terreno del material necesario para una expedición himaláyica. De hecho, cuando se estudia la historia del himalayismo de entre las dos guerras, uno se sorprende por la suma de coraje, pasión y heroísmo que hombres de todas nacionalidades han empleado para vencer las más altas montañas de la tierra, pero también por la poca imaginación que han desplegado para forjarse útiles que les puedan ayudar más eficazmente en sus propósitos; se puede afirmar que en veinte años, la evolución en este campo ha sido insignificante.

Es cierto que nos hemos sabido liberar del peso de las tradiciones e innovar enormemente; sin duda, hemos cometido algunos errores, pero no es exagerado avanzar que hemos marcado un paso adelante en la técnica himaláyica y que todos los éxitos que han seguido deben mucho a nuestras iniciativas.

En mi lejano Canadá, no me daba cuenta de la importancia y la dificultad de este esfuerzo de preparación. Las cartas de Herzog y de Lachenal me informaban que nos iríamos y para mí eso era lo esencial.

Por primera vez en mi vida, tenía realmente miedo de romperme una pierna o de herirme gravemente. Ya no participaba en las competiciones y esquiaba al ralentí, ¡lo que para un entrenador es, cuanto menos, enojoso!

Mis contratos no me permitían volver a Francia más que pocos días antes de la gran partida. A mi llegada a París, me quedé un poco sorprendido por la agitación frenética que reinaba en las oficinas de la F. F. M., en la calle de La Boétie.

Lachenal estaba encargado de dirigir los trabajos de embalaje que se efectuarían en los locales de una empresa especializada; iría a secundarle.

Me encontraba delante de un montón de latas de conservas de todo tipo, de crampones, piolets, hornillos, tiendas, plumíferos, todo ello amontonado en el mayor de los desórdenes. A mí, que había imaginado una organización altamente racionalizada, donde cada cosa hubiera sido calculada casi al milímetro, donde la utilidad de cada objeto hubiera sido largamente discutida, su forma y su empleo estudiadas con cuidado, ¡se me caía el alma a los pies…!

Estaba por los suelos y exclamaba, levantando los brazos de desesperación:

—¿Crees que se podrá hacer alguna cosa seria con todo este desbarajuste?

Lachenal, siempre optimista, me respondió:

—Nos quedan pocos días para clasificar y embalar todo; no falta nada indispensable; para el resto nos las arreglaremos. Lo importante es irse.

Una vez más, él tenía razón.

Los imperativos técnicos de una gran expedición al Himalaya no tienen casi nada que ver con los de una ascensión alpina, aunque sea de las más importantes. Mientras que, en los Alpes, el escalador abandona la civilización para un máximo de tres o cuatro días, cuando va al Himalaya esta separación dura casi tres meses; durante un mes o más, vive rodeado exclusivamente por el reino mineral y tiene que subsistir. Mientras que una gran escalada es, ante todo, una sucesión de hazañas individuales realizadas por turnos por los miembros de la cordada, la conquista de un ochomil es solamente un trabajo de equipo.

Sobre las grandes cumbres, el hombre aislado está reducido a la impotencia; su capacidad de integrarse en un esfuerzo colectivo es mucho más importante que su virtuosismo técnico e incluso sus medios físicos.

Se concibe sencillamente que, en estas condiciones, las cualidades humanas de cada uno de los protagonistas juegan un papel esencial. En un aire rarificado por las grandes altitudes, cuando el cansancio, el peligro, el frío y el viento empujan al hombre al límite de su resistencia y de su valor, el mejor se hace irritable. En estas condiciones de animal acorralado, la naturaleza profunda se revela y los defectos se acusan en proporciones espantosas.

El egoísmo, la irritabilidad, todos los defectos de carácter muy marcados, son causas de discordia y disposición para la ineficacia, y se han visto expediciones paralizadas por las disensiones entre sus miembros. Se comprenderá, pues, que los responsables de una expedición se esfuercen en la medida de lo posible por constituir un equipo homogéneo y eliminan en ocasiones individualidades destacables sobre el plano técnico, pero que se convierten en casi inútiles en un trabajo colectivo por su exceso de individualismo.

El comité, presidido por Lucien Devies, que la F. F. M. había instituido para la organización de la expedición de 1950 —como además para las que pudieran seguir y que efectivamente siguieron— se esforzó en seleccionar un equipo de un alto nivel técnico y en el que todos los miembros tuvieran aparentemente cualidades de carácter suficientes para integrarse en un grupo unido.

Me complace alabar la objetiva visión y el espíritu de imparcialidad que presidió esta selección. Como se puede imaginar fácilmente, las grandes secciones del Club Alpino, justamente deseosas de colocar delante a sus miembros más valerosos, no dejaron de ejercer presiones, en ocasiones fuertes. Era, pues, especialmente meritorio conseguir mantenerse al margen de las influencias regionalistas y estar por encima de rivalidades entre provincias y personas.

Maurice Herzog había sido designado jefe de expedición. Esta elección, que fue discutida en aquella época y que posteriormente todavía fue objeto de más polémicas, estaba justificada, a mi entender. Sin duda, Herzog no era uno de los mejores alpinistas de su generación, puesto que no había realizado ninguna ascensión verdaderamente notable, y por ello muchos se sorprendieron de que fuera designado. Ahora bien, si en su historial no se contaban grandes hazañas, en cambio poseía una considerable experiencia alpina que no había muchos franceses que pudieran igualar.

Practicando la montaña desde la infancia, tras haber realizado desde muy joven la mayoría de las clásicas, había luego puesto en su haber gran número de importantes ascensiones. Bueno en roca, pero sin dotes particulares, era en cambio un alpinista completo que poseía todas las cualidades necesarias para un ascenso himaláyico. Era un excelente glaciarista y disponía de una resistencia y un vigor físico excepcionales.

Su elección como jefe de expedición estaba perfectamente justificada en el plano técnico, y más todavía en el plano intelectual y humano. Debe decirse, para ser objetivo, que en aquella época era aparentemente el más cualificado de entre los dos o tres alpinistas franceses capaces de dirigir una gran expedición.

Excelente compañero, de carácter flexible y afable, podía presentirse que conseguiría imponer su autoridad sobre muchachos de muy notables personalidades, a quienes un jefe demasiado autoritario hubiera molestado. Por otra parte, había sido compañero de cordada de la mayoría de ellos, particularidad ésta que sólo podía facilitar su tarea.

Por el conjunto de sus cualidades técnicas y humanas, Herzog respondía perfectamente al deseo del comité de poner a la cabeza de la expedición un jefe que no sólo fuera capaz de organizarla y dirigirla desde los campos inferiores, sino también de participar personalmente en el asalto final, a fin de asegurar por completo su responsabilidad.

Salido de la H. E. C.[20], oficial de la reserva, hombre de negocios, Herzog tenía la virtud principal para poder dirigir una expedición: ¡creía en ella! Esta obra, de la que había sido uno de los promotores, la emprendió con un entusiasmo y un dinamismo capaces de sacudir montañas. Sin esta fe y este entusiasmo, la historia de la conquista del Himalaya no habría seguido el mismo curso.

Para poder dar al equipo la mayor cohesión posible, el comité se había esforzado por seleccionar cordadas ya constituidas, es decir integradas por dos compañeros vinculados por una sólida amistad y con varios años de escaladas juntos. De esta forma se eliminaban de raíz algunas posibilidades de fricciones. En parte, fue sin duda esta razón la que motivó la designación de la cordada Couzy-Schatz.

Couzy, joven ingeniero politécnico, era el benjamín del equipo; muy inteligente, de espíritu original, se convirtió a continuación en uno de mis mejores amigos y en mi compañero de cordada en las expediciones al Chorno Lönzo y al Makalu. No se ignora que Couzy fue, algo más tarde, uno de los más notables alpinistas de toda la historia, con una lista de expediciones sin par por la calidad y variedad de empresas llevadas a cabo. Sin embargo, en esta época, era todavía un joven cuya personalidad no había alcanzado su madurez.

En el plano alpino, tenía ya en roca un renombre internacional; había realizado escaladas de gran clase, especialmente en los Dolomitas. En cambio, su experiencia de alta montaña era bastante limitada.

Schatz era, también, un intelectual. Licenciado en ciencias, por razones familiares se había convertido en director de una tienda de ropa. Atleta poderoso y dinámico, era un escalador en roca completo, pero, como Couzy, con quien constituía una cordada muy conjuntada, su experiencia en hielo y en terrenos mixtos era mediocre.

La selección del equipo Couzy-Schatz para una expedición al Himalaya era bastante discutible en el plano técnico, pues, si en roca su carrera no tenía rival en Francia, su experiencia en alta montaña era excesivamente limitada.

El virtuosismo en roca es de una utilidad prácticamente nula en la conquista de los ochomiles. Estas altas cumbres se escalan casi enteramente por pendientes de nieve y de hielo. La cima más alta del globo, el Everest, ha sido alcanzada por primera vez por una cordada de tres mediocres roqueros compuesta por un neozelandés —que no había practicado el alpinismo más que en las cimas glaciares de su isla natal, así como durante el curso de algunas expediciones himaláyicas de segundo orden, y poseía sólo una escasa experiencia en roca— y de un sherpa con la resistencia y la audacia justamente legendarias, pero muy poco habituado a esta forma de alpinismo y que no se sentía muy cómodo en escaladas de corte claramente clásico.

A primera vista parecía que hubiera sido más juicioso seleccionar a alpinistas muy experimentados, aunque no fueran tan brillantes escaladores, que elegir a dos «sextogradistas» como Couzy y Schatz. Al confiar en ellos, el comité se basaba, sin duda, en las cualidades de sus respectivas personalidades, al paso que trataba de sacar provecho de las ventajas que ofrece una cordada sólidamente constituida en un trabajo de equipo.

Pienso también que Lucien Devies quería poner en práctica una de sus convicciones, a saber: que la conquista de un ochomil no exige una habilidad excepcional en nieve y en hielo y requiere, sobre todo, espíritu de iniciativa, valor, perseverancia y resistencia física, cualidades que se desarrollan en las mayores escaladas rocosas.

El ejemplo de los equipos germánicos, compuestos a veces casi exclusivamente de escaladores en roca y que, sin embargo, se habían mostrado muy eficaces en el Himalaya, proporcionó a esta tesis un argumento de peso.

Luego, los acontecimientos confirmaron que estaba bien fundada. En efecto, ninguna de las cimas mayores de ocho mil metros se ha mostrado, técnicamente —incluso en el campo glaciar—, muy difícil. Los principales obstáculos encontrados han sido el alejamiento, la longitud y la complejidad de la ascensión, la violencia de las intemperies y, sobre todo, el enrarecimiento del oxígeno que disminuye, en enormes proporciones, las posibilidades físicas o incluso intelectuales de los atletas mejor dotados para resistir esta prueba.

Cierto es que en condiciones extremadamente duras, pero poco acrobáticas, las cualidades morales, puestas al servicio de una resistencia y de una forma física excepcionales, son los elementos determinantes del éxito.

Escaladores de roca con todas sus cualidades y, evidentemente, con cierta experiencia en las laderas nevadas, pueden ser eficaces miembros de un equipo cuando se incorporan a un grupo de montañeros experimentados.

La historia himaláyica ha proporcionado numerosos ejemplos de ello, siendo el más notable la expedición británica al Kangchenjunga, tercera cima del globo, la mayoría de cuyos miembros eran puros escaladores en roca.

La segunda cordada que había pensado el comité estaba formada por Lachenal y yo. Evidentemente, la elección se debía a nuestra experiencia en la montaña y a nuestros éxitos en las principales escaladas de los Alpes occidentales.

Las cordadas de asalto debían contar además con un sexto miembro, Gastón Rébuffat. También él era esencialmente un escalador de roca, pero su experiencia en alta montaña era muy importante y, debido al notable conjunto de su historial, era técnicamente uno de los franceses cuya inclusión era indiscutible.

El equipo constaba además de otros dos miembros: mi amigo el doctor Oudot y el conocido cineasta Marcel Ichac. Oudot, importante cirujano, que había logrado una reputación internacional con sus trabajos de cirugía cardiovascular, tenía que ser naturalmente el médico del equipo. Como era también un alpinista de primera clase, se proyectaba que participase en la escalada y que, en caso de que desfalleciera uno de los miembros del grupo de punta, le sustituyera.

Como gran especialista del cine y la fotografía de montaña, Marcel Ichac había recibido el encargo de realizar una película sobre la expedición y reportajes para los periódicos que habían participado en su financiación. Se trataba, asimismo, de un excelente alpinista que había participado ya en la expedición al Hidden Peak en 1936. Era, por lo tanto, el único miembro del equipo que contaba ya con experiencia en el Himalaya y en más de una ocasión sus consejos y advertencias nos fueron muy útiles.

A los ocho alpinistas ya citados debía unirse, en Nueva Delhi, un joven diplomático agregado a la Embajada francesa, Francis de Noyelle. Su papel consistiría en dirigir las operaciones de transporte a través del Nepal y, en cierta medida, servirnos de intérprete gracias a sus conocimientos de las lenguas locales.

Como el mundo del gran alpinismo cuenta con pocos miembros, pese a la diversidad de sus orígenes, todos los miembros del equipo, con excepción de Francis de Noyelle, ya se conocían.

Personalmente tenía lazos de amistad con la mayoría de ellos. Sólo Couzy y Schatz me eran menos familiares.

La agrupación se hizo por tanto como una simple reunión de compañeros; nadie debió soportar las molestias que se experimentan durante los primeros días de trabajo y convivencia con desconocidos.

La llegada tardía de la autorización del Nepal y, sobre todo, las dificultades que afectaron a los organizadores para reunir el dinero necesario dejaron sólo un lapso de tiempo pequeño para la preparación. El trabajo se desarrollaba con una prisa febril; a pesar de ello, a pocas horas de salir, todavía uno se podía preguntar si todo estaría preparado en el tiempo deseado.

Trabajábamos con tanto entusiasmo como si se tratara de una misión sagrada, gracias a lo cual se superaron todos los obstáculos y, el día D, la última caja y el último contenedor estaban cerrados; desde el instante en que se tomó la decisión de emprender esta aventura, pasaron menos de dos meses. Si se había cuidado hasta el último detalle, como predijo Lachenal, no faltaría nada esencial.

Como no había sido posible enviar por adelantado los víveres y el material por vía marítima, hubo que utilizar los servicios de transporte aéreo. De esta forma fue posible trasladar de una sola vez a los miembros del equipo y toda su impedimenta.

Debido a que el aparato que utilizábamos era un DC-4, el viaje se hizo en etapas cortas. Primero Roma, después El Cairo —donde pudimos visitar las pirámides iluminadas por la luna—, Bahréin y por fin Delhi. Este avance a grandes saltos nos evitó el brutal cambio que supone pasar de una civilización a otra.

La naturaleza me ha dotado de la rara facilidad de poder registrar de manera permanente un recuerdo intacto de todos los acontecimientos excepcionales que he vivido. Hoy puedo todavía, pese a los diez años transcurridos, volver a vivir casi cada minuto de este viaje; largos diálogos de nuestras apasionadas conversaciones se conservan en mi memoria.

Durante casi todo el vuelo estuve inclinado hacia la ventanilla devorando con los ojos el espectáculo que me ofrecía este mundo nuevo que desfilaba bajo nuestros pies. El tiempo era espléndido, la altura a la que volaba el avión relativamente baja, y era posible percibir numerosos detalles.

Mientras pasábamos por encima de Arabia, donde las inmensas llanuras de arena están moteadas de cuando en cuando por salientes rocosos de un negro azabache, pude incluso divisar las caravanas de beduinos. Como eran minúsculas, parecían hormigas en la inmensidad de las arenas; sin embargo, aunque apenas tenían forma, estas imágenes evocaban muchas de mis lecturas, sobreimpresionadas en la gigantesca pantalla dorada del desierto.

Me parecía ver entremezclarse en una zarabanda inmensa la epopeya de Mahoma, las aventuras del coronel Lawrence, la de Monfreid, el contrabandista del mar Rojo, y finalmente los combates de Ibn Seoud, el último conquistador.

Cuando sobrevolamos las regiones del norte de la India quedé profundamente asombrado. Mi espíritu estaba empapado de los libros de Kipling, y yo había imaginado que este país tenía una vegetación exuberante y esperaba ver desfilar debajo de nosotros el constante verdor de los grandes bosques tropicales. Sin embargo, durante horas y horas mis ojos no lograron encontrar más que una costra amarillenta finamente cuadriculada. No había más verde que unos pocos árboles aislados, perdidos en aquella inmensidad.

Tuvo que pasar algún tiempo antes de que comprendiera que no estábamos sobrevolando un desierto sino, por el contrario, un país superpoblado. De hecho, los innumerables cuadrados que como una red gigantesca dividían esta tierra desolada estaban formadas por multitud de parcelas de cultivo calcinadas por el calor tórrido característico de los meses anteriores a la llegada del monzón. De vez en cuando, unos grupos de pequeñas cúpulas que parecían racimos de grandes frutos rompían, a distancias irregulares, la monotonía de aquella alfombra a cuadros. Eran las cabañas de los pueblos. Allí, millones de hombres que trataban de arrancar sus alimentos a esta tierra agotada, y aplastados por una temperatura infernal, se amontonaban en la miseria, la ignorancia y el hambre.

En Delhi, el embajador de Francia, M. Daniel Lévi, el primer consejero, Christian Bayle, y todo el personal de la Embajada nos acogieron con extrema amabilidad. Con la precipitación de la salida, el rompecabezas chino de las formalidades aduaneras había sido tratado un poco a la ligera. Como siempre, con su optimismo crónico, Maurice Herzog había descuidado los detalles, convencido que todo se arreglaría.

img-043.jpg
De izquierda a derecha: Lachenal, Herzog, Couzy, Terray y Schatz.

Desde el desembarco, se reveló que los funcionarios de la joven república de la India, completamente embriagados por sus nuevos poderes, estaban animados por un celo de neófitos. Como si hubieran querido ilustrar las palabras de Napoleón: «Coged un mediocre, dadle un galón y habréis hecho un tirano», cada uno de estos pequeños funcionarios, ayer todavía pertenecientes a la servidumbre, se había convertido en un déspota, encantado de poder ejercer una autoridad arbitraria.

Nuestro equipaje, que estaba en tránsito por el reino independiente del Nepal, simplemente debería haber sido precintado y transportado hasta la frontera.

Pero el caso no tenía precedente y ningún artículo del reglamento lo había previsto. Ahora bien, para estos pequeños aduaneros, como para cientos de nuestros ayudantes, el reglamento es el reglamento. Eso sí, tenían la pretensión de examinar las cajas una por una y de hacernos pagar derechos por cada objeto. Ceder a su voluntad hubiera sido un desastre; sin hablar del enorme gasto que hubiera significado, habríamos estado paralizados durante más de una semana.

Tal retraso se habría añadido al que ya sufríamos, y cada día perdido reducía nuestra posibilidad de éxito.

Detenidos por una montaña de papel, ¿habríamos sido derrotados antes de haber divisado nuestro objetivo? Nuestro gran entusiasmo, nuestros apasionados esfuerzos, ¿iban a convertirse sólo en un ridículo fracaso?

Afortunadamente, nuestro embajador, saliendo en nuestra defensa con una abnegación extrema, no dudó en desplegar el gran arsenal de la diplomacia.

Sin dudar, acudió directamente a las altas esferas; dirigiéndose a las personalidades más importantes, logró alisar rápidamente todos los obstáculos.

Mientras Herzog, Noyelle, Ichac y Oudot se debatían en medio de insospechadas dificultades, el resto del equipo, sin duda inconsciente de la gravedad de la situación, tomaba contacto con la India.

El mundo que descubría cada día me parecía muy diferente del que había imaginado. Más allá del ambiente pintoresco y del color que sorprende en los primeros instantes, más allá del esplendor y de la elegancia de los monumentos, testimonio de un pasado donde la civilización alcanzaba un refinamiento increíble, discernía rápidamente el abismo que nos separa de este pueblo, del que no solamente las costumbres, sino la forma de pensar, incluso los procesos de razonamiento, son diferentes a los nuestros.

Enseguida, olvidando la atracción superficial por el exotismo y la curiosidad psicológica, me fue imposible ver otra cosa que una miseria atroz expuesta en pleno día, de una forma espectacular.

La India, donde desde hace milenios la hambruna y la pobreza son males crónicos, acababa de atravesar el mayor drama de su historia, que cuenta con episodios espantosos. Apenas liberado del yugo colonialista de Inglaterra, el país entró en convulsiones dramáticas. Los territorios del noroeste y del sureste habían proclamado la secesión para crear Pakistán, país económicamente absurdo, del que dos partes separadas por millares de kilómetros no tenían más lazo que la común religión islámica.

El nuevo Estado había reprimido y desplazado hacia la India a la gran mayoría de los no musulmanes. Por su parte, la India había presionado a decenas de millones de mahometanos que vivían en su territorio para que fueran a reunirse con sus hermanos de religión en territorio paquistaní. Pueblos enteros habían sido deportados y más de un millón de personas asesinadas. Durante meses, había reinado la anarquía. Nadie sabrá jamás cuántos millones de víctimas resultaron de la hambruna producida por estos desórdenes.

En esta época, algunas partes de la vieja Delhi y los campos de refugiados situados en la periferia ofrecían un espectáculo ante el que incluso los más insensibles no podían dejar de quedar impresionados.

Cubierto de andrajos mugrientos, roído por la miseria, todo un pueblo parecía salir de los campos de Buchenwald o de Auschwitz.

A cada paso se encontraban «cadáveres ambulantes», cuyos ojos, de una tristeza infinita, parecían inmensos en mitad de sus caras demacradas.

Algunos tenían las piernas tan delgadas que toda la musculatura había desaparecido.

Verles caminar sobre sus largos palillos tenía algo de increíble: en cualquier momento se esperaba ver cómo se rompían.

En rincones a la sombra, heridos y enfermos gemían; la mirada llena de un desamparo sin fondo, vagaban hacia nosotros tendiendo manos suplicantes. En ocasiones, un montón de harapos permanecía inmóvil y silencioso. Al principio, yo creía que se trataba de dormilones, pero muy deprisa me percaté de que la multitud de moscas que zumbaban por encima de estos cuerpos alargados indicaba que no eran más que cadáveres; excepto el ministerio, nadie se preocupaba.

Después de algunos días transcurridos en la sofocante canícula de Nueva Delhi, llegó finalmente el momento de partir.

En aquellos tiempos, cuando la India apenas empezaba a salir de la anarquía, el transporte estaba sometido a todo tipo de azares. Así, mientras el grueso del equipo se dirigía en avión hasta Lucknow, Rébuffat y yo tuvimos que acompañar el material que enviábamos por vía férrea.

Para no perder de vista ninguna de las preciosas cajas que debíamos vigilar, nos instalamos entre ellas, en el furgón que las transportaba.

Este viaje en el tren de mercancías resultó penosísimo. Hicieron falta dos días para cruzar la llanura del Ganges; el calor era asfixiante y el polvo hacía que el aire fuera irrespirable. Como el tren se desplazaba con bastante lentitud era muy fácil contemplar el paisaje de los alrededores. Pero este espectáculo apenas si nos distraía, y en lugar de alegrar nuestros corazones nos empapaba de su lúgubre tristeza.

Cuando por fin fuimos recibidos en Lucknow por nuestros compañeros, estábamos los dos negros de polvo, muertos de aburrimiento y fatiga.

La tierra que recorríamos era desesperantemente plana y monótona. La sequía había calcinado casi totalmente la vegetación, de manera que no le quedaba ningún gran encanto a esta naturaleza ya de por sí poco seductora.

Los pobladores mugrientos y miserables que nos encontrábamos en las estaciones o que divisábamos en el campo, lejos de animar este paisaje melancólico, acentuaban más aún su desolación con su comportamiento silencioso y sin alegría.

Una nueva jornada de tren, esta vez con todo el resto del equipo y en un vagón de asientos acolchados, nos condujo hasta un punto situado a algunos kilómetros de la frontera del Nepal. Todavía teníamos que recorrer unos cuarenta kilómetros por una carretera estrecha y llena de baches que cruzaba la llanura pantanosa del Teraï, que es la única parte verdaderamente llana de todo el reino. Unos camiones G. M. C. que se ahogaban y unos autobuses viejos completamente llenos de remiendos nos transportaron en medio de indescriptibles torbellinos de polvo.

Después pasamos por la jungla, el gran bosque virgen en el que todavía viven tigres y rinocerontes, y luego, sin transición, como si fueran islas en el mar, vimos ante nosotros unas altas colinas verdes. Por fin el sueño empezaba a tomar forma, por fin estábamos junto al Himalaya y podíamos tocar ya las primeras olas de esta tormenta lanzada por la tierra contra el cielo.

La carretera terminaba al pie de las primeras pendientes. A partir de allí iba a ser necesario avanzar a pie y cargar a las espaldas de los hombres unas seis toneladas de víveres y material.

Tras una corta estancia en el poblado de Butwal, mientras el grueso del equipo acababa de preparar las cargas y contratar a los cerca de doscientos porteadores indispensables para el transporte, Lachenal y yo partimos como exploradores, con más de media jornada de adelanto sobre el resto.

La primera tarde de marcha la invertimos en atravesar el espeso bosque tropical que, como un auténtico tampón de vegetación que separa dos mundos, cubre la vertiente oeste de la cadena de los Sivaliks, primer contrafuerte del Himalaya. La noche nos sorprendió cuando nos encontrábamos todavía en pleno bosque y, después de caminar algún tiempo a oscuras, encontramos cobijo en una cabaña de ramas que pertenecía a un pobre comerciante de té.

Para poder evitar el calor de las horas de pleno sol, reanudamos nuestra marcha al amanecer. En el fondo del bosque, apenas la luz empezaba a borrar la noche; casi no podíamos distinguir las formas atormentadas de los grandes árboles.

El camino cuidadosamente enlosado que seguíamos es una de las cinco o seis vías de comunicación que hay entre la India y el Nepal. Prácticamente, los ocho millones de seres humanos que viven al otro lado de los Sivaliks no tienen más contacto con el mundo moderno que esas serpentinas de piedra y barro.

Ese camino es, además, una de esas asombrosas «carreteras» del Tíbet a través de las cuales las atrevidas expediciones de caravanas llegaban hasta China tras cruzar estrechos desfiladeros y puertos de montaña cuya altitud a veces es superior a los seis mil metros.

Durante la estación seca, el tráfico reinante en estos caminos es tan intenso como el de la más popular de las calles de París. Sin cesar, van y vienen bandas inmensas de coolies encorvados bajo cargas enormes. Los hombres, semidesnudos, exhiben muslos y gemelos de músculos prodigiosos; las mujeres, también muy numerosas, se lían las piernas en largas faldas de color. Toda esta gente lleva al Nepal el algodón, las especias, el azúcar y algunas minucias de pacotilla, o descienden hacia la India cargados de arroz, de cebada, de sal, de cerámica, de balas de lana o de pieles.

Se ven también mercenarios de las tropas gurkas que, como en otro tiempo los montañeses suizos, ponen su valor y su prodigiosa resistencia al servicio del extranjero. Unos sirven en el ejército inglés; otros, más numerosos, en las tropas indias. En el curso de la primera guerra, muchos han combatido en el Pacífico, en África del Norte y en Italia; es por ello, por cierto, que no resulta extraño oír en Nepal algunas palabras en francés o en italiano.

Estos soldados vuelven hacia sus puestos, o parten de permiso. Muchos van acompañados de su mujer, que lleva en la espalda un niño de corta edad. A veces te cruzas con comerciantes o con personajes notables. Protegidos bajo un gran paraguas, vestidos con una especie de levita negra, las piernas moldeadas por pantalones blancos extremadamente estrechos, llevan sus zapatos ¡en la mano…!, sin duda para no desgastarlos. A algunos les siguen sus esposas, que ricamente engalanadas o cubiertas de sedas de vivos colores, se dejan llevar sobre literas, como las bellas damas del siglo de oro.

Más raramente se pueden divisar caravanas de tibetanos con largos cabellos trenzados y grandes cuerpos delgados, cubiertos de atavíos mugrientos, que rompen extrañamente con el resto de esta multitud.

A esta hora de la mañana la vida apenas comienza a salir de su torpeza, el camino está todavía casi desierto y sólo algunos porteadores aislados descienden hacia el llano trotando bajo la carga. Nosotros avanzamos a un ritmo rápido y pronto la cresta estará próxima. Como salimos del bosque, los primeros rayos del sol comienzan a rozar y la sombra se llena de flechas de oro.

Nervioso ante la idea de poder ver pronto las grandes montañas que nos habían hecho cruzar mares y continentes, yo apresuraba el paso.

Repentinamente todo mi ser se vio estremecido por algo parecido a una descarga eléctrica, pues el milagro acababa de producirse: a mis pies, bañado en una bruma poco espesa de capas azuladas que aumentaban el relieve, se extendía un grupo de colinas que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Delante mío, alzadas como prodigiosos icebergs flotando en un mar verde, las resplandecientes masas de las cimas del gran Himalaya parecían tan irreales como gigantescas.

Nunca, ni en mis más fantásticos sueños, había podido concebir que en esta tierra hubiera tanta belleza. El tiempo difumina todos los recuerdos, pero la emoción que atravesó mi ser en aquel instante quedará fija para siempre, como si me hubieran marcado a fuego.

Cuando ahora reflexiono sobre aquella experiencia, comprendo ese segundo en el que por primera vez se materializa: el sueño de mi juventud no solamente fue un instante de intensa emoción, sino también el comienzo de una de las experiencias que más influencia han tenido sobre mi personalidad. Fue el descubrimiento de un mundo que se había quedado anclado en otra era: el Nepal.

Desde el día en que, por primera vez, ese país sorprendente apareció ante mis asombrados ojos, he tenido la suerte de pasar en él casi un año de mi vida, a lo largo de cuatro expediciones distintas. Durante esas estancias he vivido cuatro meses en las altas cumbres, donde no hay lugar para el hombre. Pero también he pasado un tiempo casi igual en regiones más bajas, donde viven los nepaleses.

En 1950, gracias a la feliz conjugación de numerosos elementos, el Nepal permanecía aún completamente a cubierto de las influencias del mundo occidental. Todavía en la actualidad, si se deja a un lado la capital, Katmandú, y algunas poblaciones de las zonas fronterizas, este país sigue sin haber evolucionado prácticamente a lo largo de los siglos.

Durante mis cuatro estancias me he visto obligado a recorrer unos dos mil kilómetros a pie, atravesando colinas y valles. En esos inmensos paseos, he vivido mucho tiempo en contacto con los montañeses e, incluso, a veces, he compartido por entero su vida cotidiana. El poético encanto que se desprende de la existencia bucólica de aquellos pueblos me ha impresionado profundamente y su filosofía dulce y alegre ha marcado mi carácter.

Desde muy joven, siempre he experimentado un sentimiento apasionado por la naturaleza y la gente del campo. La vida simple y noble de los paisanos me ha seducido hasta tal punto que la he compartido con ellos durante años y únicamente las circunstancias me han obligado a dejarla.

Cuando, sediento de conocer el mundo, con el espíritu lleno de maravillosas descripciones y todos los sentidos alerta, he desembarcado en la India, esperaba la revelación de una nueva forma de belleza y de poesía; pero la tristeza y la monotonía de los paisajes, el aspecto taciturno de sus pobladores, su porquería y su desgarradora miseria no me han procurado en absoluto el sentimiento de exaltación y de admiración total que esperaba. Lo que la India no me ha dado, lo he descubierto en Nepal. Allí, he sido como embrujado por la seducción de una naturaleza lujuriosa que el hombre ha sabido transformar en un vasto jardín: la gama inmensa de los verdes, los resplandecientes colores de las flores, el canto de los pájaros y el murmullo de las aguas, esta irradiación de vida que estalla de todas partes me ha proporcionado un verdadero encantamiento.

Aquí, el hombre, cuya presencia se manifiesta por todas partes, lejos de destruir la armonía y la belleza de la naturaleza, como si hubiera penetrado en él mismo, se funde con el paisaje que completa y embellece aún más.

Flanqueadas por ramos de bananeros, cuyas largas hojas se balancean con gracia por encima de los techos de paja rubia, las casas, construidas con esmero, en ocasiones realmente elegantes, son meticulosamente pintadas de ocre y de blanco. Estas manchas de colores, diseminadas sobre las colinas, realzan el estallido del verdor.

Los millones de campesinos que allí viven llevan una existencia llena de encantos bíblicos. Sus costumbres sencillas y casi puritanas tienen la huella de una apacible dignidad cercana de la nobleza. Los hombres vestidos de paños blancos, las mujeres envueltas en largos vestidos de vivos colores, todo el pueblo trabaja para arrancar a la tierra unos alimentos rústicos. Gracias a este trabajo y a un suelo fértil, las cosechas son abundantes y a menudo llegan a ser dos al año; contra lo que ocurre en la India, el hambre no suele visitar esta tierra y la masa de la población está suficientemente alimentada.

Las colinas en forma de panes de azúcar han sido modificadas hasta ser convertidas en bancales innumerables en los que se cultiva el arroz y el maíz. En las zonas más elevadas se cultiva la cebada. Las curvas horizontales de los bancales, que se extienden serpenteando por las laderas y moldean como arabescos el verde pálido de los primeros brotes o el oro de las mieses, contribuyen a dar al paisaje una característica elegancia.

Nunca, en el curso de mis caminatas a menudo largas y penosas que me han permitido recorrer una importante parte del Nepal, me he podido cansar por un instante de la atracción de este país y de sus habitantes. Hoy, si pienso con entusiasmo en volver allí una vez más, es más para reencontrar la poesía de este mundo de otra era que por el esplendor de las grandes cimas que lo dominan.

Cuando, en una mañana radiante, el Nepal se descubrió por primera vez ante mis ojos maravillados, ignoraba casi todo. Poco a poco aprendí a conocerlo, recorriendo las crestas y los valles, o debido a los notables encuentros casuales en los altos del camino, o con los sherpas por la noche cuando, tras una dura jornada, iba a acuclillarme entre ellos alrededor del fuego de campamento.

Además, sin algunos conocimientos elementales del contexto local, es completamente imposible entender el sentido de una expedición en el Himalaya.

Los autores de las obras que han relatado las peripecias de las conquistas himaláyicas raramente han hecho un esfuerzo suficiente para exponer las nociones básicas. A menudo citan nombres y hechos, como si se dirigieran a especialistas que se supone que están familiarizados con ellos. Ahora bien, en realidad, la gran mayoría de los lectores ignora todo acerca del Himalaya. ¿Cuántas personas, por ejemplo, saben qué son los sherpas?

Pienso que el desconocimiento de los problemas tratados y el hermetismo del lenguaje, entre muchas otras cosas, hacen ingrata y laboriosa la lectura de estos libros.

Parece que, como la India, el Nepal fue habitado primero por primitivos de un tipo negroide, que los etnólogos llaman los dravidianos. Estos pueblos han sido, en su mayoría, destruidos o absorbidos por las sucesivas oleadas de conquistadores, pero algunas comunidades han logrado sobrevivir, especialmente en los pantanos del Teraï, al lado de la frontera de la India. El país fue a continuación invadido por tribus de raza mongoloide, cuyos descendientes ocupan todavía vastas regiones.

Así, en el más rico y poblado de todos los valles, el de Katmandú, donde se encuentra la capital, los newars, conocidos por su habilidad manual, sus dotes artísticas y su habilidad como comerciantes, forman la comunidad más numerosa; en el este y el sureste, los rais y los limbus, agricultores laboriosos y apacibles, constituyen al menos los dos tercios de la población. Los gurungs y los magars, que ocupan las colinas del oeste y del centro, llegaron probablemente en una época más reciente.

Estos diversos pobladores de raza amarilla forman la mayor parte de las castas que constituyen la estructura social del país.

Conviene, sin embargo, anotar que el sistema de castas en uso en el Nepal es bastante diferente del de la India, de donde ha sido importado. Además de que es más liberal, se apoya ante todo en las diferenciaciones étnicas y la palabra «casta» se convierte a menudo en sinónimo de tribu. Muchas castas han guardado además una parte de sus antiguas costumbres, incluso su lenguaje particular.

Según los historiadores, es solamente hacia el año 1000 cuando minorías de raza indoeuropea llegaron para instalarse en valles situados al noroeste de Katmandú. Provenían de la provincia india del Rajastán y pertenecían a la raza guerrera de los rajputs, cuya valentía es legendaria.

Estos invasores formaron la casta de los khâs, a la que pertenece la actual familia real.

Hacia 1350, expulsados del Rajastán por las invasiones musulmanas, los vestigios de los ejércitos rajputs llegaron para refugiarse en gran número en las colinas del Nepal y formaron potentes minorías en el centro y el oeste.

Según algunos, el cruce de estos recién llegados pertenecientes a la casta guerrera de los kchatriyas o a la casta religiosa de los brahmines, con las mujeres de la tierra dio nacimiento a varias castas nepalesas, especialmente la de los chetris.

Me parece, sin embargo, que esta interpretación debe tomarse con cautela y me parece probable que los rajputs no hayan sido los únicos invasores de raza indoeuropea que llegaron para establecerse en el Nepal.

Así, durante la primera expedición al Makalu de 1954, mientras acabábamos de alcanzar la parte superior del valle del Arun, situado en el este del país, a una treintena de kilómetros de la frontera del Tíbet, nos llevamos una gran sorpresa al encontrarnos con un pueblo que se declaraba chetri y que nuestros sherpas consideraban como tal.

De gran estatura, midiendo en ocasiones más de dos metros, estas gentes me parecieron pertenecer a un tipo ario muy puro: una nariz puntiaguda, la cara afilada cortando el viento, una barba abundante, ojos marrón claro y cabellos castaños les daban una apariencia física que contrastaba de una manera casi cómica con la de sus vecinos rais, muy pequeños y de tipo mongoloide exagerado.

Las dos comunidades parecían haber vivido una al lado de la otra desde hacía generaciones; hoy, empleaban la misma lengua y sus costumbres sólo diferían en algunos detalles de la práctica religiosa. Pero separadas por la impalpable cortina que tejen los tabúes, cada una vivía en su propio territorio y las razas no se habían entremezclado en absoluto.

Dudo que estos chetris sean los descendientes de los invasores rajputs, igual que una comunidad vecina que se proclamaba brahmín. En cualquier caso, sus prerrogativas militares y religiosas se han visto reducidas considerablemente, pues son simples cultivadores muy pobres que explotan tierras más abruptas y menos fértiles que los rais vecinos.

En varias incursiones, en otras partes del este del Nepal, he encontrado focos de pueblos arios muy puros que se denominan chetri o brahmín, cuyas costumbres no difieren demasiado de las de los pobladores de los alrededores. Todos me han parecido más típicamente arios que los nepaleses que he encontrado en Katmandú que, en su mayor parte, son khâs o chetris.

En resumen, el Nepal está formado actualmente por un mosaico de pobladores de tres orígenes étnicos diferentes, que, en unas ocasiones, han permanecido en estado puro y, en otras, han estado más o menos sujetos al mestizaje. Una treintena de castas y de tribus principales, subdivididas en innumerables subcastas, se reparten esta población.

Como se puede imaginar, la historia de un país como éste es de una gran complejidad. Su relieve atormentado y el valor de los soldados le han permitido escapar siempre de la codicia de sus poderosos vecinos. De hecho, los ejércitos indios, chinos e incluso ingleses lo han invadido parcialmente durante varias contiendas, pero nunca han logrado mantenerse allí. Por el contrario, Nepal únicamente ha conseguido unificarse en un solo reino en una época bastante reciente, ocupando prácticamente las dimensiones actuales.

Durante el curso de los siglos, el Nepal fue dividido en múltiples principados, cuyo nombre ha variado mucho según las épocas; sólo el valle de Katmandú ha tenido hasta tres.

Las guerras que enfrentaron a estos diferentes Estados, las intrigas y los complots que permitieron a los príncipes crear y destruir dinastías, forman una maraña con la que los mismos historiadores penan al encontrarse. Apuntemos solamente que, en varios capítulos, monarcas iluminados lograron hacer reinar la paz y la prosperidad durante un buen número de largos años. En el transcurso de estos periodos, el país se ha civilizado de forma espectacular. En el valle de Katmandú, especialmente, la literatura y, sobre todo, las artes alcanzaron un grado de refinamiento muy acusado. Los numerosos monumentos todavía intactos ofrecen un testimonio deslumbrante.

Hacia 1750, cerca de cincuenta principados diferentes se repartían el territorio. Uno de ellos, situado a ocho horas de marcha de la capital, era el pequeño reino de Gorkha; sus habitantes, los gurkas, de origen rajput, tenían una gran reputación por su valor guerrero. Gracias a esta cualidad, su rey Prithivi Nakayan, empujado por una monstruosa ambición, emprendió la conquista de todos los territorios de alrededor. Ayudado por un valor y un sentido político excepcional, en una serie de guerras sangrientas consiguió apoderarse del valle de Katmandú y, como consecuencia, hacer del Nepal una nación unificada y poderosa, que ocupaba prácticamente el mismo territorio que ahora. Un siglo más tarde, la dinastía se estaba debilitando y el primer ministro en funciones, Jung Bahabur Rana, se hizo con el poder efectivo y se atribuyó el título hereditario de maharajá. Aunque, en razón a su influencia religiosa, el rey fue mantenido en el trono, como en otro tiempo ocurría en Francia con los alcaldes de palacio Jung Bahabur se convirtió en el auténtico soberano del Nepal. Los historiadores reconocen que, gracias a sus cualidades de valor, dinamismo e inteligencia, su gobierno benefició al país. Acabó convirtiendo a una multitud de tribus montañesas en una verdadera nación y, por los lazos económicos y militares que supo establecer con los ingleses, consiguió arrancar a su país de un arcaísmo milenario.

Los sucesores de Jung Bahabur consiguieron conservar el poder durante aproximadamente un siglo; pero en 1950, algunos meses después de la expedición al Annapurna, una revolución derrocó al maharajá y colocó el rey a la cabeza de un gobierno con tendencia democrática. En 1959, éste hizo promulgar una constitución francamente democrática que, sin embargo, dejaba al soberano un poder sensiblemente mayor que en las monarquías constitucionales de los países occidentales. Está fuera de duda que este cambio político es el origen de la evolución rápida del Nepal hacia la vía de la modernización.

Gracias a los príncipes iluminados y poderosos que desde hace doscientos años han ostentado a menudo el poder, el Nepal se ha desarrollado de una manera sorprendente. Las colinas se han poblado hasta tal punto que hoy, sobre un territorio de aproximadamente ochocientos kilómetros de largo y un poco más de doscientos de ancho, en el que cerca de la mitad está ocupada por altas montañas estériles, se cuentan 8 500 000 habitantes.

Admirables caminos pavimentados que recuerdan a las calzadas romanas han sido construidos para unir las aldeas más importantes. Gracias a este esfuerzo, aglomeraciones como Pokhara, Palpa-Tensing, etcétera, se han convertido en pequeñas ciudades prósperas, cuyos edificios bien construidos, marcados algunas veces con un verdadero sello artístico, tienen una limpieza meticulosa.

Sobrepasando ampliamente este estadio, la capital, Katmandú, es ahora una vasta y muy bonita ciudad que, según algunos, aloja cerca de 200 000 habitantes. Sus templos, de una arquitectura elegante y muy diferentes según la época de su construcción —varios tienen más de mil años de antigüedad— hacen de ella un centro artístico extremadamente seductor.

Cuando se visita el Nepal de una manera seria, destaca claramente que su unidad es todavía bastante superficial. Así, aunque la lengua nacional, el gurkali o nepalés, bastante próximo al hindi, es comprendida por la gran mayoría de la población, sin mencionar numerosos dialectos, se emplean comúnmente otros cinco idiomas diferentes.

A pesar de los esfuerzos de los gurkas por imponer el hinduismo ortodoxo, traído de la India por sus ancestros rajputs, esta religión está lejos de ser la única practicada.

Buda era el hijo de un reyezuelo de la frontera indo-nepalesa y es cierto que hace más de quinientos años sus enseñanzas hubieran seducido a la mayor parte del «pueblo de las colinas». Hoy, mientras casi ha desaparecido totalmente en la India, el budismo es todavía muy practicado en el Nepal. No obstante, no lo es casi nunca en la tradición bastante pura que se ha conservado en Ceilán y en Birmania. En los valles próximos a la frontera con el Tíbet, donde toda la población lo ha adoptado, ha estado fuertemente influenciado por las viejas religiones animistas en distintos grados y en el resto del país está teñido de hinduismo, como también el hinduismo nepalés está teñido de budismo.

Tibor Sekelj escribe: «En la mayoría del país, las dos religiones se han mezclado y coexisten no solamente en la misma ciudad, sino en el mismo templo y también en el espíritu y el corazón de las gentes», y más adelante añade: «A menudo, es difícil saber cuál es la religión de un individuo dado». Para comprender esto, es indispensable no considerar los problemas religiosos de los países orientales con la mentalidad de un europeo, para quien una religión es una cosa determinada, con reglas estrictas y perfectamente codificadas.

El hinduismo es una religión que se ha creado poco a poco en el transcurso de los siglos, adoptando las leyendas, los dioses y las costumbres de las distintas religiones de la India. «No es una religión en el más usual de los sentidos. Mientras las otras religiones han establecido ciertos principios, dogmas y reglas éticas que intentan hacer seguir a sus miembros, el hinduismo es más que eso: es la forma de vivir, los principios, la tradición y la literatura del pueblo de la India, sancionadas por la bendición de la inteligencia de los brahmines. […] Los actos más simples, como lavarse las manos, comer, vestirse, todos los fenómenos naturales, como la lluvia, las fases de la luna, la floración de los árboles están, de alguna manera, en conexión con las creencias religiosas».

El hinduismo contiene elementos muy diferentes e incluso numerosas contradicciones; sólo algunos principios generales permiten encontrar en él una unidad: el politeísmo, es decir, la creencia en dioses muy numerosos, entre los que cada uno se elige un favorito que encarna a todos los demás, y la metempsicosis, teoría en la que el alma no está unida a un individuo sino reencarnada en una sucesión de cuerpos. Una vida santa y ejemplar que puede, a pesar de todo, permitirle al alma escapar a este ciclo infernal para alcanzar el nirvana; éste no es tampoco un paraíso, como conciben los musulmanes, sino simplemente un reposo en la beatitud eterna, una unión con el espíritu universal.

El budismo no es de hecho más que una religión derivada del hinduismo, o más exactamente un hinduismo reformado. Así, uno de los viejos libros sagrados dice: «Adorar a Buda es como adorar a Shiva» y una antigua obra budista recomienda adorar a Shiva. El mismo Buda figura en el panteón hindú, donde está considerado como la octava reencarnación de Visnú.

En su forma primitiva, el budismo es esencialmente una regla para vivir que permite huir de las pasiones y alcanzar el nirvana. Solamente en una de sus ramificaciones, llamada del Gran Vehículo, Buda es deificado y el tan difícilmente accesible nirvana transformado en un paraíso dulce, una concepción más accesible a las masas.

En el Nepal, el hinduismo y el budismo, además de ser interpretados, han sido influenciados por las antiguas religiones paganas practicadas por los primeros invasores asentados. Varias sectas tantristas y shaktistas han dado incluso a estas creencias un papel preponderante. Para las masas populares hindo-budistas, igual que en las religiones cristianas, la espiritualidad religiosa queda a menudo olvidada en beneficio de una especie de paganismo.

La variedad de las prácticas religiosas es hoy tan grande que se puede decir que cada casta posee una religión un poco particular. Personalmente, he podido comprobar que sus tabúes alimenticios son de una extrema diversidad. Algunos son rigurosamente vegetarianos y no toman ni siquiera huevos; otros, aunque en pequeña cantidad, consumen cordero y cabra; algunos otros, como los tamangs, no desprecian la carne de búfalo. Sólo las tribus de la frontera tibetana, los sherpas y los bothias, matan y comen vacas y bueyes o, más exactamente, yaks. Pero lo hacen únicamente escondiéndose cuidadosamente, pues tal acto está considerado como un crimen y está castigado con varios años de cárcel.

De hecho, a pesar de la diversidad de razas, religiones y lenguas, los nepaleses están visiblemente marcados por una cultura y tradiciones comunes; por ejemplo, los métodos de trabajo de la tierra y el estilo de las casas varían muy poco.

Uno de los rasgos especiales de la civilización del Nepal es la no utilización, ya que no la ignorancia, de la rueda. Más allá de los Sivaliks no puede encontrarse ni un carro ni una carreta ni ningún artilugio provisto de ruedas. Todo, absolutamente todo, se lleva en este país cargado a la espalda, y casi siempre no de animales sino de hombres.

El Nepal es un país superpoblado; para hacer frente a las necesidades de la alimentación, su civilización ha adquirido poco a poco un carácter funcional muy notable.

En algunas regiones no se desperdicia ni un solo metro de tierra; incluso las pendientes más fuertes han sido transformadas en arrozales. La anchura de cada trozo cultivado a veces es de sólo un metro, y entre un escalón y el siguiente hay unos muros de contención de unos dos o tres metros de altura. Los caminos suelen tener como máximo uno o dos pies de anchura, a fin de no quitar terreno a los cultivos…

La economía de la alimentación ha sido llevada muy lejos; así, con el fin de hurtar la menor cantidad posible de tierra cultivada para el alimento de los hombres, se han suprimido casi todos los animales de carga o para montar. En una región en la que sobra la mano de obra, hacer que sean hombres quienes lleven a cabo trabajos que en otros lugares se dejan a los animales, es una solución racional, sobre todo teniendo en cuenta que la experiencia demuestra que, por la misma cantidad de calorías consumidas, un individuo entrenado es capaz de llevar cargas sensiblemente más pesadas que cualquier animal de carga.

De hecho, y con muy pocas excepciones, sólo se encuentran animales para el transporte en algunos valles muy altos. Allí, efectivamente, estos animales pastan en pendientes rocosas y abruptas, impropias para toda clase de cultivo, y pueden alimentarse sin quitar ni un solo bocado a los hombres.

En toda la región de las colinas, con excepción de una caravana de mulillas que asegura el transporte a lo largo de la cadena de los Sivaliks, nunca encontré ni un solo animal que fuera cargado, y si alguna vez me crucé con jinetes, se trataba siempre de oficiales o dignatarios de alto rango, los únicos que pueden permitirse el lujo extremo de poseer un caballo.

El transporte de objetos es una necesidad primordial para todas las sociedades humanas salidas del estado primitivo de los pueblos cazadores. El Nepal, habiendo alcanzado un grado de civilización bastante avanzado, no podía vivir sin transportes. Las necesidades económicas hacen imposible recurrir a los animales que se utilizan habitualmente para estos trabajos, y los habitantes transportan ellos mismos las cargas. Como el atormentado relieve del país hace muy difícil el uso de máquinas con ruedas, ha sido necesario recurrir al porteo en la espalda del hombre. Este modo de transporte, penoso y de bajo rendimiento, se ha convertido aquí no sólo en una tradición, sino en una de las bases de la economía y de la organización social.

La técnica de los porteadores ha alcanzado en el Nepal un grado de eficacia inimaginable para un europeo. En cuanto se sostienen sobre sus piernas, los niños aprenden a llevar cargas sin ayuda de ninguna sujeción. Los fardos, que generalmente van metidos dentro de un cuévano, se sostienen sin más ayuda que una correa que se hace pasar por la frente.

Este método, muy simple en apariencia, es muy difícil de practicar cuando no es algo que se ha estado haciendo desde la infancia. Por lo que yo sé, ninguno de los exploradores del Himalaya ha sido capaz de asimilarlo completamente.

Efectivamente, para que el hecho de sostener el peso mediante la correa frontal no se convierta enseguida en una insoportable fatiga para los músculos del cuello, es necesario que todo el peso ejerza su presión exactamente sobre el eje de la columna vertebral. Sólo un hábito adquirido en plena infancia permite mantener este equilibrio durante las marchas por terrenos variados. Personalmente hice muchos esfuerzos y las dificultades que tenía eran tan evidentes que con su sorprendente sentido del humor nuestros porteadores me llamaban «el sherpa francés» y solían acompañar este irónico mote de una carcajada que iluminaba sus anchos rostros.

Al final acabé por adoptar un método intermedio consistente en llevar el peso unas veces sobre los hombros y otras sobre la cabeza.

Gracias a la correa frontal, los hombres del Nepal consiguen desplazar cargas inimaginables a lo largo de largas distancias.

A partir de los ocho o diez años, los niños son ya capaces de transportar de esta manera y a lo largo de varios kilómetros enormes fardos que, a veces, tienen un peso superior al del niño que los lleva. Los hombres más vigorosos y entrenados son capaces de hazañas inauditas.

Hace unos quince años trabajé como porteador para la construcción del refugio del Envers des Aiguilles, en el macizo del Mont Blanc. Cada día, completábamos dos veces un recorrido que exigía un poco menos de dos horas a un alpinista poco cargado. Para nosotros era necesario invertir en el trayecto más de siete horas de marcha normal y transportar, la mitad de esa distancia, pesadas cargas que, por supuesto, hacían nuestra progresión mucho más lenta.

Es inútil decir que las jornadas eran duras y largas. En estas difíciles condiciones, raramente llegaba a transportar cargas de más de 55 kilos; a menudo incluso, dejando a un lado el orgullo de mi fuerza y el afán de lucro, bajaba sensiblemente por debajo de ese peso.

Los muchachos que trabajaban conmigo eran todos buenos mozos robustos que, tentados por elevados salarios, se habían especializado en estos trabajos de porteo en montaña; pero muy pocos conseguían, no obstante, cargar con más de sesenta kilos; únicamente un italiano gigantesco, que medía más de un metro noventa y pesaba aproximadamente cien kilos, llegaba a llevar 65 kilos, o excepcionalmente setenta. Trasladado al Nepal, este magnífico atleta, que utilizaba la técnica poco eficaz de los tirantes[21], sería ridiculizado al instante por millares de hombres pequeños de veinte o treinta kilos menos que él.

Cuando realizamos la marcha de aproximación al Annapurna, uno de los equipos de porteadores profesionales que garantizaban el tráfico de mercancías entre la India y los principales pueblos de Nepal vino a ofrecer sus servicios. Muchos de ellos eran de una estatura bastante elevada y todos mostraban un aspecto atlético impresionante. Sus piernas sobre todo eran formidables; los bronceados muslos que emergían de la blancura del paño hacían pensar inevitablemente en los cuartos traseros de un caballo percherón, hasta tal punto abultaban los músculos. A pesar de todo, como estos organismos sometidos a un trabajo prodigioso desconocían la grasa, los más fuertes no pesaban seguramente más de ochenta kilos.

Cuando les llevamos ante nuestro material, que estaba repartido en paquetes cuyo peso medio era de alrededor de cuarenta kilos, estos profesionales del transporte los sopesaban con aire despectivo y luego, tras cruzar algunas palabras entre ellos, declararon que no les interesaba esa clase de transporte. Cuando el sherpa que me servía de intérprete me tradujo esta frase quedé verdaderamente sorprendido. Entonces le pedí que les preguntara si las cajas les parecían demasiado pesadas. Ellos rompieron a reír a carcajadas y contestaron que, bien al contrario, eran demasiado ligeras y no les interesaban porque el salario sería demasiado bajo.

La situación era preocupante y dije que, sintiéndolo mucho, no era posible deshacer los paquetes y que no podíamos pagar más. Quedé verdaderamente estupefacto cuando mi sherpa tradujo su contestación que, más o menos, decía así:

—Será un poco pesado, pero si nos pagan salario doble, llevaremos dos cargas cada uno.

Así pues, con unos ochenta kilos cargados sobre cada uno de ellos, estos hércules realizaron varias etapas de veinte a veinticinco kilómetros por caminos de montaña. Los porteadores marchaban todos juntos, charlando todo el rato, y parecían realizar esta tarea de titanes como si se tratara de algo muy normal, y nunca eran los últimos en llegar al campamento.

Posteriormente y, a decir verdad, en circunstancias excepcionales y haciendo relevos en grupos de dos o de tres, pude ver a porteadores del Nepal y del Tíbet transportar fardos de noventa kilos y no por un camino bueno de los del fondo del valle, sino por pendientes muy fuertes con hierba y desprendimientos, y a más de cinco mil metros de altitud. Sin embargo, no eran especialistas, sino simples campesinos del vecindario; muchos eran bajos, de menos de sesenta kilos y aspecto enclenque.

En 1950, el Nepal apenas acababa de entreabrir sus puertas a la influencia occidental; el número de extranjeros de raza blanca que había podido penetrar en su territorio no sobrepasaba el centenar. Y de esta cifra, la mayoría habían debido contentarse con visitar la capital, Katmandú. Para llegar hasta allí, estos visitantes no habían podido utilizar mejor modo de transporte que el caballo, la silla llevada por porteadores, o simplemente la marcha a pie. Esta ciudad, ya importante ¡no estaba unida a la India por ninguna ruta abierta al tránsito rodado…!

Cosa paradójica, a pesar de este aislamiento arcaico, es que en la ciudad misma y en sus inmediatos alrededores, se encontraba un pequeño número de automóviles. ¿Cómo habían llegado hasta estos apartados lugares estos pesados vehículos? ¿Habían sido lanzados en paracaídas? ¿O transportados en piezas sueltas? Nada de eso, habían sido transportados a través de la montaña, en una sola pieza. Del mismo modo que los constructores de las pirámides, centenares de porteadores habían arqueado sus espaldas bajo largos maderos que soportaban los automóviles. Con un prodigioso esfuerzo colectivo, casi inconcebible hasta que se conoce estos lugares, habían conseguido hacer pasar los pesados Rolls por estrechos caminos en escalones que franqueaban las cadenas sucesivas de los Siwaliks y de los Mahabharat.

Por estos simples ejemplos, se podrá comprender hasta qué punto de sorprendente eficacia han conseguido llevar la técnica del porteo a lomos del hombre los montañeses del Himalaya, y también cuán atrasado se encontraba el Nepal, en 1950, en una civilización fuera de nuestro tiempo.

Si, como ya he dicho antes, los pobladores que viven en el Nepal, sea cual sea su religión o su origen étnico, han estado marcados por una cultura y tradiciones comunes, los que viven a lo largo de la frontera del Tíbet son, sin embargo, la excepción.

En raza, como en religión y tradición, estos pueblos fronterizos difieren en el fondo de los otros y se relacionan con los tibetanos, de los que sin ninguna duda son descendientes. A pesar de las altas cimas que les separan de su país de origen, estos montañeses mantienen con sus ancestros estrechas relaciones que sólo se interrumpen durante los meses de invierno.

Además de otros detalles, los dialectos, las costumbres y los hábitos se parecen a uno y otro lado de la frontera, y, sobre todo, la religión es exactamente la misma. Se trata del budismo lamaico o budismo tántrico.

La doctrina de Buda, más filosófica que religiosa, imponiéndose en los pueblos primitivos de la montaña, ha perdido una parte de su sentido y se ha impregnado de sus antiguas creencias. Para la gran mayoría de los practicantes, el lamaísmo es hoy una forma perfeccionada del paganismo y las prácticas mágicas desempeñan en él un papel extremadamente importante.

El uso del molinillo de oración, popularizado por las películas, las fotografías de innumerables obras de viajes y de exploración, es una forma atenuada de esto. De hecho, las oraciones de los molinillos no tienen el mismo significado que las de las religiones cristianas.

Las fórmulas religiosas, grabadas sobre las paredes o escritas sobre los rollos de papel, contenidos en el interior, no tienen un efecto por ellas mismas, y su sentido simbólico se convierte a menudo en incomprensible. Pero, desplazadas por el espacio el mayor número de veces posibles, estas fórmulas toman un efecto benéfico, que viene muchas menos veces del sentido de las palabras que del efecto mágico provocado por la multiplicidad de sus desplazamientos.

Física y moralmente, los tibetanos del Nepal difieren en gran medida de los nepaleses que viven en las regiones más bajas. Aunque su estatura es variable, son generalmente bajos y su aspecto suele ser endeble y hasta a veces enclenque. Este aspecto poco atlético hace incluso más asombrosas sus hazañas de acarreo de pesos y su legendaria resistencia.

Los hombres que habitan en esas altitudes tan elevadas y en rincones hostiles a la vida del hombre sólo pueden subsistir gracias a una extrema frugalidad. Generalmente son muy pobres y sucios, ya que, con algunas excepciones, nunca se lavan.

A pesar de las difíciles circunstancias en las que se desarrolla su existencia, estos hombres de la montaña son alegres y dicharacheros. Ríen y cantan sin parar y para ellos cualquier ocasión es suficientemente buena para beber y bailar. Son inteligentes, despiertos, llenos de iniciativa, y sus costumbres y actitudes se caracterizan a menudo por cierto descuido que contrasta con la reserva, los modales y el puritanismo de sus pacíficos y menos flexibles compatriotas de las colinas.

El pueblo más numeroso y más interesante de los que habitan en la frontera es, sin duda, el de los sherpas, cuyo nombre está estrechísimamente vinculado a la conquista del Himalaya.

La literatura, la prensa y el cine han difundido al mundo entero la legendaria reputación de los porteadores de esta tribu, pero pocas personas saben quiénes son.

El pueblo sherpa ocupa el valle de Solo-Khumbu, que se lleva hacia el suroeste las aguas del macizo del Everest. Algunos sherpas viven en la parte superior de los valles vecinos. Además, se dividen en dos castas algo diferentes. Una de ellas habita en la parte del Solo-Khumbu situada entre los 3400 y los 4300 metros; la otra, que es mucho más numerosa, vive en la zona más baja y se extiende hasta las primeras colinas.

Resulta muy difícil establecer las cifras de población de sherpas, pero se puede calcular que son de tres mil a seis mil personas.

Lo que es indudable es que son demasiados para subsistir contando como únicos recursos con sus pequeños rebaños de yaks que pastan entre las rocas y las pocas parcelas de tierra cultivable que, a costa de tremendos trabajos, han logrado arrancar a la montaña.

Muchos de ellos logran vivir gracias al tráfico de caravanas que cruza el Nang-Pa-La, un paso situado a más de cinco mil metros y que permite ir desde el valle de los sherpas hasta el Tíbet. Algunos se dedican al comercio, para el que están bastante dotados, y a veces consiguen hacerse ricos; pero la gran mayoría se dedica a trabajar en las caravanas guiando los yaks de carga o llevan ellos mismos pesadas cargas. Este oficio los conduce a menudo muy lejos, a las profundidades del Tíbet o, en sentido contrario, hasta la India. Desde que los chinos cerraron la frontera, este tráfico ha desaparecido, con lo cual este pequeño pueblo ha sufrido graves desórdenes económicos.

Parece que es este contacto permanente con el resto del mundo, esta costumbre de viajar y comerciar, lo que ha dado a los sherpas la vivacidad, la capacidad de adaptarse y el gusto por la aventura que caracteriza a su raza.

A pesar de los importantes contactos que les da el tráfico de las mercancías entre la India y el Tíbet, no todos los muchachos de Solo-Khumbu pueden encontrar empleo permaneciendo en sus pueblos enganchados a las faldas del Everest. También, desde hace mucho tiempo, muchos de ellos han debido emigrar hacia tierras más acogedoras.

A finales del siglo pasado, los ingleses construyeron de cabo a rabo la pequeña ciudad de Darjeeling. El lugar escogido para edificar esta nueva aldea era bastante poco habitual. Era una colina alta que dominaba la planicie del Bengala, en un punto muy cercano a las fronteras del Nepal y del Sikkim.

Situado a unos 2500 metros de altitud, Darjeeling fue concebido con la finalidad de permitir a los habitantes británicos escapar de la canícula de los meses anteriores al monzón y revitalizarse en el aire fresco y puro de las altas montañas.

Por razones difíciles de entender, mientras a algunas decenas de kilómetros de allí el Nepal apenas podía dar de comer a todas sus bocas, esta región de las colinas del bajo Sikkim estaba muy poco habitada. La construcción de la ciudad y, más tarde, la creación y la explotación de vastas plantaciones de té, provocaron una importante llamada de mano de obra a todas las regiones vecinas.

La mayor parte de los trabajadores fue proporcionada por el Nepal. Se vio llegar en gran número a rais y thamans, laboriosos y disciplinados, y también pequeños hombres alegres y turbulentos, cuyas enredadas lenguas y ropas de lana medio andrajosas recordaban singularmente los de los bothias llegados del Tíbet. Aunque el alto Solo-Khumbu estaba separado de Darjeeling por unos veinte días de marcha, también fueron sherpas quienes llegaron para buscar asilo en esta nueva tierra que se llenaba de gente.

Sin duda, al principio, los británicos no hicieron diferencias entre estos tibetanos del Nepal y las otras razas primas hermanas, pero pronto acontecimientos históricos hicieron que se manifestase su muy original personalidad.

Ya antes de la primera guerra mundial, los ingleses habían pensado en conquistar el Everest, pero los acontecimientos no permitieron realizar el proyecto. La idea maduró durante los años de batalla, y en 1921 los británicos organizaron una gran expedición de reconocimiento.

El Tíbet concedió la gracia de autorizar la penetración por su territorio y la expedición partió de Darjeeling, rodeó el Nepal por el sureste y se dirigió a explorar la vertiente norte del Everest.

Entre las dos guerras, seis expediciones siguieron el mismo camino; casi todas subieron muy alto por los flancos del gigante de la tierra, y durante dos ocasiones los escaladores británicos, a pesar de un equipamiento arcaico, consiguieron sobrepasar los 8500 metros, alcanzando incluso los 8570.

Las primeras expediciones británicas eran asombrosamente pesadas en comparación con las empresas modernas. Empleaban un número considerable de porteadores y algunas utilizaron casi un millar; naturalmente una gran parte de estos hombres fue reclutada en los lugares de partida entre los trabajadores de raza tibetana que habían llegado recientemente para establecerse en la región de Darjeeling. Muy deprisa, saltó a la vista que los sherpas demostraban ser muy superiores a los otros en los porteos a gran altitud.

Dado que todos los pueblos que habitan en el gran Himalaya tienen una capacidad sensiblemente pareja de llevar cargas pesadas y resistir los efectos de una atmósfera pobre en oxígeno, la superioridad de los sherpas no es tanto de orden físico como intelectual y, sobre todo, moral. A diferencia de sus primos los bothias, de los tibetanos y de los habitantes de Bután, quienes temen molestar a los dioses en los santuarios naturales que les atribuyen las tradiciones budistas y manifiestan un temor religioso a aventurarse en alta montaña, los sherpas aceptaron con entusiasmo seguir a los europeos que les contrataban.

Pronto fue evidente su valentía en terrenos difíciles y llegó a convertirse en algo legendario hasta el punto de que los ingleses les llamaron «tigres».

Pero su superioridad no acababa ahí. Los sherpas resultaron ser francos y honrados, hombres llenos de vitalidad, de dinamismo y de sentido de la iniciativa. Los sherpas, siempre alegres y contentos, supieron demostrar que poseían un sutil sentido del humor, cualidad que es algo casi desconocido tanto en los indios como entre los demás pueblos que habitan Nepal.

Con la llegada de los primeros dramas, los expedicionarios europeos se dieron cuenta de que aquellos extraordinarios hombres de pequeña estatura tenían virtudes que se encuentran incluso más raramente: el sentido del honor y una capacidad de entrega sin límites. En las dificultades y los peligros, nunca abandonaron a su sahib, y aceptaron seguirle hasta la muerte.

Hoy, la historia himalayana está llena de ejemplos de la heroica abnegación de los porteadores sherpas. El caso más notable se produjo durante el drama de Nanga Parbat, en 1934. Sorprendidos por una violenta tempestad, varios escaladores austroalemanes perecieron de hambre, frío y agotamiento. Sus sherpas, más resistentes, habrían sin duda podido superar el huracán y llegar a un campamento salvador, pero todos permanecieron con sus patrones para ayudarles y alentarles. Sólo cuando el último europeo murió intentaron escapar al abrazo de la muerte. Sólo uno lo consiguió, pero las notas halladas más tarde sobre el cadáver de Welzenbach revelaron el sacrificio de sus compañeros.

Sin duda, el contacto hoy de la civilización ha corrompido, más o menos, a algunos sherpas, pero en su gran mayoría han sabido mantener las extraordinarias virtudes de su raza. Las horas que he pasado con estos pequeños hombres de ojos rasgados y sonrisa resplandeciente, están entre las más bellas que me ha tocado vivir. Juntos hemos luchado por conquistas más simbólicas que reales. Sin duda, el sentido de estos combates heroicos se les escapaba en parte y, sin embargo, ¡qué entusiasmo y alegría ponían en ellos! Juntos, hemos afrontado el frío y la tormenta; el miedo daba a su cara bronceada un tinte de un gris terroso y, sin embargo, ¡de cuánta valentía y altruismo eran capaces! Juntos hemos llevado cargas, cumplido con tareas ingratas ¡con entrega y buen humor! Juntos hemos recorrido los risueños caminos del Nepal y nos hemos comunicado en el amor de la naturaleza. Cuántas veces, al final de una cresta, o en un recodo del camino, de repente, por un nuevo milagro, los elementos se han armonizado convirtiendo en emotivo un paisaje, habré oído a mi sherpa exclamar, con los ojos brillantes de alegría: «Look, sahib, very nice».

Juntos también, por la noche, alrededor del fuego del campamento, como viejos amigos, hemos murmurado durante horas, revelando uno al otro cuál es su universo. Juntos, una vez más, bajo la luz cobriza de una gran hoguera, hemos bailado bajo las estrellas y lanzado a la noche los cantos, simples y bárbaros, de nuestros ancestros.

Para mí, y no soy el único en este caso, uno de los grandes encantos de una expedición himaláyica es el contacto fraternal con los porteadores sherpas.

Por supuesto, estos montañeses medio primitivos tienen también defectos, especialmente una seria falta de cuidado y de minuciosidad, pero su gran corazón, su alegría, su entusiasmo, su tacto, su gentileza y su sentido poético dan un nuevo sabor a la vida. Al compartir sus alegrías y sus penas, el sueño de una humanidad mejor ha dejado de aparecérseme como un sueño insensato.

Tras las primeras expediciones al Everest, la conquista del Himalaya, que comenzó ya antes de 1914, se convierte en una empresa de gran envergadura. Todos los pueblos civilizados quieren participar en ella, y cada año, llegados de todos los rincones del mundo, pequeños grupos de hombres entusiastas se lanzan al asalto de la parcela prohibida de los dioses. Los ingleses fueron los más activos. Perseverando obstinadamente en sus tentativas para alcanzar el Everest, no desdeñaron atacar un número considerable de cumbres menos elevadas. Los austroalemanes, un poco menos numerosos, y no pudiendo intentar el punto culminante del globo, se esforzaron por ser los primeros en alcanzar una cumbre de más de 8000. Sus tentativas al Kangchenjunga y al Nanga Parbat conformaron las páginas más heroicas y trágicas de la epopeya himaláyica.

Los americanos, los italianos, los franceses, e incluso los japoneses, participaron también en la batalla. Finalmente, fueron más de cien expediciones de importancia diversa las que, entre las dos guerras, hicieron tentativas sobre las cumbres del Himalaya o contribuyeron a su exploración.

Todas estas empresas tuvieron obligatoriamente necesidad de porteadores indígenas para conducir la impedimenta al pie de las montañas, y más todavía para ayudar a los alpinistas a llevar el material y los víveres imprescindibles para la instalación de los sucesivos campos que permitían la aproximación progresiva a la cima.

Casi todos los pobladores himaláyicos se revelaron muy eficaces para los porteos en baja y media montaña, pero más alto, en el reino del hielo y de la roca, cuando era necesario afrontar el frío y el peligro, la superioridad de los sherpas era siempre aplastante.

El hábito de solicitar sus servicios se instala muy deprisa de forma automática. Hasta la última guerra, todas las expediciones un poco importantes utilizaron a algunos de los montañeses de Solo-Khumbu emigrados a Darjeeling. Pronto, un buen número de ellos, al menos un centenar, se convirtieron en verdaderos especialistas, para quienes el trabajo de porteador de expedición era la profesión principal. La repetición de las experiencias les permitía adquirir cierta técnica del alpinismo y los más dotados pudieron dirigir enseguida cordadas como auténticos guías.

Los años en los que las expediciones eran especialmente numerosas, la colonia de Darjeeling no llegaba a hacer frente a la demanda. Entonces, correos, en diez días de marcha forzada, afrontaban unos cuatrocientos kilómetros de caminos subiendo y bajando sin cesar de cresta en valle. Llegados a Solo-Khumbu, volvían a partir con un refuerzo de hermanos y primos.

El Himalayan Club, fundado por los británicos que vivían en la India, no tardaría en establecer un reglamento del oficio de porteador de altitud. Fijó tarifas, estableció contratos conforme a las listas de identificación. Cada sherpa recibía un número y un carné de certificación correspondiente. Los jefes de expedición fueron instados a rellenar estos carnés, dando su opinión sobre el valor del porteador e indicando qué montañas habían sido intentadas o escaladas.

Tras la última guerra, los británicos abandonaron la India y el Himalayan Club perdió mucha de su autoridad después de la conquista del Everest en 1953. El sherpa Tensing, ayudado por su inteligencia y la fabulosa reputación que acababa de adquirir, incitó a sus compañeros a agruparse en una asociación profesional, comparable a las compañías de guías existentes en los Alpes. Crearon la Sherpas Climber Association, que, a pesar del escepticismo de algunos, se ha convertido en una organización bastante eficaz.

Después de algún tiempo, se han producido grandes alteraciones entre los porteadores sherpas.

Varios jefes de expedición han creído constatar que aquellos sherpas que llegan directamente de Solo-Khumbu poseen cualidades físicas y morales superiores a sus congéneres que viven en Darjeeling.

Al oírles, se deriva que, del contacto con la civilización, estos últimos han tomado el hábito de lavarse y adquirido algunos conocimientos de la cocina y la lengua inglesa, pero paralelamente su vigor físico ha decrecido, y, sobre todo, muchos han perdido sus cualidades morales y adquirido los vicios y los defectos de los indios y de los blancos.

Personalmente, pienso que esta decadencia ha sido exagerada. He tenido la ocasión de utilizar los servicios de los sherpas de las dos comunidades, y no he advertido diferencias notables en su comportamiento. Pienso que, salvo algunas excepciones, los sherpas de Darjeeling, incluso aunque hayan llegado hace siete u ocho años —ya que suelen haber nacido en Solo-Khumbu—, han conservado la mayoría de las virtudes de su raza. Al contrario, los que han nacido y han pasado sus primeros años lejos de los valles altos no son superiores a los indígenas de las colinas y a menudo han adquirido todos los defectos del hombre civilizado.

Sea como fuere, desde hace algunos años la tendencia es contratar los sherpas directamente en Solo-Khumbu y, aunque la demanda de porteadores de altitud sigue siendo suficientemente fuerte, los miembros de la colonia de Darjeeling comienzan a encontrar dificultades para conseguir empleo.

La crisis es incluso tan acusada que algunos de ellos han preferido volver a su valle natal.

Hace poco la situación se ha complicado gravemente. El Gobierno del Nepal, deseoso de aprovecharse lo más posible de la actividad turística que representa el himalayismo, pretende obligar a las expediciones a no reclutar más que porteadores sherpas afiliados a una organización que él mismo ha instituido en Katmandú.

Las montañas de Pakistán están, desde la guerra, prohibidas a los sherpas y el Nepal es ahora, de lejos, su principal campo de acción. Hay que prever que, con la finalidad de poder trabajar, los mejores porteadores serán obligados a abandonar Darjeeling, para irse a vivir a territorio nepalés.

Cuando, situado en la cresta de los Sivaliks, el 7 de abril de 1950, divisé por vez primera el esplendor del paisaje del Nepal no sabía casi nada de este país, y aunque había leído numerosos libros en los que se alababan las hazañas de los porteadores sherpas, no sabía nada de la historia de estos maravillosos hombres de pequeña estatura.

Desde los primeros momentos fui presa de su encanto y sentí un apasionado deseo de conocer todo lo relativo a la tierra todavía misteriosa que se extendía ante mí.

Lentamente, siguiendo el hilo de las etapas, logré descubrirla un poco y conseguí sobre todo degustar su poesía.

En un estilo periodístico, despierto y brillante, Maurice Herzog ha narrado las peripecias de la marcha de aproximación de la primera expedición francesa al Nepal. Quienes, por azar, no hayan leído todavía Annapurna, primer 8000 y quieran saber cómo fueron nuestros dieciséis días de progresión atravesando montañas y valles, pueden recurrir a esta excelente obra.

Personalmente, pienso que los acontecimientos sin gran relieve que marcaron nuestra aproximación a las grandes cimas no tuvieron en ellos mismos nada de muy apasionante. Pese a que el camino seguido no hubiera sido recorrido antes más que una sola vez por una caravana de occidentales, unos ornitólogos americanos, aquella marcha no fue más que una indispensable formalidad. Contar de nuevo los pocos incidentes que jalonaron nuestro avance sería decir lo mismo que Herzog, pero con menos talento.

Sólo una cosa debe retenerse ahora: íbamos con retraso y cada día que perdíamos reducía más aún el corto periodo que nos quedaba para librar la batalla antes de que llegara el monzón.

Esta necesidad absoluta de no perder tiempo dio cierto nerviosismo a nuestra progresión. Cuando nuestros porteadores se declararon en huelga, sufrimos una penosa inquietud.

La mayor parte de mis compañeros, tras haber saboreado unos pocos días los encantos del exotismo local, se mostró pronto molesta al tener que realizar esta marcha en etapas cortas, que un calor tórrido hacía a veces penosas. Habían ido allí para conquistar una de las grandes cumbres del mundo y no podían ocultar su impaciencia por probar sus fuerzas en sus flancos inexplorados. Aquellos quince días de antecámara les parecían exasperantes.

Yo deseaba apasionadamente, como mínimo tanto como ellos, lanzarme a la batalla, pero, más cercano, sin duda, de la naturaleza y más sensible a sus llamadas secretas, en este lento avance por una región desconocida podía encontrar un descubrimiento a cada paso, y lejos de parecerme la marcha larga o monótona, fue para mí una aventura que me llenaba de exaltación y mis sentidos quedarán eternamente impregnados de aquellas jornadas.

Lachenal y yo teníamos la misión de ser la avanzadilla. Cada mañana, acompañados de algunos sherpas, partíamos con bastante antelación respecto al resto de la caravana.

A aquella hora todavía hacía fresco y durante un rato podíamos caminar a paso rápido.

A media mañana el calor empezaba a hacerse notar bastante y nuestro paso se hacía más lento. Cuando, desde el hombro de una colina y dominando la curva de un río, un banyan de inmensas ramas proyectaba su sombra sobre nuestro camino, no podíamos resistir la tentación de detenernos un rato. Voluptuosamente rendidos y acariciados por una ligera brisa, admirábamos detenidamente la cinta azul de las aguas que serpenteaban en el verde valle y las armoniosas escalinatas de arrozales que subían hacia las crestas.

Constantemente había viajeros que se detenían junto a nosotros para gozar durante unos instantes del fresco que brindaba el árbol. A mí me gustaba charlar con ellos por mediación de mi sherpa. Los que más me intrigaban eran los coolies, esos porteadores profesionales que, más cargados que una mula, llenan los caminos del Nepal. Semidesnudos, empapados de sudor, todos se detenían en esos rincones privilegiados.

Yo les preguntaba adónde iban y de dónde venían. Ante aquellas preguntas tan singulares, sus anchos rostros bronceados mostraban su asombro; mientras reflexionaban, sus ojos oblicuos se hacían todavía más pequeños, pero apenas podían contestarme. Para esos eternos errantes, la vida no es seguramente más que un único e inmenso viaje que empieza en el nacimiento y termina con la muerte.

Otras veces, al encontrarnos con un río, nos entraban ganas de darnos un baño; alarmadas, las lavanderas, envueltas en sus faldas multicolores, huían riendo y lanzando gritos. De aspecto algo parecido al de las japonesas, muchas de ellas eran encantadoras a pesar de las joyas doradas que, pegadas a la parte izquierda de la nariz, les tapaban el rostro en parte.

Sin embargo, donde preferíamos detenernos era en los pueblos. En ellos permanecíamos a veces varias horas, sentados bajo el colgadizo de una casa de té. Me encantaba contemplar el desarrollo a ritmo lento de la vida de este pueblo para el cual el tiempo no parece huir.

Yo solía ir de compras a las estrechas y bajitas tiendas y a las innumerables mesas con muchos compartimentos en los que se mostraban alimentos extraños, peines de madera, joyas de mujer, colorantes de tonos resplandecientes y especias de aspecto poco atractivo.

Mi sherpa Aïla había trabajado con Shipton y Tilman[22] y sabía hablar el inglés bastante bien. Yo aprovechaba para hacerle mil preguntas. Aunque era muy amable, a veces parecía mostrarse impaciente ante aquella curiosidad tan poco corriente.

También a Lachenal le apasionaba aquel descubrimiento del Nepal; pero, de carácter impaciente, pensaba que me paraba demasiado a menudo y muchas veces, cansado de esperarme, seguía adelante con su paso de fiera salvaje. Al cabo de unas horas le encontraba pacíficamente dormido a la sombra de un banyan.

Al atardecer volvíamos a encontrarnos con Panzy, nuestro cocinero. Se trataba de un veterano participante en innumerables expediciones, quien estaba encargado de elegir el lugar donde debíamos acampar para pasar la noche. Por la mañana se ponía en camino con nosotros y luego, como le parecían demasiado numerosas nuestras paradas, continuaba sin esperarnos. Cuando volvíamos a encontrarle, su fuego chisporroteaba desde hacía ya mucho tiempo y estaba ocupado preparando el espantoso guisote que, gracias a la combinación de una total carencia de dones y de las costumbres adquiridas trabajando al servicio de los británicos, nos preparaba todos los días.

Si no nos habían ya alcanzado, al poco rato llegaban los otros miembros del equipo. Poco después aparecían los primeros coolies, acompañados por el grueso de los porteadores sherpas.

Éstos, con el gorro de lado, más risueños y escandalosos que nunca, estaban visiblemente sobreexcitados por los tragos de chang[23] que habían tomado en las numerosas paradas.

Sin dejar de reír y cantar, se dedicaban enseguida a instalar el campamento dando muestras al hacerlo de un virtuosismo de prestidigitador. Al cabo de unos instantes, los sahibs podían entrar en sus tiendas, donde encontraban sus sacos preparados y todos sus objetos arreglados con el mismo cuidado que hubiera puesto el criado de una casa señorial.

Una hora o dos antes de que cayera la noche hacía su aparición el grueso de la caravana en grupos de diez o quince; con el sudor goteándoles por todas partes. Los coolies depositaban sus carga en el centro del campamento y luego, con la vieja manta y el cazo abollado que eran todo su equipaje, se acercaban andando con paso lento hacia sus compañeros de noche.

Entonces se reunían por afinidades de casta y de tribu, formando pequeños grupos que se apretaban en torno a un fuego sobre el que cocinaban en común.

Una intensa actividad agitaba a todo el mundo, mientras que los más viejos se las ingeniaban para poner a cocer grandes cantidades de arroz, alimento casi exclusivo de los coolies del bajo Nepal, los otros iban a buscar agua y, sobre todo, a cortar la leña indispensable.

Atraídos por una curiosidad completamente natural, no tardaban en hacer su aparición algunos de los habitantes de las aldeas cercanas, la mayor parte se mantenía algo alejada y, envueltos en pobres telas de algodón, contemplaban en silencio aquellas criaturas legendarias y extrañas que, sin duda, debíamos ser para ellos, pues la mayor parte de aquellas gentes no había visto a un solo europeo en su vida.

La tranquila filosofía con que asistían al espectáculo que ofrecíamos, aquella conducta completamente nueva y sin duda incomprensible para ellos que era el ajetreo de la instalación del campamento de una expedición dirigida a conquistar una cumbre del Himalaya, me dejaba totalmente asombrado. No hay más que esforzarse muy poco para imaginar la muchedumbre indisciplinada y turbulenta que se crearía en Francia si una caravana de nepaleses fuera a instalarse junto a una aldea de mi país…

No podía dejar de pensar que este pueblo carente de curiosidad, y aparentemente libre de pasiones, había sabido alcanzar la verdadera sabiduría y quizá había logrado encontrar la deseada felicidad…

Los niños no habían adquirido todavía la tranquila distancia de sus mayores: al principio se acercaban con un poquito de miedo, pero enseguida se hacían más atrevidos hasta el punto de invadir el campamento e incluso penetrar en las tiendas, Los sherpas, tan dulces generalmente, se transformaban entonces en furias que expulsaban a los críos de manera bastante ruda.

El espectáculo de aquella masa humana reunida en torno a múltiples humaredas era bastante impresionante; verdaderamente daba la impresión de contemplar un ejército acampado. Por otro lado, aquellos asiáticos de músculos abultados y ancho rostro aplastado, que llevaban con orgullo enormes machetes sujetos en el cinturón de paño, no dejaban de recordar a los guerreros de las hordas de mongoles que antiguamente habían devastado Asia y Europa. Todos aquellos bárbaros que, sujetos por la disciplina británica, se habían convertido en los mejores soldados del mundo, hubieran sin duda podido provocar una matanza en un instante. ¿Acaso no transportábamos riquezas que, para aquellas gentes humildes, debían de ser más tentadoras que un tesoro fabuloso? No debe ser difícil escapar al castigo en un país tan atormentado, complejo y carente de medios rápidos de comunicación y, casi, sin policía…

¿Cuántos crímenes no han sido cometidos por mucho menos y con riesgo mucho mayor?

Sin embargo, con sólo ver sus buenos ojos pacíficos y sonrientes, se comprendía enseguida que, a pesar de sus armas y sus músculos, pensamientos como éstos no habían penetrado nunca en sus mentes. Personalmente, nunca me he sentido tan seguro como cuando estuve rodeado de esos atletas, cuyos machetes de hoja larga y curvada, como para cortar cabezas más fácilmente, no sirvieron nunca para otra cosa que no fuera cortar ramas.

Al cabo de unos quince días de marcha, la región empezó a hacerse más salvaje y los valles se estrecharon hasta no ser más que desfiladeros parecidos a golpes de sable descargados en la montaña por impetuosos torrentes.

Para forzar aquellos infranqueables obstáculos, nuestro camino se remontaba por audaces escaleras excavadas a lo largo de los muros de roca. Más que ninguno de los demás, esos vestigios dan un testimonio espectacular de la civilización perfeccionada que ha habitado en este reino de montañas.

A veces, emergiendo de la escotadura de una cresta, aparecían algunos grandes picos nevados que subían hacia el azul llenos de un impulso sublime. Aquello confirmaba que nuestro objetivo empezaba a estar cerca.

Cada vez fueron más numerosas las caravanas de tibetanos. Contra lo que ocurría con los que habíamos encontrado en regiones de menor altitud, éstos iban acompañados de rebaños de corderos, cabras y pequeños asnos que transportaban sal y bórax.

Cada animal llevaba sobre el lomo dos sacos pequeños hechos de lana de yak y llenos de una carga proporcional a sus fuerzas. Hacia mediodía se descargaba todo el rebaño y los animales eran guiados hacia las abruptas pendientes, donde podían encontrar su alimento constituido por zarzales y hierbas extrañas. Después, cuando empezaba a refrescar, los pastores de largas trenzas les llamaban con silbidos muy raros y la caravana volvía a partir.

Por fin encontramos de nuevo un valle ancho; ante nosotros se extendía una gran llanura cubierta de grava y sedimentos llevados hasta allí por las enormes crecidas del río.

Sobre esa extensión mineral, y con la cabeza rodeada de nubes agitadas como torbellinos, se erigía el Dhaulagiri, solitario y gigantesco.

A partir de los cinco mil metros de altura, sólo había glaciares rotos y cortados que hacían centellear las mil facetas de sus seracs, finas aristas que se levantaban como guirnaldas blancas que flotaran al viento y enormes muros de roca sombría tan altos como una Walker.

El espectáculo era cautivador. Con mis ojos maravillados, me quedé completamente parado al borde del camino. Con mi mente embotada, sólo podía pensar: «Por fin, el sueño de tu juventud se ha realizado; ahora es verdad: tienes delante de ti a uno de los gigantes de la tierra».

Pasada la seducción del primer momento, volví a pensar como un ser razonable: «¿Seremos capaces de vencer a este gigante? ¡Qué hostiles parecen estos glaciares! ¡Qué poca cosa son los Alpes al lado de estas montañas…! ¿Seremos capaces de encontrar un camino en medio de este laberinto? ¡Ojalá que las otras vertientes sean menos inhumanas!».

El campamento base fue instalado al pie de la arista noreste del Dhaulagiri. La enorme explanada de hierba rasa y amarillenta donde establecimos nuestras tiendas, dispuestas de forma ordenada como un campamento militar, se encontraba al lado de los últimos edificios del pueblo de Tukucha. Se trataba de algo muy diferente a los pueblos del bajo Nepal, pues aquí nos encontrábamos ante una aglomeración humana bastante importante. Todas las casas estaban construidas con piedra y sus tejados eran planos. Estos edificios eran, a la vez, lugares de cobijo y de almacenamiento. Son bastante ricos y sirven de albergue de fin de etapa para las numerosas caravanas que, todos los días de la buena estación, van y vienen entre el Nepal y el Tíbet; en esas casas, los hombres y mujeres que, doblados ellos también bajo enormes pesos, empujan desde el amanecer hasta el crepúsculo a sus rebaños de bestias de carga, encuentran el té, el azúcar y el arroz, que significan la fuerza y la vida. Allí también, las mulas y los yaks, cargados con pesados fardos, encuentran forraje necesario para completar la alimentación demasiado frugal que han pastado en las pendientes de los montes que han cruzado en su camino. Mil actividades comerciales de toda clase se practican en la penumbra de estas oscuras casas. Algunos pretenden que incluso es en ellas donde se lleva a cabo el tráfico de armas y de opio…

Aunque el estilo de construcción de las gentes de las caravanas esté claramente inspirado en la tradición de su país, los tibetanos son relativamente poco numerosos y parecen ser solamente criados de los comerciantes nepaleses, que constituyen la mayor parte de los habitantes de estos pueblos.

En teoría, nuestro grupo disponía de mapas de la zona hechos por topógrafos indios por encargo de los ingleses, pero, de hecho, si exceptuamos los sectores situados en las proximidades más inmediatas del fondo de los valles, se trataba de productos de la imaginación combinada con cierto arte, aunque sin relación alguna con la configuración de los lugares…

En realidad, esta parte del Nepal estaba prácticamente inexplorada, en el sentido que lo entiende la ciencia geográfica; sólo algunos ornitólogos americanos la habían atravesado el año precedente. La única cosa que sabíamos con certeza es que la región está dominada por dos grandes cimas de más de ocho mil metros; de hecho, cuando el tiempo es claro, estas cumbres son perfectamente visibles desde la planicie de la India, y desde hace mucho tiempo los técnicos ingleses, de cierta competencia, los habían triangulado con bastante gran precisión; con una diferencia de algunos metros, podíamos saber su altitud.

No disponiendo de ningún mapa serio, ni siquiera de fotografías adecuadas, no teniendo, en suma, ningún elemento de apreciación o de comparación, íbamos hacia lo totalmente desconocido. En razón a nuestra ignorancia, dificultades y problemas que nos esperaban, no habíamos decidido previamente cuál de los dos gigantes escogeríamos como objetivo; nuestro proyecto era explorar las aproximaciones a las dos montañas, y cuando hubiéramos descubierto sus puntos débiles, escoger la que nos ofreciera mayores posibilidades de éxito. Desde el principio habíamos pensado en el Annapurna como objetivo posible; sin embargo, el Dhaulagiri, siendo una cumbre más alta y, además, tan seductora por la elegancia de sus formas y su posición aislada, era naturalmente hacia la que se dirigían nuestras preferencias.

De hecho, los reconocimientos fueron conducidos simultáneamente a los dos objetivos; mientras un equipo exploraba las inmediaciones del Annapurna, otro buscaba derribar las primeras defensas del Dhaulagiri. Con la finalidad de reconocer varias vertientes de cada cima en el mínimo tiempo, tuvimos incluso que dividirnos en cuatro grupos diferentes.

Como la única vertiente del Dhaulagiri que pudimos ver desde el valle era la cara este, por una lógica simplista fue la elegida para el primer reconocimiento. Aunque el glaciar se parece más a una enorme cascada de seracs que a una pendiente practicable, con el optimismo de los neófitos esperábamos encontrar en este laberinto un camino que permitiera alcanzar la arista noreste que une la cumbre con una cima situada más a la derecha, y que habíamos bautizado la punta de Tukucha.

Con una inclinación casi uniforme de unos 45 grados, esta arista constituía con toda evidencia un itinerario posible, incluso fácil, y si conseguíamos acceder a ella tendríamos esperanzas… Desde los primeros días habíamos concluido que, de manera paradójica, el mayor problema del Dhaulagiri era escalar ¡la parte inferior…!

Cuatro cordadas diferentes intentaron en vano forzar el glaciar este; al final, con Oudot y Aïla, y al precio de asumir riesgos enormes, conseguí acercarme unos doscientos metros bajo la cresta, pero allí una red de inmensas grietas formaba un obstáculo prácticamente infranqueable. La retirada se hizo sin lamentaciones, pues el camino que habíamos seguido para llegar hasta allí estaba demasiado expuesto a las caídas de hielo como para constituir una vía válida. Si, ayudadas por la suerte, algunas cordadas hubieran podido acometerlo con impunidad, era impensable organizar un incesante tráfico de porteo en un terreno tan peligroso.

Paralelamente a estas tentativas, durante dos ocasiones intentamos aproximarnos a la arista noreste por la otra vertiente, es decir, el noroeste. Al precio de un desvío de cerca de dos días, que nos permitió rodear la punta de Tukucha, Oudot y yo conseguimos finalmente alcanzar un collado situado enfrente de la gigantesca pared norte. Muy empinada, formada en su mayor parte por caliza dispuesta como las pizarras de un tejado, esta muralla no nos pareció constituir una vía de acceso que pudiera ser contemplada ¡de una manera razonable…! Sin embargo, en el curso de los años siguientes, cinco expediciones quisieron alcanzar el Dhaula escalando esta vertiente, y el equipo argentino de 1953 consiguió alcanzar la arista noroeste en un punto situado a unos trescientos metros de desnivel bajo la cumbre.

Hay quienes dicen que, con un poco más de suerte, los argentinos hubieran podido vencer; personalmente, ¡me mantengo escéptico…! Ellos pudieron alcanzar ese punto al precio de un gran esfuerzo; cuando llegaron a él, la mayoría de ellos estaba muy desgastado y su jefe, mi amigo Ibáñez, estaba incluso afectado de congelaciones tan graves que provocarían su muerte; a esta altitud, los trescientos metros de arista rocosa, estrecha y desmenuzada, que les separaban de la cima constituían un obstáculo imposible de subir por hombres agotados e incluso para cualquiera.

De nuestro collado nos pareció más ventajoso alcanzar la vasta silla que se extiende entre la punta del Tukucha y la arista noreste. Toda la parte de esta vertiente que pudimos divisar estaba defendida por enormes barreras de seracs de aspecto infranqueable, que parecían prolongarse más allá de nuestra vista. Además, el aspecto general de este circo era tan hostil que no nos daba la impresión de que fuera posible abrirse camino por él. La historia debería, sin embargo, demostrar que nuestro juicio era erróneo; es, de hecho, por la que, nueve años más tarde, la sexta expedición al Dhaulagiri alcanzó la silla noreste y, el año siguiente, la séptima conquistó la cumbre. Se encontró un pasaje más al norte, muy peligroso sin embargo, casi contra la punta de Tukucha, que sin duda era poco evidente ya que varias expediciones bien organizadas y compuestas por alpinistas de gran experiencia pasaron largas temporadas en este circo sin descubrirlo. La cosa me parece, no obstante, tan extraordinaria, que llego a preguntarme si algunas alteraciones de los glaciares no habrán modificado la estructura del lugar.

¡Lamenté no haber llegado más lejos en mi reconocimiento…! Pero, bien reflexionado, pienso que, incluso si hubiésemos conseguido alcanzar la silla de la arista noreste, no habríamos podido vencer el Dhaulagiri. En 1950, el fruto todavía no estaba maduro para tal empresa. Limitado por el tiempo, casi sin experiencia en el Himalaya, equipado con un material ligero y bastante restringido, y sobre todo no disponiendo más que de ocho sherpas, nuestro equipo era demasiado débil y demasiado ignorante para utilizar con éxito un itinerario tan largo, tan complejo y tan difícil.

Algunos años antes, Frank Smythe, uno de los más grandes alpinistas de la entreguerra, después de haber participado en cinco expediciones, conquistado el Kamet y alcanzado la altitud de 8500 metros sobre los flancos del Everest, no dudo en declarar: «el alpinismo en el Himalaya ofrece tales dificultades que una expedición no llegará nunca, según todas las apariencias, a escalar al primer intento una de las doce cimas culminantes». Desde luego Smythe era todavía un pionero y la historia ha demostrado que se equivocaba, pero nosotros también éramos pioneros; desde el día en que Smythe escribió estas líneas, la técnica de las ascensiones himaláyicas prácticamente no había evolucionado. ¡Las armas que permitieron al equipo de 1960 triunfar en el Dhaulagiri estaban todavía lejos de ser forjadas…! Llegó a forzar el perfeccionamiento material hasta utilizar un avión ¡que transportó una parte de las cargas y de los hombres a la silla noreste!

A partir de los primeros reconocimientos realizados, Herzog comprendió que el Dhaulagiri era una cumbre demasiado difícil para que pudiéramos tener la suene de conquistarla y, sin esperar a ver cuál era el resultado final de nuestras investigaciones, hizo que los reconocimientos empezaran a dirigirse al Annapurna.

Nuestro objetivo de recambio resultó ser también difícil de encontrar. En el curso de nuestras primeras exploraciones no logramos ni siquiera percibir su imagen desde lejos… la cosa llegó hasta tal punto que empezamos a pensar que este pico existía solamente en nuestros mapas indios, producto de la fantasía…

Fue necesario subir bastante arriba por las pendientes del Dhaula para distinguir su parte superior, que emergía por encima de la cadena de los Nilgiris que, hasta entonces, nos había ocultado al Annapurna. Lo poco que pudimos ver era una cumbre de paredes verticales por las vertientes sur y este, pero cuya cara norte, que podíamos ver de perfil, era un enorme plano inclinado cuya pendiente media no excedía apenas los 35 grados. Era evidente que si la parte que quedaba oculta a nuestra vista desde aquel punto no estaba cortada por una ruptura brutal, la escalada no presentaría ningún obstáculo importante.

img-044.jpg
Lachenal durante el reconocimiento.

Estos indicios favorables nos devolvieron el entusiasmo que el aspecto poco atractivo del Dhaulagiri empezaba a hacer decaer. Pero, para escalar aquella pendiente suave hacía falta antes llegar hasta ella… Desde el primer momento este problema dio muestras de ser duro, e incluso misterioso… Vista desde lejos, nos daba la impresión de que la cadena de los Nilgiris era una barrera ininterrumpida. El Annapurna, que aparecía en un plano más lejano, parecía tener su asentamiento en un valle situado en la otra vertiente de esas montañas. Para alcanzar la vertiente norte había dos posibilidades: rodear todo el macizo montañoso realizando un larguísimo periplo hacia el noroeste, o franquearlo por su punto más accesible, suponiendo, naturalmente, que tal paso existiera…

Al final decidimos probar esta última posibilidad, pues era de suponer que fuera la más rápida; en el primer reconocimiento se intentó cruzar el macizo remontando el curso del Miristi Kola, que abría una brecha profunda que penetraba en la montaña.

A decir verdad, la enorme cantidad de agua que arrastraba este torrente nos intrigaba, pues parecía demasiado considerable para estar abastecida solamente por los glaciares de los Nilgiris, de relativamente poca importancia. Aunque no existiera ninguna prueba evidente que lo indicara, parecía posible que el Miristi tomara sus aguas de la cara norte del Annapurna, o al menos de las de la vertiente oriental.

El mapa oficial, cuyas fantasías todavía no conocíamos plenamente, corroboraba esta impresión. Según este mapa, la fuente de este río se encontraba en el collado de Tilicho, que estaba situado inmediatamente al norte del Annapurna. Si creíamos lo que este documento señalaba, en el collado había además un acceso fácil, un camino que permitía pasar sin grandes dificultades del valle de Tukucha al de Manangbhot, situado en la otra vertiente…

¡Todo aquello era demasiado perfecto para ser cierto! Una serie de interrogatorios realizados por el sirdar Ang Tharkey nos reveló, sin embargo, que ningún habitante de la zona había oído nunca hablar del collado de Tilicho, y menos aún de un camino que permitiera remontar el río Miristi y pasar a la otra vertiente de la cadena montañosa… Era algo inquietante, pero para nuestros espíritus europeos resultaba difícil creer que un mapa pudiera ser falso hasta tal punto.

Nos parecía, como mínimo, tan lógico tener fe en el mapa como en los comentarios de los habitantes de aquellas montañas, una gente que daba la sensación de ser sedentaria y tener poca tendencia a aventurarse en las profundidades de la montaña. Llevados por el deseo de ver las cosas según nuestra conveniencia, llegamos incluso a pensar en la posibilidad de que aquellas gentes hubieran cambiado de costumbres de tal manera que, con el paso de los años, habrían llegado a olvidar la existencia del sendero. ¿Acaso no hay en la historia y la leyenda de todos los países montañosos anécdotas semejantes? Y, por otro lado, nos había costado muchísimo encontrar a alguien que quisiera hacernos de guía en el camino hacia el valle situado al oeste del Dhaula; el único hombre que había aceptado acompañarnos parecía no conocer apenas los lugares por donde nos llevó; y sin embargo, nosotros habíamos podido encontrar un sendero y luego numerosos vestigios de una presencia humana bastante antigua.

Al final decidimos ir nosotros mismos a ver si el collado de Tilicho era o no algo real; como el Miristi cortaba profundamente la continuidad de la cadena montañosa, nos parecía que por fuerza teníamos que ser capaces de encontrar un paso…

Tras preguntar a los sherpas, ellos nos dijeron que la parte inferior del torrente franqueaba unas gargantas ciclópeas imposibles de remontar. Varias observaciones realizadas desde el Dhaula nos hicieron pensar que quizá había la posibilidad de llegar al Miristi en un punto más allá de esa zona difícil. Decidimos entonces ir a comprobar si era así. Oudot, Schatz y Couzy, acompañados por Ang Tharkey y varios sherpas, partieron a explorar este camino. Gracias a un minúsculo sendero que un azar providencial había situado justo en el lugar más conveniente, el grupo logró franquear sin graves problemas las primeras pendientes que estaban cubiertas de una jungla impenetrable. Más arriba encontraron zonas de pastos y, tomando una dirección oblicua hacia la derecha, llegaron a un paso que cruzaba la arista suroeste de los Nilgiris. A partir de allí, en una travesía de seis kilómetros de largo de una cornisa rocosa perdida entre dos paredes de más de mil metros de altura, consiguieron encontrar el curso del torrente, justo encima del lugar en el que las gargantas se ensanchaban dando lugar a un pequeño valle.

Desgraciadamente, cuando llegaron a este lugar increíblemente aislado hacía ya varias horas que sentían el zarpazo del hambre. Medio agotados por el ayuno, no podían seguir adelante. Como no tenían víveres, tuvieron que batirse en retirada sin haber podido llevar hasta el final la exploración.

Las declaraciones que hicieron a su vuelta contribuyeron bastante poco a esclarecer el verdadero misterio que parecía proteger al Annapurna. Nuestros amigos estaban ahora convencidos que el Miristi drenaba al menos las aguas de la vertiente oeste de nuestra montaña. Habían incluso distinguido, y se habían aproximado muy cerca, un gigantesco pilar rocoso que parecía alcanzar su arista noroeste.

Pero, por el contrario, no habían descubierto ninguna vía evidente que permitiera alcanzar el glaciar norte. El único itinerario que les parecía que podía ser posible era de una concepción locamente audaz.

Consistía en escalar el pilar para alcanzar la arista noroeste y desde allí el glaciar norte. Suponiendo que la parte que estaba escondida no presentara ningún obstáculo insalvable, debido a la altitud bastante baja en que se encontraban las mayores dificultades, una vía como tal era teóricamente posible. Sin embargo, era evidente que se trataba de un itinerario de una complejidad extrema, que ofrecía problemas técnicos nunca abordados hasta ahora en la historia del himalayismo.

Todo aquello no era nada alentador; todos pensábamos, Herzog el primero, que antes de lanzarse a una aventura tan incierta era necesario comprobar primero si era posible aproximarse al glaciar norte por la vertiente de Manangbhot. Mientras Oudot hacía una última tentativa por el glaciar este del Dhaula, Herzog, Ichac y Rébuffat emprenderían un gran periplo que les permitiese franquear el macizo por el collado que separa el grupo de los Nilgiris del de Muktinath. Este pasaje, aparentemente desconocido por los indígenas, no presenta dificultades extraordinarias, pero nuestros compañeros se encontraron separados constantemente del Annapurna por una cadena de montañas desconocida que denominaron la Gran Barrera.

Cuando, el 13 de mayo, alcanzaron Tukucha, la topografía del Annapurna ¡nos seguía pareciendo tan misteriosa…! Nuestros espíritus alpinos, habituados a formaciones infinitamente menos complejas, apenas comenzaban a entrever que, como el Nanda Devi, esta cumbre y sus satélites constituyen un circo cerrado, sin otra salida que un estrecho desfiladero rocoso.

El día anterior, Oudot y yo habíamos vuelto con las manos vacías de nuestra última tentativa al Dhaulagiri. Por primera vez desde nuestra llegada, todo el grupo se encontraba reunido.

El 14 de mayo Herzog decidió reunirnos en algo parecido a un consejo de guerra. Toda la expedición se agrupó en la gran tienda del campamento de Tukucha. Era el momento de las grandes decisiones, pues, es necesario subrayarlo, la situación era desesperada.

Arrojados en un gigantesco macizo montañoso, complejísimo y completamente sin explorar, habíamos utilizado más de un mes en reconocer los accesos al Dhaulagiri y al Annapurna. Todavía no habíamos descubierto ninguna vía clara, y tampoco se nos ofrecía una perspectiva estimulante por ningún lado. La estación de los monzones se acercaba. Sólo faltaban como máximo tres semanas para tenerla encima.

Sin embargo, no podíamos declararnos vencidos. Todos aquellos años de preparación y de esperanzas, los bellos sueños de nuestra juventud, las feroces luchas en las paredes más escarpadas de los Alpes no podían terminar en un fracaso tan lamentable. ¡Dicen que la fe mueve montañas! A pesar de las decepciones y el cansancio, todavía nos quedaba fe. El entusiasmo que nos había hecho vencer tantos obstáculos seguía arraigado en el fondo de nuestros corazones. Cuando nos encontrábamos al pie mismo de nuestro objetivo, no podíamos admitir la derrota. No podíamos decepcionar a los que habían depositado su confianza en nosotros, a los que habían trabajado para nosotros.

No cabía duda de que la carga que habíamos aceptado era demasiado pesada, pero estaba en juego nuestro honor y teníamos como mínimo que probarlo todo y lanzarnos hasta el final. Sentíamos que no quedaban más que unas lucecillas de esperanza, pero, por insignificantes que fueran, no habían dejado de brillar Había que intentar alguna solución. Ante todo, había que elegir cuál de los dos gigantes de 8000 metros íbamos a escalar.

El Dhaulagiri, monte solitario y gigantesco, nos había revelado casi todos sus secretos. Sabíamos que esta extraordinaria fortaleza sólo tenía un punto débil: la arista noreste. Llegando a la base por medio de una larguísima y dificilísima travesía desde la punta de Tukucha, esta escalada era concebible en teoría, al menos para gente optimista. Pero con el poco tiempo de que disponíamos era solamente imaginable, aunque muy cercana al suicidio.

Por el contrario, el Annapurna seguía siendo un misterio total. Desde la lejanía habíamos percibido su majestuosa figura de pirámide que emergía por encima de un bosque de picos de 7000 metros. Pero, a pesar de los penosos y largos reconocimientos que habíamos efectuado, apenas si habíamos podido alcanzar esa montaña. Perdidas en medio del laberinto de contrafuertes y aristas que la protegen, sólo teníamos una idea hipotética de su topografía. Sin embargo, ayudados por la suerte y el maravilloso olfato de nuestros sherpas, Couzy, Oudot y Schatz habían realizado la increíble hazaña de penetrar hasta el corazón de la montaña forzando el camino por un desfiladero titánico de casi diez kilómetros de longitud. Vencidos por contingencias humanas, habían regresado diciendo: «Quizá…». Ahora había que elegir entre una empresa desesperada y una tirada de dados hacia lo desconocido.

Ante esta disyuntiva, Maurice Herzog dudaba. ¿Podía dejar una presa, por poco segura que fuera, a cambio de ir en pos de una sombra casi tan negra como la noche? ¿Podía exponer a riesgos extremos a hombres que habían jurado obedecerle? Consciente de la terrible responsabilidad que pesaba sobre sus espaldas, Maurice jugó la carta más razonable aunque también menos segura: la suerte del Annapurna estaba echada.

Se decidió que Lachenal y yo, conducidos por Schatz, partiríamos inmediatamente. Maurice y Rébuffat saldrían al día siguiente, guiados por Couzy. Después seguirían Oudot e Ichac; Noyelle y Ang Tharkey se quedarían en Tukucha con la mayor parte de víveres y material. Estos últimos debían dedicarse a contratar porteadores y preparar las cargas, en espera de que se diera orden de lanzar el asalto.

Esta fórmula prudente que consistía en lanzar un reconocimiento a fondo que podía ser convertido en un ataque a la cumbre, dejaba abierta la posibilidad de una retirada rápida en caso de que, definitivamente derrotados, no nos quedara más que el triste consuelo de tratar de escalar uno o dos picos de 7000 metros.

Locos de alegría ante la idea de pasar a la acción, realizamos los preparativos con unas prisas febriles. En pocos momentos metimos en nuestras mochilas lo estrictamente necesario. Casi con la misma velocidad, dispusimos las cargas de los cuatro coolies que nos acompañarían. A primera hora de la tarde, entonando una canción de cazador y haciendo girar mi piolet como si fuera uno de los palillos de un tambor, salí a buena marcha en cabeza de la caravana. ¡Había empezado la gran aventura!

Avanzando rápidamente por una interminable llanura de guijarros y después por caminos malos abiertos sobre el precipicio, antes de que cayera la noche alcanzamos el pueblecito de Soya, situado a 2400 metros de altitud. Habíamos recorrido casi veinte kilómetros de un trayecto horizontal. Las cosas iban bien, había moral, los porteadores eran ágiles y robustos. Nuestros sherpas, Dawatundu, Ang Dawa y Adjiba, se encargaban de que el paso fuera rápido. El campamento fue montado rápidamente en un cómodo prado. Por última vez, reconfortamos nuestros estómagos comiendo pollo. Después, y casi enseguida, nos dormimos acunados por sueños llenos de esperanza.

Al despuntar el día me puse en pie y animé a nuestros sherpas, que siempre tardaban mucho en prepararse. Eran las siete de la mañana cuando empezamos a subir por la interminable ruta que debía conducirnos al famoso paso descubierto el 26 de abril por Couzy, Oudot y Schatz. Como todas las mañanas, hacía buen tiempo.

Mientras subía, lancé una última mirada al Dhaulagiri. Vista desde allí, la arista norte me parecía casi fácil; por un instante mi corazón lamentó la dirección que estábamos tomando, pero ya era demasiado tarde: ¡habíamos lanzado los dados! Había que seguir hacia adelante sin volver la cabeza.

Nos elevamos lentamente siguiendo una sucesión de mesetas escalonadas. De nuevo mi amor por la tierra dominaba mi espíritu y observé interesado los métodos agrícolas practicados en aquel país superpoblado, en el que se utiliza más cuidadosamente incluso que en los valles altos de los Alpes hasta el más mínimo espacio de tierra cultivable.

Tras superar un desnivel de unos doscientos metros, abandonamos la zona habitada y luego seguimos un audaz camino que iba por la cornisa. Luego vino un brusco descenso por un sendero muy empinado y bordeado por un espeso bosque de bambúes. Pronto llegamos al fondo de una profunda garganta en la que se deslizaba una corriente de agua limpísima. Por la otra vertiente, ascendimos por un camino de fuerte pendiente, que en ocasiones exigía la acrobacia y casi no estaba marcado, y gracias al cual pudimos atravesar una espesa jungla. Cuando lo recorríamos, bendije el azar que había puesto esta senda justo en el punto donde la necesitábamos y admiré el olfato de los sherpas que fueron capaces de descubrirla.

Encontramos luego los vestigios de un bosque devastado por un incendio. Los esqueletos de los árboles gigantescos daban al paisaje un aspecto patético. Tras un descanso, nos refrescamos con el agua que los sherpas saben sacar de un árbol parecido a un abedul. Nuestra interminable ascensión se vio entonces amenizada por las zonas bajas del bosque, en el cual los rododendros gigantes, de flores multicolores, rivalizaban en belleza con una flora abundantísima dominada por el escaramujo.

Poco a poco, la vegetación se fue haciendo menos espesa. Cuando empezábamos a escalar una fuerte pendiente sembrada de hierba alta, empezó a llover y la hierba nos hacía resbalar, con lo cual resultaba difícil el avance. Empezaba a hacerse notar la altitud, pero todos estábamos llenos de entusiasmo y en buena forma; queríamos llegar lo más lejos posible. A pesar de la rapidez de la marcha y del peso que llevaban, los sherpas y los coolies no desfallecían. Nuestro camino era minúsculo y a veces incluso desaparecía. Pero, poco a poco, nos conducía hacia la izquierda y fue de este modo como iniciamos el avance por un terreno muy inclinado que cortaba la verticalidad de dos paredes impresionantes que caían a pico. Tuvimos que franquear varios couloirs de nieve y noté con inquietud el inseguro paso de nuestros coolies, que caminaban con los pies descalzos.

Una brecha aérea señaló el comienzo de pendientes más suaves sembradas de numerosos vestigios de campamentos de pastores. El descubrimiento de un depósito de leña justificaba el establecimiento del campamento en un momento algo prematuro. Acabábamos de subir casi dos mil metros por un terreno difícil y nuestros porteadores lo habían hecho con unos cuarenta kilos de carga cada uno; no podía pedirse más.

El 16 de mayo tuvimos que subir entre 1500 y 2000 metros más, antes de alcanzar una pequeña brecha perdida en una arista secundaria de la cadena de los Nilgiris. (Punto insignificante en la inmensidad de la montaña, este paso es uno de los más importantes en la historia de la conquista del Himalaya. Efectivamente, fue allí donde, el 26 de abril de 1950, Couzy, Oudot y Schatz empezaron la sorprendente travesía sin la que jamás se habría conquistado el Annapurna).

Descendiendo un poco por la arista, divisamos el Miristi Kola que, casi 1500 metros por debajo de nosotros, descendía con sus aguas tumultuosas, cuyo estruendo no llegaba a nuestros oídos. Allí pudimos medir hasta qué punto resultaba imposible remontar aquellas gargantas de dimensiones inconcebibles para los que no conocen estas formidables montañas.

Con los tobillos doloridos por las torceduras, avanzamos penosamente por un complejo retículo de cornisas inclinadas que, a lo largo de unos diez kilómetros, cruza la altísima pared suroeste de la cumbre sureste de los Nilgiris. A veces estrechas y empinadas, otras anchas y fáciles, aquí interrumpidas pero unidas por couloirs, y en ocasiones atravesadas por profundos torrentes; estas cornisas nos permitieron progresar aunque fuera subiendo y bajando constantemente. A cada instante parecía que no iba a ser posible seguir avanzando. Pero siempre había un paso imprevisto y generalmente fácil que permitía seguir hacia adelante. Una pista minúscula y una serie de grandes piedras puntiagudas plantadas de trecho en trecho nos facilitaron el avance. Como cada día, a primera hora de la tarde hacían su aparición la lluvia y la niebla. A partir de ese momento la marcha se hacía más lenta y a veces no estábamos demasiado seguros del camino. Pero tuvimos la suerte de que Schatz, ayudado por los sherpas, supo guiarnos con mucha autoridad y exactitud. Cada vez eran más escasos los campamentos de pastores. Una gruta adornada de grafitos bastante recientes retuvo por un instante nuestra curiosidad. Las piedras puntiagudas que señalaban el camino se iban espaciando cada vez más. Y por fin llegamos a la última; a cincuenta metros de donde nos encontrábamos, nuestra cornisa se perdía definitivamente en una pared vertical.

Entonces miré a Schatz con ansiedad, pues no comprendía cómo iba a poder sacarnos de allí. Él no se mostró en absoluto intranquilo y avanzó directamente hacia la niebla tomando una dirección muy concreta con gran decisión. ¡Oh, maravilla de la naturaleza! Justo en el momento en el que lo necesitábamos se abría a nuestros pies un couloir. Tras 750 metros de una bajada muy pronunciada pero relativamente fácil, alcanzamos el valle del Miristi Kola en un punto situado a unos cientos de metros de donde empiezan sus gargantas. (Más tarde pude observar que el paso que utilizamos era la única comunicación existente entre la zona de las cornisas y el fondo del valle). Habíamos tenido una suerte demasiado increíble para pensar que pudiera abandonarnos. La operación de atravesar el torrente permitió que hubiese escenas pintorescas, pues Lachenal, improvisadamente convertido en vaquero, intentó atrapar con el lazo a nuestros coolies que trataban de huir. Al final, todo se resolvió construyendo un puente con ramas.

El 17 de mayo avanzábamos lentamente entre inmensas morrenas que parecían interminables. Pero, por fin, a eso de las tres de la tarde, alcanzamos el punto más avanzado al que habían llegado los miembros del anterior reconocimiento.

Mientras Lachenal y los sherpas buscaban un emplazamiento para nuestro campamento, Schatz siguió remontando la orilla izquierda con la esperanza de encontrar un itinerario. Yo le seguí un rato, pero luego, como la visibilidad me resultaba insuficiente, di la vuelta y me dirigí al campamento. La niebla estaba bastante baja y sólo podía ver la parte inferior de las imponentes paredes que nos rodeaban. Sin embargo, veía lo suficiente para darme cuenta de que los eventuales itinerarios señalados por Schatz y Couzy parecían bastante difíciles.

Al fondo de nuestro valle, embutido entre gigantescas paredes, un enorme glaciar se rompía en cascadas de seracs que se habían desplomado. Por un momento, dirigí mis prismáticos hacia varios puntos para tratar de distinguir algún camino por las orillas; pero, aunque me di cuenta de que no estaba situado correctamente para hacer una observación seria, sus lisas pendientes me desanimaron enseguida.

En cambio, el gran espolón rocoso noroeste que, justo encima de mí, ascendía hasta las nubes, me parecía bastante seductor. Mis compañeros, que lo habían observado desde lejos, opinaban que hacia los 6500 metros debía enlazar con la pirámide que constituía la cumbre del Annapurna.

Era probable que si lográbamos escalar y trasladar nuestro material a lo largo de estos 2500 metros que nos separaban de aquel punto neurálgico, la conquista de la cumbre se redujera a subir rápidamente por fáciles pendientes de nieve.

Mi imaginación desbordante proyectó inmediatamente un plan de ataque y no tardé en persuadirme de que, a pesar de su aspecto difícil, conquistaríamos el espolón con enorme facilidad.

Schatz regresó al campamento poco antes de la noche. De inmediato, discutimos el programa de la mañana siguiente. Lachenal y yo éramos partidarios de un reconocimiento a fondo del valle, de modo que tomáramos distancia suficiente para juzgar de modo adecuado las posibilidades que se nos ofrecían. Pero Schatz nos afirmó que esa tarde había llegado bastante lejos y estimaba que no veríamos nada. A su entender, íbamos a perder inútilmente una preciosa jornada que sería mejor utilizar escalando la punta seis mil del espolón. Tal reconocimiento nos permitiría juzgar si es posible atacar por esta vía, procurándonos además una excelente vista del conjunto del macizo. Impacientes por lanzarnos a la lucha, nos dejamos convencer con excesiva facilidad.

A la mañana siguiente, a las cuatro y media, formé una vez más con Lachenal el equipo que, en tantas ocasiones, nos había llevado al triunfo. Acompañados por Adjiba, que nos llevó las mochilas hasta el punto donde empezaban las dificultades, avanzamos rápidamente por fuertes pendientes cubiertas de hierba. Por fin llegamos a las primeras rocas. A pesar de la nieve y del hielo, a pesar de los pasos difíciles y de la altitud, seguimos avanzando sin perder velocidad. Una vez más, nos encontrábamos en la forma casi divina que, multiplicando por diez nuestras fuerzas y habilidades, nos liberaba en parte de las leyes de la naturaleza.

Como si nuestro voltaje hubiera aumentado, saltábamos como gatos burlándonos de los obstáculos. A las once de la mañana alcanzamos la segunda cresta de la arista, a una altitud de unos 5650 metros. Nos rodeaba la niebla, y las borrascas de nieve empujada por un viento violento hacían difícil avanzar. Por un momento pudimos ver a través de una zona de claros en la niebla la fina arista nevada que llevaba hasta el pico de seis mil metros. En aquellas condiciones, resultaba inútil seguir adelante. Con intención de no perder ni un solo día, propuse hacer vivac allí mismo para proseguir a la mañana siguiente. Lachenal no estaba de acuerdo y me dejé convencer fácilmente para batirnos en retirada. Entonces emprendimos un alocado descenso de 1500 metros y, a pesar de que habíamos colocado cuatro rápeles, no llegamos hasta las dos de la tarde.

Allí encontramos a Herzog, Rébuffat y Couzy, que acababan de llegar. Inmediatamente se iniciaron discusiones apasionadas en las que logramos convencerles de que, poniendo ocho o diez cuerdas fijas en los principales pasos, sería perfectamente posible hacer subir a los sherpas hasta el punto al que nosotros habíamos llegado, y sin duda hasta la cumbre de seis mil metros, pues la arista no nos había parecido muy difícil. ¡Cuánto desconocimiento de las condiciones del Himalaya! ¡Qué acumulación de errores de juicio! En un asalto general, hicieron falta tres días para que Maurice y yo, a costa de una escalada de gran dificultad, pudiéramos llegar a la primera torre de una complicada cresta de hielo, invisible desde el valle. Una vez más, la montaña nos había derrotado. Todos aquellos días de lucha agotadora y apasionada sólo nos habían llevado a conquistar una cumbre minúscula y sin gloria.

Sin embargo, en mi corazón, esta victoria conservará siempre el mejor rincón. Para mí, nada podrá igualar aquellos días desesperados en los que entregué todo mi valor, toda mi fuerza y toda mi alma.[24]

El día 21 por la tarde, tras una dura jornada, Maurice y yo llegamos de nuevo a nuestro campamento base. Allí nos esperaba una buena noticia. Lachenal y Rébuffat, que, descorazonados por el espolón, habían vuelto a bajar la víspera, acababan de concluir con éxito un reconocimiento del valle. En esta expedición lograron ver los 2500 metros últimos de la cara norte del Annapurna; según su impresión, no encontraríamos ningún obstáculo importante capaz de detenernos en ese sector. Más abajo, hacia los cinco mil metros, una gran llanura que no pudieron ver bien planteaba una última incógnita. Pero creían que podría llegarse hasta ese punto escalando las losas de aspecto poco acogedor que formaban la orilla derecha de la gran cascada de seracs.

Como desde la cumbre de seis mil metros nosotros habíamos visto que la llanura no ofrecía ninguna dificultad, llegamos a la conclusión de que se nos iba a presentar una línea de avance continuo.

¿Iba a sonreímos de nuevo la suerte? ¿Iban a encontrar por fin su recompensa nuestra terquedad y nuestra fe indestructibles? Esperábamos que fuera así, aún sin atrevernos a creer demasiado en ello.

Maurice puso a punto inmediatamente el programa del día siguiente. Lachenal y Rébuffat atacarían por la orilla derecha de los seracs y enviarían de regreso a Adjiba en cuanto encontraran un lugar donde emplazar el campamento. Schatz trataría de encontrar otro itinerario que creía haber descubierto en la orilla izquierda y que le parecía preferible a las losas de lisas paredes elegidas por sus dos compañeros. En su expedición le iban a acompañar Panzy y Aïla. Fatigados por ocho días de acción ininterrumpida, Herzog y yo nos concedíamos media jornada de reposo. Con la ayuda del vigoroso y hábil Sarki, esperábamos realizar un buen trayecto por la tarde.

Couzy debía encargarse de recoger el material que había quedado en la base del espolón y luego debía trasladar el campamento base al fondo del valle.

Tras levantarnos tarde, me dediqué a seleccionar víveres y material. Me sentía poseído de unas ansias de organización que raras veces he conocido en mi vida ordinaria… Sarki lavó ropa, yo reparé las polainas y —señal de que me encontraba completamente en forma— hasta cociné. Maurice, como jefe superior, desdeñaba estos detalles materiales y prefería descansar al sol, contemplando el indescriptible paisaje que nos rodeaba.

A primera hora de la tarde partimos los tres, muy cargados. Tropezando en interminables morrenas, echábamos pestes contra aquel terreno exasperante. Pronto encontramos a Adjiba que traía recado de nuestros compañeros, que nos anunciaban que habían instalado ya el campamento base tras una fácil escalada en la roca que formaba la orilla derecha de la gran cascada de seracs del glaciar norte del Annapurna.

A medida que nos acercábamos, estas paredes que desde lejos parecían lisas e impracticables, se iban poco a poco humanizando. Y pronto nos llevamos una sorpresa porque distinguimos un sistema ininterrumpido de cornisas que ascendían en zigzag. Aunque amenazada por los seracs que la dominan, esta vía parecía rápida y relativamente cómoda. No pudimos impedir que salieran a nuestros labios quejas por habernos fiado de las observaciones realizadas por Schatz la tarde de nuestra llegada. Situado demasiado lejos, y engañado por el vapor de una tarde brumosa que borraba todos los relieves, nuestro compañero se había dejado engañar por la apariencia infranqueable de aquellas losas calcáreas, mientras que nosotros, como jóvenes potros a los que la inacción vuelve demasiado fogosos, no habíamos sabido esperar un solo día para verificar si había o no otra posibilidad. Nos habíamos lanzado hacia el espolón como una bandada de estorninos.

Así, debido a nuestra inexperiencia y a nuestras ganas de forzar un destino que no nos favorecía, habíamos perdido inútilmente cinco días, cinco magníficos días que entonces pensábamos que quizá podrían costamos la victoria. Gracias a estrechos pasajes y delgados couloirs que la naturaleza parecía haber dispuesto en la infancia del mundo para nosotros, nos elevamos sin dificultad en medio de inmensas placas de rocas grises, lisas como escudos; cuando llegamos al campamento, donde Lachenal y Rébuffat nos esperaban, el sol iluminaba todavía la inmensa vertiente norte del Annapurna. «Decididamente, ¡los dioses están con nosotros!», pensamos. En efecto, después de varias semanas, pudimos al fin observar tranquilamente la montaña. Después de pasar largos días en medio de un mundo de paredes casi verticales, con alturas de miles de metros, la cara norte del Annapurna ofrecía un espectáculo sosegante.

A la primera ojeada nos pareció casi fácil y, durante algunos instantes, nos entregamos a un excesivo optimismo. Un examen más profundo nos devolvió enseguida a una realidad más ajustada.

Para juzgar convenientemente hay que dejar al margen nuestra óptica alpina, tener en cuenta la escala de este gigantesco plano inclinado y recordar nuestras experiencias recientes. Por medio de este trabajo del espíritu, podemos entonces darnos cuenta de que lo que parecía una gran pendiente de nieve es, en realidad, una pared de atormentado relieve, erizada de monstruosos seracs y cortada por murallas rocosas de más de cien metros de altura.

Sin embargo, a pesar de que el casi incesante rugido de los aludes recordaba, a cada instante, la importancia de los peligros objetivos, conseguimos trazarnos, al menos con la imaginación, dos itinerarios, audaces sin duda, difíciles y expuestos, pero razonablemente posibles.

Tras muchas discusiones, llegamos a ponernos de acuerdo para intentar la vía situada más a la derecha. Pese a los peligros objetivos que lo amenazan, este trazado nos parecía presentar menores dificultades concentradas a menor altura.

A pesar de lo incómodo que resulta pasar una noche tres personas metidas en una de nuestras minúsculas tiendas de altitud, logramos dormir bien. El amanecer nos encontró dispuestos a todas las pruebas. Maurice confió a Sarki la orden de ataque —voluntariamente grandilocuente—, que debía transmitir a Tukucha. (Marchando o corriendo día y noche, este muchacho de entrega y resistencia prodigiosas invirtió menos de treinta y seis horas en realizar este trayecto en el que nosotros habíamos invertido más de tres días). Desmontamos completamente el campamento, sin dejar allí más que una mochila y algunos víveres.

Nuestras cargas eran excesivas para una altitud de más de cinco mil metros y algunas mochilas pesaban más de veinticinco kilos. Sin embargo, aceptamos realizar aquel esfuerzo excepcional, pues nos dábamos cuenta de que era necesario ganar uno o dos días. A menos de una quincena de la llegada del monzón, el tiempo empieza a ser demasiado precioso para refunfuñar ante las tareas que se presenten. Avanzamos pesadamente por la meseta y luego atacamos una corta barrera rocosa dominada por impresionantes seracs. En ese terreno tan pendiente que más bien parece una escalada, la carga que llevaba sobre mis hombros me pesaba de forma inusitada. Falto de aliento, tuve que detenerme varias veces, pero cada mirada a los enormes bloques de hielo que pendían sobre mí me hacía darme cuenta de que no podía esperar mucho. Por fin desembocamos en unas largas pendientes de nieve que no ofrecían ningún peligro. Entonces nos envolvió la niebla y la tempestad de cada día empezó a soplar. Maurice y yo nos turnamos abriendo huella. Por suerte sólo nos hundíamos unos pocos centímetros. Mi paso era algo parecido al de un sonámbulo, una experiencia que ya había tenido cuando, en los Alpes, regresaba de una serie interminable de escaladas. Pero no estaba todavía dispuesto a desfallecer, y cuando mis compañeros caían llenos de desesperación, todavía lograba encontrar energía para lanzarles duras invectivas.

Al cabo de un rato oímos los yodéis de Schatz y de sus sherpas que, a costa de grandísimas dificultades, acababan de forzar un camino por la orilla izquierda. Pronto vinieron a reunirse con nosotros. Éramos ya siete cuando llegamos a una meseta, a seis mil metros, que constituía un magnífico emplazamiento para el campamento.

Rápidamente fue tomada la decisión. Mis cuatro compañeros se quedarán aquí para montar una tienda y preparar los víveres, constituyendo así el embrión de un campamento superior; mientras, los sherpas deberán bajar otra vez en busca de alimentos y material. Como no parecía prudente dejarles ir solos, se decidió que yo les acompañaría hasta el campamento I; allí haría vivac con el saco de dormir de Sarki. De esta forma podría evitarme el cansancio que supondría un inútil viaje de ida y vuelta al campamento base y podría descansar todo un día antes de volver a partir en compañía de los dos sherpas, si es que éstos, gracias a su resistencia fenomenal, eran capaces de realizar todos aquellos esfuerzos sin descansar ni un momento.

En el campamento I me instalé lo mejor que pude sobre unas piedras planas para no tener que dormir directamente sobre el hielo. Mientras, los sherpas continuaron su descenso hacia el valle. Me puse la cagoule y el pie de elefante impermeable por encima de mi saco de dormir, y me abrigué con toda la ropa de que disponía, y así me dispuse a vivir el vivac más confortable de mi carrera.

Sin embargo, pronto empezó a soplar un viento violento y con él comenzó a caer nieve abundantemente. Entonces tuve que llevar a cabo un combate deprimente: cuando, para poder respirar, dejaba entreabierto mi anorak, el viento y la nieve se introducían por aquel orificio y me helaban la cara. Si por el contrario cerraba completamente la capucha, la falta de oxígeno no tardaba en dejarme medio asfixiado. Después de varias horas, y muerto de cansancio, acabé por dormirme con la cabeza metida entre dos piedras.

Amaneció con cielo despejado y al despertarme vi que estaba enterrado en la nieve fresca. A pesar de todas mis precauciones, el frío llegaba hasta mi cuerpo, Tuve que hacerme un ovillo y aguantar tembloroso y paciente a que el sol llegara a tocarme con sus rayos.

Lentamente, la sombra fue retirándose del Annapurna. Las horas iban pasando y se me hacían interminables. Por primera vez desde hacía varios días mis pensamientos no se concentraban en las acciones inmediatas, sino que volaban hacia Europa. Todo mi pasado desfiló ante mis ojos. Pero no experimenté melancolía ninguna. Por el contrario, bendije a la providencia que me había permitido vivir aquella emocionante aventura. Ni siquiera en sus vuelos más alocados había podido concebir mi imaginación un espectáculo de tanta belleza y grandeza. «¿Qué vale mi vida entera de monotonía y mediocridad en comparación con estas horas de acción total y felicidad perfecta?», me preguntaba.

Por fin llegaron los rayos del sol. Pronto el calor empezó a ser intolerable. Traté en vano de calmar mi hambre absorbiendo un poco de tsampa[25] cruda que me quedaba. Me sentía débil y agotado y para buscar algo de sombra bajo unas rocas tuve que avanzar a rastras. Al final acabé por acurrucarme en una minúscula cueva.

Inspeccionando el paisaje con mis prismáticos, descubrí el nuevo campamento base que había instalado Couzy en el fondo del valle.

El ruido producido por la caída de unas piedras me anunció la llegada de los sherpas; Adjiba, con el gorro de lado y reluciente de sudor, no tardó en sacar de su cesto unos víveres que me permitieron esperar hasta la primera comida caliente. Cuando volví al campamento, las tiendas ya estaban montadas y me dirigí directamente a comer. Poco a poco, como si fuera una corriente cálida, la fuerza volvió a mi cuerpo. La inquietud que había pasado hasta aquel momento empezó a disiparse porque ahora ya estaba seguro de que a la mañana siguiente podría partir.

Poco antes de que cayera la noche, Herzog, Lachenal, Rébuffat y Schatz pasaron en tromba. Me explicaron rápidamente que después de varias horas de un progreso muy lento con la nieve hasta la cintura, lograron forzar una difícil franja de seracs. Poco después, Schatz sufrió una caída y además empezó el mal tiempo, por lo cual decidieron retirarse. No habían logrado subir más que un desnivel de unos 350 metros. En un lugar muy visible habían dejado una unidad de altitud[26] y algunos víveres, todo ello fijado a un serac con una clavija de hielo. Después descendieron al campamento base y me dijeron que volverían a subir en cuanto se hubieran recuperado.

Acababa de empezar el fantástico baile de ascensos y descensos que, poco a poco, de campamento en campamento y de carga en carga, abre el camino de las grandes cimas del mundo.

El día 24 salí del campamento acompañado de Panzy y Afila. Debido a su hercúlea fuerza, condené a Adjiba a hacer viajes entre el campamento base y el campamento I. (Este sherpa se entregó a esta tarea monótona y sin gloria con un magnífico ánimo. En este trabajo de equipo no hay duda de que la victoria no se habría obtenido jamás sin este oscuro sherpa que, en unos días, transportó cientos de kilos de víveres y de material).

Gracias a que salimos temprano, llegamos al campamento II poco después de las diez de la mañana. Habíamos subido con nosotros dos unidades de altitud y más de diez kilos de víveres. Cuando llegamos arriba me sentía hambriento, pero muy en forma. Así, tras descansar un poco, decidí seguir adelante en dirección al futuro campamento III. De esta forma esperaba aprovecharme de las huellas dejadas la víspera por mis compañeros que, a pesar de la nieve que había caído por la noche, me permitirían progresar con mayor velocidad. Con intención de utilizar la tienda abandonada por la cordada de Herzog, no transporté más que una unidad de altitud y unos pocos víveres.

En vano traté de apresurarme remontando el couloir de avalancha por el que obligatoriamente teníamos que ascender para superar los siguientes doscientos metros de desnivel. La última tempestad había llenado prácticamente de nieve las huellas de mis compañeros y apenas si me sirvió de nada la pista, que a menudo se hacía imperceptible. Al subir nos hundíamos hasta las rodillas en una nieve espesa y recalentada por el sol. Pero por fin logramos salir de aquel couloir infernal por el que cada día bajaban avalanchas. (Por un milagro casi increíble, esta ruta fue utilizada casi cotidianamente durante trece días por varias cordadas sin que se produjera ningún accidente).

Una cornisa existente en los seracs nos permitió un corto reposo, pero luego volvimos a iniciar la lucha desesperante contra la nieve polvo. Para poder avanzar tuve que cavar una verdadera zanja usando mis manos como pala y pisoteando luego el fondo. Había que invertir casi un minuto para avanzar un solo metro. A aquella altitud este trabajo resultaba agotador, y, a pesar de mi deseo de ir deprisa, me veía obligado a detenerme a menudo durante unos largos segundos para recobrar el aliento y dejar que mi corazón latiera otra vez más despacio.

Gracias a una cuerda fija que habían dejado instalada mis compañeros, pude franquear rápidamente la difícil pared sobre la que había triunfado Herzog el día anterior tras una lucha de más de una hora. Cuando llegué al final de este paso me encontraba en ese estado de extremado jadeo que ya había experimentado en las partes más difíciles del espolón y que sólo podrá comprender quien haya escalado grandes altitudes.

Los sherpas se mostraron muy poco diestros en este paso tan acrobático y tuve que tirar de ellos como un loco para izarlos.

Al cabo de un momento volví a encontrar la huella en la fuerte pendiente que empezaba enseguida. Luego volví a perderla; una vez más tuve que trazar surco para poder subir. Estuve buscando la unidad de altitud que habían dejado mis compañeros, pero sin suerte. Y la tormenta cotidiana se acercaba a gran velocidad. Era necesario montar la única tienda de la que disponíamos y contentarnos con la escasa protección que nos daba. La tienda era evidentemente demasiado pequeña para tres personas.

Por fin encontré una pequeña arista protegida por un serac. El lugar parecía relativamente a cubierto de las avalanchas, y no podíamos encontrar nada mejor, así que, tras cavar una plataforma llana, montamos la tienda bajo la borrasca, cuya violencia era extraordinaria.

Tres personas metidas en un espacio tan minúsculo es algo infernal. Tuve que renunciar a comer a pesar del hambre que tenía. Como solamente contábamos con dos sacos de dormir, Panzy dijo que pasaría la noche sin él. Para luchar contra el frío se puso las tres chaquetas de plumón que teníamos, y luego se tendió entre su hermano y yo. La noche que pasamos allí fue espantosa. Nos aterraban las avalanchas que, volcándose por el couloir central, pasaban a menos de quince metros de nosotros. El impulso de la caída era tan fuerte que el viento que provocaba sacudía violentamente la tienda. Los dos sherpas no cerraron los ojos en toda la noche y estuvieron fumando sin parar. En cuanto a mí, tenía fiebre y echaba de menos mi chaqueta de plumón. Entre Panzy y yo hicimos un magnífico dúo de castañuelas… Atontado por los somníferos, acabé sin embargo por dormirme.

El campamento no estaba todavía completamente desmontado cuando franqueé el pequeño muro de hielo que nos había protegido durante la noche. Continuando el extenuador trabajo de paciencia que constituía nuestro avance en un terreno con más de un metro de nieve fresca, logramos avanzar, pero con una lentitud increíble. Lo único que rompió la monotonía fue la necesidad de franquear un resalte de hielo, con una inclinación de casi 60 grados.

En mi fuero interno empecé entonces a dudar de la posibilidad de triunfar en aquella escalada. Comprendí que si cada día teníamos que realizar aquel trabajo tan agotador, nuestras fuerzas se acabarían antes de alcanzar la cumbre, y eso sin contar con la mala suerte que podría zanjar el problema de golpe en caso de que nos alcanzase una avalancha. Pensé que sólo si gozábamos de una serie de días seguidos de buen tiempo lograríamos coronar con éxito nuestra empresa.

Decidí activar la marcha para cruzar hacia la izquierda un couloir poco atractivo. Tras este esfuerzo, casi agotado, me dejé caer en la otra orilla y, por una vez, dejé a Panzy que abriera camino. Por mucho que quisiera seguir esforzándome, ya no podía más. Los sherpas también estaban extenuados. Apenas si habíamos logrado elevarnos otros doscientos metros de desnivel. Y, sin embargo, en aquellas condiciones era imposible continuar, por lo cual decidí arrastrarme hasta un serac, reunir allí todos los víveres y material que transportábamos, y, tendidos en la nieve que el ardiente sol hacía centellear, comimos vorazmente.

En el descenso, en vez de recuperarme, experimenté una penosa sensación de malestar que no se desvanecería más que en el campamento II, donde descansamos un poco charlando con Maurice, Ang Dawa y Dawatundu. Esperando recuperarme mejor al perder altura, bajé aquella misma tarde al campamento I; allí encontré al grueso del equipo descansando y dispuesto a «comérselo todo».

Bastante abatido, demostré menos optimismo y me interesé, sobre todo, por las cuestiones culinarias. Los víveres comenzaban a escasear y pasé la jornada del día siguiente eligiendo los alimentos convenientes para los campamentos de altura. Me esforcé por hallar un modo agradable de consumir los concentrados de fruta, el chocolate y las galletas de que disponíamos todavía en gran cantidad, pero que nadie quería ya. De este modo, los sherpas hicieron honor a un enorme plato de galletas machacadas mezcladas con chocolate. Cierto es que yo les ayudé considerablemente.

Tras el descenso y el alimento no tardé en recuperarme plenamente, y, el día 27, subí alegremente hasta el campamento II. Llegué suficientemente temprano para poder seguir con los prismáticos el descenso de Herzog y sus sherpas que, tras haber instalado un campamento III la víspera, a unos metros del punto culminante de mi tentativa, siguieron sus esfuerzos ladera arriba. Sin duda, pensé, han debido instalar ya un campamento IV; pero no lograba distinguirlo. Anoté en mi memoria que tomaban un paso que, en mi opinión, no era el más favorable; posteriormente, esta observación podría serme útil.

El campamento III quedaba ocupado por Couzy, Lachenal, Rébuffat y Schatz —sin ningún sherpa—, y Herzog debía descender hasta el campamento II.

Estuve charlando toda la tarde con ellos, tratando de analizar minuciosamente la situación en que nos encontrábamos. Maurice estaba muy contrariado por el mal estado físico y moral en el que había encontrado a nuestros cuatro compañeros del campamento III. Aunque sólo había estado con ellos unos minutos, les había encontrado enfermos, desanimados e incapaces de actuar de forma eficaz.

En cambio, estaba muy satisfecho de la forma en que él se encontraba, y se sentía lleno de esperanza porque el comportamiento de su cuerpo a los siete mil metros era magnífico. Siempre optimista, creía que la victoria ya estaba cerca, sobre todo si —como había ocurrido en los dos últimos días— las nevadas no superaban los quince o veinte centímetros.

Mi forma y mi moral le parecían excelentes, y pidió que administrara mis esfuerzos a fin de conservarme en plena forma para la última fase de la batalla.

Maurice explicó su plan de acción. Al día siguiente, mientras él se tomaba su día de reposo, yo debía ir junto con mis sherpas hasta el campamento III, para bajar de allí la misma tarde. Al día siguiente debíamos subir los dos dejando que abriesen huella nuestros cuatro porteadores, con cargas poco pesadas. De esta forma llegaríamos al campamento IV esa misma tarde. Entonces deberíamos desmontarlo para tratar de instalarlo lo más alto posible. Y desde allí, con la ayuda de Dios, deberíamos tratar de seguir hasta la cumbre.

Una vez más, la preocupación por despertarme me obligó a pasar una noche desagradable y maldije a los organizadores que no pensaron en proveernos de un despertador. Aunque muy dura, la subida al campamento III me pareció, sin embargo, mejor que en mi primer recorrido; la nieve era algo menos espesa y las huellas de bajada dejadas por Lachenal y Couzy nos ayudaban sensiblemente. Nos cruzamos con ellos a medio camino y nos explicaron que, al no sentirse con fuerzas para subir al campamento IV para efectuar el transporte que les había sido encomendado, bajaban con la esperanza de recuperarse. Poco antes de llegar, cuando estábamos envueltos por una opaca niebla, caímos sobre Schatz y Rébuffat, pero, al vernos, decidieron volver a subir al campamento. Muy hambriento, apenas dejé la mochila en el suelo, me precipité sobre los víveres como un glotón; una vez saciado mi apetito me sentí dispuesto a examinar la situación.

Debido a la mala forma en que se encontraban, mis cuatro compañeros no habían podido llevar a cabo la misión que tenían: transportar al campamento IV una unidad de altitud y víveres. Este contratiempo podía estropear completamente el plan de acción.

Por ello, se planteaba un problema delicado. ¿Debía bajar en aquel mismo momento, tal como se me había ordenado, o quedarme para, con la ayuda de mis sherpas, realizar la misión que no había podido ser cumplida? Sabía que si tomaba esta iniciativa corría el riesgo de perder la oportunidad de formar equipo con Herzog, que era en aquel momento el que estaba en mejor forma y mejor situado para lanzar el asalto final; era posible que, por una amarga paradoja, aquel rasgo desinteresado me privara de la alegría de pisar la cima. Era muy fácil obedecer las órdenes que me habían transmitido mis compañeros, someterme a un destino que otro había fijado para mí. Nadie podría nunca reprochármelo. ¿Acaso no era yo un miembro más de un equipo, que había jurado obedecer al jefe? Pero me parecía que si bajaba, no cumplía con mi deber, que trabajaría contra lo que me parecía ser el interés general del equipo. Al pensar todo esto me sentí atravesado por una dolorosa angustia, tan insoportable como si hubiera estado a punto de cometer un crimen. El violento combate que se libró en mi interior duró solamente unos minutos; sin duda, pensé, soy un burro estúpido de ideas anticuadas, pero prefiero hacer lo más bonito, lo más bello. Y así fue como decidí que al día siguiente subiría al campamento IV.

Expuse mi plan a Rébuffat y a Schatz. Gastón, que se encontraba mejor, decidió pasar la noche allí y acompañarme arriba al día siguiente si se sentía con fuerzas. Marcel, muy afectado por un violento malestar debido a la altitud, no podía ayudarnos para nada y decidió descender en solitario, a pesar de los peligros que ello suponía.

Aunque solamente nos separaba del campamento IV un desnivel que no debía ser superior a los trescientos metros, necesitamos más de siete horas para realizar este trayecto difícil y peligroso en el que había varias travesías horizontales. La profundidad de la nieve y el fuerte viento que bajaba desde la cumbre hicieron más difícil que nunca el avance.

Cuando alcanzamos el campamento IV la tempestad estaba ya en pleno apogeo; una vez allí vimos que la tienda estaba aplastada bajo el peso de la nieve. Perdiendo el equilibrio por las ráfagas de viento, volvimos a ponerla en pie a duras penas e instalamos la que habíamos llevado nosotros. Al cabo de un momento, Gastón se quejó de haber perdido la sensibilidad de sus pies; inmediatamente se arrojó al interior de la tienda y se descalzó apresuradamente; su afilado rostro parecía más pequeño aún, crispado por una dolorosa inquietud. Tuve que hacerle reaccionar con energía y, a fuerza de frotar sus pies y flagelárselos con un cabo de cuerda, acabé por restablecer la circulación.

Gracias a los somníferos, pasamos una noche relativamente buena. Sin embargo, aunque seguíamos estando bastante fuertes, la altitud empezaba a mermar nuestras energías.

Al amanecer, constatamos que las tiendas habían quedado medio hundidas por la presión de la nieve que se había acumulado entre la tela de la tienda y la pared. El aspecto que presentaban era lamentable y las paredes estaban tan deformadas que resultaba casi imposible moverse en su interior. Utilizando las fiambreras vacías, sacamos toda la nieve que pudimos y volvimos a enderezarlas. Hacía un frío canadiense, y el extraño viento procedente de las alturas, que tanto nos había molestado la víspera, soplaba con mayor violencia incluso. Yo me preguntaba cómo íbamos a poder, cuando ya estábamos arrinconados en una situación desesperada, subir en aquellas condiciones otros 1200 metros. Nunca me había parecido tan lejano el éxito. Pero había que probarlo todo y avanzar hasta el límite de lo posible.

Sin lamentarlo, abandonamos este campamento instalado en plena zona de avalanchas y sin más protección que un modesto serac que, evidentemente, no podría librarnos de quedar enterrados en caso de que se precipitara ladera abajo una gran masa de nieve.

El descenso se efectuó con rapidez y, ya muy abajo, encontramos a Herzog y Lachenal que estaban subiendo con Ang Tharkey y Sarki. Louis parecía haberse recuperado y declaró sentirse en plena forma; nuestros compañeros nos explicaron que pondrían de nuevo en marcha el plan que yo debía ejecutar con Maurice y que no tenían intención de bajar antes de haber alcanzado la cima.

Deseándoles buena suerte, mi corazón no sintió envidia alguna; esta subida al campamento IV me persuadió de que la montaña no estaba todavía bastante equipada y, en mi fuero interno, pensé que se estaban haciendo demasiadas ilusiones.

A la mañana siguiente, estudiando cuidadosamente la montaña con la ayuda de unos potentes prismáticos, vi que las dos cordadas de cabeza habían superado la pendiente fortísima que dominaba el campamento V y, medio ocultas por las nubes, trataban de abrirse paso a través del caos de seracs situado a la izquierda de un gran muro rocoso que cerraba dos terceras partes de la ladera formando un arco. Debido a esta forma, le dimos el nombre de La Hoz.

Mucho más abajo, distinguí claramente a Couzy, Schatz y a sus sherpas que avanzaban lentamente en dirección al campamento III.

El campo II se había convertido en un verdadero pueblo donde las grandes tiendas-chalé permitían una estancia cómoda. Ichac, Noyelle y Oudot se instalaron allí, y nos explicaron las dificultades que habían tenido que afrontar para garantizar nuestro avituallamiento con víveres y material. Sólo después de innumerables complicaciones técnicas y diplomáticas consiguieron que cuarenta coolies pudieran alcanzar finalmente el campo base. Quince habían aceptado hacer varios viajes de ida y vuelta hasta el campo I y solamente dos estaban decididos a acompañar al incansable Adjiba en sus numerosos porteos del campo I al campo II. La unión entre los campos había podido asegurarse gracias a una precisión extrema, y faltó muy poco para que nuestros esfuerzos anteriores quedasen aniquilados por todas las dificultades que tuvimos. (Más aún que con los peligros y las angustias de las grandes altitudes, fue en este oscuro trabajo que se hacía por detrás donde se manifestó el magnífico espíritu de equipo que nos permitió superar todas las dificultades. ¿Qué habríamos hecho nosotros sin la entrega de estos compañeros que, no combatiendo por su propia gloria, realizaron el esfuerzo de garantizar nuestro avituallamiento, a pesar de los cinco a seis días de marcha por terreno difícil que nos separaban de nuestra base de salida?).

Tras una buena jornada de reposo, Gastón y yo estábamos de nuevo preparados para lanzarnos a la batalla. Entonces pusimos en práctica un audaz programa cuyo objetivo era ganar un día. Partiendo al alba y con cargas reducidas pensábamos poder llegar al campamento III a las diez o las once de la mañana. Allí, aprovechando las huellas frescas de Couzy y de Schatz, continuaríamos hasta el campamento IV llevándonos todo lo que encontrásemos en el campamento III. Oudot y dos sherpas volverían a subir a la mañana siguiente para abastecer de nuevo este campamento, lo cual era indispensable para dar seguridad a la retirada. Por una vez, nuestras previsiones se cumplieron plenamente. Llegamos al campamento III hacia las once de la mañana gracias a unas huellas muy recientes, y logramos regresar al campamento IV invirtiendo una hora y media en lugar de siete, a pesar de que llevábamos el peso de dos unidades de altitud y diez kilos de víveres. En un solo día logramos recorrer más de ochocientos metros de desnivel situados entre los 6000 y los 7000 metros, y esto era señal de que nos encontrábamos en una forma excepcional, augurio de un buen futuro.

Por el camino nos encontramos con Ang Tharkey y Ang Dawa que, como no habían encontrado en el campamento IV la tienda que debía estar allí, habían tenido que abandonar a sus dos sahibs. La perspectiva de tener que transportar ellos mismos los víveres y el material, a la que se enfrentaban entonces Couzy y Schatz, no era verdaderamente agradable y por ello nuestros compañeros, al vernos llegar de forma tan inesperada, manifestaron con mucho calor su alegría…

Pasé una noche excelente y me encontraba en una forma magnífica cuando me lancé hacia arriba siguiendo las huellas mientras mis compañeros desmontaban el campamento.

Durante los primeros metros de mi ascensión me hundía en la nieve hasta el pecho. Pero, casi sin que me diera cuenta, el espesor de la nieve disminuyó y pronto no quedaba más que una minúscula capa de la que emergía el hielo en algunos puntos. La pendiente era comparable a la de un paso difícil en los Alpes. A esas altitudes, subir con los crampones te deja sin aliento, y los sherpas no mostraban en este ejercicio el mismo virtuosismo que nosotros. Fui tallando peldaños espaciados que Schatz iba ensanchando y multiplicando detrás de mí. Después de 150 metros de desnivel practicando este deporte que nos hacía jadear constantemente, desembocamos al borde de la hoz; allí encontramos una tienda muy bien instalada al abrigo de un serac, que inmediatamente bautizamos como campamento IV superior. Ang Tharkey y Sarki estaban allí; con su rudimentario inglés consiguieron explicarme que habían acompañado a Herzog y a Lachenal hasta otro campamento situado bastante lejos. Los sahibs les habían dicho que volvieran a bajar y les esperasen allí. Los dos tenían los pies algo helados y parecían encontrarse mal. También nuestros dos sherpas se quejaban de frío en los pies y se metieron en la tienda para entrar en calor.

Siguiendo las indicaciones de Ang Tharkey, empezamos una larga travesía hacia la izquierda aprovechando una red de cornisas que serpenteaban entre enormes seracs. Schatz abría paso con gran ímpetu a pesar de que la nieve era profunda; Rébuffat le sustituyó un rato, pero tuvo que dejarlo porque sentía mucho frío en los pies. Al terminar la travesía volví a ponerme en cabeza para elevarme en zigzag a través de los seracs; como nos dimos cuenta de que en caso de niebla sería muy difícil encontrar el camino durante el descenso, tratamos de aprendernos algunos puntos de referencia y dejar grabado el camino en nuestro recuerdo.

Ahora, en lugar de la nieve profunda apareció una costra quebradiza en la que nos hundimos hasta media pierna; a veces era necesario usar los crampones durante unos metros. A pesar de que llevaba botas nuevas de un número bastante grande que, para que estuvieran muy secas, tuve la precaución de llevar en mi mochila hasta el campamento IV, noté que el frío invadía mis extremidades inferiores. Probé a mover continuamente los dedos gordos de los pies, pero no obtuve ningún resultado y opté por detenerme, descalzarme y frotar mis pies vigorosamente dentro de mi pie de elefante[27]. El viento, violento, complicó bastante esta tarea difícil pero eficaz.

Algo más arriba de donde yo estaba, Couzy y Schatz se detuvieron para imitarme. El avance era cada vez más fácil, y pronto no tuvimos más que trepar por una nieve endurecida por el viento. La pendiente, mediana, de unos 30 o 35 grados de inclinación, era muy favorable al avance. Encima de nosotros, instalada al pie de una pequeña barrera rocosa, la tienda del campamento V parecía estar al alcance de la mano. Sin embargo, pese a nuestros esfuerzos, tardaba en acercarse… Como sentí que volvía el frío, forcé el paso con intención de llegar con suficiente antelación como para calentarme un poco mientras esperaba a los otros. Rébuffat, que había pensado lo mismo, sacaba ventaja a Couzy y a Schatz. Pero no me hizo falta entregarme a fondo para mantener mi ventaja.

Al llegar encontré la tienda medio aplastada, pero pude, a pesar de ello, instalarme apresuradamente en el pequeño emplazamiento útil que todavía formaba el nailon en torno al palo que seguía en pie. Cuando Gastón llegó, ya me había calzado otra vez y estaba preparado para cavar la plataforma en la que íbamos a instalar la segunda tienda. Schatz, muy dispuesto, aportó una ayuda preciosa en esta ruda tarea que teníamos que llevar a cabo sin más instrumentos que nuestros piolets y fiambreras. La nieve, comprimida por el viento, estaba casi tan dura como el hielo. Además, en aquella pendiente tan inclinada, hacía falta cavar muchísimo antes de poder instalar una tienda. A la altitud de 7500 metros, donde el más mínimo esfuerzo violento te deja sin aliento, este trabajo de zapador resultaba molestísimo; cada diez golpes de piolet tenía la impresión de que me iba a estallar el pecho y que iba a escupir los pulmones. Cada vez que me detenía, los enloquecidos latidos de mi corazón resonaban en mis oídos. Necesitaba más de treinta segundos para lograr que la sensación de ahogo se disipara y el ritmo de mis latidos se desacelerara un poco. Trabajando a este ritmo, pensé, harían falta horas para terminar las plataformas. Entonces traté, para ganar tiempo, de forzar hasta el límite mis acciones. A veces me excedía tanto que se formaba un velo negro ante mis ojos y, medio asfixiado, caía de rodillas, jadeando como una fiera perseguida.

Pero me negué a que los sherpas me ayudasen y exigí que les dejáramos descender inmediatamente. Era un rasgo de elemental humanidad. La tempestad había empezado, la visibilidad era mala y era indispensable que estos compañeros —que estaban entregados a nosotros en cuerpo y alma— pudieran llegar al campamento IV antes de que las huellas se borrasen.

Couzy vino en nuestra ayuda y la plataforma se amplió rápidamente; mejoramos un poco aquélla, demasiado rudimentaria, que habían dejado los primeros llegados y luego instalamos una nueva tienda y volvimos a montar la primera en la que Rébuffat, decididamente bastante afectado, consiguió deshelarse los pies.

Levantado con demasiada precipitación, este campamento era tanto más inconfortable cuanto, a consecuencia de un fastidioso olvido, sólo disponíamos de tres colchones neumáticos y un hornillo. Sin embargo, nos instalamos Couzy y Schatz en una tienda, Rébuffat y yo en otra.

Pero, ¿qué hacían mientras Herzog y Lachenal? No se habían llevado tienda e indudablemente habían tratado de alcanzar la cumbre que, sin embargo, seguía estando bastante alejada.

El tiempo pasaba y no les veíamos llegar. En el exterior reinaba la tempestad y empezábamos a inquietarnos. Pronto sería demasiado tarde para que nadie pudiera descender hasta el campamento IV, e íbamos a tener que dormir de tres en tres en aquellas tiendas que ya para dos personas resultaban demasiado pequeñas. Ante tal perspectiva, Couzy y Schatz, visiblemente deteriorados por el malestar producido por la gran altitud, decidieron volver a bajar al menos hasta el campamento IV y, si podían, más abajo incluso. Apenas habían partido cuando me trasladé a su tienda con todos mis bagajes. Según mis costumbres en el Himalaya, me ocupé de cocinar y preparé ovomaltina y tonimalt con nieve previamente fundida.

Seguía pasando el tiempo y mi intranquilidad alcanzaba ya el paroxismo. Con los nervios tensos y al borde de la impaciencia, asomaba a menudo el busto con la esperanza de percibir algo; pero no encontraba más que la tempestad, despiadada como siempre. Por fin mi oído, siempre atento, captó el característico crujido producido por el paso del hombre sobre la nieve. Entonces me precipité hacia el exterior, justo a tiempo de ver llegar a Herzog, solo. Con la ropa y la barba con un aspecto muy extraño porque estaban cubiertas de escarcha, me anunció, con los ojos iluminados por la alegría, la victoria. En aquel solemne minuto traté de estrecharle la mano. ¡Horror! Lo que me ofrecía era un pedazo de hielo, duro como el bronce. Entonces le grité:

—¡Momo! ¡Tienes la mano helada!

El miró su miembro con indiferencia y me respondió:

—No es nada, ya me recuperaré.

La ausencia de Lachenal me asombraba, pero Maurice dijo que llegaría de un momento a otro.

Luego entró en la tienda de Gastón, que enseguida se puso a cuidarle. Yo me puse a calentar agua. Luego, como Lachenal seguía sin llegar, volví a preguntar a Herzog; lo único que sabía contestarme, sin embargo, era que estaban juntos unos minutos antes de llegar al campamento.

img-045.jpg
Herzog en la cumbre.

Yo saqué la cabeza fuera de la tienda y tuve la impresión de oír una llamada lejana. Presté toda mi atención, y el viento, que soplaba furiosamente, llevó hasta mí un débil pero inconfundible grito de «¡Socorro!». Salí de la tienda y apenas si pude percibir la imagen de Lachenal colgado en una pendiente, a unos cien metros por debajo del campamento.

Rápidamente me calcé y me vestí. Cuando, al volver a salir, miré de nuevo la pendiente, ésta estaba blanca y lisa. No había ninguna sombra que frenara mi mirada. El golpe moral fue tan fuerte que perdí el control. Llenos los ojos de lágrimas, me puse a gritar con todas las fuerzas de mi desesperación. Pasaron unos minutos atroces en los que creí haber perdido para siempre al compañero de los más bellos días de mi vida. Aplastado por la tristeza, no me conformaba sin embargo a creer que todo había terminado. Olvidando el huracán que me cortaba la cara, me quedé allí, postrado.

Entonces se produjo lo que la intensidad dramática de la situación me había impedido imaginar. Una nube se abrió y me permitió ver a Lachenal, que se encontraba situado en un punto mucho más bajo de lo que yo recordaba. Sin detenerme a ponerme los crampones, me lancé resbalando como un trineo. Bajé como un bólido por aquella fuerte pendiente y sólo a duras penas pude detenerme en la nieve compacta y endurecida por el viento.

Sin piolet, sin gorro, sin guantes, y con un único crampón, Lachenal acababa de sufrir una grave caída. Con la mirada perdida, me gritó:

—He patinado. Tengo los pies helados hasta los tobillos. Ayúdame a bajar al campamento II. Oudot me pondrá inyecciones. Rápido, rápido, ¡bajemos!

Yo traté de explicarle el peligro mortal que suponía descender en plena tempestad y con la noche encima, pues faltaba media hora para que oscureciera totalmente. Además, no teníamos ni cuerda ni crampones. Su angustia ante la idea de quedar atrozmente mutilado era tal que, al ver que yo me negaba a hacer lo que pedía, se encendía en sus ojos una llama de locura; arrebatado por una violencia repentina me arrancó de las manos mi piolet y se puso a correr pendiente abajo; pero su único crampón le hizo tropezar; después de dar algunos pasos más, se sentó llorando en la nieve y me gritó con acento desesperado:

—Bajemos; si Oudot no me pone las inyecciones, estoy perdido. Me cortarán los pies hasta la pantorrilla.

Yo me esforcé por hacerle razonar y le dije que no había ninguna posibilidad que no fuera volver a subir para pasar la noche en el campamento; pero él no quiso saber nada de eso. Pasaron unos minutos largos en los que, con el rostro cortado por las ráfagas, continuamos este auténtico diálogo de sordos. Por fin Louis se decidió a seguirme; jadeando, fui cortando furiosamente la nieve para abrir paso mientras que él, agotado física y moralmente, se arrastraba de pies y manos.

Inmediatamente después de entrar en la tienda, traté de descalzar a Lachenal, pero todo estaba duro como una piedra. Con un cuchillo separé sus botas de los calcetines y logré por fin arrancarlas. Los pies de mi amigo estaban blancos y totalmente inertes. Al verlo, mi corazón quedó encogido. Es cierto que habíamos conquistado el Annapurna, que habíamos alcanzado la primera cumbre de ocho mil metros, pero, ¿a qué precio? Yo, que estaba dispuesto a dar mi vida por esta victoria, no pude evitar pensar por un instante que aquel era un precio demasiado caro. Pero no era momento de meditar, sino de actuar.

Así empezó una noche más profundamente dramática que ninguna de las que han descrito jamás las novelas de aventuras. A falta de un colchón neumático, tuve que aislarme un poco de la nieve sentándome sobre los víveres, y en esta posición pasé horas frotando y flagelando los pies de Lachenal hasta quedar sin aliento. Él, alcanzado algunas veces por las cuerdas en partes todavía vivas, lanzaba gritos furiosos. De vez en cuando me paraba para llenar la escudilla de nieve y preparar bebidas calientes para los dos heridos.

En la tienda vecina oía a Rébuffat que hacía cuanto podía para reanimar las cuatro extremidades de Herzog. Pasaban monótonas las horas. A veces, abrumado por la fatiga y el sueño, caía sobre Lachenal; luego, con un sobresalto de energía, comenzaba de nuevo a frotar. Con voz entrecortada, mi amigo me contó la última batalla. Me explicó cómo partieron al alba, de una tienda hundida, sin haber podido tomar nada caliente. Me contó la interminable subida hacia una cima que parecía huir ante ellos; el insidioso frío que penetraba en sus miembros pese a todos los esfuerzos, la fatiga, la falta de aire. Por fin la cumbre, la victoria, las fotos, aquel minuto del que se espera una maravillosa alegría y en el que sólo se siente una penosa impresión de vacío. El descenso del que lo había olvidado todo a excepción de aquella caída en la que, resbalando por la pendiente en enloquecidas cabriolas, esperaba con resolución la muerte. Luego la inesperada e incomprensible detención, el regreso a la vida, la angustia, el sufrimiento, la llegada de auxilios.

En silencio, escuchaba el relato de aquellas horas gloriosas. Así, por su inflexible voluntad, su valor y su abnegación, mis compañeros habían sabido conseguir aquella victoria por la que, pese a los mortales riesgos, todo el equipo había combatido con sus últimas energías. Gracias al desesperado esfuerzo de aquellos dos héroes, años de sueños y preparación conocían por fin el éxito. El formidable trabajo de quienes, para gloria de nuestro país y por un puro ideal, habían hecho posible esa simbólica conquista, no había sido en vano. ¡Con qué penacho francés habían coronado, Herzog y Lachenal, aquel edificio tan penosamente construido! Gracias a ellos, nuestra raza, tan criticada, había dado al mundo el mejor ejemplo de sus inmortales virtudes. De este modo la obra emprendida podría ser perpetuada, nuestra juventud podría seguir el ejemplo de sus mayores y, sin duda alguna, hacerlo todavía mejor.

En el exterior, la tempestad había crecido hasta adquirir una violencia inaudita y nuestras tiendas eran peligrosamente sacudidas por el viento. La nieve que se acumulaba entre la pared de hielo y la tela iba empujándonos poco a poco hacia la pendiente. A pesar de los esfuerzos que hacíamos para sacudir aquella masa, el espacio de que disponíamos disminuía de forma inquietante.

Los esfuerzos que hice durante toda la noche no fueron inútiles y me vi ampliamente recompensado. Efectivamente, vi con gran alegría que Lachenal conseguía de nuevo mover los dedos gordos de los dos pies, cuya blancura de la víspera había dado paso ahora a un bello color rosa.

Como pasó un rato y no oía nada, llamé a mis compañeros de la otra tienda. Pero éstos, muertos de cansancio, se habían dormido. Luego empezó a acercarse el alba, pero fue una decepción, porque, al contrario de lo que solía ocurrir, la tempestad no se calmó. ¿Iba a abandonarnos la maravillosa suerte que nos había acompañado hasta allí? Por vez primera después de dos meses, el mal tiempo que habíamos tenido todas las tardes se prolongaba más allá de la noche. ¿Era la venganza de la diosa Annapurna, molesta por el ultraje que suponía la intrusión de los hombres en su templo más sagrado? ¿O se trataba simplemente de la llegada del monzón, que, según las informaciones de la radio, estaba ya muy cerca?

Fuera como fuese, había que descender lo antes posible. Al día siguiente habríamos perdido todavía más fuerzas y la acumulación de la nieve fresca haría el camino impracticable.

Enseguida me dispuse a equipar a Lachenal, pero el calzado planteó un problema delicado. Como sus pies se habían hinchado, Louis no lograba meterlos en las botas. Parecía atroz hacerle bajar en calcetines después de haber conseguido con tantos esfuerzos librarle del dominio del hielo. Por otro lado, ¿cómo fijar los crampones? Sin estos instrumentos le resultaría imposible mantenerse en pie en las pendientes de nieve dura. Si bien al principio podíamos llevarle nosotros, en los flanqueos sería imposible.

¡Qué drama tan estúpido! ¿Qué podíamos hacer?

En vano busqué una solución. Después, bruscamente, surgió luminosa como un relámpago la idea: yo podía dar a Lachenal mis propias botas, que eran dos números más grandes que las suyas; por fuerza le irían bien.

Pero el revés de la medalla apareció enseguida en mi pensamiento, y un helado estremecimiento me recorrió todo el cuerpo. Si le daba mis botas a Louis, yo tendría que ponerme las suyas que, por un lado, me irían pequeñas, y; por otro, estaban tan abiertas por las cuchilladas que serían invadidas rápidamente por la nieve. ¡Mis pies iban a quedar helados con toda seguridad!

Pero, por mucho que le diera vueltas al problema, no veía otra solución.

Por un instante, el peso del destino me aplastó. Aquel sacrificio de mi carne me parecía más horrible que la muerte. Pero, con todas las fibras de mi ser, sentía que era un deber imperioso, más fuerte que el instinto. Negarme a hacerlo sería un deshonor, un crimen, una traición a la amistad.

No había otra alternativa. Con la resolución del soldado que, en el momento del asalto, se precipita contra la metralla, me quité mi segundo par de calcetines y bruscamente introduje mi pie derecho en un borceguí de suplicio. Inmediatamente me sentí dominado por el furor de la acción; en previsión de lo peor, puse en mi mochila algunos víveres y un saco de dormir y después grité a Herzog y a Rébuffat que hicieran lo mismo. También tenía intención de llevarme una tienda; cuatro personas, en un cobijo tan minúsculo, y turnándose en los dos sacos, pueden soportar durante largo tiempo el frío. El viento que soplaba fuera era terrible y nos costó bastante ajustarnos los crampones. Como Lachenal había perdido uno de los suyos la víspera, yo tuve que contentarme con el otro que quedaba. Pero, ¿dónde estaba mi piolet? En la precipitación de la víspera olvidé guardarlo y ahora resultaba imposible encontrarlo. Como Louis había perdido el suyo en su caída, no quedaban más que dos en total. Los tomamos Gastón y yo.

Yo quería todavía desmontar la tienda, pero, aunque el viento soplaba con fuerza, ya no nevaba y la visibilidad era bastante buena. La primera cordada bajaba ya por la pendiente y Lachenal, más impaciente que nunca, tiraba de mí por la cuerda gritándome:

—Apresúrate, ¿para qué quieres una tienda? Dentro de una hora estaremos en el IV.

Bruscamente, me invadió su optimismo. Me pareció que nos veríamos lo suficiente para no perdernos al hacer en sentido inverso la larga travesía por los seracs. Me dejé arrastrar pensando que habría buena visibilidad y que valía la pena abandonarse a la misericordia de Dios…

Con bastante rapidez descendimos el couloir de nieve dura. Las dificultades no empezaron hasta que abordamos los primeros seracs. El viento había amainado y la nieve caía a grandes copos. Además, había una niebla que nos hacía difícil ver a un hombre a veinte metros. No podíamos reconocer el terreno y pronto tuvimos la impresión de habernos perdido. La gravedad de la situación se dejaba ver con toda su amplitud. Comprendimos perfectamente que en aquellas condiciones no teníamos más que una posibilidad entre cinco de llegar a encontrar de nuevo el campamento IV superior. Pero no había alternativa. Hasta la llegada de la noche había que probarlo todo, explorar todo el terreno que fuera posible mientras nos quedaran fuerzas. Al día siguiente, tras un vivac sin material, los que quedaran vivos no tendrían fuerzas para nada y sólo podrían salvarse si volvía el buen tiempo.

Durante horas y horas anduvimos errando, creyendo a veces reconocer un punto. Tratábamos de seguir una ruta que nos parecía buena, pero siempre acabábamos enfrentándonos a la misma decepción y teníamos que volver a lo mismo de antes. Los copos caían a un ritmo extraordinariamente intenso y la capa de nieve crecía ante nuestros ojos sobre las cornisas que nos permitían circular. Avanzar era cada vez más duro. Nos hundíamos hasta las caderas y después hasta por encima de la cintura. Felizmente, la nieve polvo es fácil de desplazar.

Me sorprendía, sin embargo, sentirme tan fuerte y ser capaz de aquel trabajo. Rébuffat se turnaba conmigo regularmente y se mostraba muy valeroso. Su legendaria testarudez hacía maravillas y me hizo acordarme de una ocasión en la que, tras haber realizado esfuerzos desesperados en una ascensión corta pero muy empinada en la que había que actuar con los pies y las manos, yo había acabado por batirme en retirada. Él, en cambio, había ido arañando pacientemente centímetro a centímetro hasta lograr salir del paso con éxito.

A veces, desanimados, nos sentábamos. Aproveché esos momentos para descalzarme y reanimar mis pies, que el hielo empezaba a morder. Estaba dispuesto a morir, pero en modo alguno quería convertirme en un lisiado.

Herzog seguía a su jefe de cordada sin murmurar ni mostrar debilidad. Lachenal ponía las cosas más difíciles. Afirmaba que nuestro esfuerzo era inútil. Estaba moralmente agotado y quería que cavásemos un agujero en la nieve para esperar allí a que hiciera buen tiempo. Para conseguir que me siguiera me vi obligado a tirar de la cuerda y a mostrarme irritado.

Yo había llegado a un grado de impasibilidad total. Aunque perfectamente consciente de todo, emprendía sin temor las acciones más arriesgadas. Sin una sola duda atravesaba pendientes muy fuertes en las que la nieve en equilibrio inestable podía arrastrarme en cualquier momento. Provisto de un solo crampón, me aventuraba en difíciles pendientes de hielo en las que, gracias a que conservaba totalmente mi flexibilidad, logré realizar acrobacias que me sorprendían a mí mismo.

Incansablemente, tratamos de encontrar hacia la izquierda el estrecho paso que daba acceso al campamento IV. Pero, con aquella niebla que lo deformaba y cambiaba todo, podíamos pasar cien veces al lado de ese punto sin verlo ni reconocerlo. Con la esperanza de ser oídos por los que quizás se encontraban en la tienda del campamento IV superior, de vez en cuanto gritábamos con desesperación.

Llevábamos casi 24 horas sin apenas comer. Sin embargo, nuestro vigor era asombroso para unos hombres que habían pasado varios días trabajando a una altitud superior a los siete mil metros. ¿Se debía esta forma milagrosa a la absorción regular de las drogas recetadas por Oudot?

En aquella lucha por la vida, el tiempo había pasado muy deprisa y el día empezaba a declinar. Había que empezar a pensar en hallar una grieta donde cobijarse del viento que volvía a soplar. Mientras yo exploraba los diversos agujeros que nos rodeaban, Rébuffat y Herzog trataron por última vez de llegar a un punto reconocible. Yo no encontré más que abismos insondables o bien minúsculas grietas en las que el viento se agitaba permanentemente en torbellino. Desesperado, traté de acondicionar un poco el hielo de un hueco, cuando repentinamente, detrás de mí, Lachenal me lanzó un grito horrible. Me di la vuelta precipitadamente y pude constatar que Lachenal había desaparecido. Un pequeño agujero redondo me llamó la atención. Desde las profundidades del hielo, una voz lejana me tranquilizó. Lejos de haber muerto, mi amigo había caído en una caverna que, en su opinión, era ideal para pasar la noche. Un salto de cuatro o cinco metros bastó para comprobar que no mentía. Caímos en una gruta espaciosa, como una habitación pequeña, y perfectamente abrigada del viento. En contraste con el exterior, la temperatura parecía casi agradable. Con un pequeño esfuerzo logramos instalarnos de manera bastante cómoda. Saqué mi saco de dormir y, al levantar la vista, comprobé que la segunda cordada, demasiado excitada sin duda ante la idea de poder abandonar por fin el infierno de nuestras tiendas aplastadas por el viento, había olvidado traer uno.

Yo me sentía transido de frío y, al contacto esponjoso del saco de plumón, noté que me recorrían el cuerpo olas de calor. Bruscamente arrebatado por un egoísmo animal, el egoísmo del hombre abrumado por el sufrimiento, me introduje prestamente en el saco. Un dulce ambiente tibio de edredón me invadió enseguida, me sumí en una voluptuosa beatitud… A mi lado, mis compañeros, apretados unos contra otros, se helaban en silencio. Felizmente, no tardé en darme cuenta de mi espantoso egoísmo y, tras una gimnasia complicada, Herzog, Lachenal y yo logramos introducir en este providencial saco la parte inferior de nuestros cuerpos.

Casi no me acuerdo de esta espantosa noche. Sé solamente que la lucha contra el frío, los calambres que me retorcían los músculos, y los accesos de altruismo que me empujaban de vez en cuando a frotar los miembros de mis compañeros, me absorbían de tal manera que me resultaba imposible pensar. ¿Para qué, de todas formas, puesto que yo sabía muy bien que solamente un buen día podía salvarnos? Pero todavía nos aferrábamos a una última esperanza. ¡Dicen que la vida está hecha de esperanzas! Había que defenderse toda la noche, hasta el día siguiente. Sólo después podíamos entregarnos a la idea de morir. También recuerdo que tras varias horas de lucha, al final el sueño y el agotamiento acabaron por vencerme y me dormí.

Cuando me desperté, estaba completamente aterido de frío. En la caverna reinaba una iluminación vaga y difusa, pero no conseguí distinguir nada con precisión. Estaba tratando de comprender qué era lo que ocurría a mi alrededor cuando, repentinamente, oí un ruido estruendoso que procedía de encima de donde nos encontrábamos. En el mismo momento sentí también el choque blando de una masa de nieve que se desplomaba encima de mí. Inmediatamente, me di cuenta de qué había ocurrido. Una avalancha había pasado por encima de nosotros y parte del techo de nuestra cueva se había hundido.

No quedamos completamente enterrados, sino solamente cubiertos de nieve. Sacudiéndonosla de encima logramos salir al aire libre y a la luz. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba parcialmente ciego[28]. También Gastón se encontraba así. Pero ahora eso no importaba. Lo que había que hacer era salir de la cueva y ver si en el exterior la tormenta había terminado. Todo nuestro material estaba esparcido por diversos puntos de la cueva y fue necesario buscarlo bajo la nieve. Gastón fue el primero que consiguió encontrar su calzado. Con ciertas dificultades, escaló enseguida los pocos metros que le separaban del exterior. Locos de esperanza, los demás le preguntamos desde abajo qué tiempo hacía. Él nos gritó que no veía nada, pero que soplaba un viento violento.

Luego encontré mis botas, pero, casi ciego, necesité de la ayuda de Lachenal para poder ponérmelas. Él estaba exageradamente nervioso y se impacientaba tanto que era un mal ayudante. Pero, haciendo mucha fuerza, al final conseguí que mis pies penetraran en aquellos instrumentos de suplicio.

Cuando emergí a la superficie, la fuerte borrasca me cortaba el rostro; el cielo me pareció gris y brumoso.

Al juzgar que el mal tiempo seguía sin abandonarnos pensé inmediatamente que estábamos perdidos, y me abandoné a una taciturna desesperación.

Debajo de mí sonaban los gritos furiosos de Lachenal y me decidí a ayudarle a salir del agujero. Como no había logrado encontrar su calzado, iba en calcetines. Apenas se encontró en el exterior empezó a aullar:

—¡Buen tiempo! ¡Hace buen tiempo! ¡Estamos salvados, estamos salvados!

Luego, moviéndose como un demente, se puso a correr hacia el fondo de la depresión en la que estaba nuestro agujero.

En medio de aquel delirio verbal, llegué sin embargo a comprender que en realidad hacía buen tiempo y que solamente la oftalmía que me aquejaba me había impedido ver que el cielo estaba azul.

En la gruta, sin perder el realismo, Herzog seguía buscando minuciosamente por toda la masa de nieve a fin de recuperar nuestro material; con ayuda de una cuerda fui sacando poco a poco dos pares de botas y varias mochilas. Ahora le tocaba el turno de salir a él. Pero, con sus pobres manos heladas, casi no podía lograrlo. A pesar de ser naturalmente fuerte y de haber adquirido una gran experiencia en este tipo de trabajo gracias al oficio de guía, no lograba izar a aquel atleta de ochenta kilos, y varias veces tuve que dejarle caer. Por fin, con un esfuerzo supremo, logré sacar su busto, y él, aferrándose a mis piernas, acabó por salir. Completamente agotado, la moral le abandonó por un instante y me dijo:

—Lionel, esto se acabó. Ya no tengo fuerzas, déjame morir.

Yo traté de reanimarle todo lo que pude y al cabo de unos momentos se recuperó. Luego fuimos a reunimos con nuestros compañeros, que se habían instalado al sol, al borde de una pendiente impracticable de más de mil metros de altura. Lachenal, completamente histérico, lanzaba gritos y hacía grandes señales hacia el campamento II que, según él, era visible al pie de la pendiente. Yo le di sus botas y sus crampones y luego traté de ponerme mi único crampón, pero, como mi vista era muy deficiente, me costó mucho tiempo. Gastón y yo tratamos de calzar a Herzog, pero, debido a nuestra ceguera, no lo logramos. Lachenal, en lugar de ayudarnos y debido a que había perdido en parte el control, no sabía hacer nada que no fuera gritar:

—¡Venga, venga! ¡Deprisa, estamos salvados!

Después de más de media hora de esfuerzos y gracias al descubrimiento de un cuchillo que nos permitió abrir un poco más los cortes que ya habíamos practicado a sus botas, Maurice quedó por fin equipado.

Para saber hacia dónde debíamos dirigirnos, pregunté a los dos cómo teníamos que ir. Lachenal dijo que hacia la derecha, y Maurice que hacia la izquierda, aunque ninguno de los dos estuviera muy seguro de lo que decía. ¿Qué debíamos hacer? A pesar del inesperado buen tiempo, ¿íbamos a vernos condenados a perecer en un punto donde ya se veía el campamento II, mientras que, desde allí, nuestros compañeros nos observaban impotentes?

Traté de hacer frente a la situación; seguíamos perdidos. Maurice y Louis estaban helados y agotados, mientras que Gastón y yo habíamos perdido la vista. En tal estado no podíamos hacer nada. Aquel buen tiempo no era más que una dolorosa prórroga.

¿Por qué, me pregunté, no ha permitido la providencia que quedemos definitivamente enterrados en la cueva?

Nuestra situación no había llegado hasta ahora a un punto comparable de intensidad dramática.

Pero, como en los guiones de cine, es precisamente éste el instante elegido por el milagro para producirse. A nuestra izquierda se oían ruidos que parecían bastante cercanos; al principio no podíamos creerlo, pero tuvimos que rendirnos ante la evidencia: llegaba el socorro esperado. A cincuenta metros de nosotros apareció Schatz, saliendo por detrás de un serac. Mirando hacia allí, distinguí vagamente la mancha que producía su cuerpo sobre la blancura de la nieve.

img-046.jpg
Ichac y Terray.

Bruscamente, comprendí que estábamos salvados. Devuelto a la vida brutalmente, me di cuenta de que llevaba varias horas sin sentir ni los pies ni las manos. ¿Qué iba a ser de mí en la tierra convertido en un tullido? ¿Qué iba a hacer si para mí nada cuenta de verdad fuera de mi oficio? Era necesario salvarme mientras hubiera todavía tiempo. Como un loco, me lancé por las huellas de Schatz, llegué al campamento IV superior y me precipité en la tienda donde Couzy acababa de prepararse. Pedí que bajaran a todos los demás, y que regresaran a buscarme en cuanto pudieran, aunque fuera al día siguiente.

Las voces del grupo que descendía empezaron a debilitarse y pronto volví a encontrarme en el opresivo silencio de las grandes altitudes.

Durante horas estuve frotando y flagelando mis manos y mis pies; pude comprobar que, afortunadamente, estaban en una situación menos grave de lo que yo temía, pues poco a poco la circulación se restableció y el blanco ligeramente verdoso que los dominaba cedió para que surgiera un saludable rosa.

El dolor que acompañó este regreso a la vida fue tan atroz que no podía impedir que me salieran sordos gemidos. Absorbido por aquellos esfuerzos, estuve tan distraído que el tiempo pasó sin que me diera cuenta. No había tenido ni un momento para pensar que me encontraba solo en una tienda perdida en la inmensidad de la montaña y que, ahora, completamente ciego, mi destino estaba entrelazado con el de los compañeros que habían prometido venir a buscarme, Bastaba que resbalaran por una pendiente o que fueran arrastrados por una de las avalanchas que oía crujir por todos lados para que, lentamente, el hambre y la sed me arrastraran a la muerte sin que yo pudiera hacer nada para huir de su abrazo.

Pero pronto oí un lejano rumor de palabras, acompañado del crujido de la nieve pisada. La voz amistosa de Schatz sonaba muy cerca:

—Tranquilo, Lionel, no te apures. Todo va bien. He venido con Ang Tharkey.

Aunque padecía de una sed dolorosa, enseguida estuve dispuesto a partir. Pero Marcel no quiso descender inmediatamente. En un rasgo heroico, quiso antes regresar a la cueva donde habíamos pasado la noche anterior, para poder recuperar la cámara y las películas que habían quedado abandonadas allí. Estuvimos esperándole largo tiempo, tanto que Ang Tharkey pudo prepararme varias ollas con nieve derretida para aplacar mi sed. Sólo me quedaba un pensamiento angustioso: ¿y si Schatz se hubiera hundido en una cueva o grieta oculta?

Pero, por fin, regresó, contentísimo porque había recuperado parte de las películas. Inmediatamente empezamos el descenso.

Habíamos vuelto a tropezar con la increíble suerte que nos había llevado hasta la victoria. Todavía en varias ocasiones íbamos a correr el riesgo de que nos diera la espalda, pero no volvió a fallar. El hecho de haber podido batirnos en retirada por aquella pendiente en la que una espesa capa de nieve se resquebrajaba por todas partes en sucesivas avalanchas, no es el menor de los milagros ocurridos en esta aventura…

La tienda del campamento IV había sido, de hecho, arrancada por la nieve precisamente cuando dos sherpas acababan de salir de ella. Herzog se vio arrastrado por otra avalancha con Aïla y Panzy, pero luego su caída fue frenada al hundirse un puente de nieve que le precipitó varios metros hasta una cornisa donde pudo detener la caída de los sherpas que, a su vez, hicieron de contrapeso para impedir que él se aplastara en el abismo…

El sueño que habíamos vivido se disipó poco a poco. En una espantosa mezcla de dolor y alegría, heroísmo y bajeza, de sol y barro, de grandeza y mezquindad, lentamente volvimos a bajar a la tierra.

Pasaron los días y llegamos a la primera carretera y al primer camión. Aplastado por la tristeza, comprendí en aquel momento que habíamos dado vuelta a una página. Había que volver a enfrentarse al mundo. La gran aventura había terminado.

En el epílogo de su libro sobre la aventura del Annapurna, Maurice Herzog supo expresar en pocas frases el alcance y el sentido más profundo de aquella aventura:

«Siempre se habla del ideal como de un objetivo al que se tiende pero que no se alcanza nunca.

»El Annapurna, para nosotros, es un ideal realizado. En nuestra juventud, los relatos imaginarios que suelen ofrecerse como pasto a la imaginación de los niños, no nos confundían. La montaña ha sido para nosotros una pista natural en la que, jugando en las fronteras entre la vida y la muerte, hemos encontrado la libertad que oscuramente buscábamos y que necesitábamos tanto como el pan. La montaña nos ha entregado sus bellezas, que hemos admirado como niños ingenuos, y que hemos respetado al igual que el monje respeta la idea de Dios.

»El Annapurna, una cumbre a la que habríamos ido sin un céntimo, es un tesoro sobre el que crecerá nuestra vida. Con esta realización, damos vuelta a una página… Empieza una nueva vida. Hay otros Annapurnas en la vida de los hombres».

Desde el momento en que, el 3 de junio de 1950, la pirámide de los esfuerzos de todo el equipo consiguió elevarse casi al objetivo ideal que nos habíamos fijado, han transcurrido once años; hoy, me vuelvo hacia el pasado y me hago una pregunta: ¿ha encontrado cada uno de nosotros otro Annapurna…?

Al regresar, Herzog quedó marcado por una terrible invalidez y una salud destrozada, y podía temerse que se convirtiera para siempre en un ser disminuido en todos los aspectos, en una borrosa sombra del atleta dinámico y del brillante intelectual que había sido.

Sin embargo, logró superar todas las pruebas y lanzarse en pos de las más difíciles conquistas. Ya nunca pudo practicar el alpinismo en condiciones normales, pero supo dirigir hacia otros campos de acción su necesidad de emprender y crear.

Una innata facultad para moverse entre las emboscadas del mundo de los hombres le ha permitido no sólo acceder al rango de director de industria para el que se había formado, sino convertirse en presidente del Club Alpino Francés, con iniciativas de gran alcance, y, en último lugar, en renovador de las instituciones nacionales que dirigen la juventud y los deportes.

Por el contrario, Lachenal, alcanzado por un destino trágico, desapareció de este mundo sin haber encontrado otros Annapurnas; pero, ¿los hubiera podido encontrar?

Tras haber padecido, con un valor asombroso, unas dieciséis intervenciones quirúrgicas, al cabo de cinco años de esfuerzos y de sufrimientos había logrado recuperar unas condiciones físicas perfectamente suficientes para proseguir con éxito la práctica de su oficio: instructor de montaña. Pero, aunque seguía siendo capaz, ya no era el virtuoso genial que habíamos conocido. Esta reducción de sus posibilidades le afectó profundamente, hasta el punto que incluso su carácter cambió.

Él, que por un privilegio de la suerte se había librado de la pesadez y la torpeza general entre los hombres, se sentía atrapado en una jaula de plomo. Con esa sensación de peso, el alpinismo ya no le aportaba la alegría de encontrar una cuarta dimensión, la celestial ligereza que a veces da la escalada cuando quien la practica lucha en la frontera de lo imposible. Y por ello trató desesperadamente de encontrar esta misma sensación en otras actividades. Pronto se hizo legendaria su forma de conducir. Como todas las leyendas, ésta ha sido deformada y exagerada. De todas formas, Lachenal, hombre dotado de una destreza, sangre fría y audacia verdaderamente excepcionales, realizaba cada día asombrosas hazañas con su automóvil. En cuanto se encontraba al volante de un coche, fuera cual fuese, entraba en algo parecido a un estado diferente al normal y apretaba el motor hasta el límite de sus posibilidades.

He ido en coche con muchos conductores con fama de virtuosos. Pero si algunos me han parecido que conducían con mayor sabiduría, ninguno puede compararse a Lachenal por su audacia y destreza.

Su regla de conductor parecía ser la de llegar hasta el último extremo de lo técnicamente realizable. Con tales métodos, se exponía inevitablemente casi cada día a riesgos mortales. Todavía me parece casi milagroso que lograra desafiar de aquella forma las leyes de la probabilidad durante más de cuatro años.

Muchos han criticado, no sin razón, este comportamiento, pero quienes creyeron ver en esto algo semejante a cierto exhibicionismo, el gusto por asombrar que suele ser el verdadero motivo de las hazañas realizadas al volante, son espíritus limitados a juicios superficiales. Esta pasión por la velocidad en Lachenal era algo mucho más profundo y nada parecido a una pueril vanidad. Era una necesidad imperiosa que le arrastraba y que necesitaba como una droga. Muchas veces le vi salir al volante de su Dyna y, cuando le preguntaba adónde iba, me contestaba:

—A ningún lado, voy a conducir.

Nadie ha llegado nunca a conocer todas las hazañas que realizó por el mero placer de vivirlas.

Algunos han escrito que para él los coches eran una forma de desviar el «furor de vivir» que «ardía» en él. Este juicio es en parte acertado. Sin embargo, para mí, que le conocí mejor que nadie, la palabra «furor» es demasiado fuerte. Es cierto que en Lachenal hervía una vitalidad totalmente excepcional y que, en algunos casos, esta vitalidad brotaba con la potencia de un torrente bajando por la montaña. Pero no era uno de esos seres frenéticos que no conocen el reposo; por el contrario, lo más corriente era que se mostrara jovial y pacífico, muy sensible a los encantos de la vida y a la poesía de las cosas.

Lo que inconscientemente buscaba en la embriaguez que le proporcionaba la velocidad era escapar por un instante al peso de la condición humana que le apretaba y le mantenía encerrado como una pesada armadura. Él, que había sabido burlarse de los abismos con la ligereza de un pájaro, sufría enormemente al verse reducido al estado de animal pesado y torpe, al estado de hombre. Al volante de su automóvil, aunque sólo fuera por unos instantes, sentía la ilusión de recuperar la gracia celestial.

Verdadero genio del alpinismo, Lachenal había hallado en las cimas el medio de emplear por completo las excepcionales cualidades físicas y morales con que la naturaleza le había dotado. Pero fuera de las montañas, como un águila con las alas cortadas, se convertía en un ser mal adaptado a la mediocridad del mundo de abajo.

Adornado con múltiples dones, sabía hacerlo todo, pero, a excepción de la del alpinismo, no dominaba por completo técnica alguna. Inteligente, no era bastante instruido para ser un intelectual; extremadamente hábil con sus manos, era a la vez zapatero, sastre, carpintero, mecánico, arquitecto y albañil, sin ser por ello un buen artesano.

Pero como no estaba preparado para afrontar batallas que no fueran las del alpinismo, le resultaba difícil encontrar un camino en el que, de nuevo, pudiera expansionarse su personalidad. Era algo que sentía confusamente y le producía una cierta amargura que se expresaba en la causticidad mordiente de sus frases y que trataba de apaciguar en las excentricidades de su comportamiento.

Sin embargo, con el paso de los años, la prudencia y la sabiduría se iban acercando. Cada vez conducía menos deprisa y se podía pensar que, como otros, se había resignado a no ser más que un hombre. Poco a poco, el buen padre de familia que no dejó nunca de ser lograba aplastar a «la pantera de las nieves» que había en su interior. Todo permitía creer que acabaría como un pacífico burgués, rodeado de afecto y respeto.

Pero el destino no quiso que el que había consagrado su vida a la montaña terminara sus días mediocremente, pisando el suelo de los demás hombres. Una mañana de otoño en la que soplaba un aire fresco y el sol lucía intensamente, se sintió irresistiblemente atraído por el viento de las cimas. Como en los grandes días, dejó atrás a los seres y las cosas y, con un amigo al que arrancó a la fuerza de las cálidas sábanas, subió a lo alto. Cuando, encontrándose en un glaciar en el que cada año se deslizan miles de esquiadores, se abandonó a la borrachera de bailar sobre la nieve envuelto en brillantes torbellinos de polvo blanco, se abrieron los labios de una grieta oculta. En un instante, aquel hombre que parecía invulnerable por haber desafiado impunemente a la muerte, ya no era más que una masa de carne y huesos, una masa inerte y rota.

En el modesto boletín de una sección del Club Alpino he escrito algunas páginas en memoria de mi amigo. Aunque he repetido muchas cosas que ya se habían mencionado en esta obra, me permito reproducirlas aquí, pues me parecen resumir bastante bien lo que fue su vida de alpinista.

«¿Cómo evocar con palabras su mirada penetrante, impregnada de la más dura franqueza, pero que iluminaba en cualquier instante la llama, algunas veces un poco maliciosa, de una alegría radiante?

»¿Cómo revivir con bolígrafo y papel lo que fue la vida misma, todo el dinamismo que desbordaba, su entusiasmo y su pasión?

»Lachenal nació en Annecy, donde pasó una juventud bastante desordenada, pero durante la cual manifestó su profunda inteligencia, ese sutil sentido del humor, ese espíritu inventivo y ese gusto apasionado por los ejercicios físicos, que fueron los trazos dominantes de su carácter.

»Desde su más tierna edad, quedó atraído por el alpinismo y, desde sus comienzos, dio pruebas de tener para ello una disposición excepcional.

»En 1941, se comprometió con la organización Jeunesse et Montagne (Juventud y Montaña), donde pronto se convirtió en monitor de esquí y de alpinismo. Después de la liberación, se hizo guía y monitor en el valle de Chamonix, y fue entonces cuando nos encontramos.

»Atraídos el uno hacia el otro por nuestra pasión común por los grandes recorridos, formamos enseguida una cordada excepcionalmente unida. Desde entonces, durante cinco veranos, cada vez que nuestro oficio de guía de montaña nos dejaba algunos momentos de respiro, y a pesar del gran cansancio que sentíamos por haber realizado cuatro o cinco recorridos seguidos, nos encontrábamos para intentar juntos una escalada de gran envergadura.

»La lista de conquistas de nuestra cordada es demasiado larga para ser enumerada. Las más importantes son: la cuarta ascensión del espolón norte de las Droites, la cuarta del espolón norte de la punta Walker de las Grandes Jorasses, la segunda de la cara norte del Eiger, la séptima de la cara noreste del Badile. Aunque Lachenal hizo la mayoría de sus grandes ascensiones conmigo, también realizó algunas con otros compañeros y, también a veces, con clientes. De ese modo hizo la notable tercera de la cara norte del Triolet con A. Contamine. Lachenal es de lejos el alpinista con más talento que he conocido nunca y me atrevo a decir que, a la vista de su carrera, había sido tocado por el ala de un genio. Si algunos han podido igualar e incluso mejorar su habilidad para la alta dificultad rocosa y, más difícilmente, la alta dificultad glaciar, nadie como él ha sabido destacar en el complejo conjunto de todas las dificultades rocosas y glaciares que constituyen el terreno de la alta montaña, principalmente la de las grandes caras norte.

»Este excepcional virtuosismo se ha manifestado no solamente en importantes conquistas, sino también en los horarios fabulosamente rápidos en los que Lachenal realizaba todas sus ascensiones. Durante páginas enteras podría citar los recorridos que efectuó en tiempos dos o tres veces inferiores a los realizados antes. Los más asombrosos son: el Badile, escalado en siete horas y media, mientras las seis ascensiones precedentes habían necesitado ¡más de diecinueve horas! La cara norte directa de l’Aiguille du Midi, que hizo en cinco horas y media desde la estación de los Glaciares hasta la misma cumbre, y donde a medio recorrido, literalmente asfixiado, tuve que detenerme media hora para comer y recuperarme. Finalmente, con André Contamine, esta extraordinaria doble ascensión en una sola mañana del Diente del Caïman por la arista este y del Diente del Cocodrilo por la arista este, hazaña casi impensable, que sin embargo no impidió a los escaladores estar de vuelta en Montenvers al principio del mediodía[29].

»Sobre todo, no creáis que Lachenal realizaba récords porque le animara un gusto fanático por el alto rendimiento. Nada sería más inexacto. Lachenal batía sus récords naturalmente, pero casi a su pesar. Los batía porque su agilidad era tal que escalaba como un relámpago, porque manejaba la cuerda con mayor seguridad y precisión que nadie y porque tenía sobre sus compañeros una especie de poder magnético que les invitaba a superarse. Pero sobre todo realizaba récords porque le gustaba por encima de todo esta impresión creciente de desmaterialización, de liberación de la fuerza de la gravedad que procura el alpinismo cuando se domina perfectamente la técnica; porque le gustaban hasta la obsesión las cosas perfectas, impecables, sin errores, y para que un recorrido sea así, hace falta que sea realizado en el mínimo de tiempo.

»El hecho de que Lachenal no haya hecho nunca, en toda su carrera, una sola primera es posiblemente característico de su concepción del alpinismo. Las ascensiones que prefería eran las de gran amplitud, aunque fueran clásicas, pues, más que las escaladas de gran dificultad, los grandes recorridos le permitían encontrar lo que buscaba en la montaña: la grandeza, la perfección estética y técnica y, finalmente, la superación de sí mismo.

»En 1950, Lachenal fue seleccionado para la expedición francesa al Annapurna. Perteneció a la cordada de cumbre. Descendió amparado por la gloria fugitiva del deporte, pero condenado a la pérdida de una parte de sus medios físicos.

»La valentía de la que daba pruebas para vencer sus enfermedades está por encima de todo elogio. Aceptó todas las intervenciones quirúrgicas y fue sometido a la más dura rehabilitación. Parecía que después de cinco años de esfuerzos había superado la pendiente. Se podía creer que, a pesar de sus pies amputados, podría, como antes, surcar las más grandes paredes, pero la montaña no ha querido que el que había sido su maestro indiscutible pudiese afrontarla, sin dominarla completamente».

Como había escrito Maurice Herzog: «El recuerdo de sus hazañas quedará en la memoria, pero también permanecerán sus grandes risas, su alegría en la acción y la simpatía directa que irradiaba su persona».

Nuestro veterano Marcel Ichac ha sabido continuar brillantemente su destino de fotógrafo de la montaña y la naturaleza. La película que trajo de regreso de nuestra aventura en el Himalaya, aunque por fuerza incompleta, contenía imágenes admirables que, presentadas en el curso de conferencias y, posteriormente, en la distribución de cine comercial, tuvieron millones de espectadores.

Al lado del libro de Herzog, esta película permitió que el gran alpinismo fuera conocido por unas capas muy amplias de la población, y también en cierta medida contribuyó a que fuera comprendido. Gracias a estas dos obras fue posible reunir el capital necesario para la realización de otras expediciones francesas al Himalaya y a los Andes; de este modo, nuestra obra pudo dar frutos, pues otros alpinistas pudieron vivir, allende los mares, sus sueños de juventud.

Después de algunos años dedicados a empresas menores, en 1958, asumiendo riesgos enormes en todos los terrenos, Ichac se lanzó a la realización de una obra magistral, cuya concepción misma era ya de una audacia extraordinaria.

Por vez primera en la historia del cine, se dispuso a rodar una película de largometraje en la que la montaña no era simplemente un telón de fondo ni tampoco el alpinismo una actividad folclórica convencional. Esta vez, más allá de la belleza de las imágenes y de un apasionante relato de aventuras que servía de base, el alpinismo en sí era el verdadero tema de la obra. Fue el film Les Étoiles de Midi (Las estrellas de mediodía), que quizá hayan podido ver muchos lectores.

Yo tuve la suerte de ser el principal colaborador de Ichac en el curso de esta realización. Efectivamente, no sólo interpreté el papel de protagonista, sino que además participé en la elección de los principales puntos de rodaje, dirigí a todo el equipo de guías y porteadores, y sincronicé sus movimientos, que a veces eran muy complejos. Además, en cierta medida, participé en la creación del guion y la redacción de los diálogos. Estoy en consecuencia bien situado para juzgar las dificultades y problemas planteados por la realización de esta película.

El presupuesto de que disponíamos era al menos dos veces inferior al que se considera normal para la producción de un tostón corriente. En estas condiciones de inferioridad, realizar una película tan ambiciosa se convirtió en una aventura extraordinaria y, casi hasta el último día, nunca estuvimos seguros de poder escapar al fracaso. El hecho de haber logrado superar unas dificultades materiales tan graves creo que hace más importante incluso el éxito de Ichac.

Es cierto que la película tiene puntos flojos bastante graves, pero las críticas elogiosas que obtuvo en la prensa más severa, y sobre todo la considerable afluencia de espectadores en algunas regiones, muestran que alcanzó de largo lo que se había propuesto. Para Ichac fue un triunfo maravilloso que sólo pudo conseguirse gracias a un febril trabajo y a la aceptación de enormes riesgos. Verdaderamente, con esta película, Ichac, que había merecido el nombre de «cineasta de la montaña», había encontrado otro Annapurna.

Oudot, nuestro heroico médico, también conoció un destino fuera de lo corriente; desgraciadamente, una muerte trágica vino a frenar su ascensión, antes de que alcanzara la cumbre que se había fijado. Se convirtió en un médico de gran experiencia, y además llevó a cabo sabias investigaciones en los campos de la cirugía cardíaca y vascular. Estaba considerado como uno de los mejores médicos franceses en esta especialidad, y algunos de sus trabajos contribuyeron en gran medida al progreso de la ciencia.

Acababa de triunfar brillantemente en el difícil combate por la plaza de cirujano de los hospitales de París, que abre la posibilidad de llegar al puesto de catedrático, que él ambicionaba, cuando un día yendo a Chamonix, donde solía acudir regularmente para relajar sus nervios pasando unas horas en la montaña, su automóvil patinó en la carretera mojada, quedó atravesado y chocó contra un coche que se acercaba en dirección contraria. Fue un accidente espantoso en el que hubo varios muertos y heridos graves. Algunas horas después, tras una terrible agonía, Jacques expiró. La cirugía y el alpinismo franceses acababan de perder a una de sus más destacadas figuras.

De todos los miembros del equipo, creo que quien logró un éxito más notable fue, sin duda, Rébuffat.

Nacido en una familia burguesa poco acomodada, las circunstancias familiares le obligaron a dejar los estudios al concluir los cursos elementales.

Ni la fortuna ni la educación le habían favorecido, y tampoco parecía que la naturaleza le hubiera dotado ventajosamente. Cuando lo conocí, a los veinte años, era un joven desgarbado, tímido, disciplinado, afable y un poco apagado. Parecía ser el tipo cabal de francés medio, al que la naturaleza no ha dotado de ninguna cualidad notable ni afligido con ningún defecto señalado. Solamente las ambiciones alpinas que manifestaba en frases aparentemente delirantes podían dejar entrever que su destino no sería el de un clásico empleado de oficina, profesión en la que había empezado a trabajar, o quizá el de monitor de educación física, puesto que ambicionaba. Por esta razón acudía a nuestros cursos nocturnos.

Bajo este aspecto exterior poco brillante, que acentuaba una característica despreocupación en sus ademanes, Rébuffat ocultaba una voluntad tan tenaz como la de una hormiga, un espíritu de decisión digno de Napoleón y una inteligencia intuitiva de una visión extraordinariamente exacta. Estas cualidades, puestas al servicio de un gran entusiasmo por el alpinismo, y a pesar de lo limitadas que eran sus fuerzas físicas, le permitieron convertirse en un excepcional escalador y en el guía más importante de su época.

En efecto, por asombroso que parezca, el gran alpinismo exige más fuerzas morales que cualidades físicas, y, si se estudia objetivamente su historia, debe constatarse que los alpinistas que más lejos han llegado en el ejercicio de su arte raramente poseían dones naturales que les predispusieran a realizar tan señaladas marcas. Por el contrario, numerosos atletas que parecían nacidos para las más difíciles escaladas, que se encontraban cómodos tanto en la roca como en el hielo, jamás lograron ser otra cosa que brillantes demostradores de paredes de entrenamiento.

Ciertamente, el éxito en un deporte atlético, aunque sea técnicamente muy simple, requiere siempre, además de dotes físicas, serias cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, lo físico conserva un papel preponderante, hasta el punto de que no existen, probablemente, ejemplos de que un muchacho haya conseguido convertirse en un gran campeón sin poseer, al comienzo, aptitudes particulares de rara calidad.

El predominio de lo psíquico sobre el físico: ¿no es la particularidad esencial que distingue el alpinismo de dificultad de los otros deportes atléticos y le confiere un valor espiritual que lo eleva por encima de un simple ejercicio de circo?

Un año después de la conquista del Annapurna, Rébuffat logró realizar una de las temporadas más notables de la historia del alpinismo, posiblemente la mejor. Había tenido la suerte de encontrar al cliente perfecto, al hombre capaz de triunfar en las escaladas más difíciles, y aquel año logró realizar una nueva ascensión del espolón norte de la punta Walker (convirtiéndose en el primero en haber escalado dos veces esa famosa muralla y en el único guía que, hasta hoy, la ha realizado a título profesional), y al cabo de algunas semanas, pese a una violenta tempestad que hizo que la escalada resultara dramática, logró llevar a buen término la séptima ascensión de la cara norte del Eiger.

Este doble éxito convirtió a Paul Habran y a él en los primeros que lograron triunfar en el curso de una sola temporada en las dos escaladas más importantes de los Alpes.

Después de estas sensacionales hazañas podía pensarse que Rébuffat iba a dedicarse a atacar los últimos grandes problemas de los Alpes para luego pasar a ultramar en busca de cumbres de una envergadura superior y de empresas a la escala de los principales escaladores modernos… Sin embargo, no fue así, y sus éxitos del año 1951 fueron prácticamente su canto del cisne.

Marido ejemplar y buen padre de familia, dio súbitamente a su vida una nueva orientación, sin duda por razones familiares.

Renunciando a las ascensiones de gran envergadura, se limitó, a partir de entonces, a un alpinismo profesional clásico, practicándolo, además, sólo de un modo muy episódico. A partir de entonces iba a dirigir su dinamismo laborioso y metódico, que le había llevado a tan hermosos éxitos alpinos, hacia otras actividades.

Dando prueba de una asombrosa capacidad de trabajo, Gastón logró practicar a la vez varias profesiones muy diferentes, y a pesar de la desventaja que suponía una falta casi completa de preparación, consiguió en todos los terrenos notables éxitos. Simultáneamente, se convirtió en animador del servicio comercial de una importante industria, autor de libros sobre temas de alpinismo de estilo erudito e inspiración poética y que además lograron cifras de venta impresionantes, fotógrafo de gran talento cuyas colecciones, con un elevado sentido del gusto, muestran un notable sentido de lo espectacular, hábil empresario y aplaudido conferenciante, y, por fin, realizador de películas llenas de cualidades prometedoras.

¿No es el éxito familiar y social la verdadera cumbre hacia la que debe tender el hombre maduro, que se haya desprendido de los sueños y tópicos de la juventud? Consiguiéndolo a fuerza de brazos, Rébuffat ha logrado sin duda la más notable de sus victorias.

Francis de Noyelle, el joven diplomático que se nos unió como intérprete y jefe de transportes, ocupaba una posición algo aparte en el equipo.

Pero, como era un magnífico compañero, abierto e impulsivo, se integró perfectamente y era muy apreciado por todos; sin embargo, aunque realizó varias ascensiones fáciles, no era propiamente hablando un alpinista, y aunque amaba la montaña y los viajes, su corazón no estaba torturado por la pasión de la aventura y el heroísmo.

Hijo de embajador, bien iniciado ya, por su parte, en una carrera donde las tradiciones son una fuerza que atenaza la fantasía, la estructura en la que prosiguió su existencia no era demasiado favorable a lo excepcional.

De hecho, llevó una vida muy llena y sin duda apasionante desde muchos puntos de vista, y continuó regularmente el camino que había elegido. Fue visitando el mundo de puesto en puesto, y poco a poco ha subido los peldaños de la escalera que pronto le llevará a desempeñar importantes papeles.

Schatz, nuestro sastre-físico, ha tenido una existencia a la vez brillante y original. Antes de cumplirse el año del regreso de la expedición, se casó y renunció a la práctica continuada del alpinismo; durante varios años se consagró casi enteramente a la dirección de su tienda, a la que logró dar una notable expansión. Las apariencias hacían pensar que su vida terminaría siendo la de un comerciante próspero y pacífico, pero, cuando ya tenía más de treinta años, sintió repentinamente nostalgia por una vida menos materialista y entró en la universidad. Gran parte de los negocios fue llevada por su mujer, y él, trabajando mucho, logró alcanzar rápidamente un grado de conocimiento tan importante que logró entrar en un equipo de investigaciones físicas y participar en los trabajos de puesta a punto de la primera bomba atómica francesa.

Couzy también conoció un destino poco frecuente; pero, contra lo que podían presagiar su talento y esfuerzo intelectuales, no lo alcanzó por la vía oscura y misteriosa que lleva a las cumbres del pensamiento matemático, sino por el duro camino soleado que conduce a las más altas y difíciles montañas del mundo.

Cuando, una limpia mañana de noviembre de 1958, mientras escalaba una pared virgen del Roc des Bergers, una piedra aislada que le esperaba desde la eternidad puso fin a su vida ardiente, tenía a sus espaldas una de las carreras de alpinista más magníficas de todos los tiempos.

Aparentemente, nada destinaba a Couzy a tal gloria alpina. Era un hombre ponderado, amable y conciso, así como un brillante intelectual de amplia cultura, tan apasionado por la metafísica y las artes como por la investigación científica. Se graduó en la Escuela Politécnica y posteriormente en la Escuela Superior de Aeronáutica, ocupando luego un puesto importante en la aviación militar.

Estaba casado con una mujer encantadora a la que adoraba, y era padre de cuatro niños por los que sentía gran afecto.

En su existencia parecían reunirse todos los factores para que, tras los excesos de vitalidad de la juventud, una vez agotados en las inútiles conquistas de roca y de hielo, encontrase en las realizaciones más positivas, hacia las que los privilegios de la inteligencia y la buena fortuna que la vida parecía haberle deparado, el medio de sofocar su necesidad de acción y su atracción por la grandeza.

Pero Jean no estaba hecho para las luchas del mundo de los hombres; alma idealista, absolutamente atormentada, era una especie de santo.

Fuese la que fuese la nobleza de la finalidad perseguida, las batallas de la vida no podían ganarse sin astucia y sin un mezquino rodeo. Couzy era lo contrario de un Lorenzaccio[30], era un corazón puro, que sólo sabía caminar directo a su fin.

Puede ser que hubiera podido convertirse en un gran investigador. ¿No había sido admitido en la Escuela Normal Superior? Pero la vida sedentaria de los laboratorios le repelía; parecido a los caballeros de leyenda, además de la obsesión por un ideal, llevaba dentro de él una intensa necesidad de acción física. Como escribió perfectamente su amigo Schatz, el alpinismo le permitió «encontrar el medio de expresión original y exaltadora de la riqueza que llevaba dentro».

Producto de la casualidad, su situación le dejaba más tiempo libre que al resto de los mortales, y sobre todo la rarísima posibilidad de organizarlo a su manera. Esta circunstancia especial jugó, evidentemente, un papel importante en la evolución de su carrera como alpinista. ¿Pero en qué medida fue producto de la casualidad? A pesar del interés indiscutible que tenía por la aviación, no es imposible pensar que Jean escogiese la aeronáutica militar porque sabía que allí encontraría una libertad excepcional, y es cierto que, acto seguido, con la finalidad de conservarla, renunciase voluntariamente a puestos más lucrativos que le ofrecía la industria privada.

Utilizando esta libertad al máximo, a lo largo de aproximadamente quince años de vida alpina, Jean dio pruebas de una actividad asombrosa. El enorme porcentaje de sus brillantes conquistas muestra, con la claridad de un gráfico, que más allá de la suerte forja el éxito una voluntad inflexible.

A pesar de que su aspecto no lo denotaba, Couzy tenía una gran resistencia, una fuerza muscular excepcional y era un notable atleta; por otro lado, su salud de hierro y un aparato digestivo digno de un avestruz eran unos magníficos dones para las grandes escaladas. En contrapartida, una cierta falta de destreza natural supuso una desventaja seria en sus comienzos, y en el terreno medio, en el que no hay inteligencia ni técnica que puedan sustituir con pleno éxito al sentido innato del movimiento corporal, siempre fue lento y no se sintió a gusto.

Esta falta de agilidad instintiva no le impidió enfrentarse con éxito a las dificultades más grandes; con método, reflexión, disciplina y entrenamiento, logró subsanar totalmente su falta de dotes, y sobre todo en roca llegó a convertirse en un maestro.

Para poder llegar a ser un escalador excepcional y mantenerse a esa altura, Jean aceptó todos los sacrificios y esfuerzos que exige el entrenamiento de un atleta de competición. Casi todos los días practicaba una gimnasia preparatoria y se prohibió todos los excesos; estaba convencido de que todo oficio se aprende practicándolo, y por ello, en todas las estaciones y fuera cual fuese el clima, no dejó pasar ni un domingo sin dedicar al menos algunas horas a entrenarse en las rocas de Fontainebleau o del Saussois. Como a muchos otros, estas escaladas gimnásticas le apasionaban, aunque para él no fueron nunca un fin en sí mismas. Estaba orgulloso de ser uno de los mejores acróbatas de esas dos zonas de escalada, pero cuando el servicio meteorológico anunciaba buen tiempo para el fin de semana, en cuanto podía disponer de algunos días, se dirigía hacia los Alpes o los Pirineos, tomando a veces un avión de su club para llegar antes al pie de las montañas. El número de ascensiones importantes que realizó de esta forma, en viajes de dos o tres días desde París, es muy importante. Gracias a estas escaladas de fin de semana logro reunir en menos de quince años «el palmarés más variado y completo que haya conseguido jamás ningún alpinista».

Gracias a su actividad y a su entusiasmo incansables, «superó las paredes más verticales de los Dolomitas, desde la Marmolada hasta la Cima Oeste de Lavaredo, las más duras caras rocosas del Mont Blanc, desde la Noire de Peuterey hasta las Jorasses», y las paredes glaciares más difíciles, desde el Triolet hasta el Dent d’Herens.

Pero si Couzy merecía ser considerado como un gran alpinista por la cantidad y calidad de las escaladas de gran categoría que emprendió con éxito, logró además elevarse al rango de los más ilustres gracias a otra faceta, la de «creador de nuevas vías y nuevas empresas». Junto a su compañero de cordada René Desmaison, fue uno de los últimos grandes conquistadores de los Alpes.

img-047.jpg
René Desmaison.

Desdeñando las pequeñas minucias sobre las que se apoya una mediocre vanidad que busca una gloria sin gastar mucho, supo escoger los últimos problemas que, por su elegancia y su amplitud, se parecían a las realizaciones de sus mayores o las mejoraban.

Entre una decena de conquistas alpinas importantes, sólo citaría las que me parecen más importantes: la directa de la cara noroeste del Olan y esa asombrosa primera invernal de la cara oeste de los Drus, que marcaría el comienzo de una nueva era en esta forma extrema del alpinismo.

Pero, con los progresos del material y de la técnica, las montañas de Europa se estaban convirtiendo en un terreno de juego muy reducido para un hombre que reunía, además de la fuerza y la técnica, una inteligencia creativa y una determinación inflexible; sólo las grandes cimas del mundo podían permitirle tomar conciencia de su auténtica capacidad.

Mientras que era todavía demasiado joven para tener un papel decisivo en la conquista del Annapurna, fue en cambio el elemento más dinámico y eficaz de la expedición que, en 1954, abrió la ruta del Makalu y venció el Chomo Lönzo (7796 metros), y también, al año siguiente, cuando se realizó la escalada de 8490 metros del propio Makalu.

Yo tuve la suerte de ser casi constantemente compañero de cordada de Jean en el curso de estas dos aventuras en la cordillera del Himalaya. Fue durante estos meses de vida dura y fraternal cuando aprendí a conocer y querer a este hombre.

En aquellas montañas lejanas en las que el hombre jamás podrá sentirse dueño y señor, no hay lugar para la emoción algo vanidosa de las hazañas técnicas, y el escalador, libre de ese aguijoneo, tiene que enfrentarse durante semanas y meses al aislamiento, al aire enrarecido, al frío y al viento. En este austero esfuerzo se tiene que quitar forzosamente la máscara y sus limitaciones más profundas aparecen a la luz del día.

En esos lugares elevados comprendí que Jean era un héroe de lo inútil que, por fin, había encontrado un campo de acción que estaba a su altura.

Schatz, en el inteligente artículo lleno de sensibilidad que escribió en memoria de nuestro compañero, cita como ejemplo «que ilustra los mejores aspectos de su personalidad» un acontecimiento del que fui testigo: el asalto final al Chomo Lönzo.

Cuando recuerdo aquella terrible jornada pienso, como él, que, más aun que en las paredes de los Alpes, es en ese «último combate» donde supo revelar plenamente su excepcional carácter. Es con sus líneas con las que quiero cerrar este breve retrato.

Pero antes deseo añadir algunos detalles que me parece que refuerzan el valor e importancia de esta hazaña. Durante toda la noche anterior al asalto final nos habíamos enfrentado a la tormenta de viento más violenta de cuantas he visto en el Himalaya. Durante horas estuvimos viviendo angustiados con el temor de que nuestra tienda se rasgara. De hecho, algunas costuras llegaron a abrirse bajo los golpes bruscos y violentos de las borrascas. Al amanecer el termómetro marcaba 27 grados bajo cero dentro de la tienda. El viento había amainado un poco, pero las ráfagas, que iban a más de 150 kilómetros por hora, nos tiraban a veces al suelo como si fuéramos ramas secas.

Las condiciones psicológicas no eran tampoco favorables. Lejos de desear esta conquista, yo no pensaba más que en poder huir lo más rápidamente posible de aquel mundo inhumano, y sólo el magnético dinamismo de Jean, al paralizar mi voluntad, pudo forzarme a seguirle «como un condenado al que se lleva al suplicio». Los sherpas, al ver que nos preparábamos, tenían los ojos llenos de lágrimas, pues creían que nunca volverían a vernos…

«Lionel está de acuerdo en que se atribuya a Jean la inspirada iniciativa de esta incursión por el Asia central. Su salida de reconocimiento al Makalu concluía en la casi certidumbre de una victoria al verano siguiente, pero para Jean aquello era como volver con el morral vacío.

»Ahora bien, al otro lado de la arista, cinco kilómetros después de la meseta glaciar, tenían enfrente un gigante de hielo, el Chomo Lönzo, de 7796 metros. Jean no soportaba la idea de replegarse sin llevarse este trofeo, y no hubo nunca una cumbre del Himalaya que fuera conquistada tan deprisa, con tanta seguridad ni con tanta elegancia como aquel gigante que cayó una mañana ante sus pasos.

»¡Cómo llameaban los ojos de Jean cuando me contó esta aventura y me mostró las fotos…! ¡Y qué modestia cuando precisaba que el tiempo fue muy bueno, que la nieve estaba bien y que bastaba con querer hacerlo!

»¡Qué grandeza al reducirlo todo a unos datos sencillos y controlables y suprimir todo énfasis, al buscar excusas para la feliz inspiración que le había impelido!

»Jean era puro. Éste era el secreto de su comportamiento en la montaña ante el peligro —jamás se vio turbado por ningún miedo físico, siempre se comportaba como si, tras haberlo sopesado todo, hubiera decidido actuar— y, sin duda, el sencillo secreto de toda su vida».