La segunda ascensión de la cara norte del Eiger fue el punto culminante de mi carrera en los Alpes. A partir de ese momento dejé de dar tanta importancia como antes a mis actividades de alpinista aficionado y me consagré principalmente a mi oficio de guía, esforzándome por practicarlo en los macizos más diversos y por las vías de máxima dificultad. Sólo posteriormente tuve oportunidad de poder reanudar una actividad muy importante como aficionado, cuando participé en un total de ocho expediciones fuera del continente europeo, durante las cuales logré culminar numerosísimas ascensiones de gran envergadura en el Himalaya y los Andes.
Aunque en menor grado, Lachenal me imitó en esto.
A pesar de la faceta fabulosa que le otorgan sus apariencias funambulescas y su carácter a veces heroico, el alpinismo no escapa a las leyes comunes del deporte.
Quien, bien dotado por la naturaleza, recorre la montaña desde su infancia, realiza centenares de ascensiones, franquea innumerables obstáculos, va adquiriendo paulatinamente un pie más seguro, unos dedos más fuertes, nervios más sólidos, un cuerpo más robusto, una técnica más refinada. De este modo puede alcanzar un dominio y una experiencia tales que, incluso en ascensiones de la mayor dificultad, domina la situación hasta el punto de no correr ya riesgos muy importantes y conservar siempre una amplia reserva de fuerza y de energía. Las montañas, que antaño le parecían un mundo lleno de misterios y emboscadas, se le hacen familiares y amables. Las paredes que, ayer, reclamaban todo su valor y toda su energía, sólo le ofrecen ya una agradable gimnasia. De este modo, al escalar por primera vez en mi vida la Verte por la vía más clásica, tuve más dificultades y corrí mayores peligros que cuando, mucho más tarde, conseguí la ascensión por la vertiente del Nant Blanc; mientras, entre otras muchas ascensiones, había subido nueve veces a esa montaña por seis itinerarios distintos.
En alpinismo, como en cualquier otro deporte, los milagros son raros, las dotes, la experiencia, la técnica y el entrenamiento son las mejores claves del éxito.
El alpinismo no escapa…
…a las leyes comunes del deporte.
No se puede concebir un esquiador que, dominando la técnica, sólo continúe bajando por las pendientes fáciles que descendía cuando comenzó; si no buscase terrenos más difíciles, rápidamente el esquí le parecería monótono.
Del mismo modo, en el alpinismo cada progreso exige otro y cada ascensión una más difícil; si se quiere conservar intacto el entusiasmo, se deben buscar sin cesar problemas nuevos.
Es precisamente esto lo que hace falta. De hecho, si un esquiador puede encontrar siempre pendientes más rápidas y difíciles, si un atleta puede siempre esperar correr más deprisa o saltar más alto, el alpinista también debe intentar progresar escalando las cimas y las paredes que se ofrecen ante sus ojos.
Después de la Walker, sentíamos vagamente la impresión de haber llegado a un grado de entrenamiento, de perfección técnica y de fuerza moral demasiado elevado para que las montañas de los Alpes pudieran ofrecernos todavía un campo de actividades suficiente para satisfacer el ideal de constante superación de uno mismo y de la búsqueda de aventuras grandiosas que perseguíamos.
A continuación de nuestra ascensión a la pared norte del Eiger, que logramos realizar a pesar del mal tiempo y las malas condiciones, aquello resultaba evidente.
Habíamos escalado las cumbres más altas y difíciles de los Alpes; en el estrecho marco de esta cordillera, que ya se nos había quedado pequeña, no podíamos esperar enfrentarnos a obstáculos superiores. Tal como he escrito ya en otra parte: «Para que vuelva a haber aventura, es necesario que la montaña se erija a la altura de sus conquistadores».
Sin embargo, las montañas europeas apenas si podían procurarnos más que una forma deportiva de turismo o simples ejercicios de virtuosismo técnico. Para nosotros, que tratábamos de satisfacer aspiraciones más grandiosas que un placer estético o una nueva forma de gimnasia, la única solución consistía en cambiar las reglas del juego, es decir, en medirnos solamente con las paredes más duras o bien atacándolas en pleno invierno. Sin ninguna duda, las grandes montañas del mundo —que estarán siempre a la altura de los más osados conquistadores— ofrecían una posibilidad más de acuerdo con nuestros deseos; pero, sin dinero, ¿cómo atravesar los mares y los continentes?
Algunos podrían alegar que, a pesar de que habíamos conseguido repetir los itinerarios más importantes abiertos ya en los altos macizos de los Alpes occidentales, algunas paredes rocosas muy importantes permanecían vírgenes, como la cara oeste del Petit Dru o su pilar suroeste, y que, además, no habíamos escalado ninguna de las grandes paredes de los Dolomitas. Ya se sabe, en este macizo se hallan las murallas rocosas más altas y difíciles jamás vencidas por el hombre. Esas personas podrían llegar a la conclusión de que, contradiciendo mis palabras, incluso después de la Walker y el Eiger, podíamos hallar en los Alpes amplias posibilidades de satisfacer nuestras aspiraciones de altura y aventura. Tales observaciones no carecerían de fundamento. Pero, como he dicho anteriormente, el alpinismo comporta varias ramas muy distintas. La «alta montaña» es una de ellas, el «sextogradismo», otra. Muy raros son quienes consiguen dividir su pasión entre esas dos especialidades y más raros todavía quienes han llegado a dominar perfectamente dos técnicas tan distintas.
Recuerdo que, en el salvamento del Eiger, dos famosos dolomitistas se sentían muy incómodos en la vía de descenso, donde mi amigo Tom podía moverse sin problemas.
Podría citar también el caso de otros dos sextogradistas que, saliendo un poco tarde para hacer el fácil Dent du Géant, tuvieron que vivaquear allí, ¡acción apenas concebible…! Podría citar aún el ejemplo de una muy ilustre cordada de los Alpes orientales que invirtió tres días en hacer la Walker con un tiempo y unas condiciones normales. En la memoria también conservo la lentitud inimaginable de los cuatro germano-italianos que provocaron el drama del Eiger. Todos eran, sin embargo, escaladores de roca de primera línea. Uno de ellos estaba incluso considerado como un fenómeno de la escalada y poseía los récords de velocidad de numerosos itinerarios rocosos.
Aunque es cierto que la mayoría de los escaladores de los Dolomitas no se siente segura en las escaladas mixtas, glaciares e incluso rocosas de los altos Alpes occidentales, los especialistas de este macizo tampoco lo están frecuentemente en las paredes de caliza verticales y más o menos delicadas de los Alpes orientales.
Lachenal y yo éramos «occidentalistas» resueltos: el alpinismo que nosotros practicábamos consistía en escalar montañas y paredes en las que el hielo y la nieve están entremezclados con las rocas. Para nosotros, este mundo de diversos elementos en el que la blancura deslumbrante de la nieve y el centelleo plateado de los glaciares crean un ambiente embrujado, ofrecía encantos fascinantes.
Por el contrario, las grandes murallas formadas exclusivamente de roca presentaban, a nuestro entender, una uniformidad de color y una falta de variedad en los problemas que planteaban, que nos resultaban de una penosa monotonía. Ni a él ni a mí nos habían gustado nunca los macizos de poca altitud, y sólo a duras penas los considerábamos verdaderas montañas. En nuestra opinión, el dolomitismo no era prácticamente lo mismo que el alpinismo. De todas formas, los dos éramos excelentes escaladores en roca, tal como habíamos demostrado en la Walker. Lachenal tenía también una clase excepcional para las escaladas que exigen una habilidad especial. Sin embargo, nos entusiasmaban mucho más los recorridos mixtos o las ascensiones puramente glaciares que la escalada sólo en roca, sobre todo cuando en ésta última había numerosos pasos de escalada artificial, ejercicio que no era de nuestro agrado.
Muchos profanos, e incluso muchos alpinistas corrientes, imaginan que esta técnica (en la que, como se sabe, el escalador avanza solamente elevándose de clavija en clavija) no presenta dificultades. Más de una vez he oído decir:
—Pues tampoco es tan difícil: ¡basta poner clavos y subir por escaleritas!
Éste es un juicio totalmente simplista. Con la excepción de raros casos en los que las circunstancias son extremadamente favorables, la escalada artificial exige muchas cualidades físicas, intelectuales y morales. Ascender durante horas y días a lo largo de una pared, suspendido en el vacío, mientras los estribos se te escapan constantemente y teniendo que hundir las clavijas en posiciones incomodísimas, es un ejercicio extremadamente atlético. Hay que ser muy ingenioso para lograr que estas clavijas queden sólidamente fijadas en todo tipo de fisuras que, a menudo, apenas se adaptan a esta función, al igual que para disponer las cuerdas y los mosquetones de forma que se deslicen correctamente. Trepar de esta forma por paredes de setecientos a ochocientos metros, a una velocidad de veinte o treinta metros cada hora —y a veces de sólo cinco o seis metros por hora—, requiere una perseverancia y una voluntad totalmente excepcionales. Estar colgado sobre un vacío espantoso, sostenido por unos pitones metálicos clavados en rocas que se desmenuzan y a veces tan poco encajados que apenas sostienen el peso del escalador y en cualquier momento pueden arrancarse «en cadena», provoca una sensación tal de inseguridad que solamente puede superarse si se tiene mucho valor.
Ni Lachenal ni yo habíamos negado nunca que la escalada artificial es una técnica difícil que exige muchas cualidades, pero ni el uno ni el otro sentíamos deseos de practicarla. Lo que más nos gustaba de la escalada era la impresión de dominar el peso, de bailar sobre el vacío, de correr en vertical: todas las cosas que procura cuando es practicada con virtuosismo.
La escalada artificial, lejos de dar esta impresión de ligereza y dominio, provoca exactamente la sensación contraria. Amarrado a las rocas, avanzando sólo con extrema lentitud gracias a subterfugios mecánicos y tremendos esfuerzos, el hombre se siente, más que nunca, pesado, débil, poco diestro y perecedero. Lejos de triunfar gracias a un arte en el que a veces pueden producirse genialidades, el alpinista logra solamente triunfar por medio de un laborioso artesanado.
Las grandes escaladas dolomíticas no sólo se llevan a cabo en un paisaje que no nos seducía mucho, sino que además suponen casi todas las necesidades de realizar largos tramos en escalada artificial o semiartificial. Aunque sólo fuera por esta razón, no sentíamos ningún deseo de enfrentarnos a ellas.
Fue también debido a nuestro horror a la escalada artificial que nunca tratamos de culminar las tres o cuatro grandes paredes rocosas de los Alpes occidentales que seguían vírgenes en aquella época. Añadiré que, en 1947, la utilización en masa de tacos de madera para avanzar a lo largo de fisuras demasiado grandes para las clavijas corrientes era considerada como un procedimiento poco elegante y ningún alpinista se había atrevido todavía a utilizarlo. Solamente gracias a estos métodos de carpintero se pudo, aunque muchos años más tarde, escalar la cara oeste del Petit Dru y su pilar suroeste.
Sólo había dos murallas todavía vírgenes que hubieran podido procurarnos aventuras comparables al Eiger y a la Walker: la cara noreste del Grand Dru y la cara norte directa de las Droites. De hecho, si nuestro oficio nos hubiera dejado un poco más de tiempo libre durante los meses de verano, sin duda habríamos intentado seriamente la escalada con ánimo, al menos, de triunfar. Dos veces subimos para hacer vivac al pie del Grand Dru y posteriormente traté de culminar las Droites con Tom de Booy. Desgraciadamente, en todas esas ocasiones nos rechazó el mal tiempo.
El alpinismo solitario, gran especialidad de los escaladores alemanes y también de algunos sextogradistas italianos, al hacer imposible o mucho más difícil practicar determinadas técnicas, reduce las posibilidades de los mejores alpinistas a un nivel lo suficientemente bajo para que numerosas ascensiones les obliguen a realizar esfuerzos tremendos y, sobre todo, a correr riesgos importantes.
Pero escalar en solitario exige no solamente una maestría total, sino también una fuerza de carácter realmente singular y hasta una actitud mental muy especial.
Lachenal y yo nunca hemos practicado esta forma de alpinismo. Ello, sin duda, menos por razones técnicas que por convicción. De hecho, a veces nos ha ocurrido que no nos hemos encordado en un terreno que ya era difícil y, mucho más a menudo, hemos escalado juntos, sin asegurarnos.
Teóricamente éramos capaces, pues, de realizar escaladas difíciles en solitario, pero Louis era un ser extremadamente sociable y le horrorizaba la soledad.
Personalmente ese tipo de escalada me seduce, aunque en montaña me hace percibir con aún más intensidad todas las amenazas de la naturaleza dirigidas contra mí.
Solo me siento incapaz de escalar pasos que franquearía sin problemas aunque no llevase cuerda, pero sintiera detrás de mí la energía de otra vida.
El alpinismo es, ante todo, a mi modo de ver, una experiencia individual y siempre me ha parecido ridícula la opinión de ciertos autores cuando aseguran que la búsqueda de la amistad que vincula a los miembros de una cordada es el móvil esencial que empuja a los hombres a enfrentarse con las montañas. ¿Por qué, si fuera así, los escaladores irían a agotar sus fuerzas y exponer su vida sobre inhumanos abismos? Si la amistad necesitara un catalizador para formarse, debería bastar esa especie de turismo de montaña que es la ascensión de cimas fáciles.
Cada verano volvíamos a encontrarnos en las vías normales a numerosas bandadas de alegres montañeros que cantando, bebiendo y zampando encuentran en el ejercicio físico, en la pureza del aire y en el calor del sol, un ambiente propicio para un «compañerismo sano». Pero este pasajero calor humano no es la amistad que puede nacer alrededor de una fiesta o un banquete; si la búsqueda de esta sensación es el móvil principal de estas salidas, éstas sólo constituyen una forma menor del alpinismo.
Sin duda, como en la guerra, en las ascensiones difíciles los riesgos y los esfuerzos compartidos hacen que nazca entre los miembros de una cordada un sentimiento de fraternidad que, a la larga, puede convertirse en una verdadera y profunda amistad.
Pero como el compañerismo de la guerra, estos sentimientos nacidos de una situación especial raramente duran, incluso llegan a desaparecer. Muy a menudo, las vivencias menos entusiastas de la existencia ordinaria pronto las borran.
En contra de las leyendas, cuidadosamente contadas por algunos, la amistad y la fraternidad humanas no son virtudes practicadas de forma unánime en el mundo del alpinismo ¡y se echan de menos! Simplemente, los peligros que comporta esta actividad, el hecho de que se practique en pequeños grupos de dos o tres, favorecen el desarrollo de lazos de amistad y estos sentimientos están más arraigados que en muchos otros colectivos humanos. O, más exactamente, ¡entre los alpinistas resultan menos infrecuentes!
La gran mayoría de los alpinistas son hombres de un individualismo feroz. Son habituales entre ellos rivalidades y enemistades a menudo mezquinas, y las cordadas cuyos miembros se mantienen fieles durante largo tiempo son poco numerosas. Más extraordinario aún es un hecho que se ha visto a veces: dos escaladores que no se sienten simpatía, e incluso que se detestan cordialmente, han formado en algunas ocasiones equipo durante muchos años, simplemente porque creían que tal asociación era técnicamente eficaz y les permitía realizar las escaladas que más les apetecían.
La amistad es para mí algo infinitamente valioso, pero pienso que, al igual que todo lo verdaderamente valioso, sólo se da en raras ocasiones. La amistad no se concede a cualquier persona simplemente porque con ella se haya compartido el peligro, el dolor, el placer y la pena. Como el amor, es un poderoso sentimiento que debe ser cultivado con esfuerzo. Como el amor, si se desarrolla demasiado deprisa y demasiado a menudo, pierde color hasta el punto de convertirse simplemente en una simpatía empalagosa.
Yo he experimentado una profunda y duradera amistad por algunos de mis compañeros de montaña, sobre todo por Lachenal. Es muy cierto que, ligado por un sentimiento así a mi compañero, las escaladas me han parecido siempre más agradables y exultantes. Pero sería una necedad pretender que el alpinismo sólo puede practicarse con un amigo de verdad. Si fuera así, sólo se practicaría en ocasiones excepcionales…
He compartido una profunda y duradera amistad con algunos de mis compañeros de montaña… (Cornuau, Terray, Davaille).
Para poder realizar numerosas escaladas hay que prescindir de la idea de ir siempre con el compañero ideal. Por otro lado, resulta singular constatar que quien, en cierto modo, ha sido el teórico del «alpinismo amistoso», tenía durante su juventud la costumbre de escalar con el primero que llegaba.
Siempre me he negado a ir con chicos por los que no sentía ninguna simpatía. Pero los acontecimientos me han obligado a menudo a hacerlo con compañeros cuya personalidad me resultaba casi indiferente. Su presencia no añadía nada al placer que yo sentía, y de haber podido escalar en solitario mi placer habría sido igual. Sin embargo, debido a una debilidad moral que no sé cómo explicar, siempre me ha resultado imposible escalar en solitario en terrenos difíciles; incluso cuando no uso cuerdas, me resulta indispensable la presencia de otro ser humano, sea cual fuere.
En invierno, el frío, la nieve, el viento y la brevedad de los días hacen mucho más difíciles las ascensiones. Sin dejar el cuadro tradicional de la cordada, quienes quieren efectuar recorridos importantes en esta estación se exponen a aventuras más aleatorias todavía que las que pueden vivirse en verano sobre las paredes más difíciles.
Algunos escaladores han hallado en esta forma de alpinismo un medio un tanto artificial para satisfacer su pasión por la batalla y la conquista.
No me hallo muy lejos de compartir ese entusiasmo por las ascensiones invernales. Sin embargo, de modo tal vez paradójico, les reprocho que sean demasiado duras y demasiado heroicas.
Cuando el frío y el viento hacen demasiado inhumanas las condiciones de vida, como sucede en las más altas cimas himaláyicas, donde la falta de oxígeno le priva de gran parte de sus fuerzas y las posibilidades técnicas del alpinista se ven considerablemente limitadas. La escalada se lleva a cabo entonces a un ritmo muy lento y el alpinista se ve privado de aquella sensación de dominio, de ligereza, que, a mi modo de ver, es uno de los grandes gozos que la escalada proporciona.
A pesar de todo, me hubiera gustado mucho practicar el alpinismo invernal. Pero, de hecho, raramente tuve la posibilidad de hacerlo.
Por muy grande que sea la pasión que se tiene por la montaña, no se puede pasar toda la existencia escalando. Por lógica, yo tengo necesidad de seguir un severo entrenamiento para seguir conservando mi habilidad en la técnica alpina. En invierno, absorbido por mi ocupación de profesor de esquí y mis actividades como corredor, no tenía suficiente tiempo material para hacer ascensiones con la seriedad necesaria.
Gracias a sus excepcionales cualidades físicas, Lachenal sólo necesitaba un poco de preparación para conservar su forma. De ese modo, pudo realizar, en varias ocasiones, importantes recorridos invernales casi a la pata coja.
Como ya he dicho más arriba, durante los años posteriores a mi ascensión al Eiger, me consagré mucho más que hasta entonces a mi oficio de guía. Sin duda tomé esta orientación en parte por prosaicos motivos materiales, pero también porque mi manera de practicar esta profesión consumía suficientes energías y valor como para que no se hiciera sentir la necesidad de tratar de satisfacer en otras actividades mi gusto por la aventura y la superación.
Los libros y la prensa han alabado generosamente las virtudes del oficio de guía; suele decirse que es «el más bello oficio del mundo», lo cual es una fórmula vacía que he visto aplicar a muchas otras profesiones como la de médico, aviador, marino, ¡y hasta ciclista!
En esta literatura folletinesca que recuerda un poco la prensa del corazón, al guía se le atribuyen siempre innumerables cualidades; no solamente su capacidad de vencer a la montaña es sobrehumana, sino que además es valeroso, fuerte, bueno, honrado y generoso. Éstos no son más que bonitos adjetivos.
No hay en este mundo nada tan sencillo y los guías no son más que hombres; por esta misma razón, no pueden tener tantas cualidades y virtudes.
La literatura alpina, en su conjunto, es sorprendentemente convencional. Pero cuando habla de los guías, se supera. Invariablemente, el autor, cuando no está cautivado por el lado folclórico del personaje, se deja impresionar por su legendaria reputación.
Personalmente no conozco ninguna obra que hable de nuestro trabajo de una forma verdaderamente objetiva e incluso verosímil. Es cierto que el oficio de guía exige sólidas cualidades físicas y mentales, y para ejercerlo es necesario ser fuerte, hábil, valiente y capaz de desenvolverse con soltura. Pero, contrariamente a lo que hacen creer las leyendas, no exige que se sea un campeón o un santo.
El alpinismo profesional no tiene prácticamente nada que ver con lo que yo llamo el gran alpinismo, es decir, el arte, la pasión o la locura de escalar las cimas y las paredes más inaccesibles.
No es frecuente, por otro lado, que los guías practiquen el gran alpinismo. Aparte de algunas excepciones, su trabajo se lleva a cabo en escaladas de un nivel técnico claramente bajo y resulta dificilísimo practicar las dos actividades de modo paralelo. Efectivamente, ambas se ejercen en el mismo periodo, muy corto, del año y se estorban una a otra. El trabajo de guía no es más que una preparación muy mediocre para las grandes escaladas que exigen un entrenamiento especializado y continuo. Añadiré que estas dos actividades obedecen a motivos absolutamente diferentes y no requieren las mismas cualidades.
Sólo algunos individuos excepcionalmente dotados, casi todos ellos «aficionados» que se han convertido en guías para poder vivir permanentemente en la montaña, logran ser a la vez alpinistas de grandes escaladas y guías que ejercen su oficio de forma adecuada; además, casi siempre, al cabo de unos años, una de estas dos formas de alpinismo acaba dominando a la otra.
El oficio de guía consiste en enseñar el arte del alpinismo o en dirigir por las montañas a quienes, por una u otra razón, no pueden o no quieren afrontarlas con sus propias fuerzas únicamente. La clientela de los guías está formada, por tanto, en su mayor parte por montañeros principiantes o con poca experiencia, y por personas poco dotadas, debilitadas por la edad o por una vida sedentaria, quienes, seducidas por la majestad y el esplendor de las cimas, desean aventurarse a pesar de su inferioridad física en el mundo embrujado de la alta montaña.
Es evidente que, incluso dirigidos por los mejores profesionales, estos torpes alpinistas son totalmente incapaces de llevar a cabo ascensiones que presenten grandes dificultades.
En la inmensa mayoría de los casos los guías tienen que contentarse, por tanto, con realizar escaladas relativamente sencillas. Su misión no consiste en hacer proezas, sino en enseñar una «técnica» y permitir que los «turistas» realicen con completa seguridad escaladas que sin ayuda quedarían fuera de su alcance.
Al guía no se le pide tampoco que sea un virtuoso del alpinismo, de la misma manera que no se le pide a un profesor de educación física que sea campeón de decatlón…
Esto es tan cierto que ha sido confirmado por los reglamentos. Para obtener el diploma de guía no es necesario haber realizado con éxito ascensiones de gran dificultad. Al candidato se le pide solamente que posea bastante experiencia general de la montaña y que pueda dirigir con rapidez y seguridad ascensiones clásicas. Para la escalada de paredes rocosas también se exige un nivel bajo, puesto que basta con ser capaz de superar con facilidad pasos de cuarto grado, lo cual está al alcance de numerosos aficionados.
En cambio, se exige soltura en terreno medio y en pendientes de nieve y de hielo, una habilidad auténticamente difícil de adquirir.
Aunque es evidente que la profesión de guía no precisa cualidades físicas y técnicas excepcionales y que, además, reclama menos osadía y tenacidad que el gran alpinismo, no por ello pasa a ser una ocupación mediocre, incluso en su forma menos espectacular que es el trabajo de guía de vías normales. Cuando se ejerce con conciencia y cariño, esta ocupación se convierte realmente en un trabajo noble.
El guía es también un señor. En la montaña, a la cabeza de su caravana, es el único maestro después de Dios. Sin duda, es pobre y trabajador, pero tiene entre sus manos la vida de los que se confían a él. Disponer de la vida y de la muerte, ¡es poder de los reyes y de los señores! Pocos poderosos en este mundo poseen tal privilegio. ¿No es esta gran responsabilidad la que da la gloria a los capitanes y a los pilotos?
El guía está en permanente contacto con la naturaleza, donde el esplendor y la majestuosidad estallan por todas partes. Las cosas malas, la mediocridad y las torpezas del mundo de abajo están muy alejadas de él. Es raro que la belleza y la grandeza del marco que le rodea no tenga ningún reflejo en su alma. Aunque no es el santo creado para la leyenda, tampoco es casi nunca el criado servil en que se podría convertir fácilmente.
Como todas las actividades humanas, el alpinismo profesional cuenta con elementos de valor singular. Hay guías buenos y guías malos. Los mejores no son siempre los que técnicamente destacan más; hacen falta muchas más cosas…
Para ser ejercido correctamente, nuestro oficio exige más cualidades morales e intelectuales que destreza o fuerza, y esta primacía de lo espiritual sobre lo material es una de sus cartas de nobleza. Y una de sus bellezas es que da muchas alegrías.
Para ser un buen guía es necesario tener un trato agradable a fin de que el «cliente» que ha ido a la montaña a buscar una diversión pueda gozar plenamente de ella, en un ambiente alegre. Hay que tener soltura no sólo para conducir con seguridad y destreza a los alpinistas, sino simplemente para ayudar a quienes se acompaña a superar su debilidad. Es necesaria una paciencia sin igual para soportar progresar sin ponerse nervioso durante un día entero a un ritmo, en ocasiones, tres o cuatro veces inferior al tuyo.
Hace falta psicología para ayudar moralmente al «cliente» en sus esfuerzos y, a pesar de su cansancio y sus miedos, ayudarle a seguir y llegar hasta el final.
Hace falta valentía para aceptar cotidianamente los riesgos que toda escalada comporta, incluso la más sencilla.
Son necesarias además muchas otras cualidades: un gusto excepcional por el trabajo y el esfuerzo físico son elementos indispensables para poder efectuar cada día ascensiones que duran diez, doce, catorce y hasta más horas. También es necesario ser muy ingenioso para evitar pérdidas de tiempo y esfuerzos inútiles, y para combinar lo mejor posible la distribución del tiempo durante un periodo de actividad intensa pero demasiado corta.
Si las escaladas clásicas o fáciles constituyen el pan de cada día de la gran mayoría de los guías, éstos, si poseen todas las cualidades profesionales necesarias, tienen algunas oportunidades de trabajar profesionalmente a un nivel más elevado; incluso, con un poco de suerte, algunos pueden llegar a realizar grandes escaladas a título profesional.
No hay muchos alpinistas que tengan las cualidades necesarias para triunfar, aunque sea como segundos de cuerda o en repeticiones de ascensiones importantes. En su mayor parte son jóvenes dotados que viven en las poblaciones cercanas a la montaña o bien otros que, como los universitarios, disponen de varios meses de libertad. El alpinismo es su pasión fundamental. A él consagran todo el tiempo del que disponen. Gracias a una práctica regular e intensa, estos muchachos logran adquirir una preparación para las dificultades y una experiencia considerables. Los que estén mejor dotados son los que podrán abordar con éxito los grandes problemas.
Esta ardorosa juventud raras veces tiene dinero suficiente para poder enfrentarse a los gastos relativamente elevados que son inevitables si se quiere contratar un guía para una ascensión difícil. Incluso si tienen los medios, los buenos alpinistas cuyo carácter les impide avanzar en cabeza de cuerda prefieren ir siempre dirigidos por compañeros más dotados. Para ellos, recurrir a profesionales quita a la escalada —debido a su maestría y sobre todo a sus conocimientos de los lugares— ese perfume de aventura que indiscutiblemente es uno de los mayores atractivos del alpinismo. Para otros, una ayuda tan eficaz llega a herir su amor propio…
El alpinismo es sobre todo una actividad de gente joven. El matrimonio, el acceso a una vida más absorbente, a las responsabilidades, hacen que más de las tres cuartas partes de aficionados acaben retirándose. Algunos, sin embargo, más atraídos por este ideal, siguen frecuentando la montaña cuando llegan a la madurez, y a veces durante toda su vida.
La edad, la vida sedentaria, la escasa frecuencia del entrenamiento, reducen muy rápidamente las posibilidades técnicas de los mejores. Por el contrario, a medida que se avanza en la vida, los medios económicos tienden a aumentar.
Algunos alpinistas se contentan, a medida que van haciéndose mayores, con hacer cada año escaladas más fáciles que el anterior. El simple contacto con la montaña basta para hacerles felices. Por otro lado, si cuando se va pasando a un mayor dominio de la escalada cada vez resulta más difícil encontrar en ella la aventura, ésta es, en cambio, cada vez más frecuente cuando se va perdiendo maestría.
Hay otros que, eternamente enamorados del mundo majestuoso de las grandes montañas y las más altas cumbres, conservan siempre en su corazón un amor apasionado por las escaladas de envergadura. Éstos, cuando tienen medios, antes que caer en la mediocridad, no dudan en recurrir a los servicios de un buen guía.
Los profesionales que tienen la suerte de ser contratados por clientes como éstos logran así la posibilidad de realizar sus actividades a unos niveles de dificultad y de interés poco corrientes. A veces, encuentran incluso el fenómeno con el que podrán culminar las más grandes escaladas. Pero esta clientela es muy reducida. En Francia se limita a unas pocas decenas de personas y para las grandes escaladas solamente son unas pocas excepciones; muy pocas escaladas de auténtica envergadura han sido coronadas con éxito por guías acompañando a sus clientes: una vez la Walker, dos veces la pared norte del Eiger, una vez el pilar del Frêney, dos o tres veces la cara noreste del Badile, tres o cuatro la cara este del Capucin y dos veces la cara norte del Triolet.
Hasta hoy, ninguno de los tres grandes itinerarios de los Drus y prácticamente ninguna de las vías de grado sexto superior de los Alpes orientales han sido escaladas en plan «profesional».
Por suerte, hay otro tipo de clientela que permite a los guías abandonar por un momento su actividad corriente: los hombres dotados, sean o no jóvenes, que empiezan a practicar el montañismo con un guía y que, luego, cuando progresan y serían capaces ya de volar con sus propias alas, siguen siendo fieles a esta forma de alpinismo. Y lo hacen por costumbre, prudencia o amistad y cariño hacia aquel que les ha enseñado todo lo que saben de un deporte que les gusta muchísimo. En mi carrera he conocido bastantes casos de éstos: mis dos amigos y clientes holandeses De Booy y Egeler dieron un ejemplo espectacular y, creo, único en la historia del alpinismo moderno.
Ambos llegaron a ser clientes míos gracias al «turno» de la oficina de guías, cuando eran casi unos principiantes. Poco a poco, de escalada en escalada, llegamos a hacer juntos algunas de las más difíciles escaladas de hielo de los Alpes y, más extraordinario aún —pues los guías franceses sólo conocen otro ejemplo—, me llevaron a ultramar, y allí conquistamos juntos algunas de las últimas cumbres vírgenes de la cordillera de los Andes.
Desde hace algunos años, el desarrollo de las escuelas de escalada cerca de las ciudades ha aumentado considerablemente el nivel técnico de la clientela en el campo de la escalada rocosa.
A pesar de esto, ni siquiera sumando el trabajo de todos los guías se logra en una temporada totalizar la docena de escaladas notables, e incluso éstas, en su mayor parte, son realizadas por dos o tres especialistas. Esta limitación viene dada por motivos tanto económicos como técnicos.
El oficio de guía es una profesión, no una diversión. Aunque el guía sólo trabaje como tal para complementar otros ingresos, tiene derecho a esperar una buena remuneración, que compense los esfuerzos realizados y los riesgos corridos.
La brevedad de la temporada, la inestabilidad del clima y, sobre todo, el hecho de que el guía tenga que obtener su dinero de un número reducido de personas, hacen que estos ingresos sean difíciles de conseguir, inseguros y, proporcionalmente, muy mediocres en comparación con la intensidad y duración de los esfuerzos, la gravedad de los riesgos y responsabilidades, y, por fin, la competencia necesaria. Teniendo en cuenta todos estos factores, los ingresos de un guía de grandes escaladas son ridículos si son comparados, por ejemplo, a los de un piloto de líneas aéreas.
Sin embargo, dado que quienes tienen que costear los servicios del guía son a veces sólo una o dos personas, el precio pedido puede parecer elevado. Para las escaladas clásicas y fáciles, el gasto que supone contratar a un guía está de todas maneras al alcance de muchas personas. No en vano se han contado entre mis clientes un carpintero, un mecánico y varios maestros de escuela.
Pero para las escaladas de gran categoría, la suma que debe ser desembolsada suele exceder a la capacidad de la mayoría de personas; hay muchos que desean y tienen energías suficientes para emprenderlas, pero tienen que renunciar a ellas.
Sin embargo, a pesar de sus precios, las grandes ascensiones no son rentables para los profesionales. Suelen precisar de dos a tres días, en vez de uno; los esfuerzos intensos provocan demasiado cansancio para que sea posible encadenarlas con otras, sin que medie un tiempo de descanso; y, además, al contrario que escaladas más pequeñas, sólo pueden ser acometidas con buen tiempo estable, por lo que se pierden muchas jornadas. Económicamente hablando, es preferible realizar cada día una escalada a diez mil francos de los de antes[16] que darse de vez en cuando un «gran festín» a treinta mil, cuarenta mil o incluso más.
Por esta única razón, muchos profesionales no quieren animar a sus clientes a realizar ascensiones de gran envergadura.
En 1947, cuando trabajaba como guía-instructor de la École Nationale de Ski et d’Alpinisme (E. N. S. A.), yo cobraba una mensualidad y estos problemas no me interesaban directamente. Pero nuestros sueldos eran bastante modestos y casi todos tratábamos de redondearlos trabajando los domingos, o durante los periodos de descanso, para clientes particulares.
En aquella época, los periodos entre temporadas eran bastante importantes, y cuando teníamos la suerte de gozar de tiempo favorable podíamos mejorar considerablemente nuestros ingresos.
Habitualmente, yo utilizaba estas épocas de libertad para mis actividades de «aficionado». Pero, después del Eiger, estaba un poco saturado de aventuras y, además, tenía gran necesidad de dinero para terminar mi chalé.
Cuando terminaba la temporada, dedicaba todo mi tiempo libre a la clientela.
El verano de 1947 presentó unas condiciones atmosféricas excepcionalmente favorables y el cielo permaneció claro de forma casi ininterrumpida. En la práctica fue posible hacer una escalada cada día.
La acumulación de escaladas, sumando las que realizaba en la E. N. S. A. a las que hacía con clientes, me preparó para poder llevar a cabo hazañas de resistencia casi increíbles.
De este modo, inmediatamente después de mi regreso del Eigerwand, realicé once ascensiones en doce días.
La menos importante fue la subida al Peigne por la vía normal; entre las más duras y largas estuvieron: el Mont Blanc, la travesía de las Aiguilles du Diable, la vía Ryan en el Plan, la Verte por la arista del Jardin, etcétera.
Si se tiene en cuenta que una vez terminadas las escaladas era necesario añadir casi todas las noches de dos a cuatro horas de marcha para cambiar de refugio, se comprenderá que todo esto representa una enorme acumulación de esfuerzos, que a veces suponía más de dieciocho horas de trabajo diario.
Para llevar a cabo hazañas semejantes no solamente es necesario contar con una resistencia física excepcional, sino que hace falta además tener una voluntad capaz de mantenerse permanentemente en tensión. Fue cuando realicé series de escaladas como éstas cuando aprendí que, para superarse a uno mismo, existen caminos que no son precisamente el de hacer las escaladas más importantes. Me parece que ese otro por el que me encaminé yo, aunque sea más austero y menos espectacular, también lleva a la alegría.
La suerte, y quizá también la buena reputación que empezaba a adquirir por aquel entonces, me permitieron encontrar algunos buenos clientes. Fue así como tuve la oportunidad de realizar escaladas serias de manera agradable. Poco a poco aprendía a gustar de las escaladas realizadas como guía por las relaciones humanas que permiten establecer.
En la Escuela Nacional, el instructor cambia de alumnos cada día. Por otro lado, aparte de las horas que pasa con ellos en la montaña, no comparte su existencia y apenas puede conocerles. Además, los alumnos suelen ser casi siempre alpinistas que ya son diestros. El instructor los vigila y les da consejos para evaluarlos y perfeccionarlos, pero ellos no tienen ninguna necesidad directa del profesor. Lo más frecuente es que estos alumnos no acudan a la E. N. S. A. por gusto, sino con intención de obtener un diploma. Al igual que para los colegiales que llegan al bachillerato, el profesor es para ellos alguien parecido a un tirano que trata de hacerles trizas. Sólo en muy raras ocasiones llegan a confiar en él y tratarle amistosamente.
El ambiente que se crea con los «clientes» es muy diferente. Estas personas van a la montaña solamente por placer y tratan de que el guía pueda compartirlo con su buen humor y su amabilidad. Si un cliente te elige es porque te tiene simpatía y este calor humano se transmite como una onda.
Sin su guía, el «cliente» se siente perdido. Depende de él en cuerpo y alma, y lo sabe, y por ello se confía sin restricciones a su competencia y dedicación. En el seno de la cordada se crea rápidamente un espíritu de equipo y un sentimiento de camaradería. Por escasa que sea la humanidad del guía, es muy raro el cliente que no permanezca fiel a ese experto.
Muchos de mis clientes han llegado a convertirse en verdaderos amigos, y todavía acompaño a algunos de los que conocí en 1947.
En 1948 tuvimos una temporada horrible, pues llovió sin cesar y la nieve que había caído sobre las cimas hacía imposible realizar las ascensiones difíciles.
Ese año no pude realizar ni uno solo de los proyectos que habíamos ideado Lachenal y yo.
Cuando hay un tiempo muy inestable, un guía que conozca bien la montaña puede llevar a cabo ascensiones de poca envergadura; entre dos chaparrones, incluso cuando el tiempo no es muy seguro, aunque tenga que realizar el descenso bajo la lluvia.
Como no era posible hacer grandes escaladas, consagré todo mi tiempo libre a realizar pequeñas ascensiones con la clientela.
El mes de octubre hizo un tiempo magnífico que me permitió prolongar mis actividades; a pesar de la brevedad de los días y de que la temperatura ya era fresca, escalé la arista sur de la Noire con una dama holandesa.
Al terminar la temporada, comprendí claramente que prefería trabajar como guía que como instructor. Ya tenía un núcleo de clientes, y, dado el número de personas a las que no había podido brindar mis servicios por falta de tiempo, podía lanzarme a ese oficio sin correr grandes riesgos de fracaso.
Entonces empecé a pensar seriamente en abandonar la Escuela Nacional, donde el trabajo era cada vez menos estimulante.
Esta institución había acabado por fusionarse con el antiguo College d’Alpinisme (Colegio de Alpinismo) y se había hecho muy importante. Sin duda, por esta expansión, y también por el efecto del tiempo, el empirismo dinámico de los primeros años había dejado sitio a una organización administrativa muy jerarquizada.
Al entusiasmo y a la fe había seguido la rutina: la noción de presencia había reemplazado a la de rendimiento. Los días de actividad más o menos inútiles habían aumentado considerablemente y, paralelamente, la cantidad de ascensiones realizadas no había dejado de disminuir en número y en importancia. Las responsabilidades de los instructores se habían reducido y, el ambiente de compañerismo fraternal se había enfriado.
En estas condiciones, el interés que tenía para mí trabajar en esta escuela se había reducido considerablemente.
Pensaba que las cosas sólo podrían empeorar y que, además, a menos que matase al monitor-jefe y a dos o tres de mis compañeros, no tenía ninguna posibilidad de evolucionar.
Pero la idea de abandonar la Escuela Nacional me resultaba muy difícil. Me pagaban durante todo el año un sueldo, y ésta era una ventaja, ya que aseguraba a mi existencia una estabilidad que, después del periodo difícil de las Houches, yo apreciaba mucho, y mi mujer todavía más.
Además, el trabajo que realizaba en la escuela durante la estación de invierno me interesaba infinitamente más que el de monitor de estación, que era la única salida posible si decidía elegir la independencia.
En la escuela enseñaba únicamente a aspirantes-monitores de esquí o a jóvenes esquiadores deportivos que acudían a perfeccionarse. En estas condiciones, podía practicar un esquí muy deportivo y cien veces más divertido que el que se practica con la clientela, dado que ésta se compone casi exclusivamente de principiantes y esquiadores medios.
Además, trabajar como entrenador me había permitido recuperar completamente la forma que tenía a los veinte años; como disponía de todos los fines de semana, había vuelto a participar en serio en competiciones.
Aunque no poseía una gran clase internacional, pertenecía al grupo de los dos o tres no especializados que, a veces, lograban infiltrarse en el equipo nacional; allí yo estaba a la altura de sus miembros más flojos. En varias ocasiones gané competiciones regionales —y hasta nacionales— importantes, destacando entre ellas mi victoria, con gran ventaja, en el eslalon de los campeonatos de la región del Mont Blanc, prueba que tiene siempre un alto nivel. También conseguí clasificaciones muy honrosas en algunas pruebas internacionales. En el Kandahar —la competición más importante después de los campeonatos del mundo— logré terminar el eslalon en el puesto número once.
Después de estos resultados bastante brillantes, y de acuerdo con los directivos del esquí francés, el director de la escuela me confió el trabajo de preparar los entrenamientos de todos los cursos de competición. Entre mis alumnos estaban los reservas del equipo nacional francés.
Todo esto era apasionante y tenía muchos deseos de conservar este puesto. No era imposible, pero sí muy difícil, poder abandonar la E. N. S. A. durante el verano para volver a ella en invierno.
Me encontraba todavía en estas dudas cuando un acontecimiento inesperado cambió la situación completamente. Una tarde, Gastón Cathiard, presidente del Sindicato Nacional de Monitores de Esquí, me llamó por teléfono. Acababa de recibir de Canadá una solicitud de un monitor-entrenador capaz de sustituir a Émile Allais en el puesto ocupado por éste el año anterior.
El trabajo parecía interesante, ya que se trataba a la vez de dirigir una escuela de esquí y de preparar un equipo de competición bastante fuerte. Me ofrecían gastos de viaje y estancia pagados, y el salario, sin ser enorme, representaba el doble casi de lo que estaba ganando en Francia.
¡Era la solución a todos mis problemas! ¡Era la libertad, y también el viaje y la aventura!
En un segundo me vinieron a la memoria todas las imágenes de los libros de Jack London y de Fenimore Cooper y otros, desplegándose ante mi imaginación como una película fantástica.
Ya me sentía impregnado de la poesía de las ilimitadas llanuras nevadas en donde viven manadas de caribús y hordas de hambrientos lobos. Creía ver inmensos bosques, árboles gigantescos, y en medio al trampero que, con las raquetas en los pies, caminaba lentamente de trampa en trampa en un mundo lleno de polvo de cristales de nieve.
Y además los indios, los esquimales, los perros, los saloons y hasta a Marie Chapdelaine[17]…
Sin pensármelo más, tomé la decisión y acepté entusiasmado la propuesta de Cathiard.
A principios de noviembre, tras cruzar Inglaterra, embarqué en Liverpool.
Este primer viaje dirigido a un punto verdaderamente lejano me sumió en una tremenda excitación, pero pronto me calmó el ininterrumpido mareo, que no me abandonó hasta desembarcar.
Después de seis días de viaje con intensa marejada, bajé a tierra en Halifax, el punto más oriental de Nueva Escocia.
La idea que yo tenía de Canadá era solamente muy vaga y novelesca; entre otras cosas sabía que parte de su población hablaba francés, o, más exactamente —a juzgar por lo que decían algunos—, un extraño francés antiguo difícil de entender, pero al menos inteligible. Creía que no tendría problemas con el idioma.
Sin embargo, en cuanto bajé del barco, me enfrenté a aterradoras dificultades, las mismas que encuentra todo ser solo y pobre que se ve de golpe arrojado en tierra extraña. El muro de las lenguas le aísla bruscamente de los demás hombres, le rodea un océano de indiferencia, la hostilidad del mundo se le aparece de pronto en toda su violencia y se siente desesperadamente solo e impotente.
En todo el puerto de Halifax parecía no haber nadie que entendiera una sola palabra de francés y, naturalmente, tampoco había nadie que pudiera entender las pocas frases de inglés que, con la ayuda de mis vagos recuerdos de la época colegial, trataba yo de formular. Toda la gente parecía tener mucha prisa, todos eran impacientes y tenían algo brutal en su trato, cosa que en Europa no había visto nunca.
Hacer incluso las cosas más sencillas se convertía en un problema. No conseguía enterarme de la hora de mi tren, ni siquiera del lugar exacto de donde iba a salir. En la aduana querían hacerme pagar una suma fabulosa en concepto de derechos por los cuatro pares de esquís que llevaba. Me puse a gritar desaforadamente pidiendo un intérprete, pero los aduaneros se mostraban tan indiferentes a mis protestas como al frío y la niebla de su tierra natal.
Pero demostré tal obstinación y protesté con tanta vehemencia, que al final fueron a buscar a la única persona que hablaba francés en aquel puerto, un simple estibador canadiense de habla francesa. Yo esperaba que aquel hombre me hablara un lenguaje arcaico y, algo inquieto en cuanto a cómo podía desarrollarse la segunda parte de la discusión, me felicité por haber dedicado muchas horas de mi juventud a la lectura de Rabelais, Montaigne, Ronsard y otros. Mi asombro fue tremendo cuando pude constatar que, aparte de algunas expresiones raras y un fuerte acento de campesino, aquel hombre hablaba la misma lengua que yo.
Más tarde me enteré de que, efectivamente, el francés lo habla más del treinta por ciento de los canadienses[18] y constituye, para esta parte de la población, no una lengua secundaria, empleada en familia como algunos dialectos de nuestro país, sino la lengua habitual y en ocasiones única.
También me enteré de que, lejos de estar mezclados con los pobladores de lengua inglesa, los canadienses de habla francesa viven agrupados en regiones bien delimitadas y, de hecho, se encuentran casi todos reunidos en la provincia de Québec, donde constituyen más de las tres cuartas partes de la población[19]. Así, entre los 1 500 000 habitantes de Montreal, cerca del sesenta por ciento son canadienses franceses; en Québec, ciudad histórica, antigua capital de Nueva Francia, hoy poblada por más de 200 000 habitantes, la proporción es del noventa por ciento.
Gracias a este estibador, que apareció oportunamente, pronto pudimos resolver el problema que tenía con la aduana, y hacia las once un tren me llevaba ya en dirección a Montreal.
Al echar una ojeada en el mapa vi que esta ciudad se encontraba bastante cerca de Halifax. Tras una difícil conversación en inglés con uno de los empleados ferroviarios logré enterarme de que llegaríamos hacia las cinco de la tarde.
Bastante pronto, el tren penetró en un bosque poco espeso de árboles de dimensiones medianas. Hacia las cinco menos cuarto empecé a prepararme para bajar. Pero seguíamos avanzando a lo largo de aquel interminable bosque y no había indicio alguno de que estuviéramos acercándonos a una gran ciudad. A las cinco seguíamos atravesando el bosque. Imaginé que el tren llevaba algún retraso y seguía mirando desfilar los árboles. A las cinco y media seguían desfilando. A las seis, lo mismo.
Bastante sorprendido por aquel retraso, me levanté para preguntarle al empleado del tren si no me había confundido al entender que la llegada era a las cinco de la tarde. Mi inglés era demasiado pobre, o su inteligencia demasiado limitada, para que mi pregunta llegara a resultarle comprensible. Muy amable, fue a buscar a un compañero del mismo vagón, que hablaba francés. Muy sorprendido por mi pregunta, el nuevo ferroviario algo pasmado me dijo:
—Sí, señor, la llegada a Montreal es a las cinco de la tarde, ¡pero de mañana!
Acababa de descubrir cuáles eran las verdaderas dimensiones del mundo: que en realidad Francia apenas es un punto en el globo terráqueo, que Canadá es por sí solo mayor que Europa, contando Rusia, y que para atravesar todo el país desde Halifax hasta Vancouver hacen falta cuatro días y cinco noches…
Mi destino final era Québec; debía residir en esa ciudad, en el Château Frontenac, un inmenso hotel de estilo seudomedieval que contaba con setecientos apartamentos y un número parecido de empleados.
Debía asumir allí dos ocupaciones bastante diferentes. Una de ellas consistiría en dirigir la escuela de esquí del Château y la otra, en entrenar a los esquiadores del equipo de Québec.
Québec es una de las escasísimas ciudades norteamericanas que se parecen un poco a una ciudad europea. Rodeada de antiguas murallas, construida sobre una colina, tiene calles estrechas y tortuosas y cuenta con más de sesenta iglesias y capillas.
El conjunto es ciertamente pintoresco y constituye una atracción para los habitantes de un continente en el que todas las grandes aglomeraciones están urbanizadas sobre cuadrículas rigurosas y en suelos a menudo rigurosamente llanos.
Durante el verano, los turistas procedentes de Estados Unidos alcanzan varias decenas de millar. En cambio, durante el invierno, la nieve que cubre todo el país hasta casi el mismo océano y el descenso de las temperaturas —que pueden alcanzar los treinta y hasta los cuarenta grados bajo cero—, hacen que la actividad turística sea bastante reducida y que, en tres cuartas partes, el Château Frontenac esté vacío.
Con la esperanza de atraer un poco de clientela, la dirección de este hotel tuvo la idea de crear una escuela de esquí y hacer practicar este deporte a sus huéspedes, en pequeñas estaciones que se encuentran cerca de la ciudad. Esta organización, con mayor o menor éxito, llevaba funcionando así desde algunos años antes de mi llegada.
En aquella época, los esquiadores del equipo nacional francés se cubrían de gloria en las competiciones internacionales y la técnica francesa se había puesto de moda.
Para ampliar las actividades de su escuela de esquí, el director del hotel no dudó en contratar al creador de esta técnica, el ex campeón del mundo Émile Aliáis en persona. Los resultados obtenidos, aunque no fueron despreciables, no estuvieron al parecer a la altura de las exigencias financieras de nuestro campeón, y la experiencia duró una sola temporada. Pero ya se había lanzado el movimiento y se quiso que Émile Aliáis tuviera un sucesor; fue así cómo me contrataron.
Mi función no consistía en enseñar a la clientela del hotel, sino en enseñar a los monitores la técnica y pedagogía del método francés, supervisar las enseñanzas que ellos daban a los clientes y también hacer un poco de show, es decir demostraciones y hasta cosas mucho más sencillas como descensos espectaculares para dejar a los profanos «con la boca abierta».
Como era difícil que este trabajo ocupara plenamente mi horario laboral, se me encargó además el entrenamiento de los mejores esquiadores de la ciudad y también acompañarles y aconsejarles en los desplazamientos de los fines de semana.
A primera vista, se trataba de una situación ideal. Pero, en la práctica, y por motivos geográficos sobre todo, resultó algo decepcionante.
Cada mañana, con tres o cuatro monitores y un pequeño grupo de alumnos, abandonábamos el Château, en coche o en taxi, para dirigirnos al lago Beauport o de Valcartier; de allí volvíamos al atardecer. Se trataba de pequeñas estaciones que se utilizaban sobre todo los fines de semana. Había en ellas un hotel bastante grande y algunos telearrastres. Desgraciadamente, las colinas en las que habían sido instaladas estas máquinas eran de pendientes bastante suaves y su desnivel apenas si alcanzaba los doscientos metros. Unas pendientes así iban bien para los principiantes, pero para esquiadores medios su interés resultaba bastante reducido. Es inútil decir que, en estas circunstancias, el esquí carecía para mí de elementos que lo hicieran apasionante. Además, los monitores que estaban bajo mis órdenes eran jóvenes bastante mediocres, poco concienzudos con su trabajo, y me resultaba difícil conseguir que dieran unas enseñanzas adecuadas.
Tampoco mis relaciones con la clientela suscitaban entusiasmo. Los huéspedes del hotel eran casi exclusivamente gente de Estados Unidos, todos ellos muy ricos, y no nos entendíamos demasiado bien.
La ventaja que, sin embargo, tenían estas relaciones profesionales era que me obligaban a aprender inglés, lo cual posteriormente me ha resultado muy útil en mi oficio de guía y en mis expediciones al Himalaya.
Aunque el trabajo en la escuela del Château Frontenac era poco cautivador, tenía, por suerte, una compensación con mi equipo de competición. A pesar de que los terrenos en los que se entrenaban eran muy mediocres, eran excelentes esquiadores, muchas veces de gran habilidad en el eslalon. En conjunto, eran también muy simpáticos y practicaban el esquí con gran entusiasmo: era verdaderamente agradable ocuparse de ellos.
A pesar de la escasa inclinación y la reducida longitud de las pendientes, conseguimos progresar mucho en el entrenamiento de esta especialidad acrobática que es el eslalon y varios de mis boys experimentaron un considerable progreso. Uno de ellos, especialmente dotado, acabó por ser mejor que yo y tuve la suerte de conducirle a la primera plaza del campeonato internacional de Canadá; allí batió y «dejó por los suelos» no solamente a todos sus compatriotas, sino a los austríacos, que gozan de tan buena reputación, e incluso al famoso Egon Schöpp.
Casi cada fin de semana nos desplazábamos formando un alegre grupo para disputar competiciones en otros lugares. A menudo recorríamos varios centenares de kilómetros; una vez llegamos incluso hasta las Montañas Rocosas.
Aparte de que eran interesantes por sí mismos, estos viajes nos llevaban a estaciones en las que las condiciones para el esquí eran satisfactorias. Así, muy de vez en cuando, podía recobrar esa embriagadora alegría de los largos descensos a gran velocidad.
Además se me autorizó con bastante prontitud a participar yo mismo en las pruebas; dada la pasión que sentía por las competiciones, la nueva situación era maravillosa. Fue así como pude ganar bastantes carreras y hasta un título de campeón de Canadá.
Mi estancia al otro lado del Atlántico no fue, evidentemente, tan maravillosa como yo había soñado. Sin embargo, conservo de ella un excelente recuerdo.
La siguiente temporada hice un segundo viaje; esta vez llevé conmigo a mi mujer y a uno de mis compañeros monitores. Después de estos dos inviernos, o sea, tras casi nueve meses en Canadá, me había acostumbrado mucho a vivir en aquel país. Si hubiera sido posible practicar allí el alpinismo de forma adecuada, quizás habría acabado por establecerme definitivamente, pues, a fin de cuentas, las ventajas que me había brindado me parecían mayores que los inconvenientes.
Canadá, y sobre todo el Canadá francés, es, sin embargo, un país en el que los franceses no suelen adaptarse bien; hay muchos emigrantes que, después de una estancia de algunos meses, regresan disgustados a la madre patria.
Esta dificultad de adaptación a la vida canadiense me parece muy comprensible, pero, para mí, la culpa es más de nuestros compatriotas que de los que allí nos reciben.
Aunque pueda parecer paradójico, creo que el idioma, en lugar de facilitar la adaptación, constituye más bien un obstáculo para la asimilación.
El francés que se habla en Canadá, sobre todo en las ciudades, no es muy diferente al que empleamos en Francia. Como se enseña en las escuelas de enseñanza primaria y media, y también en la universidad, por medio de textos elaborados en Francia, difícilmente puede alejarse mucho de nuestra lengua.
Sin duda, es un idioma que no presenta más diferencias con el francés de Francia que el inglés de Estados Unidos con el de Gran Bretaña, o el brasileño con el portugués.
A menudo he oído decir que es algo parecido a un francés antiguo. Esto es un grave error, pues los arcaísmos son muy poco numerosos. Uno de los más frecuentes es el empleo de la palabra malin en su sentido original; por ejemplo, se dice que hace «un malin temps» (un tiempo maligno) en lugar de «un mauvais temps» (mal tiempo).
Lo que más diferencia el francés canadiense de su lengua es el acento, parecido al normando, más fuerte. La resonancia adquirida así por las palabras suena poco elegante y exige un mínimo de tiempo para que el oído se acostumbre. Otro elemento diferente es que se afrancesan palabras inglesas. Entre otras palabras que se encuentran en este caso citaré el término crosser en lugar de traverser, cuando se habla de cruzar la calle. También usan muchas palabras inglesas. Por ejemplo, le oí emplear al primer ministro de Québec la palabra show (espectáculo) cuando me preguntó si nos había ido bien en el Mont Tremblant.
Por fin, también se encuentran traducciones literales de giros de lenguaje ingleses. Por ejemplo, se oye decir a los canadienses: «On va se faire poser» (que en inglés sería «We are going to take a pose»), en lugar de: «On va se faire photographier» (vamos a que nos saquen una fotografía). Hay, además, expresiones puramente canadienses como «c’est bien de malheur» en lugar de «c'est bien malheureux» (qué mala suerte), o como «c’est pas pire» en lugar de «ce n’est pas mal» (no está mal). Hay otra diferencia muy graciosa: en Canadá se emplean en francés muchas palabras y expresiones que en Francia se usan en inglés, tales como la balle au pied (balompié) en lugar de football; la baile au panier (baloncesto) en lugar de basketball; la fin de semaine (fin de semana), en lugar de weekend; le chandail (jersey) en lugar de pullover, y vivoir (sala de estar) en lugar de living room.
Sólo el pueblo bajo habla un idioma que pueda calificarse de patois, de habla regional y popular; este dialecto de leñadores y campesinos es muy simple y en menos de un mes logré comprenderlo y hablarlo normalmente. Y hasta tal punto llegué a dominarlo que un día que iba en tren y estaba conversando con dos leñadores, uno de ellos me dijo:
—Demonios, ¿de dónde es usted? Tiene un acento extraño, ¿no vendrá usted del oeste?
Cuando se habla con personas de poca cultura no es nada difícil conversar. Pero esto no quiere decir que no se planteen problemas de idioma.
Efectivamente, el acento campesino, los giros especiales y las expresiones extrañas hacen que el francés canadiense resulte ridículo para nuestros oídos, y resulta un poco difícil entenderlo al principio. Así, desde el segundo día de mi estancia en Canadá, mi amigo Francis Aubert —que iba conmigo en funciones de ayudante— era tan guapo que tenía mucho éxito entre las mujeres. Rápidamente noté que, aunque las mujeres de Québec suelen ser muy guapas, mi compañero salía solamente con chicas de habla inglesa. Cuando le pregunté cuál era el motivo, él me dijo:
—En cuanto abren la boca me hacen reír tanto que todos los efectos se desvanecen.
Como no tienen problemas para hacerse entender, los emigrantes franceses no necesitan hacer el esfuerzo de adaptarse a una lengua extranjera, como es necesario casi siempre que se va a vivir a un nuevo país. Además, la falta de dominio de una lengua crea un complejo de humildad en el que llega que le hace ser tratado con indulgencia y simpatía por los autóctonos.
En Canadá, los franceses emplean la lengua con más elegancia y sutileza que los canadienses, y se produce el efecto contrario: los visitantes tienen la tendencia de tratar a sus anfitriones con condescendencia. Se creen que son los hijos de la nación más espiritual del mundo y muchos tienen la molesta actitud de reírse cáusticamente a costa de los canadienses, encasillándolos por sus costumbres y por la pesadez de su forma de hablar. Y es algo que, sin duda, se hace sin malicia, pues esta forma de hacer humor fácil es corriente entre nosotros. Pero a los canadienses, que se consideran de manera justa iguales que nosotros e incluso superiores en muchos campos, no les gusta nada este tipo de bromas.
Esta dificultad de expresión les ha creado cierto complejo de inferioridad que les hace desconfiar de los hijos del «viejo país».
Así pues, la igualdad de idioma, lejos de aproximar las dos razas hermanas, tiende a crear numerosas fricciones que hacen difícil la adaptación de nuestros compatriotas.
Apoyando mi tesis, se puede comprobar que muy frecuentemente los franceses se integran mejor en la parte de habla inglesa del país, lo que es paradójico.
Además de esta cuestión de lengua, es justo y necesario reconocer que la mentalidad, las costumbres y las concepciones de vida de los canadienses son extremadamente diferentes a las nuestras. Hasta tal punto que un francés se siente habitualmente menos fuera de su país en un estado de América del Sur como Argentina, Brasil o Chile, que en esta «nueva Francia» poblada por descendientes de nuestros antepasados.
Separados de la madre patria desde hace más de dos siglos, viviendo aislados en un país inmenso, con un clima duro y un paisaje severo, profundamente influenciado por la civilización estadounidense, los canadienses franceses forman una entidad de carácter original.
Son a la vez muy diferentes de sus vecinos de Estados Unidos y de sus ancestros franceses. Dos influencias, aparentemente contradictorias, marcan profundamente la vida del Canadá francés y crean una mentalidad desconcertante para nosotros: la religión y el materialismo.
En la provincia de Québec, con gran mayoría de pobladores de lengua francesa y donde, además, son numerosos los descendientes de irlandeses, el catolicismo es la religión ampliamente dominante, mientras que el protestantismo, incluso el puritanismo, reinan en el resto del país.
La adhesión de la población de Québec al catolicismo es extrema y recuerda, en muchos puntos, la manifestada por los españoles, evidentemente con una nota original.
Para un francés, incluso católico practicante, la influencia de las formas exteriores de la religión sobre la vida social resulta sorprendente. Se puede decir que ésta la controla y la domina completamente. El ateísmo declarado es una cosa excesivamente rara, que sólo puede perjudicar seriamente a quien así se considere. Es corriente ir a misa cada día; no acudir un domingo es una especie de crimen; frecuentar la iglesia mañana y tarde, incluidos los hombres, es un hábito muy extendido.
El clero, materialmente muy próspero, es increíblemente numeroso. En Québec no se puede andar cien metros sin cruzarse con una sotana o una toca; en casi todas las familias hay al menos un miembro religioso. El clero posee todavía un poder temporal considerable, y ostenta una autoridad que prácticamente tiene categoría de ley… Para muestra, en 1948, una decisión del obispo de Québec prohibía bailar en lugares públicos.
El mismo obispo hizo prohibir los ballets de Roland Petit, en los que, sin embargo, es difícil encontrar contenido erótico.
Se entiende fácilmente que esta devoción y este poder clerical crean un ambiente de sacristía desconcertante para el extranjero y quitan a la vida una parte de su alegría.
Es un hecho decepcionante, además, que la religión influya, sobre todo, en las formas exteriores de la vida.
Se podría pensar que un pueblo tan piadoso debería ser ejemplar en sus costumbres. ¡Pero no se puede decir que en el conjunto de los habitantes de Québec haya más santos que en otros sitios! Parece que allí, como en muchos otros países, la religión no ha tenido finalmente demasiada influencia sobre las costumbres.
De manera muy objetiva, pienso que los canadienses franceses no son ni mejores ni peores que los otros pueblos con los que he vivido; sólo los sherpas del Himalaya me han parecido un poco menos malos que el resto…
En Québec, el libertinaje está menos generalizado que en Francia; pero apenas menos extendido. Las borracheras son un vicio corriente.
La honestidad es mucho más frecuente que en otros países; pero puede pasar también —como en España— que se haga la señal de la cruz antes de hacer una mala jugada.
Entre las clases populares, las costumbres están marcadas por la tosquedad y la caridad cristiana está lejos de ser practicada siempre.
Por todos es sabido que el hockey es el deporte rey. Atrae enormes multitudes y reconozco no conocer espectáculo deportivo más cautivador. Pero, hasta que no se ha visto por primera vez, es imposible imaginar la brutalidad y la violencia del juego practicado en Canadá.
Sólo las corridas pueden dar una idea de la pasión del público y del entusiasmo que éste manifiesta por estas excesivas demostraciones de virilidad. La lucha y el boxeo también tienen muchos seguidores.
Esta brutalidad, este gusto por la violencia se refleja en la vida diaria. Pisar a alguien en el tranvía, o empujar a un peatón por la calle, son molestas torpezas ¡que pueden degenerar en una pelea!
Esta rudeza de costumbres es, sin embargo, comprensible en un pueblo que tiene menos de un siglo, vive casi por completo apartado, en pequeños grupos aislados, en la profundidad de los bosques y en la inmensidad de las planicies de una región donde la naturaleza hace muy difícil la vida.
Si la religión tiene una influencia determinante sobre la vida canadiense, por una singular contradicción el materialismo no la tiene menor.
Aquí, puede que más que en Estados Unidos, el dólar es el rey. En este país inmenso, que acoge menos de veinte millones de habitantes, la vida económica está completamente basada en un capitalismo brutal, donde la libre empresa desencadena una competencia sin piedad.
Aunque está extremadamente bien organizado y dirigido, Canadá es todavía un país de pioneros. Inmensos recursos siguen todavía sin estar explotados. Todo puede desarrollarse aún; todavía quedan mil cosas por crear.
La prosperidad es espectacular, la vida entera del país está vertebrada sobre un gigantesco esfuerzo de expansión.
En un ambiente como éste, todo lo que no genera riqueza se hace despreciable; el dinero es todopoderoso y el valor del individuo se mide, sobre todo, por su cuenta bancaria. «¿Cuánto vale?» es la expresión más extendida —y que siempre me ha chocado— para pedir información sobre un hombre.
En estas condiciones, es evidente que la ostentación de la riqueza es una norma para vivir; y de ella resulta un gusto excesivo por la comodidad y por el lujo.
Este materialismo ostentoso es un poco irritante para algunos franceses que conceden aún mayor preponderancia a los valores artísticos, intelectuales o morales. Pero, cada día más, éstos son la excepción. Se debe reconocer que, después de la guerra, las costumbres americanas se han extendido entre nosotros a una velocidad impresionante, y hoy, aparte del materialismo, no tenemos muchas cosas que aprender de nuestros primos del otro lado del Atlántico.
Es verdad que los canadienses tienen sus defectos: ¿pero quién no los tiene? Tienen también muchas virtudes. Cuando —como yo he podido hacerlo— se consigue derribar el muro de desconfianza con el cual, con toda justicia, se protegen contra los emigrantes franceses, no se deja de descubrirlas.
Gracias a mi situación como entrenador, me relacionaba con una gama de gente muy variada, fui acogido por familias de casi todas las clases sociales y aprendí a conocer bien a las personas de Québec.
Pude comprobar su sentido de la hospitalidad, su bondad jovial, su pasión por el trabajo, la fidelidad de su amistad; esa solidez, esa constancia de la que tanto carecen los franceses, cuyo brío y fascinante frivolidad los hacen tan insoportables en el trato.
No, francamente, no he encontrado que la vida entre los canadienses sea difícil; en pocos meses había conseguido, si no asimilar completamente su mentalidad y su manera de vivir, al menos a soportarlas fácilmente. Hice en este país excelentes amigos y todavía hoy mantengo relaciones por carta con varios de ellos.
El mayor inconveniente de Canadá no me pareció residir entre sus usos y costumbres, sino en su clima. El invierno —que dura cerca de seis meses— es verdaderamente demasiado largo, demasiado ventoso y demasiado poco soleado. Vivir la mitad del año en tales condiciones arrebata a la vida parte de su atractivo. Aunque no lo haya conocido, el verano, extremadamente caluroso, no es mucho más agradable.
El error de los franceses es creer que son la sal de la tierra, que su civilización es superior a las otras. Si, en lugar de querer afrancesar Canadá, lo aceptasen con sus defectos y sus virtudes, muchos de ellos podrían encontrar en esta tierra, todavía semivirgen, un exutorio con una energía creadora difícil de desarrollar en nuestro viejo país superpoblado, y una segunda patria que —aunque es menos amable que la dulce Francia— es más generosa que muchas otras.
Debo mucho a estos primeros viajes al otro lado del océano. Sin duda, no viví en ellos aventuras extraordinarias, pero el contacto con otros continentes, con otros hombres, con una civilización diferente sirvió para ampliar mi visión del mundo, para abrirme los ojos a cosas interesantes alejadas del campo del esquí y la montaña. Desgraciadamente, hasta entonces me había concentrado exclusivamente en éstos últimos. Me enriquecí, además, con unas experiencias humanas que posteriormente me han resultado valiosísimas.
Tras acostumbrarme a vivir con un sistema de rigurosas economías, cuando regresé a Francia una vez terminada mi primera estancia al otro lado del Atlántico, me encontré con que tenía el doble de dinero de lo que en mi vida había tenido. Esta relativa fortuna me permitió tener la suficiente estabilidad material como para arriesgarme a lanzarme a la carrera de guía independiente. Y así lo hice, con todo mi entusiasmo.
El verano de 1949 fue casi tan bueno como el de 1947; gracias a este tiempo favorable y a los numerosos clientes que solicitaron mis servicios, el ensayo de nueva vida resultó un golpe maestro. Acumulaba las escaladas a un ritmo tal que al final de la temporada resultó que me había convertido en el guía que había declarado los ingresos más elevados a la oficina, el que más impuestos pagó. Efectivamente, una de las reglas de la Compagnie des Guides dice que el guía debe dar, de todo lo que ha ganado trabajando en la montaña, un cinco por ciento para la sociedad, que se divide de la siguiente manera: un tres por ciento para los gastos de administración y funcionamiento de la oficina, y un dos por ciento para el Montepío.
De hecho, hice más de cincuenta escaladas dignas de este nombre. También tuve la suerte de ser contratado por algunos alpinistas notables; en mi papel de guía pude lograr escaladas importantes como la primera ascensión directa de la arista de Tronchey en las Grandes Jorasses, las vías Major y Sentinelle Rouge en el Mont Blanc, las Aiguilles du Diable y hasta, por dos veces, la Verte, por la Arista Sans Nom (que a continuación se convirtió en una de mis especialidades porque, desde entonces, la he escalado siete veces). Por desgracia, sin embargo, comprendía, y con mayor claridad que nunca, las dificultades con las que iba a enfrentarme si trataba de especializarme en las grandes escaladas.
Cuando se piensa en lo poco numerosos que son los alpinistas que contratan guías para realizar ascensiones importantes, se puede ver muy claro lo inauditamente afortunado que fui al ser requerido por tantos. A pesar de esto, estas ascensiones de gran categoría ocupaban apenas la mitad de mi tiempo. Para ganarme la vida y no perder los magníficos días de aquella maravillosa pero corta estación veraniega, me vi obligado a hacer muchas clásicas, e incluso a menudo escaladas muy modestas como los Petits Charmoz, los Clochetons de Planpraz, etcétera.
Diría ahora que el oficio de guía exige cualidades de psicólogo. A decir verdad, éstas no sólo son útiles para la realización de la ascensión, sino también para convencer al cliente de la elección más ventajosa. En otras palabras: para triunfar económicamente con este oficio, ¡es necesario tener cualidades de comerciante!
A algunos de mis compañeros este talento no les falta y uno de ellos se ha convertido en auténtico maestro en la materia. Sus dotes de persuasión siempre han sido objeto de mi admiración y sobre todo de mi envidia. Excelente escalador, ha descubierto que la cara sur del Dent du Géant es una de las ascensiones más rentables. La marcha de aproximación es corta, la ascensión breve, pero la montaña tiene un aspecto feroz, la escalada es bastante penosa y difícil, y por todo ello la tarifa es bastante alta.
Cuando un nuevo cliente solicita sus servicios, sea cual sea la ascensión que quiera hacer y sea como sea de valiente el alpinista en cuestión, se puede estar seguro que conseguirá convencerle de que la cara sur del Géant es el recorrido que necesita. A veces todo ocurre sin consecuencias. Pero también suele pasar que el «pardillo» se muestre incapaz de elevarse por esta pared, demasiado difícil para él. No hay que preocuparse, pues una de las técnicas imprescindibles en el oficio de guía es saber izar a un hombre que se ha quedado sin fuerzas o sin medios. Se le subirá, pues, como un vulgar paquete. Lo más extraordinario de la historia es que el cliente casi siempre queda satisfecho; aunque no le haya cogido el gusto a la escalada, la realización de una ascensión tan por encima de sus posibilidades no dejará de engordar su vanidad…
El gran punto débil de mi carrera ha sido mi incapacidad casi total para convencer a los clientes de hacer las ascensiones que me venían bien y no las que ellos deseaban hacer.
Casi nunca he llegado a agrupar varias ascensiones sucesivas alrededor de un mismo punto de partida; para hacer frente a todas las demandas siempre he estado obligado a realizar agotadores y acrobáticos cambios de refugio. Así me he visto conducido a situaciones verdaderamente estúpidas, como por ejemplo hacer en cuatro días dos veces la Verte por la arista del Jardín y dos veces el Grépon, dos ascensiones que tienen puntos de partida diferentes, separadas por dos horas de marcha rápida. En lugar de realizar este encadenamiento de la manera más lógica, es decir, hacer dos veces sucesivas la Verte, luego dos veces el Grépon, he hecho el Grépon, la Verte, el Grépon, la Verte, lo que me ha acarreado diez horas de marcha de aproximación en lugar de cuatro.
Fue en verano de 1949 cuando realicé la más penosa combinación de ascensiones de toda mi carrera: una tarde —después de una avería del teleférico— subí a pie hasta el Plan de l’Aiguille, en total dos horas de esfuerzos; a la mañana siguiente dejé esa cabaña hacia las cuatro y media de la madrugada, escalé el Peigne y luego la Aiguille des Pèlerins por la vía Carmichaël, con lo cual volví al Plan hacia las dos de la tarde. Tras un corto reposo, y dejando allí a mis clientes, hice la travesía hasta el Montenvers en tres horas y subí al refugio de Requin; allí me esperaba un alpinista de Zúrich. Junto con él ascendí a continuación al pico del Géant, lo cual, debido a que la nieve, por el calor del mediodía, estaba blanda, exigió otras tres horas de esfuerzos. De hecho, no logré culminar la escalada hasta las diez de la noche. A las tres de la madrugada siguiente volví a partir para hacer la travesía de las Aiguilles du Diable; como mi cliente no estaba muy en forma logramos regresar a nuestro punto de partida al cabo de quince horas. Tras un día y medio de reposo volvimos a subir al refugio de la Aiguille Noire, escalamos la arista sur, e hicimos vivac en el descenso.
Pese al interés e incluso a la pasión que ponía en mi trabajo de guía, no había abandonado el gran alpinismo no profesional.
Lachenal y yo habíamos decidido intentar, por lo menos, una gran ascensión durante aquella temporada de 1949. Como Louis seguía siendo instructor en la E. N. S. A., el proyecto no era realizable más que durante los dos o tres intervalos de varios días de que disponía. El primero, a finales de junio, no fue favorecido por el buen tiempo y, por lo tanto, quedaba el segundo. Por desgracia, éste caía de lleno en la temporada de guía. Pese a ello, renunciando deliberadamente a importantes ganancias, mantuve libre este periodo de cinco días.
Desde hacía varios años teníamos el proyecto de repetir la famosa cara norte del Piz Badile, cumbre situada en la frontera ítalo-suiza, en el lejano macizo del Bergell.
En aquella época, la reputación de aquella muralla de ochocientos metros de altura era todavía considerable. Cassin y cuatro compañeros habían realizado la primera ascensión en tres días, en una escalada que el mal tiempo había convertido en heroica: Molteni y Valsecchi habían muerto de agotamiento al bajar; Rébuffat y Bernard Pierre habían hecho la segunda en un horario apenas más rápido; luego la cara norte había sido repetida en cuatro o cinco ocasiones, pero ninguna cordada había conseguido hacerla sin vivaquear, siendo el mejor horario de diecinueve horas de escalada efectiva. Tras su conquista, Cassin había declarado que la pared era algo menos alta y menos sostenida que la Walker, pero que, en cambio, algunos de sus pasajes eran todavía más duros. Todo el mundo estaba de acuerdo en reconocer que era una magnífica escalada, de las más hermosas de los Alpes.
Ciertamente inferior a la Walker y al Eiger, la cara norte del Badile parecía ser una de las ascensiones que mejor podían satisfacer nuestro ideal alpino. Para triunfar en una pared tan alta y difícil tendríamos que entregarnos a una dura batalla. Una vez más, íbamos a poder satisfacer nuestra pasión por las verdaderas aventuras, en las que el hombre sólo puede vencer y, a veces, sobrevivir comprometiendo todos sus recursos físicos y morales.
Es verdad que la escalada era por completo rocosa y, en cuanto a su técnica, se salía algo de nuestra especialidad; pero sabíamos que exigía poco artificial y que su roca era un excelente granito en el que nos sentiríamos tan cómodos como en la protogina de Chamonix.
El periodo de tiempo muerto entre dos cursillos llegó para Lachenal y el espléndido tiempo nos convenció para afrontar la prueba del día y medio de tren y autobús necesario para cruzar Suiza. Llegamos a Promontogno demasiado tarde para alcanzar el refugio Sciora antes de que cayera la noche; era un enojoso contratiempo. Nos veríamos obligados a iniciar la escalada sin haber podido descansar convenientemente. Al cabo de una hora de marcha muy rápida, al salir de una estrecha garganta, la pared se nos apareció de pronto con las últimas luces del día. Imponente en su altura y su elegancia, nos pareció espantosamente lisa, y nuestra moral decayó.
Tuvimos entonces la idea de no subir al refugio Sciora que, muy alejado de la base de la pared, es un punto de partida poco cómodo, y vivaquear en el camino. Esta táctica iba a ahorrarnos dos horas de marcha, permitiéndonos otras tantas de sueño.
El porche de un chalé nos ofreció abrigo; la temperatura era casi tibia y, en tales condiciones, nuestro material de vivac nos proporcionó una noche apacible.
Al amanecer sufrimos una gran decepción al constatar que el cielo estaba cubierto de feas nubes aborregadas, el aire era pesado y muchos indicios anunciaban un próximo cambio de tiempo.
Tras tan largo viaje y tantos sacrificios aceptados para intentar la ascensión, ésta era una jugarreta de la suerte. Aquello era una catástrofe, pero nuestra dramática experiencia en la Walker había sido una lección. Ciertamente, nos gustaba el peligro, la aventura y el combate, para mí la vida nunca tiene tanto encanto como cuando corre el riesgo de perderse. Pero aceptar demasiados riesgos, con excesiva frecuencia, conduce a que el juego no pueda prolongarse por mucho tiempo.
Nuestro lema era asumir riesgos con cierta dosificación y lógica.
En aquella pradera verdeante donde un claro arroyo cantaba suavemente, mientras todos los encantos de una naturaleza amable se desplegaban a nuestro alrededor, no encontrábamos el valor de atacar una pared tan impresionante con un tiempo amenazador.
Hacia las siete, el cielo aclaró un poco y decidimos entonces ir a pasar la noche en el primer vivac Cassin. Desde allí, en caso de mal tiempo, la retirada sería fácil, y si, por suerte, el tiempo mejoraba al día siguiente, podríamos alcanzar la cima antes del anochecer.
Era, en cierto modo, la táctica elegida en la Walker y que, finalmente, no habíamos aplicado…
La subida se efectuó sin prisas. Continuamente hacíamos altos para saborear los encantos de aquel macizo salvaje en el que las orgullosas agujas de granito se levantan, casi sin cesar, por encima de los verdes pastos y los románticos bosques de abetos.
A las nueve y media comenzábamos a escalar; muy relajados, subíamos charlando y saboreando aquella elegante escalada que transcurre por inclinadas losas de presas pequeñas pero relativamente numerosas.
Tras haber superado un desplome verdaderamente difícil, nos recibió una vira bastante ancha.
El camino no se veía claro y consultamos la nota técnica. No cabía duda: nos hallábamos ya en el vivac Cassin. Sin embargo sólo hacía dos horas y media que trepábamos y nunca, en toda nuestra vida, nos habíamos apresurado menos. Era algo incomprensible, pero tuvimos que rendirnos a la evidencia: estábamos, sin duda, en el emplazamiento donde los primeros escaladores habían pasado la noche tras haber escalado toda la jornada.
Ante esta revelación, el rostro de Louis se iluminó, sus ojos brillaron con aquella llama pasional que sólo en él he visto.
—¡Pero son todos unos cretinos! —gritó—. ¿Un día para escalar eso? ¡Sin duda estuvieron jugando al mus! Si todo es igual en cuatro horas estamos arriba. El tiempo aguantará hasta entonces. No hay más que hablar. ¡Adelante!
Sin aguardar más partió como una flecha. Ahora la fiera se había desencadenado; me vi por lo tanto obligado a seguirle. Una vez más, íbamos a toda máquina.
Pese a lo que algunos imaginaron a continuación, no subimos uno tras otro sin asegurarnos; pero estábamos tan acostumbrados a escalar juntos que eso nos permitió ganar mucho tiempo. De modo que cuando el primero veía que los últimos metros que le separaban de un punto de reunión no presentaban dificultades particulares, gritaba: «¡Al galope!». El otro soltaba enseguida cuerda del mosquetón y comenzaba a elevarse por el paso. Tras algunos largos de cuerda, aquello representaba un considerable ahorro de tiempo. Inútil decir que cuando el segundo dudaba ante una dificultad, no perdía el tiempo buscando el movimiento correcto y se izaba por la cuerda sin pensarlo mucho.
Naturalmente, llegábamos hasta donde era posible en escalada libre y plantábamos muy pocos pitones. De hecho, con excepción del primer saliente, prácticamente no recurrimos a la escalada artificial.
En una media hora alcanzamos el punto donde la pared se suavizaba; tras un verdadero sprint, llegamos al pie de los grandes diedros que constituyen el paso clave. Louis me dijo entonces:
—¡Vamos, ponte en cabeza! ¡No debes hacer en segundo lugar toda la ascensión, o pronto no servirás ya para nada!
Me lancé, también muy excitado, sobre el primer diedro; gracias a pequeñas presas en las que mis zapatos de suela rígida se mantenían magníficamente, me elevé con la agilidad del mono. Planté dos pitones al azar, y en algunos minutos me hallaba en la cima del paso. Un instante más tarde Louis estaba junto a mí. Me abalancé entonces hacia el siguiente diedro. Tras una decena de metros me detuvo un saliente: planté un primer clavo y, luego, trajiné unos momentos sin conseguir que el siguiente se sostuviera. Sorprendido al no encontrar huella alguna de pitones, llegué a preguntarme si no me habría equivocado de paso.
Louis, una vez consultado, tras haber contorneado una arista, me gritó pronto que la vía estaba más a la derecha.
Descender por un mosquetón, desencordarse y tirar la cuerda tomó bastante tiempo: ¡mi error nos había costado media hora!
Hice todavía tres largos de cuerda, en cabeza, para salvar el honor; luego, considerando que Lachenal era un primero mucho más rápido que yo, le cedí el lugar.
Muy pronto fue evidente que llegaríamos a la cima antes de la noche; abandoné entonces la mayor parte de los víveres que pesaban en mi mochila de segundo y frenaban algo mi ritmo.
El cielo se había puesto muy nuboso, pero el tiempo parecía querer aguantarse todavía unas horas. En vez de reducir la marcha, sumidos en aquel estado de trance que lo hace todo posible, subíamos cada vez más deprisa.
Las travesías superiores se encadenaron como un ejercicio de trapecio. Llegamos entonces a la parte final, donde el terreno se hace lo bastante fácil como para que se pueda subir juntos sin asegurarse.
Lachenal, en absoluto cansado, se puso a correr como una ardilla. Pese a todos mis esfuerzos, yo no conseguía seguir tal cadencia y se vio obligado a reducirla un poco. Por fin, sólo el cielo estaba sobre nuestras cabezas, la cima estaba bajo nuestros pies. Apenas habíamos tardado siete horas y media para subir los ochocientos metros de pared. Empujados por los acontecimientos y la amenaza del mal tiempo, habíamos realizado una curiosa hazaña que, en su época, pareció sorprendente. Sin embargo, sin cometer mi error de itinerario, atacando desde el principio a toda velocidad, habríamos podido rebajar ese tiempo a seis horas y media e incluso menos.
A continuación, algunos expresaron sus dudas en lo referente a la veracidad de este horario, casi tres veces menor que los realizados antes. Pero la historia mostró que no habíamos exagerado. Algunos años más tarde, una cordada de tres escaladores germánicos consiguió hacerla en ocho horas y media, lo que, teniendo en cuenta la pesadez de tal formación, supone ser mucho más rápidos. Dos alpinistas solitarios lo escalaron en tiempos extremadamente cortos. El famoso guía austríaco Hermann Bühl, en cuatro horas y media; el alemán Nortduf —una de las víctimas del drama del Eiger—, en tres horas y media.
Itinerario y vivacs de Cassin al Piz Badile…
De hecho, no habíamos llevado a cabo ninguna hazaña sobrehumana. Nuestra preparación atlética y psicológica nos había hecho descubrir que, en valor absoluto, la cara era, técnicamente, menos difícil de lo que habían creído las primeras cordadas. La acumulación de nuestras experiencias y las excepcionales dotes de Lachenal nos habían permitido adelantarnos en algunos años al alpinismo de nuestra generación.
Hoy, la cara noreste del Badile no se considera ya como una de las más difíciles de los Alpes. Si algunas cordadas vivaquean todavía en ella, muchos la han hecho en nueve y en diez horas.
Este fenómeno de «desvalorización» no es, por otra parte, único. Varias grandes paredes dolomíticas, consideradas primero de extrema dificultad, lo conocieron también.
La mejora de los métodos de entrenamiento de los alpinistas modernos y el ambiente de competición que reina entre los mejores explican perfectamente la situación. El alpinismo no es sólo un deporte, pero también es un deporte. El hombre nunca ha dejado de correr más deprisa, de saltar más alto, de lanzar más lejos; ¿por qué no iba a escalar, también, cada vez más deprisa?
Desde mi ascensión de 1949, llevé de nuevo a cabo la escalada de la cara noreste del Badile con una de mis clientes, la excelente escaladora Suzanne Valentina. La subida nos costó algo menos de doce horas, pero considero que una cordada de cuatro alemanes que nos precedía y no quiso nunca que les adelantáramos nos hizo perder por lo menos tres horas.
Teniendo en cuenta que una joven, por buena alpinista que sea, no puede conseguir el virtuosismo de un superescalador como Lachenal y que, a mis treinta y siete años, ciertamente no tenía ya el mismo punch que a los veintisiete, se advierte que nuestra marca de 1949 era excelente pero no fenomenal.
Habiendo llegado a la cima a las cinco de la tarde, disponíamos de tiempo sobrado para alcanzar, antes de que cayera la noche, el refugio de la vertiente italiana, situado aproximadamente a una hora de descenso. El té hirviente, la buena comida, el reposo estaban allí, muy cerca, y dirigirnos a aquel refugio nos tentaba mucho.
Pero, si elegíamos aquella vía, a la mañana siguiente, para llegar a Suiza, tendríamos que pasar el collado del Bondo y perderíamos así toda la jornada.
Otra solución para regresar, más rápida pero mucho más penosa, era bajar la clásica pero difícil arista norte del Badile.
Siempre muy nervioso, más optimista que nunca por nuestra sorprendente victoria, Lachenal quiso a toda costa tomar esta vía de regreso. Con un poco de suerte podríamos llegar a los pastos antes de la noche, a Promontogno al amanecer y a Chamonix al otro día.
Sabíamos que este descenso había sido ya realizado en tres horas y media. Vista nuestra habitual rapidez en este tipo de ejercicios, podíamos esperar reducir al menos en media hora dicho tiempo. El proyecto era técnicamente realizable y me dejé seducir.
Conservo un confuso recuerdo de aquel final de escalada. Recuerdo sólo que, un cuarto de hora después de haber dejado la cima, la tempestad comenzó a rugir a cierta distancia, lo que aumentó todavía nuestra precipitación. Lachenal, literalmente pasado de voltios, imprimió entonces al descenso un ritmo vertiginoso.
No instalamos rápeles en los pasos difíciles; yo pasaba el primero y me dejaba resbalar, más o menos, por la cuerda que Louis sostenía. Cuando llegaba su turno, con increíble agilidad, bajaba desescalando. Las losas que forman la arista norte no son siempre muy inclinadas y, a veces, para ganar tiempo, se dejaba resbalar y frenaba con sus suelas y el refuerzo de cuero de sus pantalones.
En un momento dado, al contornear un saliente en la cara oeste, descendimos demasiado. Lachenal, creyendo que, más abajo, algunas cornisas nos devolverían a la arista norte, quiso continuar por aquella pared. Convencido de que llegaríamos a unos salientes, me negué obstinadamente a seguirle. Fue la mejor regañina de nuestra cordada. Rabioso, Louis terminó por desencordarse y continuar solo. Yo volví a subir a la arista y continué tranquilamente el descenso. Al cabo de media hora, cuando estaba colocando un pequeño rápel —por otra parte, el único que utilicé—, vi acercarse a Louis, con el rostro algo contrariado. Al haberse encontrado con un obstáculo insalvable, se había visto obligado a regresar a la arista…
Al caer la noche llegamos a las últimas losas. Viéndonos bajar, dos alpinistas que terminaban el descenso y nos habían visto en la cara norte durante la jornada, se quedaron tan estupefactos como si dos fantasmas se hubieran levantado de pronto ante ellos.
Vivaqueamos en los pastos sin haber podido encontrar una gota de agua. La sed me quemaba la garganta de modo intolerable, y sólo de vez en cuando conseguí adormecerme un poco.
De regreso a Chamonix, continué mi actividad de guía. Puesto que las condiciones atmosféricas permanecían invariablemente favorables y los clientes eran más de los que podía satisfacer, haciendo un día los Petits Charmoz, a la mañana siguiente la Verte, al otro día las Aiguilles du Diable, acumulé ascensiones de todo tipo.
Cuando llegó el final de la temporada estaba agotado, pero me sentía feliz, más que en toda mi vida.
Había logrado mi objetivo. Al igual que Michel Croz, Lochmatter, Knübel y Armand Charlet, me había convertido en un verdadero guía, y además en uno de los primeros de mi valle. ¿No era yo el que más había pagado a la sociedad de los guías? ¿No era yo el que más escaladas importantes había logrado realizar profesionalmente?
La verdad es que yo esperaba hacer todavía más. Y, de hecho, había logrado sumar en conjunto unas diez escaladas que sólo raras veces, o incluso nunca, eran realizadas por los guías en el ejercicio de su profesión. Aparte de la arista de Tronchey, ninguna de ellas era, sin embargo, una hazaña.
Posteriormente, en mi carrera de guía tuve algo más de suerte en este sentido. Gastón Rébuffat y yo somos los dos guías de la generación posterior a la segunda guerra mundial que más importantes y más numerosas escaladas de envergadura hemos realizado como profesionales.
A pesar de esto debo confesar que yo había esperado en este terreno resultados mejores. Por otro lado, ésa es la única pequeña decepción que me dio el oficio de guía.
A pesar de todos los sacrificios que he hecho y de los riesgos que a veces he asumido a fin de poder dedicarme a un alpinismo de envergadura en el marco de mi actividad de guía, el número de éxitos que he obtenido es bastante modesto.
Con excepción de las cinco grandes cumbres de Perú, conquistadas con mis clientes y amigos holandeses, y que me dieron algunas de las principales satisfacciones de mi vida como profesional, en los Alpes solamente he logrado realizar una escalada verdaderamente memorable: la tercera ascensión del pilar de Frêney, en el Mont Blanc. Fue una escalada mixta, muy larga, y que en las zonas más elevadas presenta algunos pasajes de gran dificultad: es el más difícil de los itinerarios que conducen a la cumbre más alta de Europa.
También pude culminar cinco o seis empresas de un nivel algo inferior como la cara norte del Badile, la cara este del Gran Capucin, la cara norte del Triolet, etcétera.
Así como he tenido una suerte inaudita en mi carrera de aficionado, me ha faltado en la de guía de grandes ascensiones. Por no hablar del mal tiempo que hizo que se abortaran tantos proyectos gloriosos, cada vez que encontraba a un cliente decidido a emprender grandes ascensiones, siempre ocurría que al año siguiente caía enfermo o se casaba y hasta incluso se mataba…
En un nivel un poco inferior, los resultados han sido mucho más satisfactorios. A lo largo de mis dieciséis años de carrera he logrado realizar unas sesenta ascensiones de un nivel que raramente se alcanza a título profesional, como son la arista sur de la Aiguille Noire, la Verte por la Sans Nom, la vía Major del Mont Blanc, la cara norte del Corno-Stella, la cara norte del Roseg, la cara norte directa del Obergabelhorn, etcétera. Si bien Gastón Rébuffat me lleva clara ventaja por el número de ascensiones de primera categoría, creo poder decir que ninguno de mis colegas ha logrado acumular tantas salidas de esta clase. Sin embargo, para mí, el resultado es un poco decepcionante si se tiene en cuenta que en total habré realizado entre seiscientas y setecientas ascensiones como guía o instructor, distribuidas de esta manera: unas cincuenta al Grépon por las diferentes vías clásicas, unas cuarenta a la Aiguille des Pèlerins, más unas veinte travesías de los Petits Charmoz y una multitud de ascensiones por la vía normal, todavía más sencillas, a picos como la Aiguille du Plan, la Tour, etcétera.
Repito que el oficio de guía, absolutamente en todos los casos, no consiste en realizar hazañas, sino en hacer ascensiones clásicas por las vías fáciles, y me equivocaría si me quejase.
Por otro lado, incluso en su práctica más modesta, el oficio me ha resultado siempre apasionante. Casi siempre se crea entre el guía y su cliente una simbiosis que da a las relaciones humanas en esta profesión un clima más agradable que en ninguna otra.
Dar la alegría de escalar una cima a un hombre que, sin su guía, no la habría podido alcanzar nunca, siempre me ha parecido una obra de creación, una realización tangible, y me da el mismo placer que puede sentir un artesano cuando realiza un trabajo que le gusta, o incluso un artista al producir su obra maestra.
Con cada escalón que se sube, es más difícil de lo que se imagina poder hacer bien este trabajo. Aunque es evidente que la mayoría de los clientes hace recorridos proporcionales a sus medios, por mezcla de todo tipo de factores no es extraño que éstos no sean ligeramente superiores a sus posibilidades reales.
Es un hecho: muy pocos clientes consiguen dominar la situación. De ello resulta que, sea cual fuere la clase de las ascensiones, el guía debe hacer constantemente el esfuerzo de velar por la seguridad de la cordada y ayudar a su compañero a triunfar sobre obstáculos que están al límite de sus posibilidades.
A final de temporada, algunas veces me ha pasado que he tenido que llevar a colectivos de turistas hasta refugios. Estos paseos por glaciares apenas pueden ser denominados alpinismo; pero incluso a este nivel ¡no podían considerarse nada simple!
Para estos turistas, la montaña era un mundo del que ignoraban todo; la grieta más pequeña los detenía y yo debía ayudarlos a franquearla. Muy pronto se sentaban cansados y era necesario animarles a superar esa debilidad. Habituados a caminar siempre sobre elementos estables, el hielo y los bloques eran para ellos trampas traicioneras; en cualquier momento se escurrían sin razón y debía cogerlos al vuelo.
Cuanto más se eleva el nivel de los recorridos, más complejos se hacen los problemas; por otra parte, la desproporción entre las fuerzas del cliente y la escalada realizada tiene tendencia a incrementarse a medida que se eleva el nivel de las ascensiones.
En cuanto se dejan las vías fáciles, el oficio de guía se convierte en una aventura permanente. El número, relativamente elevado, de guías muertos en el ejercicio de sus funciones es una prueba indiscutible de lo que afirmo.
Casi siempre el cliente se ve superado más o menos gravemente por los acontecimientos. El jefe de la cordada no puede dejar que su atención decaiga ni un solo instante. He visto muchas veces a un escalador que me seguía, y que parecía muy seguro en su sitio, perder en un instante esa posición segura.
En la arista sur integral del Moine, tras haber cometido un pequeño error de itinerario, hice una escalada expuesta pero bastante fácil; cuando llegué al extremo de la cuerda encontré una pequeña plataforma, pero no había saliente donde asegurarme. Más abajo habíamos franqueado ya pasajes de mucha mayor dificultad, pero el cliente que me seguía los había superado lleno de fuerza. De hecho, hubiera podido arriesgarme —ya que en apariencia el riesgo era bastante reducido— a hacerle escalar sin ir asegurado; en casos semejantes yo había actuado así bastante a menudo, pues cuando se trata de escaladas un poco largas es imposible asegurar cada paso. Como era una escalada clásica, no llevaba martillo, aunque tenía en los bolsillos algunas clavijas. Es algo que suelo hacer siempre, «por si acaso». Gracias a una premonición bastante extraordinaria decidí en el último momento que lo mejor era asegurar cada paso: busqué una fisura horizontal donde poder situar una clavija sin necesidad de clavarla con martillo; volví unos cuantos metros hacia atrás y encontré lo que buscaba. Entonces, ya tranquilo, hice que subiera mi compañero de ascensión. Apenas había avanzado dos metros cuando, sin motivo aparente alguno, se cayó. Hizo un péndulo de siete u ocho metros, pero, gracias a la clavija, logré sostenerlo. Sin embargo, me costó bastante hacerle subir hasta donde yo estaba. Sin aquel clavo puesto en el último momento, «por si acaso», no hubiera podido sostener el impacto de la caída al vacío; hoy día mi nombre estaría en la lista in memoriam.
Éste es un ejemplo más entre muchos otros. Con las tres cuartas partes de los clientes, sobre todo en las ascensiones de nieve y hielo, se corre a cada paso el riesgo de verles resbalar, de repente, sin pronunciar antes un grito que nos avise. ¡Ay del guía que, distraído durante un solo segundo, se deja arrastrar cuando no está en una posición que le permite sostenerse en equilibrio! ¡Cuántos han caído así!
La atención no basta; son precisos también tesoros de ingenio y de paciencia para permitir a los clientes superar —sin izarlos con la cuerda— pasos que, sin explicaciones, aliento, es decir sin una discreta ayuda, serían incapaces de franquear.
Cuando el mal tiempo llega, en pocos minutos las dificultades se multiplican, las «clásicas» se convierten en grandes escaladas, los «turistas», debilitados por el frío y el viento, paralizados por el temor a los relámpagos, pierden gran parte de sus capacidades. En estas condiciones, devolverlos a buen puerto es un asunto serio al que nadie puede jurar que dará una conclusión feliz…
Hacer grandes escaladas como profesional ha reclamado de mí, a menudo, más tensión y esfuerzo que llevar a cabo escaladas extremas con un compañero de primera línea. Podría ennegrecer páginas y páginas contando todas las situaciones delicadas, angustiosas incluso, en las que me he encontrado.
En el curso de una de mis escaladas por la arista sur de la Noire acababa de terminar la difícil travesía que permite salir del gran diedro de la quinta torre. Es un pasaje muy delicado, que se abre a un impresionante vacío, y que durante mucho tiempo fue considerado como un paso de sexto grado.
Mi cliente había escalado brillantemente hasta llegar a aquel punto. Convencido de que pasaría sin dificultades, no me molesté, para ganar tiempo, en instalar el complicado dispositivo de cuerdas que solemos llamar de «teleférico» y que permite al alpinista realizar una travesía horizontal asegurándole a la vez por delante y por detrás.
Grité a mi compañero diciéndole que cruzara despacio, pero él, impresionado por el poco atractivo aspecto del paso y temiendo, en caso de fallar, quedarse colgado en un vacío de donde me iba a ser difícil sacarle, empezó a dudar. Avanzaba apenas unos centímetros y después regresaba rápidamente a su punto de partida.
Como yo sabía que mi acompañante era perfectamente capaz de pasar y que lo único que se lo impedía era el miedo al vacío, usé todos los medios de los que disponía para tratar de animarle: la explicación técnica, la petición amistosa, la burla y hasta unos gritos furiosos. Nada servía. Me miraba con unos ojos llenos de súplica y permanecía obstinadamente aferrado a su pitón de reunión.
La broma duró más de media hora. El cielo estaba encapotado; yo todavía tenía esperanzas de poder concluir la escalada sin vivac, y como volver a cruzar el paso en dirección contraria para instalar el teleférico me parecía una operación muy larga y delicada, no quería en modo alguno ejecutar esta maniobra. Pero estaba a punto de resignarme a hacerlo cuando, movido por una inspiración irreflexiva, le grité:
—Oye, si no cruzas dejarás de ser mi amigo. ¡No volveré a hablarte en toda mi vida!
¡Ni siquiera tocar la flauta mágica hubiera podido producir un milagro como aquel! Ante mi intensa sorpresa y enorme satisfacción, apenas terminada esta frase el hombre se lanzó a cruzar el paso con toda la energía que da la desesperación, y pronto se encontró a mi lado.
Durante la primera ascensión de la arista del Tronchey directa, quedé detenido mucho tiempo por un enorme desplome. Utilizando todos los recursos de la técnica y «subiendo al paquete» durante varios metros, conseguí pasar. Por encima, las dificultades descendían, la cima parecía muy próxima y el éxito garantizado.
Desafortunadamente, mi cliente, M. Gourdain, aunque era un excelente alpinista, nunca había abordado dificultades tan extremas y atléticamente no estaba preparado para ello. A pesar de todos sus esfuerzos, no pudo conseguir subir; las cuerdas, pasando por varios mosquetones, sufrían demasiada fricción para que yo pudiera izarle, mientras él colgaba en pleno vacío.
Estábamos derrotados, a pesar de que la victoria estaba al alcance de la mano; tendríamos que bajar penosamente por esta gigantesca arista que nos había llevado más de un día escalar.
Todo ello era demasiado estúpido. No llegaba a decidirme y buscaba desesperadamente un medio de hacer que el segundo subiese hasta donde me encontraba.
Recorriendo una vira hacia mi derecha, comprobé que, más al este, el desplome dejaba sitio a una placa que, aunque parecía muy lisa, no llegaba a ser vertical del todo. Si mi cliente conseguía atravesar hasta allí, conseguiría hacer que escalase los quince o veinte metros que nos separaban.
Después de todo tipo de movimientos gimnásticos y de maniobras, conseguí sacar las cuerdas de los mosquetones, que abandoné sobre los cuatro o cinco pitones que estaban colocados en el desplome, y se las reenvié a Gourdain. Desgraciadamente, no consiguió atravesar hasta la placa. ¿Qué podía hacer? Viendo una pequeña plataforma por debajo de mí, grité a mi compañero para que se dejase pendular hasta ella. Debía balancearse siete u ocho metros en pleno vacío, y poca gente hubiera aceptado hacer una acrobacia tan impresionante. Se lanzó con mucha valentía y, en un instante, se encontró en la plataforma; pero ésta estaba más baja que el punto de partida y el movimiento era irreversible. Como todos los puentes de unión habían desaparecido, era obligatorio que Gourdain subiese hasta mí costase lo que costase.
La placa resultó ser de una dificultad extrema. Después de todos los esfuerzos que había realizado para intentar superar el desplome, Gourdain tenía los brazos sin fuerza y no conseguía elevarse. Yo estaba sobre una vira estrecha, en una posición poco favorable para recuperarle y no conseguía izarle. La situación se volvía trágica. No encontraba ningún medio de bajar hasta ningún punto que estuviese por debajo de mí. Si no encontraba una solución ¡sería dramático!
Entonces recordé una técnica utilizada para sacar a los heridos de las grietas; ayudado por pitones y mosquetones, preparé una especie de «polipasto» que permitía desmultiplicar los esfuerzos de tracción. Gracias a esta mecánica, Gourdain pronto estuvo a mi lado.
En otra ocasión, había emprendido la ascensión del Mont Maudit por la arista sureste, con uno de mis más antiguos clientes, un hombre que tenía entonces alrededor de cincuenta y ocho años. Como las condiciones de la montaña no eran buenas, nuestro avance fue lento. Al empezar la tarde, cuando nos estábamos acercando a la cumbre, cayó sobre nosotros la tormenta, encima de las borlas de lana de nuestros gorros saltaban las chispas y yo volví a experimentar el pánico que suelen provocar en mí estas manifestaciones de la naturaleza desencadenada.
Al cabo de algunos minutos la tormenta se alejó, pero la montaña quedó envuelta en brumas y un viento violento empezó a soplar arrastrando pequeños copos de nieve muy dura que golpeaban nuestros rostros y quedaban pegados a nuestras gafas. En medio de una auténtica tormenta, se hizo necesario emprender el descenso.
La vía normal, que era la que íbamos a tomar, está formada por inmensas pendientes de nieve muy inclinadas y recortadas por seracs y paredes de hielo. Incluso cuando hace buen tiempo, si no se encuentran huellas, resulta muy difícil descubrir el camino en un terreno sin puntos de referencia como aquel. En medio de la niebla, la nieve y la tempestad, descender por allí era desde luego delicado, y sólo mi perfecto conocimiento de aquellos lugares me permitía tomar la dirección con seguridad. Desgraciadamente, mi compañero no tenía muy buena vista; con las gafas llenas de nieve debido a la tormenta, estaba prácticamente ciego; como siempre que se trata de un descenso, él era el que marchaba delante; pronto tuve que constatar que, incluso conducido por mi voz, era incapaz de encaminarse en la dirección correcta; avanzaba zigzagueando en todos sentidos y parecía haber perdido completamente el control.
Pero no podíamos quedarnos mucho tiempo allí sin correr el riesgo de quedar helados; era necesario descender, y pronto. No encontré mejor solución que ponerme el primero y dejar que el cliente me siguiera al otro extremo de un tramo de cuerda de cuatro a cinco metros.
Para colmo de desdichas, la pendiente, que ya era bastante fuerte, tenía la nieve muy endurecida y en algunos puntos emergía el hielo. En aquellas condiciones cramponear era delicado y mi cliente, fatigado y sin apenas ver, no parecía sentirse muy a gusto: en cualquier momento podía dar un paso en falso y resbalar. No hace falta decir que pasé una gran inquietud durante todo aquel descenso, pues por un lado tenía que escrutar una espesa niebla para encontrar el camino y por otro vigilar atentamente a mi cliente que, en cualquier instante, podía caérseme encima, hacerme perder el equilibrio y atravesarme con las veinte puntas de sus crampones.
La verdad es que en toda mi carrera de guía no he tenido ni veinte clientes que tuvieran verdadera facilidad y actuaran tranquilamente en las escaladas. Había tres o cuatro capaces de seguirme hasta que yo ponía «la directa». Junto a uno de estos viví una jornada poco frecuente y divertida. Era un suizo de habla alemana; nunca había escalado con un guía, pero, como su compañero de cordada se había hecho una herida, me contrató para no perder los últimos días de sus vacaciones.
Partimos hacia el Grépon, por la vertiente del Mer de Glace, una gran clásica larga y difícil. La tarde anterior, cuando subíamos hacia el pequeño refugio-vivac de la Tour Rouge, instalado en una posición aérea en el cuarto inferior de la muralla, pude notar la sorprendente facilidad con que trepaba aquel nuevo cliente.
Al amanecer, desde el mismo momento en que partimos, empecé a subir deprisa, y viendo que mi compañero me seguía perfectamente, pronto me puse a todo gas. De vez en cuando me volvía para ver si flojeaba y todas las veces me lo encontraba sonriente y sin perder apenas el aliento. En dos o tres ocasiones, por educación, le pregunté:
—¿Va bien? ¿No corremos demasiado?
Y siempre me contestaba lo mismo:
—No, no. ¡Muy bien!
De vez en cuando se detenía un instante y con sorprendente destreza abría la cámara fotográfica que llevaba en el pecho, enfocaba y apretaba el disparador.
Cuando el terreno se empezó a hacer más difícil y fue necesario usar toda la longitud de la cuerda, la cadencia apenas si se desaceleró; cuando, llegado al final de aquel paso, me di la vuelta, él había escalado ya varios metros y con la agilidad de una ardilla llegó a mi lado al cabo de pocos segundos.
Aunque nos habíamos detenido una veintena de veces para hacer fotografías, alcanzamos la cumbre al cabo de solamente tres horas y media después de haber salido del refugio, es decir, que habíamos invertido una hora y media menos de lo que yo esperaba.
Eran las ocho y media de la mañana… Yo me sentía en plena forma, el nuevo cliente ascendía como un avión, y nos quedaba tiempo de sobra para otra escalada. Le sugerí que cruzáramos toda la cara oeste de la Aiguille de Blaitiére para llegar hasta a la arista sur del Fou y acabar la jornada con esa preciosa escalada. Combinar un itinerario de aquella manera era una idea original e incluso peregrina, pero me parecía divertido hacerlo, aunque exigía «cabalgar» de verdad…
Me sentí muy decepcionado cuando mi helvético me contestó en tono muy dulce:
—No, señor Terray, no me interesa. Escalar deprisa, tal como acabamos de hacerlo, me ha parecido divertido. Nunca lo había hecho así. Pero ya tengo suficiente porque, sabe usted, a mí lo que me gusta de la montaña es el contacto con la naturaleza y la contemplación de los maravillosos paisajes de la montaña. Así que, como tenemos un tiempo espléndido y le he contratado para todo el día, ahora nos quedaremos aquí hasta mediodía.
Si cada una de las ascensiones de un guía es, más o menos, una aventura, sin hablar siquiera de los problemas técnicos, la dirección de una temporada profesional es también una cosa apasionante. Durante los periodos de buen tiempo, el esfuerzo que debe realizarse para hacer frente a la situación nos lleva a veces a un agotamiento tan extremo como el de las más duras escaladas.
Ciertamente, nadie nos obliga a aceptar todas las ascensiones y a no descansar. Algunos dirán, incluso, que la avidez del lucro es el único móvil de tales esfuerzos. Sin embargo, creo poder asegurar que al aceptar todas las ascensiones, llevando a cabo prodigios para satisfacer todos mis compromisos, yo no pensaba en el dinero. Resultaba más bien una especie de juego, cuya única regla era siempre ir hasta el extremo de lo humanamente posible. De hecho, con una o dos excepciones, jamás tomé un descanso voluntario durante las temporadas de montaña, en cambio, en varias ocasiones, llegué al límite de mis fuerzas y fui salvado por el mal tiempo, como un boxeador por el gong.
Un día había escalado la arista sur del Fou, escalada larga que exige bastante esfuerzo. Mi cliente, de edad bastante madura, había avanzado lentamente y no llegué de regreso a Montenvers hasta bastante entrada la tarde. Me sentía muy cansado, pero aquella misma tarde tenía que subir al refugio del Requin donde me esperaban dos clientes canadienses. Cuando terminé de cenar eran ya las nueve de la noche.
Teníamos que subir hasta la cumbre del Dent du Requin por la vía normal, escalada clásica por la que se pagaba una tarifa bastante baja. Los canadienses eran gente muy amable y hubieran comprendido fácilmente que, muerto de cansancio, yo renunciase a acompañarles. Las consecuencias que para mí podía tener perder aquel trabajo eran insignificantes.
De todas formas, decidí salir. Cuando estaba en el glaciar se averió mi linterna frontal: como el cielo estaba nublado y la noche muy oscura, me perdí en una red de grietas. Antes de encontrar un buen camino pasé bastante tiempo errando y, casi extenuado, llegué a la cabaña pasada la medianoche.
Me levanté a las tres de la madrugada. Sentía los miembros pesados y la cabeza vacía; hubiera pagado diez veces el precio de la escalada por seguir durmiendo. Pero los clientes, sin saber nada de mi drama, estaban ya allí, alegres ante la perspectiva de un bello día. Había que ir. Era como la misión de un soldado: yo no tenía ni idea de por qué actuaba, pero actuaba. Ademanes y palabras repetidos cien veces fueron encadenándose uno tras otro y fue así como, bajo el viento del amanecer, me encontré caminando penosamente por el sendero; entonces tuve un vahído y estuve a punto de desplomarme; pero los clientes no vieron nada y me recuperé. A medida que ascendíamos, mi cuerpo volvió a calentarse y me sentí mejor. ¡Logramos coronar la cumbre!
Cuando, por la tarde, bajo una fina lluvia, devolví a Montenvers a mis dos clientes, encantados con su escalada, di gracias a la providencia que, con las aguas del cielo, me enviaba también el reposo. Mis dos canadienses no supieron nunca que aquella jomada me había exigido esfuerzos más heroicos que los necesarios para escalar la Walker…
En otra ocasión, y tras una serie especialmente dura, me encontraba subiendo al Petit Dru cuando me sentí desfallecer y me pregunté si podría llegar a la cumbre.
Desde el comienzo de la escalada mi cliente, que no estaba en forma, trepaba con gran lentitud y muchas dificultades; sin embargo, demasiado ocupado en tratar de superar la debilidad que yo mismo sentía, no vi hasta qué punto sufría él. De repente noté la palidez mortal de su rostro; estaba ojeroso, tenía la nariz encogida, y se encontraba visiblemente a punto de agotar todas sus fuerzas. Parecía poco probable que, en tal estado, pudiera resistir mucho tiempo. Para salvar el honor bastaba con resistir algo más que él… Continuamos la escalada, se sucedieron largos de cuerda; con el rostro cada vez más pálido y la nariz más encogida, mi cliente no se decidía a abandonar.
El secreto desafío que, en lugar de ser la conquista de la cumbre, consistía en evitar el deshonor del abandono, empezaba a resultarme insoportable. Al final, mi pobre compañero se sentó en una cornisa rocosa y con acento triste pero mucha amabilidad me dijo que ya no podía más, que le daba pena por mí, pero que, sintiéndolo mucho, algo estaba fallando y, aunque había forzado al máximo su resistencia, ya no podía avanzar ni un metro más…
Yo traté de poner cara de circunstancias, pero apenas podía ocultar la alegría animal que me invadía: había salvado el honor. Pronto podría ir a echarme y dormir.