Durante este par de años, dos acontecimientos históricos cambiaron profundamente el curso de mi existencia: la campaña de liberación de Francia y el final de la guerra.
A partir de 1942, la región de Chamonix había sido un importante foco de resistencia. Los maquis poblaban la montaña y muchos hombres del valle pertenecían a organizaciones clandestinas.
Personalmente, contribuía al avituallamiento de los maquis. Varios de sus jefes eran amigos míos, e incluso algunos bastante íntimos. Vivía en contacto permanente con la resistencia y no ignoraba casi nada de su actividad, aunque en realidad no formaba parte de ninguna organización.
Hoy me pregunto por qué no participé más activamente en la primera fase de la liberación. Aunque argumentos no me faltan, ninguno me parece convincente. En primer lugar, no existía ninguna razón material para pasarme a la clandestinidad. Al trabajar en el mundo rural —dirigía una explotación agrícola—, estaba exento de ir a Alemania a cumplir el Servicio de Trabajo Obligatorio impuesto por el ocupante. De hecho, salvo uno o dos controles, nunca me sentí obligado a nada y jamás tuve la impresión de que mi libertad de movimientos estuviera restringida.
Asimismo, al no estar vinculado a ningún partido político, tampoco tenía motivos para desempeñar un papel activo en la guerrilla. Ahora bien, el objetivo de la Resistencia era el de combatir y eliminar al invasor alemán. Es indudable que, como cualquier francés, hubiera debido unirme a ella y participar más activamente de lo que lo hice.
En sus comienzos, los movimientos clandestinos no me parecían tener otra meta que la de permitir a los refugiados políticos y a los jóvenes llamados a filas para el Servicio de Trabajo Obligatorio en Alemania escapar a un destino nada envidiable. Durante este primer periodo, tuve la impresión de cumplir sobradamente con mi deber aprovisionando a los maquis, e incluso escondiendo en mi casa a algunos jóvenes comprometidos. Cuando fui consciente de la lucha armada que llevaba a cabo la Resistencia, debo confesar que me causó cierto rechazo al principio, sobre todo a causa del ambiente de conspiración en el que se llevaba a cabo el combate clandestino y también debido a las rivalidades existentes entre las personas y partidos que componían los diferentes movimientos de la Resistencia.
Es probable que me hubiera sumado a una insurrección a cara descubierta, y los hechos demostrarían más tarde que era capaz de ello; pero como nada me obligaba a ser clandestino, entré en la clandestinidad sin ningún convencimiento. No obstante, yo había informado a varios jefes de la Resistencia, algunos de los cuales no eran simples responsables locales, que podían contar conmigo cuando la lucha armada alcanzara una fase francamente insurreccional.
También he de confesar que el trabajo de la granja me absorbía por completo y, un tanto atolondrado por mi pasión montañera, no era consciente del papel que podía desempeñar la Resistencia en la liberación de Francia. En resumen, seguía ciegamente el destino individual que me había labrado voluntariamente sin preocuparme demasiado por el del país.
Después del 6 de junio, la acción de la Resistencia se intensificó y los acontecimientos se precipitaron. En la Alta Saboya los alemanes sólo controlaban los núcleos más importantes. En el alto valle de Arve estaban sólidamente instalados en Chamonix y todos los hoteles importantes habían sido convertidos en hospitales para los heridos, pero los demás pueblos del valle estaban prácticamente en manos del maquis.
Consciente de que la fase insurreccional de la Resistencia no tardaría en llegar, dije a uno de mis amigos, oficial del Ejército y jefe de un grupo de resistentes, el capitán Brissot-Perrin, que me avisara cuando quisiera que me uniera a él para entrar en combate. No tardé en recibir un mensaje diciéndome que ese momento había llegado y poco tiempo después me presenté en su cuartel general situado en el caserío de Chavands. Como las armas escaseaban y no se las daban a quienes acababan de llegar, hice de correo durante veinticuatro horas entre nuestro grupo y otro que había tomado posiciones por encima del pueblo de Servoz. Sin embargo, la situación era confusa. Los jefes de los diferentes grupos de combatientes daban la impresión de no llevarse muy bien; en cualquier caso, la autoridad de mi amigo no era unánimemente reconocida. Dos días después de haber comenzado a prestar servicio y mientras esperaba recibir órdenes calentándome al sol delante de la vieja granja que servía de cuartel general, un grupo de hombres armados se presentó en un estado de gran nerviosismo preguntándome si el capitán se encontraba allí. Al responderles afirmativamente, los visitantes se precipitaron al interior de la vivienda dándome un buen empujón. Oí una violenta discusión y después salió el grupo armado. Poco después, Brissot-Perrin me dijo que se había visto obligado a dimitir y me aconsejó que volviera a casa, algo que hice inmediatamente. Más tarde, todos los maquis tomaron posiciones en los alrededores de Chamonix. Ante esta amenaza, los alemanes se agruparon y se hicieron fuertes en el Hotel Majestic; después de unas intensas negociaciones, terminaron por rendirse sin combatir.
Francia estaba prácticamente liberada, pero el ejército alemán se había retirado a la frontera italiana, se había atrincherado en ella y desde esa posición efectuaba peligrosas incursiones en los valles altos de la vertiente francesa.
La acción de la Resistencia había tocado a su fin, pero la guerra continuaba. Los antiguos maquis tendrían que ser reconvertidos en una tropa verdaderamente militar, más o menos directamente vinculada al Primer Ejército que había desembarcado en África. En la región de Chamonix, el periodo de transición fue muy confuso. Las rivalidades entre personas y partidos alcanzaban el cénit y pudimos asistir a acontecimientos casi cómicos.
Como otros muchos alpinistas parisienses, Pierre Allain y René Ferlet entre otros, Maurice Herzog se había refugiado en la cabecera del valle de Arve. Solicitó un mando acorde con su grado de teniente en situación de reserva. Pero como no tenía un largo historial de resistente, fue recibido con frialdad por los jefes del Ejército Secreto. Molesto por ello, y aunque no tenía ningún contacto con el Partido Comunista, acudió al grupo de los Francotiradores Partisanos. Como no andaban sobrados de mandos, Herzog fue recibido con los brazos abiertos y elevado al grado de capitán. Casi todos los alpinistas que no eran de Chamonix entraron a formar parte de la Compañía Herzog, salvo Gastón Rébuffat quien, después de haber servido en ella durante varios días, estimó más prudente y más político no comprometerse con un grupo ligado al Partido Comunista y decidió unirse al grupo del Ejército Secreto.
Herzog era uno de mis compañeros de montaña y sólo unos días antes de la liberación de Chamonix habíamos realizado juntos la primera ascensión de la vertiente norte del Col du Peuterey y regresado por la arista de Peuterey y la vía normal del Mont Blanc. Me pidió que me uniera a su grupo, pero la confusión que reinaba y las rencillas existentes en este ejército en proceso de gestación no me gustaban en absoluto. Me negué rotundamente y me refugié en las labores terrenales de mi granja, entre otras cosas para cosechar las patatas, con la aprobación sin reservas de mi mujer, dotada de un gran sentido práctico.
Los primeros días de octubre, no recuerdo exactamente la fecha, recibí la visita de un compañero de J. M. que se llamaba Beaumont. Pertenecía a una compañía de maquis que actuaba en el Isére y que se había hecho famosa por sus golpes de mano con el nombre de Compañía Stéphane, porque éste era el seudónimo que utilizaba su jefe y animador, el capitán Étienne Poiteau, que había sido cadete de la Academia General Militar de Saint Cyr.
Stéphane —en cuyas tropas había numerosos monitores alpinos, procedentes de J. M., así como buenos esquiadores y alpinistas del Delfinado— quería organizar una compañía de alta montaña capaz de hacer frente a los alemanes en las crestas de los Alpes y también capaz, con el tiempo, de llegar a desalojarles.
Para reforzar la compañía con el mayor número posible de técnicos alpinos, envió a Beaumont a Chamonix para que persuadiera a algunos guías y monitores de la zona, hasta lograr que entrasen a formar parte de su grupo.
Beaumont tenía el don de la palabra. De hecho, después aprovechó esta cualidad en su vida de representante. Con grandes dotes persuasivas, supo ensalzar las bondades de la Compañía Stéphane, su glorioso pasado, su buena organización fundamentada en métodos auténticamente militares, el estupendo ambiente que se respiraba dentro de ella, el lugar de honor que ocuparía y, al fin, el argumento que a mí me pareció decisivo: me aseguró que los amigos con quienes esquiaba y salía a la montaña en los primeros tiempos —Michel Chevalier, Pierre Brun, Robert Albouy y J.-C. Laurenceau— formaban parte de la tropa y me estaban pidiendo que me incorporara.
La buena reputación de la que gozaba el capitán Stéphane y el hecho de que su compañía fuera una auténtica unidad militar, que para mí era una garantía de seriedad, la presencia de mis mejores amigos en ese grupo y también, sin duda, el demonio de la aventura que moraba en el fondo de mi corazón, fueron los factores que, conjugados, acabaron por adquirir la consistencia suficiente para hacer pasar a un segundo plano el afecto que sentía por mi mujer y el gran interés que prestaba a la tierra y al ganado. Acto seguido, hice el macuto y me fui a ponerme al servicio de mi país participando en la última fase de la guerra.
Cuando me pongo a pensar hoy en ello, no deja de sorprenderme el talento desplegado por el sargento Beaumont para enrolarnos. No solamente logró que me comprometiera por escrito con el Ejército, cuando en realidad sentía una gran aversión hacia el estamento militar, sino que consiguió llevar a Grenoble a otros tres habitantes del valle de Chamonix, en particular al guía y amigo Laurent Cretton, que además de estar casado, tenía tres niños.
Tengo por principio no arrepentirme nunca de lo que he hecho, pero si alguna vez cometí una locura de la que no he dejado de alegrarme es la de haberme integrado en la Compañía Stéphane. Los ocho meses pasados dentro de esa unidad deben figurar, sin duda alguna, entre los más maravillosos de toda mi existencia.
La Compañía Stéphane no era tan perfecta como me la había descrito Beaumont; se trataba de una institución humana y, como tal, fallaba en numerosos detalles. Pero era un grupo extraordinario y, sobre todo, su jefe era un hombre excepcional que comunicaba, como ninguna otra persona, el entusiasmo y la fe en lo que hacía. Al principio, esta compañía era un simple grupo de guerrillas cuyo cuartel general estaba situado en Prabert, en pleno corazón de las sierras de Belledonne. Stéphane, en lugar de dejar que sus hombres se enmohecieran por la inactividad, como ocurría con la mayor parte de los maquis —pues éste era el mal que padecían muchos de ellos—, les sometía a un entrenamiento militar intensivo. Él les proporcionó una verdadera formación de comando, enseñándoles sobre todo a camuflarse en la naturaleza y a desplazarse rápidamente incluso en las condiciones más difíciles.
Después del 6 de junio, y cuando la unidad estaba perfectamente preparada, Stéphane nos lanzó a la ofensiva siguiendo escrupulosamente sus teorías personales sobre la guerrilla. Repartidos en pequeños grupos de seis a doce individuos, dotados de un gran potencial de fuego, los soldados no se desplazaban más que de noche y, bajo ningún concepto, debían entrar en contacto con la población, haciéndose, en la práctica, invisibles. Esta manera de actuar, unida a la gran preparación física de los combatientes, permitía a los grupos de Stéphane efectuar incursiones rápidas en un radio de casi cien kilómetros alrededor de su cuartel general. Al llegar al punto de destino, preparaban una emboscada contra los convoyes de avituallamiento alemanes o atacaban un objetivo fijo. Cuando apenas se había acabado la operación, desaparecían rápidamente para dar un nuevo golpe de mano a diez o veinte kilómetros del anterior. Gracias a este sistema, era prácticamente imposible localizar las unidades de Stéphane y conseguían un máximo de eficacia con unas pérdidas mínimas. Debido a la rapidez de sus desplazamientos y a sus múltiples acciones, parecían estar en todos los lugares y en ningún sitio a la vez, haciendo creer al enemigo que se enfrentaba a un verdadero ejército.
Cuando me incorporé a la Compañía Stéphane, ésta acababa de salir de un periodo de intensa actividad y no se había apenas debilitado con el ingreso de nuevos miembros que entraron después de la liberación. Era una tropa muy entrenada y animada por un esprit de corps desarrolladísimo. Reinaba en ella un entusiasmo, un espíritu de camaradería y un calor humano que me recordaban los mejores días de J. M.
Es inútil decir que encontré en la compañía unas condiciones psicológicas muy favorables para mi bienestar moral. Desde el primer momento, me sentí en este ambiente como pez en el agua. Sin embargo, los primeros días que pasé en la unidad de Stéphane distaban mucho de ser apasionantes. La compañía iba a ser incorporada en el Decimoquinto Batallón de Cazadores Alpinos, que estaba constituyéndose. Para ello, debía aumentar el número de sus efectivos y organizarse de manera más acorde con las normas de un ejército regular, y esta reorganización provocaba cierta confusión. La disciplina se había relajado bastante y, salvo unas pocas horas de instrucción militar, pasaba la mayor parte del tiempo escuchando a los héroes maquis contar sus hazañas más sonadas.
Por suerte, este periodo no duró mucho; la unidad se instaló unos kilómetros por encima de la estación termal de Uriage, donde, antes de ir a pelear en el frente, recibiría un entrenamiento intenso.
La normalización de la compañía no era más que superficial. En realidad, esta unidad un tanto especial conservaba una gran independencia y la mayor parte de las tradiciones de los maquis seguían manteniéndose.
Stéphane —alto, rubio, con el cabello cortado al cepillo, la piel fresca y sonrosada como la de una jovencita y el rostro un poco ancho iluminado por dos ojos grises de mirada cándida— ocultaba, bajo su aspecto de joven tímido y torpe, el valor y la energía de un verdadero líder, unidos a una gran inteligencia, a grandes dotes psicológicas y a una gran humanidad. Trataba de conservar en su compañía las virtudes que le habían permitido conquistar la gloria: una moral a toda prueba, una gran simplicidad y una excepcional capacidad de maniobra. Debido a esto, nos imponía una vida muy dura. Bajo cualquier tipo de condiciones atmosféricas, dormíamos en unas tiendas muy primitivas. A veces, llegábamos incluso, en el curso de las maniobras, a hacer vivac simplemente protegidos por el abrigo que proporcionaba un abeto.
No disponíamos ni de cocina de campaña ni de cocina colectiva. Cada grupo de combate, que estaba formado por doce hombres, constituía una unidad casi independiente que cocinaba en un fuego instalado al aire libre.
El entrenamiento, aparte de los ejercicios de tiro, de lectura de mapas y de comunicaciones por el sistema Morse, consistía sobre todo en incesantes maniobras que llevábamos a cabo en los bosques y en las montañas del macizo de Belledonne.
Los ejercicios de entrenamiento se sucedían unos a otros y su complejidad y duración variaban en cada caso. A veces, limitados a una sección, consistían solamente en acercarse a una posición, cuyas coordenadas estaban señaladas en un mapa, y rodearla; otras veces eran comunes a toda la compañía o incluso al batallón, solía tratarse en estos casos de una acción compleja que permitía atacar una unidad supuestamente enemiga.
El principio común que parecía regir nuestro entrenamiento era el de acostumbrarnos a vivir en un estado de alerta permanente, tanto de día como de noche; en cualquier momento teníamos que estar listos para pasar a la acción.
A veces, estas maniobras se hacían con fuego real y granadas ofensivas. Desde luego, se nos recomendaba que disparásemos por encima de la cabeza del supuesto adversario y que no tirásemos granadas en medio de un grupo. Pero algunos de los miembros más veteranos de la guerrilla disfrutaban haciendo silbar las balas cerca de nuestros oídos o, lo que era aún peor, haciendo estallar las granadas a pocos metros de donde nos encontrábamos. Todo esto era bastante impresionante para un aprendiz de soldado como yo.
Todavía me acuerdo de un día en el que, cuando atravesaba un claro del bosque, caí bajo el fuego de un fusil ametrallador emboscado en una posición algo elevada. Una ráfaga levantó fragmentos de hierba a pocos metros de donde me encontraba y tuve que precipitarme corriendo hacia la izquierda. Entonces oí silbidos de balas por ese lado y traté de huir hacia la derecha, pero nuevos disparos detuvieron mi impulso otra vez. Totalmente desesperado, y como no sabía qué hacer, me tiré al suelo, quedándome inmóvil esperando a que mis seudoadversarios quisieran dejarme en paz. Estas maniobras con balas reales pueden parecer bastante estúpidas, pero nunca se produjo ningún accidente grave y no hay duda de que este método nos permitió curtirnos con sorprendente rapidez. Si al terminar nuestro entrenamiento hubiéramos tenido que participar en duros combates, muchas vidas humanas se habrían salvado gracias a nuestra costumbre de ser víctimas de tiroteos.
Durante este mes de octubre de 1944 hizo un tiempo verdaderamente malo en los Alpes; llovía sin cesar y nevaba a partir de los 1800 metros, altitud que sobrepasábamos a veces durante las maniobras. Estábamos siempre empapados y era prácticamente imposible secar nuestras ropas. En estas condiciones atmosféricas, nuestra vida —de por sí bastante dura debido a las largas marchas cargados con pesadas mochilas, las alertas nocturnas y la comida, escasa en ocasiones— era muy penosa, sobre todo para los nuevos reclutas que, como es de suponer, nunca habían vivido antes nada parecido.
A pesar de ello, y gracias a los veteranos que, acostumbrados a una vida más ruda, soportaban este entrenamiento con una energía desbordante, la moral de las tropas estaba por las nubes y jugábamos a los soldaditos en un ambiente de entusiasmo difícilmente imaginable. Todo el mundo se tomaba estos ejercicios tan en serio como si se tratara de la verdadera guerra.
Personalmente, aunque era físicamente muy dura, esta vida de acción intensa, de contactos con la naturaleza y de fraternidad humana me iba muy bien y me entregué a ella de todo corazón.
Hacia mediados de noviembre, los batallones Sexto, Undécimo y Decimoquinto de Cazadores Alpinos subieron para relevar a las unidades bastante dispares que, desde hacía más de dos meses, controlaban la frontera de los Alpes de Maurienne, desde el monte Tabor hasta el collado del Mont-Cenis. La nieve había blanqueado las montañas y su espesa capa hacía muy difícil cualquier tipo de actividad militar. Por eso, el sector estaba muy tranquilo.
El grueso de nuestro batallón tenía la misión de proteger los pueblos y las obras de arte, mientras que las secciones de esquiadores defendían los puntos avanzados.
El capitán Stéphane, que estimaba que la mejor manera de evitar un ataque era atacar primero, ordenó que realizáramos una serie de golpes de mano, más o menos espectaculares, destinados teóricamente a demostrar a los alemanes nuestra impresionante capacidad militar.
En calidad de especialista alpino, fui elegido junto a otros compañeros para ayudar a los oficiales a organizar y llevar a cabo los ataques.
Estoy seguro de que Stéphane nunca pensó que esta guerra de comandos tuviera algún valor militar. Pero temía, con toda la razón del mundo, que nuestra unidad fuera presa del aburrimiento y pensaba que estas acciones catalizarían nuestro ardor combatiente y mantendrían vigente el espíritu ofensivo. Hay que reconocer que, salvo algunos esporádicos bombardeos y tiros dispersos de ametralladora, los teutones que teníamos enfrente daban tan pocas muestras de agresividad que la monotonía era desesperante, y es muy probable que si les hubiéramos dejado en paz, el invierno habría transcurrido sin derramar ni una sola gota de sangre.
La pasividad del enemigo no convenía en absoluto a nuestro ejército de aguerridos combatientes, que no pensaban más que en cargarse alemanes. Para saciar nuestro apetito de combate y puesto que el enemigo no quería pelea, Stéphane no tenía más remedio que provocarlo. Y lo hizo con mucha inteligencia y humanismo, comprometiéndonos en acciones en las que el deporte era más importante que el combate.
La primera misión en la que participé constituye un ejemplo significativo de este tipo de acciones. Recibí la orden de estudiar, junto al ayudante jefe Bouteret, las posiciones que ocupaban los alemanes en el Col de la Roue.
Hubiera sido completamente imposible atacar esta depresión bastante estrecha, situada entre dos cumbres muy abruptas, con tropas normales. Pero para los alpinistas resultaba evidente que si se conseguía escalar la Grande Bagne, una cumbre de 3200 metros que dominaba el collado, por una vertiente que estuviera a cubierto de las miradas enemigas, sería posible disparar sobre los alemanes desde la cresta. Las tropas ocupantes se quedarían sorprendidas e impresionadas ante un ataque procedente de un lugar que para ellas resultaba inaccesible en esta estación. Desde el punto de vista del escalador, la empresa era también atrevida, porque nos encontrábamos en pleno invierno, hacía mucho frío y la abrupta pared que teníamos que escalar estaba cubierta de nieve.
Durante una «operación»…
Afortunadamente, había en mi sección varios guías y alpinistas valerosos, y yo sabía que con hombres así era posible llevar a cabo acciones que hubieran parecido irrealizables para unos inexpertos. Le aseguré al capitán que, sin duda, seríamos capaces de alcanzar la cima de la Grande Bagne y disparar sobre los alemanes desde una distancia aproximada de setecientos metros. Aunque en estas condiciones nuestras posibilidades de abatir al enemigo no eran muy grandes, el capitán ordenó ejecutar el proyecto. La ascensión se realizó mucho más fácilmente de lo que habíamos creído, gracias a la presencia de un pendiente couloir de nieve helada y de una arista con cornisa, algo difícil. Lo más complicado fue conseguir que Bouteret se decidiera a franquear el último paso, que, la verdad, daba bastante vértigo. Era un meridional jovial y simpático, pero estaba más acostumbrado a correr tras las mujeres que a escalar cimas. Con su inimitable acento bordelés, nos gritaba:
—¡Con estas escaladas conseguiréis que me rompa la cabeza! ¡No me necesitáis para disparar a los alemanes! ¡A mí no me han hecho nada!
Con unos violentos tirones de cuerda, sin ningún miramiento por la jerarquía militar, conseguimos que subiera nuestro valiente jefe. En la estrecha cima nos encontramos un grupo de ocho o diez hombres. Desde allí veíamos claramente a los alemanes, que se hallaban casi verticalmente debajo de nosotros. Daba la impresión de que estaban despreocupados: algunos tomaban el sol y otros esquiaban. La eficacia de una ametralladora, cuando se dispara desde arriba y a más de setecientos metros, es bastante escasa y no teníamos muchas probabilidades de alcanzar a algún soldado. Sin embargo, Bouteret, que volvía a tener conciencia de su papel de jefe, ordenó que disparásemos algunas ráfagas. El efecto fue espectacular. El enemigo, al no saber de dónde procedían los disparos, actuó anárquicamente. Los soldados corrían por las pendientes nevadas en todas las direcciones; pero, aparentemente, no llegamos a alcanzar a ninguno. Después de varios minutos de este juego cruel, algo apesadumbrados por disparar contra hombres que no podían defenderse y satisfechos de haber cumplido nuestra misión, volvimos a tomar el camino del valle.
Durante el invierno participé en varias operaciones del mismo tipo, aunque algunas de ellas resultaron ser algo más peligrosas.
Una de estas aventuras «alpinístico-militares» fue publicada por el escritor y montañero Jacques Boell en su excelente libro Éclaireur skieur au combat. En aquella época, Boell era el ayudante del teniente coronel y comandante de nuestra medio brigada y su relato está basado, evidentemente, en las narraciones y los informes de varios de los que las protagonizaron. Su texto no contiene muchos errores en cuanto a los hechos, pero efectúa una interpretación muy personal de los móviles técnicos y psicológicos de nuestra lucha. De una empresa más deportiva que guerrera, concebida esencialmente para matar el aburrimiento que se sufría en primera línea, Boell hace una misión militar en toda regla destinada a poner un término a la agresividad del enemigo. Cada cual posee su verdad. Desde su cuartel general de Modane, el escritor vio, sin duda, los acontecimientos de una manera; nosotros, que los vivimos, los vimos de otra…
A finales de diciembre de 1944, le tocó a mi sección ocupar una posición en una zona avanzada que era difícil de conservar e, incluso, de abastecer. Se trataba de Challe-Chalet, situada en una cresta a 2200 metros de altitud y orientada al norte. Esta posición era una de las más incómodas que se hubiera podido imaginar. Jacques Boell la describe así en su libro: «Era, de lejos, la más rudimentaria que jamás haya visto… Se componía de dos zanjas en la nieve, unidas por una chabola en ruinas dentro de la cual llovía y nevaba tanto como afuera. Los que la defendían le habían dado el curioso nombre de Caseta Palace. Al otro lado de un pequeño valle, a poco menos de dos kilómetros, el Col d’Arondaz estaba tomado por los alemanes. Desde su posición, el enemigo nos dominaba ampliamente y estoy seguro de que si lo hubieran querido, habrían podido hacernos la vida imposible lanzándonos granadas, abriendo fuego con sus pesadas ametralladoras o incluso realizando incursiones nocturnas. Pero, de hecho, no ocurría casi nada. Aunque situada en un lugar muy vulnerable, nuestra posición nunca sufrió ningún ataque. Sólo de vez en cuando y para no perder la mano, los teutones nos lanzaban algunos morteros. Nada realmente grave, pues esta situación duró varios meses, nunca hubo muertos y sólo algunos resultaron heridos».
La vida en Challe-Chalet, sin ser heroica, era francamente desagradable. Helaba de día y de noche y, algunas veces al anochecer el termómetro bajaba hasta 33 grados bajo cero. Sólo disponíamos de una estufa para calentar a treinta hombres y había tantas corrientes de aire que, a dos metros de allí, el vino de los bidones se nos helaba. Como no estábamos bien equipados, el frío nos hacía sufrir mucho. No teníamos nada que hacer, si exceptuamos la práctica del esquí en una pendiente bastante mala —que era la única que estaba fuera del alcance de los alemanes— y, naturalmente, el aprovisionamiento de leña, de comida y de municiones, que debíamos subir sobre nuestras espaldas por un trayecto que requería más de una hora de esfuerzos.
Al cabo de unos días, un tremendo aburrimiento empezó a apoderarse de nosotros, lo cual, sumado al frío, constituye una mezcla que difícilmente se soporta.
A la derecha del Col d’Arondaz se erigían dos pequeños picos rocosos cuyas cotas eran de 2601 y 2590 metros. En el primer pico, los alemanes habían instalado un puesto de observación, gracias al cual podían ver todo lo que ocurría en Challe-Chalet y, además, emplear la artillería pesada que, de vez en cuando, hacía fuego contra el pueblo de Charmaix, donde nuestro batallón había instalado su cuartel general. Desde allí también lanzaban granadas de mortero, con las que regaban a las columnas de reavituallamiento del fuerte de Lavoir. Es indiscutible que este observatorio de cota 2601 proporcionaba una gran ventaja estratégica a nuestros enemigos, pero sólo la aprovechaban de forma moderada. Teniendo en cuenta todos los factores, este puesto de observación no nos molestaba mucho y, en todo caso, parecía del todo imposible impedir a los alemanes que lo utilizaran.
Una mañana en la que disparamos con fuego de mortero contra el Col d’Arondaz y contra la cota 2601, los alemanes acabaron enfadándose y lanzaron algunos obuses cerca de nuestro palacio. Entonces, mi primo Michel Chevalier exclamó:
—¡Maldita sea! ¡Si pudiéramos subir hasta allí, dejarían de molestarnos!
Bromeando, yo le contesté:
—¿Y por qué no vamos a poder subir?
—¡Claro que no podemos! Es una posición inexpugnable.
Por seguir la discusión, le repliqué:
—No tanto. La pared de la cota 2590 queda oculta a la mirada de los alemanes. Podríamos escalarla. La cresta que va de una cumbre a la otra no es tan difícil y, por la noche, podemos cruzar esa distancia a cubierto. Sólo haría falta llegar hasta la cota 2590 por la tarde y atacar el puesto de observación al anochecer, antes de que los fritz del Col d’Arondaz puedan subir hasta allí arriba. Así, tendríamos tiempo de volver a bajar por unos rápeles colocados previamente. Sería un ataque sensacional.
Mi primo, sorprendido por la idea, frunció el entrecejo. Su mirada, siempre inexpresiva, quedó bruscamente iluminada. Chevalier sólo pudo decirme que sería formidable; pero añadió:
—¿De verdad crees que se puede escalar esa pared? Parece inaccesible, y con el frío que está haciendo, no podremos subir armas muy potentes.
Sin embargo, me mantuve imperturbable, y añadí:
—De la escalada me encargaría yo. Estoy seguro de poder llegar. El otro día fui a dar una vuelta por ese lugar. Hay un couloir que desde aquí no se ve y que nos permitiría subir fácilmente las dos terceras partes del muro. En cuanto al resto, con tiempo, también se puede escalar. Confiesa que sería peor seguir aquí sin hacer nada. Además, ¿te imaginas la cara que pondrán los alemanes? ¡Menuda sorpresa se llevarán!
La idea de atacar el puesto de la cota 2601 había sido expuesta. Todo empezó por un simple desafío verbal y por el deseo de aventura de dos alpinistas, y poco a poco se fue desarrollando. Cuando el capitán Stéphane visitó por primera vez nuestro puesto, Chevalier, que tenía la graduación de sargento primero, le habló del proyecto. Stéphane no sabía nada de alpinismo y, sobre todo, desconfiaba al principio de que se pudiera escalar un pico de 2590 metros. Pero como Chevalier y yo habíamos adquirido en la compañía fama de grandes montañeros y como le aseguramos reiteradamente que por ese lado no iba a haber problemas, acabó por entusiasmarse con nuestra idea y prometió hablar de ella al teniente coronel Le Ray.
Le Ray, bastante joven y con mucha experiencia alpinística, era además amigo de Michel Chevalier, con quien había compartido jornadas de montañismo. Nuestro proyecto le pareció interesante y, después de remodelado un poco, dio su aprobación.
El plan definitivo ya no consistía en atacar la cota 2601, sino solamente en disparar sobre el centinela desde una altitud de 2590 metros, situada a un poco más de ciento cincuenta metros de la anterior. El comando debía limitarse a tres hombres: Chevalier, el guía de Chamonix Laurent Cretton y yo mismo. Los preparativos se llevaron a cabo meticulosamente. Cretton y Chevalier, ambos excelentes tiradores, practicaron durante varios días con el fusil ametrallador tirando a un blanco situado a ciento cincuenta metros. Por mi parte, elegí las cuerdas, mazas, pitones y piolets necesarios para la escalada.
Al cabo de tres horas de penosa marcha sobre los esquís, llegamos a la base de un couloir cuya inclinación apenas alcanzaba los 45 grados. No podíamos usar los esquís en aquella pendiente tan pronunciada y tuvimos que proseguir el avance a pie, hundiéndonos hasta la cintura en nieve polvo. Si no hubiera sido por el intensísimo frío, que hacía que los cristales de nieve se entrelazasen, se habría producido una avalancha. Más arriba, tuvimos que escalar duramente debido a la presencia de unos pasos en roca cubiertos de nieve y hielo que no nos dejaban avanzar. El último de estos pasos, una placa lisa dominada por una cornisa que estaba a punto de desplomarse, era incluso peligroso.
Cuando intenté superar por primera vez esta última dificultad, sufrí una caída de dos o tres metros. Afortunadamente, pude frenarme antes de que hiciera falta que entrase en acción la cuerda que sostenía Chevalier. La escalada, que la nieve de las rocas había hecho difícil y que el tremendo frío había empeorado más, no terminó hasta mediodía. Una vez en la cota 2590, nos separaba de la 2601 una pequeña depresión. A una distancia de unos ciento cincuenta metros, podíamos ver bastante bien el puesto de observación del enemigo. Al principio, tomamos grandes precauciones para no correr el riesgo de ser vistos por los centinelas; pero, al cabo de unos minutos, nos pareció que no había señales de vida en esa posición. Creímos que éstos se hallaban en el interior de su cobijo, junto a la estufa, y esperamos un tiempo para confirmar dicha suposición. A pesar del sol resplandeciente que iluminaba la cima, el frío que allí hacía era insoportable penetrando en nuestros cuerpos. Empezábamos a no sentir los pies. Incapaces de esperar más tiempo y convencidas de que los alemanes habían abandonado temporalmente el puesto para preparar, sin duda, la cena de Nochebuena, nos dispusimos a descender. De pronto, apareció un centinela, no en la cota 2601, sino en el Col d’Arondaz. El soldado estaba a más de trescientos metros y no teníamos muchas probabilidades de alcanzarle. Sin embargo, Chevalier decidió disparar una ráfaga; pero, cuando presionó el gatillo, el percusor no se distendió con la suficiente fuerza como para producir el disparo. Aunque habíamos tomado todas las precauciones, la metralleta estaba agarrotada por aquel frío de treinta grados bajo cero. Chevalier y Cretton, a pesar de tener los dedos entumecidos y de lo difícil que resulta montar un fusil ametrallador en una arista en la que el viento levantaba torbellinos de nieve, intentaron desatascar el arma, sin embargo, al cabo de una hora de esfuerzos no lo habían conseguido. No hubo manera. Como resultaba imposible resistir aquel frío más tiempo, al final tuvimos que conformarnos con emprender de nuevo el descenso.
Jacques Boell describe en su libro a Chevalier como una persona desesperada por el fracaso de la operación. Sin embargo, puedo asegurar que se trata de una postura un tanto exagerada pues, en realidad, ni Chevalier ni yo teníamos ganas de matar al centinela alemán que, ajeno al peligro que estaba corriendo, se paseaba de un lado a otro del collado.
Desde hacía mucho tiempo, habíamos comprendido la inutilidad militar de esta guerra de los Alpes. Para nosotros, la vida en los puestos avanzados dejó de ser una misión patriótica para convertirse en algo parecido a un juego de indios y vaqueros que resultaba un pasatiempo apasionante, al desarrollarse en el maravilloso mundo de las cimas que tanto nos gustaban.
En las patrullas y en las operaciones de comando, para las que siempre nos presentábamos voluntarios, nuestra principal preocupación no era matar alemanes ni alcanzar un objetivo francamente militar. Lo que más nos gustaba en esta guerra inútil y obsoleta era la semejanza que tenía con el alpinismo. Como en este deporte, lo que buscábamos tras estas misiones era vivir una aventura donde el valor, la inteligencia y la fuerza permiten superar obstáculos aparentemente insalvables; al mismo tiempo, nos atraía vivir en este paisaje grandioso, desbordante de luz, en el que habíamos aprendido a no imitar a los gusanos que se arrastran por el suelo.
Los combates que librábamos no nos parecían más arriesgados que las escaladas efectuadas en las caras más inaccesibles de las montañas. Como las ascensiones, esta guerra no era para nosotros más que un juego, pero como ocurre en el alpinismo, lo practicábamos hasta las últimas consecuencias.
Alcanzar la cumbre de una montaña no es la meta de una ascensión, sino la regla que pone punto final al juego. Con frecuencia, los últimos metros que nos separan de la cumbre no aportan ninguna dificultad ni emoción nuevas. Sin embargo, los auténticos alpinistas siempre aspiran a coronar la cima. Tampoco matar un animal es el verdadero móvil de la caza, sin embargo, a ningún cazador le gusta regresar a casa con el zurrón vacío. De la misma manera, disparar al enemigo no era para nosotros el objetivo de nuestra misión, sino una regla más del juego en el que participábamos. Conscientes de haber hecho todo lo que era humanamente posible hacer para cumplir la misión que nos habían encomendado, fue con el espíritu en calma cuando, felices de poder vivir una aventura apasionante, iluminados por la luz cobriza de una tarde radiante, cogimos las cuerdas para montar el primer rápel.
Al final de su relato, Boell parece haber comprendido las razones de nuestro compromiso citando las palabras que, efectivamente, pronuncié cuando me parecía evidente que nuestra ascensión a la cota 2590 no serviría ni para meter miedo a un solo alemán: «En el fondo, es una suerte que el fusil no haya funcionado, así nuestra misión fue más discreta de lo previsto y podremos volver a intentarlo en otra ocasión». Boell termina hablando de mí: «Pues Terray, auténtico deportista y la reencarnación de Taciturno, aunque él lo ignore, es de los que no necesitan esperar nada para emprender algo, ni tener éxito para perseverar en su empeño…».
Después de haber pasado unos tres meses defendiendo las montañas que separan Modane de Bardonnèche, la Compañía Stéphane fue enviada a otro sector, donde aguardaban tareas mucho más difíciles y también más serias.
En el fondo del valle de Are, los dos pueblecitos de Bessans y Bonneval estaban aislados del resto de la región de Maurienne por una franja de tierra de nadie de unos dieciocho kilómetros. Los alemanes habían ocupado con sus tropas el collado del Mont-Cenis y el viejo fuerte de la Tura, y resultaba imposible defender en estas condiciones la región, toda ella al alcance de su artillería, es decir, la parte del valle en la que se encuentran los caseríos de Lanslebourg y Lans-le-Villard.
Tanto la población como el ganado de Bessans y de Bonnaval habían permanecido en su lugar de origen y era indispensable proteger estos pueblos contra las represalias que podría tomar el enemigo, sobre todo ante un eventual saqueo.
La defensa y el abastecimiento de esta especie de enclave planteaban serios problemas. Teóricamente, el abastecimiento hubiera podido hacerse por medio de porteadores a través del Col d’Iseran, que se interponía entre nosotros y las tropas alemanas establecidas en Val-d’Isère. Pero esta ruta, peligrosa debido a los aludes, era larga y exigía un esfuerzo físico considerable.
El mando prefirió aprovisionarnos mediante lanzamientos en paracaídas, sistema que fue ampliamente utilizado, pero cuya eficacia dejaba bastante que desear. Debido a razones técnicas que no llegaba a comprender, los aviones encargados de estas misiones no sobrevolaban el valle a baja altura. Efectuaban los lanzamientos desde demasiado arriba, de tal manera que el mínimo soplo de viento dispersaba los paracaídas, alejándolos del lugar en que nos encontrábamos.
Los contenedores se dispersaban entre las montañas; una buena parte de ellos se perdía y recoger el resto exigía un esfuerzo considerable. Ante la lentitud y la escasa eficacia de este sistema hubo que recurrir a otro más arriesgado, que consistía en portear las mercancías durante la noche a través de la tierra de nadie. En la oscuridad de la noche los disparos de los alemanes no suponían ningún peligro. Sin embargo, en este valle estrecho les era fácil preparar emboscadas. Ahora bien, este enemigo era tan poco agresivo como el del sector de Modane y prácticamente cada noche había decenas de hombres que pasaban cargados en un sentido o en otro. A pesar de este intenso tráfico no hubo más de tres o cuatro encontronazos en la zona.
Durante los primeros meses de invierno, este sector había estado defendido por una compañía del Séptimo Batallón de Cazadores Alpinos, pero después de más de tres meses de aislamiento era indispensable relevar las tropas y la Compañía Stéphane fue la encargada de hacerlo. Nuestra misión en este sector fue de mucha mayor envergadura que la del que veníamos y, a fin de cuentas, resultó ser una experiencia apasionante.
Después de haber participado en la instalación de una línea telefónica entre Val-d’Isère y Bonneval, fui encargado durante algún tiempo, junto con otros suboficiales, de dirigir los porteos en la tierra de nadie y efectué el trayecto cinco o seis veces en cada sentido. A pesar de estar acostumbrado a ello, esos dieciocho kilómetros tropezando en la oscuridad con cargas de treinta a cuarenta kilos me parecieron muy fatigosos. No obstante, el esfuerzo físico no era nada comparado con la tensión nerviosa; el enemigo hubiera podido atacarnos fácilmente en cualquier punto del recorrido y, aunque sabíamos de antemano que las emboscadas eran escasas, esta eventualidad creaba una psicosis angustiosa muy desagradable.
El tramo más emocionante era la travesía de Lanslebourg. Resultaba imposible rodear este pueblo situado en una angostura del valle. Como había sido abandonado y destruido en parte, el menor soplo de viento movía chapas a medio arrancar o hacía golpear las puertas y ventanas que habían permanecido abiertas. En lo más profundo de la noche, estos ruidos resultaban siniestros, y cuando al pasar entre las ruinas, donde detrás de cada pared podía estarnos apuntando una ametralladora, alguno de esos sonidos llegaba a romper el pesado silencio, incluso el más valiente no podía evitar dar un respingo.
A primeros de marzo hubo un periodo de buen tiempo que permitió llevar a cabo una serie de operaciones militares de alta montaña, en las que se pusieron de nuevo a prueba mis cualidades de alpinista y esquiador.
Como las montañas de la parte alta de Maurienne superaban a veces los 3500 metros y como los collados que separaban las cimas eran muy elevados y escarpados, las escasas tropas italoalemanas a las que nos enfrentábamos en este sector habían juzgado innecesaria la defensa de esta línea de crestas, porque pensaban que era militarmente infranqueable en aquella época del año. Las unidades enemigas, integradas principalmente por italianos reclutados más o menos a la fuerza, se habían contentado con instalarse en los últimos pueblos de los tres valles de Stura. Como la línea de defensa enemiga tenía un punto débil en esta zona, nuestro alto mando, dirigido probablemente por Stéphane, decidió que tomáramos posiciones en los collados y, también, en algunos puntos de la vertiente italiana.
Esta decisión me parecía que tenía un doble objetivo. Por un lado, posibilitar los contactos con los maquis italianos, que actuaban en la retaguardia del enemigo; estaba claro que, al lanzar nuestros ataques desde las zonas elevadas, podíamos infiltrarnos en las bolsas de resistencia. Por otro, permitirnos atacar al enemigo por detrás en el momento preciso en que la gran ofensiva del collado del Mont-Cenis ya había sido, seguramente, planeada. Todas estas operaciones, llevadas a cabo sin más efectivos que el de una compañía exigían un gran esfuerzo físico a todos los hombres y, en particular, a los especialistas en alpinismo; al no ser muy numerosos, estaban obligados a participar en la mayoría de ellas.
Al parecer, el capitán Stéphane daba mucha importancia a mi experiencia montañera y mi conocimiento de la nieve, pues me confió la dirección técnica de la mayoría de misiones difíciles. La confianza demostrada por mi superior era indudablemente una deferencia y para hacer honor a la misma realicé algunos de los mayores esfuerzos de mi vida, algo que, por otra parte, distaba mucho de ser desagradable.
De todas las misiones en las que participé durante esta época, la más destacada fue una expedición de cuatro días. Dando un inmenso rodeo que nos exigió hacer vivac una noche, nos fue posible unirnos a un grupo de partisanos italianos que estaban ocultos en las inmediaciones del pueblecito de Suse, situado a unos veinte kilómetros del frente del Mont-Cenis. Gracias a ellos, Stéphane pudo detectar con precisión las posiciones ocupadas por varias baterías de artillería pesada.
Fue una misión verdaderamente audaz, tanto en el plano militar como en el alpino, porque tuvimos que atravesar crestas escarpadas y cruzar pendientes que, a la menor nevada, hubieran producido avalanchas.
Esta aventura no terminó sin que ocurrieran incidentes dramáticos. Cuando nos encontrábamos escondidos entre los partisanos, a menos de dos kilómetros de Suse, donde estaban acuartelados unos ochocientos alemanes, hubo una denuncia y el enemigo empezó a registrar todas las casas del lugar. Los resistentes italianos nos despertaron en plena noche y pudimos escapar. Sin embargo, al cabo de dos horas, cuando salíamos del bosque para entrar en la zona de pastos, nos dimos cuenta de que dos numerosas patrullas alemanas nos perseguían intentando rodearnos. Afortunadamente, los alemanes no llegaron a vernos y pudimos escapar camuflándonos entre las ramas de los grandes árboles. Probablemente, si hubieran llevado perros, tal como hacían a menudo, el desenlace de la aventura habría sido más grave.
Al día siguiente, por la tarde, medio muertos de hambre y fatigados por una larga marcha forzada y por ir cargados de armas y municiones, nos acercamos a la antigua central eléctrica del lago de la Rousse, ocupada por nuestra compañía, en la vertiente italiana. De pronto, oímos unos disparos.
El puesto acababa de ser objeto de un duro ataque. Mi amigo Robert Buchet había muerto y otros compañeros estaban heridos. En lugar de encontrar el reposo y los alimentos tan deseados, tuvimos que participar en un contraataque, desviándonos luego hacia el Col d’Harnais, que estaba situado a más de una hora de camino por encima de donde nos encontrábamos. En el curso de la ascensión, además de mi mochila, tuve que llevar la de un herido.
Cuando conseguí llegar a la aldea de Avérole, a medianoche y tras haber pasado el collado, sabía verdaderamente lo que quiere decir superarse a sí mismo. Aquel día, a pesar de que las mochilas pesaban unos veinte kilos, habíamos salvado unos desniveles de más de 5400 metros, de los cuales unos 2800 eran cuesta arriba, y todo ello casi sin comer.
Otra experiencia interesante es la que viví junto a Michel Chevalier, a unos cien metros de la cumbre de la punta de Charbonnel. Con sus 3751 metros, este pico es el punto culminante del macizo. Sin ser realmente una cima difícil, todas sus vertientes son escarpadas y, en invierno, sólo se puede ascender a ella cuando no existe ningún riesgo de aludes.
Uno de esos días sublimes en los que la montaña resplandece como una joya bajo los afilados rayos de sol, habíamos subido por un estrecho corredor de nieve dura y, a unos cien metros de la cumbre, excavamos en la pendiente una gruta lo bastante amplia como para instalarnos en ella confortablemente. Gracias a esta especie de iglú, íbamos a poder permanecer en esta atalaya durante dos días enteros y observar atentamente los movimientos de los alemanes que, al otro lado del valle de Ribon, acababan de instalarse en el Col de Rousse. Se había previsto un ataque contra esta nueva posición y la Punta Charbonnel era prácticamente el único observatorio desde el cual era posible estudiar discretamente el escenario de la batalla. Teníamos que averiguar con cuántas fuerzas contaba el enemigo, el emplazamiento de los posibles campos de minas y los lugares que ocupaban los centinelas.
Después de la primera noche en la gruta, Faure y Laurenceau, que habían venido solamente a ayudarnos a excavar, nos dejaron solos en aquella montaña. El cielo seguía siendo de un azul inmaculado y el viento estaba totalmente en calma. A pesar del intenso frío, pasamos el día mirando con los prismáticos. Cuando llegó la noche, perfectamente acomodados en nuestro abrigo y acostados sobre colchones neumáticos, nos dormimos plácidamente no sin antes rendir los honores pertinentes a una copiosa cena. Cuando, hacia las siete de la mañana, retiré la lona que cubría el agujero de nuestra morada, recibí en toda la cara un montón de nieve. El tiempo había cambiado durante la noche y había caído una capa de veinte centímetros de nieve reciente, la misma que casi me sepulta.
Invierno en los Alpes…
No cesaba de nevar y caían gruesos copos de nieve húmeda. En estas condiciones era imposible bajar el inclinado corredor, que habíamos utilizado para subir, sin desencadenar un alud; podía decirse que estábamos bloqueados en nuestra gruta. La situación no habría revestido ninguna gravedad si hubiésemos tenido víveres en cantidad, pero estaba previsto que nuestra misión acabara ese mismo día y no nos quedaba prácticamente nada para comer. No parecía que el tiempo fuera a cambiar; la capa de nieve no dejaba de aumentar y ningún signo permitía pensar que el alud fuera a desencadenarse voluntariamente. Sin ser trágica, nuestra situación era muy preocupante. A mediodía, más o menos, dejó de nevar y la temperatura fue subiendo poco a poco, aumentando la inestabilidad de la capa de nieve caída durante la noche. El aburrimiento y el hambre empezaban a hacer mella en mí y decidí recurrir a un método audaz, pero que ya había utilizado en otras ocasiones. Me puse los esquís, me dirigí hacia la derecha y atravesé una rampa, no muy inclinada, de unos cuantos metros. Llegué así al extremo del corredor que se perdía cuesta abajo en el valle de Vincendière. Me había dado cuenta de que al otro lado de esta depresión, de unos quince metros de ancho, había una especie de resalte con una cornisa que me serviría de refugio en caso de avalancha. Me di toda la prisa que pude para atravesar en diagonal el corredor sometido a las avalanchas. Tal y como había previsto, los cortes hechos por los esquís sobre la capa de nieve rompieron el inestable equilibrio de ésta y desencadené el alud. Gracias a la velocidad que llevaba, el lapso de tiempo que pasé en el corredor fue más breve del que necesitó la nieve para rasgarse y conseguí llegar a la cresta que me servía de refugio antes de ser arrastrado por la nieve. Una vez limpia la rampa de la capa inestable, no tendríamos más que deslizarnos haciendo virajes sobre la nieve dura y lisa que teníamos a nuestros pies.
El éxito de este método, que utilicé dos o tres veces en mi vida y que no recomiendo a nadie, evidentemente, depende del tipo de nieve y de la inclinación del terreno. Es indispensable alcanzar cierta velocidad en el momento de la ruptura de la capa superficial de nieve y tener la certidumbre de encontrar un poco más lejos un lugar seguro. A pesar de las apariencias, este ejercicio es más impresionante que realmente peligroso cuando es utilizado por un buen esquiador en un terreno favorable.
Durante esta guerra en los Alpes, pasé el invierno y la primavera yendo de una montaña a otra y recorriéndolas en todos los sentidos, a altitudes que podían variar de los 1500 a los 3000 metros o incluso más. Los imperativos de la táctica militar nos obligaban a veces a cumplir misiones en condiciones meteorológicas o de nieve con las que no habríamos salido nunca en circunstancias normales. Hubiéramos podido abusar de la buena fe de nuestros oficiales y haberles convencido de que algunas de las misiones eran técnicamente imposibles y no habrían podido contradecirnos. Pero siempre jugamos limpio y, en más de una ocasión, cruzamos rampas en las que la capa de nieve estaba próxima a su punto de fractura. Un par de veces me vi envuelto en aludes importantes. La primera vez bajé cuatrocientos metros arrastrado por la bola de nieve y sólo pude salir airoso del lance porque tuve la suerte de perder los esquís y encontrarme en la parte superior del torbellino de nieve cuando se detuvo, al fin, en un lugar casi llano. En la segunda conseguí escaparme lanzándome a tumba abierta hacia un pequeño bosque en el que pude refugiarme. Desgraciadamente, uno de mis compañeros, que esquiaba peor que yo, resultó muerto.
No hay mucha gente que frecuente la alta montaña cuando está cubierta de nieve. En esta época, el esquí se practica en pistas a baja altitud, y solamente en primavera, cuando las condiciones de la nieve son más favorables, es cuando los adeptos del esquí de travesía se aventuran a subir montañas.
La mayoría de nuestros oficiales conocían muy mal los problemas de la montaña invernal y, en algunos casos, puede decirse que no tenían ni idea. Casi todas las misiones que nos encomendaban y que, con riesgos evidentes, cumplía con mi grupo o mi sección, carecían de toda utilidad real desde el punto de vista de la estrategia de la guerra… A pesar de ello, y siempre que las posibilidades de éxito me parecían alcanzables, solía presentarme voluntario. La mayor parte de mis compañeros no se hacían tampoco muchas más ilusiones que yo sobre la utilidad de nuestras misiones, pero actuaban de la misma manera. La guerra en la montaña no era para mí más que un juego, pero al igual que hacía con mis otros juegos en la montaña, lo disputaba hasta los límites de mis capacidades y de mi valor.
La multitud de aventuras realizadas y el hecho de tocar con frecuencia la delgada línea que separa la seguridad y el peligro, línea que muchos transforman en una margen amplia, me permitieron adquirir una gran experiencia en la montaña invernal y en los aludes que muy pocos montañeros tuvieron ocasión de acumular.
La ciencia que estudia la nieve se compone de datos técnicos relativamente precisos, que todo el mundo puede aprender en un manual, y de una especie de sexto sentido, formado a su vez por una aptitud natural y el almacenamiento de observaciones registradas más por el subconsciente que por la memoria propiamente dicha.
A lo largo de aquel invierno, aprendí más sobre el comportamiento de la nieve que durante el resto de mi vida y, sin embargo, bien sabe Dios que en mis tiempos jóvenes frecuentaba imprudentemente las laderas peligrosas.
En nombre de esta experiencia, muchos años más tarde —con motivo de un drama sobre el que prefiero no extenderme, pues fue para mí penoso hasta el punto de que me hizo cuestionar la idea que, hasta entonces, me había hecho de la solidaridad que existe entre montañeros e incluso entre los seres humanos— no dudé en levantar mi voz contra la incompetencia o la falta de valor de algunas personas, a pesar de todos los problemas a los que me exponía al hacerlo.
A pesar de las majaderías que pudo contar la prensa en aquellos días de 1957, quiero decir, una vez más, y los conocidos montañeros suizos que me acompañaron aportaron su testimonio al respecto en documentos escritos, que las condiciones eran buenas y que las vidas de dos hombres hubieran podido salvarse. Además, cuando desgraciadamente, un día más tarde, mis amigos y yo perdimos la paciencia y tomamos la decisión de salir contra la opinión de los responsables sabelotodo, cruzamos sin ningún problema las tres cuartas partes de las palas y los corredores supuestamente impracticables. Más tarde, a pesar de una capa de nieve fresca que había acumulado la misma ventisca que nos obligó a detener nuestro avance, las volvimos a cruzar para bajar. No debemos olvidar que, en aquella época, los guías italianos consiguieron llegar hasta donde estaban sus compatriotas Bonatti y Gheser, bloqueados en el refugio de Gonella, cuyo acceso tenía la reputación de estar expuesto a las avalanchas. ¿Por qué lo que era posible a un lado de los Alpes no lo era en el otro?
Para disparar unas ráfagas de metralleta sobre los supervivientes de un ejército cansado por cinco años de guerra, los oficiales del frente de los Alpes hicieron correr a sus hombres peligros mucho más serios que los que el Mont Blanc presentaba a principios de 1957.
A comienzos de abril, la Compañía Stéphane fue relevada del sector de Bonneval y de Bessan para ocupar la zona de Lanslebourg y tomar posiciones en los bosques situados bajo el collado del Mont-Cenis y el fuerte de la Tura. Los alemanes, sometidos a tal presión en un sector neurálgico, reaccionaron utilizando su artillería y lanzando golpes de mano muy audaces. Esta guerra de cañones, minas y emboscadas en medio de la espesura del bosque me pareció deprimente, pero sabía que iba a haber otro tipo de guerra aún más abominable.
En Italia, los ejércitos aliados llevaron a cabo fuertes ofensivas sobre la Wehrmacht. A fin de retener el mayor número posible de tropas alemanas a lo largo de la frontera de los Alpes y forzar, si era posible, este frente, que hasta entonces había sido secundario, el alto mando ordenó que se realizara una gran ofensiva general. El primer ejército nos proporcionó importantes refuerzos de artillería y, más al sur, las unidades alpinas fueron reforzadas por elementos de infantería.
En el sector de Maurienne, el primer punto estratégico contra el que se lanzó la ofensiva fue el Col de Solières y los picos montañosos que lo rodean: la punta de Bellecombe, el Mont Froid y la punta de Clairy. Si nuestro ejército hubiera llegado a dominar todas estas posiciones, habría logrado que no pudieran ser defendidos el collado del Mont-Cenis y la meseta adyacente.
La noche del 5 de abril, gracias a unos audaces ataques, las secciones de vanguardia del Undécimo Batallón de Cazadores Alpinos lograron apoderarse por sorpresa de la cima de Bellecombe y del Mont Froid. En cambio, la sección del Decimoquinto, frenada por un terreno demasiado difícil, fracasó en la cima de Clairy. Los conquistadores del Bellecombe y del Mont Froid, debido a la escasez de tropas —que además estaban mal preparadas y que carecían de aptitudes técnicas para combatir en la montaña— no lograron, a pesar de su heroica resistencia, frenar el contraataque alemán. Nuestros enemigos salieron de su relativa pasividad y dieron muestras de todas las cualidades bélicas propias de su raza, combinadas con una ciencia militar adquirida durante los largos años de una guerra despiadada. Sólo una defensa sin errores hubiera sido capaz de hacer frente a los alemanes.
Sin embargo, aquellos soldados sin experiencia, que debían abastecer y relevar a los conquistadores de las cumbres, en las que trataban de mantener sus posiciones, se agotaban hundiéndose hasta la cintura en las pendientes de nieve vieja de los pastos, o resbalaban en los couloirs de las pendientes más elevadas, transformados por el hielo en toboganes. Las columnas no conseguían llegar a su destino, o, cuando lo lograban, los soldados estaban tan fatigados que ya no eran capaces de combatir con firmeza. A falta de buenas tropas de refresco, los valerosos soldados, que habían logrado la conquista por sorpresa, acabaron por ceder. A la mañana siguiente de su hazaña, Bellecombe fue reconquistada por el enemigo. El día 11, el nuevo intento de tomar la punta de Clairy fue rechazado tras una batalla muy movida. Por fin, el día 12, el Mont Froid sucumbió ante un impetuoso contraataque alemán. La caída de esta última posición fue una tragedia. La cresta del Mont Froid, de un kilómetro de longitud, estaba defendida por tres fortines no muy bien dotados, situados al oeste, al este y en el centro de la cresta. Durante el 6 y el 7 de abril, el bloque este había sido escenario de sangrientos combates: el día 6 lo perdieron los alemanes, el 7 fue conquistado por segunda vez por el enemigo, pero ese mismo día los franceses acabaron por expulsarlos y afirmarse en la posición.
Todos aquellos combates, casi cuerpo a cuerpo, habían sido muy sangrientos. Sin embargo, esto sólo era el principio. El día 12, los alemanes lanzaron una potente ofensiva, logrando recuperar los fortines instalados en las zonas oeste y este. La mayoría de los defensores franceses murió en el combate. Por fin, y después de una resistencia verdaderamente desesperada, también tuvo que rendirse el bloque del centro.
Como nuestra compañía no combatió en esta zona, tuve la suerte de no estar mezclado en la carnicería del Mont Froid. En cambio, aunque desde bastante lejos, participé en el segundo ataque contra la punta de Clairy, que también fue una batalla heroica en la que hubo muchos muertos.
La punta de Clairy proyecta sobre el Col de Solières una larga arista poco inclinada que se halla levantada sobre rocas de dimensiones reducidas. Los alemanes estaban firmemente instalados en una serie de posiciones repartidas a lo largo de esa cresta. Por eso, si queríamos hacernos dueños de la situación, necesitábamos apoderarnos no sólo de la cima, sino también de todos los puntos de resistencia.
El ataque fue dirigido por el teniente Édouard Frendo, el mismo que unos meses más tarde realizó la segunda ascensión a la Walker, y en él participaron tres secciones del Undécimo Batallón de Cazadores Alpinos, la S. E. S. 3 del Decimoquinto y, en el ala izquierda del dispositivo, un grupo de combate de la Primera Compañía de este batallón, un puñado de hombres a mis órdenes.
La orografía del terreno no se prestaba a una ofensiva. Las tres secciones del Undécimo debían ascender por una rampa desnuda y empinada cubierta de nieve, con los crampones puestos. Únicamente la cresta pedregosa de una arista podía servir de protección a los miembros de esta avanzadilla. La sección del Decimoquinto debía atacar la cumbre y para aproximarse hasta ella había que subir con los crampones por una cuesta muy inclinada y prácticamente carente de cualquier tipo de protección. Compuestos en su totalidad por alpinistas o montañeros aguerridos, los cuatro S. E. S. subieron silenciosamente durante la noche y, burlando la vigilancia de los centinelas, llegaron hasta muy cerca de la cresta. Desde esa posición, enérgicamente y con eficacia, lanzaron el ataque y consiguieron tomarla.
Desgraciadamente, sólo se había neutralizado una de las posiciones defensivas en este primer ataque. Los alemanes seguían siendo los dueños del resto de la cresta; habían levantado muros de piedra y les sobraban las municiones. Situado a la izquierda del dispositivo de ataque, mi grupo debía limitarse a vigilar las laderas por las que el enemigo hubiera podido efectuar un movimiento envolvente y atacarnos por la retaguardia. Nuestra misión era, por lo tanto, secundaria, y me limité a encontrar un lugar protegido por las rocas para mis hombres desde el cual podríamos disparar sobre los alemanes que subieran del fuerte de la Tura para tratar de ayudar a sus compañeros, a quienes estábamos atacando.
Desde mi posición, pude contemplar de cerca casi toda la batalla. Los dos bandos pusieron en acción una potente artillería. He oído decir que las tropas francesas llegaron a emplear hasta ochenta cañones de diversos calibres, mientras que los alemanes utilizaron una cantidad casi igual. Puede el lector imaginarse el estruendo organizado por las descargas de casi ciento cincuenta piezas de artillería disparando a la vez sobre unos cientos de metros. Aquello era el infierno. Hasta ese día, sólo raras veces había tenido contactos con la artillería, y confieso que estaba aterrado. Aunque no era un experto en cuestiones de estrategia, me parecía que los bombardeos, de ambos bandos, tenían por objetivo disminuir los puntos de resistencia de la cresta e impedir la llegada de abastecimientos por la retaguardia. Sin embargo, y no sé por qué razón, los disparos eran espectacularmente ineficaces. No se logró crear un efecto de cortina o de concentración en un punto. Los impactos caían dispersos y algunos obuses franceses, destinados a la vertiente italiana o a la cima de Clairy, estallaron a pocos metros de donde yo estaba. El ensordecedor ruido de las explosiones y la impresión de estar sujeto a una fuerza sin control me sumieron en un pánico como jamás había sentido en mi vida.
Mientras, los soldados del Undécimo y el Decimoquinto luchaban heroicamente en la arista, tratando de expulsar a los alemanes de los puntos a los que seguían aferrados. Muchos hombres morían; otros, resultaban heridos.
Jacques Boell cuenta emotivamente el calvario que debieron de sufrir estas víctimas: «Los heridos no podían ser evacuados hacia la retaguardia. Tenían que ser ellos mismos quienes se arrastraran hasta el valle de Mont Froid deslizándose por una pendiente de nieve dura. Gracias a la existencia de unos surcos profundos pudieron efectuar este trayecto, tumbados y bastante bien protegidos de los francotiradores enemigos que, por humanismo o por falta de interés, tampoco se ensañaron demasiado con ellos. Pero hay que tratar de imaginar los sufrimientos de esos desgraciados que se resistían a morir, remando en la nieve, regándola con su sangre, algunos de ellos con un brazo o una pierna arrancados por la metralla. Al final del calvario, estos mártires tenían la suerte de ser recogidos por los camilleros, que habían sido transportados hasta ahí bajo el fuego de las posiciones enemigas por los capellanes de los batallones en combate».
A pesar de los sacrificios y del valor de nuestras tropas, el enemigo seguía dominando la punta de Clairy y más de la mitad de la arista de Solières. Era evidente que no íbamos a lograr que abandonaran sus posiciones. Es más, nuestros hombres, que empezaban a estar escasos de municiones, corrían el riesgo de sufrir un contraataque, temiéndose un desastre completo.
Consciente de lo trágico de esta situación, a pesar del riesgo que entrañaba bajar a pleno día una cuesta nevada expuesta al fuego de los alemanes, el teniente coronel Le Ray, que estaba en contacto por radio con Frendo, dio la orden de retirarse.
Esta batalla de Clairy, en la que yo fui más un espectador que un combatiente, me causó una profunda impresión y cuando volví a bajar al valle, a través de los tranquilos bosques, me sentí descorazonado.
La primavera comenzaba a teñir de verde los prados, salpicados del amarillo de los narcisos. El aire estaba saturado de un olor que evocaba la paz y el amor. Al caminar por este decorado poético, era consciente de que el infierno en el que tantos hombres habían perdido inútilmente su vida no tenía nada que ver con el juego en el que había participado con entusiasmo durante los meses de invierno. Fue como si todo lo abominable que puede tener una guerra se me revelara de golpe.
Frente a la temeridad que suelen demostrar algunos alpinistas jóvenes, la mayoría de origen alemán, muchos montañeros franceses suelen decir: «Están en fuera de juego: el alpinismo no es la guerra». Sin embargo, no se puede negar que el alpinismo es para muchos un medio de canalizar esos deseos de lucha que anidan en el fondo del corazón del ser humano desde el principio de los tiempos y cuya satisfacción no facilita en absoluto la vida moderna. Yo también soy como ellos; es probable que si hubiera nacido siglos antes habría sido soldado o corsario, y quizá el alpinismo representó para mí una especie de combate.
Sea lo que fuere, la guerra me pareció durante cinco meses una nueva forma de alpinismo, aunque este combate no tenía nada en común con la guerra que acababa de ver. Lejos de elevar al hombre por encima de la materia, gracias a sus virtudes físicas y morales, lo reducía a una especie de animal acorralado por las fuerzas ciegas del hierro y del fuego. No, el alpinismo no es la guerra, puesto que ésta no es más que un gigantesco asesinato. Algunos criticaron con vehemencia la pertinencia de estos sangrientos ataques, lanzados cuando ya no había ninguna duda sobre la manera en que la guerra acabaría.
Sin pretender arrogarme la calidad de juez y si la ambición de algunos mandos inclinó con toda seguridad la balanza, estoy convencido de que la mayoría de los generales que decidieron las ofensivas de los Alpes y, las más inútiles todavía, contra las «bolsas de resistencia del Atlántico», sólo lo hizo por patriotismo. Ahora bien, con la amplitud de miras que permite el paso del tiempo, me parece que los sacrificios superaron con creces los resultados perseguidos.
Jacques Boell, oficial en la reserva y patriota indiscutible, finaliza su libro a la gloria de los combatientes de los Alpes con palabras que evocan la duda y la incertidumbre: «Sí, debo confesarlo. Siempre fui presa de una duda: todos esos jóvenes abatidos, todos esos mutilados, tanto sufrimiento en aquel montón de esquistos… ¿Eran realmente indispensables un mes antes del final de la guerra?».
Pensando en quienes tienen que llevar este peso en la conciencia, comprendo que el sacrificio parece que no guarda ninguna relación con el resultado. Pero había que actuar o, al menos, intentarlo. Hacía falta que, por honor, el país acabase por liberar él mismo su propio suelo (en Alsacia, en los Alpes y en las costas del Atlántico). Nuestros ataques tenían que atraer al mayor número de fuerzas enemigas para que no actuasen en las llanuras italianas. También, y por encima de todo, era preciso que en el momento de la firma del tratado de paz, nuestros superiores pudiesen decir:
«La paz en Francia necesita un muro de defensa, una zona de seguridad y ésa está situada en los Alpes. Nadie puede negarse a ceder este inhóspito territorio por el cual tantos jóvenes legaron generosamente sus vidas. Rectifiquen la frontera en el Mont-Cenis, en Chaberton, en el Saint-Bernard, en Vésubie, en Tende y en La Brigue».
Mientras pienso en todo esto, creo sentir a mi alrededor la presencia entrañable de todos nuestros mártires y oigo un murmullo que parece decir: «No, no habremos muerto por nada si hemos conseguido aportar un poco de seguridad a nuestra patria».
Justificar tanto dolor y tanta sangre con sentimientos tan nobles me parece que ha perdido casi todo su valor en la actualidad. ¡Que cada cual juzgue según su conciencia!
La batalla de la punta de Clairy no significó para mí el final de las hostilidades; es más, faltó muy poco para tener que participar en otra batalla de este tipo.
El antiguo fuerte de la Tura de Lanslebourg protege la vertiente francesa del puerto de Mont-Cenis. Esta vieja y maciza fortaleza es de la época de Vauban, pero, construida con enormes rocas minuciosamente talladas, parece una ciudadela inca. Ha resistido a los embates del tiempo y, en 1954, todavía estaba intacta. En septiembre de 1944, los alemanes se habían atrincherado detrás de sus imponentes murallas y resultaba imposible conquistar el collado del Mont-Cenis mientras ocuparan esta posición defensiva clave.
El alto mando decidió limpiar de alemanes el fuerte. La operación comenzó con un intenso bombardeo y, durante más de veinticuatro horas, la fortaleza fue sometida a un diluvio de fuego. Después de este tratamiento y, aunque aparentemente las paredes estaban casi intactas, se estimó que no podía haber ningún superviviente. No faltaba más que tomar el viejo edificio. Una de las compañías del Decimoquinto Batallón de Cazadores Alpinos salió de su posición del bosque y avanzó hacia la explanada que rodeaba el castillo; algunos hombres saltaron por los aires al pisar minas. Cuando los supervivientes se acercaron aún más, el enemigo, que no había sufrido ninguna baja, abrió fuego de ametralladora. A pesar de que los atacantes se retiraron a toda velocidad, en el terreno se quedaron algunos cadáveres más. Después de este lamentable fracaso, los mandos decidieron utilizar métodos más modernos. Les pareció que la única manera de hacerse con el castillo consistía en volar la robusta puerta blindada utilizando cargas explosivas y proyectiles de lanzagranadas. La Primera Compañía del Decimoquinto era la encargada de cumplir esta difícil misión y unos cuantos de nosotros volvimos a la retaguardia para recibir un entrenamiento especial. Pero Stéphane, aventurero audaz y patriota fervoroso, era también un jefe humano y un cristiano convencido. No parecía estar muy dispuesto a aniquilar a sus hombres para conquistar unas viejas paredes, mientras que cada día era más evidente que la guerra tocaba a su fin. Hablaba de este asalto sin entusiasmo y no se mostraba muy diplomático a la hora de formular críticas sobre la manera de llevar la ofensiva de primavera. Consiguió que el entrenamiento durara el mayor tiempo posible y, un buen día, los centinelas encargados de vigilar el fuerte se dieron cuenta de que ya no había ningún signo de vida en su interior.
Desbordada en las llanuras italianas, la Wehrmacht huía hacia el norte con la esperanza de reagruparse en las montañas de Austria o, incluso, con la intención de pedir asilo en Suiza. Los combatientes del frente de los Alpes, deseando reunirse con el grueso del ejército, abandonaron súbitamente sus posiciones. Stéphane, sin esperar siquiera las órdenes superiores, ordenó a su compañía perseguir a los que huían. Marchando muy por delante del grueso del ejército francés y combatiendo junto a los partisanos italianos, conseguimos mantener contacto con el enemigo prácticamente hasta Turín. Para mí, la guerra terminó a pocos kilómetros de esta ciudad; exactamente, en el pueblo de Robasomero.
Cuando uno de mis compañeros me dio la noticia del armisticio, vagaba por el lindero de un bosque y me sentía muy desamparado. La atmósfera era templada, como suele ocurrir en estos campos italianos en los que el esplendor de la primavera brilla por todas partes. Mil ruidos apenas perceptibles poblaban la noche, y en el cielo, miles de estrellas vibraban suavemente. En contacto con la paz de la naturaleza que había alegrado mi infancia, trataba de recobrar la serenidad de mi corazón, profundamente turbada por estos acontecimientos.
Había ido con mi grupo para ayudar a un contingente de Garibaldini que acababa de enfrentarse a una compañía de las SS. Pero como llegamos al final del combate, nuestra intervención no influyó en el resultado. Todos los alemanes habían muerto en la lucha o habían sido fusilados. Entre los prisioneros, los partisanos habían encontrado a dos muchachos de entre doce y catorce años. Eran, al parecer, hijos de un oficial de los camisas negras que, perseguidos, fueron a buscar refugio en las SS. Cuando llegué, estos dos desgraciados, víctimas de la locura del mundo, acababan de ser entregados al furor histérico de algunas arpías que les tiraban de los pelos, les escupían al rostro y les daban patadas. Sin embargo, ellos lanzaban miradas de ciervo acorralado que hubieran podido enternecer hasta un corazón de piedra. Indignado por aquellas brutalidades impropias de personas que habían estado luchando en nombre de la civilización, empecé a protestar. Algunos hombres morenos, con bigotes y con pañuelos rojos al cuello, y que llevaban en la cintura las suficientes granadas, pistolas y cuchillos como para hacer huir a todo un ejército, me lanzaron duras miradas. Ante su aspecto amenazador, comprendí que no debía mezclarme en sus asuntos. Estos héroes de opereta, tras un largo conciliábulo y sin tener en cuenta para nada mis gritos de indignación, agarraron a los dos muchachos por los hombros, les obligaron a caminar dándoles patadas, les empujaron contra una pared y descargaron sobre ellos sus metralletas. Este asesinato fue tan salvaje y tan rápido que no conseguía creer lo que estaba viendo. Me quedé paralizado ante aquella monstruosidad. Jamás olvidaré los ojos enloquecidos de estas víctimas inocentes.
Aquel día comprendí que, a pesar del lujo y de las máquinas, el mundo moderno no había salido aún de la barbarie.
La Italia del norte reservó un recibimiento entusiasta a las tropas francesas, y nosotros, que éramos la vanguardia de ese ejército, vivimos una especie de delirio. Atravesábamos las ciudades sobre alfombras de flores y este ambiente festivo duró hasta el final de la guerra. Pero a nuestros buenos aliados parecía no agradarles demasiado la presencia de las tropas francesas en los valles italianos. Progresivamente, nuestro ejército fue siendo empujado hasta la frontera y, al final, tuvo que volver a suelo francés. La Compañía Stéphane acabó instalándose en Ailefroide, en pleno corazón del macizo de Oisans.
Esta ocasión fue el final de la guerra para mí. Durante esos ocho meses prestando servicio de armas, había conocido una vida activa e intensa, de entrega total y de amistad sin límites que me había permitido elevarme por encima de la mediocridad de una existencia banal. Sólo la sangre de mis camaradas de armas y la crueldad de los hombres habían empañado estos días desbordantes de luz; pero la magnificencia infinita de las montañas había purificado los negros nubarrones.
Nos habíamos alistado como voluntarios hasta el final de las hostilidades, y una vez que éstas habían terminado, la vida civil nos esperaba, pues nuestra presencia en el ejército pasaría a ser aleatoria. A pesar de estar estrechamente ligados a esta segunda familia en que se había convertido la compañía, casi todos estábamos ansiosos por volver a casa y ocupar de nuevo un puesto en la sociedad. Pero el alto mando no lo pensaba así; necesitaba tropas para ocupar las zonas francesas de Austria y de Alemania y, lo que es peor, para combatir en Indochina.
Nos visitaron oficiales encargados de reclutar soldados alabando los encantos de Oriente, pero, a pesar del exotismo oriental y de las promesas de vivir intensas aventuras, muy pocos se dejaron convencer para embarcarse en una guerra colonial en la que el patriotismo era un argumento difícilmente creíble. Más tarde, después de haber ocupado los territorios conquistados, algunos de los nuestros, los que habían ascendido en la jerarquía militar y, como no podía ser de otra manera, fueron combatientes en Indochina. Algunos, entre ellos mi amigo de infancia J.-C. Laurent e incluso el capitán Stéphane, no regresaron jamás.
Era evidente que tendríamos que esperar unos cuantos meses antes de que nos licenciaran y que dentro de poco nuestro batallón sería destinado a Austria. Durante la guerra, el ejército llega a alcanzar el honor y la gloria; en la paz, puede convertirse de un día para otro en estúpido y mezquino. Eso es tan cierto que la vida dentro de un cuartel siempre ha sido un tema recurrente de las operetas y las comedias fáciles. Stéphane no era ajeno a los peligros de la paz. Gran jefe de guerra, siempre procuró seguir siéndolo en los días de paz en los que, después de la batalla, el mundo volvía a encontrar lentamente su equilibrio. Intentaba buscarnos ocupaciones que no fueran demasiado estúpidas, practicando el canto y varios deportes, el alpinismo sobre todo. Fue así como durante unos espléndidos días de junio y, a pesar de la nieve que cubría las cumbres, pude realizar varias ascensiones en el interesante macizo del Delfinado. Mientras otras compañías mataban el tiempo alternando la juerga y el aburrimiento gracias a sus superiores, nuestra compañía lo ocupaba de la mejor manera posible y la entrañable camaradería que nos unía hacía la espera mucho más agradable.
Stéphane, humano y comprensivo, se dio cuenta de que muchos de nosotros perdíamos en el ejército un tiempo que hubiéramos podido emplear en tareas más útiles, y por eso trató de dejar libres a los de más edad.
Yo sólo tenía veinticuatro años y todavía era demasiado joven para quedar libre. Stéphane, a pesar de querer conservarme para el entrenamiento alpino de su compañía, me destinó como instructor a la Escuela Militar de Alta Montaña, que acababa de reorganizarse en Chamonix. Él pensaba que así podría satisfacer mejor mi pasión por la montaña y, a la vez, volver a gozar del cariño de mi esposa, gran víctima de nuestra forzosa separación.
Hasta que se demuestre lo contrario, la Escuela Militar de Alta Montaña es un centro destinado, por un lado, a iniciar en el alpinismo a los oficiales y suboficiales de las unidades alpinas y también a soldados venidos de otros cuerpos como la marina o la aviación, no se sabe muy bien por qué. Por otro lado, la Escuela también formaba monitores de alpinismo, que luego serían destinados a realizar la instrucción técnica de las secciones de exploradores. En 1945 había dos tipos de monitores encargados de la enseñanza de los reclutas: los civiles y los militares. Exceptuando el sueldo y el uniforme, nada distinguía a los segundos de los primeros. Debo reconocer que el comandante hacía lo que estaba en su mano para ahorrarnos las molestias de la vida militar y que fuera de nuestro trabajo gozábamos de una libertad casi absoluta.
No por ello nuestra situación dejaba de ser escandalosamente injusta. Incluso teniendo en cuenta a los voluntarios mantenidos arbitrariamente dentro del ejército, éste no disponía de un número suficiente de instructores cualificados. Para compensar esta carencia, el ejército contrató a varios civiles, guías de montaña profesionales. Parecía normal que, dada la edad de algunos, no se hubieran presentado voluntarios ni en la fase final de la guerra; pero otros eran jóvenes que, quizá con toda la razón del mundo, habían preferido permanecer en la vida civil en lugar de perder su sueldo y arriesgar la vida para salvar el honor de su país.
La situación era paradójicamente amarga. El ejército penalizaba a los que habían servido valientemente a su patria no permitiéndoles regresar a la vida civil, y recompensaba con salarios generosos a quienes no habían querido ponerse al servicio de Francia. Es cierto que, en ocasiones, debemos admitir que la «realidad supera la ficción».