El descubrimiento de la montaña

Nacido al pie de los Alpes, antiguo campeón de esquí, guía profesional, alpinista de grandes courses y miembro de ocho expediciones a los Andes y al Himalaya, he consagrado toda mi vida a la montaña, y soy, si esta palabra tiene algún sentido, un montañero.

En aparente contradicción con este estilo de existencia, las fantasías del destino me han llevado a dar un gran número de conferencias ilustradas con proyecciones.

Una noche, después de salir de uno de estos espectáculos, fui a tomar una copa al domicilio de una personalidad local. Allí, un respetable profesor, que iba vestido austeramente, se me acercó y, mirándome con mucha atención, dijo muy cortés:

—Ha estado usted muy interesante.

Como yo le di las gracias con educación, él añadió:

—Pero, ¿a qué se dedica usted habitualmente? ¿Es usted ingeniero, profesor…?

Aquel hombre no pudo ocultar un cierto asombro cuando le contesté:

—No; simplemente soy un guía de alta montaña.

Más tarde, cuando me encontraba en mi triste habitación de hotel intentando inútilmente dormirme (aún estaba bajo los efectos de la excitación nerviosa que produce pasar más de dos horas intensamente concentrado ante el público), las palabras del profesor volvieron a mi memoria. En aquel momento, por primera vez, me di cuenta de que la existencia novelesca que he llevado ha forjado en mí un personaje de una dualidad insólita.

Descubrí que mi imagen, para quienes me conocen perfecta y estrictamente trajeado y me oyen disertar sobre la geografía humana del Himalaya, no guarda relación alguna con la del hombre que soy verdaderamente. Para ellos se oculta, tras esta fachada mundana, el montañero; ese personaje que una literatura demasiado convencional ha dejado etiquetado, para todo el mundo, bajo los rasgos de un rudo campesino de toscos modales. Por primera vez comprendí cómo el extraño destino había hecho de un niño nacido en una familia de intelectuales burgueses un profesional del alpinismo, y uno de los conquistadores de las más altas y difíciles montañas del mundo.

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Si esta palabra tiene algún sentido, soy un montañero…

Esta aventura empezó en Grenoble, en una especie de castillo cubierto de viñas silvestres, y situado en las laderas de una montaña que dominaba la ciudad. Fue allí donde nací. Lo primero que mis ojos pudieron admirar fueron las bellas cumbres nevadas del macizo de Belledonne que, frente a las ventanas de la enorme y cómoda residencia familiar, se levantaban creando una barrera deslumbrante.

Mis padres pertenecían a lo que suele llamarse una buena familia; es decir, burgueses acomodados que descendían de varias generaciones de magistrados, de industriales e, incluso, de militares de alto rango.

Pero lo cierto es que esta familia, bajo un aspecto burgués, ocultaba más originalidad y fantasía de lo que pudiera imaginarse a primera vista. Tanto en la rama paterna como en la materna, había habido numerosos personajes que se salían de lo corriente: decididos hombres de negocios, grandes viajeros en busca de fortuna y aventuras, militares y políticos audaces. De estos ilustres antepasados, mis padres habían heredado una mentalidad mucho más abierta y una concepción de la vida mucho menos tradicional de lo que suele ser corriente en su medio.

Mi padre tenía un marcado tipo germánico: alto, fuerte, con una cabeza grande y una pronunciada mandíbula inferior, y los ojos de un azul muy intenso, casi ocultos detrás de unas gruesas gafas. Era un hombre violento, apasionado, austero y testarudo; pero también era amable y brillante, dotado de unas extraordinarias facultades intelectuales, y con una memoria asombrosa.

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Mi padre.

Había tenido una vida muy agitada. Después de cursar con brillantez ingeniería química, partió hacia Brasil para fundar allí una industria. Pero la guerra de 1914 le sorprendió cuando acababa de instalarse en aquel lejano país. Sin dudarlo, abandonó todo lo que había creado en Brasil y volvió a Francia, llamado por su deber de soldado.

A los cuarenta años, totalmente decepcionado de los negocios, no le importó dejar la industria para ponerse a estudiar medicina. Y tras cinco años de esfuerzos, se estableció como médico.

Mi padre, ya en su juventud, se había inclinado hacia un tipo de deportes poco normales en aquella época. Había subido en globo, participó en carreras de coches y, sobre todo, había sido uno de los primeros franceses que se pusieron los esquís. En todo caso, fue el primero que llegó a dominar la elegante técnica del telemark: el único método para girar que existía en aquellos tiempos heroicos.

Mi madre era bajita, de rasgos clásicos, ojos muy oscuros, y tenía el cabello de un negro azabache. Parecía una italiana.

Estaba dotada de temperamento artístico, y había estudiado pintura. Era apasionada y activa, demostrando ser muy original para su época. En 1913, ya conducía automóviles, y fue la primera francesa que tuvo la suficiente audacia como para esquiar en pantalones. La gran pasión de su juventud había sido la equitación, práctica en la que destacaba, sobre todo en montura de «alta escuela». Durante los años de su estancia en Brasil con mi padre, hizo viajes de varias semanas a caballo y, de esta forma, pudo visitar regiones, todavía en estado salvaje, a las que pocas mujeres blancas se habían atrevido a llegar.

Aunque estaba claramente marcada la tendencia de mis padres hacia la aventura y el deporte, en ellos no alcanzó nunca un grado extremo. Mi padre, sobre todo, jamás permitió que el deporte ocupara un lugar importante en su existencia. Consecuentemente, es innegable que tanto mis antecedentes familiares como la educación que recibí podían dirigirme hacia una vida de deportista y de hombre de acción. Sin embargo, sería exagerado ver en mis primeros años las raíces de una existencia apasionadamente consagrada a la práctica de los deportes o a las aventuras.

Una cosa es indudable: no fue junto a mis padres donde adquirí el gusto por el alpinismo. Aunque ellos pasaron la mayor parte de su vida rodeados de montañas, nunca practicaron el alpinismo y, como máximo, lo hicieron a modo de paseo, subiendo algunas cumbres fáciles, que no requerían una auténtica escalada. Mis padres no sólo no habían practicado el alpinismo sino que además lo reprobaban, considerándolo como una estúpida locura. Recuerdo perfectamente que, cuando yo era un niño de siete u ocho años, mi madre me dijo un día:

—Te dejo practicar todos los deportes. Pero nunca me gustaría que hicieras motociclismo o alpinismo.

Y cuando yo le pregunté qué significaba esta última palabra, ella me respondió:

—Es un deporte estúpido, que consiste en trepar por las rocas con las manos, los pies ¡y los dientes!

Si mi madre detestaba el alpinismo, fundamentalmente por ignorancia, mi padre, en cambio, lo convertía en objeto de sus sarcasmos y desprecios. Para él, el deporte era sobre todo un medio de conservarse físicamente en forma, con el fin de aumentar la capacidad de trabajo necesaria para lograr el éxito social y económico, y, secundariamente, era una de las formas de proyectarse en el escenario principal de la vida. Entregarse a un ejercicio tan fuerte, agotador, peligroso y discreto como el alpinismo, a mi padre le parecía el colmo de lo absurdo. Y le oí comentar cien veces:

—Hay que ser completamente estúpido para reventarse subiendo a una montaña, corriendo el riesgo de romperse la nuca, cuando en la cumbre no hay ni un billete de cien francos que puedas recoger.

Uno de mis primos, que se había quedado inválido después de una caída en la montaña, era citado constantemente por mi padre como un ejemplo vivo de las nefastas consecuencias que acarreaba la locura de escalar. A veces, por la calle, me señalaba despectivamente con el dedo a algunos estudiantes alemanes que, en aquella época, eran la noticia de la región por los numerosos accidentes de montaña que sufrían. Y añadía:

—Mira a esos imbéciles que se dedican a escalar. Pronto acabarán andando con muletas, como tu primo René.

La tradición familiar asegura que siempre fui un niño de un vigor excepcional. Pesaba más de cinco kilos cuando nací y, al parecer, tenía tanto pelo que a los cuatro días tuvieron que llevarme al peluquero.

Los que saben que a los veintiún años tenía la cabeza casi tan lisa como una bola de billar, podrán medir la ironía y la injusticia de la fortuna.

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Mi madre.

Al parecer, durante mi infancia, estaba dotado de una independencia de carácter algo enfermiza. Las hazañas que confirman este rasgo son, incluso hoy día, una inagotable fuente de conversaciones familiares en las largas veladas de invierno. Una de estas anécdotas creo que merece ser contada. Cuando tenía cuatro o cinco años, a mi madre le gustaba vestirme con elegantes trajecitos de terciopelo negro y de cuello blanco. Cada vez que me obligaban a ponerme aquella ropa —tan poco práctica para jugar, de acuerdo con mis aficiones turbulentas—, mi malhumor llegaba a ser tremendo. Un día que estábamos a la orilla del mar, me negué radicalmente a bañarme. Mi madre, cansada, acabó volviéndome a vestir con uno de esos trajes de principito que tanto me horrorizaban. Apenas me vi vestido, me precipité con entusiasmo hacia las agitadas olas del mar. Algunos pensarán que no sólo era un niño independiente, sino que además estaba muy mal educado.

Tenía yo tres años y medio, cuando mi padre me puso por primera vez unos esquís. La tradición oral ha transmitido varias versiones contradictorias sobre mi primer contacto con la nieve. Para algunos, mi actuación fue brillante; en cambio, otros dicen que fue más bien mediocre. Mi pretensión de objetividad me obliga a pensar que aquella experiencia debió parecerse a la de la mayoría de los niños de esa edad; es decir, me limité a deslizarme sobre los esquís, siendo interrumpido por caídas seguidas de llanto.

Sin embargo, está claro que el esquí no tardó mucho en apasionarme, y, hasta los veinte años, absorbió gran parte de mi tiempo libre, de mis energías y de mis sueños.

Nuestra casa estaba rodeada de un gran parque, en el que había, además de viñas y otros cultivos, un espeso bosque, zarzales espinosos, y también ruinas y rocas. Aquella naturaleza salvaje formaba un marco perfecto para la realización de los sueños de un niño que ansiaba la libertad y lo maravilloso. Allí fue donde crecí, y donde, casi sin limitaciones paternas, podía correr por los bosques, trepar por las rocas, poner trampas a los conejos, a los zorros y a los ratones, y cazar mirlos, tordos y gavilanes.

Excepto durante el invierno, en el que dedicaba todo mi tiempo libre al esquí, yo pasaba en el parque aquellas horas que estaban fuera de mi vida escolar. Me gustaba muy poco el cine, el fútbol y el pasarme las tardes en casa de algún compañero de estudios. No sólo estaba en el parque todos los jueves y todos los domingos, sin importarme el tiempo que hiciera, sino que además diariamente iba allí a pasear: por la mañana, antes de ir a la escuela, y por la tarde, al salir de ésta. A veces, en primavera, cuando la temperatura era suave y el aire estaba cargado de algo parecido, a un fluido estimulante, también me escapaba al parque por la noche. Solía vagar a través de los bosques y los campos, e intentaba penetrar en los misterios de la vida. La oscuridad envolvía a la naturaleza y todo parecía más silencioso que nunca. Durante horas, agachado entre los zarzales, permanecía inmóvil escuchando el crujido de las ramas, el grito de los mochuelos, el cloqueo de un mirlo, y los mil ruidos, casi imperceptibles, que dan testimonio sonoro de la intensa actividad de todo un mundo. Estos años de infancia, vividos en íntimo contacto con la naturaleza, marcaron profundamente mi personalidad física y moral.

Como a todos los niños, me gustaba jugar a indios y vaqueros. Pero, al revés que otros niños, yo disponía para estos juegos de los elementos esenciales, aunque no de los accesorios. Si bien carecía de un sombrero de alas anchas, de una camisa llamativa, de unas plumas de colores y de una estrella de shériff en cambio, tenía escopetas de verdad, puñales de verdad, un bosque de verdad y animales salvajes de verdad.

La casa estaba llena de armas heredadas de generaciones de cazadores o traídas de los viajes al Brasil; con una inconsciencia casi increíble, mis padres me dejaban utilizar la mayor parte de ellas. Desde los nueve años, tuve mi propia carabina de ocho milímetros ¡para la que pronto supe fabricarme los cartuchos!

Con uno de mis compañeros inventé un juego original. La propiedad estaba infestada de ratas enormes que subían de las alcantarillas de la ciudad de al lado, y nosotros atrapábamos un gran número de ellas con ayuda de trampas especiales. Pero, en lugar de masacrar a estos repugnantes bichos de una manera simple, los dábamos una última oportunidad. La trampa estaba colocada en el extremo de una especie de estrecho pasillo que habíamos confeccionado con dos tablas; uno de nosotros liberaba al animal, y el otro debía abatirlo entonces con una bala, antes de que, lanzado a toda velocidad, franquease los dos últimos metros que lo separaban de la libertad.

Las ratas muertas de ese modo eran despellejadas, sus pieles secadas al sol y luego, después de un ligero curtido, unidas formando extravagantes vestimentas que pretendían imitar a las de los Hunos de las hordas de Atila, de los que habíamos leído que iban vestidos ¡con pieles de ratas!…

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Aquí crecí.

La vida exaltadora de pequeño salvaje que llevaba, derivó en un efecto desastroso sobre mi rendimiento escolar. Era un alumno muy malo. A pesar de todo, normalmente respetaba la disciplina y, sin ser muy inteligente, no daba pruebas de una especial estupidez. Mi drama escolar residía en una excepcional incapacidad para fijar mi atención: físicamente estaba en el colegio, pero mi espíritu no conseguía quedarse allí. Cada día se reproducía la misma aventura. Con cierta buena voluntad, escuchaba durante algunos minutos las palabras de la maestra, luego el triste mundo escolar, hecho de encerados negros, de pupitres negros, de batas negras y de tinteros negros, se disipaba como por encanto y me encontraba bajando a toda prisa por una pendiente nevada en locos e interminables descensos o corriendo a través de un bosque verde lleno de mirlos silbantes, de ardillas maliciosas o de serpientes terroríficas.

Mi madre rodeaba a sus dos hijos del más cálido afecto y, si no hubiera tenido una naturaleza tan independiente, habría crecido entre algodón; siempre de un carácter optimista y sencillo, ella no parecía estar demasiado contrariada por la gran mediocridad de mis estudios. Por el contrario, mi padre, muy absorbido por su trabajo, se ocupaba poco de sus hijos; habiendo conocido brillantes éxitos universitarios, sentía un orgullo legítimo, y su satisfacción hubiera sido ver cómo le sucedía en el sitio de primero de la clase. Además, estaba absolutamente indignado por haber engendrado a un mal estudiante.

A pesar de los gritos, de las zurras y de repetir en clase, continuaba creciendo entre el mundo triste y negro del colegio y el mucho más exaltador de nuestro gran parque luminoso y lleno de misterio. Seguía siendo un mal estudiante ejemplar y me convertía en un muchacho vivo y robusto, lleno de iniciativa y de sentido práctico, entusiasta y exuberante, melancólico y secreto a la vez.

De forma innata, a la mayoría de los niños les apasiona trepar por los árboles, por los muros y por las rocas. En este sentido, las pequeñas paredes calcáreas que rodeaban nuestra propiedad me ofrecían un campo de juego ideal. Gracias a esas paredes, me familiaricé desde muy pequeño con los rudimentos de la técnica de la escalada. Tenía sólo cinco años cuando sufrí mi primer accidente, que fue, por otra parte, el más grave de toda mi vida. Al trepar por unas rocas del parque, me caí y me hice un profundo corte en la frente. La leyenda asegura que volví a casa cubierto de sangre, pero también dice que no vertí ni una sola lágrima. De todas formas, ya se sabe cómo son las leyendas.

Trepar algunas rocas no es hacer alpinismo y sólo por razón a su tamaño, un chico no puede practicar este deporte teniendo once o doce años. Pero fue a la edad de diez años a la que comenzó a despertarse mi interés por la escalada de las montañas.

Hay que indicar, no obstante, que mi desarrollo físico era excepcional y que, a pesar de mi mediocridad escolar, tenía una madurez espiritual poco común en un chaval de mi edad.

La aversión de mis padres por el alpinismo y la prohibición formal de dedicarme a ello, muy lejos de separarme de este deporte, le dieron un atractivo fascinante para mí. ¡Todos sabemos que nada es más atrayente que el fruto prohibido!

Una cosa notable es que la violencia de la reprobación que mi padre sentía contra el deporte de la montaña hería alguna fibra escondida en el fondo de mi corazón hasta el punto que, cuando insultaba a los alpinistas con sus sarcasmos, se apoderaba de mí un odio violento. Sentía confusamente que una desaprobación tan virulenta por una actividad aparentemente sin gran importancia, no era solamente la reacción de un ser desequilibrado ante un juego estúpido, sino la indignación de un hombre profundamente unido a una concepción del mundo frente a una fuerza que estaba en contradicción con su universo. Hoy, volviendo atrás en el tiempo, recuerdo que fustigaba con la misma violencia algunas formas de arte o ciertas concepciones idealistas de la organización social.

A decir verdad, aunque a pesar de mi joven edad sentía un importante interés por la montaña, sobre todo por su carácter absolutamente espontáneo, sólo tenía de ella una idea muy romántica e imprecisa.

En una ciudad como Grenoble, situada en pleno corazón de los Alpes, los alpinistas son muy numerosos. Entre nuestros parientes, vecinos y personas con las que nos relacionábamos, había un pequeño número de ellos. A excepción del célebre Dr. Couturier[1], ninguno había realizado nunca ascensiones importantes.

Incapaz de distinguir los auténticos valores, escuchaba a estos héroes contar sus hazañas con una pasión ferviente, y mi imaginación se exaltaba ante tanta valentía, fuerza y grandeza.

Sin embargo, había descubierto en nuestra abundante biblioteca un buen número de libros de alpinismo, que contaban aventuras que me parecieron de un increíble heroísmo. Sin comprenderla siempre completamente, devoré esta literatura con frenesí. Estos relatos alpinos forjaron en mi espíritu de niño un mundo fabuloso, hecho de picos terribles, sacudidos sin cesar por los temblores de gigantescas avalanchas, laberintos de hielo con grietas innumerables que se abrían en cualquier momento entre crujidos espantosos, y héroes sobrehumanos triunfando ante todos estos obstáculos en el curso de hazañas repetidas sin cesar.

Tanta grandeza, misterios y peligros eran muy seductores para mi joven mente, llena de sueños de aventuras, y si no pensaba por un instante poder ser un día uno de estos héroes de los Alpes, estaba convencido de que nada sería más maravilloso que convertirme en uno de sus modestos compinches.

El hijo de nuestro panadero había llevado a cabo algunas escaladas en las sierras secundarias, cercanas a Grenoble. Era un tipo fanfarrón y charlatán, al que le gustaba contar sus hazañas enriqueciéndolas un poco. Literalmente seducido por sus historias, yo sentía por aquel muchacho totalmente insignificante una admiración sin límites. Para mí era un semidiós y me pasaba las horas escuchándole contar sus fabulosas aventuras. Pero cuando le suplicaba que me llevara con él en algunas de sus salidas, me contestaba desdeñosamente:

—No puede ser; eres un crío. Para hacer montañismo hay que ser muy fuerte y tener una sangre fría a toda prueba.

Tenía una gran amistad con la hija de nuestra portera, una chica llamada Georgette, que tenía entre quince y dieciséis años. Ella salía cada domingo a la montaña con grupos de la «Sociedad de los Escaladores de los Alpes». Se limitaban a escalar las cimas prealpinas por itinerarios que no eran más difíciles que un sendero escarpado. Debido sin duda al escaso peligro que había en estas salidas, no me costó mucho convencer a Georgette para que, sin que mis padres se enterasen, me dejara ir con ella.

Así, con la excusa de inocentes paseos en bicicleta, conseguí escalar mis primeras cumbres. Estas ascensiones me resultaron terriblemente fascinantes, y me produjeron una impresión tan profunda que, incluso actualmente, conservo un vivo recuerdo de aquellas horas emocionantes.

Sin embargo, estas cumbres se encontraban entre las más modestas que puedan merecer tal nombre. La primera fue la Aiguille de Quaix, una minúscula torre de calcáreo que, según la leyenda rebelaisiana, no es más que una deyección de Gargantúa.

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Mis primeras cumbres.

La ascensión me resultó apasionante desde el principio hasta el fin. Cuando subíamos, la caravana se equivocó de canal, y tuvimos que pasar largo tiempo debatiéndonos a través de pedreras y matorrales. Pero mi vida en el parque que rodeaba la casa de mis padres me había convertido en un maestro de este deporte, y con ingenuo orgullo me sentí muy feliz de poder demostrar ante mis compañeros dicho talento.

La escalada no me pareció difícil, aunque sí terriblemente vertiginosa. Una muchacha se impresionó tanto que casi le dio un síncope, y hubo que administrarle algo para que volviera en sí. En el descenso, nuestro jefe de grupo nos condujo sin ningún error a través de lo que parecía un laberinto de paredes lisas, cornisas y picachos. Aquella capacidad de orientación en la montaña me dejó profundamente admirado. ¡Qué maravillosa es la imaginación de un niño de once años, capaz de transformar en una apasionante aventura una escalada tan simple!

Tenía doce años cuando se produjo un acontecimiento que iba a tener un papel fundamental en el desarrollo de mi incipiente vocación de alpinista. Mi hermano pequeño se puso enfermo, y el médico le aconsejó que pasara una temporada en la montaña. Entonces, mi madre decidió llevarnos de vacaciones al valle de Chamonix, donde ella había estado años atrás.

Hasta entonces yo únicamente conocía algunas montañas del sistema prealpino, con sus laderas de roca gris dominando verdes valles. Sólo había podido admirar, desde lejos, las cimas eternamente blancas de los altos picos de Belledonne y de Oisans.

Este primer contacto con las grandes montañas fue una revelación. Aquello me entusiasmó, y siempre he conservado intacto el recuerdo de lo maravillado que me quedé ante esas masas de hielo que brillaban en un cielo de una pureza casi irreal. Todavía recuerdo la emoción que sentí al ver esas agujas que parecen desafiar la audacia de los hombres.

En aquella época, yo era un chico de una estatura y un vigor físico excepcionales, y fácilmente hubiera podido creerse que tenía quince o dieciséis años. Pero bajo la apariencia de joven atleta, ocultaba un alma atormentada y una gran sensibilidad. Ya desde entonces veía con claridad la bajeza, la vulgaridad y la monotonía del mundo, y soñaba apasionadamente encontrar una existencia más noble, más libre y más generosa.

Ante el espectáculo de las altas montañas, «adiviné inmediatamente que éstas me permitirían disfrutar alegrías, acariciar sueños y conseguir la gloria». De manera inconsciente, pero segura, vislumbré todas las posibilidades que ofrecía este mundo de rocas y hielo, en el que no se puede cosechar más que fatigas y peligros. Y sentí, en aquel momento, el valor que tendrían para mí estos frutos inútiles, que no se recogen en el barro, sino en un joyero de belleza y de luz.

Pasada esta primera impresión, pronto traté de acercarme más a aquellas maravillas y de ascender a aquellos picos de ensueño. Acompañado por muchachos de mi edad, escalé algunos miradores de las Aiguilles Rouges; después crucé la Mer de Glace, bajo la dirección de uno de aquellos viejos guías, que en esa época actuaban ilegalmente al borde del glaciar, y que proponían a los turistas inexpertos conducirles hasta la otra orilla.

En el glaciar de los Bossons, envalentonado por la experiencia, rehusé desdeñosamente los servicios del «pirata» bigotudo y lleno de medallas que, con insistente interés, nos advertía de los graves peligros que corríamos al atravesar sin su ayuda aquella lengua de hielo.

Estos modestos paseos no llegaron a satisfacer completamente mis ansias de aventuras y mis ambiciones de incipiente alpinista. Lo que deseaba, de todo corazón, era penetrar hasta el fondo de aquellas maravillosas montañas y escalar sus cumbres. La pasión con la que defendí mi causa me permitió convencer a mi madre para que me dejara participar en escaladas colectivas organizadas por la Compañía de Guías de Chamonix. En mi primera salida, escalé hasta el refugio del Couvercle, por la pared de los Egralets, regresando por el glaciar de Talèfre y la Pierre á Béranger. La deliciosa emoción que experimenté al saltar por primera vez una grieta y al franquear mi primer puente de nieve, fue sin duda casi tan intensa como las que posteriormente sentí cuando llegué a la cumbre del Fitz Roy o del Makalu.

Qué orgulloso me sentí, ya de regreso, cuando mostré a mi madre una tarjeta postal que representaba la pared de los Egralets, que yo acababa de conquistar. Pero, sin duda, se trataba de una hazaña terriblemente mediocre, ya que todo el recorrido estaba equipado con cables y escaleras.

Las expediciones colectivas con Guías de Chamonix pronto me parecieron insuficientes para que mis aspiraciones se calmaran. Lo que yo quería hacer eran escaladas de verdad, con cuerda, piolet, crampones, rápeles, etc.

Pero mi madre, a pesar de su debilidad y de su bondad, se negó obstinadamente a permitirme que expusiera mi vida en tales aventuras. Felizmente, en esa época, uno de mis primos, que era oficial de carrera, estaba destinado en la Escuela Militar de Alta Montaña. Era un buen alpinista y tenía fama de ser seguro y prudente. Ella, más tranquila por la garantía que daba un guía como él, acabo por ceder a mis súplicas, autorizándome que acompañara a mi primo a la Aiguillette d’Argentière.

Fue en esa minúscula punta, que ni siquiera merece el título de cumbre, donde hice por primera vez un rápel de cuerda. Este ejercicio, aun siendo fácil, es impresionante para un neófito. Hasta tal punto esto es cierto que, en el momento de dejarse deslizar hacia el vacío, hay muchos niños y mujeres que, atemorizados, son incapaces de contener las lágrimas. Yo no lloré, pero debo confesar humildemente que el corazón se me encogió y que todos mis músculos quedaron paralizados por el miedo. Por primera vez, y esto luego me ha vuelto a suceder muchas veces, mi voluntad me empujó cuando mi cuerpo se negaba a seguir.

Ante el profundo entusiasmo que me producían las ascensiones, mi primo comprendió que nada podría quebrar mi pasión por la montaña, y que sería preferible educarla antes que contrariarla. Siguiendo sus consejos, mi madre decidió por fin confiarme a un guía seguro. Éste intentó que realizara un primer ensayo en el Clocher y en los Clochetons de Planpraz. Como es un tramo corto pero bastante difícil, lo subimos rápidamente, y mi primo me hizo escalar, a continuación y en el mismo día, la vertiginosa pared de la cara sudeste del Brévent.

Durante esta primera temporada de alta montaña, todavía tuve tiempo de subir a los Grands Charmoz y a la Petite Aiguille Verte.

Cuando regresé a Grenoble, tras esos prometedores inicios, me creí perfectamente capacitado para escalar sin la ayuda de ningún guía. Al llegar la primavera, conseguí convencer a mi amiga Georgette para que me acompañara en la ascensión del Dent Gérard, de las Trois-Pucelles, por el couloir de Grange.

Esta escalada —en un macizo de baja altitud situado no lejos de Grenoble— no es verdaderamente difícil, pero exige al menos ciertos conocimientos técnicos que, al parecer, yo no tenía aún.

De todas formas, aquella escalada fue una de las más dramáticas de toda mi carrera y, posiblemente, nunca estuve tan cerca de la muerte como entonces. Íbamos muy mal equipados, entre otras razones por una que todavía hoy me parece inexplicable. Aunque las agujas del macizo de Vercors están formadas por una roca calcárea muy lisa y resbaladiza, nosotros trepábamos con botas herradas con «alas de mosca»; lo que equivale a decir que nos adheríamos como un caballo que sube por una cuesta empedrada.

Realizamos nuestra primera travesía con el estrépito escalofriante de los clavos contra la piedra. Cada vez que derrapábamos, saltaban chispas. En varias ocasiones me quedé colgado solamente de las manos, y parece increíble que no cayera contra las rocas de las pedreras, que estaban a veinte metros más abajo. Cuando, completamente sin aliento, pude llegar por fin a una acogedora plataforma, un grupo de alpinistas que había observado mi avance con el corazón en vilo, pensó que era mejor arrastrarnos vivos hasta la cumbre que tener que bajarnos muertos. Me ofrecieron unir mi cordada a la suya. Esta propuesta hirió un poco mi amor propio, pero logré recordar lo peligroso que había sido mi avance y, al final, mi instinto de conservación triunfó sobre mi vanidad.

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Trepamos con botas herradas con «alas de mosca»…

A partir de ese momento, gracias a la seguridad que daba la cuerda, pude seguir fácilmente a los que me precedían. Por desgracia, en su equipo, que era demasiado numeroso, iban tres muchachas prácticamente novatas. A cada largo de cuerda el jefe se veía obligado a arrastrarlas como si fueran verdaderos sacos. Esta operación nos hacía perder muchísimo tiempo, y esa especie de ciempiés que era nuestro grupo, integrado ahora por siete, progresaba con una lentitud extraordinaria. Además, era un poco tarde cuando llegamos al pie de dos fisuras verticales. El jefe de grupo empezó a ascender por la de la izquierda, conocida por el nombre de «fisura Dalloz», y que tenía la fama de ser bastante difícil. Como era un trepador excelente y, además, iba provisto de un calzado más apropiado que el mío, logró situarse gateando en el extremo superior del paso. Pero cuando les tocó subir a sus torpes y pesadas compañeras, las cosas empezaron a ir mal.

La fisura se elevaba describiendo una pequeña diagonal a través de una losa vertical, tan lisa como una pista de baile. La primera de las chicas, en cuanto empezó a escalar, incapaz de mantener el equilibrio sobre la fisura, se soltó y quedó colgando del muro. Después de debatirse durante unos instantes como una enorme carpa pendiente de un anzuelo, se dejó agarrar por los brazos, obligando al jefe del grupo a izar unos sesenta kilos de carne inerte. El pobre desgraciado, tras sudar sangre, logró subir a la muchacha hasta su altura. Pero, después de esta hazaña, se quedó totalmente agotado, sintiéndose incapaz de ayudar a la segunda chica, cuyo pecho desbordante y anchas caderas anunciaban un peso respetable. Fue necesario que subiera el último alpinista de la cordada para que sumara sus fuerzas a las del agotado líder.

Aquello nos llevó bastante tiempo, y el jefe acabó dándose cuenta de que, tal y como iban las cosas, corríamos el riesgo de vernos sorprendidos por la noche antes de haber podido abandonar aquellas paredes de roca.

Con la esperanza de poder ganar tiempo, me preguntó si me sentía capaz de trepar por la fisura de la derecha, sin la seguridad de la cuerda. A ésta se la conocía como «fisura Sándwich» que, según me dijo, era más fácil que la de Dalloz. Este voto de confianza a mi capacidad de escalador fue como un bálsamo para mi amor propio. Así, sin dudarlo ni un solo momento, me puse a trepar, en cabeza de cordada, por aquella estrecha chimenea vertical.

El paso en sí no era difícil, pero exigía sin embargo más técnica de la que yo tenía. Además, mis botas herradas me perjudicaban bastante, porque me hacían resbalar a cada momento. Pero gracias a unas energías desesperadas y a una inflexible tenacidad, y también gracias a la ayuda de laboriosos empotramientos, aleteando como una foca, me elevé lentamente en medio del espantoso rechinar de los clavos contra la roca.

De esta manera, logré avanzar unos metros a través de una plataforma. Pero, desgraciadamente, en aquel punto, la fisura, antes vertical, se iba convirtiendo en ligeramente desplomada. Para franquear los últimos metros, necesitaba alejarme todo lo posible hacia el exterior, abandonando la precaria seguridad del empotramiento, y confiar en las escasas presas a las que podía aferrarme para tratar de superar el tramo. Como estaba medio agotado por mis esfuerzos, estuve dudando un rato antes de decidirme. Al final, haciendo acopio de todo mi valor, me lancé con la energía que da la desesperación. Pero, en el preciso instante en que me agarraba a las codiciadas asperezas de la pared, mis pies resbalaron y me quedé colgando de las manos. En ninguna ocasión, posteriormente, he sentido con tanta claridad que iba a soltarme y a caer irremisiblemente. Sólo gracias a esa insospechada reserva de fuerzas que uno descubre cuando se encuentra en una situación verdaderamente desesperada, pude recuperarme y llegar a la plataforma salvadora.

Es cierto que había logrado pasar, pero la partida todavía no había sido ganada. Cuando se quiere jugar a guía, hay que subir a los clientes. ¿Cómo podía hacer subir a mi compañera que, pesada y poco diestra, no conseguía por sí sola elevarse ni un centímetro? Aquello era un problema angustioso para un chico de menos de trece años, que además estaba al límite de sus fuerzas.

Tuve la suerte de que a un árbol se le había ocurrido la feliz idea de crecer a sólo unos metros de la cima de la fisura. Gracias a su robusto tronco, pude librarme de una situación que, en apariencia, parecía no tener otra salida que la de hacer vivac y esperar a que llegara la caravana de socorro.

Cada vez que, tras un feroz despliegue de energías, conseguía izar a Georgette algunos centímetros, ataba la cuerda en torno al árbol. De esta forma, podía recuperar fuerzas antes de volver a subirla unos centímetros más. Así, centímetro a centímetro, a pesar de los gritos y de los llantos de mi compañera, medio asfixiada por la cuerda, logré subirla hasta donde yo estaba. Las dificultades ya habían acabado, y pronto nos reuniríamos con la otra cordada. El descenso se realizó sin problemas.

Esta desgraciada experiencia de jefe de cordada me dejó una marcada falta de confianza en mí mismo, que durante mucho tiempo obstaculizó mi carrera. Después de esta ascensión, quedé convencido de que el alpinismo estaba reservado a grandes atletas con un valor, una fuerza y una agilidad sobrehumanas.

Como creí que mi problema se debía en parte a la falta de fuerza, me puse a hacer diariamente ejercicios gimnásticos intensivos. Mis brazos se hicieron enormes para mis trece años de edad, aunque no por ello logré escalar con mayor facilidad.

Una nueva tentativa al couloir Grange demostró ser tan desastrosa como la primera. Esta vez estaba acompañado por mi primo Michel Chevalier, quien además se convirtió desde entonces en un excelente alpinista. En esta época él estaba empezando, por supuesto, y, como era al menos tres años menor que yo, me vi encabezando la cordada. Esta vez, efectuamos la primera travesía sin incidentes. Pero fui incapaz de resolver normalmente los últimos metros de la chimenea que seguía. Para acabar de realizar el paso, tuvimos que hacer un corto y acrobático paso de hombros, donde me subía a lomos de mi primo empotrado en oposición entre las dos paredes de la chimenea. Mientras buscaba las presas de salida, mis botas claveteadas le destrozaban los hombros, arrancándole gritos de sufrimiento.

Por fin remontamos la chimenea. Michel no quiso oír nada de continuar una escalada tan incierta, y decepcionado y descontento por este fracaso, volví de nuevo a Grenoble.

De vuelta en Chamonix, hice todavía algunas ascensiones con guía. Pero el que elegía, tenía una gran falta de imaginación y un espíritu poco emprendedor que le mantenía encasillado en escaladas clásicas, de una dificultad muy mediocre. Además, tenía un extraordinario interés por las empleadas de los refugios, fuese cual fuese su edad y su apariencia. Con el fin de volver a ver lo más rápidamente posible a estas «criaturas de ensueño», me obligaba a efectuar escaladas a toda velocidad, izándome con la cuerda cuando no escalaba lo suficientemente deprisa para su gusto.

En semejantes condiciones me resultaba difícil perfeccionar mi técnica y, durante el transcurso de esa temporada, no hice muchos progresos en el arte del alpinismo.

Al invierno siguiente, empezaron a verse mis cualidades de esquiador, que ya se habían manifestado de pequeño. En las competiciones de mi región, ningún chico de mi edad me igualaba. Y por eso me permitieron correr con los júniors y hasta con los séniors. A veces conseguía clasificarme entre los primeros. Algunos aseguraban que yo tenía talla de campeón internacional. Lo malo fue que empecé a creérmelo.

Desde entonces, el esquí acabó siendo algo cada vez más importante en mi vida. Cuando terminaba el invierno, seguía saliendo todos los domingos a escalar montañas y a practicar el esquí de primavera. En verano, volvía al valle de Chamonix, donde mi madre tenía un modesto chalet cerca del encantador «Caserío de los Bosques».

Durante esta temporada, conseguí convencer a mi guía para hacer la travesía del Grépon[2].

En esta época, en que se escalaba con un material primitivo y sobre todo con botas con clavos, la técnica y más todavía la mentalidad alpinas, eran muy diferentes de las de hoy. La travesía del Grépon estaba considerada todavía como una ascensión muy seria, solamente accesible a los alpinistas experimentados. Incluso con guía, realizar esta ascensión con catorce años era una hazaña excepcional.

Había leído con pasión varios relatos que recogían la célebre escalada y especialmente el de su primera por Mummery. Mis aspiraciones de joven alpinista se estaban cristalizando alrededor de esta ascensión y después de los meses soñaba ardientemente con el día en que, por fin, pudiera recorrer la famosa arista almenada por gigantescos bloques de formas geométricas.

El precio de un guía para una empresa como ésa era relativamente elevado, y con el fin de reducir los gastos a la mitad, pedí a uno de mis compañeros, Alain Schmit, que se uniera a nosotros. Alain, apenas mayor que yo, era un escalador muy dotado, que había realizado con éxito numerosas ascensiones clásicas. Mi guía le conocía y no puso objeciones para que se sumara a nuestra cordada.

A las tres de la mañana, en una noche transparente y llena de estrellas, abandonamos el viejo hotel del Montenvers, punto de partida habitual para la escalada del Grépon. Todo mi ser irradiaba alegría con la idea de que, por fin, afrontaría las grandes ascensiones.

Me sentía lleno de fuerza y de salud. El día se anunciaba magnífico, ¡y me parecía que nada podía impedirnos vivir las horas excitantes de una ascensión que termina con éxito!

Pero nunca olvidé un detalle capital: la presencia en el hotel del Montenvers, no de una o dos sirvientas, como en los refugios, sino de al menos diez o doce. Rápidamente, me di cuenta de que la velocidad de mi guía era directamente proporcional al número de muchachas que podría encontrar a su vuelta. En lugar de contentarse, como era habitual, con llevar una marcha más rápida, corría literalmente. Alain y yo éramos buenos caminantes, bien entrenados; también éramos muchachos fuertes y conscientes. Por amor propio, intentamos seguir la loca cadencia de nuestro guía.

Y fue nuestro amor propio lo que nos perdió.

Todo iba bien por el camino e incluso en la primera parte de la escalada. Pero después de varias horas de esta enconada carrera, el cansancio empezó a ganarnos. Hacia la mitad del corredor Charmoz-Grépon, sintiendo cómo declinaban mis fuerzas, le pedí al guía bajar el ritmo. No quiso escucharme, declarando a pesar de la ausencia casi completa de nubes, que la tormenta amenazaba con desencadenarse, y que era necesario ir deprisa (sólo mucho tiempo más tarde aprendí lo fuertes que son las tormentas y el mal tiempo…).

Al pie de la fisura Mummery, Alain y yo, completamente asfixiados por esta escalada frenética, estábamos al límite de nuestras fuerzas. Con lágrimas y acongojado, suplicaba al guía que nos dejase descansar y comer un poco, pero se mantuvo inflexible. Era un excelente escalador, y algunos instantes más tarde ya había superado el célebre pasaje. Poco después, me sentí elevado por los aires tan inexorablemente como si, por descuido, hubiera sido enganchado por el cable de una grúa. Apenas llegué a la plataforma que marca el final de la fisura, vi a Alain surgir del abismo como una carpa al final del hilo de la caña de un pescador.

La continuación del recorrido no dejó en mi memoria más que un recuerdo confuso. Asfixiado por las tracciones de la cuerda, alelado por el cansancio, aterrorizado por los gritos del guía, el final de la ascensión me pareció una especie de pesadilla y sólo empecé a tomar conciencia de nuevo cuando, hacia el mediodía, con un cielo siempre casi maravillosamente azul, volví a encontrarme delante de un vaso de cerveza sobre la terraza de hotel del Montenvers.

Como muchos de los que han sido víctimas de métodos expeditivos que algunos profesionales, afortunadamente cada vez menos numerosos, han adoptado para conducir a sus clientes por montaña, esta ascensión del Grépon a una velocidad meteórica me quitó completamente el gusto del alpinismo con guía, y faltó poco para que me separase del alpinismo a todo correr.

Después de esta desagradable experiencia, lejos de atribuir la causa de mis desgracias a la impaciencia y la brutalidad de mi mentor, pensé simplemente que no tenía ninguna capacidad para el alpinismo, y que los recorridos serios me estarían prohibidos para siempre. La falta de confianza que tenía en mis medios, tomó positivamente la forma de un complejo, y sólo después de cinco años una feliz casualidad me permitió tomar conciencia de mis verdaderas posibilidades.

Mis padres llevaban mucho tiempo separados, debido a una incompatibilidad de caracteres muy marcada. Y, en esta época, acordaron por fin divorciarse. A mí me confiaron a mi padre, que decidió que continuara mis estudios interno en un colegio.

La respetable institución que él eligió para mí era un pequeño seminario que, por encontrarse muy cerca de Grenoble, se había ido alejando gradualmente de su misión inicial para convertirse en una institución de enseñanza bastante abierta. Sin embargo, las reglas y las tradiciones de la casa apenas habían cambiado desde su fundación. La rigidez, la rudeza y el arcaísmo de las costumbres eran muy pronunciados.

Los edificios del colegio estaban constituidos por algo parecido a un antiguo monasterio, situado en un punto magnífico: sobre una colina que dominaba el valle del Isére. Estos viejos muros rodeados de grandes árboles no carecían de encanto. Visto desde el exterior, el colegio daba una impresión verdaderamente seductora, pero, en cuanto se franqueaba el umbral, pronto quedaba uno desencantado.

El interior, desprovisto de las comodidades más elementales, era viejo y polvoriento. Únicamente en las clases había calefacción, aunque se trataba de viejas estufas humeantes. Los inmensos dormitorios albergaban de cuarenta a cincuenta alumnos. Las instalaciones se reducían a dos patios de recreo, no muy grandes, que apenas estaban dotados de unos pocos aparatos de gimnasia.

La vida en aquel lugar era francamente espartana. Los alimentos, cocinados sin gracia, se comían en platos metálicos que nadie se preocupaba nunca de fregar. Los cuidados higiénicos no iban más allá de un somero lavado, con agua fría, de las extremidades del cuerpo (al parecer, había un lugar donde nos podíamos regar unos a otros con una manguera, pero en dos meses jamás oí decir que alguien lo hubiera hecho).

Si se tiene todo esto en cuenta, la vida espartana no es muy mala, y lo vetusto de los locales y lo rústico de las costumbres de este colegio no hubieran constituido graves inconvenientes si no hubiéramos tenido que soportar un horario sobrecargado, impuesto por una disciplina militar. Además de las diez horas de clase y de estudio, teníamos diariamente de una a dos horas de prácticas religiosas. Los ejercicios físicos se limitaban a una hora de recreo diaria, a una hora de gimnasia semanal y a un corto paseo durante las tardes de los jueves y domingos.

Acostumbrado a una vida de intensísima actividad física, educado en un ambiente de gran libertad, en permanente contacto con la naturaleza, yo estaba especialmente mal preparado para vivir en aquella especie de presidio para niños. Desde las primeras horas transcurridas en este colegio, me sentí tan desgraciado como un ruiseñor dentro de una jaula. Sin embargo, como yo esperaba que gracias a esta vida monacal podría recuperar parte del retraso que llevaba en mis estudios, decidí intentar acostumbrarme a aquel ambiente. Durante dos meses, me esforcé al máximo por respetar la disciplina, y traté de asimilar las enormes cantidades de conocimientos que nos querían meter en el cerebro.

Pero la vida absolutamente sedentaria que teníamos que padecer, y el ambiente de vil adulación y servilismo que se respiraba —con constantes intrigas mezquinas, sucios secretos y tapujos—, me parecían cada día más insoportables.

Al final, comprendí que iba a ser físicamente incapaz de permanecer encerrado de aquella manera durante meses. Escribí a mi padre para suplicarle que me sacara del colegio, y añadí que, como mi falta de disposición para los estudios era cada día más clara, deseaba dejar de perder el tiempo inútilmente. Proponía, como solución, aprender alguna profesión de tipo manual.

Pero mi padre, cegado por su orgullo de gran burgués intelectual, era incapaz de admitir que su hijo no pudiera continuar estudiando hasta llegar a un nivel universitario. Como era de esperar, al recibir mi carta se enfadó muchísimo, y me hizo saber claramente que yo permanecería en el colegio y que nunca se tomaría en serio mi proposición respecto a otros oficios. Le contesté que, ya que no quería sacarme de allí por las buenas, tendría que hacerlo por las malas.

Al domingo siguiente, después de haber obtenido la autorización para ir a la ciudad, me compré una pistola que disparaba tapones de corcho, y algunas municiones. A media noche, resonó la primera detonación bajo las arcadas del enorme dormitorio. Otras dos siguieron a ésta. La conmoción que se produjo fue algo sin precedentes. Por la mañana, a las diez, me llamaron para que acudiese al despacho del director. Allí me esperaba mi padre, en pleno ataque de cólera: por fin me expulsaban del colegio.

Después de este golpe, esperaba ser víctima de un fuerte castigo, y hasta imaginaba que iban a meterme en un reformatorio, o algo parecido. Pero no fue así, sino todo lo contrario.

Mi padre, más psicólogo que de costumbre, pasando de un extremo al otro, decidió, tras esta vergonzosa experiencia en una institución retrógrada, llevarme a un colegio de métodos ultramodernos. El que eligió estaba situado en Villard-de-Lans, una estación en el macizo de Vercors, a mil metros de altitud. Creyó que allí podría continuar mis estudios y, al mismo tiempo, encontrar en el esquí y en la montaña la distracción indispensable para mi equilibrio físico y mental.

Este colegio, que era bastante pequeño, estaba bajo la dirección de una mujer de gran inteligencia y cultura. Ella había sabido crear, en un ambiente de alegría y amistad, una enseñanza eficaz, a pesar del horario reducido. En las clases sólo había de ocho a diez alumnos. Estaban organizados de forma que se pudieran practicar deportes y permanecer al aire libre, cada día, de las dos de la tarde hasta las cuatro y media. Gracias a esto, durante todo el invierno pude esquiar diariamente, y todos los domingos obtuve permiso para participar en diversas competiciones. Fue así cómo, a los dieciséis años, conseguí por primera vez el título de campeón del Dauphiné, mi región, y me clasifiqué el tercero en la categoría sénior.

Durante el otoño y la primavera el esquí era sustituido por paseos a través de los bosques y en media montaña.

Como mi capacidad de marcha era notablemente superior a la de la mayoría de los alumnos internos en el colegio, la directora me autorizó para que seleccionara un grupo que, bajo mi responsabilidad, podía realizar largas excursiones y alguna que otra ascensión fácil. Incluso me dio permiso para que practicara la escalada, acompañado por uno de mis profesores. Este profesor, por una feliz coincidencia, era miembro del Grupo de Alta Montaña, además de un excelente escalador. A él le debo mucho, y en su compañía pude por fin realizar la conquista del Couloir Grange de las Trois-Pucelles, de manera satisfactoria.

Las condiciones de vida de esta institución estaban perfectamente adaptadas a mis gustos y a mi temperamento. Allí pasé dos años muy felices, durante los cuales me desarrollé considerablemente, tanto física como moralmente.

En el plano escolar, a pesar de mi aplicación, me resultó imposible recuperar mi retraso en algunas asignaturas como para tener posibilidades de aprobar con éxito los exámenes finales de bachillerato. Pero conseguí elevar bastante mi nivel intelectual, y hasta adquirí una cultura literaria superior a la corriente a mi edad.

Cuando me presenté a los exámenes finales de bachillerato, mis notas, con la excepción del inglés y el francés, fueron tan malas que parecía imposible que algún día llegara a superar esta prueba. A pesar de todo, mi padre decidió que repitiera curso. Sin embargo, para estar más cerca de mi madre, que llevaba varios años viviendo en el valle de Chamonix, él decidió que ingresara como interno en un colegio de lujo situado en la capital del alpinismo. Desgraciadamente, esta institución estaba peor dirigida que la de Villard-de-Lans y el ambiente que se vivía en ella no era muy agradable. Por otro lado, yo me había desilusionado de la utilidad de los estudios que mi padre se obstinaba en hacerme cursar.

En esas condiciones, no tardé en perder completamente todo interés por mi trabajo, y dirigí apasionadamente mis esfuerzos hacia la única actividad que me daba algunas satisfacciones: el esquí.

El horario del colegio, aunque más denso que el de Villard, me permitía entrenarme todos los jueves y participar en las competiciones los domingos. Sin embargo, como no tenía permiso para ausentarme antes del domingo por la mañana, mi participación se limitaba a las carreras que se disputaban en el valle. Por esta misma razón, no podía desplazarme cuando había una carrera en otra localidad.

Esta restricción de mi libertad fue el origen de unos acontecimientos vodevilescos. Tras haber sido seleccionado para participar en los campeonatos de Francia, que se celebraban en Luchon, localidad de los Pirineos, pedí permiso para ausentarme del colegio durante una semana, y así poder correr en esas pruebas. Pero, como solía ocurrir, mi petición fue denegada.

En esa época no había para mí nada que fuera tan importante como disputar estos campeonatos. Así que decidí escaparme del colegio. Durante varios días, estuve preparando clandestinamente mi evasión. La noche en que había previsto partir, dejando una carta encima de mi cama, no tuve más que abrir la ventana del pasillo del primer piso, tirar mi maleta y saltar a la nieve. Al cabo de un cuarto de hora, subí al tren sin problemas, y cuando, a primera hora de la mañana, se dieron cuenta en el colegio de mi desaparición, yo me encontraba ya en las llanuras, avanzando rápidamente hacia los Pirineos.

Mi padre puso una conferencia a Luchon y dijo que, por esta vez, no tendría en cuenta lo ocurrido, pero esperaba que regresase inmediatamente después de terminadas las pruebas. En Luchon no me clasifiqué muy bien, pero me invitaron, con todos los gastos pagados, a participar en el «Grand Prix de Provence», en Barcelonnette.

Sin dudarlo ni un instante, me dirigí a la conquista de esa estación meridional. Allí tuve una actuación brillante: conseguí el tercer puesto en las puntuaciones generales, clasificándome además en todas las categorías.

Pero cuando alegremente me disponía a ir al lugar donde se distribuían los premios, vi llegar a dos policías, algo nerviosos, que, con un fuerte acento de la región, me explicaron que mi padre había avisado a la comisaría de policía y que estaban obligados a meterme en el primer tren que saliera.

Después de esta escapada, el colegio se negó a admitirme, y mi padre, totalmente descorazonado, seguramente por engendrar a un monstruo como yo, dejó de interesarse ya por mi suerte.

Así, me encontraba de repente libre como el viento y atraído por la gloria de las estrellas en plena ascensión, y pude responder a las numerosas invitaciones que recibía de los organizadores de competiciones de esquí. Participé en todas las grandes pruebas del final de la temporada, consiguiendo algunos éxitos halagadores, entre los que destacan, sobre todo, el descenso de la Bréche de la Meije, en donde triunfé frente a esquiadores de la talla del campeón del mundo, James Couttet, y otros miembros del equipo francés.

Cuando se lean las historias de este mal alumno, se podrá pensar que en aquel momento yo era un hijo de papá, podrido de dinero, un «play boy» insoportable que piensa que todo se le permite, porque sus padres disponen de una importante fortuna, y se le deja ir insolentemente hacia donde le arrastra la búsqueda del placer, la fantasía y la pereza.

Pero esta imagen no responde a la realidad. Entonces disponía de muy poco dinero, hasta el punto de que si rompía un par de esquís, por ejemplo, aquello resultaba un auténtico drama. Por otro lado, no utilicé jamás las diferencias que separaban a mis padres para conseguir una libertad excesiva, situación de la que posiblemente la mayoría de los muchachos en idénticas circunstancias se hubieran aprovechado para favorecer una vida desordenada. Mi caso era radicalmente opuesto.

Estaba dotado de un carácter reservado y tímido, y mi existencia era casi ascética. A pesar de las facilidades que me daba mi físico, sólo en muy raras ocasiones participaba en las diversiones propias de esa edad. Arrastrado por algo parecido al misticismo, me consagré por entero al esquí, a mis entrenamientos y al deporte en general. Lejos de dejarme llevar por una alegría inconsciente, vivía atormentado por mi futuro, que me parecía teñido de los colores más sombríos.

Durante el verano de 1939, el mundo se vio sacudido por un acontecimiento que todos creíamos imposible: la guerra.

En los meses siguientes, me sentí muy desamparado y, de hecho, mi situación era verdaderamente crítica. Mi padre, al parecer, había perdido todo interés por mí, y yo no podía esperar de él ningún tipo de ayuda. Mi madre, cuya fortuna había quedado gravemente reducida debido a desastrosas inversiones, podía difícilmente mantenerme, pues no tenía los medios suficientes como para proporcionarme una situación de independencia. Por mi parte, después de unos estudios bastante malos, y todavía sin acabar, no tenía posibilidades de ganarme la vida en una profesión intelectual. Tampoco había aprendido ningún oficio, exceptuando el de simple peón de albañil, por lo que no podía trabajar en profesiones de tipo manual. La única actividad en la que podía tener posibilidades era en la del esquí. Pero, en aquellos momentos, el oficio de monitor no era tan lucrativo como hoy en día. No ignoraba que este trabajo sólo permitía sobrevivir modestamente durante los seis meses de invierno.

Para crearse una situación decente en el mundo del esquí, hace falta llegar a convertirse antes en un campeón. Mis éxitos de los últimos tiempos podían darme esperanzas de poder llegar, algún día, a estar entre los pocos elegidos; pero un futuro construido sobre semejante especulación era demasiado incierto.

Para colmo de desgracias, la guerra había reducido al máximo todas las actividades dependientes del esquí. La afluencia de personas que acudían a pasar el invierno en las estaciones de esquí se había reducido a una décima parte, y se habían prohibido todas las competiciones.

Pasé la primera parte del invierno en Luchon, trabajando en una tienda de artículos deportivos de un amigo mío. Se suponía que tenía que encargarme de reparar los esquís, poner las ataduras y ayudar en la venta. Pero la actividad era, en la práctica, casi nula, y decidí regresar a Chamonix. Allí tuve al menos la suerte de poder continuar mi entrenamiento, y tuve incluso la pequeña satisfacción de ganar la única carrera que se disputó en el curso de aquel triste invierno.

Estaba a punto de ingresar como voluntario en el ejército, cuando llegó el desastre de 1940. Una vez más, se aplazaba por unos meses la elección de mi porvenir.

Desde mi desafortunada ascensión al Grépon, había renunciado a ser algún día un escalador de grandes cimas, aunque no por ello dejé de practicar el alpinismo. En Villard-de-Lans había estado durante mucho tiempo haciendo montañismo. Llevé a cabo numerosas escaladas de poca envergadura, y otras cortas, pero difíciles. En Chamonix, aparte de algunas ascensiones fáciles, había practicado intensamente el esquí de primavera y de verano: un ejercicio que, a veces, está estrechamente relacionado con el alpinismo.

Me hubiera gustado realizar escapadas de mayor envergadura, pero no me creía capaz de llevarlas a cabo por mi cuenta. Por otro lado, los pocos compañeros que hubieran podido llevarme, como segundo elemento de la cordada, eran escaladores de gran categoría a los que no interesaba demasiado cargar a sus espaldas con un casi principiante como yo. Todo siguió así hasta una bella mañana de julio de 1940; una de esas mañanas en las que todo es sol y luz, y la montaña se muestra radiante de belleza, a través de un aire de una pureza cristalina.

Yo estaba leyendo en mi cuarto, con la ventana abierta hacia el Mont Blanc, cuando llegó un alpinista, oficial de una partida de guerrilleros que, en cuanto fue desmovilizado, había acudido a Chamonix con la esperanza de encontrar en las montañas algo que le arrancara el dolor que sentía tras aquella derrota sin gloria. Buscaba un compañero para sus escaladas, y un amigo común le había dicho que yo estaría dispuesto a aceptar ese papel. Feliz de poder escapar de mi ansiedad y «embriagado por la acción», acepté entusiasmado.

Inmediatamente, empezamos a hacer proyectos, pero yo me quedé estupefacto cuando mi visitante me propuso, como primera escalada, la vía Mayer-Dibona a la Dent du Requin. Esta escalada tenía entonces fama de ser muy difícil, y sólo se atrevían a intentarla cordadas homogéneas de alpinistas consumados. Aunque mi visitante me dijo que era miembro del Grupo de Alta Montaña y que con él pasaría por cualquier sitio, me asusté ante la idea de lanzarme a una aventura que, en mi opinión, estaba por encima de mis posibilidades. Obstinadamente, me negué a lo que me proponía, sugiriéndole que escaláramos la arista sur del Moine, mucho más modesta. Al final, como no logró convencerme, tuvo que aceptar, poniendo cara de resignación, ante la idea de dirigirse a esa escalada poco gloriosa.

Los numerosos años de alpinismo intermitente, de esquí de montaña y de excursiones, con los que empecé mi carrera, no me habían dado una técnica excesivamente perfecta. Sin embargo, sí había podido adquirir, gracias a esa experiencia, una notable seguridad en lo que suele llamarse «terreno medio»: rocas fáciles, aunque a menudo fragmentadas y disgregadas, pendientes de nieve y glaciares de mediana inclinación.

A lo largo de toda la primera parte de la escalada de la arista sur del Moine, no me costó nada seguir a mi compañero, y la ascensión pudo hacerse a un ritmo muy vivo. Pero cuando llegamos al diedro, que constituye el paso clave, el veterano oficial —que estaba poco entrenado y que, por otro lado, no había traído un calzado adecuado para aquel terreno— se detuvo bruscamente. Hizo varios valerosos intentos, acompañados de frenéticos temblores. Yo, con los ojos dilatados por la angustia, esperaba verle despeñarse hacia el abismo. Al tercer intento, jadeante después de tantos esfuerzos, me declaró afligido que, como no lograba superar el obstáculo, no teníamos más remedio que volver a descender. La perspectiva de esta prematura retirada me hundió en la más profunda consternación, a la vez que sentía crecer en mi interior una oleada de rebeldía. ¡No! El día era demasiado bello, y mis músculos demasiado fuertes como para declararme vencido tontamente. Después de todo, aquel diedro no parecía tan impresionante. Empecé a pensar que yo mismo podía tratar de escalarlo. Con auténtica sorpresa, escuché a mi otro yo pedirme permiso para intentarlo.

Cuando di el primer paso que me elevaba sobre el vacío, la sensación fue muy desagradable; sobre todo porque, unos pocos metros más abajo, vi asomar una fina cuchilla de roca puntiaguda, como un palo, que parecía haber sido creada por la naturaleza para castigar a los imprudentes que se atreviesen a turbar su soledad. No queriendo sufrir una muerte tan espantosa como la que se reserva a los criminales de algunos países de Oriente, me sentí invadido por una gran energía. Y así, con movimientos rápidos, logré subir hasta llegar a la parte superior del paso.

Envalentonado por este éxito, continué la escalada poniéndome en cabeza de nuestra cordada. Más arriba, experimenté algunas dificultades a la hora de subir un muro de cuatro o cinco metros, vertical y con escasos puntos de apoyo. Pero gracias a las cualidades adhesivas de los vestidos que recubrían mi abdomen, acabé por triunfar.

Poco después de este último obstáculo, pisaba la modesta cima del Moine. Ninguna nube manchaba el azul resplandeciente del cielo y el día era tan claro que parecía imposible que aquel esplendor pudiera marchitarse.

Permanecimos en la cumbre durante largo tiempo, entregados a la contemplación de las imponentes murallas adornadas con finos encajes de nieve que, desde el Dru hasta los Charmoz, nos rodeaban constituyendo un círculo montañoso que no tiene rival en todos los Alpes.

Y mientras Francia empezaba a recobrar un equilibrio inestable, tras una de las más graves convulsiones de su historia, nosotros estábamos solos en la montaña. Nos invadía un silencio mineral. En medio de aquella paz, sentí confusamente que en adelante nada me importaría tanto como estos puntos de la tierra, llenos de grandiosidad y pureza; esas regiones en las que cada rincón reserva la promesa de unas horas exaltantes.

Esta ascensión a la Aiguille du Moine fue de una importancia decisiva para la futura orientación de mi vida. De forma parecida a Guido Lammer, «destinado desde la infancia a ser víctima de las crueles rupturas, de los conflictos y desórdenes del pensamiento, y de la vida moderna, tendí los brazos ansiosamente hacia la armonía y la paz interiores, y las busqué en la soledad de los Alpes».

El fácil éxito que había conseguido me dio la confianza indispensable en mis fuerzas físicas y morales para abordar las grandes escaladas, único campo donde el alpinismo abandona claramente sus componentes deportivos o turísticos. Si «desde la infancia encontré mi mayor diversión en los innumerables espectáculos que ofrece la misteriosa naturaleza de las grandes altitudes, y si he luchado hasta hoy con un fervor creciente por captar su mensaje mudo, fue en las ascensiones y en las escaladas, en la dura aventura y en la victoria sobre los peligros donde desde siempre residió para mí la amansa dulzura y lo mejor del alpinismo. Sería ridículo esforzarse por alcanzar las cumbres a costa de largas luchas y mil sufrimientos, en medio de mil peligros mortales y por los itinerarios más inverosímiles, si no se buscara nada más que unos instantes de contemplación y de recogimiento apacible. Este mismo objetivo nos lo podría proporcionar sin más problemas el funicular. No, no se trata de eso. Desde mis primeras escaladas, he reconocido que la práctica apasionada del alpinismo y la constante amenaza de un peligro, que nos sacude hasta lo más profundo de nuestro ser, son el origen de poderosas emociones morales y hasta religiosas, y seguramente están repletas de una elevada espiritualidad» [Guido Lammer].

Aquel verano realicé muchas ascensiones acompañado, la mayor parte de las veces, por el oficial con el que subí al Moine. Me entregué con embriaguez a esta vida de acción intensa y de aventuras gratuitas, incesantemente renovadas. En ellas encontré una felicidad perfecta, porque «en las cimas hechizadas por la acción de los elementos desencadenados, se vacía la copa, desbordante de espuma, a grandes tragos, en la embriaguez de la acción que no conoce obstáculos» [Guido Lammer].

Pero lo cierto es que, si bien entre una escalada y otra leía a Lammer con pasión, y encontraba en este lenguaje romántico la expresión luminosa de algo que solamente sentía de manera confusa, yo no era en absoluto un alpinista intelectual, sino más bien una especie de joven animal fogoso que saltaba de cima en cima como una cabra sobre las rocas. No ambicionaba la gloria, e incluso las más modestas escaladas me volvían loco de alegría. La montaña sólo era para mí un maravilloso reino en el que, debido a un extraño sortilegio, me sentía más feliz.

Al multiplicarse las experiencias, mis adelantos técnicos fueron muy rápidos, aunque pasé alternativamente por fases de fáciles progresos y de aterradores estancamientos.

En la arista norte de Chardonnet, como la última pendiente era de hielo, mi compañero tallaba pequeñísimos escalones que, aparte de su reducido tamaño, tenían el inconveniente de tender a inclinarse sobre el vacío. Como yo estaba convencido de que todo aquello era normal, subía completamente tranquilo apoyándome en las dos puntas anteriores de mis crampones. Y seguramente hubiera continuado así, hasta alcanzar la cumbre, si no me hubiera dado cuenta de que detrás de nosotros una cordada, célebre por sus ascensiones de gran envergadura, tallaba furiosamente el hielo para triplicar la superficie de nuestros escalones. Al ver aquello, surgió la duda en mi alma, y al mismo tiempo la inquietud. Inmediatamente me di cuenta de lo peligroso que era nuestro avance sobre aquellos escalones minúsculos, por los que subíamos sin ninguna seguridad. Bastaba un movimiento en falso de uno de nosotros, o el hundimiento de un escalón, para que resbalásemos sin remedio hacia el precipicio que se abría bajo nuestros pies.

De golpe, me sentí paralizado por un intenso vértigo, y me negué a dar un paso más en tan azarosas condiciones. Fue necesario excavar auténticas «bañeras» para recuperar mi confianza y permitirme acabar la ascensión.

En aquella época, la mentalidad y las ideas de la mayor parte de los alpinistas franceses eran muy diferentes de las actuales. La travesía del Grépon estaba entonces considerada como una importante ascensión que exigía grandes dotes de escalador y varios años de práctica en la montaña. Aunque actualmente sea corriente, en aquella época nadie se hubiera atrevido a lanzarse a esta travesía sin haber adquirido, con anterioridad, una gran experiencia.

La subida al Grépon por la vertiente Mer de Glace, la vía Mayer-Dibona de la Dent du Requin, la vía Ryan a la Aiguille du Plan, la travesía de las Aiguilles du Diable, estaban consideradas como grandes escaladas, y, en el fondo de mi corazón, ambicionaba realizarlas algún día. La cara norte de las Grandes Jorasses e incluso la de los Drus estaban generalmente consideradas como inaccesibles para individuos normales. Se creía que el que trataba de escalar paredes como esas debía ser o un loco fanático —calificativo que se aplicaba, sobre todo, a los grandes escaladores de origen germánico o italiano—, o bien uno de esos superhombres, uno de esos supercampeones que aparecen en todos los deportes, como máximo, uno o dos cada diez años.

Como no me sentía movido por fanatismos de ningún tipo, ni pensaba que fuera un ser excepcional, la idea de realizar algún día las más grandes escaladas no se me pasaba por la imaginación. Veía a los raros fenómenos que se arriesgaban a lanzarse a tales empresas con la misma compasión admirativa que actualmente muestran algunos de mis interlocutores en sus rostros.

A finales del verano de 1940, había realizado una bonita serie de escaladas clásicas, y si no me hubiera dejado impresionar por la aureola legendaria que rodeaba, en aquella época, a la más mínima escalada y al más frágil alpinista, habría sido capaz de realizar con éxito ascensiones de gran envergadura y de gran dificultad.

Había adquirido un notable conocimiento de la montaña y un excelente «sentido del itinerario». Era, además, extraordinariamente rápido en el «terreno medio». Por el contrario, mi técnica en la escalada de roca y en la de hielo era todavía rudimentaria. Pero lo cierto es que mi mayor limitación estaba más en el lado subjetivo de la dificultad que en la dificultad considerada en sí misma. La sola idea de escalar un paso con fama de peligroso me proporcionaba la sensación del gladiador en el momento de pasar a la arena del circo. Para vencer esta aprensión, necesitaba forzar al máximo mi voluntad.

Así, por una mala interpretación del texto de las «guías de itinerarios», en varias ocasiones me ocurrió que logré franquear con la mayor facilidad el paso clave de una escalada, mientras que, en un punto más fácil y que por error yo había creído que era el clave, me veía sacudido por temblores.

A veces, tenía golpes de audacia que hoy en día me sorprenden, y cuando me acuerdo de la forma en que me lanzaba a franquear algunos pasos, todavía se me estremece toda la columna vertebral.

En el curso de una ascensión al Cardinal, subí erróneamente por una chimenea lisa y desplomada, pero conseguí superar el obstáculo apoyándome precariamente en una delgada piedra que logré encajar entre las dos paredes. Cuando muchos años después el azar me condujo de nuevo a la misma montaña, me aparté, voluntariamente, del camino más indicado para volver a escalar aquella chimenea de mi juventud. A pesar de ir equipado con suelas «Vibram» y de tener unos diez años de experiencia en las paredes más difíciles del macizo del Mont Blanc, fui incapaz de franquear los últimos metros. Sin duda, el mayor peligro del alpinismo es la inconsciencia de la juventud.

Durante los meses que siguieron a este verano de 1940 —mientras gozaba de la quietud de unos Alpes desiertos donde había podido, por fin, «degustar a mordiscos» los apetecibles frutos de roca y hielo—, la vida parecía organizarse en torno al desorden del mundo. Para los hombres que habitaban los valles más altos, nada o casi nada parecía haber cambiado. Los turistas habían regresado, y el dinero volvía a correr con su alegre tintineo. Las carreras de esquí, que cada domingo reunían en torno a los cronómetros a toda una ardiente juventud ávida de emociones fuertes y de gloria fugitiva, habían empezado a disputarse de nuevo con tanto ardor como antes.

Estos meses de invierno señalaron el apogeo de mi carrera de esquiador. En diciembre fui seleccionado para participar en los entrenamientos preparatorios para la formación del equipo nacional francés de esquí. La temporada de verano me había dado una forma física excepcional, y había ganado confianza en mí mismo, elemento indispensable para abrirse camino hacia la victoria. Parecía muy probable que lograría calificarme para entrar en el equipo nacional, pero una desgraciada caída me causó una herida bastante considerable en la rodilla. Apenas pude recuperarme a tiempo para participar en los campeonatos de la región del Dauphiné, mi zona. Sin embargo, participé y conseguí la victoria en la carrera de descenso, el eslalon, e incluso en la clasificación combinada de las cuatro pruebas. En aquella época se tuvo la demencial idea de hacer disputar a todos los concursantes no sólo las pruebas de descenso y de eslalon, sino también especialidades de una técnica tan diferente como el salto y la carrera de fondo en todo tipo de terrenos.

Algunos días después, en el Campeonato de Francia, y gracias a la suerte, me clasifiqué en segundo lugar en la combinada de descenso y eslalon, y tercero en la combinada de las cuatro pruebas. Más adelante, en esa misma temporada, hubo un giro de la fortuna y, cuando en el Grand Prix de l’Alpe-d’Huez, a cien metros de la llegada, iba con varios segundos de ventaja en cabeza del equipo nacional francés, me molestaron los espectadores y perdí el primer puesto por 1/5 de segundo.

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El apogeo de mi carrera de esquiador…

Más tarde, en los campos empapados, las últimas nieves dieron paso a las delicadas corolas de las primeras flores, y tuve buenas razones para creer que la esperanza, largamente acariciada, de alcanzar los altos destinos del deporte no era, simplemente, el sueño de un niño insensato. Me habría reído en las narices de quien entonces me hubiera augurado que, durante años, iba a disfrutar muy poco de la embriagadora y sobrehumana sensación que da la intensa concentración imprescindible para luchar contra el tiempo.

En casa de mi madre tenía techo, comida y algún dinero para mis gastos, y llevaba unos meses viviendo tan libremente como una cabra montés de las alturas. Carecía de obligaciones sociales y de cualquier trabajo, aparte del que buenamente quisiera imponerme a mí mismo. Animado por un gusto hacia el esfuerzo, rayano en el frenesí místico, llevaba una vida activísima en condiciones casi ascéticas. Desde primeros de diciembre hasta finales de mayo, los entrenamientos de esquí y las innumerables competiciones en las que participaba, normalmente en las cuatro pruebas, no me dejaron casi tiempo libre. Por eso, apenas podía dar algunas lecciones de esquí, con las que trataba de completar el escaso dinero que necesitaba para mis gastos.

Durante el verano, acumulé ascensiones al ritmo de un guía profesional. En medio de toda esta intensa actividad, todavía encontraba la manera de dar larguísimos paseos en bicicleta y practicar la natación, el atletismo y la gimnasia.

Tengo que reconocer que mis actividades culturales eran mucho más moderadas, limitándose a la lectura de algunos libros, cuyo carácter intelectual contrastaba con la otra vertiente, esencialmente física, de mi existencia. Fue más o menos en esta época cuando leí gran parte de la obra de diversos autores, entre los que destacaré aquí a Balzac, Musset, Baudelaire y Proust.

Al darme cuenta de que aquella forma de vida reposaba sobre bases frágiles, sentía una grave preocupación por mi futuro. De no ser por ese factor, esta rica existencia en acción me hubiera satisfecho plenamente, porque, al igual que hoy en día, pensaba que una actividad no es más noble por el hecho de ser más lucrativa. Además, el dinero es sucio y, a su paso, lo mancha todo. Entonces, y actualmente, lo que más me importaba era la acción y no su precio; porque la acción, en sí misma, posee un valor.

Solamente los espíritus vulgares podrán pretender convencernos de que el «trabajo» del acróbata de circo, que cobra por cada uno de sus movimientos, tiene más valor que el esfuerzo del gimnasta que, arriesgando su porvenir, su salud e incluso su propia vida, consagra gratuitamente lo mejor de sí mismo a la búsqueda de un ideal, de increíble mérito, que él se ha forjado.

Mi vida no ha sido más que un largo y delicado equilibrio entre la acción gratuita, que correspondía al ideal de mi juventud, y la honorable prostitución, que aseguraba mi pan cotidiano. ¿Qué espíritu vulgar puede pretender que la prostitución útil valga más que las hazañas gratuitas? Por otro lado, aparte de las sociedades primitivas, en las que cada actitud encuentra su razón en el instinto de conservación de la especie, ¿en qué consiste realmente una acción útil? Si, a fin de olvidar el vacío de su existencia, hay muchos que se emborrachan de palabras, y hablan de su «misión» o de su «papel» o de su «utilidad social», lo cierto es que todas estas palabras son convencionales y carecen de sentido. En nuestro mundo anárquico y superpoblado, ¿cuántos pueden enorgullecerse de ser realmente útiles? ¿Son útiles los millones de intermediarios que con sus títulos de honorabilidad entorpecen la marcha de la economía? ¿O los millones de chupatintas condecorados, titulares de canonjías que arruinan al Estado y paralizan la administración, y los millones de taberneros, cronistas, abogados y charlatanes que, mañana mismo, podrían ser suprimidos en bien de todos? ¿Y son útiles los médicos que, en las grandes ciudades, se disputan la clientela como perros hambrientos, mientras por todo el mundo hay hombres que mueren faltos de cuidados? En este siglo, en el que cien veces se ha demostrado que la organización racional permite reducir bastante el número de hombres necesarios en cada tarea, ¿cuántos pueden asegurar que son una de las ruedas verdaderamente útiles para la gran máquina del mundo?

Al terminar el invierno de 1941, comprendí que los frágiles cimientos de mi libre y maravillosa existencia se hacían más inestables cada día. Era evidente que, a pesar de su inmensa bondad, mi madre no podía mantenerme siempre como si yo fuera un caballo de pura raza. Fue entonces cuando llegó a mis manos una cuerda salvadora.