—ESCUCHA, hija mía, ¿acaso no ha llegado la hora? ¿Acaso no es el momento adecuado, correcto y conveniente? —me llamó El Pesado, La Voz o quien sea ese viejo conocido de mi interior una noche de rayos y truenos, y a continuación me mandó escribir estas memorias. Es decir, que no podía abandonar este mundo sin antes dejar mi testimonio.
Al principio comencé con desgana, y sólo para que El Pesado me dejara en paz; pero enseguida le cogí gusto a escribir y recordar, y me dediqué a ello en cuerpo y alma. Creía que de esa manera me aliviaría de peso, y que, como cuando el arado vuelve la tierra, ordenaría y sanearía mi interior. Línea a línea, capítulo a capítulo, daría respuesta a las preguntas, y la materia de mi vida quedaría al descubierto.
Sin embargo, como la mayor parte de las cosas de este mundo, mi propósito inicial era una ilusión. Porque, por mucho que se esfuerce uno, la pluma no sabe tirar adelante como lo hace el arado: no ahueca la tierra de la memoria en línea recta y con detalle, sino desordenada y torpemente, echando al fondo lo que debe ser dicho, y sacando a la luz lo que se debía haber mantenido en secreto. ¿Aparecerá en estas memorias la materia de mi vida? No me lo parece. Miro lo escrito hasta aquí y me sorprendo. No he contado lo que tenía intención de contar, y hay muchas opiniones que me resultan ajenas. Por ejemplo, nada más empezar, escribí que, de poder, volvería a Balanzategui, y no puedo imaginar confesión más falsa. ¿Ir a Balanzategui? Ni pensar en ello. Bastante mejor vivo en el couvent con Pauline Bernardette.
Pero lo peor, pese a todo, no es que haya muchas inexactitudes y mentiras, pues eso quizá sea una característica de todas las memorias. Lo peor es que recordar y poner en el papel lo recordado no trae alivio alguno. En vez de disminuir, las preguntas se multiplican, y la angustia se hace más honda. Si nosotras las vacas fuéramos manzanas, maduraríamos en la rama hasta estar en sazón, y en ese preciso momento —después de habernos contestado todas las preguntas— caeríamos al suelo. Pero no somos manzanas, nunca maduramos ni nos ponemos a punto, y al caer de la rama llevamos la zozobra de quien todavía está verde. Como dice la sentencia:
Las vacas viejas mueren demasiado pronto.
Podría decirlo de otra manera: cuando la Rueda del Tiempo cumple con la vuelta, grande o pequeña, que se nos tenía reservada, nuestra Rueda de los Secretos apenas si lleva cubierto un trecho. Las respuestas y explicaciones que pedimos una vez, el barro que quisimos recoger en nuestras manos para dar forma a la realidad de nuestra vida, todo eso y muchas cosas más, ya no serán para nosotras.
Releo lo escrito y mi cabeza se llena de preguntas: ¿Qué habrá sido de Genoveva? ¿La sacarían de la cárcel? Y el bosque de Balanzategui, ¿habrá crecido de nuevo? ¿Recibiría su merecido Gafas Verdes? ¿Y La Vache? ¿Qué hará ahora La Vache? ¿Vivirá todavía?… Muchas preguntas, demasiadas preguntas, y, sin embargo, no todas las preguntas. Porque, naturalmente, se me ocurren muchas más. Por ejemplo: ¿Qué soy además de vaca? ¿Por qué estoy aquí? Ese Pesado que me habla desde dentro, ¿qué voz es exactamente? Y es que, a pesar de que Pauline Bernardette me dice lo mismo que aquella vaca Bidani, es decir, que esa voz es el Ángel de la Guarda, a mí me resulta imposible creérmelo. A veces pienso que soy yo misma, y que en realidad tengo dos voces, la de dentro y la de fuera. Incluso al leer estas memorias, esa explicación es la que me parece más seria. Pero no hay forma de acabar de saberlo, claro.
Así pues, no hay alivio, el recordar y la tarea de poner en un papel lo recordado no nos quita ningún peso de encima. Al contrario, aumenta ese peso.
—¿Qué es últimamente lo que tú tienes, Mo? —me dijo el otro día Pauline Bernardette cuando estábamos en la huerta del convento, ella sacando zanahorias y yo probándolas.
—Esta última temporada yo te veo très desolée —añadió.
—No tengo nada, Soeur. Sólo que me voy haciendo vieja. Y como en cierta ocasión cantó Uztapide, el árbol viejo no tiene nada, sólo ramas secas y hojarasca.
—¡Que tú haces bromas, Mo! —exclamó, dándome una zanahoria pequeñita—. Tú no eres vieja, absolutamente no. Acuérdate de cómo anduviste el otro día, cuando partimos hacia Altzürükü. Mais non, no es eso lo que se te pasa. Tú tienes otra cosa en la cabeza.
—Sí, es verdad —reconocí, y luego me referí al cansancio que trae consigo el recordar. Que estas memorias no dicen toda la verdad, y que esa cuestión me preocupa mucho—. Por eso ando un poco alicaída —terminé.
—Que tú haces bromas, Mo —se rió ella sin levantar la cabeza de la hilera de zanahorias—. Yo sé que eres escritora courageuse, pero ¡hasta tal punto! No, no, ¡tú tienes otra cosa en la cabeza, Mo!
Hace muchos años que Pauline Bernardette y yo andamos en compañía, y me conoce bien, mejor que nadie. Yo me quedé dudando si confesar la verdad o no.
—Dime, Mo —dijo ella, dejando las zanahorias. Cruzó los brazos y se quedó esperando.
—Pues el problema aquí es que la voz interior me ordenó recordar, repasar todo lo vivido. «Estás en edad avanzada y ya es tiempo», me dijo el de dentro. «Ya es tiempo de escribir las memorias», me dijo. Al principio no sospeché nada, pero ahora últimamente me he dado cuenta de que fue un mandato terrible. Porque, efectivamente, ¿cuándo se escriben las memorias? Pues al llegar a la última vuelta del camino. Y de ahí mis temores, Soeur. ¿Qué pasará el día que termine las memorias?
Allí estaba la verdad. Me quedé cabizbaja.
—Y hasta ahora, ¿cuánto has pasado al papel, Mo?
—Pues hasta la llegada al convento.
—¡Helás! ¡Très bien! —gritó ella dando una patada a una zanahoria—. ¡Está clarísimo lo que tienes que hacer! ¡No escribir más, Mo, no escribir más! ¡Callar todo lo que te ha sucedido en el couvent!
—Pero eso no puede ser, Pauline Bernardette. Mi voz interior me ordena que escriba.
—Sí, bien sur, pero la voz te demandará que escribas très bien. ¿Y qué hay que hacer para escribir très bien?
—¡Cualquiera sabe!
—¡Corregir, Mo! ¡Pulir, Mo! ¡Retocar, Mo! Y es eso lo que debes hacer si quieres obedecer bien a la voz interior: corregir, pulir y retocar lo escrito hasta ahora. ¿Sabes cuántos años necesitó San Agustín para corregir, pulir y retocar sus Confesiones?
—No, no lo sé.
—¡Diez años, Mo! ¡Diez años!
Al oír aquello, respiré más tranquila.
—¿Y luego? ¿Qué le pasó? ¿Se murió? —quise saber.
—¡Absolutamente no! Después de pasar diez años corrigiendo, puliendo y retocando, comenzó la segunda parte de sus Confesiones. Y ahora disculpa, Mo, pero tengo que seguir trabajando.
Dicho y hecho, la pequeña monja comenzó a meter zanahorias en su cesto. Por mi parte, me quedé más tranquila, respirando mejor que otras veces. Luego fui a tumbarme en el césped del jardín del couvent y tomé la decisión: corregiría, puliría y retocaría la primera parte de mi vida. Algún día, en caso de que surgiera la necesidad, seguiría con el resto. Y así hasta hoy. Como dice el refrán:
Mientras vive a sus anchas, la vaca va dando largas.
FIN