LOS mismos treinta guardias que habían matado a Usandizaga detuvieron y se llevaron a Genoveva, la señora de Balanzategui, y las vacas nos quedamos solas en casa. En los primeros momentos, todas nos sentimos más tranquilas, porque, por un lado, la guerra parecía definitivamente terminada en nuestro valle, y porque, por otro, vivíamos sin gobierno y no teníamos la obligación de andar cumpliendo órdenes de ningún superior. Pero pasó un poco de tiempo, y la mayoría de mis compañeras de establo comenzaron a ponerse nerviosas. Echaban en falta los banquetes de pienso y la música de los discos de la sala, y no hacían sino preguntar por Genoveva. ¿Cuándo iba a volver la dueña de la casa?
Naturalmente, nos resultaba imposible contestar aquella pregunta con exactitud, pero, detalles aparte, resultaba evidente la gravedad del problema. Genoveva tendría que pasar años en la cárcel. El propio Gafas Verdes se lo había dicho después del tiroteo:
—¡Karral! ¡Karral, Karral! ¡Usandizaga Karral!
—Que Usandizaga ha tenido suerte. Que lo suyo será peor —me tradujo La Vache. Para entonces, todas las vacas negras estábamos fuera del establo y comiendo hierba. A fuerza de bramidos, habíamos conseguido salir.
—¡Karral! ¡Karral! —siguió Gafas Verdes blandiendo el bastón delante de Genoveva.
—Que tendrá una gran condena. Que se pudrirá en la cárcel —me tradujo La Vache.
Genoveva levantó la cabeza de golpe y —después de mucho tiempo sin hacerlo— se puso a hablar. ¿Cuánto tiempo llevaría Genoveva sin que la oyéramos?… Desde luego, mucho. Era una mujer muy callada, quizá la más callada que yo haya conocido en mi vida.
—¡Tú también pagarás, asesino! —gritó.
—¡Karral! —explotó Gafas Verdes volviéndose aún más pálido de lo que era, y los guardias la cogieron del brazo y se la llevaron camino abajo, hacia un coche negro.
Allí despedimos a Genoveva, y a partir de entonces —y una vez pasada la alegría de los primeros momentos— ya no tuvimos tranquilidad en el establo. Las vacas tontas no querían comprender que la despedida había sido para siempre, y se empeñaban en preguntar por ella. Añoraban el pienso; añoraban los discos; añoraban una dirección, una autoridad.
—Desde luego, no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta —se enfadaba La Vache—. Para una vez que tenemos la oportunidad de andar como nos dé la gana, no hacen sino quejarse y suspirar. ¡Y qué, si estamos sin dueños! ¿Acaso no es mejor ser libres?
Pero por mucho que dijera y se enfadara La Vache, la situación no podía durar. La mayoría de las vacas del establo no estaban dispuestas a vivir por su cuenta.
—Hija mía, tienes razón en lo que piensas —me dijo El Pesado uno de aquellos días—. La situación que vivís ahora no es más que un paréntesis. Han llevado a Genoveva a la cárcel, quizá para largo tiempo, y en cualquier momento aparecerá un nuevo dueño en Balanzategui. Más vale estar alerta y no caer en ensoñaciones como las de tu amiga.
El Pesado guardó un momento de silencio.
—Porque, claro, el nuevo dueño puede ser Gafas Verdes —añadió, marcando cada sílaba.
Sentí como si me hubieran dado un golpe en el pecho, y me quedé sin respiración.
—No te apures todavía —me aconsejó El Pesado—. Lo de Gafas Verdes es sólo una posibilidad. Ya se verá. La Rueda de los Secretos no se ha detenido, y pronto girará lo suficiente como para que podamos conocer el nombre del nuevo dueño.
Los días que siguieron a la conversación con El Pesado fueron días sin sosiego. Me pasaba todo el tiempo mirando hacia el camino que cruzaba el valle, y se me aceleraba el corazón cuando veía venir a alguien. Pero nunca era Gafas Verdes. A veces solía tratarse de un cazador o de un paseante; otras, de un campesino de los alrededores que volvía de la feria.
Una mañana —para entonces ya era mayo—, vi que un tractor pequeño dejaba la carretera y tomaba la dirección de Balanzategui. El tractor era rojo, muy nuevo, muy brillante al sol de aquella mañana, y traía encima a dos hombres. Dos hombres que parecían jóvenes. Que parecían jóvenes e iguales: vestidos igual, peinados igual. No cabía duda, la Rueda de los Secretos había dado su giro: los gemelos de los dientes grandes eran los nuevos dueños de la casa.
Cuando el tractor se detuvo a la altura del puente del riachuelo, La Vache se puso a protestar:
—¡Qué se os ha perdido aquí! ¡Seguid adelante! ¡Vosotros vivís en el molino!
Sin reparar en las protestas, uno de los gemelos abrió la portilla que daba entrada a los terrenos de Balanzategui. En cosa de instantes, el tractor subía la cuesta hacia nuestra casa.
—¡Vaya! ¡Los dentudos ya han recibido su paga! —exclamó La Vache, dándose cuenta de lo que sucedía.
—Se ve que Gafas Verdes agradece los servicios —comenté.
—Vámonos de aquí —me dijo La Vache dirigiéndose bosque arriba, y yo la seguí inmediatamente. No quería relacionarme con los nuevos dueños.
Enseguida se vio que la intención de los dentudos era sacar de Balanzategui todo el jugo posible. Parecía que querían vaciarlo todo: un día se llevaban el tocadiscos de Genoveva; otro, un par de armarios de luna; al siguiente, la vajilla de plata. Además, su labor de saqueo no se limitaba a la casa, sino que se extendía también al bosque: echaron abajo unos cuarenta árboles y se llevaron la madera. El tractor, siempre cargado al salir de Balanzategui, volvía vacío.
Con todo, el comportamiento de los gemelos no nos preocupaba a las vacas, porque vivíamos a nuestro aire y porque no nos faltaba hierba. Al contrario, la hierba era más abundante que nunca, porque un sol radiante había seguido a las lluvias de abril. En aquella situación, me costaba lo mío seguir el consejo que casi continuamente me daba El Pesado:
—Hija mía, ¡ten cuidado! ¡Mantente a distancia de la casa!
La distancia no me parecía necesaria, pero por si acaso —y porque conocía la clarividencia del Pesado— nunca paraba por el establo. La mayoría de las veces me quedaba en las alturas junto con La Vache, durmiendo donde el avión caído.
Un día que estaba mirando al valle, se me ocurrió una pregunta:
—¿Dónde andará esa tonta de Bidani? Hace ya una semana que no la veo.
Nada más pensarlo, se me abrieron los ojos. Sentí que el corazón se me aceleraba.
—¡Están vaciando el establo!
Volvía a mirar al valle. Junto al riachuelo había dos vacas. En el cercado de piedra, otras dos. En los aledaños del pequeño cementerio del bosque, tres. En total, siete vacas. Con La Vache, ocho. Conmigo, nueve.
Un escalofrío me recorrió la espalda. La muerte rondaba por Balanzategui. Bidani y otras dos rojizas ya habían probado el frío del cuchillo.
Hacía bastante calor, pero no se me iban los escalofríos. De pronto, ni el mismo bosque me parecía un lugar seguro. Me levanté y fui corriendo a donde La Vache.
—Ya lo sabía —me respondió—. Pero, tranquila, a nosotras no nos cogerán. No somos como esas vacas tontas.
Yo no estaba tan segura, y me costaba recuperar la tranquilidad. Decidí no olvidar las palabras del Pesado:
—¡Cuidado! ¡Mantente a distancia!
Algún tiempo después —sería ya verano—, se oyeron unas pequeñas explosiones alrededor del valle.
—¿Qué pasa? —le pregunté a La Vache.
—No pasa nada. Que son las fiestas de algún pueblo de aquí cerca.
—¿Fiestas? —dije sorprendida. Nunca había oído aquella palabra.
—Es lo que dicen, que echan esos cohetes cuando son fiestas. Pero no me preguntes cómo son. Nunca he estado en ninguna.
—¡Cómo me gustaría estar en una de esas fiestas! —exclamé con toda inocencia. Aún era muy joven e imprudente, y no tuve reparo en expresar aquel deseo. Desgraciadamente, el deseo se cumplió.
Sucedió de allí a unas semanas, en la época de más calor. La hierba, ya bastante dura para entonces, se puso áspera del todo, y las fuentes —bastante menguadas para entonces— se secaron. Así las cosas, La Vache y yo nos encontramos con dos problemas, el uno grave y el otro gravísimo. El grave era que no podíamos comer como es debido. El gravísimo, que no podíamos beber nada.
La única solución era bajar hasta el riachuelo, o dicho más exactamente, bajar hasta la poza que había debajo del puente de Balanzategui. Allí había algo de hierba fresca y, sobre todo, agua.
Un día que estábamos metidas bajo aquel puente y bebiendo agua, vimos acercarse por el camino a tres jóvenes. Venían charlando, soltando alguna carcajada de vez en cuando, y no tenían aspecto de ser peligrosos. Pero —¡lo que son las apariencias!— llegaron junto a nosotras y, sin mediar aviso, nos enlazaron con una cuerda gruesa. Primero a La Vache, y luego a mí.
«¿Qué es esto?» —pensé asustada. Mientras tanto, La Vache sacudía la cabeza queriendo librarse de la cuerda, pero sin éxito. Habíamos caído en una trampa.
Al principio nos negamos a salir de debajo del puente. Pero tampoco esa vez tuvimos éxito. Los jóvenes enseguida acabaron con nuestra resistencia. Les bastó para ello con unas varas de punta afilada que llaman puyas. Dos o tres punzadas, y allí estábamos las dos encima del puente. Porque, efectivamente, la puya hace muchísimo daño.
Nada más salir al descubierto, vimos a los dos hermanos dentudos acercarse hacia nosotras. Levanté los ojos, y vi que el cielo estaba azul; agucé el oído, y escuché cantar a los grillos; imaginé lo que nos pasaría, y comprendí que La Vache y yo estábamos a las puertas de la muerte.
—Son medio salvajes, y os darán mucho juego. Ni los toros lo harían mejor —les dijo a los jóvenes uno de los dentudos.
—¿Seguro? —dijo un joven.
—Seguro. Cabezona, esa fea de ahí, es terrible. Capaz de atacar a cualquiera, os lo aseguro.
Hasta ahora no lo he dicho, y lo diré ahora. Mi amiga odiaba su verdadero nombre, Cabezona, y por esa razón había adoptado el de La Vache qui rit. Ella misma me contó lo de aquel cambio poco antes de que nos separáramos para siempre:
—En una ocasión, cuando todavía vivía el marido de Genoveva, vino de visita a Balanzategui una familia que hablaba en francés. Y, mira por dónde, un niño de la familia comenzó a llamarme La Vache qui rit. Pasaba un día, pasaba otro, y el niño cada vez más empeñado en llamarme La Vache qui rit. A mí me gustó cómo sonaba el nombre, y decidí quedarme con él y abandonar el que me habían puesto, tan vulgar él. Como te lo cuento, aquel niño francés me bautizó. Y hoy es el día en que nadie puede llamarme Cabezona. Y si alguien lo hace, peor para él.
La Vache no hablaba por hablar, y muy pronto se enteró de ello el dentudo que se había referido a ella con el nombre que no le gustaba. Viendo que el chico que sujetaba la cuerda estaba distraído, La Vache se lanzó contra él y le dio un golpe en la pierna que le rasgó los pantalones. Y la cosa no hubiera quedado ahí de no haber sido por los jóvenes.
«Buena la hemos hecho». —pensé. Creía que nos matarían allí mismo.
Pero fue todo lo contrario. Tanto los dentudos como los jóvenes parecieron felices y contentos.
—¿Qué os decía yo? Estas vacas son terribles, y no hay duda de que os darán mucho juego. Eso sí, tendréis que pagarlo. El que algo quiere, algo le cuesta.
—¿Cuánto? —preguntaron los jóvenes.
—Tanto —les contestó el dentudo. No recuerdo ahora la cantidad, pero debía ser mucho, porque los otros empezaron a protestar.
—Vosotros veréis, pero yo no voy a bajaros un céntimo. Es un buen ganado, ideal para animar una fiesta. Si no lo cogéis vosotros, se lo venderé a otra gente.
«Conque nos quieren para unas fiestas» —pensé, tranquilizándome un poco. En aquel momento no podía adivinar lo que se nos venía encima.
—De acuerdo. Nos las llevamos —cedieron al fin los jóvenes. Juntaron el dinero y pagaron a los dentudos.
—¡Vamos, negras! —nos ordenaron, y todos nos pusimos de camino. Por primera vez en mi vida, iba a unas fiestas.
No diré todo lo que pasamos en el pueblo de los muchachos. Aunque quisiera, me resultaría imposible, porque lo que sentí y aprendí allí no cabría en una enciclopedia; pero, eso aparte, tampoco diré todo lo que puedo decir. Pues ¿para qué alargar la cuestión dando detalles y más detalles, cuando la verdad puede resumirse en una sola frase? Y eso es, ni más ni menos, lo que sucede con la verdad sobre la gente de aquel pueblo y sus fiestas. Y la verdad es la siguiente: que cada vez que me acuerdo de ellos, junto saliva en la boca y escupo. Eso es todo, con ese resumen basta.
Sin embargo, estoy escribiendo unas memorias, e intentaré contar algo más. Y para mejor hacerlo, voy a valerme de una historia de Pauline Bernardette.
Pauline Bernardette siempre me cuenta historias, y la mayoría de las veces, historias de santos. Por ejemplo, un día que estábamos las dos frente a la puerta del couvent —yo tumbada en la hierba y ella a la sombra, cosiendo—, apareció por allí el panadero, que traía unos cuantos panes para las monjas, y ella dijo:
—Mira, Mo, aquí es el panadero. Y por un lado, ¡qué pena! Yo preferiría que pasara a nous como a Paulo El Anacoreta. Aquel santo era completamente solo al desierto, en sesenta años completamente solo, y todos los días le iba un cuervo que llevaba en su pico un medio pan. Una vez, cuando ya eran pasados aquellos sesenta años, el santo Simón le visitó. ¿Y qué va a suceder entonces? Pues va a suceder que el cuervo llevó en su pico un pan todo entero. Como eran dos, ración doble. ¡Ay, qué tiempos aquéllos! ¡Ellos no tenían necesidad de panadero!
—También ese hombre tendrá que vivir —le dije cuando acabó, mirando al hombre que estaba descargando los panes.
—Eso es verdad, Mo. Por un lado, es bien que Notre Seigneur no haga muchos milagros hoy día. Él hace en Lourdes, eso sí, pero sin quitar todo el trabajo a los médicos.
Pero, me corrijo, no era ésta la historia que yo quería recordar, sino otra que me contó Bernardette ante unas marmitas de leche.
—¡Oh que son bonitas al resplandor del sol les marmites bien limpias! —exclamó—. ¡Qué bellas relucen!
Asentí con la cabeza. Siempre que me es posible, le doy la razón a la pequeña monja.
—Yo veo esas marmites y me acuerdo de lo que se pasó a San Eutropio, Mo. ¿Es que tú quieres que te cuente?
Asentí de nuevo.
—Pues, por lo visto, Eutropio era músico, conocido en todo su departement por el oído fino que él tenía. Un día, el malvado emperador de aquella nación le cogió preso y dijo a Eutropio: «¿Estás todavía con tu religión? ¡Aquí no necesitamos la fe cristiana!». Y le respondió Eutropio: «Soy cristiano, y no negaré de ello». «¿Qué no negarás?», dijo el emperador con risas. «Pues ¡vas a ver lo que se te pasa!». Y el emperador dio las órdenes, y metieron a Eutropio en una marmite très très grande, una marmite como una cuba, y allí le dejaron encerrado. «¿Es que irán a cocerme?», debía de pensar Eutropio con mucho ánimo, porque él tenía fe. Mais non, no le cocieron. El emperador, él ya lo sabía bien, quería hacerle daño en sus oídos finos, y después de poner la marmite en todo el medio de la plaza, publicó un edicte: que tendría un gran premio aquel que diera el golpe más grande a la marmite. Y una gran cantidad de mundo acudió, por el premio, bien sûr, porque en aquellos pasados tiempos también había gusto por el dinero. Y uno con su martillo, otro con su martillón, otro más con una maza, el cuarto con una piedra, todos pegaron a la marmite, una y otra vez, dando a la marmite, dando y dando. Piensa tú el ruido y la bagarre que hacían aquellos golpes, que en aquella cité no durmió nadie en dos o tres días, ni el mismo emperador durmió. ¿Y Eutropio? Pues a Eutropio se le apareció un ángel dentro de la marmite, y el ángel tapó las orejas del santo con sus manos suaves. Así, doucement sordo, pasó Eutropio todo el tiempo. Y cuando quitaron la tapa de la marmite, todos restaron asombrados con lo que él dijo. Dijo Eutropio: «Es muy bien esta marmite para dormir. Muchas gracias». ¡Piensa tú! Él estuvo dentro de la marmite y él fue el solo que descansó.
Ésta era la historia de Pauline Bernardette que yo quería recordar para mejor describir lo que La Vache y yo sentimos en la fiesta. Porque, efectivamente, meternos en la fiesta de aquel pueblo fue como entrar en una marmita, y sin esperanzas de que apareciera ningún ángel.
Al principio, desde el cubil donde nos habían encerrado los jóvenes, oíamos el zumbido de la gente que hablaba en la plaza y en la calle. El zumbido parecía polvo, llenaba todo el aire y lo volvía grueso. Debían de ser miles de personas hablando a la vez.
—¡Qué necesidad de hablar tiene esa gente! —le dije a La Vache un poco irritada.
—Estarán todos borrachos —comentó La Vache con desprecio. Sus ojos estaban muy brillantes.
En eso, sentimos que, por encima del zumbido de la gente, surgía una música estridente y machacona. Se trataba sin duda de una charanga; de una charanga que —también eso resultaba obvio— se iba acercando a nosotras. Poco después, los martillos, martillones y mazas se pusieron a golpear nuestra marmita. Sonaban los clarinetes, sonaban las trompetas, sonaba sobre todo el bombo, y mi amiga y yo no conseguíamos oírnos. La música aplastaba nuestras palabras.
La Vache, siempre más nerviosa que yo, dio un golpe a la puerta. Fue inútil, porque la puerta estaba bien encajada. Consiguió, eso sí, abrir un resquicio por el que alguien —para que nos fuéramos enterando de cuál era nuestra situación real— introdujo un petardo encendido. El petardo explotó de inmediato y retumbó dentro de nuestras cabezas.
A la explosión del petardo le siguió el bombo. El que probablemente era el más fuerte de la charanga se empeñó en seguir él solo con el concierto, y golpeaba su bombo una y otra vez, uno-dos-y-bom, uno-dos-y-bom, y así durante diez minutos, durante veinte, durante cuarenta. Era incansable, parecía hipnotizado con su uno-dos-y-bom, uno-dos-y-bom. No hacía falta tener el oído tan fino como Eutropio para ponerse a dar golpes contra la pared. Y eso era justamente lo que hacíamos, golpear la pared para hacernos daño y así olvidar por un momento aquel uno-dos-y-bom. Pero al más fuerte de la charanga le daba igual, él era incansable, él seguía con su uno-dos-y-bom, uno-dos-y-bom. Cuando nos abrieron las puertas del cubil, ya estábamos enloquecidas.
Nos abrieron las puertas, y sentimos como si alguien hubiera quitado la tapa de la marmita; seguía el ruido, pero al menos teníamos aire para respirar. La Vache salió rapidísima y con un objetivo claro: pasó por encima de la gente que se había apiñado en la puerta y tiró de un golpe al tipo del bombo. Allí quedó aquel asqueroso retorciéndose de dolor, con las costillas bien molidas. Y sin ganas de seguir tocando el maldito bombo, supongo.
Al principio nos defendimos bien y dimos buenos golpes, yo buenos y La Vache mejores, y si hoy día puedo decir que soy una vaca que ha roto más de treinta huesos, ese orgullo lo tengo sobre todo por aquella fiesta. Pero los del pueblo eran muchos y se acercaban a nosotros como tábanos, todos a la vez, a traición, con terquedad. Era imposible luchar contra tantos tábanos. Así, después de una media hora de luchar y correr calle arriba y calle abajo, las dos nos pusimos a buscar una salida. Pero ¿por dónde huir? Tanto la plaza como la calle estaban cerradas con una valla metálica, y la gente que contemplaba el espectáculo formaba una segunda muralla. Estábamos metidas en una marmita sin agujeros ni resquebrajaduras.
Poco a poco, con el cansancio, fuimos desmoralizándonos. Los jóvenes del pueblo estaban envalentonados, y cada vez nos tenían menos respeto. Cuando uno de ellos me agarró por el rabo, supe que todo estaba perdido. Miré a La Vache: no andaba mejor que yo. Al contrario, parecía todavía más cansada, y a punto de volverse loca.
Me dije a mí misma que cualquier cosa era mejor que rendirse como una oveja, y continué buscando una salida. Así, llegué hasta una casa que, según me había parecido en una de las carreras, tenía un portón que comunicaba con otra calle. No fue tan sólo inútil: fue lo peor de la fiesta. Iba a empujar el portón cuando sentí que una punta afilada de acero me penetraba en la carne. Ciega de dolor, me volví y di un derrote: también en vano, porque mis cuernos tropezaron con los barrotes de una ventana baja.
—¡Karral! —oí entonces. Al otro lado de la ventana, Gafas Verdes sonreía torciendo la boca.
Mi deseo era morirme allí mismo, pero los jóvenes borrachos del pueblo no estaban dispuestos a permitírmelo. Cada vez que me tiraba al suelo, me levantaban y me obligaban a seguirlos. En una de las ocasiones, vi a La Vache calle arriba, rodeada de gente por todos lados y a punto de asfixiarse: ella también estaba ensangrentada, ella también había probado el estoque de Gafas Verdes.
Casi no recuerdo lo que sucedió a continuación. No era capaz de sostenerme sobre mis cuatro patas. Gracias a que, al final, para burlarse aún más de nosotras, aquella gentuza nos echó a la fuente. Y no sólo porque el frescor del agua nos reanimó, sino también porque vimos una escapatoria. Se trataba de unos troncos de árbol que, apilados en forma de escalera, subían hasta el borde del muro de la plaza. Nos bastaba con subir por aquella rústica escalera para saltar al otro lado y quedar libres.
—¿Lo estás viendo? —le dije a La Vache.
—Sí. Es la única solución —me respondió.
Todavía estábamos metidas en la fuente cuando aparecieron los jóvenes que nos habían traído al pueblo. Nos sacaron de allí y, tras ponernos una cuerda al cuello, nos llevaron al cubil.
—¡No las metáis todavía! —les gritó uno de los borrachos.
—Tranquilo, ya volverán a salir por la noche —le respondieron.
La Vache y yo nos pasamos horas tumbadas y lamiéndonos las heridas. Al fin, cuando a la hora de cenar la marmita quedó algo más silenciosa, hablamos sobre la fuga.
—Tenemos que usar las fuerzas que nos quedan para llegar a esos troncos. Tenemos que escapar cuanto antes. De lo contrario, estamos perdidas.
—¿Y cuándo le rompemos la cabeza a Cuchillos? ¿Cuándo? —me contestó ella. Pero no era exactamente una respuesta, sino un lamento.
—Algún día, quizá —le dije. No quedaba otro remedio. Si queríamos salvar la vida, teníamos que olvidarnos de Gafas Verdes.
Volvimos a quedarnos calladas, cada una con sus pensamientos.
—¿Y cuándo le rompemos la cabeza a Cuchillos? —repetía de vez en cuando La Vache, en voz muy baja.
Hacia la medianoche, volvió el zumbido de la gente, y La Vache y yo nos preparamos. No teníamos miedo, pensábamos sólo en nuestro objetivo.
Cogimos a todos por sorpresa. Ni respondimos a ningún ataque ni aceptamos ningún desafío. Fuimos derechas hacia los troncos, y saltando el muro, salimos de la marmita. Instantes después, las dos huíamos corriendo.