Cuando al día siguiente estoy sentada en el avión, cansada y agotada, tengo tiempo suficiente para reflexionar sobre la aventura que acabo de vivir. Compruebo con algo de decepción que este viaje ha calmado muy escasamente la añoranza de África que vuelve a apoderarse de mí una y otra vez. Quizá se deba a que Tanzania no es Kenia, pero tal vez no exista ya «mi» Kenia, porque han cambiado tantas cosas.
Para mí ha quedado claro que como turista en este continente tendré siempre sentimientos encontrados. No soy capaz de limitarme exclusivamente a disfrutar como «blanca» que está de paso, pues hay muchas cosas que veo desde el punto de vista de los nativos. Y desde su punto de vista también a mí nuestra forma de actuar me resulta a veces incomprensible. Por ejemplo, de ninguna manera Lketinga y su familia habrían entendido que nosotros, los europeos, subamos a una alta montaña sometiéndonos a esfuerzos increíbles y que, encima, paguemos por hacerlo. Él me habría preguntado entre risas: «Corinne, ¿por qué lo haces? Eso no te da comida ni agua, solo te trae problemas. ¡Es de locos!». Y en cierto modo hubiera tenido razón. A la gente que necesita toda su fuerza y energía para poder sobrevivir, jamás se le pasaría por la cabeza meterse en semejante aventura, sin obtener un beneficio aparente.
Y así veo ahora mi ascensión al Kilimanjaro desde dos puntos de vista diferentes: por una parte, me parece absurda y disparatada, pero, por otra, me siento orgullosa y feliz de no haber abandonado y de haber alcanzado la cima, el techo de África.
Pero este viaje también me ha demostrado claramente que ahora ya no podría vivir en África. Mi lugar es donde vivo ahora, al lado de Napirai y de mi actual compañero. Cuando Markus me recibe radiante en el aeropuerto de Zúrich, me estrecha entre sus brazos y nos dirigimos juntos a Lugano, sé que estoy en casa.
Me preguntan a menudo si me he arrepentido alguna vez de haberme enamorado de un guerrero samburu. Entonces contesto siempre profundamente convencida: ¡Jamás! Tuve el privilegio de poder participar de una cultura que casi con seguridad no existirá por mucho tiempo más y de poder vivir un gran amor. Si realmente disponemos de varias vidas, estoy convencida de haber pertenecido en otra vida anterior a la tribu de los samburu. Solo así me explico que en algún momento haya tenido la impresión de haber llegado a casa y que, pese a toda la desacostumbrada escasez me sintiera tan segura y protegida con Lketinga y su familia. Estoy segura de que, si no hubiese hecho caso a la voz en mi interior, habría tenido a lo largo de toda mi vida la sensación de haberme perdido algo que para mí era decisivo e importante. ¡Y no existiría mi hija Napirai a la que quiero por encima de todo!
Incluso si en una vida anterior fui posiblemente una samburu, en mi vida actual nací en Suiza, donde me crié y, por lo tanto, estoy marcada por una cultura centroeuropea. Tal vez esa es la razón principal por la que el amor que sentimos Lketinga y yo no pudo perdurar. Solo éramos demasiado diferentes. Además carecíamos de la posibilidad de una comprensión idiomática profunda. En mi relación actual experimento lo importante y hermoso que es poder intercambiar pensamientos y sentimientos sirviéndonos también del idioma. Tampoco me veo ya capaz de renunciar a las comodidades de nuestra vida en Europa, sobre todo cuando mi experiencia africana me ha enseñado a disfrutarlas aún más intensamente.
¡No, ya no podría vivir en África! Pero lo que queda es lo unida que me siento a mi antigua familia y una gran curiosidad por la Kenia de hoy. Tal vez algún día pueda calmar esta curiosidad cuando Napirai sea adulta y quiera conocer a sus parientes africanos. ¡Quién sabe!