PARTIDA HACIA EL KILIMANJARO

A lo largo de los seis meses siguientes, cuando estoy escribiendo, siento una y otra vez nostalgia de África y también el deseo de saber qué experimentaría al pisar de nuevo territorio africano. Recientemente recibí un catálogo sobre rutas de trekking, pues hace tiempo que tengo ganas de hacer una excursión de este tipo. Al pasar las páginas del catálogo, mi vista se fija en el Kilimanjaro. Cuando al leer la descripción compruebo que hoy en día se puede viajar en avión directamente de Europa al Kilimanjaro sin pisar suelo africano, siento el súbito deseo de regresar de este modo a África. ¡Al techo de África!

Con gran interés estudio las diferentes rutas para la ascensión. Impulsada por la curiosidad, me siento ante el ordenador y busco en internet todo lo que me parece interesante relacionado con el Kilimanjaro. Durante horas leo reportajes de viaje y diversas informaciones. Por la noche no consigo conciliar el sueño. Me pregunto una y otra vez si mi forma física se ajusta a lo que exige esta ascensión. Lamentablemente no puedo intercambiar enseguida puntos de vista con Markus, porque se encuentra durante diez días en Marruecos y no quiero comentar por teléfono una idea súbita tan disparatada. Medio adormilada permanezco en la cama y cuando amanece al fin, me siento como si ya llevase toda la noche caminando. Para mí está claro: ¡Me arriesgaré! Quiero volver a pisar por fin territorio africano y si no puedo ir a Kenia, que pueda, al menos, ir a un lugar cercano y echar un vistazo a Kenia desde muy en lo alto.

Napirai no está nada entusiasmada con mis planes y se limita a preguntar:

—Mamá, ¿no es demasiado peligroso? ¿Hay otras mujeres de tu edad que suben a esa montaña?

¡En fin, no sé muy bien cómo interpretar este comentario! Finalmente no aguanto la espera hasta la vuelta de Markus, porque de día y de noche estoy pensando siempre en lo mismo, de modo que con ocasión de una de sus siguientes llamadas le hablo de mis planes. Para mí es una gran sorpresa, pero la idea le parece excelente y ya ahora me apoya por teléfono. Me siento inmensamente feliz.

Ya en los próximos días empiezo a entrenarme con intensidad. Ahora no me conformo con subir solo dos veces por semana a cualquier montaña, no, a partir de ahora camino todos los días entre tres y siete horas. Además, voy una vez por semana a natación y a gimnasia en el agua y después a la sauna. También en el mes de diciembre el tiempo en el Tesino permite subir hasta los mil setecientos metros sin que la nieve lo impida. Abundan las montañas empinadas con poca o nada de nieve.

Cuando Markus regresa por fin a casa, le sorprende ver los libros ya adquiridos sobre el Kilimanjaro, la cita ya acordada con el médico para enfermedades tropicales y mis caminatas diarias en las que coloco sus pesas en mi mochila para aumentar su peso. No tarda en comprender que mis planes van muy en serio.

Durante una caminata vespertina, poco antes de Navidad, llego a un pequeño refugio de montaña a unos mil quinientos metros aproximadamente. Como está situado a la altura del puerto, se tiene una magnífica vista panorámica y a lo lejos se pueden divisar los Alpes del Valais. A estas horas soy el único huésped, de modo que entablo una breve conversación con el hombre que regenta el refugio. Me cuenta que solo lleva aquí desde el verano y que por Fin de Año ofrecerá un menú de cinco platos, que el precio incluye el alojamiento y el desayuno del día siguiente. No obstante, solo tiene sitio para veinte personas. Me encantaría empezar el año de esta forma y estoy casi segura de que no me costará mucho convencer también a mis seres queridos. Durante el descenso, a última hora de la tarde, las cadenas montañosas que nos rodean se sumergen en una suave luz crepuscular. Es un espectáculo fascinante, como un cuento alpino, y me arrepiento de no haber traído mi cámara fotográfica.

Y efectivamente quince días más tarde celebramos el Fin de Año en el cálido refugio de montaña, en compañía de unos amigos, entre ellos Madeleine y su compañero. Subimos abriéndonos paso entre la nieve con un tiempo rutilante, pero con un frío muy intenso. Napirai, en cambio, ha preferido pasar la fiesta de Fin de Año con unas amigas en su «antiguo» pueblo. En el refugio somos prácticamente los únicos huéspedes, y el tabernero nos sirve un plato tras otro, a cual más delicioso. A medianoche brindamos con champán y después salimos todos para ver desde lo alto de la montaña el valle abajo o las estrellas arriba en el cielo. Es un momento conmovedor. Tras una breve noche nos despertamos con unas condiciones meteorológicas óptimas para la montaña, y algunos de nosotros decidimos hacer una excursión de varias horas hasta el próximo refugio. Solo a última hora del día de Año Nuevo de 2003 regresamos, cansados y satisfechos, a nuestra casa rodeada de palmeras. ¡Tras una fiesta de San Silvestre tan preciosa, el nuevo año necesariamente tendrá que estar coronado por el éxito en todos los sentidos!

Para comienzos de año he encontrado el operador turístico adecuado y la ruta que deseo hacer. No quiero hacer la ruta más «sencilla», sino la más hermosa, y por eso tengo claro que he de optar por la Ruta Machame. En esta ruta están incluidos dos días para aclimatarse, algo que me parece muy importante. La oferta incluye un safari de dos días.

De día en día aumenta mi curiosidad por cómo se desarrollará esta nueva aventura mía. El tiempo pasa volando, porque casi todos los días hago largas caminatas. Es maravilloso, pero empiezo a impacientarme y espero anhelante que llegue el día de la partida. Cuando falta una semana, he reunido ya todo el equipo necesario. Como atravesaremos todas las zonas climáticas, desde la sabana hasta unas condiciones similares a la de los glaciares árticos, hay que pensar en cualquier eventualidad. Muchos de mis conocidos admiran mi valor, algo que me empieza a resultar un poco embarazoso, porque yo misma no sé cómo va a salir todo.

Cuatro días antes de la partida me llega, por fin, la última documentación y la lista de participantes. Somos un pequeño grupo de seis personas, lo que me parece muy positivo. Partiendo de los nombres indicados, intento imaginar aproximadamente a las personas y llego a la conclusión de que tres de ellos seguramente serán unos montañeros algo mayores y muy entrenados. Además, intuyo que hay una pareja más joven. Me alegra comprobar que hay otra mujer, porque de lo contrario tendría que temer que los hombres me pudiesen dejar atrás.

Un día antes de mi partida definitiva, hago el equipaje. Sorprendentemente aún no se ha apoderado de mí el nerviosismo típico previo a un viaje. La despedida de Markus y de mi hija Napirai, aunque sé que estará muy bien atendida, me cuesta bastante, pese a toda mi ilusión. Por fin estoy sentada en el tren a Zúrich, donde tres horas después me recoge Madeleine. Como mi vuelo sale a las siete de la mañana del día siguiente, tengo que pasar la noche en su casa.

Solo cuando el avión despega con dirección a Amsterdam comprendo que ha empezado el viaje. Allí podré, quizá, conocer también a mis compañeros de lucha. Y, en efecto, una hora y media más tarde me encuentro en la puerta de salida en la que en breve se va a embarcar en el vuelo de conexión al aeropuerto de Kilimanjaro. Es sorprendente el elevado número de personas que quieren subir a este avión, pero para la mayoría la meta parece ser la participación en un safari. Miro a mi alrededor para ver si reconozco a mis posibles compañeros de viaje. Al cabo de media hora estoy casi segura de saber quiénes son todos ellos, pero no me dirijo a nadie, puesto que no noto ningún interés por su parte. La imagen que me había formado partiendo de los nombres, se confirma definitivamente nueve horas tras el aterrizaje. Nuestro grupo se compone de un jubilado que no tarda en contar que ya subió dos veces a la cima que constituye nuestra meta; de otro jubilado —yo le llamo Franz—, y su hijo Hans de treinta y cuatro años y de una joven pareja en la treintena. Gracias a la facultad que adquirí en mi trabajo en el sector de ventas de conocer rápidamente a las personas, veo y noto en el acto que no podemos ser más diferentes. ¿Qué le vamos a hacer? De algún modo la montaña y la meta conjunta lograrán unirnos.

En el aeropuerto del Kilimanjaro incluso a las nueve de la noche la temperatura es todavía de casi treinta grados. Es fantástico, aunque no se apodera de mí aquella sensación que tuve hace casi trece años en Mombasa de «haber llegado a casa». Nos dirigimos a una cercana y bonita cabaña donde pasamos la primera noche. Me despierto a las cinco con una diarrea que combato de inmediato y de forma radical con Imodium. Después nos encontramos todos en el desayuno en el que se establece tímidamente el primer contacto. Los otros participantes hablan de sus ascensiones a las cumbres más altas, como el Breithorn, Grossglockner, Montblanc, y como se llamen todas ellas. ¡Vaya! Yo, con suerte, he llegado a los tres mil metros y en tren he subido al Jungfrau, pero eso es todo lo que puedo ofrecer. Cuando oigo, además, que uno de los señores mayores acaba de regresar de una travesía de esquí por glaciares que hizo durante dos semanas como preparación para esta ascensión, se apoderan de mí las primeras dudas. ¡Pero antes está el safari!

Antes de llegar al Parque Nacional de Tarangire, tenemos que hacer un recorrido en coche de casi cinco horas. A lo largo del viaje veo muchos rebaños de vacas de los que cuidan unos masai o los hijos de estos. Me interesaría saber qué sentiría y pensaría Napirai si los viese. Me causa sorpresa observar a unos guerreros que, ataviados con su ropa tradicional, adornados, pintados y armados con lanzas, se desplazan en bicicleta. Me resulta muy extraño. Y, en general, lo vivo todo de un modo distinto de como lo viví entonces y, en cierto modo, como una extraña. Intento escuchar una voz en mi interior para sacar a la luz cosas olvidadas desde hace tiempo, pero no lo consigo. Lo que siento, en cambio, es que echo de menos a mi hija y a Markus.

En el parque nacional nos llevan primero a la tienda en la que nos sirven la comida. Desde aquí se tiene una vista fantástica sobre un rebaño de elefantes que se encuentra junto a un río situado más abajo. De vez en cuando se oyen algunos animales barritando. Por la tarde nos adentramos en la calurosa sabana para poder observar a los animales que la pueblan. Tenemos suerte, pues encontramos jirafas, gacelas, monos, cebras y búfalos. Ver todos estos animales, sí produce en mí algo que recuerda mi antigua fascinación por África. Hasta la noche solo nos faltan los leones, pero queda el día de mañana. Todos van a su tienda a refrescarse y arreglarse para la cena. El bufete es delicioso y me sirvo con abundancia, puesto que no sé qué nos van a dar cuando estemos en la montaña.

Sobre las diez de la noche me despido del grupo, ya que la conversación no se anima. Hasta ahora, el ambiente es todo menos eufórico. El camino hasta la tienda está escasamente iluminado, en cambio ante cada tienda está colgada una lámpara de petróleo. Cuando llego a la entrada de la mía, veo que en la lona hay, por lo menos, cincuenta escarabajos, insectos y saltamontes de todos los tamaños. El aspecto es más bien repelente y me pongo a pensar en el modo de entrar y dejar fuera todos esos bichos. Primero apago la luz y, después, sacudo la lona para despejarla de insectos. Enciendo brevemente la linterna y entro a toda prisa en la tienda. Allí me acuesto inmediatamente para no ver nada más. Entretanto la joven pareja también ha llegado a su tienda. Puedo observarlos a través de la ventanita y siento curiosidad por ver cuál será su reacción ante tantos insectos. Los dos se quedan clavados durante por lo menos cinco minutos ante la entrada y parecen estar pensando qué hacer. Estoy a punto de echarme a reír. Entonces, al fin, el hombre retrocede dos pasos más y la valiente mujer decide maltratar la pared de la tienda a patadas para que las sabandijas caigan al suelo. Por fin pueden entrar e inspeccionar a plena luz el interior de la misma. Un instante después se oyen dos gritos sofocados. Ahora ya no consigo reprimir la risa y estallo en una carcajada mientras les pregunto si todo va bien. Por lo visto, a ellos la situación no les resulta nada cómica. Yo me pongo a escuchar el canto de los grillos y no tardo en quedarme dormida.

Por la mañana, me despierto muy temprano porque percibo que algo está constantemente dando vueltas a la tienda. Al alba salgo al exterior sin hacer ruido y veo cuatro ciervos de baja estatura saltando alrededor de las tiendas. Son tan rápidos y elegantes que da gusto observarlos. Al mismo tiempo oigo el barritar de unos elefantes que se están acercando. Poco a poco van despertando los animales y los seres humanos y poco después nos encontramos nuevamente al acecho para observar los animales. Vemos ingentes masas de elefantes de todos los tamaños. También manadas enteras de monos y un par de jabalíes se han puesto ya en marcha en dirección al río. Cada movimiento es fotografiado. Tras la comida tenemos que iniciar el regreso. El conductor nos pregunta si queremos visitar aún un pueblo masai. Yo me muestro enseguida entusiasmada, porque me encantaría volver a pisar una manyatta. Siento curiosidad por ver qué reacción produciría en mí, pero mis compañeros de viaje no muestran ningún interés y contestan al unísono que han venido por los animales y no para observar a seres humanos. Como no quiero revelar mi identidad, renuncio a esta experiencia.

Llegados a la tienda, nos preparamos para la ascensión prevista para el día siguiente y nos ponemos a ordenar el equipaje. Dejamos en la tienda todo lo que no necesitaremos en la montaña. Me sorprende ver que algunos de los hombres aún estén tomando cerveza. Yo no he tomado alcohol desde Navidad. Se habla de que en la montaña la caridad bien entendida empieza por uno mismo. Quien se sigue encontrando en forma continúa adelante, aunque su compañero no pueda seguir, y cosas por el estilo. Naturalmente eso solo es aplicable a los que van con un compañero, es decir a la joven pareja y al padre y su hijo. Me atrevo a objetar que en una situación difícil no dejaría solo a mi compañero. Como respuesta me lanzan unas miradas irónicas y dicen:

—¡Pareces no conocer las leyes de la montaña!

Llenos de euforia, todos sueñan con la cumbre y valoran las condiciones físicas de los otros participantes. En este sentido no me diferencio de ellos.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana nos ponemos en marcha. Primero el autocar se dirige por la carretera asfaltada, en bastante buen estado, en dirección a Moshi y, de súbito, al ver la indicación «Machame» doblamos a la izquierda. Ahora la carretera tiene más baches y tras unos minutos, su estado me recuerda las carreteras de Kenia. A diestra y siniestra vemos grandes plantaciones de plátanos, huertos y arbustos de café. Todo aquí es de unintenso verde y frondoso. Pasamos ante algunas cabañas sencillas, pero de vez en cuando se ven también magníficas casas, algo más alejadas de la carretera. Con seguridad esta gente vive relativamente bien en comparación con la de otras regiones. Entre otras cosas, un indicio de esta mayor prosperidad es que en varias tiendas se ofrece para la venta carne de animales recién sacrificados, colgada de un gancho y, por supuesto, rodeada de las obligatorias moscas. Eso significa que, por lo visto, hay dinero para comprar carne. Cuando señalo a mis acompañantes estas «carnicerías», algunos tienen que luchar contra las náuseas.

A media mañana llegamos a Machame Gate a una altura de 1840 metros. No somos el único grupo que pretende ponerse en marcha. Reina un gran caos. Los diferentes grupos tienen que inscribirse, hay que contratar porteadores y repartir paquetes de comida. Me hace ilusión empezar ya a andar. Como en casa solía caminar casi a diario varias horas al día, ahora echo de menos el ejercicio después de tres días de hacer prácticamente «el vago». Al final está todo arreglado. Para nuestro grupo formado por seis personas nos asignan veinticuatro porteadores, un guía nativo y tres porteadores auxiliares. Parece mentira que haya que transportar tanto equipaje. Cada uno de los porteadores lleva en la cabeza entre veinte y veinticinco kilos de peso.

Empezamos despacio a caminar. Hace calor, pero el aire es sorprendentemente seco en esta preciosísima selva tropical. El camino es de barro seco, de color rojizo, lleno de raíces y piedras. Avanzar con lluvia por este camino ha de resultar muy dificultoso. La vegetación me fascina y no tardo en tomar las primeras fotos. De vez en cuando pido a alguno de mis acompañantes que me haga una foto, pero tras unas cuantas dejo de pedir, pues tengo la impresión de molestar al grupo. Camino con comodidad tras el guía y necesito un tiempo para acostumbrarme a la velocidad lenta en extremo, pues por nuestros Alpes suizos suelo moverme a una velocidad bastante mayor. Mi nueva adquisición, consistente en una bolsa para el agua con un tubo que permite beber sin necesidad de quitarse la mochila, es de gran ayuda, pues me permite apagar constantemente mi sed durante la caminata y, además, así estoy segura de beber suficiente líquido.

Subimos más y más, pasando ante árboles con lianas, helechos gigantes y troncos de madera cubiertos de musgo. Huele a tierra y a humedad. No se ven animales. No tengo la sensación de estar llegando poco a poco al límite de los tres mil metros, pues a esta altura en Suiza ya no hay vegetación. Después de haber caminado unas horas, la selva empieza a clarear y a transformarse poco a poco en un paisaje cubierto de arbustos y de matas que, cuando llegamos a nuestro campamento y hemos subido 1160 metros en cinco horas, desemboca en una zona cubierta de ericáceas.

Me sorprende encontrarme ya ante nuestro campamento. La mayoría de los de nuestro grupo difieren de mi opinión. Están agotados y se quejan de que el guía iba demasiado deprisa. Como tenemos otros tres guías auxiliares, no comprendo que esta cuestión no se haya aclarado antes. Hans comparte mi opinión. Todos desaparecen para acomodarse en las tiendas que ya están montadas bajo los últimos arbustos que existen en la región. Estoy contenta de poder ocupar yo sola una tienda para dos, pues el equipaje solo llena un tercio de la misma. Poco después colocan ante cada tienda una pequeña palangana de color naranja con un litro escaso de agua caliente para que podamos lavarnos. Como no veo a nadie de nuestro grupo, me pongo a hablar con una americana. Su grupo lo forman solo ella, tres porteadores y un guía. Nunca pensé en la posibilidad de subir así al Kilimanjaro. También resulta interesante observar la animada actividad en el campamento. En algunas tiendas están cocinando. Varias personas están sentadas en el suelo, tomando un té y comiendo algo para acompañarlo. No tardan en llamarnos y entramos en la tienda, en la que se nos sirve la cena. Me resulta extraño el que aquí arriba nos sentemos sobre sillas plegables ante una mesa bien puesta, cubierta con un mantel a rayas azules y rojas. A modo de aperitivo nos traen un té o café caliente y una bandeja de palomitas saladas. A continuación hemos de esperar aproximadamente una hora más hasta que nos sirven la cena de verdad.

Vuelvo a observar el ajetreo que hay en el campamento cuando, de repente, sobre las seis y media, la niebla que envuelve el Kilimanjaro se levanta brevemente y puedo ver por primera vez la montaña. ¡Parece encontrarse muy cerca! La nieve que hay en la cima da la sensación de que se hubiese vertido un cubo de pintura blanca sobre la montaña y que esta pintura estuviese goteando laderas abajo. Dura solo un instante, como una aparición, y vuelve a desaparecer entre la niebla y la incipiente oscuridad. La abundante comida se sirve sobre bandejas y platos de auténtica porcelana. De primer plato hay una sopa buenísima, a continuación el plato principal y después fruta. Me siento como en la época colonial. Toda esta situación se me antoja algo absurda. Al fin y al cabo, hubo una época en que viví y trabajé entre africanos y ahora cargan con mesas y sillas para mí, la «blanca» que paga, y me sirven. Sé perfectamente que de este modo muchos tienen durante un breve periodo de tiempo un empleo, pero, aun sabiéndolo, me cuesta acostumbrarme. A las ocho ya estamos todos en nuestras tiendas, pero no consigo dormir, porque de todas las tiendas contiguas me llegan conversaciones o ronquidos. Pienso en nuestro grupo, y espero que tal vez mañana se establezca algo más de compañerismo y de alegría, pues es evidente que voluntariamente nadie hubiera escogido a los demás como compañeros.

A medianoche sigo sin poder dormir. Franz o Hans, en cambio, está roncando que da gusto escucharle. Salgo una vez más del interior de mi cálido saco de dormir para ir a aliviar la vejiga. La noche es fresca y clara. Las estrellas parecen encontrarse tan cerca que uno tiene la impresión de poderlas tocar con la mano, y también es de nuevo posible distinguir el Kilimanjaro gracias a su corona blanca. En este momento no puedo negar que desprende cierta magia, pero tengo que regresar a la tienda antes de que el frío se me meta en los huesos. Una pastilla de un somnífero suave me ayuda finalmente a caer en un sueño reparador que merezco después del esfuerzo del día.

Sobre las seis de la mañana me despierta una sonora discusión entre padre e hijo. Por lo visto sus sacos de dormir están húmedos porque no dejaron abiertas las ventanillas de ventilación. Por lo que oigo, han pasado, además, un frío terrible y debido al duro suelo y al frío sienten ahora que todo su cuerpo está entumecido. Yo, en cambio, no tengo nada de qué quejarme. Por una parte, estoy acostumbrada a dormir en el suelo y, por otra, mi nuevo saco de dormir, expresamente adquirido para este viaje y que, según la publicidad del fabricante, conserva el calor incluso con frío extremo, y la nueva esterilla aislante han dado buen resultado. Después de saludarnos pregunto a los dos por sus sacos de dormir. Jamás han oído hablar de la zona de confort o de la zona extrema. Sus sacos son de la cadena ALDI y el precio fue muy económico, como confiesa Franz, que reconoce ser un fan de dicha cadena de supermercados. Ahora se pone a leer la descripción y lee por primera vez: «zona de confort +5°, zona extrema –10°». ¡Me pregunto qué piensan hacer los dos para dormir a una altura de cuatro mil seiscientos metros!

Cuando me dirijo al lavabo, noto como si tuviera plomo en las piernas, algo para lo que no encuentro explicación. Compruebo horrorizada que, pese a las precauciones tomadas, me ha venido la regla. ¡Es lo que menos necesito aquí en la montaña! Esta circunstancia influye en mi estado anímico. Tomo más pastillas para que el efecto sea el menor posible. En mi tienda ya me está esperando el good morning-tea. Normalmente nos despiertan tres personas que, ante la tienda cerrada, exclaman: «Teatime, coffeetime!». Entonces uno abre la tienda y puede hacerse preparar un té o un café soluble. ¡Un lujo increíble! Poco después traen la consabida palangana con agua tibia para el aseo matinal. A las siete y media se toma un full breakfast. Entre otras cosas se nos ofrecen huevos revueltos, salchichas, pan tostado, mantequilla, mermelada y fruta fresca, desde plátanos enanos hasta piña. Creo que nadie de nosotros desayunaría jamás en su casa tan bien ni tan copiosamente.

Sobre las nueve nos ponemos en marcha hacia la Plataforma del Shira, situada a una altura de 3850 metros en una imponente sabana alta. El inicio de la caminata resulta bastante cómodo. Los árboles y los arbustos van disminuyendo gradualmente. De los últimos árboles cuelgan unos jirones de musgo, como si fuesen telarañas, que dan al conjunto un toque fantástico a lo Parque Jurásico. Unos retazos de niebla, que pasan ante nosotros, refuerzan esta impresión. En medio aparecen abrojos violeta o arbustos con flores de color rosa y blanco. Lamentablemente el camino es cada vez más empinado y hoy, con mis piernas pesadas, la tremenda ascensión se me hace muy difícil. Los otros, en cambio, vuelven a estar en plena forma. Hay tramos en los que el terreno es tan empinado que ya no puedo hacer uso de los bastones que se convierten más bien en un estorbo. Pero seré recompensada con una vista fantástica sobre el monte Meru y, si miro hacia atrás, veo desde arriba toda la jungla que atravesamos ayer. No obstante, tengo que luchar literalmente conmigo misma para avanzar y me alegro de que poco después de las doce hagamos al fin la pausa del mediodía. Cuando nos sentamos a sotavento de una roca ante la mesa ya puesta, a la que no le falta el mantel, hay niebla y la temperatura es fresca. Me pongo la protección contra la lluvia para defenderme mejor del viento. Nos esperan té caliente, pan y queso así como crepes. Estos últimos me devuelven algo de mis fuerzas, pero no deja de resultar grotesco que aquí arriba se nos sirva así en la pausa. ¡Yo al menos no olvidaré jamás esta imagen!

Después continuamos caminando y me siento algo mejor. A primeras horas de la tarde llegamos a la Plataforma del Shira. Aquí hay un campamento enorme y por los retretes situados a una distancia considerable unos de otros, se comprende que a veces debe de haber una gran afluencia de personas. Poco a poco van llegando otros grupos entre los que se encuentra también la americana que viaja sola. Pese a que nos encontramos ya a una altura de 3850 metros, se ven todavía arbustos aislados, de modo que sigo sin hacerme cargo realmente de la altura que ya hemos alcanzado. Pero hoy estoy contenta de poder, al fin, descansar, y espero con impaciencia mi litro de agua para lavarme. Me siguen pesando las piernas y, además, empiezo a sentir retortijones en el vientre.

Intento llamar a casa por el móvil. Echo de menos a mi pequeña familia y, de repente, me siento muy egoísta. Yo me dedico a subir a esta montaña —ya no sé muy bien por qué— mientras Markus tiene que ocuparse tanto de su duro trabajo como de Napirai. Noto que moralmente estoy en baja forma. En nuestro grupo todos vuelven a ocuparse de sí mismos, de modo que el contacto queda limitado al escaso tiempo en que nos encontramos a la hora de la comida en la tienda. Imaginé que todo sería más divertido y ameno.

Desde mi tienda observo que el ambiente que reina en otros grupos es mucho más desenfadado. Sin embargo, al no encontrarme en perfectas condiciones, no me animo a entablar contacto con ellos. De todas formas, mañana se separarán los caminos de la mayoría de los grupos. A ratos se muestran graciosamente los campos de hielo del Kilimanjaro. ¿Llegaré a subir hasta allí arriba? En estos momentos no estoy demasiado convencida. Al fin ha llegado la hora de la cena que vuelve a ser magnífica, pero, aparte de la sopa, no consigo comer casi nada más. Al guía no le gusta nada mi actitud, e insiste en que tengo que comer. Seguro que mañana estaré mejor, intento tranquilizarle.

Hoy es el tercer día en la montaña. Cuando me despierto, tengo casi un poco de frío en mi saco de dormir. ¿Cómo lo habrán pasado entonces el padre y su hijo? Salgo de la tienda y compruebo que el suelo y el rocío en la parte exterior de la tienda están helados. A continuación todo se desarrolla como de costumbre, primero el té de la mañana, después el agua para lavarse y a continuación el full breakfast. Desgraciadamente sigo sin poder comer apenas. Franz y Hans han pasado un frío espantoso, a pesar de que se metieron en sus sacos de dormir vestidos con toda la ropa que llevan consigo. ¡Eso no puede acabar bien!

Poco después nos ponemos en marcha. Franz, el padre, no se encuentra demasiado bien, porque, además, le ha empezado una diarrea. Para hoy el programa prevé recorrer el Circuito del Sur. Ascenderemos setecientos metros hasta el Lava Tower, a una altura de cuatro mil quinientos metros, para después volver a descender hasta los 3950 metros. Al principio el camino asciende poco a poco. Con esta escasa subida resulta casi imposible creer que vamos a ganar altura. Tenemos al Kilimanjaro siempre en nuestro campo de visión. Pero, de repente, la niebla nos alcanza desde atrás y empieza a hacer mucho frío. Aunque empezamos el camino vestidos con camisetas, ahora nos ponemos rápidamente unas chaquetas. Los últimos arbustos ericáceos van desapareciendo y se ven solo unos líquenes en la oscura piedra. Cuando falta poco para la una, hacemos una parada para comer. Agradezco poder descansar un rato, pues ahora noto en extremo que entretanto hemos llegado a cuatro mil quinientos metros de altura. Sopla un viento frío. De nuevo estamos sentados a sotavento de grandes rocas a la consabida mesa, cuando de repente una lluvia helada descarga sobre nosotros. Los guías nos instan a darnos prisa, porque el tiempo puede empeorar con gran rapidez y con niebla apenas veremos nada. Me siento un poco agotada, pero en conjunto, y para la altura, aún bastante bien. Franz se encuentra cada vez peor. Él y su hijo tienen fuertes dolores de cabeza. El guía nos pregunta si queremos ascender aún hasta el Lava Tower o si preferimos ir por el atajo a nuestro próximo campamento. Franz se decide por el camino inferior. Por un instante pienso si debo acompañarle, pero cuando la joven pareja opta enérgicamente por la subida, los demás nos unimos a ellos.

Y, efectivamente, el tiempo vuelve a mejorar y tras una breve caminata vemos ante nosotros las grandes y peculiares rocas del Lava Tower. El guía felicita a cada uno del grupo por haber alcanzado la marca de los cuatro mil seiscientos metros. Al fin me encuentro mejor y siento algo semejante a la euforia, una euforia ligada a la confianza de que esta aventura sí nos llevará aún a la cima. Tras una breve pausa para tomar fotografías empezamos el descenso. Naturalmente, a una altura como esa, se va tres veces más de prisa cuesta abajo. Pronto el camino pasa en medio de preciosas lobelias y especies de senecio. Estas plantas alcanzan entre las oscuras rocas una altura de varios metros y, de alguna manera, no encajan con el paisaje. En algunos lugares parecen desde lejos palmerales. Conforme vamos descendiendo, las ericáceas que aparecen como puntos de color blanco plateado, dan vida al oscuro suelo pedregoso.

Cuando falta poco para las cuatro de la tarde, podemos ver nuestro campamento desde arriba. Los diferentes grupos se reconocen por los colores de las tiendas. Aparte de nosotros, han llegado otros dos grupos a este campamento situado a 3950 metros bajo el glaciar en la ladera sur del Kilimanjaro. Hace mucho frío. En la tienda que sirve de cocina, hay un gran ajetreo. Siempre que llegamos al campamento, está ya todo a punto. Cada uno tiene su propia tienda, en la que encuentra su bolsa de viaje. Volvemos a ver a Franz que sigue encontrándose mal. Tiene fiebre y piensa si no habrá contraído la malaria durante el safari, puesto que no tomó las necesarias medidas de profilaxis, pero sus síntomas no coinciden ni de lejos con mis propias experiencias de esta enfermedad, lo que resulta tranquilizador. Debido al rápido descenso, a Hans le duele aún más la cabeza, pero no quiere tomar ningún analgésico.

Por enésima vez enciendo mi móvil y ahora me alegra muchísimo comprobar que aquí tengo cobertura. Llamo enseguida a mis seres queridos en casa. Al fin oigo la voz de Markus. Cuando pregunta preocupado cómo me ha ido hasta ahora, se me saltan las lágrimas. Sorprendida por mi propia reacción, contesto que físicamente estoy bastante bien, pero que de alguna manera me encuentro desplazada. Nunca antes había hecho un viaje en grupo, y me lo había imaginado muy diferente. Además, tengo dudas con respecto a mi forma física. Markus intenta animarme y cuando me dice que con Napirai todo va fenomenal, empiezo a tranquilizarme. Un instante después ella misma se pone al teléfono. Dice con desenfado:

—Mamá, no te preocupes. ¡Seguro que lo conseguirás, y aquí todo va bien!

Noto cómo mi corazón se derrite y siento con gran intensidad que estas dos personas son lo más importante en mi vida.

La conversación telefónica me ha dado mucha fuerza. Al fin vuelvo a reír. Incluso el guía nota que moralmente me encuentro mucho mejor. Pasar por fases pesimistas y depresivas es algo que, en realidad, no conozco. Ni yo sé cuál fue la causa: la altura inacostumbrada, las pastillas contra la menstruación o contra la malaria o toda esta extraña relación entre los miembros del grupo. En la cena aún no tengo apetito, aunque me asombra de nuevo ver las maravillas que han preparado los cocineros: desde una deliciosa sopa de tomate hasta un plato de pasta con verdura fresca o arroz al curry con carne. El cuerpo solo me pide zanahorias crudas, que me traen de inmediato, acompañadas de rodajas de naranja. Durante la comida Franz explica que si mañana no se encuentra mejor de salud, piensa dar por finalizada la excursión. Dice que al andar nota que sus piernas no le sostienen, que hoy tropezó varias veces con unas piedras. Todos lo sentiríamos, pues él y su hijo son a menudo motivo de risa para los demás. Después de haber ido de nuevo al retrete, la joven pareja manifiesta que jamás se acostumbrarán a este tipo de lavabos. El jubilado se dedica más a escribir su diario que a participar en una conversación. De todos modos he averiguado que es dentista jubilado. Supongo que ese es el motivo de la aversión que siente por mí. Tal vez huela que antes me dedicaba a vender productos a los dentistas.

Uno de los guías auxiliares menciona la posibilidad de abreviar un poco la ruta para aumentar nuestras posibilidades de poder llegar a la cima. Sin embargo, eso implica que pasado mañana tendremos que dirigirnos al campamento Barafu en vez de al refugio Kibo. De este modo ahorraríamos fuerzas y podríamos descansar ya por la tarde. El único inconveniente sería que no pasaríamos por el Gilmans Point, lo que ya se considera una ascensión. Si queremos una foto o un certificado, solo será posible siguiendo el camino directo hasta el Uhuru Peak. Todos se muestran conformes con esta propuesta, salvo yo. Me gustaría tener una foto y un certificado, y creo poder llegar al Gilmans Point, aunque no me atrevo a hacer ningún pronóstico referente a las otras ascensiones. Discutimos durante un buen rato y finalmente llegamos a la decisión de mantener, por el momento, la ruta inicial planeada. La última posibilidad de cambiarla será mañana por la noche. Necesito más tiempo para pensármelo. Todos desaparecen en sus tiendas y esperan el sueño redentor.

Ya estoy despierta antes de las seis. Fuera, el día es claro y la cima del Kilimanjaro parece encontrarse al alcance de la mano. Nos encontramos directamente debajo. De nuevo tengo la impresión de que se hubiese vertido pintura o leche en la cumbre de la montaña. Su aspecto es diferente del de nuestras montañas nevadas o nuestros glaciares suizos. Quizá se deba a que se trata de un volcán. Hoy me siento fuerte y descansada y ya tengo ganas de continuar la marcha. Nos espera otra jornada de aclimatación, por lo que atravesaremos, subiendo y bajando, diferentes pequeños valles. A la hora del desayuno Franz nos comunica definitivamente que regresará, acompañado por uno de los guías auxiliares. Se ha dado cuenta de que no está en condiciones de llegar a la cima y no quiere arriesgarse más. Quiere volver a la tienda inicial y, posiblemente, apuntarse a un safari al cráter del Ngorongoro. La ventaja para su hijo Hans es que ahora podrá disponer de dos sacos de dormir y pasar así mejor las noches. Antes de nuestra partida tomamos una última foto de todo el equipo, pues también una parte de los guías tiene que regresar ahora.

Nos ponemos en marcha y dejamos atrás los últimos senecios con aspecto de palmeras. El camino no tarda en introducirse entre las rocas y a veces tenemos que hacer uso de las manos y de los pies para ir subiendo poco a poco. Nuevamente los bastones resultan más bien un estorbo. Por lo demás, me encanta trepar de este modo, porque es un agradable cambio. Además, así no tengo tiempo de estar todo el rato pendiente del menor síntoma que indique si me encuentro bien de salud. De nuevo nos adelanta el grupo de porteadores. Hoy me impresiona aún más cómo son capaces de moverse ágiles por este terreno empinado y peligroso, balanceando las pesadas cargas en la cabeza. A diferencia de nosotros, no pueden recurrir a la ayuda de sus manos, porque las necesitan para sostener sus cestos, bolsas o sartenes. Por otra parte, avanzan el doble de rápido que nosotros. Los dejamos pasar y me fijo en su equipo. Algunos llevan zapatos demasiado grandes y otros caminan con los cordones desatados. De sus mochilas cuelgan las cajas de cartón fino que contienen los huevos crudos. Con todo eso tienen que pasar entre las rocas en las que nosotros apenas encontramos espacio suficiente con nuestras mochilas, en las que llevamos únicamente el equipaje del día. No quiero saber qué les sucedería si los huevos llegasen rotos al campamento. Al pensar esto tomo la firme decisión de dar a todos los porteadores una buena propina adicional. Para mí son los auténticos héroes aquí en el Kilimanjaro.

Tras una larga pausa en una loma a una altura de 4250 metros descendemos, después de una breve recta, a un valle, lo atravesamos, y al otro lado volvemos a ascender. Eso se repite unas cuantas veces más. A Hans y a mí nos encanta, y nos sentimos pletóricos de energía. Los demás se muestran, al cabo de un rato, algo decepcionados, porque no habían contado con estos numerosos ascensos y descensos. De vez en cuando hablo con Hans. Todavía no quiere entender por qué su padre abandonó al grupo. Dice con un leve reproche en la voz:

—Al fin y al cabo fue idea suya y él estaba obsesionado con la idea de subir a esta montaña. Y como no consiguió entusiasmar a nadie más, yo, su hijo, tuve que acompañarle. Y ahora me torturo subiendo a una montaña de casi seis mil metros, a la que jamás quise subir, mientras que mi padre se apunta tranquilamente a un safari.

Su talante desabrido y sobrio me divierte. Desde que él también está solo, hablamos a menudo.

Tras una marcha de, como mínimo, cuatro horas, llegamos justo a tiempo al campamento Karanga para refugiarnos en nuestras tiendas antes de que empiece a caer el primer chaparrón de verdad. Aquí arriba el tiempo cambia constantemente. A veces hace calor y poco después se forma una espesa niebla, y uno se alegra de haber traído en el equipaje una chaqueta o un jersey. Ahora no hay ni rastro del Kilimanjaro. Permanece oculto entre la niebla y la lluvia. El equipo de porteadores desaparece en las tiendas que sirven de comedor y de cocina. Me alegro de tener nuevamente cobertura para establecer contacto con Suiza y envío unos SMS a Napirai y a Markus, a los que contestan contentos y aliviados. Como falta aún mucho para la cena, empiezo a leer un libro que me dio mi madre para el viaje. Me engancha desde el primer momento. En él una mujer relata cómo viajó en bicicleta por China, Nepal y la India. Entre otros lugares subió a unas montañas de más de cinco mil metros de altura, donde su bicicleta se congeló cubierta por la nieve y el hielo. Mientras contemplo las imágenes, aumenta en mí la seguridad de que nuestra meta debería ser mucho más fácil de alcanzar. Dos horas después salgo de la tienda y me alegra ver que nuevamente hace sol. El equipo de porteadores se lava a la luz crepuscular. En cambio, nosotros esperamos hoy en vano nuestra agua para lavarnos. Me las arreglo provisionalmente con toallitas húmedas, y Petra me presta su spray refrescante. Su equipo para la higiene personal es realmente sorprendente. Pero bajo mis largas uñas asoma la suciedad que no es posible limpiar mejor con esta escasez de agua. En general, mis manos, con algunas uñas rotas, tienen el mismo aspecto que cuando en Barsaloi frotaba las ollas para que quedasen limpias.

Ahora que hace sol, también el Kilimanjaro vuelve a asomar entre la niebla. Hans y yo aprovechamos la ocasión y nos fotografiamos mutuamente con la impresionante montaña como fondo. Me pregunto de nuevo si alguien de nuestro grupo llegará allí arriba y quién será. De repente tengo la sensación de que debería aceptar el cambio de ruta. No quiero que, a lo mejor, alguien no llegue a la cima por mi culpa. Además, en este caso yo estaría «obligada» a aguantar hasta el Uhuru Peak. Durante la cena comunico que estoy de acuerdo con el cambio, y todos se alegran. Luego me entero por un guía auxiliar de que los que más se alegran son los porteadores, porque así no tienen que llevar nuestro equipaje tan lejos.

Cuando nos levantamos a la mañana siguiente, comprobamos que hace un sol espléndido. Me parece que el Kilimanjaro aún se ha acercado más durante la noche. No tengo la impresión de que nos encontremos aún a una distancia de casi dos mil metros de la cima. El desayuno vuelve a componerse, entre otras cosas, de deliciosos crepes, tostadas y sandía. Como grandes cantidades, porque, al fin, vuelvo a tener hambre de verdad. Además, nos esperan un día fatigoso y la noche, para la que está prevista la llegada a la cima.

Hasta el campamento Barafu hay que ascender unos seiscientos metros. Al principio, la subida no es muy acusada. Aquí se van acabando gradualmente los últimos rastros de plantas, y ahora ya solo caminamos entre rocas de lava de los más variados tamaños. El aspecto de algunos tramos del camino es como si hubieran amontonado en él añicos de barro de color gris negruzco. Aquí arriba parece haber muerto cualquier señal de vida, como en un paisaje lunar. Solo dos veces observo a una pequeña araña de color negro que se pone a salvo de nuestras pisadas. Muy lejos de nosotros vemos a los porteadores subir al último cerro antes de llegar al campamento que constituye nuestra meta. Tengo un mal presentimiento. ¡Y verdaderamente la última cuesta, tremendamente empinada, es un anticipo de lo que nos espera durante esta noche! Varias veces nos vemos obligados a hacer pausas cuando tenemos la impresión de no poder seguir. Menos mal que puedo ir succionando permanentemente del tubito conectado al depósito de agua y vencer así la sensación de sed. Con un enorme consumo de energía nos arrastramos, tras tres horas de marcha, al campamento situado a 4540 metros y habiendo superado una diferencia en altura de unos seiscientos metros. Es el campamento más pedregoso, el más expuesto al viento y, sobre todo, el más sucio de todos. Los porteadores han montado las tiendas demasiado abajo, y ahora están saltando ante nosotros para cambiarlas de sitio y tenerlas instaladas en su nuevo emplazamiento antes de nuestra llegada. No entiendo cómo estos hombres son capaces de saltar a esta altura de piedra en piedra, llevando en brazos la tienda-iglú desplegada y luchando con el viento. Agotados, nos dirigimos a nuestros puestos para poder descansar junto a la tienda. En el campamento está la gente que ha bajado esta mañana de la cima. Una pareja con aspecto de deportistas está sentada sobre una roca, completamente exhausta. Pregunto cómo les ha ido y si han estado arriba. Solo me contestan con un gesto afirmativo de la cabeza y las palabras: «¡Muy fatigoso!». Después vemos a un señor mayor que se tambalea y llega ahora, cuando falta poco para las doce y media. Viendo a alguien en este estado, en Suiza diríamos: «Le sale el alma por la boca».

La atracción en este campamento es la caseta del retrete, situada sobre un interminable precipicio. Aparte de su aspecto ruinoso por las condiciones meteorológicas, parece moverse, de modo que no inspira precisamente confianza. Unos enormes grajos de color negro sobrevuelan el retrete en círculo y no lo pierden de vista. Todo eso parece explicar por qué aquí todo esté tan sucio. Los dos refugios en que se pasa la noche, no encajan tampoco en este paisaje lunar. Parecen dos latas de hojalata de color verde. Pero al menos puedo comprar aquí por dos dólares una Coca-Cola, que pido que me guarden para, después del asalto a la cima, poder tomarla como si fuese champán. Después veo a una mujer que sale en aquel momento de su tienda. También le pregunto cómo le fue en la cima. No lo consiguió y a cinco mil cien metros le dio la espalda a esta «estúpida montaña», como la llama. Estaba harta de seguir torturándose, ya que, además, se le congeló el agua potable, pese a llevarla perfectamente envuelta y protegida. Las informaciones no son precisamente alentadoras.

Hans comprueba por enésima vez que su equipo no cumple los requisitos. No tiene termo, y ahora sabe que incluso el té más caliente se habrá congelado al cabo de un par de horas. Como el jubilado, que ya estuvo dos veces en la cima en ocasiones anteriores, ya no quiere participar en este espectáculo nocturno, Hans puede, al menos, utilizar su funda para mantener caliente la botella. También le entrega su altímetro para que podamos orientarnos de noche.

En la comida devoro los espaguetis con buen apetito. Si hace una hora llegué aquí verdaderamente exhausta, me he recuperado tras unos minutos al sol con sorprendente rapidez. Por supuesto, en la mesa solo se habla de la ascensión que nos espera. Todos estamos algo nerviosos, ya que, además, las informaciones facilitadas por los que bajaban no fueron muy alentadoras. La partida está prevista para la medianoche, de modo que nos quedan unas diez horas que tendremos que pasar en este entorno inhóspito. Algunos de nuestro grupo aprovechan la tarde para dormir. El jubilado asciende un poco más, y yo sigo leyendo en mi interesante libro. Conforme voy avanzando en la lectura, más me voy tranquilizando. Me admira el valor de esta mujer y sus vivencias y, al mismo tiempo, recuerdo el tiempo que pasé en África, un tiempo que fue, a veces, muy duro. ¡Hay que ver todo lo que llegué a organizar y cuántos viajes hice en coche, llenos de penalidades, igual que esta mujer en Nepal! Tal vez hay que encontrarse en países como estos para adquirir tanta fuerza, porque, de lo contrario, no se tiene ni la menor posibilidad de poder alcanzar la meta. Durante la lectura se va reforzando cada vez más la certeza de que esta noche yo podría llegar al Uhuru Peak. El haber llegado a esta conclusión me da mucha tranquilidad.

Las horas pasan con lentitud. Ya estoy esperando la cena, que se sirve hoy una hora antes a fin de que nos quede tiempo para dormir. En el campamento se ha hecho el silencio, porque la mayoría de la gente se ha marchado para continuar el descenso. Aparte de nosotros, solo hay otros dos pequeños grupos que esperan la marcha nocturna. Al fin ha llegado el momento de tomar el último tentempié. Hans dice en su acostumbrado tono desabrido: «Tengo la sensación de que se trata de la última comida del condenado a muerte». Horas más tarde sabremos cuán próxima a la realidad estuvo su suposición. Nos sirven deliciosos muslos fritos de pollo con ensalada de patatas. Como con mucho apetito todo lo que nos ofrecen. El guía nos da las últimas instrucciones y nos exhorta a ponernos toda la ropa de abrigo que traemos, pues hará muchísimo frío. Me cuesta imaginar que pueda iniciar la marcha con tantos jerséis, chaquetas y la ropa interior térmica, pues en condiciones normales soy más bien de las que sudan fácilmente. Pero sigo el consejo, que agradeceré horas más tarde.

Estoy tumbada en la tienda leyendo. A ratos pienso ya en qué propina daré al final a los porteadores. Además, quiero dirigirles unas palabras y me pongo a pensar qué podré decirles. Sobre las nueve oigo que se va levantando el viento, pero me empieza a entrar sueño y me quedo un rato dormida. Nos despiertan a las once y cuarto. Con rapidez me pongo la ropa restante que he guardado en el saco de dormir para que se calentara. Soplo un par de veces al interior de mis botas de montaña para que mi cálido aliento les quite algo de frío. A continuación me pongo el gorro y los guantes, me ato la linterna frontal, y ya estoy lista. En la mochila llevo mi cámara de fotos, dos termos con líquido, unos frutos secos y dos rebanadas de pan integral. Y, por el momento, meto también mi pantalón de lluvia en la mochila.

Antes de que, al fin, empiece la marcha hacia lo incierto, nos encontramos todos para tomar un té que nos ha de hacer entrar en calor. Las mujeres han de caminar a la cabeza, directamente tras el guía. Al cabo de poco tiempo, la linterna frontal de Petra casi deja de funcionar, de modo que yo me mantengo tras el guía. Caminamos muy despacio. Solo vemos lo que se encuentra justo ante nuestros pies. Desde el principio, el camino es muy empinado. Aunque el viento tira con fuerza de la ropa, tengo que quitarme ya al cabo de media hora una chaqueta y un jersey. Tengo sed. Echo de menos la posibilidad de poder beber constantemente a través del tubito. Esta noche no lo llevo, pues se congelaría. Seguimos adelante, pero la marcha resulta muy fatigosa. A Hans le duele la cabeza. Poco tiempo después tengo que detenerme para ponerme otra vez la ropa que me había quitado, porque el viento ha ido a más. El frío aumenta con enorme rapidez. Al cabo de una o dos horas —aquí no se sabe con exactitud— cada uno de nosotros se pregunta por qué está aquí. A causa del viento apenas oigo a mis compañeros a mis espaldas. Solo de vez en cuando se oye a alguien exclamar «mierda». Delante de nosotros hay otro pequeño grupo. Si miro hacia arriba casi me dan náuseas. Hasta donde alcanza mi vista, no veo nada más que la montaña negra. Ni por asomo se ve la meta. El camino, en cambio, es cada vez más empinado y las curvas son cada vez más estrechas. Como la fuerza del viento aumenta, el frío es aún más intenso, y casi se me congelan los dedos. En todas partes reconozco trozos de papel en el suelo o restos de comida vomitada. Una mujer se nos acerca en sentido contrario. Está regresando. Su ropa de montaña no me parece adecuada para las temperaturas de aquí y también su mochila en forma de osito de peluche me parece fuera de lugar. Cada vez es menor el tiempo que transcurre entre pausa y pausa, y en cada una de ellas tengo que sentarme en el acto. Pero aún será peor. Cuanto más ascendemos, más cuesta respirar. Petra no se encuentra bien. Tiene diarrea. Me pregunto de nuevo qué es lo que estoy haciendo aquí en la montaña. El ambiente es muy malo. Por lo visto, Petra quiere volver, pero el guía auxiliar consigue animarla una vez más. Avanzamos paso a paso. Hans mira su altímetro. Su indicación de que aún no hemos alcanzado ni los cinco mil metros, resulta en extremo deprimente. Cada vez hace más frío y el viento sopla con mayor intensidad. Cierro al máximo los ojos hasta casi cerrarlos para evitar que me lloren. Voy arrastrándome. El guía vuelve a buscar el camino. Todos mis pensamientos giran ya solo en torno a lo mal que me encuentro y que no me quedan fuerzas. El guía nos dice: «¡No penséis en la montaña! ¡Tenéis que despejar la cabeza y dejar de pensar en la montaña! ¡Pensad en vuestra casa, en Alemania o donde sea!». Lo intento y veo ante mis ojos la imagen de mi hija. De repente oigo una voz desconocida llamarla por su nombre, no, no llamar sino gemir. Oigo una y otra vez: «Napirai, Naaapirai». Entonces me doy cuenta de que soy yo la que está gimiendo en voz alta. Mi voz me resulta extraña y demasiado grave. Tengo que sentarme y beber en el acto algo de té. Tengo la sensación de estar muriendo de sed. Petra y su compañero no quieren continuar. Ella tiene muchísimo frío y, sentada en el suelo, es presa de un ataque de llanto. El viento sopla tremendamente y apenas podemos abrir los ojos. Los guías le aconsejan que se ponga su pantalón de lluvia, pero ya no se mueve y solo quiere bajar. Su compañero y dos de los guías auxiliares le ponen los pantalones adicionales antes de iniciar con ella el camino de vuelta. Entretanto, Hans ha vomitado tras una piedra. Él también se había propuesto volver, pero ahora, gracias al té que nos ha ofrecido el guía, vuelve a encontrarse bien. Solo hemos llegado escasamente a cinco mil doscientos metros de altura. Esto significa que recién hemos hecho la mitad del camino y que aún tenemos que ascender otros 695 metros más. No sé cómo podré subir a esta altura. ¡Pero, ya aquí, no quiero dar la vuelta! El guía, Hans y yo seguimos adelante. Hans se tambalea de modo preocupante. Luchamos por cada metro. Ahora, en vez de caminar, más bien me arrastro, apoyada en los bastones, con los brazos en alto. Cuando he dado veinte pasos, tengo que descansar para no caer al suelo. Entonces me siento tan exhausta que no puedo dar ni un solo paso más, pero tras dos o tres minutos vuelvo a estar en forma durante un instante. Y entonces también la razón me funciona perfectamente, pero cuando seguimos caminando, la energía se agota de nuevo después de haber dado unos cuantos pasos. Cada vez más a menudo me oigo gemir con aquella voz que me resulta desconocida. No puedo hacer nada por evitarlo. Cuanto más débil me siento, más alto suena mi salmodia. En una ocasión exclamo, con un gemido, «¡Mamá!», en otra llamo a Napirai o a mi amor. Después intento contar mis pasos o tras cada paso golpeo una bota contra la otra. ¡De lo que se trata es de hacer cualquier cosa para distraerse! Si no, uno no hace más que pensar en lo mal que se siente y en lo agotado que está.

Seguro que llevamos ya cinco horas ascendiendo, y cuando miro hacia arriba, todo sigue completamente negro. Le digo al guía que, como máximo, iré hasta Stella Point. «¡Maldito sea! ¿Cuánto falta?». Pero siempre contesta lo mismo y eso desde hace horas: «¡No falta mucho!». Estoy segura: Stella Point es el punto más alto al que puedo llegar. ¡Renuncio a la maldita cima! Arrastrándome, apoyada en mis bastones, me viene a la memoria lo mal que me encontré hace años en el hospital de Maralal. Entonces estaba tan débil a causa de la malaria que no podía ir sola al lavabo y necesitaba que alguien me sostuviera. Cincuenta metros me parecían entonces una distancia insalvable de kilómetros. Allí ni siquiera una pausa servía de nada, pues no mejoraba. Hoy, en cambio, soy capaz de movilizar unas escasas fuerzas tras una pausa de dos minutos. Mientras evoco cómo me encontraba en aquella época, me voy sintiendo algo mejor. Pero aun así, ¡jamás he sufrido tanto en Suiza!

Hans tampoco se encuentra bien y se tambalea constantemente de un lado a otro. Hacemos otra pausa. El guía no está entusiasmado, pues tiene tanto frío como nosotros. Cuando queremos continuar, me doy cuenta de que casi se ha quedado dormido. De pronto estoy completamente despierta y lo sacudo cogiéndole por el brazo. Abre los ojos, dice «yes, yes» y sigue caminando. Empiezo a dudar de que un guía para nosotros dos sea suficiente. ¿Qué pasará si le ocurre algo a él o si uno de nosotros dos no puede más? No debo pensar en esta posibilidad. Nuevamente le pregunto cuánto falta hasta Stella Point. Contesta:

—¡Para mí unos seis minutos, pero no sé cuánto tardaré con vosotros!

Bueno, entonces ya no podemos tardar horas. Con mis últimas fuerzas vuelvo a sobreponerme una vez más. Pienso en la expresión decepcionada de mi hija si le digo que su mamá no ha llegado a la cima, aunque realmente no habría que avergonzarse en absoluto, pues es una auténtica tortura, al menos para nosotros. Para alguien como el montañero Messner, que, por así decirlo, hace picnic a una altura como esta, no sería seguramente más que un paseo. ¡Otra pausa, un nuevo esfuerzo y seguir arrastrándose! Hans mira el altímetro y explica que hay que ascender otros cien metros hasta Stella Point. ¡No puedo creer que falte todavía tanto! El guía nos quita la mochila, y de inmediato respiramos algo mejor. Seguimos luchando y avanzando. De repente, junto a una gran piedra, el guía nos da la mano diciendo:

—Congratulation, you have reached Stella Point.

Me quedo boquiabierta. Hemos llegado a Stella Point que, por su aspecto, no es nada especial. ¡El altímetro se ha equivocado en casi cien metros! Cuando me vuelvo, veo la salida del sol. Por primera vez desde hace más de seis horas vemos algo distinto de suelo pedregoso de color negro y oscuridad. Esta banda de un rojo intenso se merece una pequeña emoción, pero no es suficiente como para sacar la cámara fotográfica de debajo de las diversas chaquetas. Aquí hace más frío que en ningún momento antes. De algún modo logro envolverme en el pantalón de lluvia, aunque no encaje para nada con el resto de la ropa, pero lo que importa es que dé calor. Hans repite constantemente:

—¡Con lo mal que me encuentro veo claro que eso de llegar aquí arriba no puede ser sano!

Yo, en realidad, no me encuentro mal. No tengo náuseas ni dolor de cabeza, pero no siento nada. Estoy hueca por dentro y ya no siento ninguna emoción. El guía nos apremia a seguir. Oigo a Hans decir:

—¡Ven, continuemos! Ahora, que ya estamos aquí, también podremos hacer lo que falta.

Oyéndole decir esto con tanto optimismo en el mal estado en que se encuentra, no me queda más remedio que continuar también. Más tarde se lo agradeceré. Sin Hans, que se tambaleaba delante de mí, seguramente me habría plantado en Stella Point.

Empieza a clarear poco a poco, y a nuestra derecha vemos el cráter por cuyo borde subimos ahora. Me arrastro apoyándome en los bastones. A la izquierda, delante de nosotros, va asomando la gigantesca pared de un glaciar. Resplandece con la nieve ante el cielo rosáceo. Me siento en el borde y mi razón me dice que aquí se podría tomar una preciosa foto. Cuando el guía ve que no consigo sacar la cámara de la bolsa, me ayuda y, acto seguido, toma la primera foto. Son algo más de las seis, y ahora el sol sale con relativa rapidez mientras nosotros seguimos luchando y ascendiendo por el borde del cráter. Hans se tambalea aún más y me siento seriamente preocupada. El guía se encuentra a unos diez metros de distancia ante nosotros. Ahora tenemos que bordear un pequeño saliente rocoso en el borde mismo del cráter. De repente estoy completamente despierta y le grito a Hans:

—¡Ten cuidado y agárrate a la roca!

Pero es demasiado tarde. Cae hacia atrás y queda tendido en el suelo. Doy dos pasos y llego adonde se encuentra. La parte superior de su cuerpo sobresale por encima del cráter. Le agarro y le mantengo sujeto. El guía viene corriendo y le ayuda a ponerse de pie. Ahora ya no le soltará hasta que lleguemos arriba.

Ante un fondo de color rosa pálido, las paredes de hielo se alzan cada vez más altas y más blancas. De repente me oigo llorar. Estoy llorando y nuevamente no reconozco mi voz. Me resulta imposible controlar mis lágrimas y no sé cuál es la razón de mi llanto. ¿Será por agotamiento? ¿O por la visión que se ofrece a mis ojos? ¿O sencillamente la conciencia de que he llegado hasta aquí arriba, al techo de África? No lo sé. Oigo decir al guía:

—¡No llores! ¡Si no, perderás demasiada energía!

Pero no logro reprimir los sonoros y profundos sollozos hasta que me encuentro al fin arriba junto al Uhuru Peak. Son las siete cuando el guía nos felicita por haber llegado a la cima. Él también está agotado, pese a que ha estado aquí más de cien veces.

Aparte de nosotros, hay otras seis personas en la cumbre. Me siento junto al letrero que hay en la cima y me quito mi pantalón de lluvia para poder tomar una foto en condiciones. El guía nos exhorta a que nos demos prisa, pues tenemos que descender rápidamente, ya que Hans no se encuentra bien. Con sus manos medio congeladas nos hace algunas fotos. De forma automática tomo unas fotos más de lo que nos rodea y sigo aún a la espera de las grandes emociones que, sin embargo, no acaban de aparecer. Ni siquiera me acuerdo de la firme intención que tenía de echar desde aquí arriba un vistazo sobre mi amada Kenia. Solo me siento vacía, como un envoltorio, como un zombi.

A Hans le pasa lo mismo y, además, está blanco como el papel. Lo único que lamenta es que sea él quien está aquí y no su padre. Jamás hubiera creído que pudiese llegar a la cima, teniendo en cuenta, además, que fuma. Debemos ponernos en marcha. Cuando estamos regresando al borde del cráter, nos cruzamos con los siguientes «zombis». Ellos tampoco reaccionan ante nada y continúan andando en dirección a la cima. Durante el descenso me recupero con sorprendente rapidez. Empezamos a correr y nos deslizamos cuesta abajo por una pronunciada cuesta cubierta de ceniza. Tengo la sensación de estar hundiéndome en la nieve, pero estoy envuelta en polvo.

A Hans le duele mucho la cabeza y tropieza con sus propios pies. Me preocupa verle así y me pregunto si será capaz de llegar al campamento, pues tenemos que descender más de mil doscientos metros de altura. Noto que me beneficia el haberme entrenado antes de emprender el viaje, pero al cabo de una hora siento una sed enorme. Pese a que ahora hace ya bastante calor, Hans no se quita los guantes ni el gorro ni la chaqueta. Me sigue preocupando, porque habla de un modo un poco confuso. Le oigo repetir una y otra vez:

—Con lo mal que me encuentro, eso no puede ser sano.

Hacemos una pausa y bebemos algo. Le doy una pastilla contra el dolor de cabeza y además dos aspirinas para licuar la sangre. Entre los dos comemos mis frutos secos. Al cabo de unos minutos se encuentra mejor, pero sigue sin querer quitarse nada de ropa pese a estar sudando. El guía lo coge del brazo y así continúan caminando. Tras casi dos horas de marcha vemos abajo nuestro campamento. Reconozco a la gente de nuestro grupo mirando hacia arriba y los saludo con la mano. No me devuelven el saludo. Nueve horas después de nuestra partida llegamos exhaustos al campamento.

Reina un ambiente más bien de abatimiento. Los guías auxiliares nativos son los primeros que vienen a felicitarnos. Después acude el novio de Petra para felicitarnos secamente. Ella, en cambio, se limita a darnos la enhorabuena desde el interior de su tienda. Aún más parco en palabras es el dentista jubilado. «Congratulaciones» es todo lo que es capaz de decir. ¡Es terrible! Por lo menos atiende mi ruego y me hace una foto. Hans se mete en su tienda y al instante se queda dormido de agotamiento. No tenemos mucho tiempo para recoger nuestras pertenencias y comer. Hoy mismo tendremos que descender casi mil ochocientos metros siguiendo la ruta Mweka hasta el campamento del mismo nombre.

Estoy sentada sola ante mi tienda esperando la comida. No puedo hablar con nadie de lo que he experimentado, porque no hay nadie a quien le interese. Al menos puedo mandar un SMS a mis seres queridos. Para llamar ya no tengo batería suficiente. Napirai escribe: «¡Fantástico, Mamá, siempre he sabido que lo conseguirías!». También Markus se siente orgulloso de mi hazaña y hace llegar la noticia a toda la familia.

El descenso nos conduce en orden inverso a través de las diferentes zonas climáticas. Cuando entramos en la selva cada vez más exuberante, me alegra ver las más variadas plantas en flor. Pero la bajada castiga tremendamente las rodillas y las piernas. Al cabo de dos horas ya no estoy en condiciones de alegrarme al ver los hermosos arbustos en flor. Lo único que noto es que en varios puntos se me están formando ampollas en los pies. Intento subsanarlo con unas tiritas y deseo con fervor llegar pronto al campamento. Cada vez hace más calor, conforme vamos descendiendo, y ahora toda la ropa se pega al cuerpo. Después de tres horas llegamos a nuestro campamento donde conseguimos meternos en el último momento en nuestras tiendas antes de que empiece a diluviar. Llueve a mares durante unos quince minutos. Después prácticamente todo está húmedo y en el suelo de la tienda hay puntos donde se acumula el agua. Me da igual, con tal de que hoy, tras las doce horas de caminata, no tenga que dar ni un paso más. Es primera hora de la tarde y falta mucho para la cena. Espero anhelante, como nunca antes, la palangana de color naranja con el agua tibia. Además, tengo que ocuparme de mis pies, pues mañana nos espera otro largo descenso.

Empiezo a tener ganas de volver a casa. También en el campamento se percibe que todos esperan impacientes el final de la caminata. Para los guías y porteadores es la última excursión antes del verano, pues ahora comenzará la época de lluvias. También temen la inminente guerra de América contra Irak, pues entonces vendrán aún menos turistas. Nadie de ellos sabe cuándo volverá a ganar algún dinero, pero aun así, todos se muestran alegres y preocupados por nuestro bienestar. Permanezco tumbada en la tienda escuchando las voces de los nativos. Siempre tienen algo que contarse. Se pasan todo el día hablando y riendo y, pese a todo, realizan su duro trabajo. Es evidente que aventajan a los blancos en esta despreocupación y capacidad para comunicarse. Todos los miembros de nuestro grupo vuelven a estar sentados cada uno en su tienda e incluso tras once días nadie tiene nada que comunicarle a sus compañeros de viaje. Resulta realmente triste.

A la hora de la cena discuten sobre la propina. Para mí queda fuera de toda duda que, aparte del importe acostumbrado, quiero dar cien dólares más para los porteadores. En realidad mi intención era darles una cantidad más elevada, pero en vista de las discusiones que este tema ha desatado, no quiero que me tomen por prepotente. ¡Ojalá lo hubiese hecho! Más tarde perdí mis últimos doscientos cincuenta dólares en el alojamiento.

Esta noche duermo tan profundamente que no oigo nada de la pequeña fiesta de despedida de los porteadores. Incluso el último día el primer saludo consiste en el habitual «Morningtea», pero, tras el desayuno, el campamento se levanta con mayor rapidez. El equipo no tarda en reunirse para despedirse aquí mismo de nosotros. Petra pronuncia el discurso de despedida y entrega la propina al guía principal. A continuación cojo mis cien dólares y explico que quiero dárselos adicionalmente a los verdaderos héroes del Kilimanjaro, es decir solo a los porteadores. Sus rostros se iluminan y alzan contentos las manos. ¡Tanta alegría emparejada con tanta modestia! Oigo a alguien decir: «Asante Mzungu!». Cuando, rebosantes de alegría, entonan una canción sobre el Kilimanjaro, se apoderan de mí las emociones más fuertes de toda esta excursión. Al final cada uno de los porteadores nos estrecha la mano para darnos las gracias. Cargan sus enormes fardos de equipaje en sus cabezas y pasan corriendo ante nosotros para iniciar el descenso al valle. También nosotros llegamos tras más de tres horas al Machame Gate, donde esperamos ser trasladados a nuestro alojamiento. Los porteadores se afanan limpiando y lavando. Algunos se están ocupando aún de nuestras tiendas u ollas mientras otros se dedican ya a su propia higiene personal. También nosotros soñamos tras siete días con una buena ducha en el hotel.

El guía nos entrega sendos certificados a Hans y a mí y cuando explican que en aquella noche extremadamente fría —en el Stella Point la temperatura era de veinticinco grados bajo cero— solo llegó una quinta parte de los que de manera habitual alcanzan la cumbre en el Uhuru Peak, empezamos a sentir algo de orgullo.