UN NUEVO AMOR

También al día siguiente Napirai sale con su abuela, porque yo he recibido una invitación para salir por la noche. Mi compañera Hanni va a preparar una comida tailandesa a la que ha invitado a varias personas. Sobre el mediodía ya estoy de vuelta de Berna y de repente se me hace dura la larga espera hasta la noche. Mi hija no está, he dormido mal y mis pensamientos vuelven, una y otra vez, a girar en torno a aquellas mujeres africanas de las que sigo sin saber qué es lo que pretenden en realidad. Sobre las tres ya no aguanto más en casa y cojo el coche sin tener una meta determinada. ¡Sencillamente necesito salir de casa! Empiezo a darme cuenta de que hoy no podré ir a casa de Hanni. Solo al pensar que tendré que estar otra vez sentada en un recinto cerrado, se apodera de mí una especie de claustrofobia. La llamo y, contra lo que suele ser normal en mí, le digo que hoy no podré ir. Cuando me pregunta decepcionada por el motivo, no puedo darle una explicación plausible, por raro que pueda sonar. Después de haber colgado, empiezo a dar vueltas sin rumbo fijo. A pesar de que estamos ya a principios de marzo, caen grandes copos de nieve. De forma automática me dirijo a Rapperswil, y de repente me acuerdo de Irene, aquella rubia tan enérgica que estuvo en una de mis lecturas. Debe de vivir cerca de aquí con su marido y sus tres hijos. Volvió a venir a otra de mis lecturas e intercambiamos nuestras tarjetas de visita. Me detengo en el arcén y me pongo a buscar su tarjeta. No sé qué es lo que me impulsa a hacerlo, pero la llamo. Se alegra enormemente y me describe el camino hasta su casa. Llego en medio de una fuerte nevada y, en vez de tomar un café, le propongo que primero demos un paseo juntas. Accede, sorprendida. Cuando nota mi desasosiego y pregunta por el motivo, le explico lo que está ocurriendo. Ella tampoco lo entiende y se indigna:

—Pero ¿qué dices? ¿Ofender a los masai, precisamente tú? No han leído tu libro, y mucho menos lo han entendido. Yo recuerdo cada frase y no veo ni el menor rastro de una ofensa. ¡Es imposible, pues te limitas a describir tu vida!

A lo largo de nuestro paseo, da salida una y otra vez a su indignación.

Está haciendo frío y la nieve nos da en la cara. Volvemos a su casa y tomamos té caliente. Me invita a una raclette, pero no tengo hambre y le cuento riendo que la suya es la segunda invitación para cenar esta noche.

—No, iré a tomar una copa de vino en algún lugar y después me marcharé a casa. Hoy no estoy demasiado fina.

Amablemente, Irene se ofrece a acompañarme, y como no conozco la zona, le pido que sugiera un lugar. Nos ponemos en marcha en dos coches. Aunque no sean más de las siete, es noche cerrada y con la fuerte nevada apenas veo la carretera. Ella conduce a través de un tramo de bosque lleno de curvas y ya empiezo a dudar si en esta zona vamos a encontrar algo de entretenimiento, cuando de repente aparcamos ante una vieja casa campesina con restaurante y bar. ¡Increíble, yo sola jamás lo habría encontrado! Entramos en el bar y, naturalmente, aún no hay nadie a esta hora. Nos sentamos a una mesa y pedimos una copa.

Le apetece hablarme de su vida cuando se abre la puerta y entra un hombre bien parecido. Con la difusa iluminación, mi mirada queda prendada de sus ojos radiantes que se clavan con descaro en mí. Me vuelvo hacia Irene para continuar nuestra conversación cuando de repente oigo a alguien decir a mis espaldas:

—¡No es posible! ¡La famosa Corinne! ¿Qué se te ha perdido a ti en un lugar tan alejado de todo?

Aún antes de volverme, reconozco la voz de Markus, mi antiguo compañero de clase. Ahora le miro directamente a los ojos y compruebo que, si bien su cabello clarea un poco, no ha perdido nada de su atractivo ni de su carisma.

Me dispongo a presentarle a Irene, pero los dos ya se han encontrado repetidamente en este bar. Con gran naturalidad, nos saludamos dándonos un beso en ambas mejillas. Me felicita por el éxito de mi libro y yo le pregunto sorprendida cuál es el motivo de que se encuentre a esta hora en un bar tan retirado del mundo. Dice que, en realidad, llevaba tres días enfermo en cama, pero que no aguantaba más en casa y decidió pasar por aquí y tomarse una copa. Quiero que me diga por qué en mi aparición en televisión hace medio año me dirigió unas preguntas tan llenas de reproche. Se echa a reír y contesta:

—Olvídalo, estaba relacionado con mi propia situación personal. Pero es una historia larga y no muy agradable a la que sería una pena dedicarle tiempo esta noche, ahora que nos hemos encontrado.

Poco a poco el bar se va llenando de gente. También el ruido de fondo aumenta cada vez más hasta el punto de resultar casi imposible mantener una conversación, salvo juntando mucho las cabezas. Escucho su alegre cháchara espontánea y me siento atraída por él de un modo extraño. De repente me alegro de no haber ido a la cena en casa de Hanni. Al cabo de un rato le pregunto qué es lo que se le ha perdido a un hombre casado un sábado por la noche en un bar. Por unos segundos su expresión se vuelve seria y, algo cohibido, va dando vueltas a su copa de vino.

—Ya no estoy casado. Bueno, así es la vida.

Un instante después pregunta con una sonrisa si queremos tomar algo más. Irene contesta que no, porque quiere volver con su familia. Yo, en cambio, me siento enormemente a gusto en su compañía y de repente ya no tengo la menor gana de regresar a casa. Al contrario, siento interés por saber por qué este «hombre ideal» ha dejado de estar casado. Como el ambiente en este bar resulta demasiado ruidoso, nos vamos a un lugar más tranquilo. Pero cuando volvemos a aparcar delante de otro bar, me entra la risa y exclamo:

—¡Pareces conocer muy bien este tipo de locales!

—¡Sí, es lo que pasa cuando uno está sin pareja! Pero lo cierto es que salgo poco.

Nos sentamos a la barra y poco a poco nos vamos contando nuestra vida. Le escucho con gran interés, haciéndome cargo de su situación, y pronto empiezo a ver que tras esta cara alegre y siempre de buen humor hay una persona distinta, sensible y tímida. Es una historia triste que resulta casi increíble. Suena al equivalente de lo que oía explicar en los encuentros de las madres que educan solas a sus hijos. Lo cuenta sin reproches, limitándose a relatarlo cómo lo vivió y lo sigue viviendo; cómo sus sueños se rompieron, al principio poco a poco, y después todos a la vez. La consecuencia fue una profunda crisis psíquica. Ya hace cuatro años en el encuentro de nuestra clase se vislumbraba todo aquello, pero entonces nadie se dio cuenta. Todos le demostraron admiración. Y ahora entiendo su ataque verbal en la entrevista televisiva. En aquellos momentos estaba recién divorciado y llevaba meses sin ver a sus dos hijas. Obviamente, las quiere mucho, a juzgar por el brillo en sus ojos cuando habla lleno de entusiasmo de sus dos niñas. A lo largo de la conversación pedimos más bebidas y de vez en cuando su mano roza mi rodilla. ¿Es intencionado o mera casualidad? No lo sé y, en consecuencia, me comporto como si no lo hubiese advertido. De vez en cuando noto miradas de reojo y de repente alguien a mi lado me pregunta:

—¿Es posible que la haya visto recientemente en la televisión?

Un poco sorprendida alzo la mirada, pero Markus siempre tiene una respuesta ocurrente para todo.

Pese a las tristes historias nos lo pasamos muy bien y el tiempo pasa volando. Cuando el bar se va vaciando sobre las dos de la mañana, también nosotros tenemos que pensar en marcharnos, aunque ninguno de los dos tiene ganas de ir a casa. Pero es hora de despedirnos. Salimos a la noche fría y nevada. Para llegar a nuestros coches, tenemos que bajar por un camino estrecho con mucha pendiente, lo que para mí, con mis zapatillas, resulta algo problemático. Entre risas, empiezo a resbalar y choco contra Markus que camina delante de mí. Con las manos intento apoyarme en su hombro. Él se da la vuelta y me coge en brazos. Se me para el corazón y ya noto el asomo de un beso en mis labios. Nos miramos un poco asustados y turbados, antes de que me meta en mi coche. Desconcertada, bajo el cristal para despedirme. Me sonríe de nuevo, y mientras se inclina y su cabeza asoma al interior del coche, me pone la mano en el hombro y dice:

—Eres una mujer fantástica. Ten cuidado y llega bien a casa. —Se vuelve y se mete en su coche. Pongo el mío en marcha y le digo por última vez adiós con la mano.

Durante el viaje a casa me siento completamente trastornada. Por una parte, el corazón me late a rabiar y, por otra, no sé qué pensar de todo esto. Cuando, al fin, me he acostado, no consigo tranquilizarme.

A la mañana siguiente me hace mucha ilusión recoger a Napirai en casa de mi madre. Desayunamos juntas y me cuenta lo que ha hecho con Hanspeter y su abuela. De repente suena el teléfono. Son las once de la mañana. Descuelgo y oigo la voz de Markus:

—Buenos días, ¿ya estás despierta y en forma?

Me quedo sin habla. No esperaba que me llamase hoy. Me doy cuenta de lo mucho que me alegro de su llamada. Napirai se acerca y pregunta:

—Mamá, ¿quién es? Mamáaa, dime ya, ¿quién llama? ¿Por qué te ríes de un modo tan raro?

Le doy a entender que se lo contaré más tarde. Entonces se marcha a su habitación a jugar. La conversación telefónica dura casi dos horas. ¡Es increíble que exista un hombre con el que sea posible hablar tanto tiempo animadamente! No cuelgo hasta que Napirai se planta de nuevo ante mí y me reprocha con razón:

—Mamá, estás muy rara. Dime de una vez con quién estás hablando. ¡Cuelga ya!

Terminamos la conversación, nos despedimos y menciono que la próxima semana volveré a estar viajando por Alemania. Después siento a Napirai en mi regazo y le cuento de qué conozco a Markus y cómo nos encontramos ayer por casualidad.

—Sí, pero ¿por qué llama otra vez hoy? ¿Ahora es tu novio? —quiere saber.

—No, no lo creo, o mejor dicho, aún no lo sé.

—¡Pero, mamá, no quiero que tengas novio!

Tranquilizo a mi Napirai con sus diez años y medio:

—No te preocupes, aún no tengo novio.

Por la tarde vamos al zoo de Zúrich y, pese al frío cortante, disfrutamos de las preciosas instalaciones. Antes de regresar, tomamos unas patatas fritas y un té caliente. De vuelta en casa, preparo un baño caliente para Napirai. Apenas me he sentado en el salón cuando suena el teléfono. No me lo puedo creer, pero es la segunda vez que hoy oigo la voz de Markus. Le hablo de nuestra excursión y él me habla de su paseo solitario junto al lago. Pregunta si alguna vez iríamos al zoo con él y sus hijas cuando pasen un fin de semana con él. Para mí no representa ningún problema, tan pronto disponga de algo más de tiempo. Ha vuelto a transcurrir casi otra hora cuando nos despedimos definitivamente. Hace tiempo que no me he reído tanto como con este hombre.

Al día siguiente cojo el avión para ir a Dusseldorf. Antes de abandonar la terminal, veo en un quiosco unas postales divertidas. Espontáneamente le escribo unas líneas a Markus y, después de pensármelo mucho tiempo, termino con la frase: «Y, pese a todo, estoy algo… nerviosa… ¿Y tú?».

Antes de echar la postal en el buzón, dudo y pienso si es adecuado o si, quizás, hago el ridículo. Tonterías, ahora o nunca, y ya he echado la postal. Al instante me siento más tranquila y cojo un taxi al hotel. Cielos, este Markus consigue hacerme perder la cabeza, cuando de repente me acuerdo de la conversación con la echadora de cartas. ¡Claro! Dijo que hacía mucho que conocía al hombre en cuestión. Jamás habría pensado en Markus, pese a que en el encuentro de la clase ya me resultó atractivo. Pero estaba casado. Aun así, después de haberle visto allí, deseé para mí una pareja con cualidades similares. Siento mariposas en el estómago y me pregunto: ¿Acaso será nuestro destino?

El resultado de la lectura de la noche es excelente y me siento realmente animada. Más tarde, ya en la habitación del hotel, me entran muchas ganas de coger el teléfono y llamarle, pero no quiero precipitar nada y, en el fondo, no sé qué piensa de lo nuestro. Cuando empezamos a hablar, solo capté que en realidad ya no quería iniciar ninguna relación, porque cuando se tienen niños resulta muy difícil. Sería necesaria una gran comprensión por parte de todos, algo que le parece casi imposible, porque sus hijas ocuparán siempre el primer lugar en su vida. Y yo comparto plenamente su opinión. Pero aun así, ¿por qué no podemos hablar durante horas y por qué es tan evidente que entre nosotros saltan chispas? Me muero de ganas de saber si dará señales de vida a mi vuelta o si pondrá pies en polvorosa después de haber recibido mi confusa postal.

Por fin vuelvo a estar en casa. Mi contestador automático está repleto de mensajes, pero lamentablemente no hay ninguna señal de Markus. Bueno, pero puede ser que las llamadas que no han dejado mensajes hayan sido de él, me consuelo a mí misma, pero me siento decepcionada. Cuando el sábado por la noche sigo sin noticias suyas, marco su número. Al contestar al teléfono, muestra inmediatamente una gran alegría. Agradece riendo mi postal y explica que, a más tardar, me habría llamado mañana, en cuanto hubiera llevado a casa a sus hijas. Ahora lo entiendo todo. Estaba con sus hijas. Me siento aliviada.

La semana siguiente invito a Markus a cenar. Al estar siempre de viaje, disfruto de poder volver a cocinar en casa. El día de nuestra cita Napirai se queda con la familia que cuida de ella, porque aún me parece demasiado pronto para que conozca a Markus. He puesto bien la mesa y, como aperitivo, he preparado, una ensalada de gambas. Ahora me comen los nervios y me dedico a dar vueltas por el piso y a cambiar objetos de lugar. Por enésima vez compruebo mi peinado y el maquillaje. ¿He acertado en la elección de mi ropa? ¿No excesivamente llamativa y, sin embargo, bonita? Dios mío, Corinne, ¡te estás comportando como una adolescente!, me digo. Suena el teléfono y ya pienso: a ver si ha surgido algún problema que le impide venir. No, lo único que ocurre es que no encuentra la calle. Nerviosísima, le explico el camino y poco después llaman a la puerta.

Abro y Markus sube corriendo los cinco peldaños, con una amplia sonrisa y un ramo de rosas en la mano. Caemos uno en brazos del otro y el primer beso de enamorados nos lo damos en la escalera. Ambos nos sentimos perturbados y le invito a entrar. En el salón su mirada se posa en la mesa y, tras un cumplido, pregunta:

—En la ensalada no habrá gambas, ¿verdad?

—Sí, ¿por qué?

—Es más o menos lo único que no como, sorry. Pero no importa, de todas formas no tengo hambre y me siento sencillamente feliz de estar aquí. Creo que hoy te va a costar bastante deshacerte de mí.

Mientras pronuncia estas palabras, me estrecha entre sus brazos.

Cuando abandona el piso de madrugada, sé que estoy realmente enamorada. Jamás habría creído que se me permitiese volver a vivir algo así con tanta vehemencia, y estoy convencida de que fue el destino o Dios quien nos ha juntado.

Durante la comida le hablo en detalle a Napirai de Markus. Ahora las preguntas salen a borbotones:

—¿Y qué aspecto tiene? ¿Es joven o viejo? ¿Yo también le gusto? ¿Sabe que tengo la piel morena? ¿Tiene hijos?

La respuesta a esta última pregunta ha despertado verdaderamente su interés.

—¿Qué edad tienen? ¿Vendrán a jugar alguna vez con nosotras?

Preguntas y más preguntas. A partir de ahora insiste casi todos los días en saber cuándo va a conocer al fin a Markus. Decidimos que la presentación sea el próximo fin de semana. Tengo curiosidad por ver qué impresión causará en mi niña. Y cuando el fin de semana llama al timbre, ella se va primero corriendo a su habitación y solo asoma por la puerta entornada. Pero tras mi alegre saludo a Markus, ella se acerca también y primero lo observa durante un rato. Después pregunta dónde están sus hijas. Él explica amablemente que solo pasan cada segundo fin de semana con él y que por eso hoy no le han podido acompañar. A cambio, ha traído un regalito para ella. Lo acepta llena de curiosidad y me arrastra de la mano a su habitación mientras me va diciendo en voz baja:

—Mamá, parece muy joven.

Me echo a reír, pues Markus tiene exactamente mi edad y no puedo valorar si la que le parece mucho mayor soy yo o si establece la comparación con la primera relación que tuve hace tres años. En cualquier caso, Markus se ha ganado con mucha rapidez la simpatía de mi Napirai que, habitualmente, se muestra más bien tímida frente a los hombres. Como él mismo tiene dos hijas, sabe qué hacer para ganársela. Poco después también el hijo de los vecinos pasa por nuestro salón, como por casualidad y en apariencia aburrido, con la gorra de béisbol tapándole media frente. También a él le presento mi nuevo novio. Apenas los niños se han alejado, oigo que le dice a Napirai:

—¡Un tipo muy cool!

Nos echamos a reír. Markus ha salido airoso de la primera prueba.

Pasamos una agradable velada juntos, durante la cual los dos se van aproximando con lentitud. Y cuando Napirai se va a la cama, Markus le cuenta ya una historia sobre su antiguo perro. Me siento feliz y orgullosa de que, al margen de todas sus buenas cualidades, muestre, además, un comportamiento tan cariñoso y paternal. Resulta sencillamente sobrecogedor.

Dos días más tarde hay una presentación de mi libro en el Bernhard-Theater de Zúrich. Poco antes de ponerme en marcha, recibo un fax de la organizadora del que se desprende que las keniatas han convocado a una gran manifestación. Todo aquello empieza a molestarme, puesto que ni mi editorial ni yo hemos recibido acusaciones concretas por escrito. No se puede debatir de forma razonable sobre ningún aspecto. En Zúrich me acompañan agentes de seguridad. Ante el teatro unas quince personas se han plantado en la calle con tambores y otros instrumentos y están haciendo mucho ruido. Intento una vez más entablar una conversación, me dirijo a la portavoz y le pregunto qué significa la manifestación. Nuevamente me contesta que atento contra el honor de muchos keniatas, hombres y mujeres, y que ya veré lo que va a ocurrir. Que estoy ganando mucho dinero y que, por eso, tengo que entregar la mitad a mi marido en Kenia. Indican cantidades que, pese a lo serio de la situación, me producen risa. Además, afirman que mis parientes en Kenia están furiosos conmigo. Entonces extraigo de mi bolso la carta más reciente de James, que he traído expresamente, y la leo en voz alta. En ella escribe que me agradecen mi apoyo y ayuda y que todos se alegran de que el libro se venda tan bien. La portavoz me interrumpe gritando que todo es mentira, que no se trata de una carta de James, y que tengo que demostrarlo. Llegado este momento, realmente decido que no voy a malgastar más tiempo y me dirijo hacia los agentes de seguridad que me están esperando. Una de las mujeres me sigue y me increpa:

—¡La niña pertenece a Kenia y se la vamos a devolver y además exigiremos la mitad del dinero!

Ahora me siento realmente furiosa y a la vez triste al ver que unas completas desconocidas se inmiscuyen de este modo e intentan destruir la buena relación que mantengo con mi familia keniata, y todo por codicia, venganza o por los motivos que sean. ¡Pero lo que me resulta más aterrador es pensar que mi hija pueda estar en peligro!

También esta noche las manifestantes son parte del coloquio tras la lectura. Ahora soy consciente de que hay que tomar la amenaza en serio, pues se trata de gente fanática. Al día siguiente interpongo una denuncia ante la policía, porque ahora conocemos los nombres de las personas implicadas, ya que habían anunciado la manifestación. Contaban con una participación de hasta ciento cincuenta manifestantes, pero solo consiguieron movilizar a una décima parte. La policía toma el asunto en serio e interroga a los que participaron en la manifestación. Más tarde sabré por el informe que en realidad se trató de acusaciones insostenibles y gratuitas y que las mujeres keniatas aseguraron ante la policía que en el futuro me dejarían en paz. Entonces retiro provisionalmente mi denuncia para que esta gente no tenga que enfrentarse a un procedimiento judicial. Por lo visto no son conscientes de lo graves que son las consecuencias de semejantes amenazas aquí en Suiza. A partir de este día me dejan en paz.

Pero a raíz de estos acontecimientos vivo también experiencias hermosas. Recibo llamadas telefónicas y cartas de varias mujeres keniatas que me tranquilizan y me aseguran que no todas piensan de este modo. Que no me preocupe, pues en el libro no relato nada que no sea cierto. A veces recibo incluso algún pequeño regalo de personas africanas y hermosas postales con palabras cariñosas. Estos gestos me hacen sentir bien, pues hasta hoy no sé a quién puedo haber ofendido.

Sin embargo me llama la atención el hecho de que han pasado ya dos meses sin que recibiera noticias de James, pero unos días más tarde llega, al fin, una carta. Como siempre, empieza con los amables saludos, asegurando que todo va bien. Pide disculpas por no haber escrito durante tanto tiempo, pero ha tenido que resolver algunos asuntos. Le han llegado noticias desde Suiza de gente keniata que le ha comunicado no estar de acuerdo con el libro, porque no he escrito con respeto sobre ellos, los samburu y los masai, y sobre su cultura. Además, ha tenido que presentarse en el Maralal Office para facilitar unas explicaciones. No he de olvidar que, según el derecho de Kenia, sigo siendo la esposa de Lketinga, y Napirai su hija. Como a través de estas mujeres keniatas se ha enterado de que a él y su familia les corresponde aún mucho dinero, pide que siga ayudándoles. Le gustaría saber qué es lo que digo en el libro. Entonces podrá decidir a quién creer. Por lo demás, habla de su inminente boda y me adjunta unas fotos de su futura esposa. Es una colegiala de unos quince años.

La carta me pone pensativa y molesta. Por lo visto, aquellas mujeres no se dejan intimidar por nada y llegan incluso hasta Maralal con sus acusaciones. Además, me siento triste. He vivido durante años con la familia de Lketinga y hubiera deseado que me conocieran lo suficiente. ¡Desde mi regreso he apoyado a toda la familia, según mis posibilidades, e incluso antes del éxito del libro pero, pese a todo, James duda a quién creer! Estoy decidida a actuar, pero aún no sé cómo, porque no puedo viajar personalmente a Kenia. Comento con mi editor la situación, que me preocupa mucho. Decide desplazarse lo antes posible a Maralal para tener un encuentro con mis parientes keniatas. Como consideramos importante que antes alguien traduzca el libro para Lketinga y James, nos acordamos de Jutta, que vive en Kenia, que conoce muy bien la región y, ante todo, habla el idioma de los nativos. El editor establece contacto con ella mientras yo informo por carta a James. El encuentro está previsto para dentro de dos meses, es decir para junio de 1999.

En mi nueva relación, en cambio, me siento tremendamente feliz. Me encuentro con Markus con la mayor frecuencia posible. Cuando estoy en casa, vive ya con nosotras y se desplaza directamente desde aquí a su trabajo en Zúrich. Si antes creía no tener tiempo y que en mi vida no había lugar para un hombre, este problema se ha esfumado de repente. Napirai es una absoluta fan de Markus, aunque a veces se nota una pizca de celos, por ejemplo cuando dice:

—¡Es mi mamá! ¡Es solo mía y de nadie más!

Entretanto hemos conocido también a las hijas de Markus. Tras cierta timidez inicial, las inagotables ganas de jugar de Napirai han conseguido que se relajaran cada vez más, y las tres niñas no tardaron en compartir sus juegos, como si hiciera una eternidad que se conocían. Mi despacho queda transformado en habitación de invitados, y de este modo todos esperamos con ilusión la próxima visita de las dos. Hacemos muchas cosas juntos y disfruto de mi increíble suerte, por la que todos los días doy gracias mediante pequeñas oraciones. Al cabo de dos meses tengo la sensación de que llevamos años juntos. Naturalmente en eso tiene algo que ver nuestra época escolar en común, de la que podemos hablar durante horas, divirtiéndonos mucho. Cuando tengo lecturas cerca de Zúrich, nos encontramos después en la ciudad cuyas callejuelas recorremos, enamorados y haciéndonos carantoñas, como dos adolescentes. Me da igual lo que les pueda parecer a otros. No hay que avergonzarse de semejantes sentimientos, sobre todo tras una carencia tan larga. Y me resulta indiferente que a veces la gente me reconozca. Tengo treinta y nueve años y soy yo la responsable de mi vida.

En el mes de mayo tengo muchos viajes o entrevistas con la prensa. En todas partes se llenan las salas y la repercusión es enorme. En las jornadas literarias de Weiden permanezco durante seis días. Para mí resulta emocionante moverme entre auténticos escritores o ver mi foto en carteles de anuncio o en folletos en compañía de conocidos literatos. Al contrario de muchos otros que se saludan alegremente, no conozco personalmente a ninguno de los autores. Muchos han publicado ya varios libros y no son, como yo, autores de una sola obra. El día de mi breve lectura me siento bastante nerviosa. Estoy sentada en el escenario con otros cuatro autores y autoras. Cada uno lee un breve trozo de su libro. Aliviada, noto por la reacción del público que mi intervención ha sido bien acogida.

En casa vuelve a esperarme una oleada de cartas. Otras llegan directamente a la editorial. A las primeras quinientas contesto aún yo en persona y a mano, pero llega un momento en que ya no doy abasto para responder al creciente número de cartas, porque en casi todas se plantean preguntas adicionales.

Muchas alumnas y alumnos eligen mi libro para un trabajo de fin de curso o para coloquios y me piden ayuda y más información. Intento contestar siempre a este tipo de cartas o correos electrónicos, porque yo misma a aquella edad no habría tenido jamás el valor de escribir a una persona «pública».

A principios de junio, Markus y yo celebramos por primera vez juntos nuestros cumpleaños. Como el suyo es solo dos días más tarde que el mío, los celebramos en la fecha intermedia. Invitamos a todos nuestros amigos. Resulta ser una fiesta muy animada en la que muchas de mis amigas me felicitan por nuestra felicidad y me dicen:

—¡Corinne, jamás te habíamos visto así a lo largo de los últimos nueve años!

Los últimos invitados se marchan muy avanzada ya la madrugada.

Siguen unas semanas agradables, llenas de trabajo, del que continúo disfrutando, y con poco tiempo libre que, no obstante, vivo intensamente.

El 10 de julio de 1999 mi editor se desplaza en avión a Nairobi, acompañado por un amigo. Aparte de numerosas fotos de Napirai y de mi familia, hay en su equipaje también una cinta en la que está grabado lo que cada miembro de mi familia, incluida Napirai, comunica en inglés a James y sobre todo a Lketinga y a mamá. En Nairobi los recogen Jutta y su acompañante. Durante las pasadas semanas ella lo ha preparado todo a la perfección. Como medida previa ha visitado a mi familia keniata en Maralal y se ha tomado la molestia de traducir a lo largo de varios días para James y Lketinga todo el libro al swahili, para que, al fin, conozcan el contenido y puedan así juzgar por sí mismos.

El pequeño grupo se desplaza en avión a Maralal, porque no hay tiempo suficiente para hacer el fatigoso viaje de dos días en autocar. Mi editor y su acompañante se encuentran en una cabaña de los samburu con James y Lketinga. Mientras que James se muestra inmediatamente abierto, Lketinga contempla a los desconocidos primero con mirada sombría y algo de desconfianza. Solo cuando escucha en el radiocasette, comprado en Nairobi, la cinta con los saludos, también él se anima y se muestra más amable y se queda, naturalmente, pensativo. Mientras escucha con atención las voces, mira absorto las fotos y el libro ante él. Para todos los presentes se trata de un momento conmovedor.

Causan gran asombro los numerosos artículos de periódico y las fotos más recientes, que dan pie a muchas preguntas. Se debate, se habla, se informa durante horas, y James y Lketinga aseguran estar orgullosos del libro contra el que no tienen nada que objetar.

Al día siguiente quieren llevar a las mzungus a casa de Mamá, que sigue viviendo todavía en las proximidades de Maralal. El viaje en pick-up pasa por terreno fragoso a las montañas, donde ella y parte de la familia viven ahora. Mamá Masulani recibe a los desconocidos blancos llena de dignidad y con expresión reservada, mientras su hijo James se dispone a guardar en su manyatta las provisiones de azúcar, harina de maíz, bebidas y tabaco. Pero cuando le coloca la nueva abigarrada manta de lana en los hombros y le muestra las fotos de Napirai, esboza por primera vez una sonrisa amable.

Al entrar en las humildes cabañas, mi editor se siente profundamente conmovido por la austeridad espartana de las minúsculas moradas carentes de ventanas, en las que el humo que se alza de los hogares escuece en los ojos. Ve también la pobreza de la gente que vive aquí y que, debido a los persistentes combates, todavía no ha podido regresar a su territorio ancestral en Barsaloi y posee muy poco ganado. Decide espontáneamente comprar en el mercado algunas cabras para la familia. Asimismo abren cuentas bancarias a nombre de James y Lketinga en el banco de Maralal para transferirles dinero todos los meses.

El día de la despedida, las dos mzungus invitan a los presentes a una comida en Maralal. Naturalmente, solo asisten los hombres, pero se reúnen unas quince personas alrededor de una larga mesa de madera. El editor, que en aquella época era aún un estricto vegetariano, queda asombrado al ver las montañas de carne que se sirven y de las que poco tiempo después solo quedan unos montoncitos de huesos. Tras un paseo por el abigarrado mercado, rodeados por cuadrillas de niños vivarachos y curiosos, los dos blancos tienen que iniciar el viaje de regreso.

Cuando mi editor y su acompañante, impresionados por lo que han visto, me informan sobre el viaje, mientras contemplo las fotografías que han tomado, lucho contra las lágrimas. Huelo la gente, el país y veo ante mí todos los detalles sin necesidad de que me los describan. Naturalmente, todos ellos, igual que yo, se han hecho mayores, pero los disturbios, el hambre, la dura vida en constante huida, y tal vez, también la historia conmigo, los han hecho envejecer más deprisa. Lketinga se ha convertido en un grácil mzee mayor, pero las cicatrices de su accidente de coche y seguramente también su anterior consumo de alcohol han marcado su rostro. Cuando miro las fotos, busco casi en vano a mi «semidiós» de antaño.

En agosto cumplo la promesa que hice a mi amiga Anneliese, y, junto con Napirai, nos vamos en avión a pasar unas lujosas vacaciones en Jamaica. Como se ve en muchos folletos, estamos alojadas en primera línea de mar, junto a la playa rodeada de palmeras. No obstante, a mí este país no me emociona. Seguramente contribuye también el que eche de menos a Markus, con quien llevo conviviendo apenas cuatro meses. Pero sin darme cuenta comparo siempre el país en el que estoy haciendo vacaciones con Kenia, y hasta ahora no he encontrado ninguno que provoque en mí sensaciones tan fuertes. A veces me pregunto si ahora seguiría sintiendo lo mismo.

Aun así, este viaje tiene un efecto muy positivo. Ya en casa me había propuesto dejar de fumar porque Markus no fuma. Quería aprovechar el largo vuelo para leer un libro sobre cómo deshabituarse del tabaco y aguantar así mejor las horas de avión. Las primeras páginas tienen ya un efecto positivo, y no siento ganas de fumar, mientras que Anneliese lo está pasando fatal. Sé lo terrible que es cuando todos los pensamientos giran solo en torno a los cigarrillos. Apenas hemos aterrizado, mi amiga enciende un pitillo, pero inmediatamente se presenta un policía armado que la increpa: «No smoking at the airport!». Tras más de veinte horas en que no pudo fumar, apaga resignada el cigarrillo. Es extraño, pero a mí aún no me resulta difícil no poder fumar. No acabo de entender muy bien qué es lo que ha pasado en mi cerebro, pero seguramente el libro ha contribuido en gran medida. Durante las vacaciones fumo dos cigarrillos más, para después dejarlo definitivamente tras muchos años en que he sido una gran fumadora. Son unas vacaciones tranquilas y reparadoras, pero cuando tocan a su fin, no me resulta nada difícil darlas por terminadas.

Con el tiempo se publican cada vez más traducciones de mi libro. En los próximos dos años será traducido en Francia, Italia, Holanda, en todos los países escandinavos, en Israel, incluso en Japón. Hasta hoy son quince idiomas y está previsto que sigan otros más. ¡Quién lo hubiera pensado! A veces me gustaría ver las caras de los editores que me despacharon con banales argumentos, aunque en condiciones normales no suelo alegrarme de la mala suerte ajena. En casi todos los países el libro escala las listas de libros más vendidos, y ahora recibo cartas de medio mundo. A veces cojo el avión para presentar el libro personalmente en el extranjero, concedo entrevistas para varios periódicos y revistas o aparezco en televisión.

Cuando en noviembre regreso a casa después de una de mis giras, Napirai me abraza y se queja:

—Mamá, ¿por qué tienes que seguir viajando? Ahora todos están informados. Ya hemos hecho tantas fotos. ¡No quiero que te tengas que marchar siempre por ese estúpido libro!

Lo dice con tanta tristeza y en tono tan acusador que no me lo tengo que pensar mucho y comunico a la editorial que, pese a la gran demanda de lecturas públicas, durante el próximo año no voy a estar disponible. Quiero disfrutar de estas Navidades, y quiero hacerlo con Napirai y Markus. También él nota a veces la agitada vida que llevo, y por eso hemos pasado ya por las primeras turbulencias. Realmente no siempre es fácil para él. Hay días en que me llaman hasta última hora de la noche admiradores completamente desconocidos y tengo que reaccionar con firmeza para quitármelos de encima. O estamos comiendo en un restaurante y cada media hora alguien se acerca a la mesa para hablar del libro, sin respetar que en aquel momento podamos estar enfrascados en una conversación personal o deseemos comer tranquilamente. Seguro que no es fácil para él. No, no quiero arriesgar nada, ni la atención que presto a Napirai y la buena relación que mantengo con ella, ni el afecto y el amor que siento por Markus.

Pero es mi «profesión», y el éxito también implica inconvenientes. Sé, naturalmente, que la mayoría de lectoras y lectores me prestan estas atenciones con la mejor intención. No obstante, en el momento cumbre del éxito del libro decido retirarme. Necesito algo de tiempo para replegarme en mí misma y pensar en lo que vendrá después, pues soy consciente de que mi existencia como autora está limitada en el tiempo. Descarto la posibilidad de escribir una continuación, algo que desean muchos lectores, pues quiero que a mi vida vuelva algo más de tranquilidad. Pero entonces aparece a principios de marzo de 2000 la edición de bolsillo, y todo el ajetreo empieza de nuevo, porque también esta edición escala con rapidez las listas de libros más vendidos. Por este motivo sigo acudiendo selectivamente a algún acto o algún programa de televisión.

Pero ahora paso la mayor parte del tiempo en casa, cocinando para mi pequeña familia. Además, empiezo nuevamente a disfrutar de la naturaleza y hago largas excursiones, y no me importa hacerlas a veces sola. Mi acompañante permanente es mi pequeña cámara fotográfica que me permite alegrarme de las imágenes que tomo de paisajes, hermosas formaciones de piedras y plantas de cualquier clase. Y como de repente me entran ganas de ir en moto, compro una muy potente y me examino después. Markus también se dejar animar y no tardamos en recorrer los puertos suizos de montaña cuando el tiempo lo permite. A veces se nos une Napirai, pero ahora tiene una edad en la que prefiere pasar el rato con sus amigas. Sí, noto que se está produciendo una lenta transformación en mí, pero aún no sé adónde me llevará.

Recibo regularmente cartas de Kenia y a menudo nos enviamos fotos. Entretanto James se ha casado. Pese a que la muchacha, igual que James, ha ido al colegio, le practicaron la ablación antes de la boda. Al leer eso, tomo conciencia de que las tradiciones de los samburu tienen más fuerza que cualquier formación cultural. En otra carta me comunican que en octubre dará a luz una niña sana. En cambio, la mujer de Lketinga tuvo el segundo aborto espontáneo y, debido a las complicaciones derivadas de este aborto, tendrá que ser ingresada próximamente en un hospital. A Lketinga le entristece perder una y otra vez a sus hijos. Hasta ahora la única que ha sobrevivido es la primera niña.

De nuevo James escribe una larga carta en la que mi suegra dictó un párrafo dirigido a mí:

La gogo de Napirai es ahora muy vieja, pero promete rezar durante el resto de su vida por ti y por Napirai. No quiero olvidar lo que tú, Corinne, has hecho por mí. Siempre te has preocupado por mí, ibas a buscar leña, me traías agua, preparabas la comida para mí, me has lavado la ropa y muchas, muchas más cosas. Estarás siempre en lo más profundo de mi corazón.

Incluso ahora, cuando han transcurrido diez años desde nuestro último encuentro, estas palabras me siguen conmoviendo profundamente y siento que seguimos unidas la una a la otra. Recuerdo nuestro primer encuentro en Barsaloi y veo a mamá entrando en la manyatta para examinarnos, a mí y a Lketinga, con expresión severa y adusta. Solo al cabo de unos minutos, que se me hicieron larguísimos, me tendió su mano oscura y dijo, riendo, jambo, y así se rompió el hielo entre nosotras. Aunque no entendí nada más de su verborrea, sí percibí su consentimiento y sentí enseguida una profunda simpatía hacia ella.

Sí, y hoy millones de personas leen nuestra historia y me siento feliz y orgullosa de que mi historia me permita transmitirles alegría y ánimo.

En mayo de 2001 paso unos días en Múnich para comentar el guion en que se basará la película sobre mi vida en Kenia. Las negociaciones y conversaciones sobre esta película se están prolongando bastante. Por una parte, todo el ramo del cine lleva tiempo atravesando una época mala y, por otra, surgen una y otra vez problemas con la dirección de la película y, ante todo, con el reparto de los papeles de los protagonistas, Lketinga y yo. A veces no es fácil para mí y, en ocasiones, hasta me resulta chocante leer en el guion escenas que no corresponden a mi libro y a lo que viví en Kenia. Por lo visto, la dramaturgia de una película sigue otras leyes que la de un libro, y será necesario mucho trabajo y muchas conversaciones más para contentar más o menos a todos los implicados en la historia. Solo espero que, cuando algún día parte de mi vida aparezca en las pantallas cinematográficas, Napirai y yo podamos sentirnos orgullosas. Al fin y al cabo, ella y yo tendremos que vivir con ese pasado. Pero estoy llena de confianza pensando que se conseguirá filmar una película bonita y auténtica. Esperamos este momento con gran curiosidad. Lo que sí es seguro es que será una experiencia rara ver que unas personas extrañas interpretan mi vida.