SENSACIONAL ÉXITO DEL LIBRO

El 1 de febrero de 1998 firmo el contrato referente a mi libro La masai blanca, sin sospechar que este paso cambiará mi vida en medio año en todos los aspectos y que los acontecimientos irrumpirán en ella como un alud.

La primavera y también el verano transcurren con tranquilidad y de manera agradable. Ahora conozco perfectamente mi trabajo y consigo unas ventas bastante satisfactorias, porque mi clientela básica va creciendo de forma continua. Amo mi profesión, me gano bien la vida de manera sencilla y agradable y me siento muy conforme con mi situación actual. Una y otra vez pienso en lo dura y llena de privaciones que sería, en cambio, nuestra vida si nos hubiésemos quedado en Kenia.

A mediados de agosto recibo un pequeño paquete de la editorial. Al abrirlo, mis dedos empiezan a temblar, pues sé que solo puede contener mi libro terminado e impreso. Y realmente lo tengo ahora ante mis ojos y quedo atónita. Resulta tan agradable sostenerlo entre las manos que ya no quisiera soltarlo. Siento una profunda emoción. Es algo así como si hubiese dado a luz un segundo hijo. Resulta sobrecogedor. Nerviosa, llamo a mi jefe a quien preparé hace solo unas semanas para este acontecimiento y le hago partícipe de mi entusiasmo. También contagio mi euforia a mis amigas, y por la noche organizamos espontáneamente una pequeña fiesta en mi casa. Todas acuden, admiran «mi obra» y están convencidas de que se convertirá en un gran éxito. Cuando las últimas se han marchado a medianoche, me quedo sentada contemplando aún durante un largo rato y llena de respeto La masai blanca. Aquella misma noche escribo una larga carta a James en la que le informo sobre el libro que habla de mi vida en su tribu, del gran amor y también de los momentos trágicos que pude vivir en Kenia. Sé perfectamente que para él no será fácil explicar esto a su familia y a la gente del pueblo.

A finales de agosto aparece la primera reseña del libro e información sobre mi historia en una revista para mujeres. Yo no intervine para nada en el reportaje, sino que utilizaron sencillamente algunas fotografías del libro. Aquel mismo día, cuando acabo de salir de mi última visita a un consultorio en Utzwil, veo en el coche que la luz de mi móvil parpadea. Al escuchar los mensajes dejados en el contestador entiendo solo vagamente algo de un programa llamado Boulevard Bio, de un gran amor y de una aparición en la televisión. Al final se indica un número de teléfono. De inmediato devuelvo la llamada y estoy realmente en contacto con el equipo de la tertulia televisiva de Alfred Biolek.

La señora al otro lado del teléfono me explica que acaba de recibir mi libro a través de la agencia de prensa de la editorial y que lo ha devorado. El próximo martes, día 1 de septiembre, el tema de la tertulia será «el gran amor». Como uno de los invitados no podrá acudir, ella quería preguntarme si no me apetece ocupar su lugar y hablar de mis vivencias en el programa del señor Biolek. ¡No me puede ocurrir nada mejor! Naturalmente acepto. Ahora la directora de redacción anuncia que dentro de dos días, es decir el domingo, vendrá a Zúrich para comprobar si «sirvo para aparecer en la televisión». Cuelgo y lanzo un grito de júbilo para rebajar la tensión. Con dedos temblorosos marco el número de la editorial para comunicarles la novedad. Aprovecho la ocasión para preguntar al editor si no cree también que son pocos los diez mil ejemplares de la primera edición. Contesta riendo:

—Primero hay que venderlos. Al fin y al cabo, usted es una autora desconocida y nosotros somos una editorial pequeña.

Buenos, veremos qué traerá el domingo. El sábado practico el alto alemán con Andrea para cumplir con las exigencias lingüísticas que exige la televisión alemana. Al mismo tiempo, como peluquera profesional, ella me arregla el pelo. El domingo transcurre satisfactoriamente para todos y me invitan a participar en la tertulia.

En el aeropuerto de Colonia me recogen en una limusina y me llevan a un lujoso hotel. Dos horas después estoy sentada en el departamento de maquillaje, donde me peinan y acicalan para mi aparición televisiva. Claro que estoy nerviosa, pero me vuelvo a decir una y otra vez: Corinne, imagina al señor Biolek como si fuese un simple dentista y, en vez de empastes y material para moldes, el tema de tu conversación con él será tu vida en Kenia.

Estoy sentada en la primera fila al lado del actor Helmut Berger esperando mi salida a escena mientras intento seguir la conversación entre el matrimonio formado por Sonja Ziemann y Charles Regnier. Sin embargo, apenas soy capaz de concentrarme porque todo el rato estoy pensando qué me van a preguntar y cómo podré contestar lo más breve y concisamente posible. Tengo la sensación de que los dos llevan una eternidad hablando. Por fin escucho el aplauso final y oigo mi nombre. Mientras voy a mi sitio, mis piernas pesan de pronto como plomo y el corazón me late a rabiar. Me he propuesto firmemente escuchar con atención antes de contestar, lo que en mí no es algo que se dé por descontado. Estamos charlando, el señor Biolek y yo, y entretanto escucho unas risas entre el público y también un breve aplauso espontáneo. Al cabo de unos minutos remite la tensión y cuando me siento realmente bien, ya ha finalizado el tiempo que tenía para hablar. Los espectadores aplauden y cuando el señor Berger se acerca al señor Biolek, está aplaudiendo y dice:

—Fascinante. ¡Usted me ha robado el show! ¡Sin duda ha estado fantástica!

En estos segundos sé que he salido bien parada de mi primera aparición televisiva y me siento aliviada. Después, durante la comida, todos quieren saber más de mí. Los primeros preguntan si el libro aparecerá también en italiano. ¿Cómo voy a saberlo ya ahora?

Tras mi regreso, llaman mis amigas que me felicitan por el éxito de mi aparición en televisión. Mi jefe comenta riendo que siente curiosidad por saber cuánto tiempo más voy a trabajar para la empresa. Pero yo no tengo dudas al respecto y sigo visitando a mis dentistas.

Una semana después de mi aparición en televisión, la primera edición se ha vendido en su totalidad. Ya no quedan libros, y, en cambio, recibo un montón de peticiones para entrevistas. Todos quieren fotos recientes de mí y de mi hija. Al principio, Napirai no se muestra entusiasmada, ya que además no puede facilitar información sobre Kenia y su padre, porque era demasiado pequeña como para tener memoria. Durante los días siguientes en casa hay un trajín que recuerda el de una colmena. Por las mañanas cumplo con las entrevistas en las consultas dentales y por la tarde voy corriendo al peluquero para estar preparada sobre las cuatro para los fotógrafos. A última hora de la tarde me pongo a limpiar el piso para que todo esté perfecto para las siguientes entrevistas en televisión o para sesiones fotográficas. Todo lo que me está pasando me parece tan irreal como un sueño. En numerosas revistas alemanas veo mi foto en primera página o al lado de personalidades famosas como Bill Clinton o Pierre Brice. Mi larga actividad laboral en el sector de ventas me resulta de utilidad ahora, pues no me coarta hablar con desconocidos y no me inhibo. Siguen varias entrevistas para la radio y pronto una segunda aparición televisiva. Al fin me descubren los medios suizos, y aparecen reportajes en muchas revistas y periódicos de gran tirada. Casi durante tres semanas La masai blanca está agotada en las librerías y muchos desconocidos me llaman a casa y quieren saber dónde se puede adquirir mi libro. Pero entonces aparece la segunda edición con el doble de ejemplares que la primera y la tercera ya se está preparando.

Para el dieciséis de septiembre está prevista la presentación oficial del libro en un precioso gardencenter en Winterthur. Le digo al librero que se ocupe de que haya asientos suficientes, pues creo que vendrá mucha gente. Riendo dice:

—Mire, no es la primera vez que organizo la presentación de un libro, y usted ha de saber que sería insólito que se vendiesen cien entradas tratándose de una autora desconocida y de una editorial también relativamente desconocida.

Pero, en contra de sus predicciones, hay que traer un montón de sillas hasta que la sala está llena a reventar. Entre los oyentes descubro incluso al antiguo maestro que fue tutor de mi clase.

La lectura se desarrolla magníficamente. Ya tras los primeros tres o cuatro minutos me siento en mi salsa y ya no percibo ni siquiera a mi familia en primera fila. Puedo organizar la lectura como yo lo considere conveniente, de modo que leo unos párrafos seleccionados y los complemento con relatos. Es una experiencia espléndida, en un ambiente grandioso que fascina a la gente y resulta contagioso también para mí. Tras la lectura tengo que contestar a las numerosas preguntas de los oyentes. Algunos quieren saber cómo estamos en la actualidad mi hija y yo. ¿Qué hace Lketinga? ¿Ha regresado con su tribu? ¿Se arrepiente de haber dado ese paso? Preguntas y más preguntas y al cabo de otra hora estoy firmando ejemplares. Como para este acontecimiento mi editor ha venido expresamente de Múnich, algunos visitantes tienen suerte y pueden llevarse un libro recién impreso. Una y otra vez me vuelven a preguntar por mi próxima lectura y cuándo y dónde tendrá lugar. Muchos de los presentes tienen amigos y conocidos a los que también les gustaría asistir a una lectura. El éxito parece arrollarnos literalmente.

Los siguientes días pasan a toda velocidad. Pese a que estoy permanentemente trabajando u organizando algo, casi nunca me siento cansada, porque todo es nuevo e interesante. La gente de mi municipio no tarda tampoco en pedirme que les lea algo de mi libro. La lectura se celebra en una sala contigua a un restaurante. Cuando llego al local y veo el gran número de coches aparcados, no puedo creer lo que ven mis ojos. En la entrada la gente se agolpa en una larga cola hasta la calle. ¡Es increíble! ¡Todos se interesan por mi historia! Cuando hay ciento cincuenta personas en la sala, se decide no dejar pasar a nadie más, lo que es motivo de protesta por parte de mucha gente que ha venido desde lejos. Salgo y prometo a los que esperan ante el edificio que dentro de dos semanas haré otra lectura en el mismo lugar. Lamento no poder hacer nada más. Hoy estoy más nerviosa que en la presentación del libro, porque se trata, por así decirlo, de una «actuación en casa». Pero pronto me doy cuenta de que la mayoría de los oyentes han venido de otras poblaciones, pues veo pocas caras conocidas.

La velada transcurre de forma similar a la de Winterthur. Tras la lectura contesto a preguntas. De repente, un hombre mayor, vestido con un jersey verde oscuro y tirantes, pregunta cómo funcionaban las relaciones sexuales entre mi marido y yo. Utiliza un tono ofensivo, pese a que su mujer está sentada a su lado, de modo que tengo que reflexionar un momento antes de contestarle:

—Mire, no es mi intención explicar aquí detalladamente un acto sexual, pero si le interesa, puede leerlo todo en el libro.

Y el impertinente replica:

—He venido a una lectura y no a una venta organizada, ¿o no?

El público empieza a inquietarse, y una rubia, de llamativa belleza, se levanta y le suelta a aquel hombre:

—¡Y usted con su comportamiento lascivo se ha equivocado de lugar al venir aquí!

La gente le aplaude, y yo agradezco con una sonrisa sus palabras a esta enérgica mujer.

Más adelante me ataca alguien desde otro rincón, preguntando:

—¿Y no siente usted vergüenza frente a su hija al hablar tan abiertamente de todo en su libro, indicando su verdadero nombre?

Aún antes de que pueda contestar, oigo a la enérgica rubia decir:

—Seguro que esta señora no tiene que avergonzarse de su libro, y algún día su hija estará orgullosa de su madre. ¡Ya he leído tres veces el libro y se lo recomendaría también a usted!

Me emociona ver cómo me defiende esta desconocida. Cuando poco después estoy firmando libros, ella acude y me entrega un precioso ramo de flores. Ahora me siento más que sorprendida y le pregunto si tiene tiempo para tomar una copa en mi casa, donde he preparado una pequeña fiesta para un grupo reducido. Acepta, encantada, la invitación.

Cuando la sala ha quedado vacía, me voy a casa en compañía de unas amigas. Andrea y su madre han preparado unos sabrosos canapés y se forma una animada ronda en la que puedo conversar más detenidamente con Irene, la mujer que estaba entre el público. Poco después de medianoche se han marchado los últimos y, al fin, puedo acostarme, cansada pero muy satisfecha. Al día siguiente me esperan nuevamente mis visitas a dentistas. Ahora en los consultorios me reconocen con frecuencia, porque alguna de las ayudantes me ha visto en la televisión o ha leído una pequeña reseña en una revista. Y no tardo en comprobar que este hecho resulta beneficioso para mi trabajo.

Al fin vuelvo a recibir una carta de África. Siento curiosidad por ver qué opinan de mi libro. James se alegra mucho de que yo haya escrito un libro sobre mi relación con Lketinga y lo que viví entre los samburu. Pero para la gente que no ha ido al colegio, resulta más difícil de comprender, porque la mayoría de ellos jamás en su vida ha tenido un libro entre sus manos. Dice que, si él hubiese sabido que yo estaba escribiendo un libro, me habría dado mucha más información sobre la cultura de los samburu. Espera poder leerlo algún día en inglés. Relata lo difícil que a cada uno de ellos les resulta poder sobrevivir y agradece el dinero transferido. Él aún no puede dar clases en el colegio y está pensando en la posibilidad de abrir una tienda en la que vendería solo pocos artículos, pero le falta el capital inicial. Le gustaría venir algún día a Suiza. A Napirai y a mí nos desea una vida agradable. Siempre me apoyará, porque al fin y al cabo somos parientes, como hermano y hermana. Al final siguen las felicitaciones para la inminente época navideña.

En general se trata de una carta positiva, aunque queda más que patente el deseo de que les remita más dinero. Desde mi regreso les hago transferencias regularmente, y lo más seguro es que lo siga haciendo también en el futuro, pero tengo que tener cuidado para que esto no lleve en el pueblo a envidias y peleas.

A finales de noviembre el libro ha avanzado en Suiza al número uno de todas las listas, y me vuelven a invitar a una tertulia en televisión. El moderador es un personaje muy controvertido que, o gusta o no gusta en absoluto. En cualquier caso acepto la invitación, pues equivale a un pequeño reto. La conversación resulta interesante y divertida. Al final del programa puede telefonear el público. Intervienen varias mujeres que me felicitan por el emocionante libro. Después llama un señor, cuyo nombre no entiendo, pero cuya voz reconozco de inmediato cuando empieza a hablar. Es Markus, mi antiguo compañero de colegio, en quien estuve pensando durante mucho tiempo tras el encuentro de nuestra clase. También él me felicita primero por mi obra, pero después pregunta en tono de reproche que siento ante el hecho de que mi marido no podrá ver a su hija durante mucho tiempo. Para un padre es muy duro, y él encuentra que yo lo enfoco demasiado a la ligera. ¡Qué raro, que sea precisamente Markus quien llame y encima se muestre tan agresivo! No le recordaba tan serio. Con calma le explico la situación desde mi punto de vista y después ha terminado el tiempo de emisión.

El éxito del libro sigue siendo vertiginoso. Cuando estoy conduciendo para visitar a mis clientes, oigo con frecuencia en la radio una entrevista conmigo misma. O bien, en la agenda del día, oigo mi nombre cuando anuncian: «Esta noche a las 20 horas, Corinne Hofmann leerá pasajes de su best seller en Rüti, Berna, Basilea…». Todavía me cuesta creerlo y tengo la sensación de estar moviéndome en dos mundos diferentes. Llegan las primeras cartas de lectoras y lectores. La mayoría de ellas expresan admiración y contienen muchas preguntas. También hay fans masculinos que han deducido de las entrevistas que estoy sin pareja. Me envían fotos de ellos, y a veces aparece también su casa o su elegante coche. Resulta extraño pero, de repente, todos estos hombres solos, desde el operario hasta el director, ven en mí exactamente a la mujer adecuada para convertirse en su futura esposa. Yo, en cambio, no siento en absoluto ganas de iniciar una relación, pues en estos momentos realmente no tengo tiempo. En diciembre aparece en una revista suiza, que cayó por casualidad en mis manos en la peluquería, el artículo «Nuestras mujeres de 1998». Se trata de mujeres famosas que, a lo largo del año que toca a su fin, han emocionado, entusiasmado o conmovido a los lectores. Para gran sorpresa mía descubro mi foto entre imágenes de Cher, la princesa Estefanía y Hillary Clinton. Siento una sensación extraña y me parece que todo aquello no va conmigo y que aquel no es mi lugar. Por la noche enciendo la televisión y veo a libreros comentando con entusiasmo las buenas ventas de La masai blanca. Resulta increíble. Todo esto se me antoja altamente irreal y tengo la sensación de que todos ellos están hablando de otra persona.

En diciembre tengo una lectura en Múnich en el Tollwood-Festival, un enorme mercado alternativo de Navidad. Cuando entro en la pequeña tienda, se dirige a mí con los brazos abiertos una mujer que lleva sombrero de cowboy, botas y un grueso chaquetón de invierno. Tengo la impresión de conocer de algo aquella ancha sonrisa y la larga melena rubia bajo el sombrero. Y cuando la tengo ante mí creo estar soñando. ¡Es Rambo-Jutta! La mujer con la que atravesé Kenia buscando a Lketinga. Nos abrazamos y apenas puedo creer que la Jutta de carne y hueso esté aquí. Dice que se enteró por casualidad de mi lectura y que decidió espontáneamente venir.

—Pero ¿ya no estás en Kenia? —quiero saber.

Cuenta que murió su madre y que por eso tuvo que venir unos días a Alemania para arreglarlo todo.

—¿Sabes?, ya no soy capaz de vivir aquí. Pronto volveré a Kenia, porque allí estoy al frente de un proyecto para un hospital y no quiero faltar durante mucho tiempo.

Intercambiamos nuestras direcciones y yo prometo comprobar la documentación de su proyecto para hacer, posiblemente, alguna donación. Jutta se queda hasta el final de mi lectura y se muestra entusiasmada con el libro.

—Es increíble que lo recuerdes con tanto detalle, pero fue exactamente así —es su comentario final.

Al despedirnos nos prometemos mantener el contacto. En este momento ignoro aún que pronto ella será de gran ayuda para mi editor y para mí.

Naturalmente, en nuestra fiesta familiar navideña el tema central es mi libro. Todos sentimos curiosidad por ver adónde me llevará esta aventura. En la editorial han iniciado ya las primeras negociaciones para traducirlo al francés y al italiano. Pero los escasos días de Navidad los disfruto dedicándome exclusivamente a mi hija.

A principios de 1999 mi actividad se vuelve aún más febril. Ahora el libro ha alcanzado también en Alemania los primeros puestos de la lista de best sellers y en la editorial no para de sonar el teléfono. Como muchas librerías quieren organizar lecturas, los colaboradores de la editorial sugieren que yo haga una gira por Alemania. Ahora se me impone una decisión difícil. Por una parte, mi trabajo me gusta mucho y me ofrece una existencia segura. Por otra, considero que poder «vender» mi propio producto es una magnífica oportunidad. Al fin y al cabo, ¿quién tiene la suerte de poder viajar por un asunto de su propio interés y ser recibido, además, por parte de los oyentes femeninos y masculinos con los brazos abiertos? ¡Tengo que arriesgarme! No lo pienso mucho más, voy a hablar con mi jefe y pido ser desvinculada de mi trabajo. Y en estas circunstancias lamento no poder cumplir siquiera los tres meses de plazo para la rescisión del contrato. Pero ofrezco organizar para «mis» dentistas una lectura con comida y música africanas. Me importa poder agradecer su fidelidad a las consultas dentales en las que me han demostrado simpatía, ofreciéndoles una velada de despedida. Tras este precioso acto se me hace difícil dejar mi trabajo. A principios de febrero disuelvo mi relación laboral y a partir de ahora soy únicamente autora de mi libro.

Nuestra vida se ha vuelto bastante agitada y todo ha de estar perfectamente organizado. Por suerte, Napirai puede pasar varias noches seguidas en casa de mi madre o de la familia que cuida de ella, algo que le encanta, al menos durante los primeros meses. Realizo giras de lectura por Alemania en bloques semanales. El trayecto principal lo hago en avión, después cojo un taxi hasta el hotel que me han reservado y nada más llegar tengo las primeras entrevistas con la prensa local. Las lecturas empiezan a última hora de la tarde, entre las siete y las ocho. Antes tomo solo un tentempié porque no quiero sentirme demasiado harta o cansada durante la lectura. Después me desplazo a pie o en coche al lugar donde se celebra el acto, ante el cual suele haber mucha gente esperando para demostrar su interés por mi historia. Tras los actos, que suelen durar entre dos y tres horas, estoy siempre demasiado despabilada como para acostarme. Por lo tanto me pongo en marcha en busca de un restaurante adecuado donde cenar y acabar lentamente la velada. En estos momentos encuentro a veces la calma suficiente para pensar en lo extraños que son los designios del destino. Si en Kenia alguien me hubiese pronosticado que algún día impresionaría en Europa a cientos de personas con lo que allí viví, le habría mirado con expresión incrédula y entre risas le habría declarado loco. En estos momentos, en los que me entrego a mis pensamientos a última hora de la noche, en un restaurante casi vacío, en una ciudad extraña, siento con frecuencia una profunda gratitud frente a Lketinga, su familia y los samburu.

A las lecturas asisten principalmente mujeres de todas las edades o parejas. Me llama la atención que el público es muy distinto según la región. A veces se percibe desde el primer momento una tensión expectante; otras, en cambio, los oyentes necesitan un tiempo para «descongelarse». Cuando el público se muestra inquieto, sé que hay entre ellos gente que me va a atacar verbalmente durante el coloquio posterior. Soy consciente de que el libro no puede gustar a todo el mundo, y tampoco he escrito una tesis doctoral en germanística. De noche, volqué lo vivido en el papel entre un trabajo a jornada completa y la educación de mi hija, y ahora me alegra ver que tantas personas encuentren algo positivo en mi libro. Cuando estoy firmando ejemplares, se presentan mujeres con mirada radiante ante mi mesa, me estrechan la mano y dicen:

—¡Señora Hofmann, muchas gracias por esta maravillosa noche! ¡Para mí fue el momento más apasionante de mi vida!

Ante estas afirmaciones me quedo sin habla, pues este cumplido no me parece guardar proporción con mi lectura. Además consigue ponerme pensativa y casi me entristece pensar que semejante momento haya podido constituir lo más agradable en una vida de quizá sesenta años. Pero manifestaciones como esta se repetirán algunas veces más.

Una vez estoy sentada en unos grandes almacenes para firmar ejemplares cuando una señora de mediana edad se me acerca ilusionada y me pide que la mire mientras anda de un lado a otro ante mi mesa. Me sorprende su comportamiento y no sé realmente qué es lo que pretende. Dice una y otra vez:

—¿Lo ve, Señora Hofmann, lo ve? ¡Se lo debo a usted!

No entiendo a qué se refiere y empiezo a dudar si estará bien de la cabeza. Después vuelve, me agarra con fuerza de las manos y dice:

—Hasta hace poco estaba sentada en una silla de ruedas y en realidad ya no podía andar. Entonces leí su libro. Su fuerza de voluntad me ha impresionado y me dije: ¡si esta mujer casi muere de la malaria y fue capaz de hacer un esfuerzo y volver a andar, entonces también yo soy capaz de hacerlo! ¡Y mire, después de años, vuelvo a andar!

Y mientras lo dice, vuelve a caminar de un lado a otro.

Este momento me emociona de tal forma que se me saltan las lágrimas y solo me veo capaz de decir:

—¡Solo para usted valió la pena escribir este libro!

Coloca un precioso ramo de flores en la mesa ante mí y se despide con una larga mirada. He quedado tan emocionada que después me resulta difícil concentrarme en lo que dicen los demás. Por primera vez celebro poderme retirar. Siempre evoco este acontecimiento cuando tengo que encajar críticas llenas de malicia.

Cuando llego a casa el viernes, tengo siempre unas ganas locas de ver a mi hija que tiene ya diez años. Tras la larga separación se arroja en mis brazos y se pone muy contenta cuando le permito volver a dormir en mi cama. El fin de semana leo las cartas que recibo de mis lectoras y lectores e intento contestar al mayor número posible. Van siendo más de semana en semana. Me sorprende ver hasta qué punto las personas me confían cosas de su vida personal y lo que he suscitado en ellos.

Muchos me dan las gracias personalmente y escriben que el relato de mis cuatro años con Lketinga les ha parecido muy sincero y emocionante. Otros me hablan de sus propias experiencias, buenas o malas. Algunas mujeres y también algunos hombres, que están viviendo una relación amorosa con una pareja procedente de otra cultura, me piden consejo sobre cómo comportarse. Solo les puedo contestar:

—Si en su fuero interno no está segura y precisa un consejo, significa que algo va mal. A mí, entonces, ningún consejo, por bienintencionado que fuese, me habría impedido hacer lo que me dictaban mis sentimientos.

Por supuesto que recibo también cartas críticas o incluso hostiles. Pero la frase que los lectores utilizan más en sus escritos, es: «He leído su libro. No, prácticamente lo he devorado. Me siento abrumada, fascinada y admiro su fuerza». Muchos dicen que tenían la sensación de estar viviendo en sus propias carnes lo que estaban leyendo. Y casi todos preguntan cómo nos encontramos en la actualidad, Lketinga, Napirai y yo y qué ha pasado después en nuestras vidas.

Como a mí, jamás se me ha pasado por la cabeza escribir a un autor o una autora, este gran número de reacciones me sorprende muchísimo. Me resultan casi un poco inquietantes, pero, ante todo, me siento muy emocionada.

Durante una de las próximas semanas tendré una lectura en Suiza donde después firmaré ejemplares a lo largo de una hora. Tendrá lugar excepcionalmente en una agencia de viajes que pretende regalar sesenta ejemplares de mi libro. Cuando me presento, vuelve a apretujarse una gran muchedumbre que ocupa incluso la acera ante la agencia de viajes. Me pongo de inmediato a firmar mientras converso animadamente con los clientes. Al cabo de una media hora se acerca el gerente para preguntarme si conozco a la gente que está allí fuera, y que levanta en alto una pancarta para reforzar su manifestación contra mí. No entiendo de qué me está hablando, porque a través de la multitud que espera, no puedo ver la calle. Cuando todos los libros han encontrado su nuevo propietario, salgo para ver quiénes son los manifestantes. Me siento más que sorprendida al descubrir a cuatro mujeres negras y dos hombres blancos. Los hombres levantan en alto la pancarta en la que se lee que ofendo la cultura africana. Como no entiendo nada, trato de entablar una conversación con ellos. Intento saludarlos estrechándoles la mano, pero no les gusta nada y se ponen a gritarme, o mejor dicho, chillarme, en inglés.

De nuevo intento serenamente averiguar cuál es su objetivo. La respuesta que escucho es si no sé leer; que lo que escribo en mi libro no corresponde a la verdad. Vuelvo a preguntar a qué se refieren, dirigiéndome a uno de los dos hombres. Pero él solo parece ser el encargado de llevar la pancarta y con un gesto de la cabeza me da a entender que quien tiene que contestar a la pregunta son las ruidosas africanas que se están dando golpes en el pecho. Entonces una vuelve a gritar que ofendo a su pueblo; que escribo que los samburu son tontos y no están civilizados y que desconozco la diferencia entre los masai y los samburu. Todo aquello me resulta muy sospechoso, pues me doy cuenta inmediatamente de que estas mujeres no pertenecen ni a los masai ni a los samburu emparentados con los primeros. Cuando pregunto a qué tribu pertenecen, contestan agresivas que ellas son keniatas y que lo que escribo en mi libro no es cierto. Pero ninguna de ellas dice a qué se refieren realmente. Me sorprende que esta gente haga semejantes manifestaciones. Mi vida en Kenia fue exactamente como la he descrito en mi libro y jamás tuve la sensación de estar ofendiendo al pueblo de mi marido. Cuando compruebo que todo resulta inútil y que, por lo visto, lo único que quieren estas mujeres es llamar la atención, cejo en mi intento de entablar una conversación razonable. Pero sigo dando vueltas a este encuentro durante unos días más, porque no consigo entender qué es lo que esta gente quiere de mí. También mi editor se siente bastante perplejo.

Me acuerdo de la cartomántica, a la que, de todas formas, quería llevar un ejemplar. Al fin y al cabo tenía mucha razón al predecir mi éxito. La llamo por teléfono y me dice que puedo pasar aquel mismo día, porque al día siguiente tengo mi segunda lectura en Berna y después tendré que ir nuevamente a Alemania. Antes quiero saber sin falta qué me dirá ella sobre el incidente con las africanas. Entro en la minúscula casita con los numerosos enanos, y de nuevo el gato se me sube en el acto al regazo. La cartomántica no se acuerda de mí. Solo cuando le entrego el libro, exclama:

—¡Ah, es usted! He leído sobre su historia, pero no sabía que había venido a verme.

A continuación baraja las cartas y yo las extraigo, igual que la primera vez. De nuevo describe el éxito del libro, que va a continuar. Pero no tarda en darse cuenta de que también han surgido algunos problemas. Entonces le hablo de las keniatas. Echa nuevamente las cartas y declara:

—Ha de tener mucho cuidado. Son gente envidiosa que le quiere sacar dinero, y no se dan rápidamente por vencidos. Esté atenta, aunque solo sea por su hija.

La mera idea de que puedan involucrar de alguna manera a Napirai, me hace sentir mal.

—Aún no es una situación crítica, pero tiene que tener cuidado. Hay mucha gente que la envidia y su número aumentará todavía más.

Cuando me predice a continuación que en breve voy a conocer a un hombre maravilloso, tampoco esta predicción me tranquiliza. No me apetece estar con ningún hombre, por lo que contesto un poco malhumorada:

—¡Déjelo estar! No tengo tiempo para una relación, y menos en estos momentos, porque estoy siempre de viaje hablando maravillas de mi «antiguo» amor. En esta imagen no encajaría un nuevo amor. Y cuando llego a casa, me está esperando mi hija. ¡No, no, se equivoca!

Ella contesta enérgicamente:

—¡Mis cartas no mienten jamás! Y, además, quién habla de llegar a conocer. Hace mucho tiempo que usted conoce a ese hombre. ¡Por así decirlo, él se encuentra ya ante la puerta de su casa!

Ahora me da la risa y digo:

—Pues no, no conozco a ningún hombre de quien pudiese enamorarme de repente.

Ya no me interesa este tema, prefiero saber algo más de estas manifestantes. Pero ella corta con un gesto de la mano y dice:

—Lo que tiene que hacer es tener cuidado. Entonces todo irá bien. Seguro que hará lo correcto.

El tiempo ha finalizado, y me marcho a casa. Allí comento el asunto con mi madre y le pido que vigile a Napirai con mayor atención aún.

Dos días más tarde me marcho a Berna para la segunda lectura. También en esta ocasión la librería está llena a rebosar. Ante la entrada se manifiestan las mismas personas que antes en las tierras altas de Zúrich. Pero esta vez no me meto en una discusión sin sentido, pues necesito mi energía para el gran número de personas a las que quiero dar una alegría. Pese a todo, acaba siendo una velada agradable y muy larga, porque los oyentes hacen muchas preguntas y naturalmente quieren debatir también conmigo sobre los posibles motivos de los manifestantes. A última hora de la noche voy a mi hotel y me alegro de volver a casa mañana.