TODO SE PUEDE APRENDER

Como de costumbre, miro los anuncios de la sección de ofertas de trabajo, y de repente mi mirada queda fijada en un anuncio a gran formato. Se busca a una señora entre veinticuatro y treinta años que tenga conocimientos en el ramo dental para vender productos de alta calidad a dentistas. Se considera una ventaja disponer de experiencia en el servicio comercial, pero no es un requisito. Naturalmente se ofrece un buen sueldo y un coche de la empresa. Cuando vuelvo a leer el anuncio pienso: ese es exactamente el empleo que imagino para mí. Todo se puede aprender y la experiencia que he adquirido en el servicio comercial, es un peso que se puede echar en la balanza. Además, ¿qué dentista le compraría algo a una joven de veinticuatro años? Con esta idea en mente, me dirijo a la agencia de colocación. Al cabo de una semana me citan para una entrevista previa. Con el encargado repasamos mi currículum vítae y parece impresionarle, ante todo, mi estancia en Kenia. Después me dan una hora para rellenar una prueba de ordenador. Cuando nos despedimos el señor me explica que tendré que esperar si paso a la ronda siguiente. Al fin y al cabo, se han recibido solicitudes de más de ochenta candidatos y candidatas. Cuando oigo este número dejo de tener esperanzas, ya que apenas me ajusto a los requisitos del perfil buscado.

Durante los días siguientes voy a una librería donde me informo sobre las diferentes editoriales en las que podría encajar mi manuscrito. Solo me parece razonable una gran editorial, porque no me apetece hacer pública la historia de mi vida para unos escasos cientos de ejemplares. En caso afirmativo, quiero que se lance en el mercado alemán, con lo cual quedaría automáticamente cubierto el suizo. Con una hoja llena de direcciones abandono la librería y en casa empiezo de inmediato a ponerme en contacto con diferentes editoriales. El desencanto no se hace esperar. Tras una breve descripción oral de mi historia recibo ya por teléfono una respuesta negativa tras otra. Pero también hay algunas editoriales que dicen que les puedo remitir el manuscrito, entre ellas Lübbe, Scherz, Knaur y Heyne. Copio algunas de mis más impresionantes fotos africanas y redacto un escrito de acompañamiento en el que me remito a la conversación telefónica mantenida. Al final, pego en la carta una foto mía más reciente, lo envuelvo todo y lo envío en actitud de intrigada espera. Me han dicho que pasarán entre uno y tres meses hasta que me contesten.

Recibo una cita para una segunda entrevista en la agencia de colocación. Inmediatamente se ha vuelto a despertar mi interés. Si he conseguido avanzar este paso, será que mis posibilidades no son pocas. De nuevo hablo con el señor a quien conozco ya. Me explica el resultado de la prueba que parece haberle impresionado. Pregunta si también me sería posible desplazarme de vez en cuando por unos diez días al extranjero para participar en un cursillo de formación, a lo que, como es obvio, doy una respuesta afirmativa. Al final de la entrevista pregunta un poco cohibido si para mí sería un problema teñirme mi cabello rojo de un tono algo más neutro, porque muchos dentistas son bastante conservadores, como lo es también el jefe que me recibirá en los próximos días. No puedo evitar echarme a reír y contesto:

—Verá, hasta ahora he sido bien acogida con este color de pelo y he tenido éxito en mis ventas. El cabello rojo es mi marca y forma parte de mi personalidad. No creo que resulte perjudicial darle algo de color a situaciones invariables a lo largo de mucho tiempo.

—Bueno, he entendido. Ya veremos —contesta—. Le comunicaré la fecha de la entrevista, pero hay unos ocho candidatos más que siguen en liza.

Le doy las gracias y me marcho. Como deseo verdaderamente conseguir este empleo, me paro en una iglesia, me arrodillo para rezar y enciendo una vela.

Unos días más tarde encuentro en el buzón la invitación a presentarme en la empresa dental. Se trata de una moderna empresa farmacéutica instalada en un recinto de grandes dimensiones. Nada más entrar en el edificio, me siento a gusto y mi leve nerviosismo inicial va desapareciendo aún antes de encontrarme ante el jefe responsable. Solo me lleva unos años y parece simpático, tranquilo, casi tímido. Por lo visto, con mi clásico traje chaqueta de color azul, una estatura de un metro ochenta y el cabello rojo, le resulto un poco agobiante. Pero a lo largo de la conversación se va distendiendo y no tarda en sonreír ante mis comentarios. Tengo la sensación de que ambos nos sentimos a gusto. Al cabo de una hora, ha tomado su decisión. Para él soy, con mi energía y mi insólito currículum, la persona adecuada, pero falta la decisión del Big Boss. A este le resultan interesantes otros dos candidatos porque proceden del ramo dental. Podría ser necesario que mantuviera también una entrevista con él. Esta entrevista se celebra dos días más tarde. El Big Boss es un hombrecito enjuto, lo que no facilita precisamente mi situación. Apenas nos hemos sentado, me torpedea con preguntas como: «¿Por qué cree usted ser adecuada para este empleo? ¿Dónde se ve usted dentro de diez años? ¿Cuál es su capacidad de resistencia al estrés en relación con el trabajo, los hijos, la formación, etcétera?». Tras dos horas de interrogatorio cruzado me despide diciendo que me comunicarán su decisión aproximadamente en una semana o que también podría ser que me tenga que presentar a otra entrevista más. Me levanto, miro a los dos hombres y digo con total convencimiento:

—Me gustaría mucho poder trabajar con ustedes, pero pienso que, en realidad, no queda nada más por hablar, y también me han visto en persona. Por lo que sé, soy la última de las tres candidatas no eliminadas, a las que usted quería examinar, y por eso espero su respuesta hasta el lunes, porque tengo otras ofertas. Espero que lo comprendan y les deseo un buen fin de semana.

Después les estrecho la mano a ambos y me marcho. No estoy segura de haber hecho bien, pero ¡también hay que ser capaz de tomar una decisión!

Falta poco para las doce, de modo que voy al lugar donde trabaja Hanni para pasar con ella la pausa del mediodía. Al ser viernes, nos proponemos salir esta noche para ir a bailar. En el viaje de vuelta suena el móvil y al otro lado de la línea está mi futuro jefe.

—¡La felicito, señora Hofmann, ha logrado convencer a nuestro Big Boss! ¡Ahora le toca demostrar lo que sabe hacer! Empezará el uno de noviembre.

Sorprendida, contesto entre risas:

—¡Fantástico! De verdad que me alegro muchísimo y le aseguro que me volcaré en el trabajo.

—Lo sé —contesta, riendo también, y promete enviarme el contrato en los próximos días.

¡De nuevo lo he conseguido! Entre ochenta candidatos, soy yo quien ha ganado la carrera. Me siento felicísima de que mi desempleo haya llegado a su fin y de haber encontrado, encima, un puesto bien remunerado e interesante.

Llego a casa flotando en el séptimo cielo y en el buzón me encuentro con el primer manuscrito devuelto. Viene acompañado de un escueto escrito con el texto siguiente: «Se devuelve con nuestro agradecimiento. No vemos ninguna posibilidad de incluirlo en nuestro programa de publicación».

Contemplo mi manuscrito y tengo la sensación de que nadie se ha tomado la molestia de meter las narices en él. Todas las páginas tienen aspecto de recién impresas, ordenadas y no leídas. ¡Hasta mi carta de acompañamiento sigue en el mismo lugar! A mí me da lo mismo. Acaban de darme un fantástico empleo y seguro que no cambiaré en los próximos años. Puedo elegir un coche de empresa, me pagan unas dietas muy generosas, un buen sueldo y una participación en las ventas. A todo eso no pienso renunciar fácilmente, me digo, y llevo el manuscrito devuelto para guardarlo en el sótano.

Antes de que me incorpore el uno de noviembre a mi nuevo puesto de trabajo, llegan devueltos, poco a poco, todos los paquetes enviados, siempre con la misma argumentación. Una editorial escribe incluso: «¡Le falta tensión!». ¡Este comentario me sorprende! He vivido un amor sobrenatural en la selva más profunda con todos sus altibajos, he dado a luz una hija en unas circunstancias extremas, describo peligrosas escenas en la selva con búfalos y elefantes y averías de coche que casi me costaron la vida, por no hablar de la mujer que, en mi coche, se arrancó ante mis ojos su bebé muerto de las entrañas, algo que casi me hizo enloquecer. Pues bien, ¿cuánta tensión más quieren los señores lectores?, me pregunto mientras me pongo a guardar todos los manuscritos.

Pienso que tal vez es mejor así. Quién sabe lo que implicaría una publicación. En estos momentos me encuentro como no me he encontrado en mucho tiempo. Tengo una hija guapa e inteligente y un trabajo interesante. Después de haber escrito mi historia africana, casi como una terapia, noto cómo, poco a poco, se va apoderando de mí una nueva sensación vital y cómo voy cambiando. Mis dolores de espalda son lo único que me recuerda casi a diario los manuscritos, ya que los he tenido que llevar al sótano, dos pisos más abajo.

En nuestro pequeño piso me empieza a faltar espacio y, además, pienso que Napirai, a sus siete años, necesita una habitación propia. Cuando se presente la ocasión, voy a tener que buscar un piso más grande, ya que, además, ahora puedo permitírmelo económicamente. Tampoco encuentro tiempo para el grupo de las mujeres que educan solas a sus hijos, y un buen día me entero de que se va a disolver. Solo se ha mantenido un contacto intenso con dos de las mujeres.

Poco a poco voy familiarizándome con el trabajo, pues tardo un tiempo en conocer todos los productos y sus aplicaciones. Los otros dos colaboradores en el departamento comercial tienen el título de técnicos dentales y llevan ambos más de diez años trabajando en esta empresa. Incluso por la noche estudio libros y folletos, y a veces tengo la sensación de que jamás seré capaz de recordar estos complicados nombres y procedimientos.

Un día que tengo libre hago uso de un vale para un masaje, que me regaló por mi cumpleaños hace tres meses mi amiga alemana Andrea, porque mis dolores de espalda no remiten. Cuando estoy tumbada en la camilla para masajes, la masajista me pregunta si soy aquella mujer de África que ha escrito un libro. Por lo visto, Andrea le ha hablado de mí. Ahora quiere saber cuándo aparecerá el libro.

—Lo más probable es que nunca aparezca, porque hasta ahora ninguna editorial ha mostrado interés —le contesto.

—Pero tiene que ser publicado —dice en tono enérgico, y pregunta si quiero que pida a un librero amigo suyo direcciones de editoriales adecuadas.

Algo dudosa, acepto con un movimiento de la cabeza. Y realmente unos días más tarde encuentro una hoja con cuatro direcciones de pequeñas editoriales. Dudo si vale la pena que me ponga en contacto con ellas, puesto que, en estos momentos, mi mundo está en perfecto orden. Pero cediendo a la presión de algunas amigas, llamo a la primera editorial. Me dicen que solo publican libros de autores extranjeros, es decir que, si mi marido hubiese escrito el libro, podrían estar, en teoría, interesados. Entonces llamo a la editorial A1, de Múnich. Qué extraño nombre, pienso cuando oigo una voz masculina. El hombre escucha con tranquilidad mi historia y al final quiere saber cómo he dado con su editorial. Antes de terminar la larga conversación me pide que le envíe el manuscrito para que pueda examinarlo. Cuando lo llevo a Correos decido: es la última vez que gasto tanto dinero en sellos. Pasará casi medio año hasta que reciba una respuesta.

Los primeros días en el departamento comercial resultan muy agradables, porque puedo hacer el recorrido acompañando a un colega. Escucho con gran interés y a veces temo que tardaré años en saber explicarlo todo tan bien y detalladamente. En enero de 1997 me envían a Alemania para participar en un cursillo de formación de una semana. Se trata de conocer y saber manejar unos diez productos de nuestro surtido que abarca unos cien artículos. El cursillo resulta agotador, pero muy instructivo. Mientras me están enseñando todo lo que se precisa o se puede hacer para sustituir dientes defectuosos, arreglarlos o incluso alinear toda la dentadura, no puedo evitar sonreír de vez en cuando para mis adentros al pensar en mi familia africana. En su tribu, unos dientes muy separados o sobresalientes, que los europeos consideramos una deformación y que, si nos lo podemos permitir, hacemos alinear por mucho dinero, son considerados como ideal de belleza. También a todos los masai les faltan los dos incisivos centrales inferiores. Cuando tienen entre siete y nueve años, ellos mismos suelen arrancárselos. Para ello utilizan un cuchillo puntiagudo o un clavo, lo introducen entre la encía y el diente y luego le van dando golpes con una piedra hasta que el incisivo cae, manchado de sangre. Cuando lo han conseguido, los niños se muestran muy orgullosos de la acción realizada y cosechan grandes muestras de reconocimiento por parte de los adultos. Nunca he acabado de entender por qué todos los miembros de la tribu realizan este ritual, pero tiene que tener algo que ver con el temor a ahogarse en combinación con una determinada enfermedad. Sí, tan diferente puede resultar la cultura dental.

De vuelta en Suiza, tengo que hacer las visitas yo sola. De nuevo intento concertar las entrevistas por teléfono, pero este método no funciona en absoluto. Casi en todas partes me contestan lo mismo: «Ya estamos servidos, pero nos puede enviar folletos de sus productos. De todas formas, el jefe no dispone de tiempo. No queremos conocer representantes nuevos, pues llevamos años colaborando con los que ya conocemos». Bien, ante esta perspectiva no me queda más remedio que presentarme personalmente, pero con este tipo de clientela no resulta fácil llegar a tener acceso a la persona responsable. En las consultas suele haber mucha agitación, por lo que la pregunta es siempre idéntica: «¿Le han dado hora?». A veces tengo la impresión de que las señoras forman un muro cerrado tras el mostrador para proteger a su jefe. De vez en cuando experimento también situaciones agradables cuando me preguntan por ejemplo si deseo una taza de café y me dicen que el jefe me podrá atender brevemente dentro de diez minutos. Eso me alegra y al mismo tiempo espero ser capaz de contestar a las preguntas que puedan plantearme. Jamás me he sentido tan insegura en ramo alguno como en este, pero con cualquier pedido, por pequeño que sea, aumenta mi seguridad.

Cuando una tarde llego a casa a última hora, vuelvo a encontrarme con una carta de James. Me alegro siempre cuando veo ya por el sobre que la carta viene de Kenia. Esta fue escrita el 5 de enero de 1997.

Hola, Corinne y Napirai:

Os saludo. Dios sea con vosotras. Rezo para que podáis vivir el Nuevo Año 1997 y disfrutarlo. Aquí en Kenia ya no tenemos paz. La gente lucha todos los días. Muchos turkana y samburu disponen de fusiles. Nunca hemos vivido nada igual. Desde el 24 de diciembre hasta el 3 de enero hubo una gran lucha entre tribus. Los lugares afectados fueron Baragoi, Marti, Barsaloi, Opiroi y muchos otros. Mataron a mucha gente, a once en Barsaloi, a dos de mi familia, una niña y un viejo, pero a nadie de nuestro poblado. Robaron todos nuestros animales, cabras, vacas y camellos. No dejaron nada. Toda la gente huyó y vive ahora en Maralal. En los pueblos de Barsaloi, Baragoi, Opiroi ya no vive nadie. La gente vive como fugitivos; no tienen comida. Tampoco tenemos sitio suficiente en Maralal. No hay casas suficientes para poder vivir en ellas. Creo que muchas personas morirán de hambre. Ya no hay clases porque la gente se ha marchado. También el colegio de Maralal está vacío ahora. Quizás hayas oído en la radio o leído en los periódicos que unos bandidos llegaron en helicóptero y mataron a nuestro District-Officer y a dos policías. Entre Navidad y Año Nuevo fue una época terrible para nosotros. Por eso no hicimos ninguna celebración. Ahora mi familia vive cerca de Maralal junto al colegio. Espero que aún te acuerdes del lugar. Nadie de ellos posee casa o animales, y, para poder comer, dependen de lo que otras personas quieran darles.

Corinne y Napirai, espero que vosotras estéis bien. Por favor, ayúdanos a través de mi cuenta para que podamos comprar algo de comida. Si tengo la ocasión de ir a Barsaloi te enviaré las fotos de mi ceremonia que tuvo lugar el mes pasado. Pero allí la gente sigue aún luchando, y no hay paz en el distrito de los samburu. Todas las personas se marchan.

Os deseo a ti y Napirai y a todos tus amigos un feliz Año Nuevo 1997. Dios os dé paz y una buena vida.

Tuyo,

JAMES

P. D.: Toda la familia envía saludos para ti y Napirai.

Me estremezco al pensar cómo lo está pasando aquella gente. La querida mamá tuvo que huir a Maralal, ella que en toda su vida fue una sola vez a esta pequeña ciudad. Nunca quiso acompañarme en mi coche, porque la asustaba la vida de la ciudad. Amaba su Barsaloi y vivía contenta exclusivamente en los alrededores de su manyatta, salvo cuando alguna ceremonia la obligaba a trasladarse a otro lugar. ¡Y ahora eso! Seguro que tuvieron que huir a través de la peligrosa selva Loroki, y eso con varios bebés. Mientras imagino la suerte de mi familia samburu, comprendo de golpe que ahora también yo estaría completamente arruinada si la relación entre Lketinga y yo hubiese funcionado. A más tardar, ahora me abandonarían mis últimas fuerzas. Al pensar eso, siento un inmenso alivio de vivir en la segura Suiza, pero a la vez me siento infinitamente unida a aquella gente. ¿Por qué será que la desgracia se ceba siempre en la gente de vida más modesta? Voy de inmediato al banco para transferir un importe de cierta importancia para que puedan comprar alimentos y cabras, y rezo por ellos. También llevo una carta consoladora a Correos.

A principios de marzo asisto nuevamente a un cursillo de formación, esta vez en Holanda. La nueva gama de productos me impresiona y desde el primer momento me identifico con ella. Vuelvo de Holanda de muy buen humor y quisiera aplicar enseguida mis conocimientos, pero como para eso necesito que los dentistas me presten atención durante unos minutos, cambio de táctica para que no me despachen ya en el mostrador. Visito a todos los dentistas de una ciudad e intento conseguir una entrevista para los días siguientes. Como tenemos atractivas ofertas de introducción, lo consigo con casi la mitad de las consultas dentales visitadas. Mi agenda se va llenando y medio año después se empieza a notar el éxito.

Una vecina me habla de un piso en una casa de nueva construcción en nuestro pueblo. El piso aún no está habitado y se puede visitar. Aunque el alquiler me parece demasiado elevado, voy a verlo. ¡Y lógicamente pasa lo que tenía que pasar! Este piso es sin duda el más bonito que he visto últimamente. Tiene grandes ventanales, es abierto y muy espacioso. Estoy entusiasmada, aunque lo veo todo iluminado solo por una linterna, ya que aún no está dada de alta la electricidad. De repente, el importe del alquiler ha dejado de tener importancia y me decido en el acto. Por suerte me asignan este piso de ensueño. Ya nos mudamos el uno de abril. No obstante, nos cuesta mucho despedirnos de nuestro antiguo entorno. Las niñas se han convertido en una comunidad conjurada, y también yo me encontraba a gusto con estos vecinos.

Resulta todo menos fácil acostumbrarnos al nuevo piso. Hasta ahora Napirai ha dormido siempre conmigo y ahora tiene por primera vez una habitación propia. En vez de dormir por la noche, me llama cada cinco minutos:

—Mamá, ¿sigues allí? ¡No te oigo ni te veo! ¡Mamá, quiero volver a nuestro antiguo piso!

Pero también estos problemas cesan tras unas semanas y yo disfruto de nuestra vivienda como de una joya. Cuando me siento por la noche ante la chimenea, me dejo llevar por mis sueños y sigo pensando mucho en África. El olor a leña quemada sigue despertando las imágenes del recuerdo. Me veo acurrucada ante el fuego preparando una comida muy sencilla o un té para Lketinga y sus amigos guerreros. Sigo sintiendo todavía la agradable sensación de encontrarme en nuestra manyatta que, pese a toda su sencillez, me ofrecía protección frente al calor, al frío, a la lluvia o a animales salvajes. Tomo conciencia de que en ninguno de mis pisos en Suiza, por bonitos que fuesen, he sentido semejante sensación de seguridad y protección. Sin embargo, compruebo también que vuelvo a ser capaz de disfrutar perfectamente de cierto lujo. Y eso que me había prometido a mi regreso que viviría solo con lo más necesario. Hoy he comprado muebles modernos. Raramente voy a tiendas de segunda mano y vuelven a amontonarse objetos innecesarios. Con mi trabajo he recuperado el nivel de vida que tenía antes de mi época africana y, pese a algunos reparos, me siento orgullosa de haberlo conseguido.

Napirai se hace amiga de las niñas que viven cerca de nuestro nuevo piso, de modo que las «antiguas» relaciones se van rompiendo poco a poco. En casa de la familia que cuida de ella se siente como en su propia casa y su abuela vive en su camino al colegio.

Mi profesión me llena por completo. Hay algunos consultorios que visito ya por segunda vez y me reciben más relajadamente y con más amabilidad. Con ocasión de los frecuentes cursillos de formación asistimos, como espectadores, también a operaciones de mandíbula. No a todos les resulta fácil soportar la visión de la sangre y ver cómo se perfora la mandíbula. En este sentido parece resultarme beneficioso el haber visto cómo los samburu bebían sangre como tónico reconstituyente después de la matanza de un animal. Tras haber pasado por esta dura escuela ver sangre no es, para mí, nada especial.

Una noche, cuando estoy redactando el informe diario para la empresa, suena el teléfono. Al otro lado de la línea oigo la voz del editor de Múnich, una voz que recuerdo. ¡Dios mío, casi me había olvidado completamente del manuscrito! ¡Tanto ha cambiado mi vida en el último medio año debido a mi nuevo trabajo y a la mudanza a nuestro nuevo piso! En estos momentos lo que he escrito sobre mis vivencias ocupa un lugar lejano. Y ahora oigo decir al editor:

—El intrigante relato de su vida tiene buenas perspectivas, pero antes de tomar una decisión definitiva, consideramos importante conocerla en persona.

La noticia me llega por sorpresa. Hace nueve meses habría dado saltos de alegría, pero ahora ya no sé si hay sitio para todo esto en mi nueva vida. Aun así, acepto la oferta de un encuentro personal. Si no me gusta la editorial, siempre estaré a tiempo de retirar mi manuscrito. Unas semanas más tarde inicio el viaje en tren a Múnich sin estar segura de estar haciendo lo correcto. El editor me recoge personalmente en la estación y, desde el primer momento, me resulta simpático. En la editorial me esperan algunas personas más, entre ellas una señora vivaracha y competente, encargada de las relaciones con la prensa, con la que enseguida me entiendo bien.

Cuando vuelvo a estar sentada en el tren tras este estimulante encuentro, siento ahora, pese a todo, un poco de alegría pensando en lo que puede salir de todo eso. Unos días después recibo la respuesta definitiva en la que me anuncian el envío de un contrato. Ahora ya nada me retiene y llamo a todos los que, mientras escribía, me han prestado apoyo moral para compartir con ellos la noticia. Todos se alegran, pero nadie sabe muy bien qué va a suceder ahora.

Ya se vuelve a acercar la época navideña, y por primera vez puedo invitar a toda mi familia a nuestro espacioso piso. Celebramos unas fiestas alegres y armoniosas, viviendo unos días contemplativos, turbados solo por una carta procedente de Kenia.

Debido a los combates persistentes, la familia aún no puede regresar a su pueblo, pero, gracias a nuestra ayuda, pudieron comprar alimentos y cabras que James ha repartido de forma justa entre los parientes. Por fin, envía también fotos de la hermanastra de Napirai. También ella es una niña guapa, pero con su cabeza rasurada no se parece mucho a Napirai, aunque las dos tienen los mismos ojos. En las fotos que muestran a James durante la ceremonia que le permite ahora casarse, le veo por primera vez pintado a la usanza tradicional y ataviado solo con una kanga. Me parece un extraño, pues hasta ahora solo le había visto con su uniforme del colegio o vestido con sus ropas «normales». Las escasas fotos contribuyen cada vez a que no se rompa mi contacto espiritual con Kenia.