Su insistencia empieza a surtir efecto, y cada vez más a menudo pienso en la posibilidad de escribir mi historia. Vacilante, cojo una noche una libreta cuadriculada y un lápiz y empiezo a hacer retroceder mis pensamientos nueve años atrás. Recuerdo cómo mi compañero Marco y yo aterrizamos en Mombasa para iniciar nuestras vacaciones y cómo en el acto me emocionaron profundamente aquella aura y las impresiones derivadas de ella y cómo tenía la extraña sensación de haber llegado a casa después de mucho tiempo. En aquel momento no supe explicármelo, y así el primer encuentro con Lketinga me afectó en lo más hondo de mi ser y toda mi base vital se derrumbó en unos segundos. Lo vi a él, y mi anterior vida dejó de existir. Sí, lo vuelvo a ver, sentir y oler todo como si ocurriera por segunda vez, y mi mano comienza automáticamente a anotar todas estas impresiones. Me parece ver toda la historia como si de una película se tratara, y no tengo que pensar ni por un instante qué es lo que debo contar. ¡La historia se escribe sola! No noto cómo pasa el tiempo. Solo cuando me duelen los dedos, miro el reloj y me sorprende comprobar que ya es más de la medianoche. Dios mío, tengo que acostarme. Mañana será un día lleno de trabajo, me digo, y me acomodo con mucho cuidado al lado de Napirai, que está profundamente dormida. No encuentro calma en la cama, y en mis pensamientos sigo escribiendo, hasta que por fin logro quedarme dormida.
Al día siguiente, cuando recojo a mi hija tras el trabajo, le leo a mi madre las primeras páginas que he escrito. Se muestra muy sorprendida, pero entusiasmada.
—¿Pretendes ahora escribir un libro? —quiere saber.
—No, no —contesto—. En realidad, lo que quiero es anotarlo todo para que Napirai sepa algún día de qué gran amor ella es fruto y por qué, pese a este gran amor, sus padres no pudieron seguir juntos. Si me ocurriera algo, nadie podría informarla exactamente sobre su origen.
De inmediato mi madre se pone a buscar las cartas que le he escrito desde África y me las entrega para que sirvan de ayuda a mi memoria.
En casa preparo la cena y a continuación me ocupo de Napirai. Se acuesta a las siete y yo realizo rápidamente las labores de mi pequeño hogar. Después ha llegado al fin el momento de disponer de tranquilidad y de tiempo para releer las páginas escritas el día anterior. En un abrir y cerrar de ojos he vuelto a sumergirme en el pasado y, automáticamente, continúo escribiendo. Veo a Lketinga ante mis ojos mientras lo describo como un hombre alto, hermoso, muy exótico, casi femenino, con una estructura muscular nervuda y unos ojos fogosos y apasionados. La luz del sol poniente confiere un brillo especial a su cuerpo moreno y su rostro pintado, con el largo cabello rojo recogido en pequeñas trencitas. Su largo cuerpo, ataviado con solo un paño también rojo en las caderas y unos collares de perlas de color, parece sobrio y, no obstante, conmovedoramente hermoso. De nuevo siento desconcierto y atracción mientras pongo mis recuerdos en el papel.
De repente suena el teléfono. Arrancada bruscamente de mi pasado, descuelgo y contesto en tono bastante áspero. Es Madeleine que pregunta si puede pasar a verme con una botella de vino para comentar un asunto. En condiciones normales me alegraría, pero ahora no quiero ser devuelta a la realidad. Ya oigo a Madeleine diciendo:
—Eh, Corinne ¿qué te pasa? ¿Tienes visita y molesto?
Algo avergonzada de mi comportamiento le digo:
—No, claro que puedes venir. Yo también tengo algo que enseñarte.
Un instante después llama a mi puerta y, con una sonrisa radiante, Madeleine pasa al salón con una botella de vino tinto bajo el brazo. A su pregunta de por qué parezco tan despistada, traigo las páginas escritas y me pongo a leer en voz alta. Cuando he terminado, se muestra fascinada y dice:
—¡Es bueno, realmente bueno! Pero si pienso cuánto tiempo vas a necesitar para ponerlo todo sobre papel, creo que de ahora en adelante vamos a tener que abreviar nuestras veladas. ¡En cualquier caso, siento curiosidad por ver qué saldrá de todo eso!
En el transcurso de los siguientes dos o tres meses, el ambiente en el trabajo empeora drásticamente, de modo que el «antiguo» jefe presenta su dimisión y abandona la empresa, algo que desconcierta a muchos empleados; entre ellos, también a mí. Y en poco tiempo las cosas cambian radicalmente. En una ocasión llego a una reunión y me encuentro con que la secretaria de recepción está deshecha en lágrimas. En otra, se desencadena una discusión a voz en cuello. También empieza a haber problemas con los pedidos y llegan las primeras reclamaciones de cierta envergadura de parte de mi clientela. Espero aún que la situación vuelva a relajarse. Pero lo que en estos momentos ha adquirido verdadera importancia para mí es poder escribir por la noche. Se ha convertido casi en una adicción.
A finales de agosto el correo me trae una invitación a un encuentro con alumnos de mi clase en el mes de octubre. Me alegro y siento curiosidad por ver qué ha sido de todos mis compañeros y compañeras. No he vuelto a ver a nadie desde que finalicé mi época escolar. Sobre todo, tengo ganas de volver a ver a mi amiga de entonces, Therese. Cuando llego al lugar de nuestro encuentro, veo que muchos de mis antiguos compañeros y compañeras están ya allí. Al principio casi no reconozco a nadie, lo que me resulta embarazoso. Vestida con mi elegante traje chaqueta de piel negra y el cabello de un rojo vivo, me siento demasiado llamativa. Las demás me parecen mucho más decentes. Tras el aperitivo, nos trasladamos al restaurante en el que nos espera la comida. Las mesas han sido colocadas en forma de herradura, de modo que los aproximadamente veinte participantes puedan verse. Solo ahora me fijo en alguien que acaba de llegar. ¡Pero si es Markus! Está sentado al lado de una antigua maestra. Como ya antaño en el colegio, alegra el ambiente con sus descocados comentarios y contagia a todos con su risa alegre y sincera. Se ha convertido en un hombre atractivo, pero lo cierto es que en el tercer curso ya me gustaba. Él, en cambio, me encontraba demasiado alta y delgada. Más tarde me entero de que fue por eso por lo que no contestó a mis románticas cartitas. Durante la comida comenta con intención mi aspecto físico con el antiguo maestro y exclama para que todos puedan oírlo:
—¡Corinne, así ya me habrías gustado antes!
A lo que contesto:
—¡Tú mismo eres el culpable! ¡Tuviste tu oportunidad hace veinticinco años!
Muchos se ríen, pero algunos no entienden la broma. Lamentablemente mi antigua amiga Therese no aparece. Tampoco han venido algunos otros que me habrían interesado. Tras la comida, enseguida se forman unos grupitos y se discute, se ríe y se bebe. Markus es el centro para las mujeres. Es muy atractivo y tiene una manera chistosa y a la vez inteligente de conversar. También yo le escucho con atención. Tiene una oficina de ingeniería, está casado y es padre de dos hijas. Un auténtico marido modelo, pienso, y casi envidio un poco a la desconocida mujer que puede caminar por la vida al lado de tal hombre. Esta noche nace en mí la idea de que mi próximo compañero debería ser igual de alegre, radiante, atractivo y seguro de sí mismo. Si no estuviera casado, le manifestaría abiertamente mi admiración. Aún mucho después de este encuentro de mi antigua clase sigo comentando a mis amigas la fascinación que este hombre ha despertado en mí.
Napirai se ha aclimatado magníficamente en el parvulario y en la familia que cuida de ella. Es una niña despierta, independiente, pero no obstante muy cariñosa. Muchas veces me envuelve con sus largas y delgadas piernas y brazos cuando la recojo por la noche. Ella es mi sol y todo el sentido de mi vida.
El trabajo empieza a hacérseme difícil, porque ya nada funciona como debiera. Ahora se producen frecuentes cambios de personal. Por una parte, echan a muchos empleados y, por otra, algunos se marchan por iniciativa propia, porque la atmósfera laboral les destroza los nervios. También yo empiezo a pensar en cómo va a seguir todo. Llevo ya tres años en la empresa y me he montado una buena clientela. El sueldo me permite hacer todos los años vacaciones con mi hija y, en conjunto, tengo un buen nivel de vida.
Tras las fiestas navideñas vuelvo al trabajo sin ganas y con un extraño presentimiento. Como es costumbre tras el cambio de año, me dirijo primero a la empresa para desearles un feliz Año Nuevo a todos los compañeros y para comentar los proyectos para el futuro. Nada más entrar en el edificio, noto que algo va mal. El jefe convoca a todo el personal del departamento comercial a una reunión y explica que la empresa está atravesando dificultades, que se están suprimiendo puestos de trabajo y que todo el departamento comercial se ve afectado por estas medidas. Me siento como si me hubiesen abofeteado. No lleva ni un año en su cargo y ya ha arruinado la empresa y se suprimen nuestros puestos de trabajo. Pregunto cómo piensa conseguir nuevos pedidos si no dispone de colaboradores en el departamento comercial. Su insolente respuesta es que él mismo atenderá a partir de ahora a los clientes importantes. Y los clientes menos importantes tendrán que adaptarse y venir ellos mismos a la empresa. ¡Para él es así de fácil! Me siento escandalizada.
Menos mal que aún mantengo la calma suficiente para poder hablar con la mayor serenidad posible del plazo de rescisión de mi contrato. Sugiero continuar realizando las entrevistas ya concertadas, pero sin dedicarme al negocio nuevo mientras la empresa me sigue pagando el sueldo base durante el plazo de rescisión de tres meses, puesto que en una situación como esta no existe nada peor que tener que vender sin estar convencido. Al final, ambos parecemos contentos de habernos separado amistosamente.
Durante el regreso a casa conduzco mi coche como anestesiada. No puedo creer con qué rapidez se han producido los cambios en la empresa. En estos momentos ignoro si voy a tener fuerzas y ganas suficientes para empezar de cero por cuarta vez. Como siento una gran necesidad de comentar mi situación con alguien de confianza, hago un alto en el camino para hacerle una visita a mi amiga Anneliese. Ella es quien tiene la amabilidad de pasar al ordenador las páginas de mi manuscrito y se muestra siempre impaciente por recibir más hojas. Pero también tras esta visita me siento cansada y desorientada, por lo que voy a ver a mi madre que tiene que escuchar también lo que me ha sucedido. Su rostro denota preocupación aunque objeta:
—¡Pero hasta ahora siempre has tenido tanta suerte! ¡Seguro que lo volverás a conseguir y que en breve tendrás un nuevo empleo! ¡No te desanimes!
Por primera vez ya no estoy tan segura y empiezo a tener la sensación de que siempre me estafan en lo que al fruto de mi trabajo se refiere.
Durante los siguientes días me tomo el trabajo más a la ligera y me siento satisfecha tras cada entrevista realizada. Paso personalmente a ver a algunos clientes para despedirme. Muchos manifiestan su decepción ante la situación y anuncian que, cuando yo ya no los atienda, dejarán de hacer pedidos. Entretanto me he puesto ya a buscar un nuevo trabajo y reviso los anuncios, pero no encuentro nada que se ajuste ni de lejos a lo que quiero. De este modo los días restantes pasan volando y de repente estoy sin trabajo. Jamás habría pensado que eso me pudiera ocurrir en Suiza. Ahora, tras seis años de trabajar a jornada completa, me veo por primera vez en la necesidad de tener que inscribirme en la oficina de desempleo. Se me hace muy cuesta arriba ir a la oficina municipal a tal fin. Pero contrariamente a cualquier prejuicio, me atienden, al menos, con cortesía y amabilidad. Me informan de que primero tengo que dejar pasar un plazo hasta que a finales del segundo mes reciba el ochenta por ciento del promedio de mis ingresos. El suplemento en concepto de dietas no se incluye en este cálculo, de modo que mi contrato de leasing se convierte en una carga adicional. Pero ya me las arreglaré de algún modo, pues sabré apretarme el cinturón. Sigo aún convencida de que volveré a encontrar rápidamente trabajo, a pesar de no tener una idea muy clara de qué tipo de trabajo podría tratarse. Es como si hubiesen intervenido las brujas, pero en la actualidad el mercado de trabajo parece haberse secado completamente. Tampoco tiene éxito un nuevo anuncio en el periódico, pero sí representa un gasto considerable.
Después de haber superado el primer shock y haberme librado de falsos escrúpulos, disfruto del tiempo que ahora tengo libre para estar con Napirai. Al mediodía cocino con mucho cariño para nosotras y, al fin, me entero de primera mano de los acontecimientos e historias del parvulario. Antes solo me enteraba, en todo caso, a través de la madre de acogida de las grandes y pequeñas emociones de mi hija. De ningún modo vamos a romper este contacto. Cuando tengo entrevistas de presentación, Napirai sigue pasando el tiempo con ella, pues espero encontrar pronto un nuevo empleo. Pero transcurridos dos meses de desempleo, mis esperanzas se van esfumando y noto claros signos de desaliento.
En esta época una amiga me da la dirección de una cartomántica. A pesar de que no es algo que me convenza realmente y que lo cierto es que no puedo permitirme este gasto adicional, voy a verla con la esperanza de recibir alguna indicación sobre mi futuro profesional. Tiene unos setenta años y vive en una casita antigua. El jardín y todos los alféizares de las ventanas están decorados con figuras de enanos. Al verlos no puedo evitar una sonrisa y me inclino para pasar al salón de bajo techo que está sobrecargado de fotos, flores artificiales y otras cursilerías. Me siento a la mesa del comedor, enfrente de la vieja, intrigada por ver qué pasará ahora. Soy muy escéptica, pero sin haberlo probado, tampoco quiero permitirme un juicio negativo de todo eso. Mientras extraigo las cartas, un gato de pelo rojizo se acomoda en mi regazo, y ahora tengo realmente la sensación de estar sentada en la casita de una bruja. Voy sacando una carta tras otra de la baraja y la mujer empieza a interpretarlas. Sin que le hubiese contado nada, lo primero que comprueba es que vivo sola con una niña y que seguiré así bastante tiempo más. Bueno, no he venido por el amor. Quiero saber qué pasará con mi trabajo y en qué dirección. Una y otra vez mira las cartas y comenta objetivamente, pero con sorpresa, que tengo que haber tenido un pasado disparatado en el extranjero, un pasado que incluso en la actualidad sigue muy vivo en mí. Me mira y pregunta si escribo muchas cartas o si de algún otro modo no consigo dar por cerrado mi pasado. Respondo que ahora estoy escribiendo la historia de la vida que he llevado en África con el padre de mi hija.
—Entonces ¿pretende escribir un libro?
—Sí, pero aún no sé si voy a publicarlo —contesto con sinceridad.
Me parece que no escucha con mucho interés, sino que vuelve a barajar y me pide de nuevo que extraiga unas cartas. Ahora se anima y dice:
—¡Lo único que puedo decirle es que ha de seguir adelante sin falta! ¡Será un gran éxito, por lo que veo, un éxito que incluso traspasará nuestras fronteras!
Riendo, objeto:
—Sí, sí, es posible, pero hasta entonces habrá que recorrer aún un largo camino. Y ¿qué posibilidades ve para un empleo en el futuro inmediato?
—Todo saldrá bien —dice—, pero no se precipite y tenga un poco de paciencia.
Durante el viaje de vuelta tengo la impresión de no haberme enterado de gran cosa. Puede que lo del libro sea cierto —ya me gustaría— pero primero tengo que acabar de escribirlo. Todas las noches, cuando Napirai duerme y nadie me molesta, me sumerjo en mis recuerdos e intento plasmarlos sobre el papel. Entretanto, este ritual se ha convertido casi en una necesidad. A mi llegada a casa llamo de inmediato a Hanni, que sigue con gran interés lo que escribo. Le cuento lo que me ha dicho la echadora de cartas. Se alegra muchísimo y dice entre risas:
—¡Llevo años diciéndotelo! ¡Y ya verás que al final hasta harán una película!
Nos echamos a reír las dos. Por lo demás echa de menos tanto mis visitas de negocio como las personales, pues ahora no voy a ningún sitio ya que antes de gastar un solo franco tengo que pensármelo dos veces si no quiero contraer deudas.
Tras tres meses en el paro acepto un nuevo empleo, pese a que no me acaba de convencer. Pero es mejor que tener que hacer cola en la oficina municipal todos los viernes con mi hoja de desempleada. El trabajo consiste en la venta de adornos para el cabello a droguerías y grandes almacenes. No tardo en darme cuenta de que el número de clientes que tengo que visitar obligatoriamente es tan elevado que, si quiero terminar el trabajo diario, pocas veces llegaré a casa antes de las siete, con lo que, como máximo, podré ver a mi hija una hora al día. Casi nunca tengo tiempo de comer al mediodía como es debido y no tardo en volver a tener un aspecto enfermizo, como comprueba mi madre preocupada. Dejo el trabajo aún durante el periodo de prueba, porque tengo los nervios destrozados.
Además, la escritura vespertina me absorbe cada vez más, porque revivo con intensidad muchas situaciones, tanto física como mentalmente. Puede ocurrir a veces que, después de haber descrito el proceso de una enfermedad, vuelvo a sentirme miserable y enferma. En otras situaciones tengo que interrumpir el relato porque se me caen las lágrimas. De vez en cuando incluso tengo que descansar unas cuantas noches para reunir nuevas fuerzas, porque ahora, tras unos ocho meses, voy poco a poco acercándome al final de la escritura, pero sin tener una idea clara de dónde pondré el punto final.
En una nueva carta, James agradece las fotos de Napirai. Dice que mamá y Lketinga se pusieron muy tristes al ver las fotos. Nos siguen echando de menos. En la carta hay una foto de la esposa de Lketinga. La reconozco en el acto, porque de niña compraba a menudo azúcar o maíz en nuestra tienda. Era una muchacha muy tranquila que pasaba más bien inadvertida. Me alegro por los dos, sobre todo porque James escribe que realmente Lketinga ha dejado de tomar alcohol. Más adelante me enviará una foto de su hija que tiene ya diez meses. La mujer del hermano mayor de Lketinga, mamá Saguna, lleva ya tres meses en el hospital y tiene serios problemas de salud. No puede volver a casa hasta que no hayan pagado la factura del hospital. Además, adeudan dinero a los somalíes por el transporte de emergencia de Barsaloi a Wamba. Me imagino que se trataría de una cuestión de vida o muerte, pues hasta que allí se recurra a un hospital, el paciente suele estar más muerto que vivo. Primero se prueban todas las posibles formas de medicina de la selva, como he vivido en mis propias carnes. Escribe que ahora mi suegra tiene en casa a los cinco niños y la nueva hija de su hermano y que no tienen comida suficiente. James me pide otra vez que les ayude enviando dinero, algo que me pone muy triste. Por primera vez no puedo ayudar, porque debido a mi desempleo el dinero se me ha acabado. En consecuencia pido un donativo a Hanspeter y a mi hermano mayor, algo a lo que ambos acceden sin necesidad de muchas explicaciones.
Esta vez el volver a encontrarme en el paro no me preocupa tanto. Durante la breve vuelta al trabajo he entendido que tengo ganas de vender algo nuevo y más refinado. A mis treinta y seis años podría también hacer algún cursillo de formación adicional. Todos los días me dedico a rebuscar en los periódicos.
Al mismo tiempo estoy preparando a Napirai para su primer día de colegio. ¡Con qué rapidez pasa el tiempo! Ahora mi hija ya ha alcanzado la edad escolar y empieza poco a poco la parte seria de su vida. En la tribu de su padre ahora estaría vigilando a pleno sol un rebaño de cabras. Sus hermosos cabellos serían rasurados con una hoja de afeitar y no vestiría más que una kanga y en el cuello sus primeros abalorios. No, estoy verdaderamente contenta de que las cosas hayan salido de otro modo.
El primer día de clase mi madre y yo acompañamos, orgullosas, a nuestra Napirai al colegio. Está guapísima con su bonito vestidito de verano, con su piel morena y sus tirabuzones que le llegan hasta los hombros. Nerviosa, vacía su gran mochila de vivos colores, coloca su abigarrado estuche de lápices en el pupitre y se pone a escuchar atentamente a la joven y simpática maestra que, para colmo, tiene una larga melena rubia, algo que sigue fascinando a Napirai. Pronto mi madre y yo dejamos de ser importantes para ella, de modo que tras algo más de una hora nos vamos en silencio.
Día tras día escribo como obsesionada sobre mi pasado, llenando página tras página. Por fin, una noche estoy contando cómo hace cinco años y medio estaba sentada con Napirai en el autobús de Mombasa a Nairobi y cómo imploraba a Lketinga que firmara de una vez la hoja redactada por mí con la que autorizaba nuestra salida del país durante tres semanas. De repente siento que me pongo a temblar por dentro y una enorme opresión en el pecho. Oigo con claridad cómo el conductor del autobús toca el claxon y me parece escuchar la voz triste y dudosa de Lketinga diciendo: «I don’t know, if I see you and Napirai again». A continuación abandona rápidamente el autobús. Nos ponemos en marcha y solo cuando, con la hoja firmada entre las manos, me despido en silencio de todo lo que veo pasar, las lágrimas empiezan a rodarme por las mejillas.
Tras estas últimas frases lanzo el lápiz y la libreta a lo lejos y lloro desenfrenadamente. Todo mi cuerpo está agitado por los sollozos. En este momento sé una cosa: ¡No podré escribir ni una sola línea más! Cruzo los brazos en torno a mi cuerpo como en busca de apoyo y tengo la sensación de ser arrastrada a un profundo agujero. Lloro por mi amada Kenia, por mi sueño roto de un gran amor y por todo lo hermoso y terrible que me fue permitido vivir en un mundo casi irreal.
De repente veo ante mí a mi pequeña Napirai, adormilada y asustada, que me pregunta con lágrimas en los ojos:
—Mamá, ¿por qué lloras así? ¿Te has hecho daño? ¡Tú nunca lloras!
Siento a Napirai en mi regazo y la abrazo fuertemente mientras intento hablar, aunque sin conseguirlo del todo por mis continuos jadeos.
—No me he hecho daño, cielo mío. Seguramente estoy llorando porque no logré ser feliz con tu papá.
—¡Pero me tienes a mí! —replica mi niña, ahora también entre sollozos.
Intento consolarla y durante mucho tiempo le paso la mano por la espalda hasta que se ha calmado. Después vuelvo a acostarla en nuestra cama y le prometo que no volveré a llorar. En el salón miro el reloj y compruebo sorprendida que son más de las dos de la madrugada. En consecuencia habré estado hundida en mi dolor durante casi tres horas. Jamás habría pensado que mi historia africana pudiera volver a afectarme de este modo. Estaba segura de haber digerido perfectamente esta etapa de mi vida, pero, por lo visto, solo lo había reprimido todo. Hace años que no he llorado de este modo y ahora noto poco a poco que una profunda calma se va apoderando de mí, y me siento agotada y aturdida.
Me propongo llevarle este último cuaderno cuanto antes a Anneliese para que lo pase al ordenador y yo pueda, al fin, dar por terminado el libro. Como siempre he escrito sentada en el suelo, ahora me duele todo. ¡Pero lo he conseguido! Queda constancia por escrito de nuestra historia y con este pensamiento tranquilizador me quedo, por fin, dormida. A la mañana siguiente, cuando le preparo el desayuno a Napirai, apenas veo nada a través de mis ojos hinchados. Le prometo que cocinaré algo delicioso para nosotras y que al mediodía volveré a tener un semblante alegre.
Unos días después Anneliese me trae los diez cuadernos escritos a mano, junto con una versión pasada al ordenador e impresa. Ahora cuatro años en la selva de Kenia se encuentran ante mí en un archivador. Me siento abrumada. Brindamos por el éxito de un posible libro y le prometo que la compensaré con unas fantásticas vacaciones, si el libro se llega a publicar. Ahora informo a mi familia de mi «obra», y Eric se ofrece a copiarla para que la pueda enviar a diferentes editoriales.