En un nuevo encuentro del grupo de mujeres que educan solas a sus hijos, una participante habla de su reciente divorcio, que tardó años en conseguir. Yo pregunto qué pasos hay que dar, puesto que no tengo ni idea cómo hay que hacerlo. Con el tiempo también yo empiezo a sentir deseos de hacer tabula rasa y ocuparme de mi propio divorcio. Siguiendo los consejos que me han dado, llamo al juez de paz competente para explicarle mi situación, haciendo hincapié en que hace ya tres años que no he visto a mi marido. Debido a mis manifestaciones y al hecho de que Lketinga vive en algún lugar de Kenia y de que no podemos establecer contacto personalmente, nos ahorramos la acostumbrada conversación a la que se suele someter al matrimonio. El juez de paz dice que me enviará los impresos para que pueda solicitar el divorcio. Al final añade que jamás se ha encontrado con una situación similar y que primero tendrá que informarse cómo se puede arreglar un caso como el mío. Cuando recibo los impresos, unos días después, me siento aliviada al comprobar lo fácil que todo parece. Sin embargo, me sorprende el hecho de que también se pida información sobre mi juventud, mi familia, incluso sobre mis hermanos. Hay que hacer una relación de todos los colegios a los que uno ha asistido e indicar cuál es la actual situación laboral. Después hay que facilitar información sobre la relación matrimonial, por ejemplo dónde, cuándo y a qué edad se han conocido los cónyuges. Por lo tanto voy a tener unas cuantas cosas que anotar. Tacho la columna en la que se ha de indicar cuánto dinero se solicita para el hijo, ya que renuncio a toda ayuda. ¿Cómo iba a pagar Lketinga una pensión alimenticia si la realidad es que, cuando puedo, hago llegar yo algo de dinero desde aquí a su familia? Después lo meto todo en un sobre y lo envío a la vez intrigada y expectante. Pienso que no puedo perder gran cosa.
Durante el tiempo libre en verano nos dedicamos a diferentes actividades. En una ocasión Madeleine trae un anuncio en el que se ofrece un viaje en autocar al Tirol del Sur con una estancia de tres días en un hotel con piscina. Como no disponemos de mucho dinero y la oferta es muy favorable, nos inscribimos. Lo importante es marcharnos unos días. Nada más subir al autocar, nos damos cuenta de que somos, con mucha diferencia, los participantes más jóvenes. Y acto seguido Napirai pregunta en un tono de voz suficientemente alto como para que todos puedan oírlo: «Mamá ¿por qué solo las abuelas se van de vacaciones?». Le explico que la gente mayor dispone de mucho tiempo, puesto que ya no tiene que trabajar. No se me ocurre nada mejor. Durante el viaje nuestros hijos contribuyen al entretenimiento de todos los pasajeros. Sobre todo, Napirai se sienta ahora aquí y ahora allá al lado de alguna abuela, y todas están encantadas. Serán tres días muy animados, que cuestan poco dinero, pero durante los cuales los niños lo pasan estupendamente.
En otra ocasión le pido a mi madre su antiquísima tienda para dos personas, y me marcho con mi hija a acampar al no muy lejano lago Walensee. El camping es sencillo y se encuentra en pleno bosque. Nuestra tienda es la más pequeña y la más divertida y la levantamos sobre un pequeño montículo. A su alrededor excavo una pequeña fosa, como solía hacer en Kenia alrededor de la manyatta, para que, en caso de lluvia, el agua tenga salida. El esfuerzo valió la pena. Por la noche se desencadena una fuerte tormenta sobre el lago. Tumbadas boca abajo, Napirai y yo contemplamos el espectáculo desde la pequeña tienda, pues con los truenos resulta imposible pensar en dormir. Los rayos relampaguean largamente sobre el lago e iluminan por unos breves instantes todo el entorno. Nos sentimos fascinadas. Al día siguiente resulta difícil encontrar leña seca para asar nuestras salchichas. El suelo está empapado, y muchas tiendas fueron desmontadas y han desaparecido. Pero no nos damos por vencidas, y al mediodía nos compensan los primeros rayos de sol. Después recojo unas ramas de los árboles que son las que se han secado al aire con más rapidez. Y, en efecto, poco después conseguimos encender nuestro fuego y algo más tarde disfrutamos de nuestra comida tardía. Napirai se alegra mucho de poder holgazanear así con su mamá.
Cuando vuelvo al trabajo después de las vacaciones de verano, mis jefes me comunican que se van a separar y que la sede de la empresa será trasladada. Para mí esto significa que ya no podré pasar rápidamente por la empresa para hacer los pedidos, sino que tendré que hacer un viaje de varias horas en coche. No estoy precisamente entusiasmada, porque de este modo pierdo mucho tiempo que podría pasar con Napirai, por lo que les digo que tengo que replantearme nuestra relación laboral.
En casa me pongo a buscar la tarjeta de visita del jefe comercial de la empresa que tiene la representación de camisetas y llamo, aunque sin gran esperanza de que aún se acuerde de mí. Sin embargo, se alegra realmente y acordamos una entrevista en la empresa. Al entrar unos días después en el edificio, me siento impresionada al ver el aspecto tan cuidado y profesional. Me fascinan las grandes máquinas con que, por serigrafía, se estampan los diferentes temas en las camisetas. También el departamento de bordado resulta interesante. Y naturalmente, ante una taza de café, hablamos de lo que podría ganar. El sueldo base sería más o menos el mismo que tenía, pero la comisión sería más elevada y además me pagarían un importe global en concepto de dietas. Sumado todo ganaría algo más que ahora. El asunto queda aclarado de inmediato y acordamos que empezaré lo antes posible.
Puedo rescindir mi anterior relación laboral en un plazo de cuatro semanas, y ya el 1 de octubre de 1993 empiezo en mi tercer empleo desde mi regreso. Me siento altamente motivada, porque disfruto de este trabajo y de las nuevas posibilidades que me ofrece y porque, además, me entiendo muy bien con el jefe. Sobre todo los logos bordados de empresa tienen muy buena salida. Incluso puedo aprovechar mi anterior clientela y con algunos artículos alcanzo unas ventas sensacionales. Ni por un minuto me arrepiento de haber cambiado de trabajo y, con gran satisfacción por mi parte, compruebo que hasta ahora cada nuevo puesto de trabajo ha representado un paso adelante.
Una noche del mes de noviembre recibo en casa un aviso de Correos. La carta certificada contiene una citación a un juicio en el que se tratará la cuestión de mi divorcio. Ahora que lo veo blanco sobre negro me resulta extraño. Seguramente se me concederá el divorcio de un hombre que no tiene ni idea de este divorcio. El juicio se celebrará el 30 de noviembre de 1993 a las cinco de la tarde. Se requiere asistencia personal, con o sin representante.
¡Dios mío! ¡No tengo abogado! Me pregunto si lo necesito y si he de pedir a mi madre, o incluso a Madeleine, que me acompañen. Por fin decido ir sola, puesto que nadie más que yo conoce toda la historia. Mi capacidad de réplica ha sido sometida a un buen entrenamiento a lo largo de estos años en el departamento comercial y mi reforzada confianza en mí misma no es comparable a la que tenía en los primeros meses tras mi regreso de Kenia, cuando ni siquiera me atrevía a salir sola a la calle.
El día en cuestión me llevo dos nóminas para que se vea que con lo que gano puedo mantener perfectamente a las dos, además de una lista de nuestros gastos y unas fotos de mi marido y de la vida que llevábamos entonces. Como no me he encontrado jamás ante un tribunal, ahora no puedo evitar que me embargue una sensación algo angustiosa. Junto a varias puertas esperan grupos pequeños y mayores de personas que, en su mayoría, se agrupan en torno a un abogado vestido de toga. Me siento un poco perdida, yo sola, con mi cartera poco abultada. Cuando me llaman, entro muy tensa en la sala en la que ya hay cuatro personas esperando. Me siento en el banco ante el juez. Primero se comprueban los datos personales y después tengo que contar sucintamente mi vida con Lketinga.
Como me percato de que la descripción de la tribu a la que pertenece mi marido no le dice nada al juez, pregunto, al finalizar mi relato, si quiere que le muestre unas fotos para mejor comprensión. Tras una breve vacilación accede. Deposito seis fotos en el pupitre. Una de ellas muestra a mi marido pintado de guerrero, con su lanza; otra, la matanza de un buey ante la manyatta, y en la tercera aparecemos los dos juntos con nuestra hija Napirai. El juez carraspea y pregunta incrédulo: «¿Así que este es su marido?». El resto de mujeres y hombres se levantan y se acercan a la mesa para ver también las fotos. Se produce una breve discusión entre ellos y después el juez me pregunta si puede guardar las fotos en el expediente hasta la resolución definitiva. Doy mi consentimiento y me permiten que me marche hasta la próxima citación. Al abandonar el edificio, me siento ya un poco más liberada.
Dos semanas más tarde, es decir a mediados de diciembre, recibo la siguiente citación. Ahora la cosa va en serio. Me esperan las mismas personas. De nuevo me preguntan si no he tenido noticias de mi marido y si sigo ignorando su paradero. Contesto bajo juramento que hasta el día de la fecha no puedo añadir nada más. A continuación me preguntan si quiero interponer una demanda en petición de una pensión alimenticia, a lo que contesto negativamente. Al final el juez lee en voz alta que, dadas las circunstancias, procede el divorcio del matrimonio entre las partes con los siguientes acuerdos adicionales: la patria potestad para Napirai, la hija nacida de este matrimonio, la asumirá la madre. Se hace constar que la madre renuncia a cualquier aportación en concepto de pensión alimenticia. Asimismo se hace constar que las partes que se someten a divorcio no hacen valer ningún derecho una frente a la otra. Sigue la tasación de costas del pleito así como la indicación de que, para Lketinga, la sentencia tiene que ser publicada en el boletín oficial de la provincia. ¡Vaya absurdo!
Al final ya solo oigo que, si en los próximos diez días ninguna de las partes recurre la sentencia, esta será firme. La cabeza me da vueltas y, cuando los cuatro recogen sus documentos, me siento algo desvalida. Insegura, pregunto:
—¿Y ahora estoy divorciada? ¿Ha pasado todo realmente? ¿Puedo marcharme o tengo que recoger algo en algún lugar o pagar algo?
El juez de distrito asiente con la cabeza y desaparece con rapidez. Despacio abandono la sala y apenas puedo creer que todo haya resultado tan sencillo. Poco a poco voy entendiendo que todo se debe al hecho de que Lketinga figura, por así decirlo, como desaparecido. Solo cuando ya me encuentro fuera, envuelta por el frío del mes de diciembre, una gran alegría se va apoderando de mí al pensar que ya nadie podrá quitarme a Napirai mientras yo no viaje a Kenia. Me marcho inmediatamente a casa de mi madre, que comparte mi alegría y me invita a cenar.