SUPERANDO LOS OBSTÁCULOS DE LA BUROCRACIA

A principios de septiembre me veo arrancada abruptamente de mi eufórico entusiasmo. Se trata de mi solicitud de un libro de familia, una solicitud de la que casi me había olvidado. Lo que tengo que leer ahora casi me hace perder pie. Según el derecho alemán sigo casada, lo que significa que Napirai tiene que llevar el apellido del padre, a no ser que ambos padres hubiesen acordado otro apellido. Además, el nombre no tiene validez legal hasta que conste registrado en un libro de familia alemán o en un carnet de identidad. Me piden también que presente la partida de nacimiento de mi marido. ¿Cómo demonios voy a aportar, como por arte de magia, una partida de nacimiento que no existe? En un impreso tengo que contestar un montón de preguntas relativas a los padres de Lketinga. ¿Cómo voy a conseguir todas las informaciones necesarias de un marido de quien, en estos momentos, ignoro incluso el paradero?

Todo me da vueltas en la cabeza y me siento mareada. Lketinga jamás daría su conformidad a que Napirai llevase mi apellido, pero solo me han concedido el permiso de estancia en Suiza debido al hecho de que ambas nos apellidamos igual y tenemos la misma nacionalidad. Casi me vuelvo loca de miedo de que me puedan quitar a Napirai. ¿Va a derrumbarse el hermoso mundo que hemos construido solo por culpa de unos estúpidos artículos legales? ¿O acaso va a ser Lketinga, que vive en paradero desconocido a una distancia de diez mil kilómetros de nosotras, el representante legal de Napirai?

Casi no puedo creerlo. Vuelvo a repasar una y otra vez las preguntas y no sé cómo voy a contestarlas jamás. Quisiera tirarlo todo a la papelera, pero llegará un momento en que Napirai necesitará un carnet de identidad y para eso tiene que disponer de una partida de nacimiento homologada. Y esta partida ha de ser confirmada en Kenia. Dios mío, ¿cómo va a ser posible? Ya no sé qué hacer. Completamente desesperada, llamo a mi madre que, si bien intenta consolarme, tampoco sabe cómo ayudarme.

Como nadie de mis conocidos sabe lo que hay que hacer en un caso como el mío, llamo al consulado general de Alemania en Zúrich y concierto una entrevista. El responsable me recibe con gran amabilidad, pero tampoco sabe decirme gran cosa. Así son las leyes. Me aconseja que intente averiguar más sobre la familia a través del hermano de Lketinga. Entonces él vería qué puede hacer con los datos y hasta qué punto serán suficientes.

Exhausta y sudorosa, abandono el consulado. Por el momento lo único que sé es que todo será dificilísimo. Pienso en mis queridos parientes keniatas y en su modo de vida tan sencillo y arcaico. ¿Cómo podré explicar a aquella gente que nosotros, en nuestro mundo civilizado, necesitamos todo esto? ¡Ellos, que no saben siquiera la fecha de su cumpleaños y que no entienden por qué se celebra, han de facilitar ahora datos sobre personas muertas! Me parece absurdo.

Pero como no tengo otra posibilidad, escribo una larga carta a James. Le pido que conteste lo mejor que sepa al gran número de preguntas y que la Misión certifique su carta que, a ser posible, deberá ser escrita a máquina. Añado lo mucho que siento tener que causar tantos trastornos en el pueblo, pero que todo eso es muy importante para Napirai y para mí. Envío la carta con escasas esperanzas. Seguramente pasarán dos o tres meses hasta que reciba respuesta, ya que en esta época James está en el colegio y no irá a casa hasta Navidad. La partida de nacimiento de Napirai y el certificado de matrimonio serán enviados a Kenia por el consulado para su legalización. También eso tardará una eternidad.

Pese a estas complicaciones vuelve a imponerse poco a poco la vida cotidiana y yo intento no pensar en la posibilidad de recibir malas noticias. De algún modo se podrá resolver también este problema.

Unas semanas antes de Navidad mis ventas personales se desarrollan con gran éxito, ya que los productos se prestan magníficamente como regalos. Mi jefe está muy contento conmigo y, mediante un contrato de leasing, pone a mi disposición un precioso coche nuevo, pues mi viejo Ford me dejaba cada vez más a menudo tirada en medio de la ciudad, lo que me había causado ya problemas al no poder llegar puntualmente a las entrevistas concertadas. Sin embargo, cada vez que tengo una avería con el coche, me sorprende con qué rapidez y ausencia de complicaciones llega la ayuda. ¡Qué diferencia con los problemas en Kenia! Allí nos pasábamos a menudo horas, o incluso días en la selva sin que pasara nadie que pudiese ayudarnos. Con el tiempo tuve que aprender a arreglar yo misma el motor o a reparar los continuos problemas con los neumáticos. Solo cuando el todoterreno había quedado embarrancado en el barro o se había hundido en la arena, los nativos podían ayudarme trayendo madera de la selva para colocarla bajo los neumáticos y poder sacar así el coche del barro.

Llena de orgullo, me dirijo con el nuevo coche a mi trabajo. Durante la noche ha nevado y las carreteras están cubiertas de nieve semiderretida. Me siento segura, puesto que mi jefe me ha garantizado que con los neumáticos que se adaptan a cualquier situación meteorológica puedo conducir también en invierno. Aun así, conduzco con cuidado y despacio. Pero en una curva hacia la derecha, el coche deja de obedecerme, se desliza sobre la nieve medio deshecha y no se detiene hasta haber chocado contra un coche aparcado. Me siento en estado de shock. Jamás en mi vida he tenido un accidente, a pesar de que en Kenia he conducido por caminos inverosímiles, por los que casi nadie se atrevía a conducir. No me explico cómo ha podido ocurrir, teniendo en cuenta, además, que tomé la curva a una velocidad bajísima. El bonito coche nuevo tiene importantes daños en la parte delantera, y el vehículo aparcado no tiene mejor aspecto. Se abren las puertas de varias viviendas y algunas ventanas, y poco después una mujer muy alterada está inspeccionando su coche nuevo, ahora destrozado. Me disculpo pero no me puedo quitar de la cabeza la idea de que mi jefe me va a matar. Cuando aparece el marido de la perjudicada, que —ironías del destino— resulta ser planchista de coches, ve enseguida que no llevo neumáticos de invierno. Me parece no estar oyendo bien y empiezo a ponerme histérica. El hombre nos tranquiliza a las dos mujeres, diciendo: «Parece peor de lo que en realidad es». También mi jefe reacciona con serenidad cuando le informo por teléfono. Dice que mandará una grúa. Así finaliza mi primera semana con el nuevo coche. Me dan un vehículo de sustitución hasta que el mío esté reparado. Del resto se encargarán las compañías de seguros, me tranquiliza mi jefe. Así de sencillas son las cosas aquí.

La organización y realización de las ventas personales me lleva a coincidir cada vez más con otras personas. Y de vez en cuando algún hombre me invita a comer o a tomar una copa. Hasta la fecha siempre he rechazado la invitación, pero ahora he encontrado a alguien que me gusta, por lo que acepto. Nos citamos para comer, y de este modo salgo por primera vez desde mi regreso de Kenia con un hombre, mientras Napirai pasa la noche en casa de mi madre. Ya en la conversación a lo largo de la comida noto que mi vida anterior no provoca en él precisamente entusiasmo: «¿Así que ya tienes una hija?», es uno de sus emocionantes comentarios, en los que el tono lo dice todo y la velada finaliza con la correspondiente prontitud. En otra ocasión tengo que escuchar: «Vaya, parece que te gustan más los negros…». Aunque yo diga que solo he conocido a un hombre africano y que este hombre es mi marido, queda flotando en el aire un regusto extraño. Una vez se me formula incluso la pregunta: «¿Te has hecho ya la prueba del sida?». Yo me siento, cada vez, completamente desencantada, y así los «amoríos» suelen terminar antes de haber empezado. Me canso con mucha rapidez de hacerle pasar a mi hija la noche fuera de casa a cambio de una cena con una conversación a menudo nada satisfactoria. Disfruto mucho más cocinando para unas amigas y celebrando las fiestas en casa. O me encuentro de vez en cuando con antiguas compañeras y compañeros de trabajo de Rapperswil, cuando allí tocan música en vivo en algún restaurante. Entonces puedo llevarme a Napirai, de lo que ella se alegra siempre muchísimo. Le encanta estar rodeada de mucha gente y en el restaurante se pone delante de la banda de música y baila alegremente. A la gente le hace gracia verla. A veces va de mesa en mesa y se limita a mirar a las personas. Cuando regresa a la nuestra, trae frecuentemente algún regalito. Me hace reír, aunque a veces me pregunto si esta simpatía va dirigida al color de su piel o al hecho de que ella sea una niña tan curiosa y alegre. Pero si a las once de la noche permanecemos aún, contentas, en el local, oigo a veces el comentario: «¡A estas horas una niña tiene que estar en la cama!». Sí, y la madre también, pienso. Mi hija está feliz de estar conmigo y se alegra, tanto como yo, con la música y nuestra mutua compañía. Además el fin de semana no tenemos que madrugar. En los países del sur la gente también se lleva a los niños y es sabido que allí la mayoría es más alegre. No me dejo impresionar y permanezco sentada con mi hija hasta que noto que realmente le entra sueño. Entonces nos marchamos a casa satisfechas.

En uno de los siguientes encuentros de nuestro grupo menciono estos comentarios, e inmediatamente se produce una animada discusión. Muchas mujeres solas, que han perdido la seguridad en sí mismas, no tienen valor suficiente y se mantienen alejadas de cualquier acto organizado hasta que en casa no aguantan más. No, yo vivo y educo a mi hija como me lo dicta mi intuición.

De nuevo estamos en plena época prenavideña, y todo está cubierto de nieve. En nuestra urbanización me preguntan si Napirai y yo queremos asistir a la celebración del día de San Nicolás en una cabaña del bosque; que por allí pasará San Nicolás con un asno y con todo lo que lo caracteriza. Todos contribuyen con una pequeña cantidad. Acepto la invitación y siento curiosidad por ver la reacción de Napirai. Diez adultos se encuentran en la cabaña con sus hijos. Todo ha sido adornado para la fiesta y en las mesas hay nueces, mandarinas, velas y vino. Al cabo de aproximadamente una hora oímos el tintineo de una campanilla y luego unos golpes en la puerta. Los niños están nerviosos y se van corriendo adonde se encuentran sus padres. Napirai me mira sorprendida y después vuelve a mirar, como hipnotizada, la puerta. Asoman dos San Nicolás y un personaje vestido de negro, el criado Ruperto, con su vara. Por un momento se hace el silencio en la cabaña. Solo cuando los adultos saludamos a los dos San Nicolás, los niños empiezan a reír o se ocultan rápidamente tras sus padres. Napirai se sorprende y pregunta:

—Mamá, ¿quién es?

Se lo explico todo, como si de un juego se tratara, y después escuchamos las rimas que dirigen a cada uno de los niños antes de que estos vayan a recoger su bolsita de manos de San Nicolás. Pero Napirai solo quiere ir con el hombre vestido de negro. No le interesan para nada los San Nicolás vestidos de rojo, sino que se planta ante el criado Ruperto e intenta tirarle de su larga barba postiza. La situación resulta tan cómica que todos estallan en grandes carcajadas. La mayoría de los niños rehúyen a este hombre y el interés de Napirai se centra únicamente en él. Se nos saltan las lágrimas de tanta risa. Para mí está claro que su comportamiento tiene algo que ver con África. Seguramente se acuerda de su origen africano, y la gente de piel oscura sigue resultándole familiar.

Recuerdo otra situación cómica que se produjo hace medio año, cuando estábamos haciendo la compra. Estamos subiendo en la escalera mecánica cuando en el lado opuesto se nos acerca un hombre de color. Napirai estaba sentada en el carro de la compra, señaló al hombre con el dedo y exclamó en voz alta: «¡Papá!». El hombre nos dedicó una sonrisa mientras que yo me puse roja como un tomate.

Y ahora está prendada de la persona disfrazada del negro criado Ruperto. Estoy segura de que querrá visitar a su padre cuando sea adulta. Nuestra fiesta de San Nicolás toca a su fin, y conjuntamente recogemos y arreglamos la cabaña. En el camino de vuelta, Napirai lleva orgullosa su bolsita llena de nueces, de pan de especias y de chocolate.

Unos días más tarde recibo una carta de James en la que cuenta que todo va más o menos bien, pero que hace casi un año que no llueve y que los seres humanos y los animales están pasando hambre. Muchos han muerto por la sequía. Ya no crece la hierba y por eso mueren las vacas, con lo que los humanos no tienen leche, que constituye uno de sus alimentos principales. Pero su familia está mucho mejor gracias a la ayuda económica que reciben de mí y de mi hermano Marc. Vuelve a dar las gracias efusivamente y nos manda saludos de toda la familia. No menciona para nada mis preguntas relacionadas con el libro de familia, de modo que no sé si nuestras cartas se han cruzado o si la mía se ha perdido. Esperaré un poco más. Dice seguir sin noticias de Lketinga, pero que no quiere ir a Mombasa. Que me informará tan pronto se entere de alguna novedad. Que pasará dos meses en casa por Navidad y que volverá a celebrar una ceremonia importante. Y que para esta ceremonia aún tiene que comprar una vaca, pero que está sin dinero. Que también para eso cuenta con mi ayuda.

Nosotras pasamos las Navidades con mi madre y Hanspeter. También en esta ocasión se acumulan los regalos para mi hija, y siento remordimientos de conciencia por la miseria y la sequía en el otro lado del mundo.

La presidenta del grupo de madres que educan solas a sus hijos nos ha invitado a su casa para celebrar San Silvestre. De nuevo todas traen algo: ensaladas, pizzas, pasteles, carne, vino o champán. Al fin y al cabo somos unos trece adultos y el doble de niños de todas las edades. Nos servimos comida del magnífico bufete y a continuación bailamos en el piso hermosamente adornado. Después de las diez de la noche aún nos sobra tanta comida que nos ponemos a pensar en qué hacer con ella. Surge la idea de llamar a una emisora de radio para comunicarlo. Tras algunos vanos intentos, una de nosotras consigue establecer contacto con la emisora. Les habla brevemente de nuestra fiesta, de que somos trece mujeres y que nos ha sobrado mucha comida. Que lo único que hay que traer es buen humor. No menciona para nada a los niños. Poco después el teléfono ya no deja de sonar. Son montones de hombres solitarios o incluso grupos enteros de hombres. A aquellos que por teléfono parecen agradables les damos la dirección, pero al cabo de diez minutos dejamos de contestar, pues no cabría en el piso más gente. Poco después los primeros huéspedes llaman a la puerta. Los niños mayores corren a la puerta para abrir. Las visitas piden disculpas y creen haber llamado a una puerta equivocada, pero los niños dicen, bien «adiestrados»:

—No, pasen. Nuestras madres están sentadas o bailan en el salón.

Todos son recibidos de esta manera. Algunos se muestran sorprendidos y se quedan a pesar de los niños. Otros se despiden en la misma puerta. A medianoche en el piso hay ocho hombres que se dejan poner sombreros en la cabeza por los niños o colocarse narices de cartón que estaban escondidas en los artículos de fuegos artificiales de sobremesa. Sobre las dos de la madrugada incluso los niños más despiertos se rinden y así damos por finalizada la insólita y divertida fiesta de San Silvestre.

En casa acuesto a Napirai, que se ha quedado dormida en mis brazos, y me pongo a pensar en el año que acabo de dejar atrás. Han cambiado tantas cosas, pero me siento feliz. Estoy sentada en un acogedor piso de dos habitaciones y media que, incluso tras casi un año, sigue pareciéndome enorme en comparación con mis anteriores moradas. Incluso a estas alturas me quedo un buen rato contemplando la nevera antes de sacar algo de comida. No es por nada, es como un homenaje y un gesto de respeto, nada más. Sí, lo hemos conseguido y doy gracias a Dios por todo lo que me ha sucedido a lo largo del pasado año, y siento curiosidad por lo que me traerá el próximo año mil novecientos noventa y dos.

A principios de año tengo hora con mi médico de cabecera. Tengo que someterme a un análisis de sangre y de los valores del hígado. El médico, que conoce mi historia desde mi primera visita, se sorprende viéndome tan recuperada de aspecto. No es extraño, pues he engordado casi diez kilos. Sigo siendo muy delgada, pero ya no estoy esquelética. En los valores de la sangre quedan ya muy pocas secuelas de la malaria, lo que resulta insólito, teniendo en cuenta la frecuencia con que contraje esta grave enfermedad tropical. El médico se asombra también ante los valores del hígado y apenas puede creer que se me tenga que calificar casi de curada. Le explico que aquí en Suiza jamás he pensado en mi enfermedad, sino que muy pronto empecé a considerarme una persona sana.

—Parece que su actitud ha contribuido considerablemente, pues ha tenido una recuperación en tan poco tiempo como no he visto jamás —dice muy contento y me da el alta.

Enero es un mes frío y húmedo. Las entrevistas no tienen tanto éxito como en la época navideña. La gente parece reticente y malhumorada. También mi jefe se queja de que las ventas deberían ser más elevadas. Yo, en cambio, entiendo perfectamente que durante la cuesta de enero no se puede esperar gran cosa. Lo recuerdo aún de mis anteriores trabajos. Él también debería saberlo, y con mayor motivo teniendo en cuenta que lleva más de cuarenta años en el ramo, como me dijo una vez lleno de orgullo. En estos momentos, me alegro, al menos yo, de cualquier pequeño pedido. Seguro que en febrero las ventas se reanimarán.

Lo único que rompe un poco la monotonía es el carnaval que se celebra en el pueblo. Napirai participa por primera vez y se ha disfrazado de bruja. Se marcha con una amiga y se alegra de las bufonadas que ocurren a su alrededor. Por lo demás, se ha aclimatado estupendamente en su familia de acogida. Hasta puede darse el caso de que aún no quiera ir a casa cuando yo llego para recogerla por lo enfrascada que está en su juego con los otros niños. Aunque al principio me duele un poco, me siento, por otra parte, más que contenta al ver lo bien que se lo pasa allí.

Al fin recibo la carta escrita a máquina de Barsaloi. Me abruma el que James haya sido capaz de hacerlo. Escribe que toda la familia se alegra y que mamá hasta lloró de emoción cuando se enteró de que aquí en Suiza va a ser registrada oficialmente en un libro de familia. Me esperaba cualquier cosa menos esta reacción. Así que también a mí se me caen las lágrimas mientras, de repente, vuelvo a echar mucho de menos a mi suegra. Han contestado a casi todas las preguntas y el escrito lleva el sello de la Misión. Solo lamentan que no exista ninguna partida de nacimiento de Lketinga y que no se conozca la fecha exacta de su nacimiento. Pero incluso recibo información sobre su fallecido padre. ¡Oh, cómo me alegro y le agradezco a mi suegra su comprensión!

Llena de confianza voy al consulado alemán y le presento la carta a aquel señor. De nuevo rellenamos innumerables impresos. Sobre algunos aspectos, que siguen sin desprenderse claramente de la carta, tengo que hacer una declaración jurada. Nuevamente se envía todo a Berlín y ahora toca esperar. Lo que empiezo a tener claro es que esa no ha sido, ni mucho menos, la última vez que he tenido que presentarme en el consulado.

En mi trabajo pronto no queda ninguna compañía de seguros ni banco en los que no me haya presentado. En Basilea hasta conseguí para el mismo día una entrevista con la empresa química Sandoz y por la tarde con Hoffmann La Roche. ¡A ver quién es capaz de emularme!, pienso satisfecha. A mediados de marzo me presento espontáneamente en un banco con el que acordé que cada tres meses les haría una visita. La encargada de las compras siempre pedía una considerable cantidad de los caros fulares de marca. Ya en el edificio, pregunto por ella. Aparece y, muy sorprendida, dice:

—Pero ¿acaso no sabe usted que hace tres semanas estuve en su tienda y que hice el pedido allí? Necesitaba urgentemente unos chales e intenté ponerme en contacto telefónico con usted. Me ofrecieron que pasara por la tienda, y por eso lo elegí todo allí mismo. Ahora mis necesidades están cubiertas por unos meses.

Me sorprende lo que me cuenta, pues lo ignoraba todo, pero no dejo traslucir mi desconcierto. Me despido amablemente y abandono el banco. En casa repaso mis liquidaciones, pero no encuentro ninguna anotación que haga referencia al pedido en cuestión, de modo que llamo al día siguiente a mi jefe para preguntarle. Primero intenta encontrar una salida, pero después dice que yo no tengo nada que ver con este pedido, porque la señora lo ha hecho en la tienda y no a través de mí. Discrepo de su opinión, porque se trata de alguien a quien yo he conseguido como cliente y sus posteriores pedidos deberían pasar por mi cuenta de ventas. Al fin y al cabo, las comisiones constituyen parte de mi sueldo. No quiere entenderlo, y yo me voy poniendo cada vez más furiosa, porque tengo que suponer que no es la primera vez que ocurre algo parecido. Se produce una discusión desagradable. No puedo entender que no quiera entrar en razón y que, al contrario, intente quitarme mi clientela. He trabajado hasta altas horas de la noche en las ventas personales, y ahora me ataca de este modo por la espalda. Me siento tremendamente decepcionada y utilizada de manera descarada. Es algo que me resulta muy difícil de soportar, por lo que reacciono en consonancia, rescindiendo el contrato en el acto.

—¡Bien, adelante! —exclama con una risa irónica y cuelga.

Tras una breve reflexión empiezo a entender que él quería deshacerse de mí, puesto que le he conseguido todos los contactos y ahora podría ahorrarse mi sueldo. Me siento tan furiosa y decepcionada que se me saltan las lágrimas. Sé perdonar muchas cosas, pero no el que se me trate de forma injusta. En consecuencia, solo ocho meses después de haber empezado con tanto éxito mi primer empleo, rescindo el contrato por escrito. Encontraré otro, de eso estoy convencida. En cualquier caso tendrá que emitirme un certificado ¡y que tenga mucho cuidado de redactarlo como es debido! Al fin y al cabo son varias las empresas en las que he realizado ventas personales, las que han agradecido por escrito la buena organización y mi dedicación personal.

Una semana después devuelvo el coche y la colección, no sin haber acordado antes que se me pagará mi sueldo pendiente. Además exijo que se me deje leer primero mi certificado de trabajo. Todo se desarrolla sorprendentemente bien, y nos separamos con pocas palabras. Pese a que hasta este incidente pasé una época buena y feliz en mi primer puesto de trabajo, estoy contenta de haberme dado cuenta, pues tengo claro que más tarde, el final habría resultado aún más desagradable.

Así que ahora me encuentro sin coche y sin trabajo, pero con un piso que, aparte de todo lo demás, hay que pagar. Por la noche voy a Rapperswil. Necesito distraerme y pensar.

Napirai duerme por primera vez en casa de las niñas vecinas, lo que le gusta mucho. En el transcurso de la velada me encuentro con viejos conocidos y les cuento que he rescindido mi contrato de trabajo. Uno de ellos me recomienda que me dirija a una empresa que él conoce y que vende artículos publicitarios. Pocos días después tengo una cita con las personas responsables. La oferta no es extraordinaria, pero es mejor que nada y veo posibilidades de poder ir a más. Se trata de diferentes productos de publicidad, como encendedores, bolígrafos, carpetas, etc., que llevan impreso el nombre de la empresa. En lo concerniente a la clientela no se establecen límites. Toda empresa es un cliente en potencia. Pero tengo que volver a empezar de cero, porque en mi región aún no se ha creado clientela alguna.

Una semana después de la entrevista empiezo con el nuevo trabajo. Resulta casi imposible conseguir entrevistas. Con el coche arrendado en régimen de leasing recorro, pues, empresas artesanales, oficinas, restaurantes, etc., intentando vender los artículos con la correspondiente publicidad de la empresa. Como nuestros precios se mueven más bien en el margen inferior, todo funciona bastante bien, y muchos hacen sus pedidos allí mismo. Al cabo de dos o tres meses se ha corrido la voz de que ofrezco un género de calidad y que, además, es útil. En consecuencia, unos me recomiendan a otros, y pronto los clientes empiezan a llamarme por iniciativa propia. En este ramo resulta menos complicado establecer contacto con la gente. Se da el caso de que me presento de improviso en una empresa en la que los empleados están haciendo una pausa. Entonces me saludan alegremente y me invitan a tomar café mientras echan un vistazo a los productos. El estilo de venta es muy diferente del de mi anterior trabajo, pero me encuentro a gusto y voy conociendo a mucha gente.

Entretanto, mi círculo de conocidos se ha ido ampliando considerablemente. Ante todo, conozco a una serie de mujeres que me resultan simpáticas, y no me cuesta encontrar compañía para alguna salida por la noche. Lo que más me gusta es ir a bailar. En los locales observo a la gente que se apiña en torno al bar, de pie o sentada, y que apenas puede mantener una conversación con aquella música tan alta. Tengo la impresión de que todos están esperando algo. Entre la multitud y yo existe una pared invisible. Me parece estar aquí, pero sin participar. No me siento en medio de tanta gente, sino más bien al margen de ella. Ni yo misma logro explicarme esta sensación, puesto que me presentan a muchas personas y de vez en cuando se produce incluso algún flirteo, pero todo me parece irreal y superficial. Por otra parte, me asombra y, por momentos, me fascina el cambio que se ha operado en el ambiente y en la música.

Si pienso, en cambio, en la disco en la selva que organicé un par de veces en Barsaloi, la comparación casi me da risa. Bastaba la parte posterior de nuestra tienda de la que sacamos los sacos de maíz. Un transistor conectado a la batería del viejo todoterreno era la única fuente de música. Había Coca-Cola, cerveza y carne asada de cabra. Todos, jóvenes y viejos, acudieron en masa a esta discoteca improvisada. Para la mayoría de ellos era la primera vez que asistían a semejante evento y en su asombro parecían niños grandes. Incluso los viejos se acurrucaban en el suelo, envueltos en sus mantas de lana, y no paraban de reír. Solo las mujeres se quedaban fuera, lo que no impedía que los hombres bailaran animadamente. Todos se sentían felices y había una sensación de estar haciendo las cosas los unos con los otros. Entonces no sentí este muro entre los demás y yo. Fue una vivencia profunda. Aquí, en cambio, me parece otra manera de consumismo. Ello no me impide salir, dejarme extasiar por la nueva música y bailar, a veces, durante horas.

Napirai va creciendo y es una niña muy despierta y alegre. Entre nosotras existe una relación profunda aunque ya hace tiempo que he dejado de darle el pecho, pero seguimos compartiendo el dormitorio y la gran cama.

Un fin de semana me voy con ella a Biel para ver qué ha sido de mi antigua tienda de trajes de novia, que vendí a una amiga antes de emigrar a África. Durante el viaje voy dando vueltas a la idea de si debería llamar también a Marco, mi compañero de entonces, a quien abandoné por Lketinga. Como no he sido capaz de tomar una decisión hasta mi llegada a Biel, aparco primero el coche en la ciudad vieja, donde se encuentra mi antigua boutique. Mimi, mi sucesora, no sabe nada de mi regreso, porque hace ya tiempo que nos perdimos de vista. Cuando bajo las escaleras que llevan a la tienda, noto que se han producido algunos cambios. En la tienda veo a Mimi hablando con dos clientas. Cuando levanta la vista hacia nosotras, se le escapa un incrédulo:

Non, c’est pas vrai! Corinne, ¿de verdad eres tú? ¡No me lo creo! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Me mira confusa y desconcertada mientras yo la saludo con un beso.

—Bueno, es una larga historia, pero dejémoslo estar. Primero tienes que decirme cómo te va con la tienda —la animo.

Naturalmente, a continuación muestra su asombro al ver a Napirai. Cuando las clientas han abandonado la tienda, nos contamos la vida. Después de haberse hecho cargo de la tienda, ella conoció a su actual compañero, de lo que me alegro mucho, pues antes pasó bastantes años sola tras su divorcio. Después sigue mi historia para la que, incluso en versión abreviada, necesito algo más de tiempo. Cuando termino, ella se muestra apesadumbrada por el hecho de que mi gran amor haya tenido un final tan trágico. Me pregunta espontáneamente si no me apetece visitarla con Napirai a ella y su amigo en St. Raphael, en el sur de Francia. Dice haber alquilado allí por unas semanas una bonita villa, porque su compañero ha aceptado un trabajo de temporada que consiste en la revisión de motores de barcos. Ella irá dentro de dos semanas y nosotras seremos bienvenidas cuando nos apetezca.

—La villa tiene una ubicación magnífica, dispone de una gran piscina y hay sitio suficiente para todos nosotros.

»Así podrías contarme tu vida en Kenia con más detalle.

Acepto en el acto, pues hace años que no hago vacaciones, aunque cuando hablo de mis cuatro años en Kenia, todo el mundo cree que fueron unas vacaciones.

Cuando me ha anotado la dirección, pregunto por Marco. Lamentablemente ella apenas tiene ya contacto con nuestro antiguo círculo de amigos, pero sabe que Marco ha cambiado de piso. Por lo tanto le llamo sin pensármelo más. Su voz no suena ni sorprendida ni molesta y hablamos un rato por teléfono antes de citarnos en un restaurante. Apenas ha cambiado. Nos contamos de forma sucinta lo más importante de los pasados años y así me entero de que también él tiene una relación fracasada a sus espaldas y que ahora está harto de tener pareja, lo que anuncia sin rencor, con una sonrisa radiante. Pronto llega un momento en que ya no tenemos nada que decirnos y nos despedimos, porque, además, para Napirai nuestra conversación resulta bastante aburrida.

Durante el regreso a casa imagino las vacaciones en el sur de Francia. Me hacen mucha ilusión, porque, además, en St. Raphael vive una tía abuela mía por parte de madre que procede de Indochina, el actual Vietnam, y a la que podré por fin conocer aprovechando la ocasión.

Tres semanas después iniciamos el largo viaje en coche. Mientras conduzco, cantamos, cuento historias o escuchamos cintas con cuentos de hadas. Todo funciona a las mil maravillas durante unos cientos de kilómetros, pero poco a poco Napirai empieza a rezongar porque ya no quiere seguir sentada en el coche. Todos mis intentos de distracción resultan inútiles y tengo que salir de la autopista para buscarnos un hotel. A mediados del mes de julio en Italia, y encima cerca del mar, se revela como una tentativa prácticamente inútil. Todo está ocupado y encima nos examinan con miradas llenas de desconfianza. Cuando ya me dispongo a pasar la noche en el coche, tenemos al fin suerte en nuestro último intento. Se trata de una vieja pensión en una calle con mucho tránsito. Antes de instalarnos en la sencilla y ruidosa habitación, quiero dar una vuelta con Napirai. Paseamos por el pintoresco pueblecito en el que los viejos están sentados en la calle, ante sus casas. Una y otra vez les oigo exclamar: «Che bella bambina, che bella!». Algunos muestran tanto entusiasmo al ver a mi hija que intentan acariciarla y tocarla. A Napirai no le gusta nada y responde a las muestras de cariño con una mirada adusta. Nos retiramos, pues, a la pensión donde comemos nuestros últimos bocadillos antes de quedarnos dormidas, exhaustas.

Al día siguiente recorremos los últimos cien kilómetros hasta St. Raphael y, gracias a mi capacidad de orientación, adquirida en mi trabajo en el departamento comercial, encontramos la villa a la primera. Mimi nos recibe con gran alegría. La casa es inmensa y tiene una fantástica piscina. Por la noche me presenta a su compañero. Me sorprende positivamente y me alegro por ella. Es un hombre abierto, juvenil y alegre, que parece adelantarse a cualquier deseo de Mimi. Pasamos una velada muy agradable. Pero ya al segundo día se produce casi una tragedia. Mientras yo he ido a comprar el pan, tiene lugar en casa una escena espantosa. Sin decir ni pío ni hacer ruido, Napirai baja la escalera hasta la piscina y cuando, por pura casualidad, Mimi se asoma a la terraza, solo ve un mechón del cabello de Napirai sobresalir de la superficie del agua. Corre a la piscina y saca a la niña en el último momento. Cuando veinte minutos más tarde yo regreso a casa, está todavía gritando a todo pulmón. Aterrorizada, corro escaleras arriba y veo su cabeza roja. Mientras Mimi cuenta nerviosa lo que ha pasado, me flaquean las piernas. Me caen las lágrimas cuando cobro conciencia de lo poco que faltó para que mi niña no saliera con vida. La mantengo abrazada durante horas y a lo largo de los días siguientes no la pierdo de vista ni por un instante. La llevo al mar y ella disfruta removiendo la arena. A raíz de un paseo por el pueblo, Napirai ve por primera vez una fiesta mayor en la que hay tiovivos, que la entusiasman de inmediato. Por lo demás, el resto de las vacaciones transcurre tranquilamente, aunque para mí resulta incluso un poco aburrido. Ya no estoy acostumbrada a estar inactiva y a disponer de tanto tiempo.

A menudo pienso en Kenia y en mi familia allí, y me gustaría saber qué ha sido de Lketinga y qué piensa de nosotras tras estos casi dos años desde que me marché. Sé que sigue vivo, pero no sé cómo ni dónde vive. En su última carta James me ha comunicado que otro guerrero samburu llegó a casa desde la costa y dijo que Lketinga vive hoy aquí y mañana allí. Que sigue teniendo su coche, pero que ha tenido un grave accidente. Que, afortunadamente, solo sufrió unos cortes en la cara. Esta carta me pone triste, pero no puedo hacer nada. Sí, y ahora estoy aquí, en St. Raphael, y unas vacaciones de este tipo me resultan, en realidad, aburridas.

Solo el encuentro con mi tía abuela rompe la monotonía. Sin haber anunciado nuestra visita, acudimos a su casa y me presento. Se alegra mucho de nuestra visita sorpresa. Es una señora mayor, esbelta y de baja estatura, cuyas raíces asiáticas saltan a la vista. Cuenta historias de la excitante vida que llevaba antes de la guerra. Su familia era muy acomodada y tenía más de ochenta personas a su servicio, algo que me resulta difícil de imaginar. Cuando era niña, aún le ataron los pies para que los tuviera bonitos y muy pequeños, y así resultase más fácil casarla. Más tarde, cuando se convirtió en la esposa del hermano de mi abuelo y tuvo que huir a Francia, se precisaron varias operaciones para que pudiese volver a andar casi sin dolores. Me siento horrorizada, pues nunca había oído nada semejante. En cierto modo me recuerda la terrible mutilación de las niñas que los samburu y otras tribus siguen practicando. ¿Por qué en todo el mundo se maltrata siempre de algún modo a las niñas?, me pregunto con tristeza. Siguen otras historias de su agitada vida, que escucho fascinada. Cuando ya nos hemos despedido, me siento muy contenta de haber conocido a esta interesante mujer. ¡Quién sabe si volveré a verla!

De regreso en casa, cuento a mi madre lo de la desgracia que se pudo evitar en el último minuto en la piscina, para que tampoco ella pierda de vista a Napirai cuando se baña. Pero mi madre le enseña aquel mismo año a nadar sin flotador, lo que, sin duda, es la mejor prevención contra accidentes de este tipo.

Nuestra acostumbrada vida prosigue. De día yo trabajo y Napirai pasa el tiempo con mi madre o con la familia que cuida de ella. Tras las vacaciones conjuntas, vuelve a hacérseme difícil desprenderme de mi hija, pero las ventas van bien, y así me distraigo y pronto vuelvo a encontrarle gusto al trabajo. Consigo siempre arreglármelas con mi sueldo. A veces incluso me sobran unos billetes de cien a fin de mes, un dinero que ahorro para unas posibles vacaciones y para los impuestos.

En otra oportunidad visito espontáneamente a un nuevo cliente. Al verme entrar en su tienda, se echa a reír y exclama:

—¡Vaya, otra representante! ¿Y usted qué piensa endosarme? Ese también lo está intentando —dice, señalando a un hombre simpático. Saludo con desenfado a ambos y me doy cuenta de que no ofrecemos los mismos productos, pues el hombre está especializado en camisetas con publicidad empresarial. Empezamos a charlar, y al cabo de un rato ambos estamos en condiciones de presentar una oferta bastante importante. Cuando me dispongo a despedirme, el compañero me invita a un café, pues quiere hablar brevemente conmigo. En el restaurante me ofrece un empleo, diciendo que, si me apetece, puedo empezar a trabajar con ellos. Son una empresa que vende camisetas, sudaderas y camisas, todo de alta calidad, con estampado o bordado. Dice que se puede ganar un buen dinero y que además me espera un fantástico equipo. Escucho interesada y acepto con mucho gusto la tarjeta de visita de la que se desprende que él es el jefe del departamento comercial. Sin embargo, como estoy muy contenta con mi actual trabajo, así se lo manifiesto. Prometo que me pondría en contacto con él si algo cambiara.

En casa me espera una carta del consulado alemán. Como aún está pendiente la cuestión del libro de familia, abro el sobre con un mal presentimiento. Pero cuando he leído las dos páginas, me siento nuevamente más que feliz. Por lo visto, las indicaciones desde Kenia fueron suficientes, pues sostengo entre mis manos la copia de un libro de familia en el que Napirai está registrada con mi apellido. Esto significa, ante todo, que tiene definitivamente la nacionalidad alemana y que, en consecuencia, no vamos a tener más problemas en Suiza. Por fin estoy segura de haber superado también el último obstáculo. Ahora solo me queda pedir más adelante el divorcio, pero como no mantengo ninguna relación sentimental, eso, de momento, no es lo más importante y puede esperar. Con motivo de esta buena noticia organizo el fin de semana, con dos amigas y sus hijos, una barbacoa de otoño.

Pero poco después sigue una noticia mala. La mujer que cuida de día a Napirai me anuncia que vuelve a estar embarazada. Cuando haya nacido su segundo hijo, lamenta no disponer ya de tiempo ni de una cama para Napirai. En el primer momento esta noticia me pone muy triste, puesto que Napirai está tan a gusto con ella y, sin duda, la echará de menos, pero me tranquilizo pensando que aún nos quedan unos meses de tiempo y que ya encontraremos algo.

Ahora, en otoño, los artículos publicitarios tienen buena salida y empiezan a llegar los primeros pedidos para regalos que las empresas hacen a sus clientes por Navidad. Hay épocas en las que gano incluso más que en mi primer trabajo, de modo que en enero de 1993 puedo incluso permitirme unas vacaciones de esquí en Francia con mi madre y Hanspeter. Ellos van todos los años al mismo lugar y esta vez nos unimos a ellos, ya que, además, Napirai ha encontrado bajo el árbol de Navidad su primer equipo de esquí. Son unas vacaciones fantásticas. Todos los días el cielo es de un azul muy intenso y la nieve cruje de frío. Después de una pausa de casi diez años, vuelvo a disfrutar enormemente esquiando. Napirai, que practica media jornada en una escuela de esquí, utiliza ya el segundo día ella sola el telesquí que, no obstante, casi la levanta del suelo. Al quinto día nos encontramos con todos los miembros de la escuela de esquí en la cima de la montaña y veo aún a Napirai descendiendo en fila por la ladera. Casi no puedo creer de lo que es capaz mi niña masai con sus tres años y medio, y me siento muy orgullosa de ella.

Como siempre a principios de año, el trabajo arranca con dificultad. Enero y febrero no son meses coronados por el éxito. Y encima hace un tiempo desolador. En esta época tan triste una conocida me envía una invitación para una comida con amigos. Me pide encarecidamente que asista, pues son un grupo muy variado y muchos sienten curiosidad por mi historia. Acepto la invitación, llena de curiosidad, y paso una velada agradable. Se discute y habla con animación, y no tardo en encontrar a alguien que me escucha con gran atención y que ha despertado también mi interés. A la hora de la despedida intercambiamos nuestras direcciones, y ya dos días más tarde me llama. Quedamos en vernos solos los dos. Es el inicio de mi primera relación desde mi regreso. Parece no albergar prejuicios con respecto a mi vida anterior, tiene a su vez una vida muy activa y su trabajo le lleva a menudo al extranjero. No nos vemos con mucha frecuencia, pero eso no me molesta, porque, de todas formas, no quiero dejar a menudo a mi hija con otras personas. A veces me parece oír entre líneas que difícilmente alguien podría encontrar un lugar entre mi hija y yo. Además, Napirai no consigue establecer con él una relación más profunda. Le cae bien, pero él no sabe tratar a los niños, quizá porque no tiene hijos. Me lleva bastantes años y, como noto cada vez con más claridad, es un solterón empedernido. Debido a sus, a veces, largas estancias en el extranjero nos vamos alejando cada vez más, y dos años después esta relación va tocando poco a poco a su fin. Será que por ambas partes no fue un gran amor o tal vez lo que ocurre es que aún no estoy preparada para una nueva relación.

Entretanto he encontrado una nueva familia que cuida de Napirai. Se trata de un matrimonio con una hija de su misma edad. A pesar de que, al principio, la niña no se mostró demasiado encantada de tener que repartir la atención de su madre con otra persona, ahora las dos se han hecho grandes amigas. Admiro a esta madre, viendo con qué paciencia y aguante hace manualidades con las niñas, dibuja, les cuenta historias o planta cosas en el jardín con ellas. Con frecuencia, cuando voy a recogerla, cuesta arrancar a mi hija del juego, pero al fin y al cabo yo también quiero poder disfrutar unas horas de ella. Muchas veces también la están esperando las niñas vecinas. De vez en cuando todas duermen en nuestro piso y yo me conformo con pasar la noche en el sofá. Se lo pasan en grande bañándose todas juntas en la misma bañera. También los cumpleaños de Napirai son muy populares. Cada año se juntan unos doce niños y algunos adultos en nuestra terraza, donde organizamos una fiesta infantil. Como es de esperar todo está perfectamente decorado, y yo organizo diferentes juegos para niños. Preparamos una barbacoa y mi ensalada de pasta tiene muchísimo éxito. Siempre pido un día de vacaciones para el cumpleaños de Napirai, pase lo que pase.

En esta fecha recuerdo siempre el agitado parto en el hospital de la Misión de Wamba. Mi amiga Sophia —que esperaba al mismo tiempo que yo su primer hijo— y yo éramos una sensación para los lugareños. Antes de nosotras jamás unas mujeres blancas habían dado a luz en este hospital y lógicamente se nos observaba con una curiosidad especial. Cuando empecé a sentir las contracciones y estaba acostada en la «sala de partos», las mujeres negras se disputaron un lugar en las ventanas sin cristales. Sin embargo, mis contracciones fueron tan intensas que apenas me di cuenta de su presencia. Solo cuando mi niña había nacido, fui consciente que Sophia irrumpió en la habitación para felicitarme, con un cigarrillo encendido en la boca, mientras yo seguía aún en la silla para partos y me estaban cosiendo sin anestesia. Sí, pienso que las mujeres aquí en Suiza son incapaces de imaginar algo así y, siempre que lo cuento, se muestran muy sorprendidas.

Lo cierto es que cada vez me llama más la atención el que las mujeres quedan literalmente prendadas de mis labios cuando hablo de mi antiguo amor y de la vida que viví con él. Con frecuencia aplazamos una excursión que habíamos planeado y nos quedamos en casa porque quieren que les hable de mi vida con los samburu.