DE NUEVO INDEPENDIENTE

Me quedan dos semanas para prepararme y conseguir un coche. Pese a que el reto me ilusiona, a veces tengo mis dudas de si seré aún capaz de imponerme en el mundo de los negocios. Siguen unos días de gran nerviosismo. Encuentro un viejo Ford para el que me llega muy justo el dinero. Como los diferentes seguros devoran grandes sumas, mis «reservas para casos de emergencia» están tocando a su fin. ¡Ya es hora de volver a ganar algo de dinero!

Cuando faltan tres días para mi primer día de trabajo, me llama poco antes del mediodía la amable señora de la oficina de asesoramiento para las familias. Dice que hemos tenido suerte, pues ha contestado un simpático matrimonio de Wetzikon que tiene un hijo de la edad de Napirai. Ella ya ha hablado con ellos y ahora quieren que haga una visita a la familia, junto con Napirai. Al fin y al cabo es importante que coincidan las opiniones en lo referente a la educación, y que exista una simpatía mutua. Llamo por teléfono a la familia y acordamos una fecha. Durante nuestra visita, aquel matrimonio tranquilo y equilibrado me resulta cada vez más simpático. También los dos niños parecen entenderse bien. Al cabo de poco tiempo están sentados en el suelo, jugando en buena armonía con los juguetes del niño. Después de habernos «olfateado» detenidamente, acordamos que les lleve a Napirai los jueves y los viernes. Los restantes días su abuela se ocupará de ella. Ahora muchas cosas han quedado aclaradas, y yo puedo empezar mi trabajo.

El primer día de trabajo pasa volando. Hemos acordado que trabaje durante una semana en la tienda para familiarizarme con los productos y que aprenda los diferentes estampados y sus nombres. Todo es nuevo y excitante. Solo cuando vuelvo a encontrarme en el coche, camino de casa, noto lo cansada que me siento de repente. Podría quedarme dormida en el acto. Mientras lucho contra el cansancio, me viene a la memoria el médico del hospital de Wamba. Me dijo entonces que, debido a mi grave hepatitis, no podría trabajar durante mucho tiempo y que, incluso años más tarde, solo tendría la mitad de mis fuerzas, pues mi estado físico general era desastroso y tendría que pasar mucho tiempo hasta que se hubiesen reconstituido mis defensas. «Seguro que no es más que la falta de costumbre», intento tranquilizarme y reprimir el recuerdo de las enfermedades que contraje en Kenia.

En casa, Napirai me recibe impaciente y, como de costumbre, tira de mi blusa. Sigo teniendo bastante leche y los pechos tensos, algo que a lo largo del día me ha resultado molesto. En consecuencia, decido, con gran pesar de mi corazón, ir dejando de dar de mamar a mi hija durante los próximos días. Mi madre me tranquiliza diciendo que todo ha ido muy bien y que Napirai solo lloró un ratito tras la siesta, porque no pude darle el pecho. No ha conocido ni los chupetes ni los biberones, y empezar con ellos a estas alturas me parece una tontería. Por un instante siento remordimientos de conciencia, pues no estoy acostumbrada a que Napirai llore, salvo cuando se ha hecho daño físicamente. En Kenia es raro que un niño llore y mucho menos que lloriquee para conseguir su voluntad, algo que me ha llamado mucho la atención aquí.

El curso de introducción de una semana me sienta bien. Tengo que tratar con varias personas y la confianza en mí misma, que, por lo visto, solo yo percibía como subdesarrollada, aumenta de día en día. Por primera vez desde mi regreso noto que también me ven como a una mujer. Durante demasiado tiempo me he visto únicamente como madre. Pero ahora, cuando en la pausa del mediodía voy al cercano restaurante a comer, percibo algunas miradas aprobatorias. Una vez me pongo a pensar por un instante en cuándo fue la última vez que tuve relaciones sexuales y me doy cuenta de que no me acuerdo con exactitud. En la relación entre mi marido y yo, el sexo no era el eje central. Aunque él me resultara muy erótico, tuve que darme por enterada, ya al principio de nuestra relación, de que los samburu no besan ni acarician. Para ellos el sexo no es ningún juego, sino que sirve exclusivamente para la procreación y, en todo caso, para la satisfacción masculina. No conocen el orgasmo en una mujer. Uno de los motivos es, entre otros, la espantosa ablación que practican a las niñas. Jamás entenderé esta cruel mutilación de los genitales femeninos. Ni siquiera Lketinga acababa de comprender por qué se les hace algo así a las mujeres. Pronto dejó de molestarme la breve duración de los actos amorosos entre nosotros, pues amaba profundamente a mi marido y durante mucho tiempo me consideraba feliz con solo poder convivir con él.

Voy contemplando a los hombres que están en el restaurante y no consigo imaginarme teniendo una relación o incluso sexo con ninguno de ellos. La idea de entablar, después de más de cinco años, una relación con un «blanco», me llena de temor y sobrepasa, obviamente, mis fantasías, a las que he puesto «en dique seco». ¿O tal vez es solo porque no estoy enamorada y tengo cosas más importantes que resolver? Sea lo que sea, compruebo que la desacostumbrada atención me sienta bien, de modo que la disfruto durante la breve pausa del mediodía desde una distancia segura, ya que, además, no resulta molesta y nadie se propasa.

Cuando tengo que dejar por primera vez a Napirai con su «madre de día», casi se me desgarra el corazón. Veo cómo empieza a hacer pucheritos y sus ojos oscuros se llenan de lágrimas. Entre lloros balbucea una y otra vez «mamáaaa» y extiende sus bracitos hacia mí. La madre-canguro toma a Napirai en brazos y le habla en tono tranquilizador mientras, llena de cariño, va pasando la mano por sus ricitos. Al verlo, noto que aquí la tratarán bien, pero, aun así, me voy a trabajar con el corazón en un puño. Solo cuando ya estoy en la tienda, mis nuevos quehaceres consiguen distraerme. Hoy empiezo a concertar entrevistas por teléfono. No resulta fácil despertar el interés de las personas responsables, pero a última hora de la tarde solo he conseguido concertar unas pocas. Nada más terminar el trabajo, me dirijo a la familia de acogida y, con mis zapatos de tacón, subo literalmente corriendo los tres pisos. Napirai abre la puerta, junto con su madre sustituta, y de su carita embadurnada se deduce que acaba de cenar. Ya no tira inmediatamente de mi jersey, sino que me toma de la mano y, entre balbuceos, me arrastra hasta la habitación en la que, por lo visto, los dos niños estuvieron jugando hasta hace un instante. Parece animada y hasta contenta, y se me quita un peso de encima. Cuando llegamos a casa de mi madre, se produce una gran explosión de alegría, pues ha sido la primera vez que Napirai estuvo tanto tiempo separada de ella.

Mi madre me entrega dos cartas de Kenia.

—¡Oh, dos a la vez! —me sorprendo, pensando que la segunda será de Sophia.

En la primera, James escribe que se alegra mucho de que nos hayan dado permiso para establecernos en Suiza. Que todos han rezado por nosotras y que sus oraciones han surtido efecto. También agradece en nombre de mamá el dinero que le ha llegado a través de la Misión. Es una carta cariñosa y me siento contenta de que todo haya salido tan bien. La segunda carta, que, como veo por el membrete, fue escrita hace ya tres semanas, es de Lketinga. Estoy muy sorprendida, pues es la primera señal de vida de él desde nuestra conversación telefónica hace medio año.

Querida Corinne Leparmorijo:

Jambo! ¿Cómo estás, esposa mía? Espero que okay. Yo estoy bien, pero te echo mucho de menos a ti y a mi hija. Espero que te hayas enterado de que mi coche se incendió, pero no sé cómo ocurrió. Un lado quedó completamente destrozado. Donde más problemas tengo es en la tienda en la que sigo trabajando. Desde que te marchaste a tu país en octubre, ya no hemos tenido ganancias. No pagué el alquiler de la tienda, solo la mitad del mes de febrero, cinco mil chelines keniatas. Espero hasta mayo para pagar veintiún mil chelines keniatas. No hay negocio por la crisis del Golfo.

Todos han abandonado este lugar. La tienda india ya no existe. Solo quedan Doctor Kulumba y el restaurante chino. Ahora he vendido el coche y con el dinero obtenido he comprado un pequeño Toyota Saloon. Lo he vendido por ochenta mil chelines keniatas, pero la persona que lo compró no pagó el importe entero, sino solo sesenta y siete mil chelines keniatas. Por eso, por favor no olvides enviarme dinero para que yo pueda pagar el alquiler de la tienda. Ahora hago de taxista para los turistas que aún vienen. Espero que recibas algunas cartas de mi hermano ¿o no?

Llueve mucho en Mombasa. Ahora estamos en nuestro invierno. Muchos recuerdos de los masai kamau para ti y Napirai. Siempre me llaman papá Napirai. Entonces me acuerdo tanto de mi hija. Si no vais a volver, házmelo saber. Entonces enviaré a mi hija sus vestidos y muñecas. Escríbeme lo que haces ahora. ¿Trabajas, o sigues en casa de tu madre?

No quise que Priszilla escribiera la carta que quería enviarte, porque nunca quiere escribir lo que yo digo. Escribe lo que su cabeza le dicta. Por eso me ha ayudado un amigo con esta carta.

Muchos saludos para mi hija. La echo de menos a ella y su amor por mí. Os echo de menos a las dos.

Saludos para toda la familia.

LKETINGA LEPARMORIJO

Mi primera reacción ante la carta es de rabia. No entiendo que me pida dinero cuando le he dejado todo lo que tenía. Para lo que es normal en Kenia, hace medio año era un hombre riquísimo. Por otra parte, también sé que no es capaz de organizar la tienda él solo. Vuelvo a leer la carta y siento una gran tristeza. Percibo que realmente nos echa de menos y que, además, nos necesita. Ante mí aparecen imágenes y por mi cabeza pasan recuerdos de los tiempos bonitos en que paseábamos, felices, por la selva. Veo a Lketinga, explicándome, lleno de orgullo, todas las raíces y arbustos, cómo me lavaba cariñosamente la espalda junto al río, protegidos de cualquier mirada curiosa, enjabonando con paciencia infinita mi cabello y aclarándolo con ayuda de una lata con la escasa agua del río; cómo buscaba, preocupado, comida cuando yo estaba enferma y débil. O cómo, incluso cuando teníamos problemas muy serios, me miraba con expresión radiante y decía: «No problem, my wife». Me pierdo cada vez más en recuerdos positivos mientras las numerosas escenas terribles van difuminándose. Pero la razón me dice que no hay vuelta atrás; ¡de lo contrario echaría a perder mi vida!

Una cosa es segura: no puedo ni quiero ayudarle, pues ya no me sobra el dinero. Siento curiosidad por lo que contará Madeleine cuando regrese de sus vacaciones.

Me llama el domingo a última hora de la tarde, con una noticia mala y otra buena. Lo ha pasado muy bien en sus vacaciones y lamenta que hayan terminado. La interrumpo preguntando:

—¿Le has dado la carta a Lketinga?

—No, fui dos veces a la tienda, pero siempre estaba cerrada. Allí todo parecía desierto y en tu antigua tienda queda muy poco género. La verdad es que no creo que allí se siga trabajando —me cuenta.

La verdad es que siento una punzada en el corazón al saber que todo lo que yo levanté con gran esfuerzo y trabajo ha quedado arruinado hasta tal punto. Me siento un poco decepcionada por el hecho de que ella no me traiga más noticias, pero, al menos, ahora sé que el dinero solicitado para la tienda ya no es necesario.

Pero ahora viene la noticia agradable que repercute en mi vida actual. Ha oído decir que en el bloque de enfrente quedará libre un piso de dos habitaciones y media y que este piso, por lo visto, aún está disponible. Me maravilla la posibilidad de conseguir quizá un piso en la urbanización de mis sueños. Me siento y de inmediato me pongo a escribir a la administración una larga carta en la que expongo mi situación. Pido una oportunidad para mí y mi hija Napirai. Al cabo de dos días llamo por teléfono. La tramitadora se acuerda inmediatamente de mi carta, aunque le parece recordar que hay una larga lista de espera. Le expongo otra vez insistentemente mi situación especial de emergencia, a lo que ella me pide con amabilidad que le deje una noche para pensárselo. Promete darme una respuesta al día siguiente. De nuevo sigue una plegaria dirigida al cielo. También mi madre está nerviosa y propone:

—¡Demos una vuelta en coche hasta la urbanización! Al fin y al cabo quiero saber cuál es el motivo por el que he de rezar.

Nos entusiasma el rincón para sentarse en el jardín. Allí Napirai podría jugar en el césped y en verano montaríamos una piscina infantil para ella. Ya estamos haciendo planes, mi madre y yo. ¡Sería realmente fantástico que me concediesen ese piso!

Al día siguiente me esperan mis primeras visitas en el departamento comercial. Me presento en varias empresas con dos carteras repletas y muestro corbatas y fulares. Lamentablemente no se produce ningún éxito inmediato, puesto que primero todos tienen que comprobar el presupuesto de la empresa para regalos publicitarios. Me piden que les vuelva a llamar dentro de tres o cuatro semanas. A pesar de que casi todos los clientes compran algún artículo para uso personal, sin duda esta compra no proporciona la venta esperada ni la comisión correspondiente. En fin, son mis primeros intentos y tengo claro que al principio se necesita mucho trabajo para crearme una clientela.

A la hora de la cena nos sentamos nerviosos a la mesa, a la espera de la llamada de la administración del piso. El tiempo va pasando despacio y mis esperanzas empiezan a desvanecerse cuando el teléfono suena poco antes de las diez. En efecto, es la amable señora de la administración de las viviendas. Pide disculpas por llamar tan tarde y me pregunta si tengo ya un trabajo y en qué consiste. De inmediato vuelvo a estar completamente despierta y con gran alegría contesto a sus preguntas. Después oigo una profunda respiración y su voz diciendo:

—De acuerdo, voy a hacer una excepción con usted, pues desde que he leído su carta no consigo quitarme de la cabeza a usted y su hija. Le haré llegar el contrato. Pero aún no puedo indicarle la fecha exacta en que podrá entrar a vivir en el piso, puesto que los herederos de la anterior inquilina fallecida aún tienen que arreglar algunas cosas.

Con lágrimas en los ojos, le doy las gracias y no acabo de creerme la suerte que tengo. Incluso mi madre dice:

—A pesar de todo eres realmente afortunada, te felicito. Pero ahora tendrás muchos gastos.

Le contesto que solo necesito lo imprescindible para vivir. Inmediatamente llamo a Madeleine y las dos nos alegramos pensando que pronto podré trasladarme al piso. Como no poseo muebles, la mudanza no se presenta complicada.

Unos días después me llama un desconocido. Resulta ser el hijo de la anterior inquilina. Dice haberse enterado de mi historia a través de la administración y quiere proponerme algo.

—He oído decir que usted vendrá a vivir al piso de mi fallecida madre y, por lo que me han dicho, usted no tiene muebles propios porque acaba de regresar del extranjero. Quisiera proponerle que vea los muebles que hay en el piso. Podrá quedarse con lo que quiera. El resto se lo llevará el servicio de recogida de muebles. Como contrapartida le pido que se haga cargo de los gastos de la limpieza final. ¿Le parece bien?

Me siento abrumada y emocionada. Acepto agradecida y concertamos una fecha para que yo vea los muebles. Poco a poco mi suerte empieza a resultarme casi algo inquietante. Mi madre me acompaña para asesorarme con respecto a los muebles. Al ver el piso, me siento enseguida entusiasmada y sé que aquí estaremos a gusto. Tras haber vivido en Kenia en cabañas, el gran salón lleno de luz, el dormitorio, la cocina abierta y el pequeño cuarto de baño me parecen un auténtico palacio. Los muebles son un poco anticuados, pero es algo que no me molesta en absoluto, ya que todo parece limpio y cuidado y con un poco de maña será fácil darle un toque de color. En la cocina no falta de nada, empezando por la vajilla de porcelana con borde dorado hasta las sartenes, por la prensa de ajo hasta el batidor, y en el armario de pared que hay en el pasillo se amontonan toallas y ropa de cama. Comprendo rápidamente que aquí podré vivir inmediatamente tras mi mudanza. Solo falta mi ropa y la de Napirai. ¡Y todo esto sin tener que gastarme ni un solo franco! De nuevo doy gracias a Dios por toda la suerte que me ha sido dada a lo largo del último mes.

Mientras inspecciono entusiasmada las habitaciones, me asalta de repente la idea de que a lo mejor con este piso se me devuelve algo, pues antes de que partiera definitivamente para Kenia, yo también tenía un pisito similar. Como estaba convencida de que no volvería nunca más, traspasé el piso con todos los muebles y enseres a un estudiante por el precio de mi billete de avión. Entonces él tampoco se lo podía creer. Aún veo ante mí a aquel joven, que quería estudiar en la universidad técnica. Él y su madre me preguntaron asombrados si realmente no necesitaba nada de todo aquello:

—No, en el lugar al que voy, todo esto no se necesita —dije riendo.

Y así lo de hoy lo considero un «regalo de vuelta». Vuelvo a dar las gracias al amable señor, explicándole que con este gesto ha contribuido muchísimo a hacerme la vida más fácil. Parece casi turbado y se despide rápidamente. En el lado de enfrente se abre la puerta y asoma mi futura vecina. Me presento diciendo cuánto me alegro de venir a vivir aquí. Cuando asoman las cabezas de dos niñas, tengo claro que aquí hemos encontrado el paraíso, también para Napirai.

La semana laboral pasa deprisa y ya puedo apuntar los primeros éxitos, de mayor y menor importancia. Durante la última noche en casa de mi madre los nervios casi me impiden conciliar el sueño. Por agradecida que esté por haber encontrado acogida aquí, me apetece muchísimo volver a sentirme independiente. Al fin Napirai y yo volveremos a tener un piso propio en el que seré yo quien disponga libremente lo que a mí me apetezca. Abismada en mis pensamientos nocturnos, recuerdo que ya me había encontrado en una situación parecida. Cuando pasamos la última noche con Lketinga en Barsaloi en la estrecha cabaña de mamá, en la que convivimos durante un año, la ilusión por mudarnos a nuestra propia manyatta, nueva y más grande, tampoco me dejó pegar ojo. Recuerdo con qué orgullo decoré nuestra nueva vivienda con las pocas cosas que entonces poseía. De repente me viene a la memoria un hecho extraño que se produjo entonces. Mientras guardaba mi ropa, descubrí una pequeña serpiente gris en la pared seca de boñiga de vaca. Asustada y con una especie de reflejo, aplasté al pobre animal con una piedra que recogí del fogón. Cuando, al día siguiente, se lo contamos a mi suegra, no se mostró precisamente encantada. Entonces Lketinga me explicó que si una joven, cuando se traslada a vivir a su manyatta, encuentra una serpiente recién nacida, eso significa que está embarazada. Por eso no hay que matar a estas serpientes pequeñas. Si bien lamenté el percance, estaba segura de que mi serpiente no había sido ninguna precursora de un embarazo. Al fin y al cabo yo tendría que haberlo notado de algún modo. Sin embargo, unas semanas después resultó que en aquel preciso momento yo ya estaba embarazada. «Seguro que mañana no habrá ninguna serpiente esperándonos», pienso antes de quedarme dormida.

Al día siguiente nos mudamos al nuevo piso con nuestras escasas pertenencias. No tenemos mucho más que lo que poseía mi suegra en sus mudanzas nómadas. La única diferencia es que ella no transportaba sus enseres en un coche sino a lomos de un asno. Primero se desmontaban las ramas mayores y aprovechables de la manyatta y se sujetaban de tal modo a los costados del burro que en medio cabían las pieles enrolladas de vaca sobre las que dormían y las esteras de sisal de fabricación propia que se utilizaban para cubrir el tejado. Alrededor colgaba sus escasas ollas, tazas y calabazas. Y ya estaba todo listo para la larga marcha a pie a través de la sabana.

Para nuestra mudanza solo necesitamos apenas una hora. Mi madre me ha regalado una bonita planta verde de gran tamaño que da vida a la habitación. También nos ha dado una cesta con productos alimenticios. Napirai inspecciona todo lo nuevo y no sabe muy bien si ha de alegrarse o no. Después de guardarlo todo, la llevo al parque infantil donde, junto al cajón de arena, hay un tobogán. Allí juegan niños de todas las edades que nos echan miradas algo inseguras y se ponen a cuchichear o a soltar risitas. El contacto con personas de otro color parece ser aquí todavía algo insólito, pues todos se sorprenden al ver a Napirai. Incluso hay dos niños que se alejan corriendo y poco después los veo en los balcones con sus madres. Intento, al menos, averiguar los nombres de los otros niños. Más tarde, cuando Madeleine se une a nosotras, los niños se animan algo más y ella tiene que explicar quiénes somos.

Por la noche preparo un plato de pasta en el nuevo piso. Madeleine vendrá con su hijo y nuestra intención es celebrar una pequeña fiesta de inauguración. Es la primera vez que vuelvo a cocinar en una cocina europea, ya que mi madre no dejaba que nadie se metiera en lo que consideraba exclusivamente como terreno suyo. Disfruto girando el mando de la cocina para calentar la placa correspondiente y abriendo el grifo para llenar la olla de agua. Todo funciona de un modo sencillo y rápido. Para estas tareas necesitaba en nuestra manyatta de dos a tres horas. Primero tenía que bajar al río, llenar allí un bidón de agua que recogía en una lata y que luego acarreaba hasta la manyatta. A continuación me iba a la sabana a buscar leña para poder encender un fuego. Lógicamente no había papel de periódico, pero, con algo de suerte, uno encontraba restos de brasas bajo los pedernales que había que avivar soplando. Hasta que prendía la añorada llama, la cabaña se llenaba de humo que escocía, hacía que los ojos se llenasen de lágrimas y cortaba la respiración. ¡Y ahora estoy aquí en mi piso en Suiza, donde con dos movimientos de la mano coloco la olla sobre el fogón! Una y otra vez vivo conscientemente estas cosas tan sencillas como momentos llenos de felicidad y me siento agradecida por haber conocido también el lado opuesto.

Madeleine trae una botella de vino tinto y ahora podemos hacer una verdadera celebración. Nos sorprende ver hasta qué punto el primer encuentro de mujeres que educan solas a sus hijos ha cambiado ya nuestras vidas. Mañana todas volveremos a vernos. Siento curiosidad por este segundo encuentro y por saber si también otras mujeres han tenido tan buenas experiencias unas con otras.

Las organizadoras se alegran al tener conocimiento de estas experiencias positivas, y dicen:

—Eso es lo que queremos conseguir. Cada una de nosotras tiene una red de relaciones y puede, quizá, ayudar a otra. ¡Es exactamente así como ha de funcionar!

Entablo una conversación con una mujer que es nueva en el grupo y no me queda más remedio que sentirme maravillada. Ella cría sola a sus tres hijos y vive a una altitud de mil doscientos metros, en un pequeño pueblo de unos cincuenta habitantes, en una casa antiquísima. Tiene que ocuparse absolutamente de todo: de partir la leña, de atizar el fuego en la estufa para tener agua caliente y calefacción, y de reparar la casa. Para ir a comprar tiene que recorrer a pie una distancia de dos horas y subirlo todo en la mochila montaña arriba. En invierno palea montañas de nieve. Desde su divorcio hace unos años apenas se relaciona con nadie. El que una joven viva aquí en Suiza de manera voluntaria una vida tan aislada y tradicional me impresiona profundamente. Me propongo hacerle una visita el próximo fin de semana que tenga libre, pues quiero ver con mis propios ojos cómo se las arregla tan sola con todo.

Después hablo con una mujer muy guapa que tiene dos hijas. También ella ha regresado hace poco del extranjero y ahora vuelve a vivir en casa de sus padres, después del fracaso de su matrimonio. Como sus dos hijas se entienden bien con Napirai, acordamos pasar juntas un fin de semana. Este domingo toca rápidamente a su fin, y cada una de nosotras vuelve a su propio camino. Esta vez me he enterado en el grupo de que tengo derecho a pedirle a mi jefe un plus por tener una hija. Por lo tanto decido informarle de la existencia de mi niña, tan pronto surja una ocasión propicia.

A finales de mi segundo mes en el departamento comercial se me ocurre una idea brillante. Hasta ahora el volumen de ventas aumenta con demasiada lentitud, lo que se debe a que en las grandes empresas no suelen hacer pedidos inmediatos. Pero, como la experiencia me demuestra que casi todo el mundo con quien entro en contacto pide algo para su uso personal, se me ocurre la idea de organizar una venta directa a los empleados de bancos, compañías de seguros y otras grandes empresas. Mi jefe dice que lo intente y que me prestará ayuda si lo consigo.

La ocurrencia resulta ser un éxito. Ahora me conceden entrevistas para que pueda mostrar previamente las colecciones y acordar un día para la venta. Poco después realizo la primera venta en un banco con un resultado excelente. Los hombres adquieren no una, sino varias corbatas de marca, y la mayoría de ellos, además, fulares y chales para sus esposas. Sin embargo, las ventas suelen tener lugar al final de la jornada laboral, por lo que tengo que quedarme más tiempo por la tarde. A cambio, el trato con los clientes interesados resulta muy distendido y agradable, porque el ambiente ya no es de trabajo sino de tiempo libre. Debido al considerable aumento de la cifra de ventas, a finales de mes también mi sueldo ha mejorado notablemente.

Ya estamos en verano y hago lo posible por llegar a casa cuanto antes para poder jugar aún un rato al aire libre con mi hija. En el nuevo piso nos hemos aclimatado muy bien. Los niños de los vecinos se lo pasan muy bien con Napirai y se produce un animado ir y venir entre los pisos. A veces todos los niños están en el mío; otras, Napirai desaparece por unas horas. Hay casi tanto alboroto como en Kenia, y nosotras estamos felices. Cuando hace buen tiempo, Madeleine viene a hacernos compañía y a menudo hablamos hasta muy avanzada la noche. De todas formas, Napirai duerme mejor si sigue oyendo voces. Puede quedarse dormida con cualquier ruido, pero no consigue dormirse si reina un silencio total. Con el dinero que he ganado de más, he comprado una barbacoa de carbón y para Napirai una piscinita. Ahora los niños de media urbanización se encuentran en la zona verde que pertenece a nuestro piso, lo que tiene por resultado un maravilloso alboroto. Si llueve nos ponemos las botas de agua y nos vamos a explorar el bosque cercano. Yo absorbo literalmente el olor a tierra mojada y disfruto viendo los verdes prados y los bosques. Cuando hace buen tiempo, encendemos un fuego en el bosque donde asamos salchichas. Eso gusta a todos los niños. A mí, personalmente, me encanta el olor del fuego, pues me recuerda mi vida en las manyattas en Kenia. Mis pensamientos giran cada vez en torno a una de mis numerosas vivencias junto al fuego.

A menudo utilizo también en casa la nueva barbacoa que funciona con carbón vegetal. Todos los fines de semana organizamos algo. O bien nos vamos con Madeleine u otras mujeres del grupo a un lago a bañarnos y hacer un picnic, o a la montaña, donde hacemos pequeñas excursiones. Como siempre participan varios niños y mujeres, todos se divierten y alguna de las mujeres se distrae y se olvida un rato de sus problemas. Hace tiempo que no he pasado un verano tan agradable. Todo ha tomado un giro favorable con mucha rapidez. La única gota amarga consiste en que no sé cómo está Lketinga, pues James no ha vuelto a saber de él desde que dejó definitivamente la tienda.