NOS VAMOS ACLIMATANDO

A finales de febrero mi madre me muestra un anuncio del periódico en el que se buscan madres que eduquen solas a sus hijos, para fundar una asociación.

—Ponte en contacto con ellas para que vuelvas a relacionarte con la gente y establezcas nuevos contactos —dice, solícita.

Tras algunas vacilaciones, realmente escribo al anuncio y a mediados de marzo recibo una invitación para un brunch dominical en el que se pretende que todas se conozcan.

El encuentro se celebra en una acogedora cabaña en el bosque, en las afueras de un pueblo. Cuando llego con Napirai, ya están reunidas unas cuantas mujeres con sus retoños. Algunos de los niños alborotan alegremente, mientras que otros se mantienen pegados a sus madres. Napirai no conoce la timidez, se dirige a los niños y se pone a observarlos con mucha atención. También a ella la examinan llenos de curiosidad, puesto que es la única niña de color. Van llegando más mujeres hasta que somos un grupo de unos veinte adultos. En todas partes hay mesas bien puestas y se percibe el olor a café. Las dos organizadoras se presentan a sí mismas y a la asociación. La intención es encontrarse una vez al mes para un brunch, discutir los problemas entre todos y ayudarse mutuamente. Las más fuertes de nosotras deberán servir de apoyo a las más débiles. Se pretende ir construyendo poco a poco contactos sociales hacia el exterior. Después todas se presentan brevemente y explican por qué educan solas a sus hijos. Algunos casos son muy tristes y me conmueven hondamente. Algunas mujeres parecen seguras de sí mismas, otras, tímidas y cohibidas. Algunas llevan años sin pareja; otras, en cambio, como yo misma, solo unos meses. Cuando cuento mi historia, la mayoría quiere saber más y más. Muchas encuentran mi vida extraordinaria, loca e increíblemente complicada. A mí, en cambio, los problemas de algunas de las otras mujeres se me antojan mucho más graves. Muchas están luchando por dinero o por la custodia de sus hijos. Luego hay otras que siguen sufriendo por la separación de su marido, sobre todo aquellas que han sido abandonadas. Mi situación me parece mucho más sencilla. Vivo del escaso dinero que aún me queda, y solo estoy a la espera de que me concedan el permiso de trabajo para poder ponerme, al fin, en marcha. No se da el problema con mi marido por el pago de la pensión alimenticia.

Mientras voy repasando mi situación actual, me acuerdo de mi vida en África, que equivalía a veces a una lucha hasta la muerte por la supervivencia. Allí me las tenía que arreglar casi siempre yo sola, apenas conocía el idioma maa y carecía de contactos con el mundo civilizado del exterior. Hubo días en que no cambié ni una sola palabra con nadie. Una huida de nuestro pueblo de las tierras altas de Kenia me habría resultado imposible, pues ninguna mujer se habría atrevido a ayudarme sosteniendo en brazos a mi pequeña Napirai durante el peligrosísimo viaje a través de la selva. No lo habrían hecho ni por una gran cantidad de dinero, ya que nunca más hubiesen podido volver con su tribu. Los hombres masai apoyan aún menos a una mujer que pretende huir.

Aquí, en cambio, se puede hablar con todo el mundo, se encuentra comprensión y, en la mayoría de los casos, se recibe ayuda. Solo hay que ponerse en marcha. No; para mí, desde que soy madre que educa sola a su hija, la vida se ha vuelto mucho más sencilla en Suiza y aún lo será más cuando pueda trabajar. De eso estoy convencida. Algunas mujeres me previenen diciendo que no me sienta tan eufórica, pues escasean los trabajos para mujeres en nuestra situación. Y que además tendré que encontrar a alguien que cuide de Napirai. Parece que algunas madres se extrañan de que siga dándole el pecho con sus casi dos años de edad. Pienso que ya veré lo que hago cuando llegue el momento. No quiero que me pongan nerviosa.

Una mujer que se llama Madeleine, se sienta conmigo y me cuenta que a finales de abril irá a Kenia para hacer, al fin, vacaciones y reponerse de su divorcio. Como tiene previsto viajar a la costa sur, acordamos que antes le haré una visita a su casa. Quiere algunas informaciones sobre Kenia y le señalaré dónde se encuentra nuestra tienda para que pueda pasar por ella y tal vez hablar con Lketinga. Me causa una impresión positiva, al igual que dos o tres mujeres más, pero, ante todo, llama mi atención una de las organizadoras, que se convertirá más adelante en nuestra presidenta elegida y que rebosa energía. Con unas pocas no logro entablar ninguna conversación. El tiempo pasa volando y ya todas ayudan a recoger y a fregar los platos. Limpiamos la cabaña y después nos despedimos hasta el próximo encuentro dentro de cuatro semanas.

Son muchos los pensamientos que pasan por mi cabeza durante el camino de vuelta y pienso en las distintas historias de la vida de las otras mujeres. Sea como fuere, este encuentro me ha sentado bien. Por una parte, siento verdadero interés por establecer contacto con algunas de estas mujeres, también fuera del grupo. Por otra, he entendido que no puedo esperar hasta que carezca de todos los recursos. Por primera vez me he visto confrontada con los problemas de las mujeres que educan solas a sus hijos. Antes de los años en África yo era una exitosa mujer de negocios que no quería tener hijos, y en Kenia es normal que muchas mujeres tengan que cuidar solas de sus numerosos hijos. Por lo tanto, hasta ahora no he pensado mucho en este tema. Pero hoy he podido ver que no son pocas las mujeres que se rinden a su destino, como paralizadas. ¡Eso no lo quiero de ningún modo!

De regreso en casa, transmito mis impresiones a mi madre y le hago saber que me uniré al grupo, ya que además Napirai también ha disfrutado de poder retozar con todos aquellos niños. Mañana pediré información sobre mi expediente en el departamento policial de extranjería, pues ya han pasado cinco meses desde nuestra llegada aquí.

Cuando llamo por teléfono a la mañana siguiente, siento con todo mi cuerpo que este es un momento muy importante. Mi madre está sentada en el sofá con Napirai y me mira intrigada y tensa mientras, seguramente, estará rezando.

Después de que han pasado la llamada al departamento competente, le explico lo que deseo saber a la mujer al otro lado de la línea telefónica. Con amabilidad dice que lo va a mirar, que me espere. ¡En toda mi vida no olvidaré esta espera! El corazón se me desboca y siento una opresión cada vez mayor en el pecho. Los segundos o minutos me parecen una eternidad.

¡Dios mío, ayúdanos una vez más!, rezo en pensamiento, cruzando los dedos por mí y mi nenita.

—Usted se llama Corinne Hofmann, con domicilio actual en Wetzikon, con su hija Napirai, nacida el 1 de julio de 1989, ¿es correcto?

—Sí —balbuceo.

—Su petición ha sido estimada. En los próximos días recibirá la confirmación por escrito.

Contengo la respiración, pero después las palabras me salen a borbotones:

—Gracias, muchísimas gracias. Usted me convierte en la persona más feliz del mundo. ¡Adiós!

Me doy la vuelta y exclamo efusiva:

—¡Podemos quedarnos! ¡Gracias a Dios!

En este momento me siento como si hubiese vuelto a nacer y me pongo a bailar con Napirai por todo el piso. Se ríe y lanza grititos, aunque lógicamente no sabe por qué su mamá está tan fuera de sí. Mi madre llora lágrimas de alivio. Es tanta la alegría que apenas puedo pensar con claridad. Ahora todo saldrá bien. Dedicaré todas mis fuerzas a encontrar lo más rápidamente posible un trabajo y un piso. Llamo por teléfono a mis hermanos para informarles y comunicarles la suerte que he tenido. También me pongo a escribir enseguida una carta a James. Estoy fuera de mí de tanta excitación. Desde el nacimiento de mi hija nada me ha causado tanta alegría como aquella única frase, pronunciada por una completa desconocida. ¡Para mí significa una nueva vida! ¿Será ella consciente del alcance de sus escasas palabras? Qué más da, me digo ahuyentando este pensamiento. Lo que importa es que he alcanzado mi meta. Tan pronto haya recibido la confirmación por escrito, pondré un anuncio en el diario buscando empleo.

Por la noche, también Hanspeter se alegra de la buena noticia. Durante la comida comentamos en qué podría trabajar. Propongo intentarlo primero en un quiosco. Si acepto el turno de mañana, ya podría estar en casa al mediodía para ocuparme de Napirai. Mi madre me ofrece hacerse cargo de ella durante dos o tres días, puesto que, entretanto, se ha acostumbrado a Napirai y le gusta pasar el tiempo con su nieta. Con Hanspeter elaboro un cálculo de los gastos que me esperan cuando me mude a un piso propio. Este cálculo me hace ver rápidamente que tendré que aceptar un trabajo a jornada completa si no quiero pasar hambre. Al fin y al cabo tendré que comprar muebles nuevos para todo el piso, puesto que no me queda nada, ni un plato, ni cubiertos, ni una sola toalla, por no hablar de muebles. Por eso el único trabajo en el que puedo pensar es un empleo en el departamento comercial, ya que entonces podré repartir mi tiempo y aumentar con rapidez mi sueldo con las comisiones que me correspondan. Mi madre me recuerda mi antiguo jefe en la compañía de seguros. Pero, pese a que me dio una gran alegría recibir esta oferta, desecho la idea, porque en este ramo tendría que trabajar principalmente a última hora de la tarde. Primero quiero intentar encontrar algo interesante durante el día, y por eso voy a poner un anuncio.

Sin duda tendré que trabajar para mejorar mi aspecto. Se impone con urgencia un nuevo corte de pelo y también tendría que comprarme dos o tres trajes chaqueta. Al fin y al cabo, para eso existen las tiendas de segunda mano. Posiblemente sea necesario comprar un coche, lo que aquí en Suiza, al contrario de lo que ocurre en Kenia, no debería representar ningún problema grave. Abundan las tiendas que venden coches de segunda mano y no resultará difícil encontrar uno a un precio que esté dentro de mis posibilidades económicas.

Veo la mayor dificultad en mi falta de confianza en mí misma. De momento me parece aún que se necesita mucho valor para dirigirse a personas desconocidas y despertar su interés por algún producto. También me asusta la idea de moverme por el tráfico de la ciudad y tener que localizar calles que son desconocidas para mí. Pero lo que sabía hacer antes, pronto volveré a saber hacerlo. Ahora me parece que todo es más fácil de resolver que aún cuatro meses atrás. Si me pongo a recordar los momentos en que en Kenia no me mantenía en pie de debilidad y cincuenta metros de distancia se me antojaban como un obstáculo insuperable, hoy, en comparación, parezco rebosante de fuerzas. ¡Lo voy a conseguir! ¡Estoy convencida!

Unos días después recibo por escrito el nuevo permiso de residencia. Sin embargo, queda aún por aclarar la cuestión de mi matrimonio, pues me comunican que en Suiza no tiene valor legal. Como tengo la nacionalidad alemana, esta cuestión se ha de decidir en Berlín y Suiza se adherirá a la resolución que dicte Alemania. Por lo tanto no ha quedado aclarado si en Europa se me considera casada o soltera. Es algo que, de momento, no me preocupa. Las consecuencias que pueden derivar de esta cuestión no las viviré hasta poco menos de un año más tarde, pero, de momento, me siento feliz.

Ya he puesto el anuncio de búsqueda de empleo y ahora espero, ilusionada, una buena oferta en el departamento comercial de alguna empresa. También estudio los anuncios de pisos, pero los precios y la exigua oferta merman mi optimismo. Claro que no tengo que abandonar inmediatamente el piso de mi madre, pero con el tiempo me apetece cada vez más vivir en mis propias cuatro paredes, sobre todo para cuando tenga trabajo.

Unas dos semanas tras nuestro primer encuentro del grupo de madres que educan solas, me llama Madeleine para invitarme con Napirai a tomar café. Vive a una distancia de solo unos minutos en coche, en el pueblo vecino situado encima de Wetzikon. La urbanización me gusta enseguida. Se compone de cuatro bloques de viviendas situadas unas enfrente de las otras, dos en cada lado. En el centro hay un gran espacio verde con un parque infantil en el que están jugando unos niños pequeños. A Napirai le encantaría. A mí me entusiasma, además, la cercanía del bosque con el rumoroso riachuelo.

Madeleine se alegra de recibir nuestra visita. Su hijo tiene diez años y se ocupa con infinita paciencia de Napirai. Nos contamos con detalle las historias de nuestras respectivas vidas y ella se alegra por nosotras cuando le digo que acabo de recuperar mi permiso definitivo de estancia en Suiza. Le digo que tengo confianza en encontrar pronto un trabajo. Lo que, en mi opinión, será más difícil será encontrar un piso, pues quisiera encontrar uno en una urbanización como esta. Madeleine se ofrece a preguntar en la administración, pero me previene que no me haga ilusiones, ya que hay listas de espera para estos pisos a buen precio. Pero este lugar realmente me ha encantado y no me daré por vencida con tanta facilidad.

Luego le muestro unas fotos de mi marido y de nuestra tienda en Kenia y le pido que le vaya a ver en sus vacaciones para entregarle una carta mía. También le pido que averigüe algo sobre Sophia. Se me antoja como una casualidad cargada de importancia el que en mi primera salida de casa haya encontrado a alguien que planea hacer un viaje a Kenia. Con algo de nostalgia, a la hora de despedirnos, le deseo unas buenas vacaciones. A mi madre le hablo en casa con gran entusiasmo de la urbanización. He decidido firmemente que no seguiré buscando mientras no reciba una respuesta negativa de la administración.

Durante los días siguientes llegan a cuentagotas algunas ofertas de trabajo por correo. La mayoría no me interesan. O bien no me gusta el producto que hay que vender o las empresas no quieren pagar un sueldo base fijo, algo que, en mi situación, no puedo aceptar. Cuando ya he perdido toda esperanza en el éxito del anuncio, recibo una oferta de Zúrich: se trata de fulares de seda y de corbatas que se han de vender a empresas como regalos publicitarios. Miro los folletos que se adjuntan y noto que esta es mi oportunidad. Llamo inmediatamente por teléfono para concertar una entrevista de presentación.

Ahora todo depende de mí. Resultará especialmente difícil conseguir el primer empleo tras mi larga estancia en el extranjero. Adquiero un buen plano de Zúrich y me compro un bonito traje chaqueta. El que sea tan alta y delgada tiene la ventaja de que me vayan bien y me favorezcan casi todos los trajes de los grandes almacenes. Por primera vez en mi vida pido que en la peluquería me dejen el pelo corto y lo tiñan de rojo. Unos zapatos nuevos de tacón, no demasiado altos, dan el último toque a mi aspecto. Ya nadie podrá notar por mi apariencia que he vivido como una masai, en una cabaña hecha de boñigas, cocinando ugali. Mi madre confirma esta impresión, pues en el primer momento casi no me reconoce. También Napirai me dirige una mirada llena de sorpresa e inseguridad. Solo mi voz le resulta familiar, pero cuando le ofrezco el pecho para darle de mamar, se abalanza sobre mí, como de costumbre. Se pone a chupar plácidamente y ahora está completamente segura de que soy su madre.

Como quiero estar lo más relajada posible para la entrevista de presentación, decido no coger el coche sino desplazarme a Zúrich en tren. Pero ya en la estación sufro mi primera derrota. Me dirijo a la taquilla para comprar el billete, pero allí hay una larga cola de gente esperando. Como no queda mucho tiempo hasta la salida del tren, pregunto brevemente al hombre de la taquilla si puedo comprar el billete también en el tren a Zúrich. Me mira con aire de sorpresa y dice:

—No, en el ferrocarril suburbano no es posible. Tiene que comprar el billete en la máquina que hay en el andén.

Faltan dos minutos para la llegada del tren. Voy corriendo hasta el andén indicado y busco la máquina expendedora de billetes. Cuando al fin la descubro, no veo más que números desconcertantes y flechas. Me siento como un hombre de la Edad de Piedra que no sabe cómo conseguir un billete. Con indulgencia condescendiente, un adolescente me explica cómo funciona la máquina. Quisiera que me tragara la tierra de la vergüenza que siento. ¡Hay que ver lo torpe que me he vuelto durante mis cuatro años de vida en la selva!

El siguiente reto es orientarme por Zúrich. A base de preguntar, encuentro por fin la dirección acordada, adonde llego bañada en sudor en mi bonito nuevo traje chaqueta. Por suerte me quedan diez minutos para tranquilizarme un poco.

En la sala de presentación relucen los fulares, a cual más llamativo, en las más extravagantes combinaciones de colores. Me recibe una señora de unos cincuenta años. Me presento brevemente, y después ella llama a su marido, que parece ser quien decide sobre la contratación. Aparece un señor bajito, de cierta edad, pero muy vital. Me muestra en el acto las diferentes calidades y telas. No sé qué pensar de la pareja, pero los productos son bonitos y seguro que resultarán fáciles de vender. De eso me doy cuenta enseguida. El hombre me hace pasar a su despacho y nos ponemos a hablar. Cuando se entera de que hace poco que he regresado del extranjero, no se muestra precisamente entusiasmado, porque, es evidente, así le faltan referencias. Le hablo de mi actividad comercial en Mombasa, en el ramo de los souvenirs. Contesto que no a la pregunta de si estoy casada, puesto que, de todos modos aún no ha quedado aclarado con qué estado civil voy a ser registrada de ahora en adelante. Lo valora positivamente, porque a menudo los maridos se muestran celosos cuando sus mujeres trabajan en el departamento comercial. No me pregunta si tengo hijos, por lo que, de momento, no menciono la existencia de mi hija. Por último hablamos del sueldo. Para mi sorpresa, acepta inmediatamente mi propuesta, en caso de que lleguemos a establecer una relación laboral. Dice que hay otra persona interesada y me pide que yo también me lo vuelva a pensar. Le contesto allí mismo que no necesito ningún plazo para pensármelo y que quisiera empezar cuanto antes. Se echa a reír y dice:

—La llamaré en los próximos días.

Aunque no sé cuál será su decisión, en el camino al tranvía ya me pongo a pensar cómo voy a proceder, pues no existe una clientela fija y yo misma me la tendría que ir creando desde cero. Hasta la fecha revendían la mercancía únicamente a tiendas de ropa. Pero quieren que yo introduzca los caros productos de marca entre la clientela industrial como regalos publicitarios de empresa. El trabajo me apetece, pues en vez de prosaicos contratos de seguro podría presentar unos hermosos productos. El viaje de vuelta se desarrolla sin problema. ¿Lo ves, Corinne? De este modo cada jornada laboral volverá a familiarizarte con la vida aquí y hacértela más fácil, me digo a mi misma, esbozando una sonrisa.

En casa, Napirai se abalanza sobre mí y me sube el jersey para chupar de mis pechos. ¡Oh, cuánto quiero a mi niña con su cabello crespo de color castaño y sus oscuros ojos de cereza! Será un gran cambio cuando ya no pasemos el día juntas. Pero sé que con mi madre está en buenas manos, pues la quiere como si fuese su propia hija.

Ahora tendremos que buscar a alguien que pueda cuidar de Napirai los restantes dos días de la semana. Me gustaría que fuese alguien que tuviese hijos, ya que Napirai echa mucho de menos el juego con otros niños de su misma edad. En Wetzikon existe una oficina de asesoramiento a las familias a la que me dirijo al día siguiente para preguntar cuál es la mejor manera para encontrar una familia. La señora mayor es muy amable y servicial y me promete informarse y ponerse en contacto conmigo lo antes posible. Después paseo agradecida y aliviada por el pueblo y pienso, no sin sorpresa, en lo sencilla que se ha vuelto mi vida. En todas partes puedo pedir información y obtengo incluso ayuda. Es extraño, pero conforme va agrandándose la distancia en el tiempo, veo cada vez con mayor claridad cuán dura y difícil fue mi vida en Kenia. Entonces no lo sentía así, y todo por lo mucho que me estimulaba mi gran amor por Lketinga.

Ahora ya está en marcha todo lo relacionado con el trabajo, la vivienda y el cuidado de la niña, y solo me queda esperar las respuestas correspondientes. Siento que en poco tiempo mi vida cambiará radicalmente y estoy llena de curiosidad.

Por la noche me llama Madeleine para decirme que actualmente ningún piso quedará desocupado y que existe una lista de espera para cada uno de ellos. Aun así, me da la dirección de la administración. Quizá sea mejor que me dirija personalmente a ellos. Le doy las gracias y le vuelvo a desear unas buenas vacaciones en Kenia, pues se marchará al día siguiente. Decepcionada, intento digerir la noticia y decido esperar unos días más.

Desde la entrevista de presentación no he vuelto a tener noticias de quien espero que me dé trabajo en el futuro. Como tampoco he recibido otras ofertas, estoy decidida a luchar por este empleo. Por eso le llamo yo misma para preguntar. Aquel señor mayor, tan vital, elude darme una respuesta clara. Sin pensármelo más, le pregunto cuál es su problema. Bueno, no tiene claro si soy o no la persona adecuada. Estaría dispuesto a intentarlo conmigo, pero no por el sueldo acordado, puesto que, al fin y al cabo, no dispongo de experiencia práctica en la profesión. Y que tendría que rebajar considerablemente mis aspiraciones económicas. Le digo, airada, que sin ninguna duda valgo el dinero que he pedido.

—¡Quien tiene éxito en los negocios en África, también tendrá éxito aquí!

Tras algún tira y afloja más, me confirma que puedo empezar el día uno de mayo. Dos días después tengo el contrato en mis manos. Me han dado el primer puesto que he solicitado. ¡Quién dice que no soy afortunada!