Como venida de muy lejos, me llega una voz:
—¡Oiga… oiga, despierte!
De repente noto una mano en mi hombro. Abro los ojos y en el primer momento no sé dónde estoy. Cuando mi mirada se posa en la camita a mis pies y descubro a mi hija Napirai, de pronto me acuerdo de todo: estoy en el avión. La señora que va a mi lado retira la mano de mi hombro y dice riendo:
—Usted y su bebé han dormido profundísimamente. En breve aterrizaremos en Zúrich, y se ha perdido todas las comidas.
Apenas puedo creerlo: lo hemos conseguido. Hemos podido salir de Kenia. ¡Mi hija y yo somos libres!
De inmediato acuden a mi memoria los últimos momentos de nerviosismo en Nairobi en el control de pasaportes. El hombre nos mira y pregunta:
—Is this your child?
Napirai duerme en la kanga, a mis espaldas, y contesto:
—Yes.
El hombre pasa las páginas de su carnet infantil y de mi pasaporte.
—¿Por qué quiere salir del país con su hija? —es la siguiente pregunta.
—Quiero que mi madre vea a su nieta.
—¿Por qué no las acompaña su marido?
Con la mayor serenidad posible explico que tiene que trabajar y ganar dinero.
El hombre me dirige una mirada severa y dice que quiere ver mejor la cara de la niña. Pide que la despierte y le hable llamándola por su nombre. Me pongo aún más nerviosa. Napirai, de algo más de quince meses, despierta y echa una mirada adormilada alrededor. El hombre le pregunta constantemente por su nombre. Napirai no dice nada, pero empieza a hacer pucheros y rompe a llorar. De inmediato intento tranquilizarla, pues temo que en el último minuto todo salga mal y no podamos abandonar este país. El hombre mira del derecho y del revés el carnet infantil alemán e inquiere en tono severo:
—¿Por qué tiene un pasaporte alemán si su padre es keniata? ¿Es realmente hija suya?
Más y más preguntas caen sobre mí y estoy bañada en el sudor que me provoca el miedo. Intentando mantener la calma expongo que mi marido es un masai tradicional, que no ha conseguido que le dieran un pasaporte y que con las prisas solo conseguimos este. Digo que en tres semanas estaré de regreso y que entonces intentaré obtener un pasaporte keniata. Vuelvo a pasarle la carta firmada por mi marido mientras rezo en voz baja:
—Dios mío, no nos abandones. ¡Ayúdanos a recorrer estos pocos metros y llegar al avión!
Tras nosotras se agolpan varios turistas que contemplan la escena con semblante crispado. El hombre me traspasa una vez más con la mirada, calla durante unos segundos y a continuación dice con una amplia sonrisa que hace centellear sus dientes:
—Okay! Buen viaje y hasta dentro de tres semanas. ¡Tráigale un regalo bonito a su marido!
Todo esto se me pasa por la cabeza cuando, todavía muy cansada, cojo en brazos a mi hijita para darle el pecho. Ahora, poco antes del aterrizaje, mis sentimientos son muy dispares. ¿Qué dirá mi madre? ¿Estarán ella y su marido en el aeropuerto o tal vez no? ¿Qué pasará ahora? ¿Cómo le digo que estas no son unas vacaciones sino que he huido de quien fue antaño mi gran amor y que no me quedan fuerzas ni valor para regresar? No lo sé.
Moviendo la cabeza de un lado a otro, como para ahuyentar estos pensamientos, me pongo a recogerlo todo. El avión se dispone a aterrizar y de nuevo siento este enorme alivio: he sacado a mi hija de Kenia. ¡Lo hemos conseguido!
Con Napirai a mis espaldas atravieso el edificio del aeropuerto y vestida con mi sencilla falda remendada, la camiseta de manga corta y las sandalias, en un fresco 6 de octubre de 1990 me siento algo fuera de lugar. Me da la sensación de que hay extrañeza en las miradas que la gente me dirige.
Al fin veo a mi madre y a su marido. Me dirijo a ellos llena de alegría, pero noto en el acto que se han asustado al ver mi delgadez. Estoy en los huesos y, con mi 1,80 metros de estatura, peso menos de cincuenta kilos. Tengo que reprimir las lágrimas y de repente me siento infinitamente cansada, exhausta. Mi madre me abraza emocionada. También ella tiene lágrimas en los ojos. Hanspeter, su marido, nos saluda con amabilidad pero con cierta reserva puesto que aún no nos conocemos bien.
Nos ponemos en marcha para ir a su casa. Entretanto se han mudado del Berner Oberland a Wetzikon en el cantón de Zúrich. Mi madre pregunta ya en el coche cómo está Lketinga y cuánto van a durar mis vacaciones. Se me hace un nudo en la garganta y no sé cómo decírselo, de modo que contesto:
—Quizá tres o cuatro semanas.
Me propongo contarle más tarde toda la tragedia. Lo que ocurre es que mi madre no tiene ni idea de lo mal que estoy realmente, puesto que en los últimos meses no pude escribirle ni comunicarle los acontecimientos vividos. Mi marido lo controlaba todo y tuve que traducirle cada frase que escribía. Cuando vivíamos en la costa, a veces llevaba mis cartas a otras personas que sabían algo de alemán para que se las tradujeran. Si no estaba de acuerdo me obligaba a echar la carta al fuego. Bastaba que yo pensara en mi país para que Lketinga me mirara lleno de desconfianza y preguntara, como si supiera leer los pensamientos:
—Why you are thinking at Switzerland, you stay here in Kenia and you are my wife.
Además, yo no quería causar preocupaciones innecesarias a mi madre, ya que durante mucho tiempo seguí creyendo en nuestro futuro en común en Kenia.
En casa nos reciben sonoros ladridos de perro que asustan a Napirai porque los desconoce. En Kenia se tiene una relación más bien distante con los perros. El animal ladra como loco y regaña los dientes.
—No está acostumbrado a extraños y menos aún a niños, pero por unos cuantos días ya nos arreglaremos —declara mi madre. Nuevamente se apodera de mí una sensación angustiosa ante la idea de que tendremos que quedarnos aquí hasta que todo esté arreglado. Y eso puede ser por bastante tiempo puesto que ya no tengo permiso de residencia en Suiza y por lo tanto he entrado en el país en calidad de turista. Si bien nací y me crié en Suiza, tengo, igual que mi padre, pasaporte alemán. Tras una estancia en el extranjero que se prolongue durante más de seis meses, en Suiza se pierde el permiso de residencia. No quiero ni pensar en todo lo que se nos avecina.
¡Dios mío, tengo que decírselo! Pero por el momento no tengo fuerzas para arruinar su alegría y explicarle el verdadero motivo de nuestra visita. Ella está simplemente feliz de volver a ver al fin a su hija y a su nieta. Además, como es de esperar, ninguno de los dos está preparado para el súbito regreso de la hija adulta con una niña. Al fin y al cabo llevo viviendo fuera de casa desde que cumplí los dieciocho años.
Me instalo con Napirai en la pequeña habitación de invitados y me pongo a desempaquetar nuestras escasas pertenencias. Todo lo que poseo son un par de vestiditos de niña y aproximadamente veinte pañales de tela, así como unos tejanos y un jersey para mí. Todo lo demás lo he dejado en Kenia —al fin y al cabo quería que Lketinga creyera que yo iba a regresar—. De lo contrario, jamás me hubiese dejado salir del país con nuestra hija.
Me muevo con mucho cuidado por la hermosa y gran casa decorada con muebles elegantes, plantas y alfombras. Pero lo que más me impresiona es el lavabo que puedo usar ahora en lugar de la apestosa letrina. Mi madre me pregunta qué me gustaría comer. Se me hace la boca agua al pensar en una jugosa ensalada de embutido y queso. Así que formulo mi deseo. Mi madre parece casi decepcionada porque quería cocinar algo especial para mí, pero, tras cuatro años en la selva, esta comida es lo más refinado que pueda imaginarme. Cuando vivía con los samburu, jamás tuve ocasión de comer algo tan fresco, pues, aparte de harina de maíz, a veces arroz o aún más raramente carne sin condimentar, no había otra cosa. ¡Qué ilusión me hacía esta ensalada con un trocito de pan recién hecho!
Ahora también Napirai muestra curiosidad y observa con atención a las desconocidas personas blancas. Entretanto ha vaciado casi todos los estantes de libros y ahora está removiendo la tierra para las plantas. Todas estas cosas son nuevas para ella.
Al fin la comida está lista. Solo con verla podría llorar de alegría. ¡Cuántas veces soñé de noche con una comida como esa! Y ahora basta que la desee y media hora más tarde la tengo ante mí.
Naturalmente, mi madre quiere que la informe con todo detalle explicándole si me gusta mi nueva vida en Mombasa y si mi tienda de souvenirs en el Diani Beach ha empezado con buen pie. Está contenta de que tras tres años en la selva profunda yo vuelva a vivir más próxima a la civilización. Lo que no acaba de entender es por qué estoy aún más delgada que en mi última visita, puesto que ahora dispongo de más posibilidades de alimentarme mejor. Todas estas preguntas me abruman y aumentan mi tristeza, de modo que me limito a dar respuestas mecánicas que no tienen nada que ver con la realidad. Con su casi ingenua despreocupación consigue que me resulte aún más difícil decir la verdad.
Mi alegría por la deliciosa comida no dura mucho. Media hora después tengo unos espantosos retortijones de estómago y me encojo tumbada en la cama. Claro que con la hepatitis que contraje hace solo un año, no debería haber comido nada de grasa y mucho menos alimentos fríos conservados en la nevera. Al fin y al cabo durante años solo he comido platos de lo más sencillos y directamente de la olla. Pero ante la posibilidad de volver a comer al fin algo especial no lo he tenido en cuenta. Para que mi estómago se calme no me queda más remedio que vomitar.
Mi madre está bañando a Napirai, lo cual le gusta mucho. La niña chapotea y lanza grititos de alegría y por primera vez le ponemos pañales desechables. ¡Dios mío, qué fácil resulta! Colocarlos, ensuciarlos, quitarlos y tirarlos. ¡Increíble y fantástico! Se acabaron los tiempos en que en Nairobi tenía que cargar con los pañales sucios hasta que, por la noche, pudiese lavarlos a mano en agua fría.
A las ocho me siento cansadísima. En Kenia solíamos acostarnos a esta hora, puesto que no teníamos luz eléctrica y anochecía temprano. De todas formas tendré que acostarme con Napirai, pues no está acostumbrada a dormir sola. En la manyatta en las tierras altas dormía siempre conmigo o con su abuela, y en la costa entre mi marido y yo. Para los hijos de los samburu eso es lo normal. Necesitan el contacto físico. En la cama me invade la tristeza y me asaltan dudas sobre si estoy haciendo lo correcto. Llorando en voz baja me quedo dormida.
A la mañana siguiente se plantea la gran pregunta: ¿Qué ropa nos pondremos? Es octubre, y para nosotras, que venimos del calor de Kenia, hace muchísimo frío. A Napirai nunca le ha gustado llevar ropa encima y ahora tiene que ponerse incluso jerséis y una chaqueta que mi madre ha comprado. No se siente cómoda con tanta ropa e intenta quitársela. Pero no es posible. Hace frío y, además, en Suiza la gente tiene la costumbre de ir vestida.
Otro problema lo constituye el perro, pues parece que no le gustamos. Gruñe, ladra y enseña los dientes mientras nos observa con cautela. Pero Napirai ya se ha acostumbrado y quisiera jugar con él todo el rato. Por lo visto, al ser una niña masai, desconoce el miedo. Yo, en cambio, estoy casi histérica temiendo que el perro pueda morder a Napirai. Mientras que yo lo veo como un auténtico peligro, para mi madre y Hanspeter es naturalmente el animal más cariñoso y, por así decirlo, el sustituto de un hijo.
Los primeros dos o tres días solo me siento fatigada y agotada. No dejo de pensar cómo le irá a Lketinga, solo en la tienda. Es cierto que cuenta con la ayuda de William, pero ya no se llevan tan bien desde que, hace un tiempo, William nos robó algo de dinero.
Para distraerme, los días siguientes doy un paseo hasta la cercana escuela agrícola, donde observo las vacas durante horas. Así encuentro cierta calma interior y me siento muy unida a mi suegra «nGogo». ¿Cuál será su reacción cuando se entere de que ya no volverá a vernos, a Napirai y a mí? De acuerdo con las costumbres de los samburu, en realidad mi hija le pertenecería a ella. Pensamientos como este y otros parecidos se me pasan por la cabeza.
Por la noche, cuando mi madre y Hanspeter ven las noticias por televisión, suelo retirarme con Napirai a nuestro cuarto. Todas aquellas terribles imágenes de la guerra del Golfo y de la miseria en el mundo me conmueven y apenas soy capaz de soportarlas. Durante más de cuatro años no he tenido ningún contacto con la televisión u otros medios. He vivido en un mundo como hace mil años y ahora me siento destrozada por todas estas noticias e imágenes. Pero en una ocasión permanezco sentada ante el televisor como hipnotizada. Están dando un reportaje sobre la caída del muro en Alemania. Soy incapaz de comprender lo que estoy viendo. Lo cierto es que no me enteré de este acontecimiento pese a que ocurrió hace ya un año. ¡Casi no puedo creerlo! Antes, en casa el muro de Berlín solía ser un tema constante, puesto que mis abuelos por parte de padre vivían en el Este. Por eso yo sabía ya de niña cuán diferentes eran los dos mundos alemanes, ya que mi padre contaba muchas cosas cuando regresaba de una de sus visitas a la RDA. ¡Y ahora vuelven a estar unificados! Todo el mundo lo sabía, y solo nosotros, en la selva, éramos los únicos a los que no había llegado esta noticia. Ante estas imágenes enseguida me vuelven a caer las lágrimas. Comprensiblemente mi forma de reaccionar resulta cómica para mi madre y su marido. También la mayoría de películas causan en mí una percepción diferente de la que solían causarme antes. ¿O es que yo he cambiado tanto? Sea como sea, me sorprenden tremendamente tantas escenas de desnudos y de amor en las películas actuales. En Kenia, en público no se besa y ni siquiera las parejas se cogen de la mano, por no hablar ya de que los samburu no se besan nunca. Empiezo a darme cuenta de lo puritana que me he vuelto en los cuatro años pasados.
Al cabo de unos días mi madre dice que ya es hora de que me compre algo de ropa. Me pongo, pues, en marcha, mientras ella se encarga de Napirai. La gran cantidad de vestidos y mercancía en las tiendas abarrotadas hacen que me sienta insegura. No sé qué es lo que me sienta bien, y acabo comprando unos leggings, que parecen estar de moda, y un jersey. El precio me parece elevadísimo. Por el mismo dinero hubiese podido comprar en Kenia tres o cuatro cabras o una preciosa vaca.
En casa le muestro mis compras a mi madre que manifiesta horrorizada que de ningún modo puedo salir a la calle con estos leggings, que estoy demasiado flaca y que con esta vestimenta parezco casi enferma. La pizca de orgullo recién recuperado por la bonita ropa ha quedado aniquilada y me siento muy fea. Me asusta comprobar que en este mundo —blanco— me he vuelto muy susceptible. En mi mundo, en Kenia entre los africanos, todo era distinto. Allí lo tenía que hacer y organizar todo yo sola. Cada vez soy más consciente de cuánto he cambiado en todos estos años. Aquí en Europa el tiempo pasa muy deprisa, y muchas cosas me resultan nuevas y desconocidas. En África todo transcurre aún despacio y los días parecen infinitamente más largos. ¿Qué ha sido de aquella mujer de negocios antaño tan segura de sí misma? ¡Una apátrida escuálida con una niña pequeña, que no tiene ni el valor de confiarse a su madre!
Pero al cabo de una semana es el destino el que decide por mí. Estamos cenando cuando suena el teléfono. Mi madre atiende la llamada y se limita a decir repetidamente «Hola, sí, hola», después cuelga. Dice que parecía tratarse de una llamada desde muy lejos, pero que nadie dijo nada. Con las manos bañadas en sudor me quedo mirando incrédula a mi madre. Ella se echa a reír y dice:
—¡No te asustes! Seguro que será tu marido quien querrá hablar contigo. ¡Alégrate!
Empiezo a sentirme mal de tantos nervios y de tanto miedo. Claro que dejé el número de teléfono. Sophia, mi amiga italiana, me lo había pedido. Si Lketinga tenía problemas en la tienda, ella me iba a llamar, porque él jamás en su vida ha hablado por teléfono. Tampoco a ella le dije nada. No confié mis planes de huida a nadie, por miedo a que pudiesen salir mal. ¡Y ahora esto! Como hipnotizada clavo la mirada en el teléfono, pero por el momento permanece en silencio. Mi madre dice que seguro que no será nada grave y que siga comiendo. Pero el apetito se me ha ido. En cambio pienso en cómo debo comportarme al teléfono. Y ya está sonando de nuevo. Mi madre me pide alegremente que lo coja yo. Pero no soy capaz de moverme. Llena de pánico veo cómo ella descuelga. Tras un alegre «yes» me hace señas para que coja el auricular. De forma mecánica, me pongo el auricular junto al oído y reconozco en el acto la voz de Sophia.
—Hola, Corinne, how are you? I’m here together with your husband Lketinga. Está empeñado en saber cómo están su esposa y su hija y cuándo vais a regresar a Kenia. ¿Quieres que te lo pase?
—No, wait —grito al auricular—. Primero quiero hablar contigo. Sophia, lo que voy a decirte ahora será muy duro para Lketinga, para ti, para mí, para todos. ¡No vamos a volver! Simplemente no aguanto más la convivencia con mi celoso marido. En parte, tú misma lo has vivido. No os lo pude decir antes. De lo contrario, jamás hubiéramos podido abandonar el país.
A mis espaldas oigo unos cubiertos caer al suelo.
—Por favor, por favor, Sophia, explícaselo a Lketinga. Desde aquí le ayudaré con la tienda y con el coche en la medida de mis posibilidades. Si lo vende todo será un hombre rico. Se lo doy todo, también las cuentas bancarias, todo menos nuestra hija Napirai. Intentaré construirme una nueva vida con ella.
Se percibe lo conmocionada que está Sophia. Pregunta si no quiero hablar con mi marido, pero que ya casi se ha consumido todo el dinero. Anoto el número de teléfono y le digo que en diez minutos les llamaré para hablar con Lketinga. Exhausta, cuelgo, me vuelvo y veo a mi madre como petrificada. E igual a Hanspeter. En aquel mismo momento se me saltan las lágrimas y empiezo a llorar desenfrenadamente. Permanezco un buen rato sentada junto al teléfono. Me siento muy desgraciada y a la vez algo aliviada, porque ahora mi madre, y en estos momentos seguramente también Lketinga, saben la verdad.
Oigo a mi madre preguntar insegura:
—¿Y qué te imaginas? Yo siempre pensaba que, aparte de alguna tontería sin importancia, eras feliz. Acabas de abrir tu hermosa tienda con tus últimos ahorros. ¡Además, en Suiza ya no tienes permiso de residencia!
Ahora también ella tiene lágrimas en los ojos. Me da mucha pena. Desesperada, recuerdo que quise formar hasta el final de mi vida una familia feliz con mi gran amor, y que de ninguna manera quise privar a mi hija de su padre. Al fin y al cabo, ella es el fruto de este amor inmenso. Pero ya no tengo fuerzas y sé que tengo que decidirme contra la muerte y a favor de la vida. Napirai aún no tiene ni dos años y me necesita. He pasado por demasiadas cosas, por no hablar de los brotes de malaria durante el embarazo, el parto en el hospital de la selva y de nuestro aislamiento durante la contagiosa infección de hepatitis. No, no voy a separarme de mi hija. ¡Y quiero vivir, para ella! No quiero que la casen más adelante después de haberle practicado la ablación. No, todo eso se lo quiero ahorrar. El precio será criarse sin su padre en un mundo blanco.
—¿Puedo devolver la llamada a Kenia? Seguro que Lketinga se encontrará completamente desconcertado —le pregunto a mi madre en vez de darle una respuesta, porque, de todas formas, en este momento no se me ocurre ninguna. Tengo que marcar tres veces el número antes de que se establezca una conexión. Primero oigo una voz africana desconocida, después de nuevo a Sophia y, finalmente, poco después, a Lketinga.
—Hallo, my wife, why you not come back to me? I’m your husband. I really love you and my baby. I cannot stay without you and Napirai. I don’t want another wife. You are my wife.
Entre lloros le explico que con su imprevisible comportamiento y sus celos patológicos me ha herido demasiadas veces.
—Al final me sentía como una prisionera. Así no puedo ni quiero vivir. Y cuando encima me acusaste de que Napirai no era hija tuya, quedaron destrozados los últimos restos de amor y esperanza. Lketinga, no puedo más, pero te ayudaré con todo en la medida de mis posibilidades. Escribiré a James para que vaya a ayudarte. Intentaré explicártelo todo en una carta. Lo siento mucho.
No me entiende y se limita a decir, inseguro y medio riendo:
—I don’t know what you tell me. My wife, I wait for you and my child. I’m sure you will come back to me.
Después se oye un crujido y se interrumpe la conexión.
Me siento como anestesiada. Me dirijo a Napirai, la levanto de su silla de bebé y, deshecha, me retiro a nuestra habitación, porque por hoy ya no estoy en condiciones de pensar con claridad. Por lo visto, mi madre y también Hanspeter se hacen cargo y no dicen nada. Napirai nota cuando no estoy bien y entonces suele mostrarse siempre especialmente afectuosa. Con deleite se pone a succionar mi pecho mientras lo va apretando con una mano.
Cuando Napirai se ha quedado dormida me pongo a escribir cartas.
Querido Lketinga:
Espero que sepas perdonarme lo que tengo que comunicarte ahora: no volveré a Kenia. Entretanto he pensado mucho en nosotros. Hace más de tres años y medio te amaba tanto que estaba dispuesta a vivir contigo en Barsaloi. También te he dado una hija. Pero desde el día en que me acusaste de que esta niña no era tuya, ya no he sentido lo mismo por ti. Tú también lo has notado.
Jamás quise a ningún otro y jamás te he mentido. Pero en todos estos años tú no me has entendido nunca, tal vez porque soy una mzungu[1]. Mi mundo y tu mundo son muy diferentes, pero yo pensaba que algún día nos hallaríamos juntos en el mismo mundo.
Pero ahora, tras la última oportunidad que tuvimos en Mombasa, entiendo que no eres feliz y yo lo soy aún menos. Somos todavía jóvenes, y así no podemos seguir viviendo. En el primer momento no me entenderás, pero al cabo de algún tiempo también tú verás que con otra persona volverás a ser feliz. Para ti es fácil encontrar una nueva esposa que viva en tu mismo mundo. Pero búscate ahora una mujer samburu y no otra blanca. Somos demasiado diferentes. Algún día tendrás muchos hijos.
Me he llevado a Napirai porque es lo único que me queda. También sé que no tendré más hijos. Sin Napirai no sobreviviría. ¡Ella es mi vida! ¡Por favor, Lketinga, perdóname! Ya no tengo fuerzas para seguir viviendo en Kenia. Allí estaba siempre muy sola, no tenía a nadie, y tú me has tratado como a una delincuente. Tú mismo no te das cuenta, porque así es África. Te repito una vez más: jamás he hecho nada malo.
Ahora tendrás que pensar qué quieres hacer con la tienda. También escribiré a Sophia. Seguro que ella podrá ayudarte. Te regalo toda la tienda, pero si quieres venderla tendrás que negociar con Anil, el indio.
Desde aquí quiero ayudarte en la medida de mis posibilidades. No quiero abandonarte a tu suerte. Si tienes problemas, díselo a Sophia. El alquiler de la tienda está pagado hasta mediados de diciembre, pero si ya no quieres trabajar, has de hablar sin falta con Anil. También te regalo el coche. Te adjunto un documento firmado relativo al coche. Si quieres venderlo te darán, como mínimo, unos ochenta mil chelines keniatas, pero tienes que encontrar a una buena persona que te ayude. Después serás un hombre rico.
Por favor, Lketinga, no estés triste. Encontrarás una esposa mejor, pues eres joven y guapo. Me encargaré de que Napirai guarde un buen recuerdo de ti. ¡Por favor, entiéndeme! En Kenia me moriría, y no creo que sea eso lo que tú quieres. Mi familia no piensa mal de ti, siguen teniéndote cariño, pero somos demasiado distintos.
Muchos recuerdos de CORINNE y familia
¡Hola, Sophia!:
Acabo de recibir la llamada que me hicisteis tú y Lketinga. Estoy muy triste y no hago más que llorar. Te he dicho que no voy a regresar. Es la verdad. Lo tenía claro incluso antes de llegar a Suiza. Tú también conoces un poco a mi marido. ¡Lo he querido como a nadie antes en mi vida! Por él estaba dispuesta a llevar la vida de una auténtica samburu. Enfermé frecuentemente en Barsaloi, pero me quedé porque le quería. Muchas cosas han cambiado desde que he traído al mundo a Napirai. Un día él afirmó que la niña no era suya. Desde aquel día se rompió el amor que sentía por él. Los días pasaron con altibajos, pero a menudo me ha tratado mal.
Sophia, ¡por Dios te digo que jamás estuve con otro hombre, jamás! Aun así tuve que escuchar esta acusación de la noche a la mañana. En Mombasa volví a darnos una oportunidad a mi marido y a mí misma. Pero no puedo seguir viviendo así. ¡Y él ni siquiera se da cuenta! Lo he abandonado todo, incluso mi patria. Seguramente también yo habré cambiado, pero pienso que en estas circunstancias es normal. Lo siento mucho, por él y por mí. Aún no sé dónde viviré en el futuro.
Mi mayor problema es Lketinga. Ahora ya no tiene a nadie para ayudarle en la tienda, que él solo no sabrá llevar. Por favor hazme saber si piensa quedársela. Me alegraría saber que se las arregla con la tienda. En caso contrario, que lo venda todo. Lo mismo vale para el coche. Napirai se quedará conmigo. Sé que así será más feliz. Por favor, Sophia, ocúpate un poco de Lketinga. Ahora tendrá muchos problemas. Lamentablemente no podré serle de gran ayuda. Si regresara otra vez a Kenia no me dejaría volver nunca más a Suiza.
Espero que su hermano James vaya a Mombasa. Le escribiré. Por favor, ayúdale hablando con él. Soy consciente de que tú también tienes muchos problemas y espero que se resuelvan pronto. Te deseo que todo se solucione y que pronto vuelvas a encontrar una amiga blanca. Napirai y yo no os olvidaremos jamás.
Con mis mejores deseos y saludos,
CORINNE
También escribo a James, el hermano menor de Lketinga, el único que fue a la escuela y que nos ayudó tanto, y al misionero padre Giuliano de Barsaloi para comunicarles la triste verdad.
A la mañana siguiente también mi madre tiene unas profundas ojeras. Poco después estamos sentadas a la mesa y le tengo que contar al fin la verdad sobre mi vida en África. Esta vez no le ahorro nada, pues ahora estoy sentada ante ella en Suiza. Le describo mi vida con la tribu de Lketinga, con todas sus luces y sombras, y le recuerdo que en los primeros tiempos yo me imaginaba realmente que podría pasar toda mi vida con los samburu.
—Pero tras la apertura de la tan necesaria tienda de comestibles me atosigó cada vez más con sus crecientes celos y todo se iba haciendo más difícil. En poco tiempo casi toda la gente nos había dado la espalda. Ya no me permitía hablar ni siquiera con el misionero y mucho menos con su hermano menor James ni con los otros muchachos. Y eso, pese a que siempre me había hecho ilusión hablar con ellos cuando al fin llegaban las vacaciones escolares. Lketinga armó un tremendo jaleo y al final un chico hasta tuvo que abandonar el pueblo para evitar que pasara algo gordo. A causa de mis constantes enfermedades la tienda dejó de ir bien y hace unos meses nos trasladamos finalmente a la costa. Entonces aún creía en un nuevo comienzo y por eso le pedí a Marc que me trajera toda aquella suma de dinero para la tienda de souvenirs. Esperaba que el hecho de que él hablase con Lketinga en su calidad de «mayor» tuviese un efecto positivo, y realmente dio frutos por un breve periodo de tiempo. Lketinga se volvió más normal y a ratos se mostraba muy cariñoso y solícito. De vez en cuando ayudaba en el montaje de la tienda y sentía ilusión por este trabajo. Pero más tarde, cuando yo tenía que hablar con los turistas o incluso compartir alguna vez sus risas, montaba un escándalo. Me ha preguntado delante de ellos por qué yo conocía a esa o aquella persona, cosa que no correspondía en absoluto a la realidad. He intentado una y otra vez demostrarle que le quería, y lo he soportado todo por el bien de los dos. Poco a poco empezó a beber cada vez más cerveza. Unas veces le invitaban los turistas y otras cogía dinero de la caja. William y yo trabajábamos como locos y él llegaba, sacaba un fajo de dinero y se marchaba en coche a Ukunda. Yo no hacía más que temer su comportamiento a la vuelta. En casa ya no me permitía casi nunca salir de nuestra exigua morada, de modo que me pasaba horas sentada en la cama jugando con Napirai. Si tenía que ir al lavabo, la mayoría de las veces me acompañaba. ¡Era tan humillante! Las peleas tampoco eran buenas para Napirai.
Pero, tras todas estas quejas, también le explico a mi madre que en el fondo y en lo más hondo de su corazón Lketinga es buena persona. Antes me demostró su amor en numerosas ocasiones. Pero en Mombasa se siente desgraciado y yo no puedo volver a la selva porque moriría de malaria. Incluso le propuse que regresara a Barsaloi, que allí tomara una segunda esposa de su tribu y que a mí me dejara trabajar en Mombasa para que todos volviéramos a ser más felices.
—Pero de repente ya no quiso saber nada de todo eso, pese a que, cuando nos casamos, tuve que dar mi conformidad. Por eso solo me quedaba la huida a Suiza —finalizo mi explicación.
Mi madre escucha horrorizada pero serena los fragmentos de toda la historia y dice:
—¡Sabía por tu hermana, que os visitó hace poco, que no todo era perfecto, pero no imaginaba que fuese tan terrible! Solo me escribías cartas llenas de optimismo y de esperanza. Y ahora la situación es completamente distinta. Pero pensándolo bien, he recuperado a mi hija y además me ha traído una nieta preciosa.
Aliviadas, nos fundimos en un fuerte abrazo.
—Entonces ¿no es un grave problema el que siga residiendo aquí con Napirai durante algún tiempo más hasta que sepa lo que voy a hacer?
—No, no lo es. El único a quien tenemos que convencer aún es al perro —comenta, ahora con una tímida sonrisa.
Dedicamos la tarde a deshacer mis trenzas africanas. El pelo se me cae a grandes mechones. A continuación tomo, llena de gratitud, un baño caliente y aún no acabo de creer del todo lo agradable que resulta estar sumergida en una bañera llena hasta el borde. En Kenia tenía que caminar hasta el río, a un kilómetro y medio de distancia, y allí solo podía lavarme superficialmente. Más tarde, en Mombasa, calentaba primero el agua en el hornillo de carbón, luego la echaba en una pila y me lavaba con las manos. Aquí en Suiza hay agua en abundancia. Solo hay que abrir el grifo y ya se puede disponer de agua fría o incluso caliente. En África llegué realmente a olvidar con qué comodidades había vivido antes. Pero ahora a cada momento soy más consciente de la vida tan lujosa que llevamos aquí, y ello por las cosas más simples, como agua, electricidad, una nevera y alimentos.
¡No, no tengo que tener miedo a una vida en estas condiciones! Trabajaré, en lo que sea. ¡Lo único importante es que me vuelvan a conceder el permiso de residencia! Decido que a la mañana siguiente iré al ayuntamiento para informarme. Mi madre me acompaña, puesto que conoce del gimnasio a una mujer que trabaja allí. Así nos enteramos de que tengo que solicitar por escrito que se me vuelva a conceder el permiso de residencia, adjuntando mi currículum vítae. Será tramitado por el departamento de Extranjería de la policía y allí toca esperar. En casa cumplimento inmediatamente la solicitud y me siento esperanzada, porque los empleados de la oficina se mostraron muy amables. Mis experiencias con las instituciones oficiales en Kenia fueron muy diferentes.
En los próximos días no me queda más remedio que dar largos paseos con mi hija para no pensar todo el tiempo en Kenia. Cuando suena el teléfono, me entra miedo de que pueda ser de nuevo Lketinga u otra persona de Kenia con malas noticias. Ahora todas mis cartas tienen que haber llegado a su destino. A veces tengo la sensación de notar casi físicamente la tristeza y la conmoción que causan a las personas afectadas, sobre todo a mi querida suegra y también a Lketinga que ahora ya habrá comprendido que no vamos a regresar. No puedo hacer otra cosa que esperar las diferentes reacciones. Por fin, el 3 de noviembre de 1990, recibo la primera larga carta de James desde su colegio.
Querida Corinne:
Hola, soy James. ¿Cómo estás? Espero que tu familia y la querida hermana Napirai estén bien. Recibí tu triste carta que también me pone muy triste a mí, puesto que escribes que ahora estás en Suiza y que no volverás a nuestro pueblo. Aquí en Barsaloi todos los que te conocen se sienten muy desgraciados. Mientras te escribo quisiera llorar, aunque todo eso no me lo creeré hasta que lo haya visto en la cara de mi hermano en Mombasa.
Corinne, lo que tú me has comunicado ahora, lo he sentido en mi propia sangre cuando pude observar el comportamiento impresentable de mi hermano contigo. Y ahora ¿qué he de decir a todos los que me van a preguntar dónde está nuestra querida Corinne y por qué se ha marchado? Es una maldición el que tuvieras que marcharte a causa de Lketinga. Se va a quedar muy solo en nuestra región. Todos están enfadados con él porque vieron lo duro que trabajaste. Todas las cosas que piensas darle harán que se sienta muy confundido. Quiero ayudarle y arreglarlo todo correctamente pese a que tengo poca influencia sobre él. Sabes que a menudo me he peleado con él por lo mal que te trataba a ti, su mujer. Sin ti mi hermano es ahora una persona inútil en nuestra comunidad, pese al coche y a la tienda. ¿Qué podrá hacer con esta gran tienda cuando, como tú bien sabes, odia el trabajo? Y ¿de qué le servirá un coche si no tiene carnet de conducir? El que se lo hayas dejado todo demuestra que le quieres de corazón. Pero su cabeza no rige y él es incapaz de digerirlo. Corinne, él está muy confundido y seguro que te quiere, pero su problema es que habla como una mala persona y que no tiene en cuenta lo que los demás piensan de lo que él va diciendo. El único consejo que yo puedo darle es que saque provecho de esta riqueza que tú le das.
Pero ¿cómo hará para vender la tienda si tú no estás presente? A no ser que hables por teléfono con el propietario, el indio. He escrito una carta a mi hermano pidiéndole que me mande el dinero para el viaje a Mombasa, para que pueda ir a verle el 16 de noviembre cuando finalice el colegio. Si no está dispuesto a mandarme el dinero iré a casa y venderé unas cabras. Después iré a ver qué está haciendo. Te escribiré en noviembre o diciembre y te explicaré cómo va todo allí, y también te contaré cómo están todos en casa, sobre todo mamá.
Corinne, no creo que mi hermano vuelva a casarse, aunque solo sea por ti. Creo que pasará toda su vida en Mombasa y que vivirá de lo que tú le has dejado. A mí en su lugar me daría vergüenza volver a casa. Realmente no sé cómo decírselo a mamá y al resto de la familia.
Te deseo que encuentres un lugar en Suiza o en Alemania para que podamos seguir en contacto. Estoy seguro de que Lketinga te sigue amando y que lamentará haberte perdido. Te informaré de todo por carta. Por favor, infórmame tú también, estés donde estés. Sé que Dios te ama y que te dará un buen lugar. Por lo tanto, no nos olvides, piensa en nosotros pues eres parte de nuestra familia, sin olvidar a nuestra queridísima hermana Napirai. Piensa en la posibilidad de venir aquí dentro de unos meses o años para que podamos verte y envíanos fotos u otras cosas que nos sirvan de recuerdo de ti y de tu familia. Haré todo lo que esté en mis manos para enviarte algo que te demuestre que no toda nuestra familia ha dado por finalizada su relación contigo, pues te queremos. Me queda un año y medio en el colegio. Después quiero trabajar, ganar dinero e invitarte a que vengas a vernos.
Por favor, dile a tu hermano Marc que el problema no es mi familia, sino únicamente Lketinga. Corinne, ahora te dejo con cara triste y espero recibir pronto noticias tuyas.
Saluda a toda tu familia, a Marc y su novia, así como a Napirai.
Os deseo a todos unas felices Navidades.
JAMES
Bajo las manos que sostienen la carta que ha vuelto a abrir las heridas aún no curadas y las lágrimas empiezan a fluir. Pese a todo lo ocurrido no quiero de ninguna manera que en su tribu dejen caer a Lketinga. Me siento muy mal y de nuevo me asaltan las dudas. Se lo comunico a mi madre que me está observando, sentada a la mesa, en actitud tensa. Ella responde enérgicamente:
—Pues mírate en el espejo. ¡Así tú misma verás que no existe otra solución! Incluso al cabo de dos semanas tienes un aspecto enfermizo y estás tan débil que te pasas la mayor parte del tiempo durmiendo. ¡Debido a tu hepatitis tienes que seguir un régimen específico y todavía sigues dando de mamar a tu hija! ¿Qué te imaginas? ¡Ahora tienes que pensar en ti y en Napirai! ¡Ya tenéis bastantes preocupaciones!
Por un momento su tono enérgico produce un efecto positivo en mí y después de mucho tiempo vuelvo a sentirme como una niña a la que intentan proteger.
Por la tarde contesto la carta de James agradeciéndole su intención de ir a ver a Lketinga a Mombasa. Para él representa un viaje gigantesco. Solo tiene unos dieciséis años y estuvo una sola vez con nosotros en Mombasa cuando nos marchamos del distrito de los samburu y recorrimos los 1460 kilómetros en coche hasta la costa. Nos acompañó para que Lketinga y él pudiesen turnarse sosteniendo en brazos a Napirai durante el traqueteo del viaje. Pero ahora tendrá que hacer el viaje solo, algo insólito para la gente de allí, que suelen ser al menos dos cuando emprenden un viaje. El viaje de dos o tres días en autocar es caro y, como menciona en la carta, tiene que conseguir el dinero vendiendo unas cabras. Lketinga no se lo enviará, ya que desaparece de los sobres si se manda por carta y James, al ser estudiante, carece de cuenta bancaria. Muy pocas de las personas que conozco allí poseen dinero. Su patrimonio es el rebaño. Cuando se necesita dinero se venden unos animales o la piel de una cabra o vaca y con las ganancias de la venta se compran los alimentos más necesarios. Espero que James lo consiga y que después Lketinga le devuelva el dinero.
Entretanto Napirai se ha ido acostumbrando al frío y ya no se resiste cuando la visto. Con el último dinero que había guardado para situaciones de emergencia, compro en varias tiendas de segunda mano ropa de invierno para las dos. No quiero ser encima una carga económica para mi madre. Ya cuesta bastante alimentarnos. Pero, aun así, ella compra constantemente cosas para Napirai. La relación con el perro ha mejorado, aunque a veces tiene aún alguna reacción imprevisible.
De vez en cuando mi madre intenta animarme a que visite a antiguos amigos para reanudar mis relaciones sociales. Pero ya no me atrevo a conducir su coche por carreteras muy transitadas en las que, encima, se conduce por la derecha. En un viaje de varias horas por la selva nos cruzábamos, como máximo, con un solo coche. Era más fácil encontrarse con elefantes o búfalos que habían tomado posesión del camino, lo que podía provocar situaciones difíciles. Mi percepción actual es que aquí en Suiza todo el mundo parece estar viajando en coche al mismo tiempo. Por eso prefiero quedarme en casa con Napirai.
Una tarde, a mediados de noviembre, suena el teléfono y yo me doy cuenta inmediatamente de que se trata de una llamada de Kenia. Oigo la voz de Sophia. Esta vez me muestro más serena, porque ya llevamos más de un mes viviendo en Suiza y ahora todos están informados.
—Hola, Corinne, how are you and Napirai? ¿Sigues estando segura de que no vas a regresar? Lketinga trabaja solo en contadas ocasiones. Si me paso por la tienda suele estar casi siempre cerrada. Solo quiero decirte que tu marido no se deja ayudar por mí y que no sé qué hacer. Como sabes, tengo mis propios problemas, puesto que mi restaurante está abierto sin que, hasta la fecha, me hayan concedido el permiso. ¡Y también en lo demás es siempre lo mismo! Además, dentro de cuatro días me iré por dos semanas a Italia para ver a mi familia.
—Sophia —contesto—, te agradezco que me hayas llamado antes de tu viaje, pero mi decisión es definitiva y firme. Doy gracias por seguir viva y haber podido salir del país con Napirai. Creo que no tendrás que ocuparte más de Lketinga. James irá pronto a Mombasa para ayudarle y decidir qué se hace con la tienda. Sé de sobra lo desconfiado que es mi marido. ¿Lo has visto, sabes cómo se encuentra?
Sophia dice que hace tiempo que no se ha encontrado con él y que las veces que le ha visto, él iba en coche por Ukunda. No sabe nada más. A continuación nos despedimos y le deseo de corazón lo mejor, mucha fuerza y amor para su futura vida en Kenia. En este momento aún ignoro que nunca más sabré nada de Sophia.
Unos días más tarde recibo la carta de contestación del Padre Giuliano.
Querida Corinne:
Hace unos días recibí su carta del 26 de octubre a la que me dispongo a contestar ahora.
Creo que para usted es mejor que esté en Suiza. A mí, de todas formas, me extrañó que permaneciera tanto tiempo al lado de Lketinga. Yo también le encontré a menudo un poco raro y muchas veces me ha sorprendido que usted lo aguantara durante tanto tiempo. Sea como fuere, le deseo una vida mejor con su Napirai. En su carta usted dijo que adjuntaba algo de dinero para la madre de Lketinga, pero no había dinero en el sobre. Resulta peligroso meter dinero en las cartas, porque las abren y entonces a menudo ni siquiera las cartas llegan a su destino. Si usted tiene un cheque de Barclays Bank puede emitirlo a favor de nuestra Catholic Mission y yo lo ingresaré en mi banco. Cuando el dinero esté abonado, se lo entregaré a Mamá Leparmorijo. Creo que esta es la mejor manera.
Muchos recuerdos de Barsaloi. Ahora estamos en época de lluvias y todo está verde y hermosísimo.
Muchos saludos también del Padre Roberto.
Suyo,
GIULIANO
Me alegra recibir esta breve carta y me tranquiliza saber que ahora he encontrado una manera de poder cumplir la promesa que le hice a mi suegra. Cuando nos mudamos a Mombasa le prometí que a lo largo de toda mi vida pensaría en ella, que no la olvidaría jamás y que siempre cuidaría de ella, viviera donde viviese. Estaba tan feliz porque no me había quitado a mi Napirai, pues lo normal es que la primera hija pertenezca a la madre del marido, por así decirlo como un «subsidio de vejez». Conforme la niña va creciendo, se ocupa de buscar leña para el fuego de la abuela, de guardar sus cabras y de traer agua del río. En contrapartida la abuela la alimenta. Cuando la niña alcanza la edad núbil entre los trece y los dieciséis años, se la casa y la abuela obtiene el precio que se paga por la novia, un precio que se compone de varias cabras, vacas, azúcar y otros productos. Así me lo explicó Lketinga tras el nacimiento de Napirai. Una costumbre que me habría resultado impensable cumplir. También Saguna, de unos tres años de edad, la hija pequeña de su hermano mayor, vive ya con ella, pese a que su mamá reside en el mismo poblado. Duerme y come con la abuela. En cambio, su hermano, dos años mayor, vive con sus padres en la cabaña vecina. Sí, le debo a mi suegra el que entonces me permitiera partir llevando a Napirai conmigo. Le expliqué que no sabría vivir sin mi hija y entonces ella, después de dirigirme una larga y muda mirada, volvió a poner en mis brazos a Napirai a pesar de que pensaba que yo podría tener otros diez hijos.
Ahora deseo cumplir mi promesa y del primer dinero que gane quiero hacerle llegar algo. Mientras no pueda trabajar, emitiré cheques contra mis cuentas en Kenia y encargaré a la Misión que todos los meses le entregue una cantidad fija. Solo así se puede asegurar que la gran parentela no gaste el dinero en pocos días. Lketinga debería tener aún dinero suficiente teniendo en cuenta todo lo que le he dejado, pero, si no trabaja, como Sophia me dijo por teléfono, sino que, por lo visto, vive del dinero en efectivo, no tardará demasiado en tener problemas. Espero saber en breve cómo va todo, puesto que James ya debería haber llegado a Mombasa. Todos los días espero el correo para ver si hay una carta de Kenia. Incluso después de dos meses sigo sintiéndome responsable de muchas cosas, pese a que todo lo que poseía lo dejé en Kenia. Por fin llega la esperada carta de James.
Querida Corinne y familia:
Yo, James, te escribo desde Mombasa después de haber recibido tu carta el 6 de diciembre. ¿Cómo estáis tú, tu familia y nuestra querida Napirai? Espero que todos estéis bien. Lketinga y yo no estamos mal aquí, pero sobre la familia no tengo mucho que contar, pues hace tiempo que no sé nada de ellos. Por la carta que me mandaste sé que aún no has encontrado ningún lugar para establecerte. Rezaré para que este problema se resuelva y un día encuentres algo. También me he enterado de que intentaste ayudar con algo de dinero a nuestra madre, pero el dinero no llegó.
Con Lketinga he hablado de la tienda. Ha decidido venderla. Por favor, ponte en contacto con el propietario para que se ocupe de la venta. Intentaré también hablar con su hermano, tal como me dijiste. Lketinga no quiere vender el coche. Tampoco quiere repartir nada del dinero, de modo que volveré a Maralal y no creo que me dé dinero para el viaje. Bebe a menudo y masca ahora mucha miraa. Por eso te pido que hagas algo para vender la tienda para que no contraiga, además, deudas con el indio. He escrito a Diners Club para que anulen la tarjeta.
Corinne, el 10 de diciembre regresaré a Barsaloi y realmente me ha entristecido mucho el que mi hermano no me haya dado dinero, salvo para la vuelta a casa. No sé qué podré llevarme para el colegio y para mamá. Es la última vez en mi vida que visito a Lketinga. Al fin y al cabo en la tienda aún vendí artículos por importe de doce mil chelines keniatas, pero él lo ha gastado todo. Siempre venía diciendo que llevaría el dinero al banco, pero se lo ha gastado en cerveza y miraa. Corinne, esa es la triste verdad.
Tal como me dijiste, abriré mi propia cuenta bancaria para que puedas enviarme algo de dinero y ayudarme a mí y mi familia. Iré a Barsaloi y le pediré un crédito a Richard para poder abrir la cuenta. Después te comunicaré el número.
Del modo en que lo veo, la vida de mi hermano será seguramente muy breve. Desde que tú le dejaste, ya no me gusta estar con él, pues no ayuda, a pesar de que ahora él es quien posee algo. Informaré a mi madre de lo que me has escrito y de que quieres que abra una cuenta bancaria para que puedas ayudarnos. Le contaré también los problemas que mi hermano me ha causado. En Barsaloi venderé las escasas cabras a fin de poderme llevar el dinero para el colegio. Ahora no puedo escribirte nada sobre los problemas de mi familia, porque sigo estudiando en el colegio y hace mucho que no los veo. Por favor, envíanos algunas fotos de Napirai y de la familia.
Os deseo a todos feliz Año Nuevo.
Tuyo,
JAMES
La carta me pone furiosa. La leo por segunda vez y compruebo que, por lo visto, yo no he recibido una carta anterior. Así sigo sin saber cuál fue la reacción de la gente de Barsaloi ante nuestra salida del país y cómo James consiguió el dinero para el viaje a Mombasa. También deduzco de ella que no estuvo en casa en Barsaloi, sino que nada más finalizar el colegio, fue de Eldoret a Mombasa. Pero lo que verdaderamente me enfurece es que Lketinga, después de todo lo que James hizo por él, no quiso darle ni siquiera el dinero para el colegio. Fue a Mombasa por deseo mío para ayudar y servir de apoyo a Lketinga, y este lo deja sencillamente en la estacada. ¡Y eso siendo James su hermano pequeño!
Sé cuán diferentes son ambos. James es unos trece años más joven; no sabe el año exacto en que nació. Como en el de todos los demás, también en su caso el District Officer estimó aproximadamente el año de su nacimiento. Nadie sabe cuál es la fecha auténtica en que cumple años. La gran diferencia entre los dos consiste en que James va al colegio; Lketinga, en cambio, jamás lo ha hecho. Parecen proceder de dos mundos completamente diferentes.
Lketinga, que hasta hace poco ostentaba el estatus de guerrero, no sabe leer ni escribir y se ha criado en la selva con los antiguos ritos y costumbres. James, en cambio, es el más joven y el único de la familia que, desde sus siete años de edad, va al colegio que es financiado por la Misión. Cuando tenían discrepancias, oí frecuentemente decir a Lketinga:
—Esos no son hombres de verdad, no estuvieron jamás en la selva sino que se pasan el tiempo sentados en el colegio. They don’t know about life!
Y oía decir a James y los otros chicos que iban a la escuela:
—¿Sabes? Son cosas que no puedes comentar con esta gente. No te entienden, porque no saben nada del mundo. Solo conocen la selva y la manera de sobrevivir con sus animales. No saben lo que ocurre fuera en el mundo.
A veces tenía la sensación de que eran unos extraños el uno para el otro. Aun así, pensé que en una situación como esa Lketinga confiaría y ayudaría a su hermano.
La rabia provocada por la carta me impulsa nuevamente a actuar. A través del servicio internacional de información hago buscar el número de teléfono del indio y me pongo en contacto con él. Se muestra muy sorprendido por lo que le cuento y por el hecho de que no voy a regresar. Dice que solo unos días antes Lketinga le dijo que yo estaba de vacaciones y que pronto volvería. Lamenta mi decisión, pero acepta negociar con Lketinga el traspaso de la tienda, puesto que sin mí tampoco él ve posibilidades de subsistencia para la tienda. Le doy las gracias y me siento aliviada por el hecho de que al menos en lo referente a la tienda Lketinga no va a tener más problemas. No sé qué hará con tanto dinero. Solo espero que no lo gaste todo en cerveza y miraa. Inmediatamente informo por carta a James sobre lo acordado.
Pero todo este jaleo tiene también una parte positiva. Aquí en Suiza me paso el tiempo sin hacer nada a la espera de la resolución del departamento de Extranjería de la policía. Pero cuando se trata de Kenia, no me siento cohibida y actúo con una fuerza sorprendente. De este modo aumenta la confianza en mí misma y el deseo de volver a trabajar. Mi nuevo entorno ya no me resulta tan extraño y, poco a poco, voy ganando peso. Con mayor frecuencia intento tomar comidas normales en vez de la dieta y me siento feliz al comprobar que cada semana que pasa tengo menos problemas con el estómago.
Poco antes de Navidad, Napirai y yo disfrutamos de la primera nieve. Hace un frío tremendo, pero ya no me molesta. Al contrario, de repente el tiempo aquí me va resultando mucho más ameno que el cielo de Kenia, día tras día profundamente azul con su sol abrasador que agosta la vegetación. Y cuando tras meses de sol se pone por fin a llover, todo queda anegado, y a veces hasta peligra la vida de los seres humanos y de los animales. Tras estas experiencias soy capaz hasta de volver a alegrarme cuando llueve, nieva e incluso cuando hay niebla.
Unos días antes de Navidad mi madre y yo vamos de compras a Rapperswil. ¡Es increíble todo lo que se llega a exponer en las tiendas! Me propongo que en el futuro quiero pasar solo con lo más necesario. ¡Realmente no hace falta semejante opulencia! Me encuentro por casualidad con mi antiguo jefe de la época de mi primer trabajo en el departamento comercial de una compañía de seguros. En aquella época yo era, con mis veinte años, la primera mujer en el departamento de ventas y tuve mucho éxito. Tras solo dos años había ahorrado dinero suficiente para abrir mi propia tienda de trajes de novia. La idea de comerciar con ropa nueva y de segunda mano me gustó tanto que me atreví a dar el salto al negocio propio. Mi antiguo jefe, en cambio, lamentó mi decisión. De repente nos encontramos uno frente al otro y él se sorprende ante mis relatos y vivencias. Al final me da su tarjeta y me dice que volvería a darme trabajo en cualquier momento, que no tengo más que llamarle. Cuando nos hemos despedido, le digo radiante a mi madre:
—¿Ves con qué rapidez encontraría trabajo de nuevo?
Aunque no tengo intención de regresar inmediatamente al mismo ramo, la conversación me ha hecho mucho bien. La confianza en mí misma ha recibido un primer empujón fuerte. Al fin y al cabo fue la primera conversación con un hombre, y encima con uno que me conocía de una época en que yo rebosaba confianza en mí misma. ¡Y para colmo esta oferta! Con independencia de si la oferta va o no en serio, estoy flotando en el séptimo cielo, aunque solo sea por el hecho de que tiene confianza en mí. Le digo a mi madre que tras las fiestas voy a preguntar por nuestro futuro en el departamento de Extranjería de la policía, ya que en breve habrá caducado también mi permiso de estancia de tres meses. Ella es más bien partidaria de que no haga nada y espere.
Me hace ilusión volver a celebrar unas auténticas Navidades con nieve y frío y todo lo que forma parte de estas fiestas. En Kenia jamás se llegaba a crear un ambiente navideño, puesto que en esta época del año solía hacer un calor insoportable. Lo único que me recordaba allí las fiestas, era la gente mayor de Barsaloi que iba en peregrinaje a la Misión para recoger sus nuevas mantas de lana y algo de harina de maíz. Aquellos que iban regularmente a la iglesia de la selva, recibían a finales del año estos regalos, a los que, por supuesto, mamá no renunciaba. Yo solía observarla sonriendo para mis adentros cada vez que la veía iniciando su caminata interesada en dirección a la Misión.
En Nochebuena se reúne casi toda nuestra familia, puesto que el día de Navidad mi madre celebra, además, su cumpleaños. Solo Eric, mi hermano menor, no llegará hasta dos días más tarde, acompañado de su mujer Jelly, ya que quieren celebrar las fiestas en casa en compañía de sus dos hijos. Bajo el árbol de Navidad se apilan los regalos para mi niña. Todos quieren regalarle algo. Napirai no sale de su asombro. Desgarra el envoltorio de un paquete tras otro y no sabe con qué jugar primero. A mí todo aquello me abruma, pues era exactamente lo que quería evitar. Dos o tres paquetitos hubiesen sido más que suficiente. Además, ¿dónde vamos a guardar todos estos trastos? De todas formas, cuando Napirai se siente más contenta es cuando la llevo a un área infantil, donde puede jugar con otros niños.
Pero después disfruto enormemente al sentarme en compañía de mi familia a una mesa bien puesta para comer nuestra tradicional Fondue Bourguignonne. De repente me echo a reír al ver la bandeja con la cantidad de carne que, en realidad, no se puede calificar de escasa. Como los demás me dirigen miradas sorprendidas, les explico el motivo de mi hilaridad:
—Si ahora Lketinga estuviese aquí, sería incapaz de imaginar que este montoncito de carne fuese suficiente para todos. Él es capaz de consumir en una sola noche junto con otro guerrero una cabra de tamaño mediano.
—Aquí eso sería imposible, aunque solo fuese por el precio de la carne —tercia Hanspeter con una amplia sonrisa.
De nuevo mis pensamientos giran en torno a Lketinga e intento imaginar qué estará haciendo en este momento.
Algunos días transcurren con gran lentitud; otros, en cambio, pasan en un abrir y cerrar de ojos. También San Silvestre es uno de estos días que parecen no tener fin. No organizamos una gran fiesta, sino que cada uno se entrega a sus propios pensamientos. Para el futuro próximo deseo de todo corazón que podamos volver a establecernos en Suiza. Lo demás no me da miedo.
A principios del nuevo año me llama el propietario indio de la tienda para decirme que estaba dispuesto a traspasar la tienda, pero que ahora Lketinga ha cambiado de idea y quiere seguir adelante con ella; que ahora está esperando el pago anticipado de tres meses de alquiler. Le doy a entender que tiene que arreglárselas con Lketinga. Que yo he pagado hasta finales de año y que ahora el responsable es Lketinga si quiere seguir adelante con el negocio. Yo ya no tengo influencia alguna. Que he dejado mi dinero en Kenia y se lo he traspasado todo a mi marido.
La idea de que Lketinga quiera seguir adelante con la tienda, me preocupa y espero que tal vez haya encontrado a alguien que le ayude con eficacia.
Exactamente tres meses después de mi llegada a Suiza recibo un correo del departamento policial de extranjería. Con el corazón palpitante abro la carta que tal vez decida sobre mi futura vida, y ante todo sobre el país en que transcurrirá. Pero ya tras las primeras dos frases compruebo decepcionada y a la vez con algo de alivio que solo me piden información sobre los miembros de mi familia. Contesto con la precisión requerida y hago hincapié en que de ningún modo el municipio ha de hacerse cargo de mí, puesto que, en caso de que surja cualquier problema, me apoyaría mi familia. Indico que además he recibido ya unas ofertas concretas de trabajo. Llena de esperanza envío la documentación. Mi madre está triste e indica que ahora se ha acostumbrado tanto a mí y a Napirai que ya no podría soportar que nos trasladásemos nuevamente al extranjero.
—Todo saldrá bien. De lo contrario, ya me habrían expulsado tras estos tres meses —intento tranquilizarla.
A finales de enero hace tanto frío que se ha helado completamente el cercano lago Pfäffikersee, algo que ocurre, como mucho, cada diez años. En consecuencia vamos a pasear por la superficie helada del lago, con Napirai bien abrigada y sentada en un trineo. Observo a la multitud de personas que se mueven con gran alegría sobre el hielo con los más extraños medios de transporte. ¡Es de locos! Hasta hace tres meses me pasaba el tiempo sudando y vivía en un mundo completamente distinto y hoy me paseo encima de un lago helado. Casi a diario establezco de manera automática comparaciones con África ante todo lo que veo o hago. Veo los rostros alegres de los viejos y de los jóvenes y me pongo a pensar en lo cerrada que se suele mostrar la mayoría de ellos en su vida cotidiana, a pesar de tenerlo todo. Igualmente me llama la atención la falta de respeto con que mucha gente joven trata a los ancianos. Antes de vivir en África yo no era consciente de eso, pero ahora no puedo evitar pensar en cómo se comportan los samburu. Allí el prestigio aumenta con la edad. La belleza se marchita pero, en cambio, uno es tratado con mayor respeto. Cuanto mayor se es —da igual que sea hombre o mujer— mayor importancia cobran sus decisiones. Los más jóvenes no hacen nada sin la bendición de los mayores. Cuando James regresaba en sus vacaciones del colegio, bajaba la cabeza al saludar a su madre sin mirarla directamente. Solo poco a poco, mientras iban hablando, le iba echando alguna que otra mirada breve. Una abuela masai suele estar rodeada de una multitud de niños y la saludan y conversan con ella todas las personas que pasan, ya sean hombres o mujeres, jóvenes o viejos, conocidos o desconocidos. Mi suegra no se aburre jamás, a pesar de que se pasa el día entero sentada bajo un árbol ante su cabaña.
¿Y qué sucede aquí en Suiza? Me doy cuenta del gran número de personas solitarias sentadas en los cafés o restaurantes. Nadie se apercibe de su presencia o habla con ellos. Las cosas materiales se poseen en superabundancia, pero lo que falta es tiempo para los demás y solidaridad social. En cambio, aquí casi todo el mundo puede, de alguna manera, sobrevivir solo. Eso sería inimaginable en Kenia entre los masai.
Regresamos del paseo sobre el hielo y me encuentro con una carta de James que ha escrito el doce de enero. Estoy nerviosa, pues seguro que ahora me hablará de su casa y de su madre.
Querida Corinne y familia:
Con inmensa gratitud recibí hoy tu detallada carta. He contemplado las fotos de Napirai, de tu madre y de ti y me sentí muy feliz al veros. Le llevé las fotos a mamá que se puso a llorar, pero la tranquilicé diciendo que espero que vengas cuando yo haya terminado el colegio. A toda la gente de aquí le gusta veros en las fotos, a Napirai y a ti. He dicho a la familia que solo te marchaste por Lketinga, y ellos lo entendieron al ver que llegué a casa sin traerles nada. Todos dijeron que quieren que Lketinga se quede donde está y que esperan que pronto no le quede nada de todo lo que tú le has dejado.
Corinne, no volveré otra vez a Mombasa, pues, de lo contrario, volveré a tener los mismos problemas de los que te hablé. Has hecho bien en vender la tienda para que no se pierda todo. En caso de que Lketinga volviera a casa, yo le ayudaría. El día doce partiré para el colegio desde Maralal. Richard me ha ayudado y ha abierto una cuenta bancaria para mí en Maralal. Así, si quieres, nos puedes enviar dinero a esta cuenta.
He contado a Mamá y la familia todo lo que me habéis dicho tú y tu familia. A algunos tu partida les ha decepcionado, pero entienden que no había otra posibilidad. Todos han dicho que, si quieres venir a casa, aunque solo sea para una visita, quieren verte. Pero será mejor que esté yo. También he leído que quieres enviarme algunas cosas. Puedes mandármelas al colegio, es muy sencillo. Pero no envíes nada por lo que me hagan pagar mucho dinero en Correos. Intentaré ponerme en contacto contigo desde el colegio donde me quedaré tres meses.
Giuliano y Roberto siguen en Barsaloi. Ahora Barsaloi está muy verde y hay mucha leche. Nuestra familia ya no está en Barsaloi, sino a unos dos kilómetros de distancia en dirección a Lpusi. Ya no tenemos tantas cabras como antes. Tu cabra negra y el macho de los topos blancos se han hecho muy grandes. Algún día durante las vacaciones haré fotos de mi familia y de los animales y te las enviaré. Lketinga me ha dado su pequeña radio. Ahora la tengo en el colegio. Es lo único bueno que me ha dado. También me he llevado algunos de tus vestidos, sobre todo faldas, que ahora se pone mamá. Las he robado cuando me marché, pues Lketinga no quiso dármelas.
Por favor escríbeme la dirección de tu hermano Marc para que pueda enviarle también unas palabras mías y de mi familia para que no nos olvide. Si quiere venir a Barsaloi, tal como hablamos una vez, estoy dispuesto a darle la bienvenida y hacerle de guía.
Muchos recuerdos para la familia y todos los amigos y para nuestra querida hermana Napirai. Siempre rezo fervorosamente para que tengas éxito en tu vida en Suiza.
Tu hermano,
JAMES
P. D.: Te transmito, además, unas palabras de mi familia: todos os desean, a ti y a Napirai, una feliz estancia en Suiza y esperan volver a veros alguna vez aquí, aunque solo vengáis de visita.
Esta carta me hace sentir feliz. Estoy contenta de saber que la gente de Barsaloi no me desprecia sino que están dispuestos a darme la bienvenida, también más adelante. Ante todo, eso es importante para Napirai. Me quito un peso de encima y, si pudiese, me gustaría darle un beso a mi suegra en su cabeza negra y rasurada. Aliviada, contesto la carta.
Dos días después recibo una carta de una alemana que vive en Kenia. Deduzco de su contenido que me llegó a conocer de forma superficial. Dice que quiere comprar el coche de Lketinga y que necesita que yo firme los impresos que adjunta. Que el coche sufrió un incendio y tiene daños, pero que, aun así, ella quiere comprarlo y hacerlo reparar. Apenas puedo creer lo que estoy leyendo. ¡El precioso coche, tan caro, está completamente quemado! ¡Y el indio me ha dicho que Lketinga quiere quedarse la tienda! ¿Cómo demonios piensa ir por la mercancía sin coche? ¿Y cómo estará él? ¿Acaso habrá resultado herido? ¡Ya tenemos nuevos problemas! Quisiera llorar, pese a que lo del coche debería serme indiferente. A pesar de todo me pongo a pensar qué habrá hecho para que eso ocurriera. Seguramente habrá llevado a un montón de masais a alguna actuación y ellos habrán fumado en el interior o no habrá rellenado jamás el aceite ni el agua.
Pensamientos como ese y otros parecidos se me pasan por la cabeza mientras estudio los impresos. Ahora quisiera llamar por teléfono a Kenia para hablar con Lketinga. Pero ninguna de las personas que yo conocía tiene teléfono. La mayoría no tiene siquiera electricidad en sus cabañas, pese a vivir cerca de la costa y del turismo. La escasa luz la producen lámparas de petróleo. En consecuencia no puedo hacer otra cosa que enviar los documentos y mantenerme a la espera de lo que pueda ocurrir.