—¡Nooo! —lloré—. ¡Nooo!
«Se acabó —pensé—. Estoy totalmente perdido. Muerto.»
Sin embargo, el anticuario no llegó a tocar el botón. De pronto una luz cegadora inundó la tienda. Yo me sentí mareado, totalmente atontado. Cerré y abrí los ojos varias veces, pero pasaron varios segundos hasta que pude ver algo.
Lo primero que noté fue un aire fresco y húmedo. Olía a cerrado, como a garaje.
—Michael, ¿te gusta?
Era la voz de papá.
Volví a parpadear hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz. Entonces vi a papá y mamá. Parecían mayores, bueno, normales. Estábamos en el garaje y papá me mostraba una reluciente bicicleta de montaña.
Mamá frunció el ceño.
—Michael, ¿te encuentras bien?
Me estaban regalando la bici, es decir que era el día de mi cumpleaños. ¡El reloj había funcionado! ¡Había conseguido volver al presente! Bueno, casi al presente. Al día en que cumplía doce años.
Era fantástico. Estaba a punto de reventar de felicidad. Corrí hacia mamá y la abracé con todas mis fuerzas, y luego le di un beso a papá.
—¡Caramba! —exclamó papá, sorprendido—. Ya veo que te ha gustado la bicicleta.
Sonreí de oreja a oreja.
—¡Es fabulosa! —proclamé—. ¡Me encanta todo! ¡Y todo el mundo!
La verdad es que era maravilloso volver a tener doce años. ¡Podía andar! ¡Hablar! ¡Ir solo en autobús!
«¡Eh! Un momento —pensé—. Es mi cumpleaños. No me digas que tengo que volver a vivir ese día.»
Me preparé para el horrible día que se me venía encima.
«Vale la pena —me dije—. Porque significa que el tiempo vuelve a ir hacia adelante, como debe ser.»
Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir:
Tara. Mi hermanita intentaría montarse en la bici, se caería y el manillar se rayaría.
«Vale, Tara —pensé—. Estoy listo. Adelante.»
Pero Tara no apareció. Lo cierto es que no parecía estar por allí cerca. En el garaje no había ni rastro de ella.
Papá y mamá admiraban mi bici. No actuaban como si pasara algo o faltara alguien.
—¿Dónde está Tara? —les pregunté.
Ellos alzaron la vista.
—¿Quién? —me miraron sorprendidos.
—¿La has invitado a la fiesta? —preguntó mamá—. No recuerdo haber enviado ninguna invitación a nadie llamado Tara.
Papá me sonrió.
—¿Tara? ¿Es alguna niña que te gusta?
—No —respondí, ruborizándome.
Era como si nunca hubieran oído hablar de Tara. Como si no conocieran a su propia hija.
—Es mejor que subas y te prepares para la fiesta, Michael —sugirió mamá—. Los otros niños llegarán enseguida.
—Vale —Entré en casa, totalmente confundido—: ¿Tara?
Silencio.
¿Estaría escondida en algún sitio?
Después de registrar toda la casa, me dirigí a su habitación. Al abrir la puerta esperaba encontrar un cuarto de niña, pintado de color rosa, una cama con dosel y un gran desorden.
En su lugar, vi dos camas bien hechas con colchas a cuadros, una silla y un armario vacío, pero ningún objeto personal. No era el cuarto de Tara, sino una habitación de invitados.
«¡Qué alucinante! —pensé—. Ni rastro.»
Tara no existía. ¿Cómo podía ser?
Entré en el estudio en busca del reloj de cuco y descubrí que tampoco estaba ahí. Por un momento me invadió una sensación de miedo, pero enseguida me tranquilicé.
«Ah, ya —recordé—. Todavía no tenemos el reloj. Papá lo compró un par de días después de mi cumpleaños.»
Sin embargo, aún no comprendía lo que había pasado. ¿Qué le había ocurrido a mi hermana pequeña? ¿Dónde estaba Tara?
Mis amigos llegaron a la fiesta. Escuchamos música y comimos patatas fritas. En un momento dado, Ceecee me llevó a un lado y me confesó que yo le gustaba a Mona. ¡Qué sorpresa! Miré a Mona; ella se ruborizó un poco y apartó la vista con timidez.
Tara no podía ponerme en evidencia, por lo que la fiesta fue muy distinta. Mis amigos me trajeron regalos y (¡sorpresa!) los abrí yo mismo. Tara no estaba allí para abrirlos antes de que yo pudiera hacerlo.
A la hora del pastel, yo lo llevé al comedor y lo deposité en medio de la mesa. Sin problemas. Ni me caí ni hice el ridículo, porque Tara no estaba allí para hacerme tropezar.
Fue la mejor fiesta de cumpleaños de mi vida. Probablemente fue el mejor día de toda mi vida, porque Tara no estaba allí para estropearlo.
«No estaría mal vivir siempre así», pensé.
Unos días más tarde trajeron el reloj de cuco.
—¿A que es genial? —exclamó Papá con el mismo entusiasmo que la primera vez—. Anthony me lo vendió barato porque dijo que había descubierto un pequeño defecto.
El defecto. Casi lo había olvidado. No sabíamos de qué se trataba, pero me pregunté si tendría algo que ver con la desaparición de Tara.
«¿Puede ser que el reloj no funcionara perfectamente? —me pregunté—. ¿Que se hubiera dejado a Tara en el pasado?»
Apenas me atrevía a tocar el reloj. No quería desencadenar otro de esos viajes extraños por el tiempo, pero tenía que saber lo que había ocurrido.
Inspeccioné con detalle la esfera principal del reloj y todos los adornos. Luego me fijé en la esfera pequeña que mostraba el año, el año actual. Sin pensar, empecé a leer los números en busca del año de mi nacimiento.
Ahí estaba. Seguí leyendo para volver al año actual: 1984, 1985, 1986, 1987, 1989…
«Un momento —pensé—. ¿Falta un año?»
Volví a comprobar las fechas. Faltaba el año 1988. El número no estaba. ¡Y 1988 es el año en que nació Tara!
—¡Papá! —exclamé—. ¡He encontrado el fallo! Mira, falta un año en la esfera pequeña.
Papá me dio unos golpecitos en la espalda.
—¡Buen trabajo, hijo! Qué raro, ¿no?
Para él no era más que un fallo extraño. No tenía ni idea que por culpa de ese defecto su hija no había nacido.
«Supongo que debe de haber un modo de retroceder en el tiempo y traerla de vuelta —pensé—. Supongo que debería hacerlo. Y lo haré, lo prometo…
»Uno de estos días.»