Cuando abrí los ojos al día siguiente, todo había cambiado. Las paredes estaban pintadas de color azul celeste y la colcha y las cortinas eran de la misma tela, con un estampado de canguros saltarines. En una pared había un dibujo bordado de una vaca. No era mi habitación, pero me sonaba.
Noté un bulto dentro de la cama y al meter la mano bajo la colcha de canguros saqué a Harold, mi viejo osito de peluche. Poco a poco comencé a comprender. Había vuelto a mi antigua habitación, la que ahora era el cuarto de Tara. Pero ¿cómo había llegado hasta allí?
Al saltar de la cama me di cuenta de que llevaba un pijama de pitufos. Os juro que no recuerdo que me gustaran tanto los pitufos. Inmediatamente eché a correr hacia al baño para mirarme en el espejo. ¿Cuántos años tendría ahora? No lo sabía, pero tuve que subirme a la tapa del inodoro para verme la cara en el espejo. Mala señal.
¡Caramba! ¡Debía de tener unos cinco años! Bajé al suelo de un salto y corrí escaleras abajo.
—Hola, Mikey —me dijo mamá, abrazándome y dándome un gran beso.
—Hola, mami —respondí. Era increíble. Mi voz sonaba superinfantil.
Papá estaba sentado en la cocina, bebiendo café. Dejó la taza en la mesa y abrió los brazos.
—Ven a darle un besito a papi —me dijo.
Yo suspiré e hice un esfuerzo por correr a abrazarle y darle un beso en la mejilla. Ya no me acordaba de las tonterías que tienen que aguantar los niños pequeños.
Salí de la cocina y, con mis piernecitas de niño de cinco años, correteé por toda la casa: por el comedor, el estudio y de vuelta a la cocina. Faltaba algo. No, faltaba alguien: Tara.
—Siéntate un momentito, cariño —dijo mamá, mientras me levantaba y me depositaba en una silla—. ¿Quieres cereales?
—¿Dónde está Tara? —pregunté.
—¿Quién? —respondió mamá.
—Tara —repetí.
Mamá miró a papá, y éste se encogió de hombros.
—Ya lo sabes —insistí—. Mi hermana pequeña.
Mamá sonrió.
—Aaahh, Tara. —Finalmente parecía haber comprendido. Se volvió hacia papá y le susurró—: Es una amiga imaginaria.
—¿Qué? —dijo papá en voz alta—. ¿Que tiene una amiga imaginaria?
Mamá le miró con cara de reproche y me dio un bol de cereales.
—¿Cómo es tu amiga Tara, Michael?
Yo no respondí. Estaba demasiado estupefacto para hablar.
«¡No saben de quién estoy hablando! —descubrí—. Tara aún no existe. ¡Todavía no ha nacido!»
Por unos breves instantes me invadió una sensación de felicidad. ¡Tara no estaba! Podía vivir ese día sin ver, oír u oler a la terrible Tara. ¡Qué guay!
Pero entonces comprendí el verdadero significado de todo aquello. Un niño Webster ya había desaparecido. Yo sería el siguiente.
Después de acabarme los cereales, mamá me llevó arriba para vestirme. Me puso la camisa, los pantalones, los calcetines y los zapatos, pero no me ató los cordones.
—Vale, Mikey —me dijo—. Vamos a abrocharte los zapatos. ¿Te acuerdas de cómo lo hicimos ayer?
Mamá me puso los cordones en los dedos y los ató mientras cantaba:
—«El conejito salta alrededor del árbol y se esconde debajo del arbusto.» —Y añadió—: ¿Te acuerdas?
Mamá se sentó para ver cómo lo hacía yo. Por su cara deduje que no esperaba que lo consiguiera. Me agaché y me até los cordones sin pensármelo dos veces. No tenía tiempo para perderlo en tonterías. Mamá me miró alucinada.
—Venga, mamá, vámonos —le dije, poniéndome de pie.
—¡Mikey! —exclamó mamá—. ¡Lo has hecho! ¡Te has atado el zapato por primera vez! —Me agarró y me dio un fuerte abrazo—. ¡Ya verás cuando se lo diga a papá!
La seguí escaleras abajo con cara de fastidio. Me había atado yo solo el zapato: ¡menuda hazaña!
—¡Cariño! —gritó mamá—. ¡Mikey se ha atado el zapato él solito!
—¡No me digas! —exclamó papá alegremente, y a continuación me dio la mano—. ¡Felicidades, hijo!
Esta vez oí que le susurraba a mamá:
—¡Ya era hora!
Yo estaba demasiado preocupado para ofenderme.
Mamá me acompañó al parvulario y le contó a mi profesora que había aprendido a atarme los zapatos. Gran emoción. El resto de la mañana tuve que pasarlo en ese sitio absurdo, pintando con los dedos y cantando la canción del abecedario, cuando lo único que me importaba era el reloj de cuco y la forma de regresar a la tienda de antigüedades.
«Tengo que llegar hasta ese reloj —decidí con desespero—. ¿Quién sabe? Mañana tal vez no sepa caminar.»
¿Pero cómo iba a llegar hasta allí? Ya había sido difícil conseguirlo con siete años. A los cinco, sería imposible. Además, aunque lograse coger el autobús sin que nadie me hiciese preguntas, no tenía dinero con que pagar.
Eché un vistazo al bolso de la profesora. Quizá pudiera robarle un par de monedas sin que ella se enterara. Pero si me pescaba, me metería en un buen lío y aún sería peor. Al final decidí colarme en el autobús; ya se me ocurriría cómo.
Cuando por fin se acabó la tortura del parvulario, salí corriendo del edificio para coger el autobús y…
Me estrellé contra mamá.
—Hola, Mikey —me saludó—. ¿Lo has pasado bien?
Me había olvidado de que mamá me venía a buscar al parvulario todos los días. Cuando me cogió de la mano con fuerza, me di cuenta de que no tenía escapatoria.