—¡Socorro! —grité, y me volví inmediatamente—. ¡Papá!

—Michael, ¿qué haces aquí? —preguntó papá—. ¿Has venido solo?

Dejé caer el ladrillo sobre la acera, pero no me pareció que él lo viera.

—Quería darte una sorpresa —mentí—. Quería venir a verte después del colegio.

Me miró como si no comprendiera bien. Entonces añadí un toque tierno:

—Te echaba de menos, papi. —Él sonrió. —¿Me echabas de menos?

Estaba emocionado, se notaba.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó—. ¿En autobús?

Asentí con la cabeza.

—Ya sabes que no puedes coger el autobús tú solo —me recordó, pero no parecía enfadado. Sabía que lo de echarle de menos lo habría enternecido.

Mientras tanto, yo seguía teniendo el mismo problema que antes: llegar hasta el reloj de cuco. ¿Podría ayudarme papá? ¿Lo haría? Yo estaba dispuesto a intentarlo todo.

—Papá —dije—, ese reloj…

Papá me rodeó con el brazo.

—¿A que es precioso? Hace años que lo miro, me encanta.

—Papá, tengo que llegar hasta ese reloj —insistí—. ¡Es muy, muy importante! ¿Sabes cuándo volverán a abrir la tienda? ¡Tengo que alcanzarlo como sea!

Mi padre me entendió mal. Me acarició la cabeza y me dijo:

—A mí también me fascina, Michael. Ojalá pudiera comprarlo ahora mismo, pero no tengo suficiente dinero. Quizás algún día…

Papá me apartó de la tienda.

—Venga, vámonos a casa. ¿Qué crees que habrá para cenar?

En el coche, de camino a casa, no dije nada. Sólo pensaba en el reloj y en lo que ocurriría.

«¿Qué edad tendré cuando me despierte mañana?», me pregunté.