«No subas a tu cuarto —me dije—. No tienes por qué hacer todo esto. Tiene que haber un modo de parar, de controlarlo.»

Con gran esfuerzo, di media vuelta, bajé las escaleras y me senté en el tercer escalón. Tara abrió la puerta y las chicas me encontraron allí sentado.

«Muy bien —pensé—. Controlo. Ya he conseguido cambiar lo que iba a pasar.»

—Michael, ¿dónde está tu disfraz? —preguntó Mona—. Quiero ver cómo te queda.

—Mejor que no —dije, encogiéndome un poco—. Es muy feo y no quiero asustaros.

—¡Qué tontería! —exclamó Ceecee—. ¿Por qué nos íbamos a asustar de un traje de rana?

—Además, yo quiero ensayar con el traje —añadió Mona—. No quiero verlo por primera vez en el escenario. Necesito estar acostumbrada.

—Venga, Michael —insistió Tara—. Enséñaselo. Yo también lo quiero ver.

Le lancé una mirada asesina. Sabía perfectamente lo que estaba planeando.

—No —repetí—. No puedo.

—¿Por qué no? —preguntó Mona.

—Porque no puedo.

—¡Es tímido! —exclamó Rosie.

—Le da vergüenza —dijo Tara.

—No, no es eso —respondí—. Es que… el traje da mucho calor y…

De pronto Mona se acercó a mí, y yo noté que olía muy bien, a fresa. Seguramente debía de ser el champú que utilizaba.

—Venga, Michael —me animó—. Hazlo por mí.

—No.

Mona se enfadó.

—Pues si tú no te lo pones, yo no ensayo.

Suspiré. No tenía escapatoria. Mona no me iba a dejar en paz hasta que me pusiera el traje de rana. Al final cedí.

—Bueno, vale.

—¡Viva! —exclamó Tara.

Yo le lancé otra mirada asesina.

«Bueno —pensé—. Aunque me ponga el traje, no tienen por qué pescarme en ropa interior. Eso lo puedo evitar.»

Subí a mi habitación sin muchas ganas, pero esa vez cerré bien la puerta.

«Y ahora intenta dejarme en ridículo, Tara. Ya verás. No se puede engañar a Michael Webster», pensé.

La puerta estaba cerrada y yo me sentía seguro, así que me quité los téjanos y la camisa. Cuando saqué el traje de rana del armario, tiré de la cremallera. Se había encallado, como la otra vez.

«Pero esta vez no pasará nada —me dije—. La puerta está cerrada y estoy solo.»

De repente se abrió la puerta.

Fui incapaz de reaccionar. Cuando Mona, Rosie y Ceecee me vieron en ropa interior, se echaron a reír.

—¡Tara! —grité—. ¡La puerta estaba cerrada!

—No —replicó Tara—. ¿No te acuerdas de que el pestillo está roto?

—¡No puede ser! —exclamé—. Papá lo arregló… Seguro…

Intenté recordar cuándo papá había arreglado el pestillo de mi cuarto y me di cuenta de que fue justo después del desastre de la ropa interior, el día de mi cumpleaños. ¡Qué lío!

«Oh, no —pensé—. Estoy perdido. El tiempo se vuelve contra mí y no hay manera de detenerlo.»

Empecé a temblar de miedo. ¿Cómo acabaría todo esto? No tenía ni idea y cada vez estaba más horrorizado.

Esa noche casi no pude probar bocado. Era una cena que ya había comido, claro, y que ya no me gustó la primera vez: guisantes, zanahorias y champiñones con arroz integral. Fui comiéndome el arroz y las zanahorias. Los guisantes no me gustan, así que los escondí en la servilleta cuando los demás no miraban.

Papá, mamá y Tara cenaban como si nada. Hablaban tranquilamente, diciendo las mismas cosas que habían dicho la otra vez.

«Estoy seguro de que papá y mamá deben de notar algo raro —pensé—. ¿Pero por qué no dicen nada?»

Esperé a que papá acabara de contar cómo le había ido el trabajo antes de volver a sacar el tema. Decidí hacerlo con tacto.

—Papá, mamá, esta cena, ¿no os recuerda nada?

—Pues sí —respondió mi padre—. Me recuerda la comida de ese restaurante vegetariano del otro día. Puaj.

Mamá le miró con un gesto indignado y luego se volvió hacia mí.

—¿Qué estás intentando decirnos, Michael? —preguntó, molesta—. ¿Que estás harto de comida sana?

—Yo sí —dijo papá.

—Yo también —se apuntó Tara.

—No, no es eso —insistí yo—. No lo entendéis. No me refería a que ya hemos probado este tipo de comida, sino a que ya hemos tomado esta misma cena antes. Es la segunda vez que vivimos este momento.

Papá frunció el ceño.

—A la hora de cenar no quiero teorías raras.

Como no lo comprendían tuve que lanzarme al ataque.

—No es sólo esta cena, sino todo el día. ¿No os habéis dado cuenta? ¡Estamos haciéndolo todo otra vez! ¡Hemos retrocedido en el tiempo!

—Corta el rollo, Michael —dijo Tara—. Pareces un disco rayado.

—Tara, no seas maleducada —le riñó mi madre. Luego se volvió hacia mí—. ¿Has estado leyendo cómics otra vez?

Era frustrante.

—¡No me escucháis! —me lamenté—. Mañana será ayer y el día siguiente será anteayer. ¡Vamos hacia atrás!

Mamá y papá se miraron con un aire de complicidad.

«Saben algo —pensé, emocionado—. Lo saben, pero no se atreven a decírmelo.»

Mamá me miró muy seria.

—Bueno, Michael. Más vale que te digamos la verdad —dijo—. Estamos suspendidos en el tiempo y no hay nada que hacer.