—¡Mamá! ¡Papá! ¡Ayudadme! —chillé.
El monstruo alzó sus largas garras y yo me cubrí la cara pensando que me iba a destrozar.
—¡Cuchi cuchi cuuu! —se rió el monstruo mientras me hacía cosquillas con las garras.
Abrí los ojos y vi a… ¡Tara! ¡Era Tara con su viejo disfraz de monstruo! Mi hermana se tiró al suelo, desternillándose de risa.
—¡Eres tan fácil de asustar! —exclamó—. ¡Si vieras la cara que has puesto cuando he salido del reloj!
—No me hace gracia—me lamenté—. Es…
¡Dong!
¡Cucú! ¡Cucú! ¡Cucú! ¡Cucú!
El pájaro había aparecido de pronto y entonaba su llamada.
—Bueno, sí, confieso que volvió a asustarme.
Pero eso no justifica que Tara se partiera de risa.
—¿Qué pasa aquí? —Junto a la entrada del estudio, papá nos miraba con furia. Señaló el reloj—. ¿Qué hace esa puerta abierta? ¡Michael, te he dicho que no te acercaras al reloj!
—¿YOOO? —exclamé.
—Michael estaba intentando atrapar el pájaro —mintió Tara.
—Ya me lo imagino —dijo papá.
—¡Papá, no es verdad! Ha sido Tara la que…
—Basta ya, Michael. Estoy harto de que cada vez que te portas mal le eches la culpa a tu hermana. Quizá tu madre tenga razón. Es todo culpa mía por contaros historias.
—¡No es justo! —chillé—. ¡Yo nunca me invento nada!
—Mentira —me contradijo enseguida Tara—. Papá, cuando yo he llegado, Michael estaba jugando con el reloj. Yo ya le he dicho que parase.
Papá se tragó todo lo que le decía su hijita querida. Como no podía hacer nada para que me creyera, me fui del estudio dando un portazo.
Tara era un trasto, pero nunca le echaban la culpa de nada. Ni siquiera de estropear mi cumpleaños.
Cumplí doce años hace tres días. Normalmente a la gente le gusta celebrar su cumpleaños porque se supone que es una ocasión divertida, ¿no? Para mí no. Tara consiguió que mi cumpleaños fuera, si no el peor, sí uno de los peores días de mi vida.
Primero estropeó mi regalo. Yo sabía que mis padres estaban muy ilusionados con este regalo porque mi madre no hacía más que dar saltitos y decirme:
—¡No entres en el garaje, Michael! ¡Ni se te ocurra!
Estaba seguro de que habían escondido mi regalo ahí dentro, pero sólo para torturar a mamá le pregunté:
—¿Por qué no? ¿Por qué no puedo entrar en el garaje? Se ha roto el pestillo de mi habitación y necesito una herramienta de papá…
—¡No, no! —exclamó mamá—. Tu padre ya traerá las herramientas y te arreglará el pestillo. Tú no puedes entrar porque…, bueno, hay un montón enorme de basura y… apesta. Huele tan mal que podrías vomitar.
«¡Qué chorrada! —pensé—. ¡Y luego dice que he heredado la imaginación de papá!»
—Vale —le prometí—. No entraré en el garaje.
No lo hice, aunque era verdad que el pestillo de mi cuarto se había roto. No quería arruinar la sorpresa que me habían preparado, fuera lo que fuese.
Esa tarde íbamos a celebrar una gran fiesta. Yo había invitado a unos cuantos niños del colegio, y mamá había hecho un pastel y estaba preparando unos bocadillos. Papá corría por toda la casa, colocando sillas y colgando guirnaldas de papel.
—Papá, ¿te importaría arreglarme el pestillo de mi cuarto? —le pregunté.
Me gusta estar solo, así que el pestillo es imprescindible. Tara lo había roto la semana anterior cuando intentaba abrir la puerta a patadas.
—Lo que tú digas —contestó mi padre—. Hoy estoy a tus órdenes. Por algo es tu cumpleaños.
—Gracias.
Papá subió con la caja de herramientas y se puso a arreglar el pestillo. Tara merodeaba por el comedor, preparando alguna de las suyas. En cuanto se fue mi padre, arrancó una guirnalda y la tiró al suelo.
Después de reparar el pestillo, papá bajó para guardar la caja de herramientas y, al pasar por el comedor, se fijó en la guirnalda.
—¿Por qué no se aguantará esta guirnalda? —murmuró, mientras la volvía a pegar con cinta adhesiva. Unos minutos más tarde Tara volvió a arrancarla.
—Te he visto, Tara —le dije—. Estás intentando estropear mi cumpleaños.
—No hace falta que haga nada —replicó ella, con un gesto de asco—. Ya es bastante horrible por ser el día que tú naciste.
No le hice caso. Era mi cumpleaños y nada me iba a impedir pasármelo bien, ni siquiera Tara. O eso creía yo.
Una media hora antes de la fiesta, papá y mamá me llamaron para que fuera al garaje. Yo fingí que me había creído el cuento de mamá.
—¿Y esa basura apestosa?
—Ah, sí —se rió mamá—. Era mentira.
—¿De verdad? —me burlé—. Me lo había creído.
—Mira que creerte eso —comentó Tara—. Hay que ser tonto.
Papá abrió la puerta y yo entré en el garaje. Allí me esperaba una bicicleta de montaña completamente nueva. Hacía mucho tiempo que quería esa bicicleta. ¡Era la bici más alucinante que yo había visto en toda mi vida!
—¿Te gusta? —me preguntó mamá.
—¡Me encanta! —exclamé yo—. ¡Es fantástica! ¡Gracias!
—Qué bici tan guay —dijo Tara—. Mamá, yo también quiero una así para mi cumpleaños.
Antes de que pudiera detenerla, Tara ya se había montado en mi nueva bicicleta.
—¡Tara, bájate! —le chillé.
Ella no me hizo caso. Intentó poner los pies en los pedales pero no le llegaban, y finalmente la bicicleta se cayó al suelo.
—¡Tara! —exclamó mamá, corriendo en auxilio de mi hermanita—. ¿Te has hecho daño?
Tara se levantó y se sacudió la ropa.
—No. Bueno, me he rascado un poco la rodilla.
Yo recogí la bici para inspeccionarla. Ya no estaba perfectamente negra y brillante, sino que tenía una enorme raya blanca en el manillar. Mi hermanita había destrozado mi regalo.
—¡Te has cargado mi bici!
—No exageres, Michael —dijo mi padre—. Es sólo un arañazo.
—¿Es que no te importa tu hermana? —me preguntó mi madre—. ¡Podría haberse hecho mucho daño!
—¡Es culpa suya! ¡No haber tocado mi bici!
—Michael, tienes que aprender a ser un buen hermano —me riñó papá.
«¡A veces me ponen a cien!», me dije.
—Vamos adentro —sugirió mamá—. Tus amigos estarán a punto de llegar.
Yo pensaba que la fiesta me haría sentir mejor; habría pastel, regalos y vendrían mis mejores amigos. ¿Qué podía salir mal?
Empezó bien. Uno a uno fueron llegando mis amigos y todos me trajeron cosas. Había invitado a cinco niños (David, Josh, Michael B., Henry y Lars) y a tres niñas (Ceecee, Rosie y Mona). Ceecee y Rosie no me caían demasiado bien, pero Mona sí. Mona tiene el pelo castaño, largo y brillante, y una nariz respingona bastante graciosa. Es alta, juega bien al baloncesto y me cae genial.
Ceecee y Rosie son las mejores amigas de Mona, así que para invitar a Mona tuve que invitarlas a todas. Son inseparables.
Las tres llegaron juntas. Se quitaron las chaquetas y vi que Mona llevaba un pantalón de peto rosa y un jersey de cuello alto blanco que le quedaba fenomenal. No me fijé en cómo vestían las otras niñas.
—¡Feliz cumpleaños, Michael! —gritaron todas desde el recibidor.
—Gracias —contesté.
Cada una me dio un regalo. El de Mona era pequeño y plano, e iba envuelto en papel plateado. Debía de ser un disco compacto, pero ¿cuál? ¿Qué tipo de disco me regalaría una chica como Mona?
Coloqué los regalos en una pila encima de la mesa del comedor.
—¡Eh, Michael! ¿Qué te han regalado tus padres? —preguntó David.
—Nada, una bici —respondí, intentando quitarle importancia—. Una bici de montaña.
Puse un disco compacto y a continuación mamá y Tara entraron con bandejas de bocadillos. Mamá regresó a la cocina, pero Tara se quedó.
—Qué graciosa es tu hermana pequeña —comentó Mona.
—Si la conocieras no dirías lo mismo —murmuré.
—¡Michael! Eso no se dice —dijo Mona.
—Es un hermano horrible —le contó Tara—. Siempre me está gritando.
—¡No es verdad! Anda, Tara, vete.
—No quiero —contestó, y me sacó la lengua.
—Déjala que se quede, Michael —me rogó Mona—. No molesta a nadie.
—Oye, Mona —intervino Tara—. ¿Sabes qué? Tú le gustas mucho a mi hermano.
Mona la miró sorprendida.
—¿Ah, sí?
Yo me puse como un tomate. Le lancé a Tara una mirada de odio; la habría estrangulado allí mismo si no hubiese tenido tantos testigos.
Mona se echó a reír y Ceecee y Rosie hicieron lo mismo. Por suerte los chicos no habían oído nada. Estaban jugando con el disco compacto.
¿Qué podía decir? Era verdad que me gustaba Mona. No podía negarlo porque la ofendería. Pero tampoco quería admitirlo.
«Ojalá pudiera morirme aquí mismo —pensé—. Trágame tierra.»
—¡Michael, estás muy colorado! —exclamó Mona.
Lars oyó a Mona y gritó:
—Webster, ¿qué pasa?
Algunos de mis amigos me llaman por el apellido.
Agarré a Tara y la arrastré hasta la cocina. Su risa resonaba en mis oídos.
—Muy bonito, Tara —susurré—. ¿Por qué tenías que decirle a Mona que me gusta?
—Es verdad, ¿no? —contestó la muy caradura—. Yo siempre digo la verdad.
—¡Y un jamón!
—Michael… —interrumpió mi madre—. ¿Ya vuelves a portarte mal con tu hermana?
No contesté, sino que salí de la cocina furiosísimo.
—¡Eh, Webster! —me llamó Josh cuando regresé al comedor—. Enséñanos tu nueva bici.
«Bien —pensé—, así nos alejaremos de las chicas.»
Conduje a mis amigos hasta el garaje. Todos se quedaron contemplando mi bici, haciendo gestos de aprobación. Parecían muy impresionados. Entonces Henry se fijó en el manillar.
—Eh, ¿qué es este arañazo enorme? —preguntó.
—Ya lo sé. Mi hermana…
Me callé y sacudí la cabeza. ¿De qué servía dar explicaciones?
—Vayamos a abrir los regalos —sugerí.
Todos corrimos de vuelta al comedor.
«Al menos me quedan otros regalos que Tara no puede estropear —pensé—. Aunque, si se lo propone, lo hará.»
Cuando entré en el comedor, mis sospechas se confirmaron. Tara estaba sentada en medio de un montón de papel de envolver y Rosie, Mona y Ceecee la observaban, divertidas.
Tara había desenvuelto casi todos mis regalos.
«Muchas gracias, Tara», pensé.
Estaba abriendo el último regalo: el de Mona.
—Mira lo que te ha regalado Mona, Michael —gritó Tara.
Efectivamente, era un disco compacto.
—¡Vaya, vaya! Son unas canciones de amor preciosas —se burló Tara.
Todo el mundo se echó a reír. Mi hermana les parecía graciosísima.
Al cabo de un rato nos sentamos en el comedor para tomar helados y pastel. Fui a coger la bandeja con el pastel y mamá me siguió con los platos, las velas y las cerillas. Era mi postre favorito: bizcocho de chocolate cubierto de… chocolate.
Abrí la puerta de la cocina y entré en el comedor sosteniendo con cuidado el pastel. Lo que no vi fue el pie de Tara junto a la puerta. Tropecé, y el pastel y yo salimos volando por los aires.
Aterricé sobre el pastel. Boca abajo, por supuesto.
Algunos de los niños soltaron exclamaciones de sorpresa, mientras otros se aguantaban la risa. Yo me incorporé y me quité el chocolate de los ojos. La primera cara que vi fue la de Mona, muriéndose de risa y diciéndome:
—¡Qué desastre! Michael, ¿por qué no miras por dónde vas?
Mientras oía las risas sofocadas de los demás, contemplé el pastel destrozado. Ya no podía soplar las velas, pero no importaba. Decidí pedir un deseo igualmente.
«Ojalá pudiera volver a empezar este día desde el principio», pensé
Cuando me levanté y mis amigos me vieron completamente cubierto de chocolate, no aguantaron más y soltaron carcajadas.
—¡Pareces «la Masa»! —exclamó Rosie.
Aquello les hizo muchísima gracia. La verdad es que todo el mundo se lo pasó muy bien en mi fiesta. Todos menos yo.
Mi cumpleaños fue una catástrofe, pero no fue lo peor que me hizo Tara. Lo que pasó unos días antes no tiene nombre.