EPICURO O EL DESTINO DEL HOMBRE ES LA FELICIDAD
EL arco cronológico que abarca la vida de Epicuro[1] va del año 341 a. C., fecha de su nacimiento, ocurrido en Samos, al 270 a. C., año de su muerte, acaecida en Atenas. La primera impresión del mundo y de las cosas grabada en la mente del joven Epicuro se la debió al platonismo, filosofía entonces más en boga, cuyas nociones le llegaron, a la temprana edad de catorce años, de la mano de Pánfilo, allí en su natal Samos[2]. Luego, como era de ley, a la edad de dieciocho años, suspendió sus estudios para cumplir sus deberes con la patria, y así, por su condición de hijo de ciudadanos atenienses, lo vemos en el 323 a. C. en Atenas prestando servicio militar, condición necesaria para alcanzar a su vez el pleno derecho de la ciudadanía. En el cumplimiento de tal cometido tuvo por camarada al poeta cómico Menandro[3], con quien estaba vinculado por sutiles lazos espirituales, tales como el buen humor, la sana alegría y una pasión ciega por la felicidad del hombre.
Al licenciarse de su obligado servicio a la patria regresó junto a su familia, que, por avatares de la política, no encontró ya en su primer hogar de Samos, sino que, forzada al exilio, había emigrado a la ciudad de Colofón, allá en la costa minorasiática, lo que sucedió sobre el año 321 a. C. Pero si la inevitable trashumancia familiar a Colofón debió de significar para él una experiencia desagradable, la proximidad entre esta ciudad y la vecina Teos hubo de contribuir a que el joven Epicuro acudiera a esta última a tomar por primera vez contacto con la filosofía del átomo, allí profesada por Nausífanes[4]. Cabe pensar al respecto que los hados iban sabiamente trazando, en medio de las sinuosidades del exilio, en línea recta el futuro de nuestro personaje, como en otro tiempo y en circunstancias parejas trazaran el de Tucídides. Pues fue la ciudad de Teos y el maestro Nausífanes que en ella profesaba quienes, a lo que parece, determinaron la definitiva vocación de Epicuro. En Teos, y a través del no muy docto Nausífanes[5], topó Epicuro por vez primera con la noción del átomo, semilla fecunda que Epicuro acogió con entusiasmo e hizo suya, la que sabiamente cuidada y explotada por sus manos había de rendir copiosos y pingües frutos. Esto es, si la vida física de Epicuro empezó a palpitar en Samos, su hálito intelectual cuajó en Teos.
Entre Colofón y Teos pasó Epicuro diez años, los que median entre 321 y 311 a. C, y que corresponden a los años veinte y treinta de nuestro personaje. A esa edad dio por cerrado el ciclo de aprendizaje, iniciando entonces su propia singladura de maestro que elabora y propaga su propia doctrina. El lugar elegido para tal cometido fue Mitilene, ciudad de la isla de Lesbos de ricas tradiciones, en la que justamente cuarenta y cuatro años antes también Aristóteles había iniciado a su vez la carrera docente. Ambos, pues, Epicuro y Aristóteles comenzaron sus actividades académicas en Mitilene, humilde punto de partida que había de llevar a ambos con el tiempo a sentar cátedra, tras largo periplo, en la docta y universal Atenas.
Transcurrido cierto tiempo Epicuro dejó Mitilene y pasó a Lámpsaco[6], ciudad costera no alejada del emplazamiento de la antigua Troya. En relación a la llegada de Epicuro a esta ciudad podemos aventurar el supuesto de que no fue fruto del azar, sino de una elección consciente y voluntaria, pues si en Teos se convirtió para siempre al mensaje del evangelio democriteo, que poseía la excelente virtud de dar cuenta del todo por la sencilla teoría del átomo, en Lámpsaco debió de enriquecer esa idea, simple y fértil, con otras allí enseñadas que encajaban a la perfección con aquella teoría. En efecto, es claro que Epicuro es deudor de Anaxágoras en aspectos capitales de su sistema[7], dándose la circunstancia de que el ateo Anaxágoras había fundado escuela y dictado lecciones en la citada ciudad de Lámpsaco sobre el año 450 a. C. Puede deducirse, pues, que Lámpsaco era, a efectos del comercio de ideas, puerto franco, atractivo para un espíritu tan ávido de libertad mental como era el de Epicuro. No es un desatino, por tanto, suponer que esa atmósfera de independencia intelectual, libre de toda traba, respirada en Lámpsaco, por un lado, y, por otro, las sombras del espíritu de Anaxágoras que flotaban en aquel ambiente debieron de seducir a Epicuro, quien, dados su carácter y sentimientos, habría de encontrarse allí como pez en el agua.
No fueron, sin embargo, muchos los años que nuestro filósofo pasó entre Mitilene y Lámpsaco: sólo cinco, los que van del 311 al 306 a. C. Sus éxitos, comprobados por la asombrosa captación de prosélitos, lo indujeron a escalar cotas más altas, a asentarse en lugares más concurridos, desde los que los rayos del sol de su sistema doctrinal irradiaran toda la tierra. El lugar idóneo para tal fin no podía ser otro que Atenas, capital todavía entonces, y por mucho tiempo, de la filosofía o, lo que es igual, de la ciencia especulativa. En la fecha precisa del año 306 a. C., en que Epicuro logra con su revolucionario, por lo que tiene de novedoso, sistema filosófico las más altas cimas de la intelectualidad ateniense, dos escuelas, distintas pero no enfrentadas entre sí, la Academia platónica y el Liceo aristotélico, capitaneaban los destinos filosóficos y acaparaban el interés de los jóvenes inquietos. Significa, por consiguiente, que la decisión de Epicuro de abandonar la provinciana Lámpsaco para establecerse en la brillante Atenas lo llevaba a aceptar o quizás a buscar la competencia con escuelas y sistemas ya arraigados y famosos. Empresa nada fácil, pero en la que no cabe decir que Epicuro fracasara, sino todo lo contrario. En Atenas acabó la vida trashumante de Epicuro, pues desde que sentó cátedra en ella el año 306 a. C. no la dejó sino con su muerte en 270 a. C. Allí pasó treinta y cinco años de su vida, contados desde los treinta y cinco suyos, repartidos entre la Casa y el famoso Huerto, conocido como el Jardín, adquiridos para que sirvieran de medios que permitieran la vida intelectual y material de los miembros de la escuela.
El hombre coetáneo de Epicuro adolece de dos males: los consustanciales a la triste condición humana, interiores o espirituales, y los coyunturales, externos o materiales. En este segundo aspecto, resulta que la situación social era entonces tan desastrosa como cuando más. En torno a la fecha del nacimiento de Epicuro, año 341 a. C., la vida política, con todo lo que ello entraña, estaba cambiando definitivamente de rumbo. El concepto de la ciudad-estado estaba acabado. Esto es, la independencia variopinta de cada ciudad y la libertad bullanguera de todos los ciudadanos estaba tocando a su fin. Grecia entera estaba llamada a ser desde entonces una sola entidad política, que se movería a los solos dictados de un único señor, el monarca macedónico, ahora Filipo (351-336 a. C.) y luego Alejandro (336-323 a. C.).
Esta circunstancia trajo consigo que los ciudadanos quedaran licenciados de la actividad política, su entretenimiento y pasatiempo cotidianos, con lo que dispusieron de tiempo para la reflexión y la preocupación. Y si, salvo la época de enfrentamiento directo entre Atenas y Macedonia, Filipo y Alejandro impusieron su paz material a Grecia, la muerte del segundo en el año 323 a. C. abrió de par en par las puertas de una guerra sin cuartel entre los diádocos, que ocuparon su tiempo abrumando las tierras, haciéndolas víctimas de su ambición por su belicismo, y, si era uno el que ganaba, todos, la masa de la población, perdían. La guerra, con todas sus secuelas, fue entonces el pan nuestro de cada día[8]. En suma, en punto a males materiales los regalos que a aquella sociedad trajo la situación de guerra permanente fueron la inseguridad física, la ruina, la pobreza y el desconcierto.
También entonces, como en la mejor época, el alma del hombre helenístico estaba en vilo, al saberse sometida y sin medios de liberación de cadenas tales como los dioses (a los que se continuaba venerando y temiendo, sin esperar, para colmo de males, nada bueno de ellos), la muerte y el futuro posterior a la propia muerte. En épocas pasadas, así en la Atenas del siglo V a. C., se temió a los dioses, pero a la vez se creyó recibir y haber recibido de ellos dones favorables. Pero ya a finales del siglo citado se desconfió de su benevolencia, pero no así de su crueldad, pues bajo uno u otro aspecto continuaban arraigados en el corazón del triste ciudadano. Como Lucrecio, el excelso poeta latino, buen epicúreo y fiel exponente de este sistema filosófico, cantó en elegantes e inspirados versos, «la vida de los hombres andaba decaída, víctima de la opresión de la religión que, mostrando su cabeza desde los cielos, amenazaba a los infelices mortales con su horripilante aspecto»[9]. Esa era la religión que con harta frecuencia alumbró, al decir de Lucrecio, acciones criminales e impías tales como el nefando sacrificio de Ifianasa a manos de los caudillos griegos e incluso de su propio padre Agamenón[10]. Hechos monstruosos que irritan la delicada sensibilidad de Lucrecio e instan a su espíritu a expresar este triste enunciado: Tantum religio potuit suadere malorum o, lo que es lo mismo, «¡A tan horribles calamidades fue capaz la religión de llevar a los hombres!»[11].
En efecto, el poder tiránico de los sentimientos religiosos bien sea que el hombre permaneciera fiel a los dioses tradicionales bien a los entonces creados como la diosa Suerte, y provistos de tal naturaleza que encadenaban más que liberaban a los humanos, que aterrorizaban más que alegraban, continuaba vivo en época helenística con singular fuerza. En épocas anteriores, en la fase de la ciudad-estado, el individuo entretenía su tiempo en las ocupaciones políticas cotidianas, y en tales entretenimientos daba satisfacción también a sus preocupaciones religiosas, dado que ambas facetas, política y religión, operaban al unísono. Esta situación era doblemente ventajosa: por un lado la intensa vida política ahogaba en flor cualquier preocupación de esos perennes problemas, y por otro lado el cumplimiento de los ritos religiosos inherentes al propio protocolo político colmaba la escasa preocupación del hombre por los dioses. Pero con el helenismo cambió el modelo político y con él la situación anímica del hombre. Al entretenimiento de antaño sucede el vacío de ahora, y al sentimiento de estar al abrigo de los dioses y de tener asegurada su benevolencia merced a la realización de los actos rituales que les eran propios, sigue ahora la soledad y el sentirse desangelados, al perderse aquellos ritos.
En suma, el hombre helenístico que conoció Epicuro vive día y noche solo a la intemperie, sometido a la voluntad omnímoda y arbitraria del príncipe helenístico y de los tiranos del cielo, pues la desaparición de la polis tradicional lo convirtió en juguete de los poderes materiales, concentrados entonces en manos de uno solo o de muy pocos, y la desaparición del viejo ritual religioso-político hizo añicos el paraguas que protegía al hombre de las coléricas tormentas divinas.
La sociedad helenística estaba, pues, gravemente enferma, aquejada de males orgánicos y psíquicos. Y con intención de devolverle la salud perdida aparecen numerosos médicos, cada uno de ellos provisto de su particular terapia. Sólo este hecho, la aparición masiva de filósofos que aspiran a enseñar el camino de la salvación, es prueba palmaria de que la desorientación humana era efectiva y notoria, de que el cuerpo social estaba enfermo.
Las soluciones propuestas seguían derroteros distintos: unos declaraban que la enfermedad no tenía remedio y que, en consecuencia, la única posibilidad de curación, si es que la había, era reconocerlo así y aceptarlo con resignación. Ese fue, en última instancia, el dictamen del escepticismo, que gozó de cierto predicamento. En la misma dirección se movía la doctrina que prescribía la vuelta a la vida primitiva, para adaptarse a la Naturaleza y seguir sus simples dictados, despojándonos de todo atavío atávico que con sus convenciones encadenaba la libertad del hombre. Tal fue el sentir y el proceder del simpático Diógenes de Sínope y del cinismo. Similar en esencia fue el punto de vista del estoicismo: también este propugnaba la rendición del hombre para echarse en brazos del príncipe helenístico y de la omnipotente ordenación cósmica, en el concierto de la cual el hombre era un juguete que quedaba a su arbitrio.
Tanto el cinismo como el estoicismo renunciaban a la lucha, aun reconociendo la gravedad de los males que ellos pretendían curar con su pasiva aceptación, aquel echándose en brazos de la madre Naturaleza y este del inflexible poder cósmico que gobernaba todo a su antojo. Bien se vio que tales intentos de solución de aquellos males no encajaban con la idiosincrasia de la tradición griega, pues lo más peculiar del alma helenística no fue la apatía (por mucho que en ocasiones, contadas y de corta duración, cayera en ella), medida terapéutica y ritual de salvación predicado por estas nuevas religiones, sino la lucha contra la adversidad, no la sumisión al mal sino la victoria sobre él. No es extraña e incomprensible la presencia en aquel entonces de tales sistemas filosóficos que propugnaban la sumisión al destino, actitud contraria a la propia naturaleza helénica. Es que, por lo común, por las venas de sus más eximios promotores no corría sangre griega. Eran, al menos los más conspicuos, de procedencia foránea, de estirpes extranjeras, como parece ser el caso del fundador del estoicismo, Zenón de Cition, probablemente semita, de origen fenicio. Y ello explica asimismo que alcanzaran sus más sonados éxitos y la más nutrida clientela no en el suelo griego sino fuera de él, en la cosmopolita Roma.
Se ve, pues, que tanto el estoicismo como el cinismo revelan en el fondo de su esencia una actitud derrotista, de esclavitud, al someter al hombre a la rueda impulsada por una u otra fuerza, por la Naturaleza o por el principio cósmico ordenador del todo. El hombre pierde con estas concepciones su individualidad, más con el estoicismo, el cual, incluso en el orden humano, renuncia a la independencia del individuo al defender la sumisión de todos al príncipe, en su calidad de exponente y realizador del principio de sumisión a los dictados absolutos del Universo. Al menos el cinismo debió de encontrar un resquicio de libertad individual, al no aceptar su sumisión a ningún principio ni príncipe humano.
A su vez, la Academia platónica y el Liceo aristotélico no aportaron medios ni propusieron soluciones válidas para sacar al hombre helenístico de la sima profunda en que había caído. Tanto uno como otro sistema enseñaban que este mundo no tiene independencia propia, sino que depende de las veleidades de los dioses. Según ellos, este mundo era una copia, y no muy feliz, del mundo ideal, creado, a lo que parece, con escasa habilidad por el funcionario de los dioses, el demiurgo, según Platón, o gobernado por el «Móvil inmóvil» de Aristóteles. En ambos sistemas los dioses, o potencias extraterrestres, deciden el destino de la Tierra y por ende del hombre. Por lo que respecta a los males coyunturales, producidos fundamentalmente por la política, ambos confían la solución a la propia política, más o menos reformada en este o aquel sentido. Por tanto, Platón, igual que Aristóteles, no concibe otra vía de salvación humana más que a través de la evidenciada desgracia humana de la política. Platón resulta especialmente extremado: no contento con someter el individuo al Estado, constriñe toda iniciativa personal para prodigársela al Estado y, considerando pocas y débiles las cadenas con que el Estado aprisiona tradicionalmente al individuo, concibe otras diamantinas e inquebrantables. En consonancia con ello inventa la poderosa religión astral, para que el individuo, indefenso ante los males humanos, pase su tiempo esperando otros peores de estos nuevos dioses, porque son dioses que esclavizan al hombre y que no lo liberan[12]. Sin embargo, entre la actitud de Platón y la de Aristóteles media una diferencia capital: el primero tiene esencialmente vocación de apóstol, que, con sus enseñanzas y mensaje, busca a su manera salvar a una humanidad agonizante, mientras que el segundo representa ante todo la figura del intelectual volcado de lleno a la más pura investigación científica. Por tanto, cuando Aristóteles trata y estudia los problemas humanos, no lo hace ni como médico ni como sacerdote que pretenden curar, sino como hombre de ciencia que fundamentalmente busca entender.
Esta es una nueva modalidad de conducta de notable arraigo en época helenística, con la que se proyecta vencer aquella problemática y dar sentido a la desorientada sociedad de entonces. Nos referimos a la pasión por la investigación y por la erudición, actitud en franca antinomia con la pasividad del cinismo, escepticismo y estoicismo. Esta infatigable actividad investigadora sí que está en línea con el espíritu griego, y por eso se desarrolla sobre todo en la más griega de todas las ciudades fundadas por doquier por o debido a Alejandro, a saber, Alejandría. Posee sobre el cinismo la ventaja de que esta tarea de la investigación enfrasca al hombre sin dejarle tiempo para inquietudes y cuitas espirituales, y disfruta de independencia política tanto como el cinismo, porque ambos la ignoran por igual. Pero, en cualquier caso, tampoco este tipo de investigación de las cosas humanas arregla nada de la doble problemática que aqueja al hombre: ni lo protege de los males humanos ni de los divinos. Pues esta suerte de investigación parcial no cuaja en interpretaciones absolutas y globales, y tiene escasa incidencia sobre el bienestar humano y contribuye bien poco a la liberación y salvación del hombre de las dos clases de males de que adolece, como el propio Epicuro reitera aquí y allá. En este sentido Epicuro señala expresamente[13] que «tenemos una férrea necesidad del enfoque global, y, en cambio, del parcial no tanto». De ahí su constante exhortación a no perdernos en el conocimiento particular de las cosas, que no libera al hombre de sus preocupaciones básicas[14], sino a someter esos conocimientos particulares a un proceso de síntesis, para obtener de ellos principios y fórmulas generales, que es lo único válido y valioso para la verdadera salud del hombre[15].
Así estaban las cosas cuando llegó Epicuro. Este diagnosticó los males (unos coyunturales y otros permanentes) y puso toda su sabiduría, que no era poca, y todo su empeño, que era mucho, en encontrar una solución definitiva y eterna. Y a fe que en buena parte lo consiguió, pues desde entonces lo han seguido con devoción muchos espíritus, unos, los que conocen su doctrina, conscientemente, y otros, que, sin conocerla, la vivieron entonces y no menos viven ahora. Pues cabe afirmar que nuestra sociedad es esencialmente epicúrea, émula, a veces sin saberlo, de Epicuro. Hecho que revela lo acertado de su teoría, teoría que logra reducir a leyes teóricas lo que él descubre ser una ley de la propia existencia humana. De la tranquilidad y seguridad que su sistema filosófico infundió en muchos espíritus inquietos e inseguros constituye un fiel exponente la confesión de Lucrecio[16], quien, con bellísimos versos, alude a la luz que Epicuro irradió sobre el mundo, envuelto entonces en tinieblas, a su condición de padre e inventor de una doctrina que con gusto se sigue, y al hecho de que la razón puesta en acción por el maestro logró disipar todos los terrores que asedian a las almas. En una palabra, Epicuro fue el primero que osó enfrentarse a los motivos y causa de la postración de los hombres, inquirió sus causas, interpretó los hechos y alcanzó en esta empresa la victoria, convirtiendo con ello a los hombres en dioses[17].
Fue Epicuro un autor sumamente prolífico, ya que se le atribuye la cifra de trescientos rollos o libros, según consta en Diógenes Laercio[18]. La obra más voluminosa que salió de su pluma o estilo es la nombrada y renombrada Sobre la naturaleza, que comprendía treinta y siete libros. Para desgracia nuestra, la mayor parte de su vasta producción, incluida esta magna obra, ha desaparecido. Pero el citado Diógenes Laercio, que vivió en el siglo III d. C., enamorado él de la ciencia epicúrea, tuvo el acierto de transmitirnos, como colofón deliberado de su obra, varios opúsculos de Epicuro, diminutos en extensión y volumen, pero por lo general suficientes para que a través de ellos podamos comprender no sólo ideas sueltas sino el conjunto organizado de su sistema filosófico. Son estos los opúsculos que llevan por título: Epístola a Heródoto, Epístola a Pítocles y Epístola a Meneceo, a los que hay que agregar las llamadas Máximas Capitales. Además de ello poseemos una colección de dichos breves y concisos, descubiertos en 1888, que, en honor del lugar en que fueron hallados, reciben el nombre de Sentencias Vaticanas.
La filosofía de Epicuro se diferencia de la de Platón y Aristóteles por mostrar un sentido global y una formulación sistemática y coherente más logrados y mejor definidos que en aquellos, pero sobre todo porque el total de toda su obra obedece a la imperiosa necesidad de dar respuesta a las inquietudes materiales y morales del hombre, de forma más nítida que acontece en el caso de Platón y Aristóteles, quienes a menudo orientan su creación a la satisfacción de la curiosidad, no de las necesidades humanas. Y, a su vez, si la finalidad de la filosofía de Epicuro es compartida por doctrinas como el cinismo, estoicismo y algunas más, entre ellas, sin embargo, media una larga distancia, traducida en el hecho de que el epicureismo constituye un sistema estructurado y coherente, lo que, en el estado actual de nuestros conocimientos, no es dado afirmar del cinismo, y en que el epicureismo representa un sistema fruto de la aplicación más rigurosa de unos criterios objetivos que normalmente ponen al descubierto por sí solos, sin la menor concesión gratuita a asertos subjetivos, como es el caso del estoicismo. Epicuro ni siquiera confía en una supuesta veracidad de la razón si esta se halla desprovista del soporte de la experiencia directa e inmediata que suministra la percepción sensorial, y piensa y actúa así por afán de objetividad, por empeño en substraerse a falsas nociones.
En síntesis, la trama del sistema filosófico de Epicuro está estructurado por los siguientes elementos. Lo primero es que su sistema responde a la constatación de que el hombre, el de su tiempo y el de todos los tiempos, es desgraciado. No obstante, comprueba Epicuro que, sin embargo, el fin natural del hombre no es otro que la felicidad (lo mismo que había afirmado Aristóteles, en Retórica, 1370 a 3 y Ética a Nicómaco, 1157 b 17), que se cumple en la plena satisfacción o gozo. Este aserto no responde a una simple lucubración mental, sino que, en sutil cohonestación con el más puro empirismo en que se asienta el método de Epicuro, le viene dado a este espontáneamente por la directa comprobación de tal principio en todos los seres humanos, a todos los cuales es común la aspiración natural a la felicidad proporcionada por el gozo. De las dos causas contrarias a ella, la menos peligrosa, representada por el mal inherente a la política, la resuelve y anula Epicuro ignorándola, no participando en ella, sustituyendo la función política por la reflexión y convivencia entre amigos, actitud preconizada un siglo antes por el venerable Sócrates[19].
Sin embargo, no es ese mal la verdadera causa de la infelicidad humana. Esta hunde sus raíces a mayor profundidad. Es esencialmente el temor a los dioses y a los astros divinizados, el terror a la muerte, la inquietud por el futuro posterior a la muerte lo que constituye la razón última que impide la realización natural del hombre en la felicidad del gozo. A atacar y reducir esas ciudadelas sólidamente establecidas y hasta entonces inexpugnables se consagra Epicuro con todo tesón y entusiasmo.
Opera con este método: exige unas condiciones previas naturales y necesarias para elaborar un sistema, y luego sobre ellas construye su sistema. Los requisitos previos son dos: la utilización de unos pocos principios doctrinales (emanados de un saber enciclopédico) y el uso de unos significantes lingüísticos cuyos significados sean de la más pura simplicidad, en la que todos los hombres convengan. Este método rigorista muestra la más grande precaución por no seguir luego derroteros falsos. Estos requisitos serán las dos inseparables damas de compañía de la investigación, a cargo de la que correrá el propósito de desentrañar la naturaleza de los seres responsables de la infelicidad, esto es, de los dioses, de los cuerpos celestes y de la muerte.
A su vez, esta investigación, con los flancos bien protegidos por unas fórmulas simples y por unos significantes libres de secundarias connotaciones, está gobernada sustancialmente por un solo criterio, inmediato y sencillo, lo que le confiere el más alto grado de infalibilidad o, al menos, de objetividad. Este criterio se funda en la percepción sensorial, base para la interpretación no sólo de los cuerpos compuestos, sino también para los más sutiles. La austeridad de que hace gala Epicuro, tanto en las precauciones tomadas para que funcione correctamente el método como en la selección de los criterios con que opera, es ejemplar y contribuye a dar confianza en el acierto de sus soluciones.
No es cosa de callar el hecho de que numerosos datos y algunos de ellos esenciales a la teoría epicúrea fueron conquista de investigadores anteriores a Epicuro. En efecto, Epicuro se encontró con hallazgos provechosos para su teoría que no desdeñó. Así, debe a Demócrito y a Leucipo la teoría general del átomo y la particular relativa a la conformación del Universo a base de dos elementos, los cuerpos y el vacío, afirmación susceptible de comprobación con sólo comparar con la de Epicuro la teoría de Leucipo y Demócrito[20]. A su vez, debe en concreto a Leucipo los criterios de conocimiento, basados esencialmente en la sensación, para confirmación de la cual aseveración deben ponerse en relación las noticias que sobre Leucipo nos da Aristóteles[21] con las que Epicuro nos ofrece[22]. De Leucipo toma Epicuro la teoría del movimiento constante de los átomos[23], la de la existencia de mundos infinitos, la de su formación, origen y fin[24]. De Demócrito y Empédocles recibe Epicuro las enseñanzas acerca del mecanismo de la visión[25]. De Anaxágoras, a quien tenía en alta estima[26], toma Epicuro la teoría de la eternidad de la materia y aquella otra sobre el proceso de génesis y fin de los cuerpos, que consiste en la unión o disolución de elementos[27].
Que estas brillantes ideas no germinaran antes que en ningún otro sitio en la cabeza de Epicuro no empequeñece lo más mínimo la gloria y mérito de este, que le asisten por haber elaborado mediante estos elementos sueltos un sistema rigurosamente coherente, como no le resta brillantez a Homero el haber utilizado material preexistente para la creación de su magna y magnífica obra. Efectivamente, Epicuro se encontró con teorías sueltas que explicaban hechos sueltos, con limitadas implicaciones. Así, Demócrito concibió con toda seguridad y sagacidad la teoría del átomo, con la que daba cumplida cuenta de la naturaleza del todo y de los cambios inherentes a ella, lo que no es poco. Pero Epicuro llegó mucho más allá. Esa teoría, una vez en sus manos, nos ilustra también sobre la esencia del alma, de los dioses y de los cuerpos celestes. Al saber de este modo que todo ello es materia, más o menos sutil, aprendemos en qué consiste nuestra felicidad, ahora ya no conturbada por falsas nociones. En una palabra y para limitarnos a un caso particular, la teoría del átomo sirvió a Demócrito para despejar una incógnita, no insignificante, pero a Epicuro le valió para dar cuenta del problema mismo cuya solución le aportaba los datos necesarios para resolver sucesivas incógnitas. Esto es, Epicuro amplió y fecundó la teoría del átomo, con la que Demócrito había explicado la esencia del mundo, hasta límites máximos, que se cerraban dando razón y facilitando la realización del fin último del hombre, que era la felicidad en el gozo. Esa es la diferencia entre Demócrito y Epicuro, no pequeña, bien comprendida por el joven Carl Marx, como puso de manifiesto en su tesis doctoral titulada La relación de la filosofía de Epicuro con la de Demócrito[28]. Es perceptible cómo Demócrito constringe la esfera de acción de la teoría del átomo a la física, mientras Epicuro utiliza no sólo la teoría particular del átomo sino la general de toda la física para entender la ética y servir así a los intereses y necesidades del hombre. Así pues, un solo argumento, el del átomo, basta a Epicuro para construir sobre él un vasto, riguroso y fecundo sistema filosófico, capaz de facilitar al máximo la vida afectiva, justamente por haber removido de ella gracias a la ciencia física todos los obstáculos.
En definitiva, Epicuro tuvo la suficiente inteligencia para dar cuerpo unitario a las varias explicaciones parciales con las que topó, cuerpo doctrinal que revela la naturaleza del todo, y, luego, la comprensión global del todo le suministró la base para cimentar sobre él una vida gozosa, libre de cuidados. Esto por lo que respecta a su originalidad.
Por otro lado, a nuestro juicio, no es acertado interpretar sus escritos Epístola a Heródoto, Epístola a Pítocles y Epístola a Meneceo como partes sueltas de su sistema filosófico, viendo en aquella la teoría física y en estas la ética. Pues ¿dónde queda la Canónica o teoría del conocimiento? ¿La dejó de lado prescindiendo de ella? Nada de eso, sino que muestra hacia ella un interés singular, porque sabe que de ella depende el acierto o el fallo de todo su sistema. La teoría del conocimiento se halla presente, más o menos desarrollada, en cada una de sus obras. Y otro tanto cabe afirmar de la física y de la ética. Por consiguiente, cada uno de estos escritos es un espécimen completo de todo el sistema filosófico de Epicuro, ya que en cada uno de ellos trata más o menos profusamente sobre los medios de alcanzar el conocimiento del todo, explica la esencia del todo y señala el fin del hombre, que es la satisfacción y el gozo. Es decir, cada una de estas obras desarrolla íntegramente todo el sistema filosófico de Epicuro, pues en todas ellas alude a la felicidad del hombre como objetivo final de su sistema[29], al conocimiento del todo como medio de llegar a esa felicidad[30], y en todos sus escritos discurre más o menos prolijamente sobre la naturaleza de las cosas. Véase al respecto la Epístola a Heródoto, en su mayor parte, donde explica el todo mediante principios generales, la Epístola a Pítocles, en la que se deleita analizando en especial la naturaleza de los cuerpos celestes, la Epístola a Meneceo 123, capítulo en el que se extiende ilustrándonos sobre la esencia de los dioses, tema discutido asimismo en la Epístola a Heródoto 76-77, al igual que el tema relativo a la muerte y a la naturaleza del alma, sus funciones y su futuro posterior a la muerte es tratado por partida doble, en la Epístola a Heródoto 64-66 y en la Epístola a Meneceo 124-5.
No es fácil dar una interpretación justa y cabal, en todos sus pormenores, de los varios conceptos epicúreos que conforman su teoría del conocimiento. Así, no es clara la función exacta que Epicuro asigna a los sentimientos, si no es que los entiende como una modalidad particular de las sensaciones. No es claro si el concepto epicúreo de epibolé funciona como prueba de conocimiento o si, por el contrario, únicamente como instrumento del método, lo que parece que se ajusta más a la verdad[31]. Que adolezcamos de estos inconvenientes no es de imputar a Epicuro, sino a las condiciones de transmisión fragmentaria de su obra. Sin duda, la sistematización de que tanto gusta y que tanto cuida Epicuro no había de faltar en el libro Del Criterio o Canon consagrado a estas cuestiones. Por eso, como cuestión conocida en sus detalles, aquí, al tratarse de un resumen, sólo vagamente alude a ello. No obstante, la idea de conjunto es bastante transparente, y da prueba de que elabora un método coherente.
Según Epicuro, ávido por igual tanto por substraerse a toda tentación de idealismo subjetivo como por atenerse lo más rigurosamente posible a la experiencia inmediata, las cosas objeto de conocimiento proyectan a partir de sí mismas y como parte de sí mismas unos efluvios que afectan y llegan al sujeto investigador bajo la especie de sensaciones, sentimientos e imágenes[32]. Esto es, el acto de conocimiento es facultado por esta operación previa que consiste en el choque de los átomos de los cuerpos exteriores con los del sujeto pensante. Esta operación proporciona al sujeto pensante el material que le sirve de soporte: sensaciones, sentimientos, imágenes. Le proporciona sensaciones si los objetos externos son sólidos, sensaciones que pueden ser agudas o desdibujadas. Las primeras son evidentes por sí mismas, pero las segundas deben ser sometidas a prueba contrastativa. El instrumento que faculta esta prueba viene dado por el concepto llamado prolepseis o, por lo que es lo mismo, por el conjunto de sensaciones anteriores y coherentes entre sí, que van formando cuerpo unas con otras en la conciencia del sujeto pensante. Así resulta que cada sensación particular se demuestra acertada o errónea si está en consonancia o disiente de aquellas hermanas suyas, previas a ella, que se demostraron correctas. Por otro lado, los objetos sólidos pero demasiado sutiles emanan efluvios finos que llegan al ser pensante bajo la forma de arquetipos o imágenes de los objetos en cuestión[33]. Ahora bien, al igual que acontecía con las sensaciones, tampoco las imágenes, a pesar de proceder de los cuerpos exteriores, garantizan por sí veracidad. Para dilucidar si las imágenes son correctas o falsas deben ser contrastadas[34] con las imágenes inamovibles asentadas dentro de nosotros mismos.
Hasta aquí hemos estudiado el mecanismo de comprensión de objetos más o menos sólidos, y no lejanos a nuestros sentidos. Resta ver cómo seremos capaces de entender las cosas que se substraen a nuestros sentidos y experiencia. Para este cometido fija Epicuro un principio simple: lo no evidente se explica por lo evidente. Principio susceptible de aplicaciones varias fundamentadas en las correspondientes formulaciones, tal como el principio de no contradicción (lo no evidente no puede contradecir a lo evidente, de suerte que si todas las cosas que vemos siguen una determinada ley, las cosas que no vemos no pueden seguir otra distinta), principio que justifica también y es el soporte del principio de las varias explicaciones posibles de cuestiones que caen fuera del campo de acción de nuestra experiencia, principio que justifica la validez de cualquiera de ellas siempre que no choque con la experiencia. A este grupo pertenece asimismo el principio de analogía (según el cual lo desconocido o no evidente debe ajustarse al modelo de lo conocido o evidente).
Se observa en esta teoría una trabazón bien estructurada: analiza Epicuro el conocimiento según se trate de cuerpos más o menos sólidos o de cuerpos sutiles, y según se trate de objetos evidentes o no evidentes. Cada tipo de objetos suministra un tipo distinto de información, adecuada a su propia contextura. A su vez, lo desconocido es interpretado a la luz de lo conocido, por la aplicación de los mismos criterios y soluciones. En cualquier caso, llama la atención el interés cuidadoso de Epicuro por controlar la información que dan inmediatamente los objetos. Opera con un mecanismo que maneja datos inmediatos, controlados, que parten del objeto y llegan al sujeto pensante. Pero ni aun así se fía. Por eso toma las oportunas precauciones para que la operación resulte acertada mediante la prueba de contraste que, según los casos, confía a las prolepseis o a las imágenes fijas de siempre en nosotros.
Aunque en todos y cada uno de sus escritos trata Epicuro el tema de la interpretación del Universo entero, es a su Epístola a Heródoto a la que le asigna primordialmente ese cometido. Y lo cumple en forma tal que resulta de una extraordinaria sistemática, fruto de la exigencia lógica de los argumentos en juego, que, evidentes primero por sí, fuerzan con su evidencia la siguiente, y esto de manera ininterrumpida hasta la comprensión del todo. Pues cada hallazgo, expresión pura de la propia necesidad objetiva de la fuerza de los argumentos, es causa de nuevos hallazgos y esclarece, por sencillo que parezca a primera vista, todo un cúmulo de conceptos obscuros, hasta comprender el Universo entero y, dentro de este, de manera especial aquellos entes básicos que tradicionalmente condicionan la conducta y estado anímico de los individuos, tales como los dioses, el alma, la muerte y el estado de ultratumba. Por tanto, como es consustancial a Epicuro, la peculiaridad de esta teoría del conocimiento son la simplicidad argumental, la transparencia de los datos en juego y la coherencia recíproca de cada una de las fuerzas actuantes que desembocan en un todo armónico.
La gnoseología de Epicuro opera así:
1.º Vemos y comprobamos[35] que cada cosa se origina de otra cosa. Luego esta evidencia, de acuerdo con los principios de no contradicción y de analogía, invalida por sí sola la idea de que lo contrario pueda ser cierto, de suerte que todas las cosas, incluso las que se substraen a nuestra vista, deben supeditarse por fuerza a esta ley. Resulta, pues, inviable e imposible que algo surja de la nada, y, a su vez, si no existe nada que surja de la nada, entonces no hay cosa alguna que pueda surgir de la nada.
2.º Vemos y comprobamos[36] que hay cosas que desaparecen de la vista. Pero esta desaparición no puede llevar a las cosas desaparecidas a la nada, a la no existencia, al vacío absoluto, porque esa hipótesis, de ser cierta, entrañaría la necesidad de que todas las cosas hubieran pasado al no ser, y, lo que es lo mismo, que el Universo hubiera dejado de ser. Mas como es claro que el Universo existe, resulta evidente por sí que la desaparición de cosas no llega a un no ser absoluto, sino simplemente a un no ser relativo, esto es, a su disolución como tales cosas.
3.º La argumentación anterior ha demostrado dos cosas: nada nace de la nada y nada desaparece en la nada. Resulta, pues, de aquí, la realidad de dos consecuencias: una, que el Universo siempre fue así, así es y así será, y otra, que el Universo es eterno[37].
4.º Efectivamente existe el Universo, como la evidencia muestra[38].
5.º Anteriormente aludimos al hecho de experiencia cotidiana consistente en que hay cosas o cuerpos que se disuelven desapareciendo de la vista sin llegar a la nada absoluta. Resulta, por consiguiente, que estos cuerpos continúan todavía existiendo. Ahora bien, esta disolución de los cuerpos debe tener un límite, alcanzado cuando el cuerpo en cuestión es reducido a su estado más simple. La consecuencia es que, si los cuerpos reducidos a su mínima disolución son simples, los susceptibles de disolución son compuestos. En suma, el Universo consta de cuerpos compuestos y simples, aquellos divisibles, estos indivisibles o átomos[39].
6.º Es también un hecho evidente y de experiencia inmediata que los cuerpos se mueven y pasan de un lugar a otro. Esto exige que haya un vacío que permita la operación del movimiento[40].
7.º Conclusión: el Universo consta exclusivamente de cuerpos (que son el ser) y de vacío (que es el no ser).
8.º Resulta de aquí que, si la idea de alma y dioses es algo, este algo debe ser necesariamente un cuerpo, puesto que, de no ser cuerpo, serán vacío, que es igual que decir un no ser, y es claro que el no ser no existe.
9.º Pero, por un lado, se comprueba que un cuerpo por sí solo no tiene sensibilidad. Hay que convenir, pues, en que si el cuerpo siente y esta función no se la debe a sí mismo se la debe a otro. Y este otro es lo que llamamos alma. Se ve, pues, que el alma existe. Por otro lado, respecto a la existencia o no de los dioses, Epicuro opta por su existencia, porque ello viene exigido por el criterio de conocimiento verdadero que nos proporciona el hecho de que esta idea responde a la convicción común a todos los hombres[41]. Este criterio fundamentado en el consensus omnium parece deber identificarse con el de la sensación, que opera ayudada por las prolepseis o ideas que anidan en el interior del hombre, verificadas y formadas por sucesivas sensaciones.
10.º El alma, pues, existe y es un cuerpo. ¿Qué ciase de cuerpo? Dado que el alma es el agente de las sensaciones y dado que el cuerpo por sí carece de sensación, resulta que es el alma quien faculta al cuerpo esa sensación. Luego esa operación exige que el alma recubra e impregne a todo el cuerpo, lo que conlleva, a su vez, que el alma es un cuerpo constituido por átomos diminutos. En fin, de acuerdo con lo dicho, el cuerpo es sensible sólo mientras lo acompaña el alma, pero si el alma se aparta de él queda insensible. A su vez, el alma sin el soporte del cuerpo no dispone de las condiciones requeridas para que funcione su sensibilidad[42].
11.º Efectivamente cabe la posibilidad de la separación de alma y cuerpo. La efectividad de esa hipótesis es lo que se llama muerte, causa de angustia para la raza humana. Ahora bien, el dolor y el terror se dan sólo dentro de la sensibilidad. Resulta, pues, que quien no tiene sensación no sufre. Como efectivamente la muerte trae consigo la pérdida de sensaciones, es evidente que trae a la vez la falta de dolor, por ser él una sensación. Corolario: no hay motivos racionales para temer el futuro post mortem. Esa insensibilidad al dolor es la situación del muerto. Pero cabe que, si no es de temer el futuro posterior a la muerte, sea de temer el hecho mismo de la muerte. No, según Epicuro[43], ya que, mientras nosotros vivimos, la muerte no nos afecta ni nos hace sufrir, y cuando se impone la muerte tampoco nos causa dolor, porque muerte es sinónimo de pérdida de sensación.
12.º Pero si no hay razón aparente para temer la muerte ni el futuro posterior a la muerte, quizás haya que andarse con cuidado con los dioses, de cuya existencia ha dado pruebas la argumentación epicúrea. ¿Qué hay de justificado o posible en el temor a los dioses? Epicuro argumenta así: el criterio cierto que garantiza la existencia de los dioses lo constituye la idea común a todos los hombres que así lo entiende. Pero si esa idea común sobre la existencia de los dioses es cierta, y Epicuro no la niega, debe ser igualmente cierta aquella idea, pareja de la anterior, que asigna a los dioses como atributos esenciales la imperturbabilidad y felicidad absolutas. Así pues, según la idea que anida en el común de los mortales, decir dios es lo mismo que decir ser absolutamente imperturbable y feliz. Ahora bien, una situación de imperturbabilidad y felicidad es incompatible con los cuidados, cuitas y preocupaciones que habitual mente se atribuyen a los dioses cuando pensamos y admitimos que los dioses rigen el mundo, se preocupan de los hombres y se alegran cuando estos actúan bien y se irritan si se comportan mal. Por tanto, si los seres que llamamos dioses realmente operan así, no son felices ni, por tanto, dioses, y, por consiguiente, no son quienes para que los temamos. Y si realmente son dioses, su propia consustancialidad de imperturbabilidad y felicidad prohíbe que estén sujetos a pasiones de alegría, cólera o cuidado. Tampoco en este caso, pues, son de temer[44].
Epicuro investiga no sólo la naturaleza de estas cosas más generales, sino también la de asuntos más particulares, según consta en los referidos escritos Epístola a Heródoto, Epístola a Pítocles y Epístola a Meneceo, y eso que son resúmenes de tratados más amplios, los que serían especialmente apropiados para el estudio en profundidad y pormenorizadamente de las diversas cuestiones.
No siempre es claro el objetivo práctico que Epicuro persigue con cada uno de los hallazgos particulares de sus investigaciones parciales. Pero que existía ese objetivo y esa intencionalidad no es cosa de poner en duda, porque Epicuro, como la Naturaleza, no hace nada en vano, como es susceptible de comprobación. En este sentido, da cuenta del vacío para proveerse de una justificación teórica del movimiento, da cuenta de la imperturbabilidad y felicidad de los dioses para disponer de una base teórica en que fundamentar su tesis de la falta de atención de los dioses a los hombres. No es claro, sin embargo, cuál es la funcionalidad práctica de la idea de la infinitud del Universo[45] y de los mundos[46]. Estas obscuridades, sin duda, habían de ser disipadas y quedar esclarecidas en los tratados mayores. Tampoco está totalmente claro qué cometido asignaba Epicuro a su teoría del origen de los mundos mediante la separación de estos de anteriores concentraciones[47], ni cuál a su teoría sobre el origen del lenguaje, según la cual surgió en primera instancia por impulsos naturales y sólo después por acuerdo concertado entre los individuos[48], si no es que se servía de esas explicaciones, coherentes con hechos evidentes, para apoyar su aserto de que la Naturaleza por sí misma obliga a moverse a la máquina del Universo mejorando su rendimiento por una mejor utilización de los elementos preexistentes[49]. En cambio, sí parece adivinarse el objetivo encomendado al principio teórico que afirma el movimiento eterno de los átomos, que no inventa gratuitamente, sino que descubre[50] ateniéndose a la realidad del vacío, que lo hace posible, y a la del propio peso de los átomos, que lo exige. Ahora bien (y hacia aquí orienta Epicuro este hallazgo), el movimiento es, por un lado, eterno, porque eterno es el vacío y el átomo dotado de peso. Consecuencia del movimiento eterno de los átomos es que el Universo excluye cualquier agente extraño promotor del movimiento, sino que se mueve a instancias e impulsos propios. De donde queda excluida, y anulada, la creencia en que los dioses son los ordenadores y motores del Universo[51].
Pero, por otro lado, descubre Epicuro dos modalidades de movimiento de los átomos: uno regular, predeterminado, invariable, y otro que se substrae a esa necesidad. La razón que da cuenta de uno u otro movimiento está en función de la situación concreta en que se hallan las posiciones relativas de los átomos en el momento del entrechoque entre ellos, causa física esta del movimiento. Esta constatación, válida para él porque estaba de acuerdo con fenómenos parejos comprobados por sus ojos, cabe que sirviera a Epicuro, por una parte, para entender y explicar la razón de ser de las leyes eternas (regulación del orden de los cuerpos dentro del Universo, regulación de las especies, transmisión de caracteres por la vía de la herencia, etc.), predeterminadas por el movimiento regular de los átomos, y, por otra parte, para proporcionar una base teórica a la realidad de la libertad individual, que se produce cuando es contrarrestada la tendencia al movimiento regular de los átomos. Afirma Long[52] que no hay texto alguno del propio Epicuro que aluda a este movimiento particular de los átomos que se substrae a aquel otro movimiento regular, liberador del hombre de las garras de la necesidad, sino sólo el de Lucrecio[53]. Ahora bien, las palabras clave utilizadas por Lucrecio para dar cuenta del origen de ese movimiento espontáneo, no encadenado, son declinando (libro 2, línea 253) y clinamen (libro 2, línea 292). Pero sin embargo nosotros entendemos que esas formas latinas usadas por Lucrecio son el reflejo o simple traducción de la forma griega κεκλιμέναι referida por Epicuro a los átomos[54], pues lo mismo que Lucrecio contrapone en el lugar mencionado el movimiento regular y predeterminado a ese movimiento espontáneo, originado en la idea de inclinación o declinación de unos átomos por relación a otros, otro tanto está condensado en Epicuro[55], al oponer un movimiento que se prolonga indefinidamente (principio determinista del acontecer cósmico) a otro, capaz de contrarrestar ese impulso determinista, movimiento espontáneo originado en razón de que los átomos en cuestión están inclinados (κεκλιμέναι) respecto a los otros átomos con los que entrechocan. Es natural inferir de ello que Epicuro utiliza esta teoría para, por un lado, liberarse del determinismo, que reduce al hombre a mera marioneta, y, por otro, para dar cuenta de la libertad individual. Parece, en efecto, que es menester interpretar la frase[56] «algunos átomos son proyectados (como consecuencia del entrechoque) a una gran distancia unos de otros» en el sentido de equivalencia a la gran extensión y longitud de las realidades predeterminadas (tal la ordenación eterna de los astros y la continuidad y conservación de las especias), y la frase[57] «otros átomos retienen su propio impulso» en virtud de un desvío de los átomos como significando el principio de la libertad individual.
Epicuro escrutó mediante un análisis penetrante y esclarecedor la naturaleza peculiar y particular de cada una de las sustancias y elementos, cosas y cuerpos visibles e invisibles, pero no para deleitarse y entretenerse con el conocimiento de pequeñas verdades parciales, que por sí solas no contribuyen en nada a la verdadera felicidad humana[58], sino como vía de acceso a las grandes y absolutas verdades, sólo captadas mediante la reducción a síntesis globales o formulas simples de aquellos datos objetivos, ya contrastados. Esa operación que Epicuro propugna y aconseja la cumple él mismo: después de haber elaborado a través de vastos volúmenes como los treinta y siete libros Sobre la naturaleza una ciencia de las cosas concretas y particulares, condensa esa vasta producción en unas pocas fórmulas, expuestas en los breviarios constituidos por las Epístolas.
Estas fórmulas arrojan luz meridiana sobre los problemas e incógnitas de superior envergadura, luz que disipa los temores y terrores, cuidados y cuitas del hombre. Por este camino llega a la conclusión de que la muerte no toca a la vida, por lo que mientras vivimos la muerte nos es extraña, y cuando la muerte es, nosotros no somos. No hay por qué temerla, por consiguiente. A su vez, el alma faculta la sensación del cuerpo por su estrecha vinculación con él, y sólo en esa unidad ella siente. Por tanto, separados cuerpo y alma, ni el cuerpo ni el alma sienten, ni, en consecuencia, sufren. Por lo mismo, tampoco aquí hay razón para temer. También esto cabe decir de los dioses. Tampoco ellos son cosa de temer.
Pero con los solos datos aportados hasta aquí no se da la felicidad en el gozo, que, según expresión y demostración de Epicuro[59], es lo único a que aspira el hombre y lo único que conlleva su plena realización. Los conocimientos adquiridos hasta aquí no proporcionan el gozo, aunque sí preparan el terreno y aportan los presupuestos necesarios para que se dé el placer o gozo. Los conocimientos sobre la auténtica cualidad de las cosas esenciales nos proporcionan los fundamentos principales de la imperturbabilidad, plataforma necesaria para el asentamiento del gozo, imperturbabilidad también proporcionada por un modelo de conducta humana que rehuye ella misma crearse motivos o situaciones que la produzcan o favorezcan. Así, pues, el conocimiento debe librarnos de los motivos ancestrales de inquietud y también enseñarnos a rehuir toda conducta que lleve en sí génesis de turbación. En este sentido Epicuro aconseja, incluso por el ejemplo, el desinterés por la política, dado que conlleva una vida de cuidados, contrarios a la quietud y gozo. La satisfacción de los deseos es cosa buena, porque elimina la razón de la inquietud, pero a veces es mejor no acceder a su impulso si esa satisfacción, buena en sí, es fuente de otras perturbaciones superiores a la producida por su insatisfacción[60]. En tales casos es obligado, efectuar una adecuada elección, sólo posible por el adecuado conocimiento. En otras ocasiones, por el contrario, es bueno aceptar el dolor si es fuente de satisfacciones superiores a las presentes. Por tanto, conseguida la imperturbabilidad por la eliminación de las angustias de origen suprahumano y por la prudencia, lo que nos previene de procurárnosla con una conducta malsana, está abonado el terreno para la consecución del placer o gozo, bien superior del hombre. Pero aun siendo bueno todo gozo, no debe rendirse el hombre a la tentación de aquellos gozos que, una vez satisfechos, engendran dolor.
Resulta así una teoría del gozo no pedestre ni tosca sino de gran dignidad. No en vano, y este es un dato fundamental, la elección del gozo no queda a merced del instinto, sino de la reflexión prudente, encargada de la misión de juzgar la trascendencia y alcance del gozo en cuestión[61]. En consonancia con ello Epicuro aconseja la frugalidad y vida sencilla. Pero ¿no constituye ello una contradicción, predicar el gozo y practicar la pobreza? No hay tal contradicción sino plena coherencia, ya que la satisfacción del hambre y sed con pan y agua produce un gozo de intensidad idéntica a la satisfacción lograda por medio de manjares suculentos y refinadas bebidas, pero ocurre que sólo al habituado a una vida frugal está reservado un deleite especial si alguna vez acaso da con una vida suntuosa, placer negado a quien está embotado para ello por razones del hábito. Dicho brevemente, Epicuro, fiel a su teoría, excluye los gozos que causan placer momentáneo pero preocupaciones a largo plazo, e incluye entre los gozos apetecibles aquellos dolores momentáneos que son motivo de satisfacción a la larga.
En suma, la concepción epicúrea del gozo es tan alta que sólo en la ciencia y la prudencia ve la única puerta de acceso a él[62]. Y si en ocasiones tales conceptos como la justicia o la amistad[63] parecen perder dignidad en manos de Epicuro, esa opinión es un falso espejismo, porque resulta de un juicio basado en parámetros ajenos al sistema del que forman parte, y por ello no le convienen. En cambio, esos mismos conceptos, interpretados a la luz del sistema epicúreo, son coherentes con él y no pierden su virtualidad, puesto que, en cualquier caso, sirven, dentro de él, de instrumentos muy preciados para la realización del hombre y para la consecución de la felicidad en el gozo. Justicia e injusticia, dentro de ese sistema, no son por sí ni buenas ni malas, pero la justicia es un bien óptimo para lograr la felicidad por el gozo en virtud de que la justicia, entendida por Epicuro como pacto de no agresión mutua, proporciona el fundamento del gozo constituido por la imperturbabilidad y seguridad. Por la misma razón la injusticia resulta mala, no como objetivamente merecedora de castigo, concepto extraño al sistema epicúreo, sino porque el injusto se expone a recibir un trato idéntico al que él da, posibilidad que crea una psicosis de terror destructora de la seguridad e imperturbabilidad y, por tanto, del gozo. En todo caso, somos de la opinión de que no ha lugar para interpretaciones de los conceptos epicúreos fuera del sistema en que están inmersos, sino que, por el contrario, exigen ser valorados desde la óptica del propio sistema.
La coherencia del sistema filosófico de Epicuro fija el fin último del hombre en la consecución del gozo, que, para que resulte efectivamente tal, exige en sí mismo y en su preparación un estado de la más pura imperturbabilidad, producto a su vez de la seguridad. Pues bien, tras haber sido lograda la seguridad frente a las fuerzas trascendentales, la más difícil de conseguir, gracias a la eliminación del temor a los malévolos dioses, del horror a la incertidumbre posterior a la muerte y a la propia muerte, resta substraer al hombre de las inquietudes coyunturales que los propios hombres mutuamente se causan. El sistema epicúreo soluciona ese problema por dos vías: mediante la justicia y la amistad. Pero la función de la justicia en ese sistema regido sólo por la fuerza de los átomos corpóreos no es otra que un pacto humano de no agresión[64], lo que la convierte en un principio negativo y pasivo. Por lo mismo es más apreciada por Epicuro la otra vía de acceso a la paz y seguridad, la vía de la amistad. Amistad que en él y los suyos no se reduce a cumplir la exigencia mínima de evitar el daño entre los mortales amigos, sino que supera en mucho ese mínimo, con lo que no sólo elimina la inseguridad sino que proporciona la más alta dosis de seguridad, lo que hace de ella un principio sumamente positivo. Esa relevante función que el sistema filosófico epicúreo encomienda a la amistad explica la profunda consideración y estima que Epicuro muestra hacia ella[65]. Sentimiento compartido por sus discípulos y amigos, no reducido a simples y hueras profesiones de fe en su fecundidad sino llevada a la práctica. Pues los datos de que disponemos sobre el particular muestran fehacientemente que Epicuro y sus amigos habían asimilado bien ese principio teórico de la amistad.
Da la impresión de que Epicuro o bien disfrutó de un alma apta por naturaleza para la amistad o que él mismo la modeló para tal fin, pues incluso antes de culminar su período de formación y de sentar cátedra, siendo todavía un adolescente que cumplía su servicio militar debió de caer bien entre sus compañeros, por cuanto que Menandro, camarada de Epicuro, compuso, si es que la paternidad del texto le pertenece, un dístico[66] rebosante de afecto hacia él, que dice así:
Salve, doble prole de Neóclidas, vosotros, de los cuales uno salvó a su patria de la esclavitud, el otro de la estupidez.
Huelga significar que la expresión «doble prole» se refiere a Temístocles y a Epicuro, cuyos padres eran homónimos. Luego, a lo largo de toda su vida e incluso después de ella, la personalidad y doctrina de Epicuro atrajeron hacia sí pléyades de jóvenes y ancianos que se gozaron, recrearon y realizaron con él y con ella. El escrito Vida de Epicuro, transmitido, al igual que la mayor parte de las obras de nuestro filósofo, por Diógenes Laercio, testimonia que por dondequiera que pasó se granjeó el afecto de numerosas personas que se convirtieron en discípulos suyos para siempre. Es de resaltar el hecho, insólito, de que incluso sus propios hermanos aceptaron y se sometieron gustosos a su magisterio[67], con lo que contradijo la validez del proverbio «Nadie es profeta en su tierra»[68], proverbio que, por el contrario, conservó su virtualidad a propósito de Jesús de Nazaret, cuyos hermanos y allegados no creyeron en él, hasta el punto de que salieron a reducirlo por la fuerza, en la idea de que había perdido el juicio[69]. La conversión de hermanos en discípulos debe de venir de su etapa de docencia en la ciudad de Colofón. De allí pasó a Mitilene. También de su estancia y magisterio en esta ciudad de la isla de Lesbos procede la amistad con Hermarco de Mitilene, figura destacada del Jardín, llamado a sucederle al frente de la escuela a la muerte del maestro[70]. Pero fue en Lámpsaco donde, a juzgar por las fuentes conservadas, más se ganó el afecto de sus alumnos, gran número de los cuales le siguieron a Atenas, entre los que conocemos a Metrodoro, Polieno, Leonteo y su esposa Temista, Colotes e Idomeneo[71]. Ni siquiera desdeñó la amistad de heteras, esclavos y esclavas, con quienes convivía y a quienes escribía como a cualquier otro amigo[72]. Conocemos el nombre del esclavo Mis y de la hetera Leoncion. En fin, sus amigos eran tantos que ni siquiera ciudades enteras bastarían para dar cuenta de ellos[73].
El atractivo de la doctrina epicúrea no decayó con la muerte del filósofo, ni quedó circunscrito a Grecia. El epicureismo caló profundamente en un amplio sector del pueblo romano. Cicerón[74] es testigo de que «los epicúreos (romanos) se han apoderado de Italia entera por medio de sus escritos». Esto ocurría en el siglo I a. C. Efectivamente, en esta época destacan dos epicúreos: Filodemo de Gádara y Lucrecio. Filodemo fue agraciado por Calpurnio Pisón con una casa de campo en Herculano, donde formó una biblioteca, destrozada años después por la erupción del Vesubio en el año 79 d. C., algunos de cuyos fondos han sido rescatados. De Lucrecio, muerto en el 53 a. C., sólo hay que decir que, gracias a su excepcional talento científico y literario, consiguió verter al latín, en su impar poema De rerum natura, la doctrina de Epicuro y darle proyección universal. Muchos romanos vivieron el ideal epicúreo, entre ellos Virgilio y Horacio, así como la esposa de Trajano, llamada Plotina.
Sobre la pervivencia y vitalidad de la doctrina epicúrea en el siglo II d. C. poseemos constancia documental gracias a Diógenes de Enoanda y Luciano de Samosata. El primero, ya anciano y presintiendo que el final de sus días estaba cerca, gustó de dejar a la humanidad y a sus paisanos una prueba última de su afecto. Convencido de la eficacia de la doctrina epicúrea con vistas a la felicidad mandó grabar, a todo lo largo de la muralla de su ciudad, una inscripción con textos epicúreos. A su vez, Luciano de Samosata[75] nos da cuenta de las maniobras fraudulentas de este impenitente charlatán llamado Alejandro por tierras de Paflagonia, Cilicia y contornos e incluso por Roma, quien, experto conocedor de la psicología humana, no siente el menor escrúpulo en explotar la angustia del hombre, su temor a los dioses y sus supersticiones, tarea en la que encuentra la encarnizada oposición de epicúreos y cristianos, quienes, coincidiendo en negar la divinidad de los antiguos dioses, se esfuerzan por desenmascarar los turbios manejos de este impostor. A consecuencia de ello se entabló una guerra a muerte entre los epicúreos, descubridores de la verdad de las cosas y de los dioses, y Alejandro de Abonítico, obstinado en revitalizar la mentira tradicional de las cosas y de los dioses para de ello obtener pingües ganancias[76]. A tal punto llegó la irritación del farsante por el acoso de que era objeto por los epicúreos que «habiéndose hecho con las Máximas Capitales de Epicuro… las llevó al centro de la plaza y allí las quemó sobre troncos de higuera como si quemara al propio Epicuro», método de exterminio utilizado antes y después para desembarazarse de los enemigos. Y Luciano entona un bello canto en honor del citado libro de Epicuro, en cuanto que infunde paz, imperturbabilidad y libertad a quienes tienen la dicha de leerlo. Palabras que no dejan duda sobre la plena adscripción del propio Luciano a la doctrina epicúrea.
Que todavía en el siglo III d. C. gozaba de fuerte salud la filosofía epicúrea resulta claro, por un lado, porque estaba en curso el total de su obra, como lo demuestra el hecho de que fuera entonces recogida por un compilador e historiador del rango de Diógenes Laercio, y, por otro, porque encontró, al menos en este autor, una favorable acogida, como viene ilustrado por la extensión que en su obra consagra a Epicuro, todo el libro X, concediéndole igual espacio que al mismo Platón, con la singularidad, intencionada, de que con el libro X se cierra la obra de Diógenes Laercio, con lo que subraya y resalta su importancia. Pero es que Diógenes Laercio, al igual que antes Luciano, ensalza la doctrina de Epicuro definiéndola como «el principio de la felicidad», expresión que evidencia el alma epicúrea del propio Diógenes, benemérito autor gracias al cual tenemos la suerte de conocer a Epicuro.
A partir de entonces el solo nombre de Epicuro suscita a menudo sentimientos de repulsa, resultado de un deficiente conocimiento de su doctrina. Se le atribuyen auténticos falseamientos de su teoría, pues se tergiversan afirmaciones suyas parciales interpretándolas como prueba de todo su pensamiento, que sólo dentro del conjunto global de su sistema adquieren su propio sentido. Y es que, como el mismo filósofo gustaba de encarecer, sólo tras conocer la trabazón de todo su sistema estamos en disposición de interpretar correctamente sus asertos particulares.
Este escrito es básico para el recto entendimiento de la Física o naturaleza del Universo, y, por ende, para la comprensión del sistema entero de Epicuro, coordenado siempre por los fundamentos teóricos aportados por la ciencia de la Naturaleza. Sin la Física o conocimiento del Universo el sistema epicúreo resultaría manco.
Todos los comentaristas convienen en afirmar la extrema dificultad, formal y de contenido, de la Epístola a Heródoto y su deficiente transmisión textual[77]. No seremos nosotros quienes exoneremos a los copistas antiguos, artífices de la transmisión del texto, de alguna culpa y responsabilidad en la adulteración del texto de esta Epístola. No cabe imaginar que fueran sólo ellos los únicos copistas inmunes a la peste permanente de alteración del texto de que hacen gala todos ellos. Pero sí hay razones para sostener que los copistas de esta carta no cometieron excesos arbitrarios en la alteración del texto. En efecto, cuando un texto se adultera, se adultera para facilitar su comprensión, para trivializarlo y despojarlo de sus peculiaridades. Esa es la causa primera de la corrupción textual. Ahora bien, la dificultad y particular idiosincrasia hablan elocuentemente en el caso presente de que si ello ocurrió fue en escasa medida. El proceder propio de los copistas antiguos de este opúsculo fue la moderación en su adulteración. Norma de conducta bien distinta de la que se impuso en el Renacimiento desde la traducción latina de Traversari (años 1424-1433) y que, desgraciadamente, no ha dejado de operar hasta nuestros días[78].
Desdichadamente, pese a que en la actualidad disponemos de la ciencia, bien establecida y asentada sobre bases firmes, de la crítica textual, cuyo fundamento básico descansa en el principio del máximo respeto a la lectio difficilior dado que otorga mayores garantías de conservar el texto más antiguo en virtud de que la corrupción textual se consuma especialmente por seguir la lectio facilior, ocurre no obstante que a menudo no se opera con ella en el caso concreto de Epicuro. Pues los más de los editores, comentaristas y traductores de la Epístola a Heródoto no se resignan humildemente, si llega el momento, a no entender el significado acatando disciplinadamente el texto transmitido, sino que, víctimas de descontrolada osadía, no vacilan en echar por la borda el principio sagrado de la lectio difficilior haciendo uso de conjeturas aparentemente geniales, pero en las que pocas veces concuerdan todos. Pero es que, por otro lado, no es tan obscuro el texto de esta Epístola a Heródoto como la fama cuenta, ni formal ni semánticamente. Si alguna vez no nos es dado llegar al fondo del sentido, eso no significa necesariamente que ese mismo texto resultara ininteligible para sus directos destinatarios, discípulos de Epicuro, habituados al pensamiento de su maestro y en posesión de un conjunto de conocimientos particulares cuya síntesis está plasmada en esta Carta.
Por lo que toca a la gramática no hay en este escrito nada aberrante, sino hechos normales como elipses, genitivos absolutos a pesar de que podían ser conjuntos y cosas por el estilo. Pero todo ello consta en textos griegos de parecida naturaleza. Estas violencias formales, no exclusivas de Epicuro, pueden deberse simplemente al supuesto de que este texto, elaborado meticulosamente en el plano del contenido, haya sido puesto por escrito a medida que la mente de Epicuro forjaba y ordenaba las ideas, a las que era subordinado, y que, luego, por razones que se nos escapan, fuera dado a la luz pública sin haber sido retocado. Da pie a esta hipótesis la comprobación de que las otras Epístolas de Epicuro que como esta exponen su sistema filosófico, a saber, la Epístola a Pítocles y la Epístola a Meneceo, son desde el punto de vista formal, cual más cual menos, obras muy bien elaboradas. Sólo la Epístola a Heródoto difiere del que parece ser su estilo normal y particular. En suma, en la situación actual, mientras no dispongamos de mejores medios ni la suerte nos depare algún manuscrito o papiro capaz de ayudarnos a solucionar las dificultades, es aconsejable atenernos al mejor texto que los manuscritos nos permitan conseguir, y esquivar la tentación de aportaciones nuevas, siempre subjetivas y esclavas del criterio de la lectio facilior. Por ello, como a nuestro juicio la edición que más fielmente sigue las normas de la crítica textual es la de J. y M. Bollack - H. Wismann, por esta razón esta es la que nuestra versión al español ha tomado como guía, a no ser en casos contados, de los que se da cuenta en el lugar oportuno.