El kampong de Orango-Tuah era una aldea malaya, fortificada para defenderse de las correrías de las tribus del interior y especialmente de los dayakos, con los cuales se hallaban siempre en guerra.
Componíase de trescientas cabañas de madera, techadas con hojas de ñipa, defendidas por una alta y sólida empalizada y por recia muralla de espinoso bambú, obstáculos casi insuperables para los desnudos pies de los indígenas.
Aparte de esto, los habitantes contaban con media docena de prahos, armados con espingardas y anclados en un pequeño lago que comunicaba con el mar por medio de un canal.
Orango-Tuah —un robustísimo malayo de tez oscura, ojos oblicuos y pómulos salientes, antiguo corredor del mar antes de las sangrientas represiones de James Brooke—, advertido oportunamente, apresuróse a salir al encuentro de su príncipe, seguido de gran número de soldados que llevaban ramas de resina encendidas.
La acogida fue entusiasta. Toda la población, avisada por medio del tam-tam, corrió a felicitar al futuro soberano de Sarawak.
Orango-Tuah condujo a sus huéspedes a la mejor choza de la aldea; luego, enterado de que la guardia del gobernador los perseguía, apostó en los bosques vecinos a cincuenta hombres armados con fusiles.
Tomada esta medida, reunió a los cabecillas para que promoviesen rápidamente la insurrección en los poblados malayos y para que, antes de que la noticia de la fuga del príncipe llegara a Sarawak, formasen un ejército considerable.
Aquella misma noche, cuarenta emisarios partían para el interior y los prahos se hacían a la mar para advertir a los malayos costeros de la lucha que se preparaba, mientras otros dos se encaminaban al cabo Sirik para proteger a la banda de Mompracem.
Ada envió a uno de los marineros del yate a la desembocadura del río para enterar a lord James de sus proyectos.
A la mañana siguiente comenzaron a afluir los primeros refuerzos al kampong. Eran partidas de malayos armados de fusiles y acudían de todas partes para combatir bajo la bandera de su príncipe.
Por mar, llegaban a cada instante prahos tripulados por multitud de combatientes y algunas piezas de artillería.
Tres días desués, siete mil malayos acampaban en torno del kampong. Sólo esperaban a la banda de Mompracem para ponerse en marcha hacia Sarawak y caer de improviso sobre la capital.
Todos los caminos del interior estaban ocupados por fuertes destacamentos para impedir que los dayakos participasen al rajá la noticia de la insurrección.
El quinto día, la flotilla de Mompracem fondeaba en la playa del kampong. Componíase de veinticuatro grandes prahos, armados con cuarenta cañones y sesenta espingardas y tripulados por doscientos hombres que, en valor y en táctica guerrera, valían más que mil malayos.
Apenas desembarcaron, Sambigliong acercóse a Ada, que permanecía en el cuarto de Orango-Tuah.
—Los tigrecillos de Mompracem —le dijo— están dispuestos a caer sobre Sarawak. Han jurado libertad a Sandokán y a sus compañeros, o hacerse matar todos.
—Los malayos sólo esperan a vosotros —contestó la joven—. Jurad aquí que no causaréis ningún daño a James Brooke y que si es vencido lo dejaréis en libertad.
—En caso necesario, protegeremos su fuga.
Dos horas más tarde, el ejército malayo, guiado por el futuro sultán, emprendió el camino de la costa, mientras que la flotilla de Mompracem, en la cual había embarcado Ada y Kammamuri, hacíase a la vela, escoltada por un centenar de prahos, procedentes de las aldeas edificadas en la vasta bahía de Sarawak.
Habíanse tomado todas las medidas necesarias para sorprender a la capital del rajá y estaba fijado el día en que sería atacada simultáneamente por tierra y por el río.
La escuadrilla, que navegaba con lentitud para dar tiempo a que las tropas avanzasen, reuníase todas las noches para esperar a los soldados de Hassin. Sambigliong tenía que hacer grandes esfuerzos para calmar la impaciencia de los tigres de Mompracem, que ardían en deseos de vengar la derrota de su jefe.
Para no estar sin hacer nada, daban caza a los veleros que se dirigían a Sarawak, con el fin de evitar que el rajá tuviera conocimiento de la marcha de la escuadra.
Cuatro días después, al atardecer, la flotilla llegó a la desembocadura del río. Aquella misma noche el ejército de Hassin debía caer sobre la capital.
Aíer-Duk, que capitaneaba a los tigres de Mompracem, ordenó que, para no exponer a la joven a los horrores de la batalla, el praho que conducía a Ada permaneciese oculto en una pequeña cala del río; pero Kammamuri, no resignándose a permanecer inactivo, se pasó al barco del jefe.
—Tráeme a Tremal-Naik —le dijo Ada, antes de separarse.
—Podrán hacerme pedazos, pero mi amo se salvará —respondió el bravo maharato—. Apenas desembarquemos, podremos sitiar al palacio del rajá. Tengo la certeza de que allí se encuentran los prisioneros.
—¡Anda, valiente Kammamuri, y que Dios te proteja!
Aíer-Duk comunicó las últimas órdenes. A la cabeza de la escuadra colocó a los prahos mayores, armados de cañones y defendidos por los más intrépidos piratas de Mompracem.
Estos debían sostener el primer choque, y los demás, en masa, lanzarse al abordaje.
A las diez de la noche la flota se puso en marcha. Todas las velas habían sido arriadas para que los puentes estuviesen libres, y las pequeñas embarcaciones navegaban a remo.
El río parecía desierto; ni a derecha ni a izquierda se veía nave alguna: tampoco en la selva, tan a propósito para defenderse, se ocultaban soldados.
Sin embargo, aquel silencio no le parecía muy tranquilizador a Aíer-Duk. Juzgaba imposible que no se hubiera descubierto la insurrección que desde cinco días antes hervía en el reino, y que el rajá, hombre astuto, audaz y bien servido por los dayakos y por la guardia india, se dejase sorprender. Temía una emboscada junto a la población.
Al mediar la noche, la flotilla se encontraba a menos de una milla de Sarawak. Las primeras casas comenzaban a distinguirse sobre la oscura línea del horizonte.
—¿Oyes algo? —preguntó Aíer-Duk a Kammamuri, que estaba a su lado.
—Nada —contestó el maharato.
—Este silencio me inquieta.
Hassin había llegado ya seguramente y comenzado el ataque.
—Tal vez esperará oír nuestros cañones.
—¡Ah!…
—¿Qué ocurre?…
—¡La escuadra!…
En una revuelta del río apareció una imponente masa que les cerraba el paso. Era la flota del rajá, en línea de batalla, dispuesta a rechazar al enemigo.
De repente, quince o veinte relámpagos brillaron en medio de las tinieblas y se oyó un ruido espantoso. Los barcos de James Brooke rompieron un infernal fuego contra los del enemigo.
Se dejó oír un grito terrible:
—¡Viva Mompracem!…
—¡Viva Hassin!…
Casi en el mismo instante, en la parte norte de la ciudad, retumbaron furiosas descargas de fusilería. Las tropas de Hassin caían sobre la población.
—¡Al abordaje, tigrecillos de Mompracem! —rugió Aíer-Duk—. ¡Viva el Tigre de Malasia!…
Los prahos, a pesar de la metralla que barría los puentes y de las balas que causaban mortandad horrible, se arrojaron sobre las naves del rajá. Nada era capaz de resistir el ímpetu del ataque.
En un instante, los barcos de Brooke se vieron rodeados por numerosas embarcaciones.
Tigres y malayos cayeron sobre las naves enemigas, las abordaron, invadieron los puentes, sitiaron a las tripulaciones, las desarmaron y las encerraron en las bodegas y en las baterías. La bandera del rajá fue arriada y en su lugar se elevó el pabellón rojo de Mompracem, adornado con la cabeza de tigre.
—¡A Sarawak! —gritó Kammamuri.
Los prahos reanudaron su marcha hacia la ciudad. En las calles de la capital, el combate empeñado por las tropas malayas seguía cada vez más encarnizado.
En todos los barrios tronaba la fusilería. Oíanse los gritos de los invasores que avanzaban hacia la plaza donde se elevaba el palacio del rajá.
Algunas casas incendiadas en diversos lugares, esparcían por todas partes sanguinolentos reflejos, mientras que en el espacio flotaban millones de chispas que el viento arrastraba muy lejos.
ATer-Duk y Kammamuri desembarcaron en el muelle, y al frente de cuatrocientos hombres invadieron el barrio, cuyos habitantes también se habían sublevado.
Dos columnas de indios de la guardia intentaron rechazarlos con dos descargas cerradas, pero los tigres de Mompracem los atacaron, cimitarra en mano, y los pusieron en desordenada fuga.
—¡A palacio! —ordenó Kammamuri.
Y a la cabeza de aquel formidable ejército, llegó a la plaza. La morada del rajá hallábase defendida por guardias, las cuales, tras breve resistencia, se dispersaron.
—¡Viva el Tigre de Malasia! —vociferaron los piratas.
Una vibrante voz salió del interior del palacio:
—¡Viva Mompracem!…
Era Sandokán. Los bandidos la reconocieron.
Derribaron la puerta, que estaba cerrada con cadena y cerrojos, recorrieron las habitaciones, y al fin en una de ellas, aparecieron Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y Tanauduriam.
No les dejaron tiempo de hablar. Los cogieron en brazos y los llevaron en triunfo a la plaza, en medio de un ensordecedor griterío.
En aquel mismo instante, una turba de indios, rechazados por las tropas de Hassin, llenó la plaza.
Sandokán arrebató la cimitarra a uno de sus compañeros y se arrojó en medio de los fugitivos, seguido de Yáñez, de Tremal-Naik y de veinte piratas.
Los indios se dispersaron, pero un hombre permaneció inmóvil; era James Brooke, con los vestidos destrozados y el ensangrentado sable todavía en la mano.
—¡Eres mío!… —gritó Sandokán, sujetándole el acero.
—¿Tuyo?… —exclamó el rajá—. ¿Otra vez?…
—Me debías este desquite, Alteza.
—¡Y me llamas Alteza! Mi reino ya no existe y yo no soy más que un prisionero que espera la venganza del sobrino de aquel a quien defendí con mi espada, y que, como recompensa, me cedió un trono tan inseguro.
—No estás prisionero, James Brooke: eres libre —le dijo Sandokán, abriéndole paso entre los piratas—. Aíer-Duk, lleva a Su Alteza a la desembocadura del río y vela por su vida.
El exrajá miró con asombro a Sandokán; luego, al ver invadida la plaza por los malayos de Hassin, que lanzaban gritos de muerte contra él, siguió rápidamente a Aíer-Duk, que había reunido a unos treinta piratas.
—Ese hombre no volverá nunca a estas playas —dijo Sandokán—. ¡El poderío de James Brooke se ha eclipsado para siempre!
Sandokán fue profeta: James Brooke no volvió a Sarawak. Consumido por las fiebres, paralítico, privado de medios, retiróse a Inglaterra, donde habría muerto de miseria si sus compatriotas no hubiesen abierto una suscripción pública que produjo algunos millares de libras esterlinas. Falleció en Devon, el año 1868, casi desconocido, después de haber hecho hablar de su persona al mundo entero.