Sir Hunton, que no dudaba en haber invitado a una princesa india auténtica y que no sentía la más mínima sospecha de la trama urdida tan hábilmente por el astuto maharato, hizo los honores de la casa con exquisita cortesía y sin reparar en gastos, después de recibir como obsequio un diamante que no valía menos de treinta mil libras.
La comida que ofreció a la princesa no podía ser mejor. El cocinero había agotado la despensa, los corrales de los dayakos y los viveros de peces. No faltaban tampoco botellas legítimas de vino de España, que el gobernador había recibido de un amigo suyo residente en Filipinas y que guardaba cuidadosamente para las grandes ocasiones.
Ada hizo los honores a la fiesta y rivalizó en amabilidad con sir Hunton. Procuró, sobre todo, hacerle beber mucho, con innumerables brindis: por la India, por la prosperidad de Sarawak, de Sedang, del rajá y de la vieja Inglaterra.
Comenzaba a anochecer cuando se disponían a empezar con el tradicional budín.
—El príncipe Hassin sentirá ansiedad por no vernos —dijo Ada, después de mirar hacia la parte exterior—. Se acerca la noche.
—Ya está advertido de que iremos a tomar el té a su casa, Alteza —respondió sir Hunton.
—Tratemos de no hacerle esperar demasiado.
—Entonces, salgamos.
—Un paseo por la orilla del río nos sentará bien.
Levantóse la joven y cubrióse la cabeza con un riquísimo chal de seda para defenderse de la humedad de la noche, muy peligrosa en aquellas reglones. Kammamuri, que había tomado parte en el banquete, en clase de secretario de la princesa, fue el primero en salir.
Dos marineros del yate esperaban en la orilla del río.
—¿Está todo listo? —les preguntó.
—Sí —respondieron.
—¿Cuántos caballos habéis encontrado?
—Ocho.
—¿Dónde nos esperan?
—A la entrada del bosque.
—Está bien, reuníos a vuestros compañeros.
En aquel momento Ada salía del brazo del gobernador. Kammamuri se acercó a ella y con gesto rápido le dio a entender que todo estaba preparado.
La noche era espléndida. Hacia Oriente, una nube sonrosada, que poco a poco se volvía gris, indicaba el lugar donde el sol había desaparecido. El cielo se cubría rápidamente de estrellas que se reflejaban en las plácidas aguas del río.
En el espacio revoloteaban los murciélagos gigantescos, y por entre los matorrales y los árboles miríadas de lagartos voladores, en tanto que los «to-chi», otra variedad de lagartos, salían de las hendiduras de las casas para comenzar sus atrevidas evoluciones bajo los artesonados de las habitaciones, lanzando leves gritos de «¡to-chi!… ¡to-chi!».
En el río, algunos bateleros entonaban monótonas canciones, mientras los juncos chinos, únicas naves que llegan hasta Sedang, encendían sus monumentales linternas de papel o de talco.
De la vecina selva llegaban mil perfumes. Los árboles de alcanfor, los clavilleros y los mangos exhalaban penetrantes aromas.
Ada no decía una palabra y apresuraba el paso; el gobernador, que había bebido con exceso, la seguía, haciendo esfuerzos por mantenerse erguido.
Afortunadamente, el camino era corto. Poco después se encontraban ante la vivienda del sultán prisionero, una morada muy modesta, porque no era más que una casita de dos pisos rodeada de una galería descubierta y guardada por cuatro indios que tenían el encargo de vigilar atentamente al prisionero.
Después de hacerse anunciar, el gobernador condujo a la princesa a una salita adornada con divanes y tapices muy usados, con varios espejos y con una mesita en la cual se veían amontonados en completo desorden, tazas, jicaras, teteras, bolas de marfil agujereadas y otras baratijas por el estilo.
El sobrino de Muda-Hassin los aguardaba sentado en una vieja poltrona coronada por un pequeño gavial dorado, emblema de los sultanes de Sarawak.
El rival de James Brooke sólo contaba en aquella época unos treinta años. Era de alta estatura, aspecto majestuoso, hermosa cabeza cubierta de negra y larga cabellera, rostro ligeramente bronceado, adornado de barba lustrosa y ojos vivos e inteligentísimos.
Usaba el turbante verde de los sultanes de Borneo y amplia chaqueta de seda blanca sujeta por larga faja de seda rosa, entre cuyos pliegues asomaban las empuñaduras de los dos kriss, distintivo de los grandes jefes; de su costado pendía el golok, pesada hacha malaya, larga y afiladísima.
Al ver entrar al gobernador, se puso en pie, haciendo una ligera inclinación de cabeza; luego fijó los ojos con viva curiosidad en la joven, diciendo:
—Bien venidos sean a esta casa.
—La princesa Raibh ha mostrado deseos de venir aquí y la he acompañado, con la esperanza de proporcionarle a usted una satisfacción —respondió el gobernador.
—Agradezco la cortesía. ¡Son tan raras las distracciones en esta ciudad, y tan poco frecuentes las visitas!… El rajá Brooke ha sido injusto dejándome en tan completo aislamiento.
—Ya sabe usted que el rajá desconfía.
—Sin razón, porque yo no cuento ya con partidarios. La sabia administración del rajá Brooke me los ha arrebatado a todos.
—A los dayakos sí, pero a los malayos…
—También a esos, sir Hunton, pero… dejemos la política y permítame que le ofrezca una taza de té.
—Me han asegurado que es excelente en realidad —dijo el gobernador, riendo.
—Verdadero té chino, se lo garantizo; mi amigo Tai-Sin me hace este obsequio siempre que toca en Sedang.
—Ahí tiene usted una ocasión magnífica para reclutar partidarios entre los chinos de Cantón. Apuesto cualquier cosa a que semejante empresa no resultará muy difícil para el proveedor de té.
Sombrío relámpago brilló en los profundos ojos del futuro sultán, pero no hizo gesto alguno que revelase su cólera exterior.
—Que sirvan el té —dijo.
Kammamuri, en el acto, pasó a una habitación inmediata donde se oía ruido de tazas, y poco después entró seguido por un pequeño malayo que llevaba un servicio completo en una bandeja de plata.
El astuto maharato escanció la deliciosa bebida y en la taza destinada al gobernador dejó caer una pildorita que se disolvió en seguida.
Ofreció la primera taza a su ama, la segunda a sir Hunton y la tercera al sobrino del sultán; después penetró en la estancia contigua.
Llenó rápidamente cuatro tazas más, echando en ellas otras tantas píldoras, y se las dio al malayo, al mismo tiempo que le decía:
—Sígueme.
—¿Hay más invitados? —preguntó el criado.
—Sí —respondió el maharato, con misteriosa sonrisa—. ¿Hay alguna otra salida, sin necesidad de pasar por el saloncito?
—Sí.
—Indícala.
El malayo le hizo pasar a una tercera habitación que tenía puerta a la calle. Allí velaban los cuatro centinelas.
—Muchachos —dijo el maharato, adelantándose—, mi ama, la princesa Raibh, os ofrece té de Hassin. Bebedlo a su salud; aquí tenéis este puñado de rupias que os ruega aceptéis.
Los cuatro indios no se hicieron repetir la invitación.
Guardaron apresuradamente las rupias y se bebieron de un trago el té.
—Buena guardia, muchachos —exclamó Kammamuri, irónicamente.
Volvió al saloncito del sobrino del sultán. En aquel preciso momento, el gobernador, vencido por el poderoso narcótico, caía de su asiento y se desplomaba sobre la alfombra.
—¡Que descanses! —dijo el maharato.
Ada y Hassin se pusieron en pie.
—¿Muerto?… —preguntó el segundo, con salvaje acento.
—No, dormido —explicó Ada.
—¿Y no despertará?
—Sí, pero dentro de veinticuatro horas, y entonces nos hallaremos ya muy lejos.
—Entonces, ¿es cierto que ha venido usted para devolverme la libertad?
—Sí.
—¿Y para ayudarme a reconquistar el trono de mis antepasados?
—En efecto.
—¿Por qué motivo?… ¿Qué puedo hacer yo en favor de usted, señora?
—Más tarde se lo diré; ahora se trata de huir.
—Estoy pronto a seguirla; ordene.
—¿Cuenta usted con partidarios?
—Todos los malayos de mi parte.
—¿Y los dayakos?
—Se batirán bajo la bandera de Brooke.
—¿Conoce un sitio seguro dónde podamos aguardar a que se reúnan sus adictos?
—Sí; el kampong de mi amigo Orango-Tuah.
—¿Se halla lejos?
—Junto a la desembocadura del río.
—Vamos; los caballos están preparados.
—Pero ¿y los guardias?
—Duermen, lo mismo que el gobernador —dijo Kammamuri.
—En marcha —añadió Ada.
El joven príncipe recogió las alhajas encerradas en un cofrecillo, armóse con un fusil y siguió a Ada y a Kammamuri, después de dirigir una postrer mirada al gobernador.
En la puerta yacían los cuatro indios, unos sobre otros, dormidos profundamente. Kammamuri les quitó las carabinas y las cartucheras y luego lanzó un silbido.
Del bosque salieron los cuatro marineros del yate y Bangawadi, trayendo los ocho caballos.
Kammamuri ayudó a su ama a subir en uno de los mejores, y en seguida saltó con agilidad a la grupa del otro, diciendo:
—¡Al galope!…
Los jinetes, guiados por el príncipe, que conocía mejor que nadie el terreno, pusieron las cabalgaduras al galope, bordeando la selva, que se extendía a lo largo de la orilla derecha del río.
De repente, en la ribera opuesta, se oyó gritar una voz:
—¿Quién vive?
—Que nadie responda —dijo el príncipe.
—¿Quién vive? —repitió la voz, con acento amenazador.
Al no recibir contestación, el centinela, que seguramente había descubierto al grupo de jinetes a pesar de la oscuridad de la noche, disparó, gritando:
—¡A las armas!…
La bala pasó silbando por encima de los fugitivos y fue a perderse en la selva.
—¡Aprisa! —exclamó Kammamuri.
Los corceles partieron al galope, en tanto que, hacia la parte de la ciudad, se oía a la guardia del palacio del gobernador, que gritaba:
—¡A las armas!
Los jinetes siguieron la orilla derecha del río, luego lo vadearon a una milla de la población y pasaron a la margen izquierda para seguir hasta la costa.
—¿Nos perseguirán? —preguntó Ada al príncipe.
—Sospecho que sí —respondió este—. Ya habrán encontrado al gobernador y, enterados de mi fuga, se lanzarán todos tras nuestras huellas.
—Pero no son más que veinte hombres.
—Dieciséis, porque cuatro de ellos duermen.
—Tanto mejor; podremos rechazarlos fácilmente.
—El caso es que irán a buscar auxilio en las aldeas de los dayakos, y antes de doce horas nos perseguirán doscientos o trescientos hombres armados.
—¿Llegaremos antes al kampong?
—Dentro de dos horas nos encontraremos allí, y si se atreven a atacarnos tendrán que roer un hueso muy duro. Antes de dos días, espero reunir cinco o seis mil malayos y un centenar de prahos.
—¿Armados de cañones?
—Algunos, nada más. Serán insuficientes para rechazar a la flota de James Brooke.
—Por fortuna, dentro de cuatro o cinco días, recibiremos muchas piezas de artillería.
—¿Piezas de artillería? —exclamó el príncipe, en el colmo del estupor.
—Sí, servidas por los más formidables piratas de Borneo.
—¿Quiénes?
—Los de Mompracem.
—¿De Mompracem?… ¿Viene en mi auxilio Sandokán, el invencible Tigre de Malasia?
—Él no, pero probablemente su banda navega a estas horas con rumbo a la bahía de Sarawak.
—¿Dónde está Sandokán?
—En manos del rajá.
—¿Prisionero?… ¡Imposible!
—Ha sido derrotado por fuerzas veinte veces superiores a las suyas, después de un terrible combate, y hecho prisionero a la vez que su lugarteniente y mi prometido. Y para salvarlos he preparado la fuga de usted.
—Pero ¿dónde está ahora?
—En Sarawak.
—Los libertaremos, ¡lo juro! Cuando los malayos sepan que los piratas de Mompracem toman parte en la lucha, se sublevarán todos. A James Brooke le quedan pocos días de autoridad.
—¡Alto! —gritó una voz en aquel instante.
El príncipe refrenó con violencia a su caballo, y se colocó ante la joven con el golok desenvainado.
—¿Quién vive? —preguntó.
—Guerreros de Orango-Tuah.
—Avisad a vuestro jefe que el sobrino de Muda-Hassin viene a verle.
Luego, volviéndose hacia Ada e indicándole una masa oscura que se elevaba en el borde de la selva, exclamó:
—¡Ya hemos llegado al kampong…! Ahora podemos desafiar a los soldados del gobernador.