Doce horas después, una chalupa tripulada por seis indios de la dotación del yate, por lord James, Ada y Kammamuri, surcaba el río para desembarcar en Sedang.
Los marineros habían vestido sus trajes nacionales, consistentes en casaca de varios colores y un pequeño turbante; Ada y lord Guillonk, teñidos de un color bronceado, envolvíanse en ricas túnicas, sujetas a la cintura por amplia faja de seda rosa, para hacer creer que eran príncipes indios que viajaban por puro recreo. Sólo Kammamuri había conservado su indumentaria maharata, lo cual no podía infundir la menor sospecha. El río, no muy ancho y de corriente bastante turbia, aparecía casi desierto. Sólo de cuando en cuando veíanse algunas de esas grandes cabañas sostenidas por recios mástiles que miden de quince a veinte pies de altura.
En cambio, elevábanse espesos bosques de árboles gemíferos, giunta wan, de piper nigrum —cubiertos de bayas sonrosadas que encierran granitos muy aromáticos—, de gluga —cuya corteza macerada sustituye al papel—, de inmensos alcanforeros que exhalan perfume penetrante, y de bananos, arecas y rotas, plantas sarmentosas, que en algunos lugares miden trescientos pies de altura.
En medio de vegetación tan espléndida, veíanse a veces, meciéndose en las ramas de los árboles, monos de ancha nariz o calaos giganti, estrafalarios volátiles de enormes picos, tan gruesos como el resto del cuerpo. Aparecían también bandadas de soberbios argos, adornados con larguísimos plumas, negras cacatúas y algunos de esos enormes murciélagos que los indígenas llaman kulang, tan gruesos como un perrillo y cuyas alas abiertas miden hasta un metro y treinta centímetros de envergadura.
Al mediar el día, la chalupa, que navegaba aprovechando la marea, fondeaba ante Sedang.
A pesar del pomposo nombre de ciudad, Sedang no es más que una aldea semejante a Kutsching, la segunda población del reino de Sarawak. En aquella época componíase de ciento cincuenta cabañas plantadas sobre palos, casi todas ellas habitadas por dayachi-lannd, o sea dayakos costeros, de algunas casitas de arqueados techos, pertenecientes a los chinos, y de los edificios de madera, uno habitado por el sobrino de Muda-Hassin, que estaba guardado como prisionero, pues se sabía que aspiraba a la reconquista del trono, y el gobernador, persona muy afecta al rajá y que disponía de veinte indios armados.
No existiendo en Sedang ni la más modesta posada, el lord arrendó una preciosa casita chinesca, situada junto al río, en la extremidad septentrional del poblado, condujo a ella a Kammamuri y a Ada, y dijo a esta última:
—Mi misión ha terminado aquí. Todo lo que podía hacer por ti, sin comprometer mi honor de marino inglés y de compatriota de James Brooke, lo he hecho. No puedo intervenir en la guerra que tú y los piratas vais a emprender, aunque el Estado de Sarawak sea independiente, y aunque tenga que dolerme del excesivo rigor empleado por Brooke con Tremal-Naik. Sigo siendo tu tío y protector, pero como inglés debo permanecer neutral.
—¿Nos dejas ya? —preguntó Ada con dolor.
—Es necesario. Vuelvo a mi yate, pero no me alejaré de la desembocadura del río hasta la ruptura de las hostilidades para poder socorrerte en caso necesario. No te olvides de mostrarte enérgica para obrar sola si es necesario.
—¡Oh, sí, tío!… Estoy resuelta a todo.
—Te dejaré cuatro marineros, para que te defiendan y auxilien. Son hombres de un valor a prueba y de una fidelidad absoluta y te obedecerán como a mí mismo. Adiós; si algún peligro te amenaza, avísame por uno de los marineros. Mi yate está bien armado y en cuanto haga falta surcará el río.
Después de abrazar a su sobrina, el lord volvió a embarcar y se dejó llevar por la corriente. La joven permaneció en la orilla viéndole alejarse, sin fijarse en un guardia del rajá que se acercaba observándola con viva curiosidad, no exenta de cierta desconfianza.
No lo notó hasta que aquel hombre estuvo a su lado.
—¿Quién eres? —le preguntó el soldado.
La joven clavó en el indio una mirada penetrante y altanera.
—¿Qué quieres? —preguntó a su vez.
—Saber quién eres —repuso el indio.
—Eso no te importa.
—Es la orden, puesto que eres una extranjera.
—¿Y de quién es la orden?
—Del gobernador.
—No le conozco.
—Pero él tiene que saber quién desembarca en Sedang.
—¿Por qué?
—Aquí vive el sobrino de Muda-Hassin.
—No sé quién es.
—Un sobrino del sultán que reinaba antes en Sarawak.
—No conozco a los sultanes.
—No importa; yo debo saber quién eres.
—Soy una princesa india.
—¿De qué región?
—De la gran tribu de los maharatos —contestó Kammamuri, que se había acercado silenciosamente.
—¡Una princesa maharata!… —exclamó el soldado, estremeciéndose—. También yo soy maharato.
—No, tú eres renegado —dijo Kammamuri—. Si fueses un verdadero maharato serías libre como yo, y no esclavo de un hombre que pertenece a la raza de nuestros opresores, de un inglés.
En los ojos del soldado brilló un relámpago de ira, pero aquel relámpago se extinguió en seguida, e inclinando la cabeza murmuró:
—Es verdad.
—Vete —dijo Kammamuri—. Los maharatos libres desprecian a los traidores.
El indio vaciló; luego, levantando los ojos, que aparecían húmedos, murmuró con voz triste:
—No, no he olvidado a mi patria, no se ha extinguido en mi corazón el odio hacia los opresores de la India; todavía soy maharato.
—¡Tú!… —exclamó Kammamuri, con profundo desprecio—. Dame una prueba.
—Manda.
—Esta mujer es mi ama, princesa de una de nuestras más valerosas tribus. Si te atreves, júrale obediencia como se la jurarían los hijos de nuestras montañas.
El indio dirigió a su alrededor una rápida mirada para asegurarse de que no le observaban; luego cayó a los pies de Ada, diciendo:
—Manda: por Siva, Visnú y Brahma, las divinidades protectoras de la India, juro obedecerte.
—Ahora reconozco en ti un compatriota —dijo Kammamuri—. ¡Sígueme!…
Entraron en la chinesca casita guardada por cuatro marineros del yate, armados de pistolas para defender a la sobrina de su amo de cualquier atentado, y se detuvieron en una pequeña estancia amueblada con sillas de bambú y algunas mesitas llenas de teteras y tazas de porcelana color de «cielo después de lluvia», el color favorito de los hijos del Celeste Imperio.
—Manda —repitió el indio, inclinándose nuevamente ante Ada.
Entonces la joven, fijando en él una mirada penetrante, como si quisiera leer en su alma, le dijo:
—¿Sabes que odio al rajá?
—¿Tú?… —exclamó el maharato, levantando la cabeza, estupefacto.
—Sí —añadió la joven con energía.
—¿Te ha ofendido, acaso?
—No, pero le aborrezco, porque es inglés, porque soy maharata y él pertenece a la raza de los opresores de la India y porque en otro tiempo figuró en las filas que destruyeron la independencia de nuestros rajáes. Nosotros, pueblos libres, juramos odio eterno a aquellos hombres de la lejana Europa y no pudiendo aniquilarlos en la India, procuramos acabar con ellos dondequiera que se encuentren.
—¿Tan poderosa eres? —preguntó el indio, con creciente estupor.
—Dispongo de hombres valerosos, de naves y de cañones.
—¿Y vienes a traer la guerra?
—Sí, puesto que encuentro aquí a un tirano de nuestra patria que humilla a otros hombres de color, hermanos nuestros.
—¿Quién te ayudará en la empresa?
—¿Quién?… El sobrino de Muda-Hassin.
—¿Él?…
—Él.
—Pero si está prisionero…
—Lo pondremos en libertad.
—¿Sabe que tratas de libertarlo?
—No, pero le hablaré.
—Ya te he dicho que está vigilado.
—Burlaremos a sus guardianes.
—¿De qué modo?
—Tú lo encontrarás.
—¿Yo?…
—Esta es la prueba que de ti espero, si eres maharato de verdad.
—He jurado obedecerte y Bangawadi no faltará a su palabra —afirmó el indio, con solemne acento.
—Veamos —dijo Kammamuri, que hasta entonces había permanecido silencioso—. ¿Cuántos centinelas vigilan a Hassin?
—Cuatro.
—¿Noche y día?
—A toda hora.
—¿Sin alejarse nunca de él?…
—Jamás.
—¿Hay algún maharato entre esos indios?
—No, todos son de Guzerate.
—¿Fieles al gobernador?
—Incorruptibles.
Kammamuri hizo un gesto de contrariedad y pareció sumirse en profundos pensamientos.
—¡Ah! —exclamó después de algunos instantes—. ¿Quién es el gobernador?
—Un mestizo anglo-bengalés.
—¿No sería capaz de traicionar al rajá?
—De ningún modo —afirmó el indio.
—Está bien.
Buscó en la faja y sacó un diamante tan grueso como una avellana.
—Ve en busca del gobernador —le dijo, tendiendo la piedra al indio— y dile que la princesa Raibh le ofrece este regalo y le ruega que le conceda una entrevista.
—¿Qué te propones, Kammamuri? —le preguntó Ada.
—Luego te lo diré, ama. Vamos, Bangawadi; contamos con tu juramento.
El indio cogió el diamante, se prosternó por última vez ante la joven y salió con paso rápido.
Kammamuri le siguió con la mirada; luego, volviéndose hacia Ada, le dijo:
—Creo que conseguiremos nuestro objeto.
—¿Qué intentas?
—Raptar a Muda-Hassin.
—¿Cómo?
En vez de responder, el maharato sacó de la faja una cajita y mostró unas píldoras que exhalaban extraño olor.
—Me las dio el capitán Yáñez —dijo—, y conozco por experiencia sus efectos. Basta dejar caer una en un vaso de vino o de café para adormecer instantáneamente a la persona más robusta.
—¿Y para qué pueden servirnos? —preguntó la joven, con profunda sorpresa.
—Para aletargar al gobernador y a los centinelas que custodian la morada de Hassin.
—No te comprendo.
—En cuanto vea el regalo que le hemos enviado, el gobernador nos invitará a comer, o le invitaremos nosotros. Yo me encargo de hacerle beber el narcótico, y cuando esté dormido iremos en busca de Hassin y repetiremos la suerte con los centinelas.
—¿Pero nos permitirán los indios entrar en la prisión?
—Bangawadi se encargará de abrirnos paso, fingiendo que ha recibido del gobernador la orden de visitar a Hassin.
—¿Adónde llevaremos al prisionero?
—Al lugar que él desee, allí donde cuente con partidarios. Corre de mi cuenta buscar caballos para nuestra gente.
Ya se disponía a salir cuando vio que Bangawadi regresaba.
El indio parecía contento, porque a sus labios asomaba una sonrisa.
—El gobernador os espera —dijo, entrando.
—¿Ha agradecido el obsequio? —preguntó Kammamuri.
—Nunca le he visto tan alegre como hoy.
—Vamos, ama —dijo el maharato.
Salieron precedidos por el soldado y seguidos por los cuatro marineros del yate, que habían recibido orden de no apartarse de ella un solo instante. Poco después llegaban al palacio del gobernador de Sedang.
El edificio, llamado pomposamente palacio por los habitantes, era una modesta casa de madera, de dos pisos, con el techo cubierto de tejas azules, como las viviendas del barrio chino de Sarawak, ceñida por una empalizada y defendida por dos cañones enmohecidos, que no servían más que de adorno, pues no habrían podido hacer dos disparos seguidos sin reventar. Una docena de indios, vestidos como los cipayos de Bengala, con casaca roja, calzones blancos y turbante, pero descalzos, hallábanse tendidos alrededor de la casa y presentaron armas, con marcial apostura, a la princesa de los maharatos. El gobernador aguardaba a la joven al pie de la escalera, señal evidente de que el magnífico regalo había producido su efecto.
Sir Hunton, gobernador de Sedang, era un anglo-indio que había tomado parte en las sangrientas campañas de El Realista contra los piratas de Borneo, como oficial de marina.
No contaba aún cuarenta años, pero aparentaba tener más por efecto del clima, poco saludable para los extranjeros. Era alto, como todos los individuos de raza india, y muy recio; tenía la piel ligeramente bronceada, ojos negros y barba poblada como los indostanes.
Había dado pruebas de gran valor y de fidelidad, y fue encargado del mando de Sedang con la orden de vigilar atentamente al sobrino de Muda-Hassin, ya que James Brooke no ignoraba que tenía un temible y poderoso rival en el pariente del difunto sultán.
Sir Hunton, al vera la princesa, se adelantó a su encuentro, tendiéndole la mano y descubriéndose; luego le ofreció galantemente el brazo y la condujo a un saloncito amueblado con cierta elegancia.
—¿A qué feliz casualidad debo el honor de esta visita, Alteza? —preguntó, sentándose frente a la joven—. Es raro ver llegar a este pueblecillo, perdido en la frontera del reino, a una persona tan distinguida.
—He emprendido un viaje de recreo a las islas de la Sonda, señor, y no quiero dejar de ver también Sedang, ya que tengo ahora la posibilidad de admirar a esos formidables dayakos, llamados cortadores de cabezas.
—¿Y ha venido Vuestra Alteza por pura curiosidad? ¿No será por otra cosa?
—¿Por qué?
—Por ver al sobrino de Muda-Hassin.
—No sé quién es.
—Un rival del rajá Brooke, que pasa el tiempo soñando en el desquite.
—¿Es un sujeto interesante?
—Tal vez.
—Con el permiso de usted no dejaré de visitarlo.
—A cualquier otra persona no le concedería semejante autorización, pero a Vuestra Alteza, que viene de la India y que, por lo tanto, no puede tener en ello otro interés que el de la curiosidad, no le negaré semejante favor.
—Gracias, señor.
—¿Se detendrá Vuestra Alteza mucho tiempo aquí?
—Algunos días, mientras se efectúan en mi yate algunas reparaciones.
—¿Ha venido en yate Vuestra Alteza?
—Sí, señor.
—¿E irá luego a Sarawak?
—Desde luego; quiero conocer al exterminador de los piratas, pues soy una de sus más entusiastas admiradoras.
—¡Es un valiente rajá!
—Desde luego.
—¿Volverá al yate esta tarde Vuestra Alteza?
—No, he alquilado una casita.
—Entonces espero que Vuestra Alteza me dispensará el honor de aceptar la hospitalidad de mi morada.
—¡Ah!… ¡Señor!…
—Es el mejor de Sedang.
—Gracias, señor, pero prefiero tener libertad.
—Al menos confío en que Vuestra Alteza pasará el día a mi lado.
—No puedo dejar de corresponder a vuestra atención.
—Haré lo posible por proporcionarle distracciones.
—Por supuesto, me enseñará usted al real prisionero —dijo Ada, sonriendo.
—Después de comer, Alteza. Iremos a tomar el té con Muda-Hassin.
—¿Es hombre galante o es un salvaje?
—Es astuto y bien educado, y nos dispensará afectuoso recibimiento.
—Cuento con usted, señor.
Levantóse a una señal de Kammamuri, que permanecía en un ángulo del salón. El gobernador la imitó y la acompañó hasta la puerta, donde la tropa india le tributó los honores correspondientes a su jerarquía de princesa indostánica.
Al volver a su casa, seguida siempre por Kammamuri y por los cuatro marineros del yate, encontró a Bangawadi, que la aguardaba en la puerta, en la actitud de un hombre que espera con impaciencia.
—¿Otra vez aquí? —le preguntó.
—Sí, ama —respondió.
—¿Hay alguna novedad?
—He hablado con Hassin.
—¿Cuándo?
—Hace un momento.
—¿Y qué le has dicho?
—Que hay personas que se interesan por su suerte y que tratan de facilitarle la evasión.
—¿Y qué te ha respondido?
—Que está dispuesto a todo.
—Eres un valiente, Bengawadi.
—Y lo serás más si sigues ayudándonos —añadió Kammamuri.
—Estoy a vuestra disposición.
—Entonces ve y dile que esta tarde la princesa Raibh irá a visitarlo acompañada por el gobernador y que procure estar solo, al menos en su habitación. Dile también que deje a mi cuidado la tarea de preparar el té del gobernador.
Luego, sacando de la faja un pequeño diamante, se lo dio, diciéndole:
—Esto para ti y para que convides a beber a los centinelas que custodian la casa de Hassin. Esta tarde pago yo.